—Entonces, señor, ¿usted aseguraría que Estados Unidos no proyecta ocupar ninguno de los asteroides?
—Por el momento, no hemos pensado todavía en ello. Por otra parte, no significa que en un futuro hagamos realidad esta idea. Nuestra acción política, a este respecto, continúa fluida. Todo proyecto que intentemos emprender deberá contar antes con los intereses de las otras potencias espaciales y la decisión de las Naciones Unidas.
Hubo una pausa. El presidente miró directamente a los periodistas reunidos.
—Gracias, señor presidente.
Los periodistas se pusieron de pie para aplaudir cortésmente. Luego desaparecieron de la vista al tiempo que la pared 3D se cerraba en silencio. Sonó un timbre débilmente y se encendió una luz situada en un aparato, al extremo más alejado del escritorio. El presidente lo levantó y cogió una taza del famoso té verde, que era casi como su marca de fábrica, humeante y muy caliente, tal como le gustaba. Antes de la campaña presidencial, sus consejeros le habían dicho:
—En público… café.
Sin embargo, tiempo después ocurría el delicado asunto de Brasil, seguido de otra elevación del precio del café en el mercado, a lo que hubo que añadir el golpe de estado popular en Formosa (que, por el momento, no tenían por vender nada más que… té verde). Formosa era popular, Rog Smith era popular, el café no lo era, y a pesar de ello Clymer continuó tomándolo. No fue esto lo que dio la victoria en las elecciones a Smith, como tampoco lo fue la sidra a Harrison casi siglo y medio antes, pero sí le ayudó.
Ahora se hallaba sentado en la intimidad de su despacho de la Casa Blanca, bebiendo lentamente su taza de té, mientras observaba cómo la pared volvía a cobrar vida —esta vez con un circuito 3D abierto—. El rostro vacuo y la voz inexpresiva de Steven Senty seguía dando las noticias sin ilación.
—… y con referencia a los comentarios del presidente respecto a la cuestión de los asteroides, se ha llegado a la conclusión de que la otra posición del gabinete, aún por nombrar, se concederá a Hartley Gordon, el director millonario del estado lunar, si bien no se ha dado todavía la confirmación oficial a esta noticia. El notable afán de Gordon por sacar al partido del hoyo en que estaba en la última campaña presidencial ya se ha olvidado. No obstante, Gordon se considera un organizador, no un administrador, y ha comunicado a sus amigos íntimos que dimitirá una vez haya solucionado el lío en que se halla actualmente el Departamento Espacial. Entre los probables sucesores se hallan el ex diplomático Charles Salem Smith… sin parentesco —el periodista sonrió, en tanto el presidente soltaba un gruñido— y el esforzado paladín del partido, J. T. MacDonald, quien renunció al antiguo puesto de su padre en la Cámara para dirigir la campaña presidencial en favor de Smith en el sudeste. Los enterados afirman que sus posibilidades son excelentes.
Roger David Smith soltó otro gruñido, seguido de una palabrota, y tomó un sorbo de té.
—Esta tarde volverá a tener lugar una tradición de poca monta, pero honrada por su antigüedad, tradición que se repite cada cuatro años, cuando tres funcionarios acudan a saludar personalmente al nuevo presidente. Las visitas personales a un presidente son cada vez más raras, debido en parte al problema de la seguridad. El peligro que las mismas representan quedó bien demostrado con el asesinato del presidente Slade, y el intento de asesinato al presidente Byers. Sin embargo, las técnicas de seguridad han mejorado por el perfeccionamiento y las mejoras introducidas en el sistema 3D. No existe ninguna base oficial para la ceremonia de esta tarde, pero a los antiguos residentes del distrito les gusta narrar el origen de esta tradición: en época de George Washington…
Smith pulsó el botón de la mesa.
La pared volvió a blanquearse en tanto el presidente tomaba otro sorbo de té sin fermentar, y reflexionaba tristemente hasta qué punto odiaba la expresión «les gusta contar». ¿Se iluminaban los semblantes de los antiguos residentes del distrito cuando tenían la oportunidad de narrar el asunto? ¿Sonreían y buscaban la ocasión o la oportunidad, o bien…? ¡Oh, al diablo! Consultó su reloj, comprobando que era la hora exacta. Con la yema del dedo tocó el botón Dispuesto y un timbre sonó varias habitaciones más allá. Complacido y sonriente, repitió rápidamente el timbrazo tres veces más. Después frunciendo el ceño, se reprochó tal infantilismo y retiró la mano.
Roger David Smith tenía treinta y cinco años, justo la edad mínima que la Constitución fija para la presidencia, y hacía exactamente tres días y dos horas que ocupaba aquel despacho. Su rostro moreno y rugoso, marcado por las cicatrices de la metralla recibida en Sumatra, no mostraba ninguna huella de las inevitables tensiones debidas al tiempo y al lugar. El nuevo presidente aún no había nacido cuando Warren Gamaliel Harding jugaba al escondite con su amada adolescente en el guardarropa presidencial, ni cuando John Calvin Coolidge dormía la siesta durante dos horas todas las tardes en el sofá de su despacho de la Casa Blanca.
Algunos de esos recuerdos debían de aflorar a la mente del presidente, pues antes de la conferencia de prensa realizó una llamada televisiva (sin grabar, pues se decía que el circuito presidencial no se grababa, cosa que esperaba fuera cierta, aunque tuvo buen cuidado de que la conversación tuviera un carácter anodino). El rostro de una mujer estaba todavía en sus ojos, y una voz femenina aún en sus oídos —como estaban y estarían siempre—, y si bien el pobre Harding había tenido bastantes dificultades para esconder su amor, la publicidad que rodea incesantemente al hombre que ocupa el despacho presidencial era casi intolerable.
Smith se levantó y se situó frente a la puerta en el momento en que ésta se abría para dar paso al primer ujier que anunciaba a los visitantes. El presidente frunció ligeramente el ceño, tratando de recordar exactamente lo que su antecesor le había dicho tres días antes. Sin embargo, su rostro volvió a la normalidad, sonriendo cortésmente. Los tres funcionarios que entraron no le devolvieron la sonrisa.
Se produjo la breve y usual vacilación para acordar en qué orden debían aproximarse al presidente. Anderson, el armero federal, fue el primero: un individuo cuadrado y rubicundo, de pelo crespo y gris. Detrás entró Lovel, el sargento-secretario del Congreso, que era un joven alto, flaco y pálido. Los dos lucían las mantas a cuadros que, junto con las capas cortas, estaban de moda para las ocasiones formales no excesivamente ceremoniosas. Ataviado con el color verde limón que los psicodinámicos incluían entre los matices preferidos para las ropas de trabajo, apareció Gabrielli, el preboste civil de la capital, casi un enano y moviéndose en silencio. El presidente sabía que ostentaba la Medalla del Honor por su participación en el asalto a Telukbetung.
Ninguno sonrió.
La puerta se cerró tras ellos y, al cabo de uno o dos segundos, el silencio fue roto por el ruido de la otra puerta de la antesala al cerrarse a su vez.
—Caballeros… —dijo Roger David Smith, conservando su sonrisa dificultosamente.
Extendió la mano y los visitantes la estrecharon por riguroso turno, con una severa actitud. El presidente empezó a experimentar una definida sensación de angustia y en un rapidísimo reflejo volvió a su mente el recuerdo de otras ocasiones en que había experimentado una sensación semejante. Por ejemplo, aquella vez en que le llamó el comandante, en Sumatra, cerca del campo de arroz, aquel espantoso verano en que esperaba ser juzgado marcialmente por haberse excedido en sus órdenes, y en cambio fue felicitado por su rapidez de pensamiento. También la vez en que seis líderes del partido le visitaron en la habitación de su hotel cuando se celebró la Convención, para comunicarle —así lo había supuesto— que no tenía la menor oportunidad de que le ofreciesen la vicepresidencia. En cambio, le rogaron que les permitiera usar su nombre como candidato al cargo presidencial. Y aun una tercera ocasión, entre las dos anteriores, cuando conoció a la mujer con la que aquella misma tarde había hablado por televisión. En aquel momento había pensado: «No le gusto…», y no obstante acabó por ser su amante.
Pero no podía ser su esposa.
—Señor presidente —expresó Anderson—, hemos venido a rogarle que acepte nuestras felicitaciones por su elección como primer magistrado de la república, y a asegurarle que, como siempre, estamos dispuestos a ayudarle en todo momento a mantener la integridad de nuestra confederación nacional.
En el silencio que siguió a esta declaración, Smith reflexionó un instante en lo extraño de la situación y cuando intentó confusamente balbucir su agradecimiento, Anderson estaba ya hablando de nuevo.
—Seremos lo más breves posible. Ya hemos efectuado esta misma declaración a otros presidentes, en épocas más felices, en épocas más desdichadas, y en épocas igual de infelices que ésta. Por mi parte, la he efectuado en cinco ocasiones. Actúo, pues, como portavoz, a causa de la antigüedad de mi cargo, ya que Lovel y Gabrielli sólo la han realizado cuatro veces.
—Realmente, no sé… —empezó a decir el presidente de Estados Unidos.
—No sabe con exactitud de qué se trata, ¿verdad, señor? —Roger David Smith movió la cabeza negativamente. El armero federal asintió, sin mostrar sorpresa.
—Salvo que… —murmuró Roger David Smith—. Sí, ahora recuerdo que, muy poco antes de salir para la inauguración, el presidente Byers me dijo… veamos… me dijo que ustedes vendrían hoy aquí para comunicarme algo. Y añadió: «Será mejor que les crea». Sí, lo recuerdo ahora. Me quedé un tanto sorprendido, ya que tenía en aquel momento muchas cosas en la cabeza… Además, sólo sé lo que he leído en los periódicos y en las 3D. Y ello es muy poco.
«Todo esto es condenadamente raro», volvió a pensar el presidente.
También reflexionó en las entrevistas programadas: el embajador de la gran (y única restante) potencia neutral del Oriente Inferior, dos gobernadores estatales del oeste deseosos de ver qué podrían hacer para conseguir apoyo regional para el programa del presidente (y aún más afanosos de ver cómo podían conseguir el apoyo presidencial para sus propias campañas senatoriales); el representante de Estados Unidos en las Naciones Unidas, que, naturalmente, estaba programado antes que los gobernadores. Mas la política ha de continuar como de costumbre, sea como fuera, aunque este «sea como sea» se refiera al condominio siempre dificultoso de la Luna, la amenaza de la guerra civil en Sudamérica extendiéndose a la América Central, la nueva huelga de las plantas de cohetes, y, como problema constante, el asunto de los asteroides. Sin embargo, su secretario de programación había concedido quince minutos a esos tres individuos. Por tanto…
—Según tengo entendido, esta tradición se inició cuando los tres primeros caballeros que les precedieron en sus respectivos cargos salvaron al presidente Washington de un intento de asesinato —recordó el presidente Smith—. Y él les prometió que los tres tendrían poder para nombrar a sus sucesores y saludar personalmente a cada presidente nuevo el tercer día de su estancia en la Casa Blanca. ¿Es así? ¿Es…?
—¿…correcto? —terminó Anderson la frase—. No del todo, señor presidente.
Smith creyó observar en el rostro del anciano una fugaz semejanza con el de su propio padre. Rápidamente, este pensamiento trajo otros: la insistencia de su padre, amable pero persistente, cuando el joven Roger Smith no aprobó en la Academia Espacial, en que asistiese a la Facultad de Leyes en vez de irse a París; luego, Sumatra, lo cual cortó en seco su carrera legal casi antes de que comenzara; la entrada en la política por medio de un club de «reformas locales». Después, Sarra…
Durante casi diez años, todo había girado en torno a Sarra. Claro está que también de Jim, pero principalmente de Sarra. La legislatura estatal, la carrera para el asiento en la Cámara, logrando que el padre de Jim utilizase su popularidad y su influencia… ¿Y cómo le había pagado Roger David Smith el favor al viejo? Poniéndole cuernos a su hijo. Por suerte, el anciano jamás lo supo. Pero Jim sí lo sabía… Jim tenía que saberlo. Oh, no le importaba. Por tanto… Bien, éste era Roger David Smith: el hijo de un catedrático, el hombre más joven que había pasado por la Casa Blanca. Jefferson, Jackson, Lincoln, los dos Roosevelt… y ahora Rog Smith. Y todo era gracias a Sarra. Ella habría sido una formidable presidenta, pensó Smith, y no por primera vez. Sólo que nunca lo sería, aun en el caso de ser posible: si Jim hubiera sido elegido. ¿Presidir? ¡Reinar!
Sin darse cuenta, su mirada se fijó en el mapa del nuevo asteroide que habían instalado en la oficina aquella mañana. Luces blancas para las Naciones Unidas, azules para Estados Unidos, rojas para la URSS, amarillas para los que seguían independientes y eran disputados por los americanos, naturalmente; los rusos poseían otra lista.
Su mirada volvió a posarse en Anderson, recordando su último comentario.
—¿No es del todo correcto? Sin embargo, sus cargos no pertenecen al servicio civil ni se hallan en la lista de patronaje.
Lovel, sin hablar, ladeó su alargado semblante hacia Anderson, que comprendió el gesto y asintió.
—Es exacto, señor —dijo luego—, que se nos permite tradicionalmente nombrar a nuestros sucesores. Mas no es correcto con respecto al intento de asesinato. Al menos, no es ésa toda la verdad.
Toda la verdad, continuó explicando Anderson, que estaba de pie sobre una alfombra que un embajador persa le había regalado a la señora Grover Cleveland, toda la verdad era que durante la primera administración de Washington, cuando la capital era todavía Nueva York, se presentó un enorme peligro para toda la Nación, peligro mantenido en secreto: una cábala, como la llamaron. Se trataba de una conjuración para apoderarse del poder y obligar al nuevo presidente a seguir las directrices de un grupo de hombres que, alarmados por las ideas radicales que a la sazón emanaban de Francia, deseaban un sistema de gobierno más riguroso.
Había pruebas evidentes de la conjuración que podían aportarse ante un tribunal, pero no eran tales que pudieran fundar la esperanza de que el asunto se resolvería rápida y pacíficamente.
Una demora significaría un victorioso golpe de Estado y una oligarquía como la de la República de Venecia, gobernada por los jefes de las grandes familias: la policía secreta, los calabozos y todo lo que era más odioso para una civilización amante de su libertad… o la guerra civil. La nación era joven, nueva y débil, y funcionaba gracias a una Constitución apenas puesta a prueba y bastante sospechosa. Las tropas británicas aún mantenían varias bases en territorio norteamericano, los ejércitos españoles bordeaban las fronteras occidentales y sureñas, los mares se hallaban infestados de navíos franceses y los nativos, todavía poderosos, mantenían una posición de defensa.
—Jamás oí una sola palabra de tal conjuración —confesó Smith—. Y no sé si creerlo, aunque… —el recuerdo destelló en su cerebro—, ¿se refería a esto el presidente Byers, cuando me aconsejó que confiase en ustedes? Porque…
—Todo es cierto, señor —confirmó Anderson—. Había apellidos ilustres mezclados en el caso. La cábala de Conway no fue nada en comparación. Al tercer día de su toma de posesión, tres hombres le presentaron las pruebas al presidente Washington, tres hombres que habían servido a sus órdenes en la guerra de la Revolución. Uno fue el armero federal, William Dickensheet.
—Otro fue el sargento-secretario del Congreso, Richard Main —añadió Lovel.
—Y el tercero fue Simon Stavers, preboste civil de la capital —finalizó Gabrielli.
El presidente Smith los miró fijamente. Apenas era posible dudar de aquellos tres hombres, conocidos y honorables, sobrios, estables y leales. Mas, con toda seguridad, no habían venido a darle una lección de historia.
—Continúen —les rogó.
—Los tres —prosiguió Anderson— discutieron el asunto toda la noche con el presidente Washington, siendo el tema principal cuál era el mejor camino a seguir. La rapidez, según se entendía en aquella época de transportes y comunicaciones lentos y difíciles, era esencial si se quería librar al país de una tiranía cuyo final nadie podría prever, o de una guerra doméstica y sangrienta. Guerras, tal vez, y quizá una invasión, una conquista y una derrota de la independencia nacional.
A pesar de la televisión, los luminiscentes y la maqueta del último modelo de nave lunar que había sobre el escritorio, Roger Smith intuyó algo de aquella noche tan lejana… en la que ya creía, sí, ya creía. Era imposible seguir dudando de aquellos tres personajes. Su arcaica fórmula de saludo (… felicitaciones por su elección como primer magistrado… como siempre, estamos dispuestos a ayudarle en todo momento a mantener la integridad de nuestra confederación nacional), aquella lejana noche cuando el padre de la nación, sin duda sin su peluquín y tal vez sin sus famosos y mal encajados dientes postizos, discutió el movimiento a ejecutar y cómo efectuarlo de prisa, en tanto las velas iban goteando en sus candelabros. El presidente Smith tenía sus propios problemas. Estados Unidos de América, en la primera administración del presidente Roger Smith, tenía sus propios problemas. Eran problemas difíciles y graves, y nadie pensaba o se atrevía siquiera a soñar con una «vuelta a la normalidad».
Smith se inclinó hacia delante, interesado por aquel relato sobre la primera crisis del país con la reciente Constitución que le era totalmente desconocido.
—¿Qué decidieron? —quiso saber.
—Se realizó un contacto inmediato —repuso Anderson, sin variar el tono neutro empleado en toda la entrevista— con los miembros del Gobierno que se hallaban en la ciudad. —Hizo una pausa, en tanto sus colegas asentían lentamente, observando con atención al presidente—. Sabían quién era el jefe de la cábala, lo mismo que su paradero. También sabían que, si era eliminado, todo el plan se vendría abajo. Acordaron que el bienestar de la Nación dependía exclusivamente… exigía, más bien, dicha eliminación. Y, en consecuencia, fue eliminado.
—¿Cómo?
—La decisión designó la pistola.
Smith se volvió de espaldas y aporreó el escritorio con el puño.
—¿Intentan decirme que George Washington ordenó el asesinato de un hombre al que no podían condenar en un juicio por falta de pruebas evidentes? —gritó.
Volvió a dar media vuelta para enfrentarse con ellos.
Sin embargo, no quisieron admitir la palabra asesinato. Una ejecución no era un asesinato. La ejecución de un enemigo no es asesinato en tiempo de guerra, ni la guerra dependía de una declaración formal. El bienestar de la Nación tenía que ser lo primordial en el pensamiento de un presidente y los escrúpulos particulares eran un lujo que podía pagarse demasiado caro.
—Siga —ordenó Smith.
—Considerando el pasado —continuó Anderson—, ¿podía nadie dudar de que aquella decisión fue la más indicada? Incluso en aquella época, ya resultó obvio y fuera de toda duda. También resultó obvio que ocasiones semejantes se presentarían una y otra vez. Eso era inevitable. Por lo tanto, acordaron crear una ley —añadió Anderson con el asentimiento de sus colegas—, una ley no escrita, como tampoco hay una ley escrita que justifique que un marido le de muerte al amante de su esposa. Fue una ley desconocida, desconocida salvo para muy contadas personas, o sea, únicamente los hombres que ostentaban aquellos tres cargos y sus predecesores, el presidente y los ex presidentes. Pero se trataba de una ley, pese a todo, que autorizaba a cualquier presidente a ordenar la muerte de una persona del país cuya existencia constituyese lo que más adelante se denominó «un peligro claro y actual para el bienestar de la Nación».
—¡Dios mío! —exclamó Roger Smith. Luego, súbitamente interesado, se sobrepuso a su emoción y preguntó—: ¿Cómo diablos no mataron a Aaron Burr?
—Huyó del país demasiado pronto. Y cuando regresó ya no era peligroso.
—Entiendo. Bien…
—Claro está que hay límites —explicó el armero federal—. El presidente tiene que declararnos sus intenciones, y sólo puede usar este derecho una sola vez en cada mandato presidencial. Porque tiene que haber límites, tiene que haberlos…
Por primera vez, Anderson había levantado un poco el tono de su voz.
—Entiendo —asintió el presidente al cabo de un momento—. ¿Cuántas veces…?
—¿En la historia del país? Diecisiete. ¿Quién llevó a cabo la ejecución? Uno de nosotros. ¿Cómo es elegido? Por sorteo. ¿Algún peligro de detención? Casi ninguno. Al cabo de más de doscientos años —agregó Anderson— han sido desarrolladas ciertas técnicas muy eficaces. ¿Cuántas hubo desde que ostentamos el cargo? Una.
El presidente tragó saliva.
—¿A quién se eliminó?
—Señor, esa pregunta no tiene respuesta.
—Claro, lo siento. Bien, ¿quién de ustedes fue…?
—Y esta pregunta, señor, no se formula nunca.
Hubo un silencio.
«Será mejor que les crea», había dicho el ex presidente Byers.
¿Existía en Byers un conocimiento más profundo, más personal, al pronunciar tales palabras? Smith apenas recordaba algo, pues la inauguración, celebrada sólo unos momentos antes, había borrado de su mente todo recuerdo excepto las palabras de recepción. Rebuscó en su memoria. ¿Quién había muerto de repente durante la administración anterior, que pudiese achacarse a…? Sin embargo, no se le ocurrió ningún nombre. Miró el reloj instalado sobre el escritorio y comprobó que habían transcurrido quince minutos. Durante aquel tiempo podían haber ocurrido muchas cosas. Panamá invadida por los continentalistas («Sudamérica termina en la frontera norte de México», afirmaban que había dicho López Cardoso, y aunque éste ya había muerto, y no podía negarlo o confirmarlo, su frase de Un Continente, un Pueblo, una Fe, un Destino contaba con muchos adeptos todavía), el amistoso aunque inestable gobierno colorado del estado de Cabo Libre podía haber sido derrocado por los intransigentes blancos o negros, o tal vez otro incidente desfavorable que afectase al condominio lunar. Al parecer, nada podía afectarlo favorablemente, más aún con los conflictos de los asteroides, y había perdido quince minutos mientras toda clase de catástrofes podían desencadenarse.
—¿Tienen algo más que comunicarme? —inquirió, inclinándose hacia delante.
—Sólo que uno de nosotros estará siempre en el distrito, en caso de que… eh… se presente una necesidad inmediata… No, señor, no tenemos nada más que comunicarle.
Smith asintió. Anderson miró a sus compañeros y Gabrielli, el menos veterano de los tres en su cargo, dijo:
—Señor presidente, repetimos nuestra palabra de que, como siempre, estamos dispuestos a ayudarle a usted a mantener la integridad de nuestra confederación nacional. Y le pedimos permiso para retirarnos.
Era casi un enano y mucha gente se burlaba de su aspecto, pero el presidente sabía que ostentaba la medalla de honor del Congreso por su participación en el asalto de Telukbetung.
Acto seguido, llegó el embajador de la gran potencia neutral del Oriente Inferior, también lleno de recelos respecto de la política espacial americana. Con gran insistencia suplicó que Norteamérica aumentase la ayuda financiera a su país, todo ello expresado en un deficiente inglés. Cuando se marchó, llegó uno de los gobernadores de estado del oeste, un hombre torpe y tímido —pues ni siquiera sabía el nombre del diplomático que le había precedido—, aunque con un gran conocimiento de lo que podía ofrecer y de lo que podía solicitar en el comercio político. Naturalmente, ninguno de ambos personajes estuvieron presentes personalmente en el despacho. Y después…
—¿Qué haces aquí, Jim? —preguntó el presidente, frunciendo el ceño—. El gobernador Millard era el siguiente; tú no tienes cita concedida hasta mañana por la tarde.
Smith se mostraba brusco, no porque la presencia de Jim le molestase mucho, sino porque esperaba con cansancio la entrevista con el representante de las Naciones Unidas que le acarrearía problemas que ni el cansancio ni los enfados podrían evitar. Le preocupaba no poder ver a Sarra aquella noche. Un presidente de los Estados Unidos podía vender a su país, o dejarlo a la deriva por su incompetencia, pero nunca dejar entrever que tenía una amante. Tal vez diez años atrás no hubiese habido murmuraciones, pues las costumbres se habían apartado bastante de la antigua moralidad; pero se habían producido ya un par de escándalos y el péndulo volvía a inclinarse del lado de la moral.
James Thackeray MacDonald sonrió y agitó la mano. A Smith le pareció que podía oler el familiar aroma de los cigarros de Jim, aunque esto era solamente una fantasía, pues las 3D todavía no estaban tan perfeccionadas, a pesar de todos los esfuerzos. No existía la menor posibilidad de que la presencia de Jim constituyese una amenaza física contra su persona, mas el protocolo era el protocolo.
—El día que no pueda convencer a Millard o a un centenar de imbéciles como él a cambiar sus citas conmigo, será el día en que cerraré la tienda y me iré de pesca —repuso Jim, con su acostumbrado rostro sonriente.
—¿Qué le prometiste a cambio? ¿Derechos al petróleo de la Luna?
MacDonald se echó atrás en su butaca y lanzó una sonora carcajada. Era la famosa risa MacDonald, la herencia de su famoso padre, y Roger Smith también sonrió débilmente a su pesar. Jim poseía un encanto especial; sin embargo, había algo en él que desagradaba.
—Bueno, veamos, Jim, ¿qué diablos quieres? Tengo quehacer.
J. T. MacDonald sonrió con indulgencia.
—Bien, seré breve, y luego podrás dejar a Nick Mason que te cuente su peor historia de mala suerte respecto a los rushianos y los prushianos. Está bien. Hablé con Harley Gordon hace unos minutos y me aseguró que definitivamente no conservará el cargo más de tres meses, aunque tú le ofrecieses la isla de Manhattan por un níquel. De modo que deseo saber qué opinas de concederme ahora la Subsecretaría, a fin de que pueda meterme en sus zapatos sin ninguna molestia cuando él dimita.
La débil sonrisa que animaba el rostro del presidente huyó rápidamente, siendo sustituida por varias arrugas en la frente. No era la primera vez que se había sugerido el nombramiento de MacDonald para dicho gabinete… y no precisamente por el presidente. El nombre de J. T. había estado, y seguía estando frecuentemente en la Prensa a este respecto, mas las especulaciones de tal especie eran demasiado corrientes para que el presidente temiera siquiera en la real posibilidad. Había supuesto que el rumor se extinguiría por sí mismo, pero Jim parecía habérselo tomado en serio.
—¿Has consultado con Sarra? —inquirió Smith.
La pregunta pareció desagradar abiertamente a MacDonald.
—Maldita sea, Rog, no tengo por qué consultarlo absolutamente todo a Sarra. Yo poseo un cerebro propio.
—Un nombramiento para el Gabinete no es una bagatela, Jim. Yo jamás…, no, no me interrumpas, jamás te lo prometí. Ni siquiera te lo sugerí. Sé que Sarra lo mencionó, pero nunca pensé que lo dijese en serio. Ignoro cómo se filtró la mención de tu nombre, pero yo no puedo ceder a las presiones de una simple murmuración. No tienes derecho, ninguno en absoluto, a tratar una observación de Sarra como si fuese una promesa de mis labios. No quiero verme acorralado de esta suerte. La Secretaría te está vedada, aunque sea en realidad una Subsecretaría.
MacDonald seguía intentando hablar, pero el presidente se le anticipó.
—Además, en lo que a mí respecta, decidí que tú aceptarías un cargo entre mi personal particular. ¿No es así? Aprecio tu talento, Jim, especialmente en las entrevistas personales con la gente, y…
Jim se negó a aceptar el cumplido. Su actitud era la de «gracias por nada». No intentaba convertirse en un Grover Whalen presidencial, afirmó, entregando claveles a las esposas de los dignatarios extranjeros y manejando a prominentes rotarios y pilotos espaciales exentos del Oeste Medio y llevándoles personalmente de gira por la Casa Blanca.
—Merezco algo mejor —añadió, de mal talante—. De no haber ganado las elecciones en el sudeste, no estarías aquí.
—Sí, eres estupendo para las salas llenas de humo de tabaco y bebidas, Jim, como te dije: el toque personal. Pero, escucha: ¿el sudeste? No nos engañemos; la estrategia no fue ni mía ni tuya, sino de Sarra.
MacDonald profirió una palabra corta y desagradable que hizo que Roger Smith inclinase la cabeza hacia atrás.
—Estás hablando con el presidente de Estados Unidos —le recordó, indignado.
—No, no —rió MacDonald—. Estoy hablando con el fulano que se acuesta con mi mujer.
Smith le miró fijamente, con expresión indiferente.
—Voy a cerrar —dijo después—. Lárgate.
Pero MacDonald se limitó a sacudir la cabeza.
—O hablas conmigo o hablaré con la Prensa. ¿De acuerdo? —Smith continuó mirándole fijamente—. Está bien —murmuró MacDonald—. Lo que voy a hacer —añadió, inclinándose hacia atrás y sacando otro cigarro del bolsillo— es darle a Rog una pequeña lección, de balde.
Su expresión, al encender el cigarro, enarcar las cejas mirando de soslayo al iracundo hombre que le estaba viendo, y contemplar las espirales de humo que surgían del cigarro colocado entre sus labios contraídos, era la de un actor de una película de categoría B: un duro que acababa de anunciar que «esto iba a gustarle mucho».
—Adelante —le animó Smith—. Pero recuerda que mientras tú descargas tu pecho de todo lo que contiene, el cargo que yo ostento es el más difícil del mundo, y que la tierra no se está quieta por ninguno de nosotros. Y ahora, adelante.
Jim, que había agitado ligeramente la mano ante la mención de las dificultades, asintió dando una chupada al cigarro, y al cabo de un instante empezó a decir:
—Supongo que habrás oído hablar de Charles Stewart Parnell.
—¿Parnell? ¿El irlandés?
—El mismo. El gobernante de la querida y vieja Irlanda. El de 1880, el del 90. Bien, Parnell tenía un amigo llamado capitán O’Shea…, William O’Shea. ¿Oíste hablar de él? ¿No? No importa. O’Shea le era muy útil a Parnell, actuando como su agente confidencial, cuidándose de todas sus dificultades. Por esta causa dejó languidecer su carrera política en aras de la de Parnell… Y Parnell apreciaba tal actitud. En realidad, la apreciaba tanto que decidió mantener feliz a O’Shea. Es decir, no exactamente al capitán O’Shea, sino a la señora O’Shea, a la bellísima Kitty O’Shea. Al parecer, Willie no era bastante bueno para ella. Se ignora si le faltaba una buena apariencia, o glamour, o si ella no lograba hacerle bailar a su antojo. Bien, sea como fuere, Willie carecía de lo que Smith…, oh, perdona el error, Parnell tenía.
Sonrió, elevando el labio superior y mirando al otro de reojo.
—¿Lo sabía Willie? Oh, puedes apostar la vida a que Willie lo sabía. No era tonto, y, naturalmente, lo sabía. Lo supo casi desde el principio. ¿Por qué no se opuso? —Jim consideró su propia pregunta, encogiéndose al fin de hombros—. Pudo ser por innumerables razones. Tal vez pensase que la cosa no era tan mala como aseguraba el viejo libro, o quizá Willie simpatizaba con Parnell…, quizá incluso le amase…, hum…, de modo que no le importaba. O quizá… quizá a Kitty no lograba satisfacerla ningún hombre… ¡Oh! No quiero decir sexualmente, quizá ella alentase otros deseos…, por ejemplo, poder. Y tal vez Willie opinase que, puesto que ella necesitaba otro hombre, ¿por qué no Parnell? Sí, pudo ser por innumerables razones. Por cualquiera de ellas o por todas a la vez. ¿Verdad, Rog?
Roger David Smith continuaba mirándole, sin hablar. De vez en cuando levantaba la mano y se acariciaba las pequeñas cicatrices de su rostro. MacDonald le dirigió otra mirada fugaz y reanudó su discurso.
—¿Dónde estábamos? Oh, sí… Y la canción que entonaba era: «¡Vieja Irlanda libre!». Una patria, ¿comprendes? Casi todo es lo mismo. Gladstone lo hizo todo. Irlanda iba a tener un gobierno propio, con Parnell como primer ministro. Bien, Willie había trabajado por la causa como el primero, y creía que merecía una recompensa. Era muy modesta: un puesto en el Gabinete de Parnell. Al fin y al cabo, ¿qué importaba quién figurase al frente de aquel cargo? El verdadero trabajo siempre lo realizan los secretarios, los hombres de carrera, ganapanes a los que entusiasma cuidarse de los detalles, del papeleo, del trabajo pesado… ¿Ves a lo que me refiero, Rog?
—Sí —asintió el presidente—. Y la respuesta sigue siendo no.
Por primera vez, por el rostro de MacDonald pasó una sombra de incertidumbre.
—Ah, vamos, Rog —suplicó—. ¿Sabes una cosa? Yo no sería el peor secretario del Espacio del mundo. He seguido todo lo relacionado con ese puesto muy atentamente y he leído con atención todos esos temas. Tengo ideas que van más allá de la reorganización del sistema de archivos y la contabilidad, que es lo único que Hartley Gordon tiene en mente…, o sentarme y esperar a que los espantajos se marchen, que es en lo único en que piensa Salem Smith.
—¿Tú tienes ideas?
Asombrado por el tono del presidente, MacDonald se puso escarlata.
—Sí, yo tengo ideas —replicó—. Y otras muchas personas importantes tienen las mismas ideas…, personas cuyo apoyo necesitarás.
Sus ojos se apartaron del semblante del presidente y se posaron en un objeto del despacho, situado detrás de Smith, para luego sostener de nuevo la mirada presidencial por un instante, y al final sus ojos adoptaron una expresión tenaz, retadora. Smith volvió la cabeza. Sí, claro, allí estaba: el mapa con las luces blancas, azules, rojas y amarillas, recién instalado, del asteroide.
El presidente soltó un respingo. ¿Qué haría MacDonald?, se preguntó. ¿Ocuparía los asteroides? ¿Era ésta una de sus ideas?
—Sí, en efecto, lo era. Estados Unidos estaban atados de pies y manos en un gran nudo gordiano —explicó Jim—. ¡Sólo había que ver el condominio de la Luna! Los rusos estaban muy complacidos, y a cambio de dejarlo tranquilo provocaban toda clase de conflictos en todo lo que hacía Estados Unidos. Cuando Norteamérica hacía algo… lo que ocurría muy de vez en cuando. ¿Y Marte? Estados Unidos también poseía una estación en Marte, una; los ingleses otra; las Naciones Unidas, dos; ¡y los rusos tenían cuatro! La suma de todas las demás. Y aun había personas que proclamaban que la única estación americana de Marte costaba demasiado.
»En cierto sentido, tienen razón, Rog —continuó Jim, en tono confidencial, casi burlón—. Para tratarse de una dependencia climatérica, que es para lo que sirve, cuesta demasiado. Pero si ocupamos los asteroides, la estación marciana estaría más ocupada que Nueva York. Y se acabaría la huelga de los fabricantes de cohetes, también. Podríamos doblarles, triplicarles el salario… Los obreros estarían tan atareados ganando dinero que no tendrían tiempo para pensar en huelgas.
—Hum. Y… ¿cuáles ocuparías? ¿Sólo los que reclamamos? ¿También los que piden los rusos? ¿Y los que nadie quiere? ¿O tal vez todos los mundos?
Por un momento, el rostro de MacDonald pareció colgar de costado, luego transformó su rostro en una malévola expresión que parecía intentar dominarse.
—¿Cuánto tiempo soportará el pueblo americano la actual situación? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo soportará que los rusos se apoderen de todo lo que reclaman, afirmando que lo que no reclaman es de las Naciones Unidas? ¿Dónde nos sitúa esto a nosotros? El pueblo americano…
Smith se levantó bruscamente, sobresaltando con ello a MacDonald.
—¡Ignoro quién te ha metido esas ideas en la cabeza!
—Nadie me las ha…
—Creo que puedo adivinarlo. Pero puedes decirles que se han equivocado de gato para atrapar al ratón. ¿El pueblo de América? Oye, pequeño Jimmy, el pueblo americano demostró en noviembre pasado qué quería en el gobierno, y no fue tu mano la que se apoyó sobre la Biblia hace tres días.
—Tú…
—Sí, fue la mía. Exacto. Y te diré algo más. Te lo pondré directamente ante los ojos, amigo…, aunque no tuvieses estas ideas tan peligrosas, tampoco tendrías la menor probabilidad de obtener el cargo. Porque sin Sarra, tú no vales ni un…
Rojo de cólera, MacDonald se puso de pie, dejando caer el cigarro de la mano, gesticulando y gritando como un poseído.
—Nombrarte a ti —manifestó el presidente—, si tú no te hubieras ofrecido espontáneamente, habría significado que ella tendría el cerebro del puesto. Y yo no la necesito a ella allí. No la quiero en ese cargo.
Volvió a reinar el silencio. Fuera, la luminosidad gris de la tarde iba decayendo a medida que se encendían las luces.
—Entonces… es «no» —murmuró MacDonald.
Parecía más viejo, verdaderamente sorprendido, incluso un poco enfermo.
—Es «no» Jim.
MacDonald asintió.
—Esperaré…, esperaré hasta mañana. Porque, según la «lección de historia», también Parnell le dijo «no» al capitán Willie O’Shea. Y luego, Willie pidió el divorcio, involucrando a Parnell como amante de su esposa. Consiguió el divorcio, pero Parnell perdió más: lo eliminaron del partido y después falleció de un ataque al corazón. Poco después, Irlanda se ahogó en sangre.
Calló, y dio media vuelta para marcharse sin mirar hacia atrás.
—Sin embargo, esperaré a mañana —concluyó.
Nicholas Mason, el representante de Estados Unidos en las Naciones Unidas, con su rostro noble y ajado, agradeció al presidente que le hubiese mantenido en su puesto. Luego, en voz baja, le contó su último relato de derrotas, forcejeos, fallos mayores y victorias menores.
—En su opinión —le interrumpió el presidente—, señor embajador, ¿cuál sería el efecto de un escándalo publicado en toda la Prensa, relativo a la vida íntima del presidente?
Mason intentó concentrarse en esta brusca pregunta con visible dificultad. Lentamente, levantó la vista y miró a Smith con atención.
—Apenas puedo suponer… que esta pregunta sea hipotética, señor presidente.
Smith movió la cabeza negativamente.
—¿Podría evitarse ese escándalo de que habla? —Mason bajó aún más la voz—. ¿Sería posible? Entonces…
—Evitarse sólo a costa del bienestar de la Nación, y probablemente acarreando peligros para su prestigio, su propio funcionamiento, y tal vez incluso su paz.
Mason levantó lentamente una mano y apoyó la palma contra su mejilla.
—Esperemos al menos que el peligro no sea tan grande. Aun así, sería cuestión de comparar los peligros con el coste. No hace falta que le diga que, en esta coyuntura, cualquier cosa que dividiese al país podría destruirlo. Y además, usted habló de prestigio nacional, cosa que no es corriente hoy día. De modo que yo… —su voz murió en un susurro.
—Supongo que podría dimitir —suspiró Smith.
Mason se irguió de repente.
—¡Ningún presidente de los Estados Unidos ha dimitido[2]! ¡Señor presidente! ¿Ha olvidado quién le sucedería? Si pusieran al frente de la Casa Blanca al actual vicepresidente… En fin, si le nombraran jefe de una granja de aves, yo compraría inmediatamente halcones y nutrias.
Smith contrajo el semblante.
—Usted fue soldado, señor presidente —continuó Mason—. Yo no. Pero sé, como usted seguramente sabe, que existe más de una forma de ganar una batalla. Y… no necesito añadir que si en algo puedo servirle…
El presidente sacudió la cabeza.
Una vez solo, se puso en pie y se acercó a los ventanales. El momento era malo. Sólo hacía tres días que se hallaba en la Casa Blanca, pero aquella tarde era fresca y resplandeciente. A pesar de todo lo que acontecía en la escena mundial, el día había estado teñido de oro. Había visto a Sarra, con el semblante resplandeciente de triunfo, ataviada con un vestido gris que a sus ojos pareció más brillante que si fuese escarlata o carmesí. El sol, ya casi oculto, irrumpió brevemente por entre las nubes, dando color a los charcos y a las húmedas paredes. Sin embargo, su propio humor era gris, más gris que en ninguna otra ocasión de su vida. La voz de Sarra resonó en sus oídos, divisó su imagen, y por primera vez no halló consuelo en ella. ¿Podría llegar a un trato con Jim en esta última fase? ¿Podría persuadirlo Sarra para que no hiciera nada? ¿Podía confiar él en Jim, si se dejaba convencer por el momento?
¿O debía concederle a Jim el cargo que ambicionaba y forzarle en algún modo a no hacer nada, dejando que todo el trabajo lo hicieran los demás por él? ¿Y depender exclusivamente del reinado presidencial a partir de este momento?
Pero, ¿le gustaría a Jim este arreglo? ¿No tendría otras «ideas»? Suyas o de otros, no importaba: ideas políticas, planes, propósitos… Ambiciones… ¿Dónde se detendría? James Thackeray MacDonald, un politicastro de rostro rubicundo, ¡el presidente en secreto de Estados Unidos!
Pero, ¿cómo… cómo había logrado la fuerza, el nervio? ¿Por qué…? ¿Cómo, al cabo de tantos años se había decidido a desafiar a su esposa? Salvo en aquellas fáciles lisonjas que eran tan naturales en él, había convertido la política en su campo personal. Salvo en esto, jamás había parecido tener un cerebro propio ni una ambición que no proviniesen de Sarra. ¿Por qué, al cabo de tantos años, había cambiado aquel gusano?
Durante largo tiempo, bajo la luz crepuscular que ya invadía el despacho, el presidente de Estados Unidos estuvo junto al ventanal sumido en sus pensamientos. Luego corrió las cortinas y se acercó al televisor.
Primeramente pensó que los tres hombres le formularían muchas preguntas… que exhibirían precauciones y desacuerdos disfrazados de preguntas, pero en realidad sólo le hicieron dos.
Anderson, esta vez, se mostró callado. Fue Lovel quien habló primero.
—Señor presidente, ¿ha llegado usted a la conclusión de que para mantener la integridad de nuestra confederación nacional le resulta ahora imperativo invocar la ley desconocida?
—Sí —afirmó el presidente de Estados Unidos.
El rostro de Lovel permaneció impasible, mas de pronto se le atirantó la piel bajo los descarnados pómulos.
—¿Cuál es el nombre del hombre? —preguntó, quedamente.
Suave, casi gentilmente, el presidente le corrigió:
—El nombre de la mujer.