Pudo más el atractivo de las armas y los uniformes y la fascinación que las historias del coronel Derderián ejercían sobre Klaus Verboeren que su interés por matar a un elefante, que muy bien podía esperar hasta la mañana siguiente, y el resto del día —y buena parte de la noche— lo pasaron escuchando viejas anécdotas de las guerras de Biafra, el Congo, Chad o Rodesia, y resultó evidente, por la naturalidad con que aludían a ello, que las vidas —sobre todo las ajenas— no tenían para aquellos hombres más valor que el de su cotización en el mercado libre de los soldados de fortuna.

En muchas ocasiones Elliot Dunn había mantenido contacto anteriormente con mercenarios e incluso había entrevistado a algunos de sus más afamados líderes, pero ahora comprendía que en todas aquellas entrevistas había primado el hecho de que sus palabras estaban destinadas a ser publicadas, mientras que allí, en aquel rincón del nordeste de Sudáfrica, se hablaba de la violencia y la muerte con la misma naturalidad con que en cualquier velada de cualquier otro país se podría hablar de política o teatro.

Una nación cuyo Gobierno admitía que en los últimos cuatro meses había masacrado a más de setecientas personas sin contar las que habían caído en la lucha abierta de las regiones fronterizas y cuyas cifras nadie se preocupó de contabilizar, tenía necesariamente que vivir inmersa en ese clima de violencia en el que al fin la sangre se convertía en algo cotidiano incluso en las conversaciones de los niños.

Después de la cena, Beverley, que había permanecido largo rato encerrada en la camioneta hablando por radio con su hermana, trató de disuadir a Klaus de su idea de intentar matar a un elefante, lo que resultó inútil, ya que aparentemente la intención de Klaus era impresionar a Paola y lo consiguió casi al momento sacando de su funda un reluciente Holland & Holland 500 que más parecía un auténtico cañón que un fusil de caza.

—¿Esto es para matar bichos o para destrozar tanques? —Quiso saber Elliot cuando lo tuvo en las manos—. Jamás había visto un arma semejante.

—Es el rifle más potente del mundo —fue la respuesta—. Y el mejor. Tuve que esperar cinco años para conseguirlo y está hecho exactamente a mi medida. Podría atravesar a cinco hombres en fila y detiene en seco a un elefante lanzado a la carga. —Le mostró un grueso proyectil de más de quince centímetros de longitud—. Esta bala, de acero especial, es capaz de atravesar la plancha de muchos coches blindados.

—¡Pobre elefante! —exclamó Paola sin poder contenerse.

—Pobre elefante, no… —replicó el sudafricano convencido—. Pobre elefante es aquél al que disparan con un arma de pequeño calibre, le hieren y pasa luego días y semanas sufriendo y volviéndose loco. Ésos son los que luego matan a la gente porque odian al hombre y se vuelven terriblemente agresivos. Nada hay peor que un elefante herido. Pero con un rifle como éste no se corre ese riesgo. Mueren al instante, sin sufrir y eso es lo que en verdad importa: que el animal no padezca…

—Sigo pensando que es una barbaridad pegarle un tiro con esto a un animal que no te ha hecho nada y estoy de acuerdo con Beverley —insistió la italiana—. ¿Por qué no dejamos las cosas como están? Al fin y al cabo, ha sido una magnífica excursión sin necesidad de amargarle la vida a nadie.

Pero Klaus Verboeren era hombre de ideas fijas, había emprendido el viaje con la esperanza de conseguir un buen par de colmillos y no parecía dispuesto a regresar a Johannesburgo de vacío.

Por ello, y aunque empleó gran parte de la noche en hacerle el amor a Paola, actividad en la que ambos parecían auténticamente incansables, a las cuatro de la mañana ya estaba en pie y apresurando a todos para conseguir ponerse en marcha antes de que comenzara a clarear el alba.

Elliot maldijo una vez más la estúpida ocurrencia que había tenido al aceptar aquella absurda invitación de pasar el fin de semana juntos, e imaginó lo bien que podría haber estado a solas con Beverley en cualquier tranquilo hotel de la costa, tomando el sol, haciendo el amor «racionalmente», y sin sentirse acomplejado por los excesos sexuales y cinegéticos de aquel jodido afrikaaner que parecía fabricado de un acero aún más duro que las balas de su rifle.

Se quedó traspuesto mientras daban tumbos por caminos infernales, incapaz de compartir el entusiasmo de su anfitrión por las emociones de la caza, y el amanecer le sorprendió profundamente dormido, tumbado cuan largo era en el asiento posterior de la camioneta mientras las mujeres se ocupaban de preparar el desayuno a base de café de termo y galletas, y Klaus Verboeren recorría la ribera del río buscando las huellas del gran macho que, según sus cálculos, tenía que haber pasado aquella noche por allí.

Evidentemente el sudafricano amaba la caza y sabía lo que hacía. En contra de la opinión de su esposa se había negado a recoger a un pistero negro que le ayudara a encontrar y seguir el rastro de la pieza y se vanagloriaba de que podía realizar semejante trabajo mejor que cualquier «sucio cafre».

—Nadie puede enseñarme nada sobre cómo matar a un elefante —concluyó—. Y menos un negro de mierda.

Elliot se limitó por tanto a gruñir negativamente cuando Beverley se aproximó trayéndole café, y arrebujándose aún más en su hasta cierto punto cómodo lecho, se dispuso a recuperar un maravilloso sueño en el que asistía a una carrera en la que Don Ziadie, que iba en cabeza, se caía del caballo y catorce más le pasaban por encima, pateándolo.

Pero como suele ocurrir la mayoría de las veces en que tan sólo las pesadillas son capaces de regresar cuando se ha interrumpido el sueño, la carrera no continuó, por lo que se quedó sin saber si algún cuadrúpedo había acabado por aplastarle los huevos a aquel enano rijoso, y cuando un primer rayo de sol le hirió los ojos, se convenció de que su noche había concluido y no le quedaba más remedio que enfrentarse a la realidad de que tenía que soportar durante todo un largo día la presencia de un tipo al que aborrecía y que se dedicaría, además, a hacer gala de sus admirables conocimientos de la vida en la selva.

—¡Lo encontré! —Fue lo que efectivamente dijo Klaus Verboeren en cuanto hizo su aparición surgiendo de entre los matorrales—. Es un macho enorme y bien cargado, y nos lleva un par de horas de ventaja… ¡Vamos!

Consumió aprisa el café, las galletas y un poco de queso, y cinco minutos después se habían puesto de nuevo en marcha y ahora era Elliot quien conducía, mientras el otro, trepado en el pescante, le iba marcando la dirección que seguían las huellas.

Paola se iba excitando a medida que resultaba más y más evidente que se acercaban al elefante, cuyos excrementos ya incluso se mantenían tibios, lo que daba una clara idea de su proximidad, pero Beverley recostada en el asiento posterior, se había hundido en un profundo mutismo, inmersa en una abstracción de la que nadie parecía capaz de sacarla.

Elliot había renunciado a tratar de averiguar lo que pasaba por su mente, qué secreto escondía o qué era lo que en realidad sentía cuando presenciaba cómo su esposo demostraba encontrarse absolutamente fascinado por una desconocida.

Lo que en un principio había imaginado como una especie de loca orgía, un divertido menage-á-quatre en el que todo iban a ser risas, bromas, sexo y buen humor, había quedado reducido en la práctica a una portentosa exhibición de capacidad amatoria por parte de una pareja y un incómodo papel de apabullados espectadores por parte de la otra. De todo ello resultaba evidente que Elliot se sentía herido en su amor propio sin que interviniera desde luego ningún otro tipo de sentimiento, pero resultaba también mucho más difícil averiguar hasta qué punto Beverley se encontraba herida de un modo infinitamente más doloroso y profundo.

¿Quién sería capaz de descubrir cuál era la auténtica naturaleza de la relación existente entre aquellos dos seres que parecían complacerse con la idea de tratar de convencer a los demás de que ésa era tan sólo una relación de «conveniencias»?

Curiosamente a Elliot, Beverley se le antojaba cada día más distante; más misteriosa e inalcanzable, y de la desprejuiciada y sorprendente mujer de la primera noche había pasado a convertirse en alguien que tanto más se le escapaba de las manos cuanto más la poseía.

De rodillas sobre la cama de una oscura habitación, contemplando a sus invitados a través de la ventana, había disfrutado plenamente del placer que le proporcionaba un hombre al que acababa de conocer, pero ahora se diría que ese mismo hombre no alcanzaba a satisfacerla, como si su imaginación se encontrara muy lejos de allí y fuera su mente la que impedía disfrutar a su cuerpo.

La observó a través del espejo retrovisor, apartando por un instante la vista del sendero que Klaus le indicaba y pudo advertir que permanecía con los ojos abiertos, contemplando un punto perdido y como hipnotizada por la nuca de Paola que se sentaba ante ella.

—¡Fue una mala idea! —Masculló para sí volviendo los ojos al camino y evitando por centímetros clavar una de las ruedas en un profundo agujero—. ¡Fue una pésima idea, y lo único que espero es que al menos Nikon haya conseguido abrir esa maldita caja…!

Procuró por todos los medios concentrarse en lo que estaba haciendo, dejando a un lado el desconcierto que la actitud de Beverley le producía, y perdió la noción del tiempo y de cuanto no significase seguir exactamente las indicaciones que Klaus Verboeren le hacía, hasta que éste le indicó con un ademán inequívoco que se detuviese y apagase el motor.

Allí estaba; a unos quinientos metros de distancia, arrancando ramas tiernas de un arbusto que se alzaba solitario en medio de una amplia llanura; el más gigantesco y altivo elefante que tanto Paola como Elliot hubieran contemplado nunca.

Llevándose un dedo a los labios para que no hicieran el menor ruido, porque al parecer la bestia aún no había advertido su presencia, Klaus Verboeren extrajo una vez más de su funda el reluciente Holland & Holland 500, cargó sus cañones paralelos con dos de aquellos impresionantes proyectiles, y echándose al bolsillo otros dos, musitó quedamente:

—¡No os mováis de aquí! Estamos contra el viento y no le llega nuestro olor, pero cualquier ruido puede alarmarle.

—¿Vas a acercarte a él? —Se alarmó Paola que había descendido del vehículo—. ¿Es que te has vuelto loco…?

El sudafricano golpeó levemente la culata de su arma y le lanzó un beso a través del motor.

—No te preocupes —le tranquilizó—. Con este rifle no hay problema. Ya te he dicho que un solo tiro lo tumba. Y te aseguro que soy buen tirador. He matado más de treinta y nunca he necesitado un segundo disparo.

Paola Cavani se volvió a Beverley como pidiendo ayuda, pero ésta se limitó a asentir con un levísimo ademán de cabeza, confirmando lo que su esposo había dicho.

—Es cierto —musitó—. Nunca falla.

La italiana quiso añadir algo, insistir en su protesta, pero Klaus extendió el brazo, le pellizcó cariñosamente la mejilla y se encaminó sin prisas hacia donde el gigantesco paquidermo de curvadas y hermosas defensas continuaba absorto su tarea de devorar tallos tiernos.

Elliot Dunn contempló las anchas espaldas de aquel hombre alto y hercúleo que cargaba con absoluta naturalidad el pesadísimo rifle y se cubría la cabeza, con un típico sombrero de ala ancha adornado con una cinta de piel de leopardo, y tuvo que admitir que constituía una hermosa estampa de cazador blanco en su versión más cinematográfica.

Sintió envidia de su estilo, su arrogancia y la natural serenidad y confianza en sí mismo de que hacía gala, y contuvo instintivamente el aliento cuando advirtió que al fin el grandioso animal había reparado en su presencia y volviéndose a observarle de frente, comenzaba a agitar nerviosamente las amplias orejas.

Cuando menos de cien metros les separaban, la poderosa trompa se alzó y un irritado barritar pareció querer advertir al intruso de que no continuara aproximándose, pero el sudafricano hizo caso omiso a la clara amenaza, y continuó impertérrito su marcha, como si en lugar de en el centro de la pradera africana y frente a una bestia peligrosa, se encontrara dando un tranquilo paseo por un campo de golf.

Medio minuto después, la trompa volvió a alzarse, pero ahora las pesadas patas se agitaron con furia y el gran macho amagó lo que pretendía ser un principio de ataque mientras sus orejas se agitaban ya como abanicos enloquecidos.

A unos setenta metros de distancia, y cuando resultaba innegable que el elefante parecía dispuesto a atacar, Klaus Verboeren se detuvo al fin, asentó firmemente los pies en tierra, y llevándose con estudiada calma el arma al hombro, apuntó cuidadosamente al cerebro de su enemigo.

Desde donde se encontraban, Beverley, Paola y Elliot no perdían detalle de cuanto estaba sucediendo, y podría creerse que de pronto el mundo se había inmovilizado y no existía más vida ni más ruidos que los que producía la bestia que se disponía a abalanzarse sobre el cazador.

Sonó un disparo.

Fue, sin duda alguna, un disparo certero, exacto, digno de un tirador tan avezado y sereno como Klaus Verboeren, que alcanzó al elefante en el centro mismo de la frente, diez centímetros por encima de la línea de los ojos, en el punto elegido para tumbarlo arrodillado, como marcaban los cánones de los más exigentes cazadores.

La bestia acusó el golpe, lanzó un furioso barrito, y pareció estremecerse de la trompa a la cola, pero no cayó al suelo, sino que, tras agitar de un lado a otro la cabeza, de la que manaba ahora un chorro de sangre, clavó los airados ojos en el hombre y se lanzó impulsivamente a la carga.

Klaus Verboeren reaccionó al instante, disparó de nuevo y de nuevo acertó colocando su proyectil apenas a unos centímetros a la derecha del anterior, pero tampoco en esta ocasión la inmensa mole de carne y huesos se derrumbó, sino que, como acicatada por el segundo ataque, avivó su carrera enfilando directamente hacia su atacante.

Paola lanzó un grito de horror, Elliot advirtió que la sangre se le helaba en las venas y Beverley se aferró con fuerza a la portezuela del vehículo, aunque los tres observaron perfectamente cómo Klaus, sin alterarse por la proximidad del peligro, abría el arma, lanzaba lejos las vainas de los proyectiles utilizados, recargaba sin prisas, y encarándose el fusil, descerrajaba casi a bocajarro dos nuevos tiros a la masa gris que se le echaba encima con la velocidad de un tren expreso.

Nadie, más que su verdugo, tuvo ocasión de observar la expresión de asombro que hizo su aparición en el rostro de Klaus Verboeren en el momento de comprobar que, pese a haberle acertado de lleno, aquella bestia había soportado sin inmutarse el impacto de cuatro balas calibre quinientos cuando cualquiera de ellas hubiera tenido que bastar para acabar con su vida para siempre.

Un instante después le llegó la muerte, sin tiempo siquiera de comprender que le llegaba, pues el pesado colmillo derecho le golpeó en el costado lanzándolo al aire con la mitad de las costillas destrozadas, y luego fue la trompa la que lo enlazó por la cintura, quebrándole la espina dorsal y arrojándole de nuevo al suelo, donde las inmensas pezuñas lo aplastaron hasta convertirlo en una masa informe y sanguinolenta.

Más tarde, y como arrepentida, la bestia se entretuvo en cubrir el cadáver con tierra y hojarasca, y por último y tras lanzar un postrer barrito de aviso a quienes continuaban junto a la camioneta, se alejó hasta perderse de vista tras el bosquecillo de acacias que nacía al inicio de una cercana vaguada.