Martes, 8 de agosto de 2000. Islamabad
"No parecerás un extraño si te adaptas a los que tienes al lado."
Nos levantamos a las cinco de la mañana. Tal como estaba previsto, hoy nos vamos las cuatro a Islamabad. El viaje por carretera dura unas cinco horas, así que optamos por los autobuses que tienen aire acondicionado, aunque resulten un poco más caros: un dólar por pasajero.
Preparamos nuestros bártulos, puesto que pasaremos dos noches allí. El taxista nos recoge para llevarnos a la estación y no nos dejará hasta tenernos acomodadas en el minibús, cargado de hombres de negocios pakistaníes que harán el trayecto con nosotras. Somos las únicas mujeres. Las cortinillas oscuras de las ventanas están cerradas y el interior del vehículo en penumbra.
De camino a la estación, por las calles de Peshawar, vuelvo a ver a los niños de las latas humeantes. Azada me explica que queman sustancias aromáticas en ellas. Al parecer, inhalar sus vapores es bueno para el organismo y la salud.
En la estación de autobuses el ruido es ensordecedor y la actividad constante. Viajeros, curiosos, mendigos, conductores y cobradores, niños que venden chucherías a los viajeros: refrescos, galletas, caramelos.
Ocupamos la parte trasera del minibús. A medida que se va llenando, por arte de birlibirloque aparecen sillas desplegables que van cerrando el pasillo. Una vez lleno, el autobús parece la sala de un minicine. Por fin partimos. Descorremos las cortinas para poder contemplar al menos los lugares por donde pasamos. Pero cuando el sol empieza a caer con fuerza, una indicacicín del conductor nos obliga a cerrarlas. No quiero cruzar el país sin ver nada y, metiendo la cabeza entre el cristal y la cortina, me las compongo para seguir mirando. Cruzamos un puente sobre un río. Me sorprende ver en el agua dos colores: pardo rojizo y azul verdoso. Azada me dice que en este punto se mezclan las aguas de dos ríos. Uno de ellos es el Kabul.
Kabul, Kabul… Esas aguas han estado en Kabul. ¿conseguiremos realmente ir a Kabul? Estoy convencida de que sí. De que obtendremos el visado. De que todo irá bien.
A medida que nos acercamos a Islamabad, tal como sucedió en el recorrido contrario y desde el cielo, el paisaje y los colores cambian. El polvo, los ocres y aridez dejan paso a la humedad, los verdes y la exuberancia. La India de Kipling, quizás. Islamabad es la capital nueva del Pakistán nuevo. Fue diseñada diez años después de la partición de la India, una ciudad sin historia y sin pasado, para contrarrestar el poder de dos grandes ciudades con solera: el poder político de Lahore y el poder económico de Karachi. Es una ciudad geométrica, con grandes avenidas, edificios modernos, embajadas, sedes de instituciones, oficinas. Hermosa y fría. Ostentosa y artificial. Yo tengo más años que ella. Pero está al lado de Rawalpindi, Pindi, la llaman con familiaridad, la antigua, la legendaria. Estamos en el Punjab, la región de las Cinco Aguas.
Azada se ha descalzado para recoger las piernas sobre el asiento. Con el traqueteo del coche, las sandalias se han perdido. Cuando llega la hora de bajarnos, los hombres de negocios tienen que levantarse y ayudarla a localizarlas. Azada dice estar avergonzada, pero se ríe.
Nos hemos bajado en lo que nos parece un descampado, un cruce de carreteras, sin más. Pero caminamos un poco y llegamos a una parada de taxis, o más bien de coches de alquiler, porque no llevan distintivo alguno. Regateamos con unos y con otros y logramos que nos lleven al lugar de nuestra cita con Rustam. A Azada la recoge uno de sus primos. Se alojará
con sus tíos de Islamabad, ya que sería inadmisible, de acuerdo con los principios que rigen la sociedad afgana, que lo hiciera en casa de los parientes de Rustam, un hombre que no es de su familia. Nos separamos y tomamos otro coche. La familia de Rustam vive en el piso alto de una casita con jardín. En el salón hay un sofá y un sillón. Saludamos a su tía, que se retira en seguida. Rustam nos indica el cuarto donde dormiremos y entramos a dejar las bolsas. Nos ha cedido su habitación, que es muy espaciosa. Hay dos camas y una estantería, de pared a pared, llena de libros. Poesía, novela, ensayos, filosofía, historia. De Oriente y de Occidente. Hablamos un rato de literatura. Descubrimos que tenemos algunos autores preferidos en común. Sobre la mesa, un ordenador. Por otra puerta se accede al baño. Con taza y ducha. Nos refrescamos y regresamos al salón. Rustam nos presenta a sus primos. También ellos hablan inglés. Los tres asisten a la escuela. Nos sentamos en el sofá y aprovechamos lo que queda de mañana para establecer alguna cita en la ciudad, aunque no sabemos qué plan nos tienen preparado nuestros amigos afganos. Llamamos desde nuestro móvil a la oficina del ACNUR en Islamabad y a nuestra enlace de RAWA. Obtenemos ambas entrevistas para mañana. Sara llama a la embajada de Estados Unidos para solicitar una entrevista con el cónsul o el embajador, pero no consigue que nos reciban. Al parecer ambos están fuera.
Hacemos tiempo hasta la hora de comer discutiendo de nuevo con Rustam acerca de las tradiciones, y reaparece el binomio Oriente-Occidente. Probablemente el error esté tanto en pretender la occidentalización del mundo entero, como en la idealización o la condena de aquello que no conocemos. Sólo desde el respeto se puede llegar a la comprensión y a apreciar la riqueza de la diversidad, el horror aparece cuando olvidamos que nadie está en posesión de la verdad absoluta; cuando la ignorancia y el desconocimiento generan ese miedo que nos hace intolerantes y, por tanto, violentos.
La imposición brutal y exacerbada que hacen los talibanes, y antes que ellos otros fundamentalistas, de unas supuestas leyes, normas y tradiciones, con el único objetivo de aplastar a la población y anular todas las libertades, sólo puede inspirar rechazo. Pero, talibanes aparte, Rustam afirma que las tradiciones afganas que rigen las relaciones entre chicos y
chicas, entre hombres y mujeres, son mucho más represivas de lo que podamos imaginar.
La comida está lista. Pasamos a una sala grande y nos sentamos en la alfombra con la tía y los primos de Rustam. Una humeante bandeja de arroz palau, unas hamburguesas riquísimas de cordero, kofta, una mesa servida con esplendidez. Rustam insiste: si comen en el suelo es porque no pueden comprarse una mesa, si duermen en el suelo, es porque no pueden comprarse una cama.
Después de comer salimos. Rustam ha pedido prestado un coche a un amigo para que no tengamos que movernos en taxis. Nos acercamos a la zona de Pirwadahai, situada en el tramo que va de Islamabad a Pindi. A ambos lados de la carretera se alzan las tiendas chabola, hechas de trapos, plásticos y cartones, de los refugiados afganos más pobres. Aquí cerca se encuentra también el popular mercado de frutas y verduras, donde podremos ver a los niños de las basuras. Las callejuelas son angostas y el espacio entre las paradas de fruta casi inexistente. Pero Rustam no quiere que nos bajemos del coche y se abre paso, como puede, por aquellas estrecheces. El mercado tiene un gran colorido y el bullicio de la gente vendiendo, comprando, paseando, lo llena de vida. Cuanto más nos fijamos, más niños descubrimos, escarbando en las pilas de fruta desechada, recorriendo la parte trasera de las paradas con sus sacos al hombro. Sacos enormes de plástico, casi tan grandes como ellos, donde van metiendo cuanto pillan. Luego revenderán lo que puedan o lo llevarán a sus madres para que con esos desechos y restos preparen la comida familiar. Les hacemos fotos desde el coche. Rustam maniobra para acercarse. Los niños se ríen. Algunos se acercan a las ventanillas, otros salen corriendo. Unas niñas que se han puesto a gritar al ver las cámaras, salen huyendo. Se detienen a una distancia prudencial, ahora con grandes risas. Se acercan al coche cuando Rustam las llama y se pone a charlar con ellas. Sí, son afganas. Sí, recogen basura todo el día. No, no van a la escuela. Están tan pegadas a la ventanilla que no hay forma de sacar una buena foto. Una niña de unos diez años cuenta que recoge verduras desde las doce del mediodía a las seis de la tarde. Con sus hermanos. Su padre también anda por el mercado: lleva la compra a la gente hasta su casa a cambio de una propina. Las niñas no se cansan de mirarnos. Una de ellas de pronto suspira y dice algo en dari. Rustam se echa a reír.
— ¿Qué ha dicho? -queremos saber enseguida.
— ¡Qué guapas son estas señoras!
— Ellas también son muy guapas.
Rustam traduce. Las niñas se echan a reír como locas y salen corriendo de nuevo.
Nos alejamos del mercado.
Rustam nos lleva de paseo por Islamabad. Subimos a un parque magníFico en lo alto de un monte. Está lleno de familias pakistaníes que pasean o toman algo en los chiringuitos que hay por todas partes. Damos un largo paseo y nos sentamos bajo unos árboles. Un camarero se acerca. Pedimos unas colas. Hasta donde alcanza la vista, todo es verde. Hay mucha humedad y el parque está lleno de mosquitos que se ceban en nosotras. Descendemos por caminos empedrados hasta el aparcamiento. Ya ha oscurecido. Al coche le cuesta arrancar; tose, gime, protesta, tiembla, pero se porta bien y no nos deja tirados.
De allí nos vamos a una zona comercial y moderna, con locales de comida rápida incluidos. Miramos escaparates. En una librería compramos un cuento para la hija de Najiba y nos preguntamos cómo estarán los niños, qué habrá dicho el médico, si todo irá bien en nuestra casa de Peshawar. Compro algunos libros. Dejándome asesorar por Rustam, elijo cuentos orientales, poesía persa y un texto sobre los pashtun.
Por primera vez desde que estamos en Pakistán, entramos en un restaurante pakistaní. El aire acondicionado está al máximo. El servicio es exquisito. La clientela también lo parece. Familias muy bien vestidas, las mujeres muy arregladas, los hombres con aspecto distinguido. En una mesa cercana, un grupo de occidentales. Turistas. Esta noche cenamos comida pakistaní, aunque pedimos al camarero que, por favor, nos la sirva sin picante, pero al segundo bocado ya tengo el paladar anestesiado y los labios de corcho. Si mi plato no lleva picante…, ¡cómo sería si lo llevara! Enciendo un cigarrillo y Rustam vuelve a la carga:
— En Occidente, que un hombre le dé fuego a una mujer no significa nada. Aquí, si yo ahora lo hubiera hecho, todo el mundo creería que hay algo turbio entre nosotros.
Bueno, "No parecerás un extraño si te adaptas a los que tienes al lado", o lo que es lo mismo, donde fueres haz lo que vieres.
Salimos del restaurante temblando de frío.
Volvemos a casa y nos acostamos temprano. Mañana será otro día.
Me río sola al recordar el comentario de Rustam cuando esta tarde, bromeando ante algo que él ha dicho, he vuelto ligeramente el rostro y en un gesto ostentoso he interpuesto mi shador blanco entre él y yo para que no pudiera verme la cara y manifestar así mi rechazo. Rustam se ha echado a reír y ha exclamado:
— ¡No sabes cuánto les gusta a los hombres de aquí que sus prometidas hagan esto! Es una muestra de recato que les vuelve locos.
¡Así que sí tienen sus propias armas de seducción! ¿Habrá en esta sociedad sin aparentes connotaciones sexuales un lenguaje del shador como hubo el de los abanicos en tiempos de Goya? ¿Qué mensajes soterrados van y vienen por las calles, en la distancia, en el anonimato? ¿Qué le resulta atractivo a una mujer afgana en un hombre? ¿Qué seduce a un hombre afgano en una mujer?