Capítulo III: Gestos
Cuando nos subimos en el coche no había nada más que silencio y que respiraciones ligeramente entrecortadas. Sin embargo, no era el mismo silencio que habíamos compartido durante los últimos meses, sino uno más tranquilo y relajado, uno mucho más calmo y verdadero, uno casi, casi, cómodo.
Yo aún seguía con su chaqueta, envuelta en ella como una mariposa asustada. Y aunque no tenía frío, me resistía a soltarla porque, de alguna manera, eran sus brazos los que me abrazaban y me sostenían.
—¿Dónde vamos? —Zack se giró hacia mí, con sus ojos bicolores chispeantes de curiosidad y duda.
—No lo sé —admití y sonreí, muy brevemente—. No he planeado el secuestro hasta ahora. Pero podemos ir a dar un paseo, para... hablar. —Me detuve, aparté la mirada al ver el dolor en sus ojos y tomé aire—. Tenemos que hacerlo, Zack. Hay cosas que no podemos dejar atrás, por mucho que queramos.
—Hablar —musitó él, tras un considerable esfuerzo—. Claro.
Sabía que a él también le dolía asumir lo que nos estaba pasando. Por mucho que se esforzara en ser el de siempre, en sentir como antes, no era fácil fingir. Ni mentir. Ni pretender ser alguien que no se era.
Ambos lo habíamos advertido tarde y aquella dolorosa situación era el resultado de nuestras absurdas intenciones.
Aun así, pensé, solo quería un día.
Un día para redimirme, para perdonarle, para que él me perdonara a mí. Por eso, sacudí la cabeza, negué con fuerza y me giré hacia él.
—Olvida eso —dije y esbocé otra sonrisa, mucho más real—. No tenemos por qué hacerlo ahora. ¿Y si vamos al parque? ¿Y si cometemos una locura?
—Me gusta cometer locuras—contestó él y tras acariciarme la rodilla con suavidad, pisó el acelerador y puso rumbo a cualquier parte—. Y las mejores siempre las he cometido contigo —murmuró e, inconscientemente, giró la alianza dorada que llevaba en su anular izquierdo.
Gestos.
Ahí estaban de nuevo, voraces y complejos, simples y llenos de sentimientos. De verdades. De nosotros.
Contuve las lágrimas como pude y desvié la mirada, aun con una sonrisa perpleja y dulce anclada en ella.
¿Cómo podíamos haber olvidado tanto placer? ¿Tanta ternura?
Quizá, en realidad, nunca hubiéramos olvidado nada. Quizá todo siguiera ahí, enterrado en el polvo de la monotonía y la costumbre.
Sonreí de nuevo, me giré hacia él. Le contemplé en silencio: la perilla perfectamente delineada en la línea de su mandíbula. Su gesto concentrado. Sus ojos dispares.
—¿Crees que hay polvo en las estanterías? —pregunté, espontáneamente, siguiendo mi línea de pensamiento, ésa de la que él no sabía nada y que, muy posiblemente, nunca supiera.
La pregunta le sorprendió, porque su gesto se tornó confuso y perdido, tanto, que me arrancó una carcajada.
—¿No? —probó, con incertidumbre—. ¿Sí? No lo sé. ¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Una pregunta más, ¿qué más da? —contesté entre risas—. ¿No acabo de decir que quiero hacer locuras?
Él sonrió, sacudió la cabeza y volvió la mirada al frente.
—¿Puedo hacer yo una? —preguntó.
—Debes hacerla —contesté, sin dejar de sonreír.
Zack se estremeció, tomó aire hasta llenar los pulmones y asintió, para sí. Sin embargo, no hizo nada más, ni dijo una sola palabra hasta que, unos minutos después, detuvo el coche en el aparcamiento público del parque.
A esas horas, con el sol en lo más alto del cielo, no había nadie. Solo estábamos él y yo, como en cada cita, como en cada momento compartido. Incluso el silencio era el mismo: denso y suave, como una pluma indecisa que cae desde el cielo y roza la tierra cuando el viento se detiene.
Era tranquilizador, porque, de alguna manera, habíamos vuelto al inicio del camino, a la parte más profunda y abisal del ciclo que, con las despedidas, terminaba. Pero no ahora, no en aquel dulce momento.
Miré a Zack y sonreí al ver que él también me miraba. Y me ruboricé, como una adolescente primeriza, exactamente igual que aquella vez en el aeropuerto.
—¿Y tu locura? ¿Dónde está? —pregunté, con timidez.
Él se limitó a sonreír, a no contestar, a embriagarme con su misterio.
— Ya llegará. —Se encogió de hombros y continuó andando, conmigo a su vera—. No adelantamos acontecimientos, Vic. Las cosas llegan cuando llegan.
Sé que no lo hizo con mala intención pero sus palabras cayeron sobre mis ánimos como una ráfaga fría y dolorosa. Mi gesto se turbó y las sombras, esas llenas de miedo que él siempre se ocupaba de alejar, se acercaron y me envolvieron.
Aun así, no tuve valor de decirle nada, de preguntarle acerca de la inquietud de sus pensamientos. Quizá fuera porque, en realidad, no me atrevía a enfrentarme a su realidad... o a la mía propia.
—Eso se parece peligrosamente al inicio de una conversación que tenemos pendiente —musité, con tristeza—. Pero no quiero que sea así, Zack. De verdad, prefiero que olvidemos todo eso un momento y que nos limitemos a disfrutar el uno del otro. ¿Es tanto pedir?
—Me gustaría pensar que no es tan difícil —musitó y se pasó la mano por la cabeza, abatido—. Pero... Vic, no quiero hacerte daño. No más, al menos.
Me estremecí con fuerza, con tanta intensidad que él se giró hacia mí, alarmado. Quise pedirle que me abrazara, que me dejara disfrutar del momento anterior, de ese que se había marchado para no volver y del que apenas había acariciado.
Sacudí la cabeza, apreté las manos y me giré hacia él.
—Yo tampoco quiero hacerte daño —susurré, con la voz teñida por las lágrimas—. ¿Es posible no hacérnoslo?
—Antes lo conseguíamos, Vic. Antes éramos felices.
—¿Ahora no lo eres?
—¿Lo eres tú? —Me miró, desolado y, después, sacudió la cabeza—. Deja que responda por ti. —Tomó aire y apretó las manos, con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos, gélidos—. No, no lo eres. Y no sé qué hacer para que vuelvas a sonreír. Si supieras...joder, si supieras hasta que punto haría lo que fuera para que estuvieras bien.
Yo temblé y me encogí sobre mí misma.
Mi mente era una odisea de sentimientos, de peticiones, de recuerdos magullados, vivos, brillantes y oscuros. Lo único que quería era volver con él y no al principio, como creía hace unas horas, sino, simplemente a él, en su más pura esencia. Daba igual lo que tuviera que sacrificar, aunque fuera mi propia integridad.
No podía perderle porque, si lo hacía, me perdería a mí misma.
—No necesito que hagas nada —contesté, tras un momento de silencio—. Solo quiero un día, Zack. Este día. Para nosotros y para nada más. —Me giré hacia él, esbocé una sonrisa y señalé a una pareja de adolescentes que reían en un banco cercano a nosotros—. Seamos como ellos. Solo hoy y después... lidiaremos con lo que venga. Sea lo que sea, de verdad. Sé que nos debemos esta conversación pero... no ahora, no me siento tan fuerte como para ello.
Él se detuvo, tomó aire con una profundidad que me asustó y, después, cabeceó, en señal de asentimiento.
—Ven —dijo y me ofreció la mano, conciliadoramente.
Y entonces, sentí su piel acariciar la mía, con lentitud. Sus dedos rozaron los míos, los amoldaron a los suyos y, finalmente, los sujetaron, con firmeza.
Ambos nos estremecimos, temblamos. Sonreímos.
¿Qué había más hermoso que eso?
—Hacía tiempo que no me tocabas así —murmuré, sin poder evitarlo—. No te imaginas cómo lo echaba de menos.
Hubo un silencio, suave, tierno, lleno de palabras no dichas, de sentimientos que, a veces, no tenían cabida en nosotros y que, ahora, crecían vorazmente, como regados por una lluvia invisible y vital.
No necesitábamos decir nada, así que seguimos caminando, cogidos de la mano y envueltos en el frío del invierno y en esa sensación de locura que nos invadía con cada latido, con cada inhalación.
¿Era posible que algo tan nimio exaltara mi corazón con tanta fuerza?
De golpe y, sin casi quererlo, estaba de nuevo con él, con quien siempre había sido el amor de mi vida... de la mano. Otra vez. Sintiendo esas extrañas y rebeldes mariposas que curaban mis heridas con su aleteo.
No pude evitar sonreír, ni acercarme a él un ápice, hasta que sentí mi hombro rozar su brazo. Y ahí estaba de nuevo: el placer, el nerviosismo, la paz y la seguridad. Él. Yo. Nosotros. Siempre nosotros.
—Esta es mi tercera locura hoy ¿sabes? —Zack apretó mi mano con más fuerza y sonrió, apenas una décima de segundo—. Cualquiera diría que me estoy volviendo loco.
—¿Tres, ya?—Fruncí el ceño, confusa y le miré, sin poder evitar un deje de desconfianza—. Creí que ésta era la única.
Zack sonrió para sí, sacudió la cabeza y levantó tres largos dedos, con los que enumeró con suavidad:
—Besarte esta mañana, aceptar el secuestro... y cogerte de la mano. Tres, Vic. ¿Llegará una cuarta? —preguntó y me miró, con sus ojos bicolores cargados de una extraña melancolía que, lejos de antojárseme triste, me pareció hermosa.
—¿Quién sabe? Lo mismo yo también tengo algo que decir a eso —bromeé y apreté más su mano, solo para sentir el placer de poder hacerlo. Sentí que él también me correspondía, durante un momento y sonreí, aún más.
Eso era lo que había esperado durante meses, durante aquellos horribles meses en los que apenas nos cruzábamos por el pasillo. Aquel tiempo sombrío y turbio nos había envuelto con su manto y, aunque aún sentía resquicios acariciar mi piel, no me parecía tan oscuro y siniestro.
Porque él estaba ahí. Porque yo estaba junto a él.
Poco a poco, nos alejamos, de la mano, por entre los árboles, como cuando éramos jóvenes y estúpidos.
Y sí, sentía alegría, sentía placer. ¿Cómo no iba a hacerlo, de todos modos?
Escuché risas a nuestra espalda, susurros cargados de romanticismo que se clavaron en mí, porque quería ser yo quien los dijera.
¿Acaso podía volver a hacerlo? ¿Era capaz de dar ese paso, después de todo?
—Vamos al cine —murmuré, con timidez—. Como cuando éramos solo novios.
—¿Ahora? —contestó él, sorprendido, pero asintió rápidamente al ver mi gesto esperanzado—. Dios, claro. Vayamos.
Sonreí.
Sonrió.
***
La sala estaba prácticamente vacía y a oscuras. A aquellas horas, entrada la tarde de un jueves, aquel era el lugar idóneo para una cita clandestina.
¿La película?
¿Realmente importaba lo que proyectaran en aquella pantalla?
No, por supuesto que no. Lo verdaderamente importante era lo que estábamos viviendo, aquel momento único en el que, sumidos en la oscuridad de la sala, podíamos dar rienda suelta a aquellas mordaces fantasías que nos atosigaban desde hacía meses.
El olor de las palomitas recién hechas inundó mis fosas nasales, junto al delicado aroma que aún desprendía la chaqueta de Zack.
Sonreí, feliz y me acomodé a su lado, rozando, sin querer evitarlo su hombro. Mis nervios se dispararon una vez más, con brutalidad y yo suspiré, teatralmente.
—¿De verdad quieres ver una película de tiros? —preguntó él, mientras metía la mano en el cubo de palomitas y se las llevaba a la boca—. ¿Desde cuándo te gustan?
—Desde que me gustas tú —murmuré, para mí misma y me acomodé, con las piernas cruzadas—. No sé, me apetecía ver algo diferente. ¿Prefieres ver tú una llena de besuqueos y drama?
—Ni loco —contestó y puso los ojos en blanco—. De eso ya tengo en casa.
—¿Drama?
—Besuqueos —contestó y se giró para besarme, un instante, leve y tierno, inesperado, que hizo que mis sentidos aletargados se despertaran con brusquedad.
Sin embargo no me dio tiempo a más, ni siquiera a saborear los labios que tanto anhelaba, porque se apartó y me dejó allí, temblando, ansiando más.
Me humedecí los labios y cerré los ojos, en un vano intento de calmar mi corazón y ese repentino calor, denso y húmedo, que resbalaba por mi cuerpo.
Dios, olía tan bien.
Sabía tan bien.
—Idiota —susurré y metí mi mano, temblorosa, entre las cálidas palomitas.
—Dime algo que no sepa, Vic.
—Que llevo bragas de ositos —mascullé, sin pensar demasiado en lo que decía.
¿Cómo iba a pensar en algo coherente después de esa cuarta locura? ¿De ese cuarto gesto? ¿De ese beso inesperado?
Era curioso que, siendo yo la artífice de aquel encuentro, siempre me encontrara un paso por detrás de él: las breves caricias, el beso, su atención para conmigo.
Sonreí, consciente entonces de que, quizá, no hubiera tanta negrura alrededor de nosotros. Aun así, me estremecí ante la posibilidad de que esta nos engullera, así que me acerqué más a él, hasta apoyar la cabeza en su hombro.
Sentí entonces el calor de su piel, su olor, el movimiento de su respiración alterando la paz de sus movimientos. Mi propio nerviosismo reflejado en él.
Solo entonces me sentí tranquila...y feliz, por primera vez en mucho, mucho tiempo.
La película empezó, aunque yo no era capaz de ver ni una de sus imágenes. Desde el primer momento, cuando la luz descendió hasta convertirse en sombra y las sombras se tornaron en imágenes, no fui capaz de centrarme en nada que no fuera él.
Ni siquiera las explosiones de la pantalla o el ruido atronador de los altavoces me distraían.
¡Él estaba allí! ¿Cómo iba a fijarme en otra cosa?
Y entonces, me decidí a hacerlo.
Y le besé.
Con toda mi alma.
Con todo lo que llevaba dentro y que, con el tiempo, había escondido.