P R Ó L O G O
—La mano izquierda —dijo el hombre delgado, con voz apagada—. Levante la muñeca.
Douglas Bailey se remangó la manga de su camisa. El hombre delgado le puso algo frío en la muñeca e hizo un movimiento de cabeza indicándole hacia la puerta más cercana.
—Vamos, entre, y diríjase hacia la primera plancha de la derecha —le dijo.
—Un momento —dijo Bailey—. Quiero saber…
—Andando —dijo el hombre delgado—. El trabajo hay que hacerlo rápidamente. No podemos perder el tiempo.
—¿Quiere usted decir… que todo lo tiene preparado… ahí dentro? —le preguntó Bailey, mientras el corazón le latía rápidamente dentro del pecho.
—¿Acaso no vino para eso? Vamos, amigo, diríjase hacia la plancha de la derecha. Andando.
—Pero si apenas he estado aquí dos minutos…
—¿Qué es lo que esperaba? ¿Música de órgano? Escuche, amigote —añadió el hombre delgado, mirando de reojo hacia el reloj de pared—, yo sé lo que tengo que hacer y cuándo debo hacerlo. ¿Me comprende ahora?
—Es que yo creía que por lo menos tendría tiempo para… para…
—Haga un esfuerzo e inténtelo. Después de todo, está aquí por su propia voluntad. No creo que tenga que arrastrarlo a la fuerza, ¿no le parece?
Mientras así hablaba, el hombre delgado abrió la puerta apremiando a Bailey para que entrara. Bailey obedeció. Se trataba de una habitación estrecha y llena de cortinas cuya atmósfera olía a productos químicos y carne muerta. El hombre delgado le indicó una camilla en el centro de la habitación.
—Tiéndase de espaldas y estire los brazos y las piernas.
Bailey asumió aquella posición, quedando tenso a medida que el hombre delgado le sujetaba los tobillos con unas correas.
—Relájese. Con ello ganaremos los dos, pues no acostumbro dedicarle más de dos horas a un paciente. Si no me hace caso, y ellos lo encuentran en estado de tensión…, entonces no habrá más remedio que emplear las cajas. ¿Comprende lo que quiero decirle?
Mientras Bailey yacía tendido en aquella camilla sintió que una onda de calor y de suavidad se apoderaba de él.
—¿No ha comido nada durante las últimas doce horas? —dijo el hombre delgado, acercando a él su rostro sombrío y borroso.
—Pues yo…
—Bueno, de acuerdo; duerma tranquilo, amigo.
La voz del hombre delgado fue apagándose poco a poco hasta dejar de oírse. El último pensamiento de Bailey mientras se hundía en aquella oscuridad sin fin que obnubilaba su mente fue una frase esculpida en el granito del frontispicio del Centro de Eutanasia:
«Envíame a aquellos que están cansados, sin esperanzas y pobres y que anhelen ser libres, que yo los iluminaré con la lámpara que está junto a la puerta de bronce…»