Desde que se ha publicado en el periódico el anuncio de Katarina, ella tiene un nuevo oficio: enseñar su piso y visitar otros. Ese trabajo adicional no le impide realizar el habitual, al contrario, de alguna manera lo complementa: consiste en recibir y visitar a personas desconocidas, calcular sus ingresos y reputación, husmear en los rincones secretos donde duermen y donde fornican, enterarse, por los vecinos que se confían fácilmente, de sus extravagancias y destinos. Así, sopesa, compara, elige; todo esto no sólo se le permite a Katarina, sino que se lo imponen, porque todo el que responde al anuncio trae consigo el deseo humillante de un espacio más amplio, y Katarina tiene tres estancias enteras que está dispuesta a ceder a cambio de dos o de una, siempre que la distribución sea adecuada.

Su nuevo poder la embriaga, es incapaz de no hacer partícipes a todos sus conocidos so pretexto de pedir consejo. Y la emoción con la que transmite ese poder es contagiosa. Además, la posibilidad de contar con un nuevo piso con entrada particular para dar rienda suelta a las citas amorosas, espolea la imaginación de las chicas y de los visitantes expulsados de la casa de Paula y asustados en la de la tía Ruža. Apostados a distancia unos de otros, esperan a Katarina en las esquinas de la calle, rondan por los alrededores de su casa y, si no hay nadie a la vista, tocan el timbre y la hacen salir al portal para enterarse de algo o comunicarle una nueva dirección, o arrancarle la promesa de que fijará un plazo.

Finalmente, ella misma no puede soportar la tensión que ha suscitado. Todavía duda entre dos pisos que le han quedado como única opción: un estudio en los aledaños de los grandes almacenes, y un poco más lejos, junto a la iglesia uniata, un cuarto con una cocina minúscula. Pero justo estos días le ha llegado el rumor de que Beba ha decidido engañar a su técnico porque está recortándole la asignación prometida. Y Beba es un botín demasiado valioso para que Katarina la deje en manos de otros o la abandone al azar que asola las calles y cafés. Como lugar provisional de las citas de la muchacha, a la par que como terreno de adiestramiento para los encuentros en circunstancias más favorables, se fija el desván encima de la vivienda actual de Katarina, en la calle Smiljanić.

Las escaleras de madera que conducen al desván están ancladas en su base al suelo del pasillo, enfrente de la puerta de Katarina. Aquí, en el juego de pálidas luces de la calle y del patio, la anfitriona aguarda al cliente a la hora acordada. Da vueltas y aguza el oído, inquieta, ¿asomará quizá la cara curiosa de un vecino? ¿Resuenan en la calle pasos que se acercan? En ese caso encaminaría al hombre rápidamente a su piso, cantando sus excelencias, como si el objetivo de la cita con él fuera el intercambio anunciado en el periódico. Si, no obstante, se convence de que todo marcha bien, se aproximará de puntillas a la base de la escalera y, sin palabras, con el pulgar enhiesto cual dardo, señalará hacia arriba. El cliente, que sólo espera esa señal, tenderá la mano temblorosa y sudada hacia la barandilla de las escaleras y se encaramará por ellas tan rápido como se lo permitan la edad y su peso. Se quedará allá arriba hasta que Katarina considere que se le ha terminado el tiempo y suba hasta el último escalón, a llamarlo para que baje, y lo empuje a la calle en el momento de calma que ha estado acechando.

El desván al que el hombre llega es pequeño; en él reina la penumbra, y un polvo fino y el aire rancio le hacen cosquillas en las mucosas de la nariz. Destacándose en la oscuridad, en un rincón distante, una ventana practicada en el tejado derrama una luz clara sobre un cuadro vivo, un cuadro que ensombrece todas las demás impresiones a las que los sentidos del visitante están expuestos. Bajo el haz de luz está extendido el abrigo negro del difunto contable; sobre él, sentada, con las torneadas piernas encogidas y, debido al bajo tejado en pendiente, acodada sobre los esbeltos brazos desnudos, se halla Beba. Su rostro está iluminado como un escudo, los ojos abiertos de par en par porque no puede distinguir la figura que se le acerca en la penumbra, y los labios crispados de angustia porque es consciente de que, suceda lo que suceda, no puede dejar escapar ningún sonido de su boca, pues entonces toda la calle correría a ver su vergüenza.