DESPUÉS DE «NOSTALGHIA»
Ya tengo tras de mí la primera película que no he rodado en mi tierra. Aunque lo hice con permiso oficial de las autoridades soviéticas, lo que entonces no me sorprendió especialmente, puesto que hice la película para mi país y por mi país… Y parece que todos lo sabían, aunque los acontecimientos futuros aún se encargarían de demostrar que mis intenciones y mis películas resultaban fatídicamente extrañas a los organismos soviéticos relacionados con el cine.
En esa película yo quería hablar de la forma rusa de la nostalgia, de ese estado anímico tan típico de nuestra nación, un estado anímico que surge en nosotros los rusos cuando estamos muy lejos de nuestra patria. Veía en todo ello, si se quiere, un deber patriótico, tal como entiendo este término. Quería hablar de los lazos que —como una suerte de fatalidad— unen a los rusos a sus raíces nacionales, a su pasado y su cultura, a la tierra, los amigos y los parientes, esos lazos de los que no podemos liberarnos en toda la vida, allá donde nos lleve el destino. Los rusos no son capaces de adaptarse rápidamente a nuevas situaciones, de orientarse en un mundo distinto al suyo. Toda la historia de la emigración rusa demuestra que los rusos son «malos emigrantes», como se dice en la Europa occidental. Su trágica incapacidad de asimilación y sus torpes intentos de adaptarse a un estilo de vida extraño es algo perfectamente conocido. ¿Cómo iba a imaginar durante el rodaje de Nostalghia que aquel estado de tristeza aplastante y sin salida, que marca toda la película, podría alguna vez ser el destino de mi propia vida? ¿Cómo iba a imaginar que yo mismo, hasta el final de mis días, tendría que sufrir esa misma grave enfermedad?
En Italia rodé esa película, que es profundamente rusa. Y lo es en todos sus aspectos, lo mismo en los morales y éticos que en los políticos y emocionales. Hice una película sobre un ruso que se encuentra en Italia para un largo viaje de investigación; hice una película de sus impresiones de este país. Pero en ningún momento quise presentar una vez más esa belleza de postal turística de una Italia así retratada más de mil veces.
Es otra cosa; es una película sobre un hombre ruso que ha perdido completamente su órbita y sobre el que las impresiones se precipitan como un torrente. Pero, y esto es lo trágico, no puede comunicarlas a las personas cercanas, y fatídicamente tampoco puede unirlas al pasado, del que depende hasta la última fibra de su ser. Yo mismo he vivido algo similar: cuando me despedí de casa para una larga temporada y me vi confrontado con un mundo y una cultura diferentes que me atraían, éstos empezaron a someterme a un estado casi inconsciente e irremediable de ansiedad, tal y como se suele dar en el caso de un amor no correspondido. Era una señal de la imposibilidad de comprender lo incomprensible, de unificar lo no unificable. Era como un recuerdo de la finitud de nuestra vida aquí en la tierra, como un recuerdo admonitorio de la limitación y predeterminación de nuestra vida, entregada, no a las circunstancias externas, sino a los propios «tabúes» interiores.
Siento fascinación por aquellos artistas medievales japoneses que con su trabajo en la corte de un señor feudal encontraron la fama y fundaron una escuela, para luego, en la cima de su gloria, cambiar repentinamente su modo de vida y continuar su actividad artística en otro lugar, bajo un nombre nuevo y con un estilo diferente. Es sabido que algunos de ellos, en el curso de su existencia, fueron capaces de llevar cinco vidas completamente diferentes. Esto es algo que siempre ha ocupado poderosamente mi imaginación. Supongo que porque yo soy absolutamente incapaz de cambiar algo en la lógica de mi vida, en mis afinidades personales y artísticas.
Gorchakov, el protagonista de Nostalghia, es un poeta. Viaja a Italia para reunir material sobre el pianista ruso Pavel Sosnovski[50], para escribir sobre él un libreto para una ópera. Sosnovski existió realmente. Como poseía cualidades musicales, el señor feudal de quien dependía le envió a Italia para que cursara estudios; permaneció allí durante largo tiempo, dando conciertos con gran éxito. Pero, probablemente atormentado por la inevitable nostalgia rusa, decidió volver tras muchos años a Rusia, de nuevo como siervo de la gleba, para ahorcarse poco después. Por supuesto que la historia de este compositor no aparece casualmente en la película. Va parafraseando el sino y el estado de Gorchakov cuando, de forma especialmente dolorosa, siente que es un «marginado», que desde una lejana distancia observa una vida que no es la suya y se entrega a los recuerdos del pasado, de los rostros de personas queridas, de sonidos y olores de su casa.
Cuando por primera vez vi el material de la película, me sorprendió la oscuridad de las imágenes. Todo el material correspondía plenamente al estado anímico y al ambiente en que lo habíamos rodado…, aunque yo no me lo había propuesto. Pero para mí es muy sintomático que, con independencia de mis intenciones concretas ¡y planificadas!, éste se volcara en mi estado de ánimo durante el rodaje. Es decir, a la larga y angustiosa separación de mi familia, a la falta de las condiciones de vida acostumbradas, al tipo de producción que era nuevo para mí y también a una lengua extraña. Me sorprendió y a la vez me alegró, porque el resultado, que por primera vez aparecía ante mis ojos en la pantalla, demostraba que mi intención de conseguir con los medios del arte cinematográfico un espejo del alma humana, de una experiencia humana única, no eran sólo un producto curioso de ideas estériles, sino una realidad indudable.
Debo decir que la acción externa, las intrigas y la conexión entre los acontecimientos no me interesan para nada, y que en cada película me van interesando menos. Lo que realmente me preocupa es el mundo interior de las personas. Por eso me resultó algo completamente natural lanzarme al viaje hacia el interior del alma de mi héroe, en la filosofía que lo sustenta, en las tradiciones culturales y literarias en que se basan sus fundamentos internos. Por supuesto que soy consciente de que, desde el punto de vista comercial, sería mucho más ventajoso introducir en la película continuos cambios de lugar, efectos siempre nuevos, exóticas tomas exteriores e «impresionantes» interiores. Pero en los temas que realmente me preocupan, los efectos exteriores no serían otra cosa que alejarse del único objetivo al que se dirigen todos mis esfuerzos. Lo que me interesa es el hombre, en quien se encierra todo el universo. Y para poder expresar esta idea, para poder expresar el sentido de la vida humana, no hace falta en realidad ninguna concatenación de acontecimientos.
Quizá ni siquiera haga falta destacar que, desde el principio, mi idea del cine no tiene nada que ver con las películas americanas de aventuras. Desde La infancia de Iván hasta Stalker me he esforzado por huir del movimiento externo, concentrando la acción cada vez más en las tres unidades clásicas de lugar, tiempo y acción. Y, en este sentido, incluso la composición de mi Andrei Rublev me parece demasiado disgregada y carente de unidad.
En cualquier caso, pretendía que el guión de Nostalghia no contuviera nada superfluo y accidental, que pudiera molestarme en la consecución de mi objetivo principal, que era reflejar el estado de una persona que llega a estar en contradicción profunda con el mundo y consigo mismo, que es incapaz de encontrar un equilibrio entre la realidad y la armonía deseada, que vive, pues, esa nostalgia que surge, no sólo de su lejanía física con respecto a su patria, sino también de un luto global por la integridad del ser. Y con el guión estuve descontento hasta el momento en que se fue viendo una cierta unidad metafísica.
Gorchakov encuentra Italia en el momento de su trágica ruptura con la realidad, con la vida (no con las circunstancias externas), que nunca hará justicia a las pretensiones de un individuo. Italia se le muestra con sus majestuosas ruinas, que surgen de la nada. Aquellos pedazos de una civilización universal y extraña, son a la vez como mausoleos de la futilidad de las ambiciones humanas, signos del fatídico camino en el que se ha perdido la humanidad. Gorchakov muere porque es incapaz de superar su propia crisis interior, incapaz de detener la decadencia de la continuidad del tiempo, de la que también él es consciente.
En relación con este estado anímico de Gorchakov, la figura del italiano Domenico, que al principio parece tan extraña, cobra una gran importancia. Esta persona perturbada, expulsada de la sociedad de los hombres, encuentra dentro de sí fuerzas suficientes y un nivel intelectual que consigue oponerse a la realidad que destruya al hombre. Este ex profesor de matemáticas y ahora outsider se vence a sí mismo y decide hablar en público de la catastrófica situación del mundo, llamando a los hombres a la lucha. A los ojos de los que se creen «normales» no es otra cosa que un «loco». Pero esa idea que él ha sufrido en su propio ser, profundamente, no tiene por objeto una salvación individual, sino la salvación universal de la locura y la inmisericordia de la civilización moderna.
En cierto modo, todas mis películas tratan ese tema: que los hombres no están malviviendo, solitarios y abandonados, en un universo vacío, sino que con incontables lazos están unidos con el pasado y el futuro. Que toda persona puede, por ello, enlazar su destino con el del mundo y la humanidad. Pero esa esperanza de dar a la vida y a la actuación de cada persona un significado consciente, también aumenta de modo extraordinario la responsabilidad del individuo por la marcha de la vida en nuestro planeta.
Ante la amenaza de una guerra de destrucción total, ante las increíbles miserias sociales, ante el sufrimiento humano, es un santo deber de la humanidad y de cada uno el unirse con los demás en nombre del futuro. Gorchakov se une a Domenico y siente la necesidad interior de protegerle ante la opinión «general» de los egoístamente satisfechos, e ignorantes, para quienes no es otra cosa que un «loco» vergonzante. Pero no conseguirá apartarle de ese camino que implacablemente ha elegido.
A Gorchakov le fascina el maximalismo infantil de Domenico, porque él —como todas las personas «adultas»—, está dispuesto a aceptar las soluciones de compromiso. Domenico decide prenderse fuego, para demostrar con esa acción extrema su carencia de intereses propios. Lo hace en la ingenua esperanza de que los hombres escucharán ese último grito de advertencia. Gorchakov queda conmocionado a causa de este hecho, por la armonía interior, casi por la «santidad» de Domenico. Mientras que él sólo se dedica a reflexionar sobre la imperfección de la vida, Domenico se arroga el derecho a reaccionar contra ella, a actuar con decisión. Domenico siente la verdadera responsabilidad por la vida en el momento en que reúne las fuerzas para hacer lo que hace. Ante ese acontecimiento, Gorchakov résulta ser un burgués, al que atormenta la conciencia de su inconsecuencia. Si se quiere, esa muerte le alegra, porque así descubre la profundidad de un sufrimiento vivido hasta el final.
Ya he dicho que, al ver por primera vez el material, me sorprendió cómo en él se expresaba mi propio estado interior en el momento de rodar Nostalghia, aquella profunda tristeza, que cada vez me agotaba más, por la lejanía de la propia tierra y de las personas queridas, que antes habían marcado todos los momentos de mi existencia. Ese sentimiento fatídicamente vinculante de dependencia con respecto al propio pasado, esa enfermedad cada vez más insoportable, eso es lo que se llama nostalgia. Aun así, quisiera advertir al lector que no se dedique a identificar a la ligera al autor con su héroe lírico. Por supuesto que, en un proceso de creación, uno aprovecha de forma directa las propias experiencias vitales, puesto que —desgraciadamente— tampoco dispone de otras, pero asumir temas y estados de ánimo de la propia vida no significa que sólo por eso se pueda identificar al artista con lo que hace. Quizá alguno quede decepcionado por esta afirmación. Pero hay que decir que la experiencia lírica de un autor coincide muy pocas veces con su forma de actuar en la vida cotidiana.
La poesía de un autor, el resultado de su forma de vivir la realidad que le circunda, es capaz de elevarse por encima de la realidad, de entrar en pugna o incluso en un conflicto insuperable, con ella. Es especialmente importante, y es paradójico, que lo haga no sólo con la realidad «exterior», sino también con la realidad interior del autor. Muchos estudiosos de la literatura opinan, por poner un ejemplo, que Dostoievski no hizo otra cosa que descubrir sus propios abismos, que en los santos y los miserables de sus novelas está representado él mismo. Pero en realidad, Dostoievski no se parece a ninguna de esas figuras; cada una de ellas es una suma de sus impresiones vitales y de sus reflexiones, pero ninguna de ellas le representa a él, a la totalidad del individuo.
En Nostalghia quería dar continuación a mi tema del hombre «débil», que en cuanto a sus características externas no es un luchador, pero que para mí es un vencedor en la vida. Ya Stalker dice en un monólogo que defiende la debilidad como el único valor verdadero y como la esperanza para la vida. Siempre me han gustado las personas incapaces de adaptarse a la realidad pragmática. Con excepción —quizá— de Iván, en mis películas nunca hay héroes, siempre hay personas cuya fuerza resulta de su convicción interior y también del hecho de que son capaces de asumir la responsabilidad hacia otras personas (esto, naturalmente, también se puede decir de Iván). Personas así recuerdan en muchos casos a niños con un pathos propio de adultos, porque sus actitudes, de cara al «sentido común», son tremendamente carentes de realismo, desprendidas de sí mismo.
El monje Rublev contemplaba el mundo con los ingenuos ojos del niño y predicaba que no había que resistir al mal, que había que amar al prójimo. Aunque fue testigo de las —quizá— más brutales barbaridades de este mundo, aunque tuvo que sentir las más amargas desilusiones, consiguió reencontrar el valor único en la vida del hombre: la bondad y ese amor humilde que todo lo perdona. Chris Kelvin, que al principio de Solaris parece un burgués más, guarda en su alma aquel «tabú» del hombre que no permite acallar la voz de la conciencia y alejar de sí la responsabilidad por la vida propia y ajena. El protagonista de El espejo es un débil egoísta, incapaz de dar al prójimo un amor desinteresado, carente de una meta para sí mismo. Su única justificación son las convulsiones del alma por las que debe atravesar al final de sus días, para reconocer así la deuda no pagada que ha contraído con la vida. Stalker, aquella extraña persona que tan fácilmente cae en la historia, es incorruptible y se atreve a contrarrestar con la voz de su profunda espiritualidad el cáncer del pragmatismo, omnipresente en ese mundo atacado por la enfermedad.
De forma parecida a Stalker, también Domenico se inventa su propia filosofía. Para no caer en el cinismo generalizado, en la caza de ventajas materiales para sí mismo, elige un camino propio lleno de sufrimiento, y con el ejemplo de su muerte hace un nuevo intento de detener a esa humanidad que se ha vuelto loca en el camino que lleva a su perdición. Lo más importante que tiene una persona es su conciencia, siempre intranquila, que no le permite consumir sin más un buen pedazo de esta vida. En el carácter de Gorchakov quise destacar otra vez ese estado anímico especial, ya tradicional para los mejores sectores de la intelectualidad rusa: esa responsabilidad, nunca satisfecha de sí misma y llena de compasión por los más infelices de este mundo, siempre a la búsqueda de la fe, la bondad y el ideal.
Del hombre me interesa, sobre todo, su disponibilidad para servir a algo superior, su rechazo, su incapacidad de conformarse con la «moral» normal del aburguesado. Me interesa aquella persona que ve el sentido de su vida en la lucha contra el mal y que, de ese modo, a lo largo de su vida alcanza en su interior un nivel un poquito más alto. La única alternativa al perfeccionamiento interior es la degradación interior, un camino al que parecen invitarnos nuestra vida cotidiana y el proceso de adaptación a esa vida.
El protagonista de mi próxima película, Sacrificio, será también una persona débil, en el sentido más corriente de la palabra. No es un héroe; es una persona que medita, un hombre sincero, capaz de sacrificarse por sus más altos ideales. Cuando la situación se lo reclama, no escapa a su responsabilidad o intenta traspasarla a otros. Se arriesga a sufrir la incomprensión de los demás, pero actúa no sólo con decisión, sino con algo así como autodestructora desesperación. Aunque sabe que con ello conseguirá fama de loco, traspasa el umbral del comportamiento humano «normal», «permitido», para sentir su pertenencia al todo, al destino del mundo, si se quiere. En realidad no está haciendo otra cosa que cumplir obediente la misión de su corazón, es decir, no es dueño, sino tan sólo servidor de su destino. Quizá nadie se dé cuenta de sus esfuerzos, pero en ellos se basa la armonía de nuestro mundo.
La debilidad humana me interesa como contrapartida a la expansión exterior de la persona, al comportamiento agresivo frente a otras personas y frente al mundo, al deseo de someter a otros a las propias intenciones, con el fin de autoafirmarse. Me fascina, pues, esa energía humana que se abalanza contra la rutina materialista. A este tema se dedicarán las ideas de mis próximas películas.
En este sentido me interesa el Hamlet de Shakespeare[51] y espero poder adaptarlo al cine pronto. Este drama tan extraordinario trata del tema eterno de una persona de alta calidad interior, obligada a estar en contacto con esa realidad baja, sucia. Es como si se obligara a una persona a vivir en su propio pasado. La tragedia de Hamlet, para mí, no es su final físico, sino el hecho de que inmediatamente antes de su muerte se vea obligado a abandonar sus propios principios para convertirse en un vulgar asesino. Después de esto, la muerte es para él en realidad redención: sin ella no le hubiera quedado otro camino que el suicidio.
En el rodaje de mi próxima película me esforzaré aún más por conseguir planos verídicos, convincentes. Partiré para ello de las impresiones inmediatas en los exteriores, en cuyas peculiaridades también quedan grabadas las consecuencias del paso del tiempo. El realismo es una forma de vida de la naturaleza en el cine. Cuanto más naturalista es la naturaleza que se introduce en un plano, tanto más dignidad tendrá esa imagen: dar alma a la naturaleza resulta algo connatural en el cine.
En estos últimos tiempos he tenido muchas ocasiones de hablar con mis espectadores. Y muchas veces he tenido que percatarme de su escepticismo frente a mis afirmaciones de que en mis películas no hay ningún símbolo o metáfora. Muy a menudo, incluso con apasionamiento, se me pregunta por el significado de la lluvia. Por qué aparece en todas las películas. Y por que aparece siempre el viento, el fuego y el agua. Preguntas de este tipo me confunden.
Se podría decir que los aguaceros son característicos de la región en que me crié. En Rusia hay largas temporadas de lluvia que despiertan la nostalgia. Y también se podría decir que a mí no me gusta la gran ciudad, sino la naturaleza, y que me siento extraordinariamente a gusto cada vez que me alejo de los logros de la civilización moderna y voy a mi casa de campo, alejada más de trescientos kilómetros de Moscú. La lluvia, con el fuego, el agua, la nieve, la escarcha y los campos son elementos del ambiente material en que vivimos, son —si se quiere— una verdad de la vida. Por eso me afecta cuando me entero de que las personas, en vez de disfrutar sencillamente de esa naturaleza que se ha incorporado a las imágenes, van buscando en ella un sentido oculto. En la lluvia se puede ver, sin más, mal tiempo, mientras que yo lo utilizo de una forma determinada, como un ambiente estético, que marca el desarrollo de la acción. Pero eso no significa —ni mucho menos— que en mis películas la naturaleza sea símbolo de algo. En las películas comerciales parece que ni siquiera existe la meteorología. Allí todo está marcado por las extraordinarias condiciones de luz y de interiores para conseguir unas tomas rápidas. Aquí todo marcha según el guión, y nadie se pone nervioso por los tópicos de un ambiente reproducido tan sólo de manera aproximada, por el descuido en los detalles. Pero cuando el cine le trae al espectador el mundo real y le permite observarlo en toda su plenitud, casi «olerlo», sintiendo sobre su propia piel la humedad o la sequía, entonces se comprueba que ese espectador hace mucho que ha perdido la capacidad de entregarse a esa impresión de forma emocional, simple, en un sentido inmediatamente estético. Por el contrario, continuamente se está sometiendo a un control, se está examinando y preguntando por el «porqué» y el «para qué».
Y el único motivo es muy simple: en la pantalla, yo quiero mostrar de la forma más perfecta posible mi propio mundo ideal, tal como yo mismo lo siento y lo percibo. No escondo ante el espectador intenciones especiales ni me dedico a jugar con él. Le muestro el mundo tal como a mí me parece, en su máxima expresividad y precisión. Tal como expresa, de la forma más perfecta posible, el sentido no perceptible de nuestra existencia.
Para precisar lo que estoy intentando decir puede servir un ejemplo de Bergman: en El manantial de la doncella me emociona siempre aquel plano en que muere la protagonista de la película, que ha sido brutalmente violada: el sol primaveral brilla por entre las ramas, a través de las cuales vemos también el rostro de la joven, moribunda o quizá ya muerta, que no siente ya dolor alguno…
…Todo parece muy comprensible y, sin embargo, falta algo. Luego empieza a nevar, una de esas raras nevadas de primavera… Copos de nieve quedan colgados en sus pestañas, recubren sus párpados… El tiempo deja sus huellas en la toma… Pero ¿sería correcto hablar del significado de aquellos copos? ¿O tan sólo de cómo, precisamente por la longitud y el ritmo de ese plano, hacen culminar nuestra percepción emocional? No, por supuesto que no. El director ha introducido ese plano sólo para poder reproducir con toda exactitud el acontecimiento, para poder mostrar, con esos copos que quedan sobre los párpados y que ya no se derriten, que ella ha muerto. No se debe confundir una voluntad creativa con una ideología, porque rechazaríamos la posibilidad de percibir el arte de forma inmediata, adecuada, espiritual.
Debo reconocer que el plano final de Nostalghia, donde en medio de una catedral italiana aparece mi casa campesina rusa, es al menos parcialmente metafórico. Esta imagen tiene algo de literario. Es como un modelo del estado interior de Gorchakov, de su ruptura interior, que no le deja seguir viviendo como hasta entonces. Si se quisiera, se podría afirmar también lo contrario y decir que se trata de una nueva unidad, que funde las colinas toscanas y el pueblo ruso en un todo orgánico, inseparable, que si volviera a Rusia sería desmembrado de nuevo por la realidad. Por ese motivo, Gorchakov muere en aquel mundo que es nuevo también para él, donde los objetos de nuestra existencia terrena, tan extrañamente condicionada, forman una unidad orgánica y natural, que —por misteriosos motivos— alguien ha destruido para siempre. Pero tengo que reconocer que este plano cinematográficamente no es muy limpio, aunque espero que no contenga ningún simbolismo vulgar. En mi opinión, el plano presenta algo altamente complejo y plurivalente: expresa en imágenes lo que sucede con Gorchakov, pero sin simbolizar nada más que tuviera que ser descifrado con esfuerzo.
En este caso se me podría acusar, pues, de incoherencia. Pero en el fondo las cosas siempre son así: un artista establece determinados principios para luego poder infringirlos. Probablemente haya muy pocas obras de arte que correspondan plenamente a la doctrina estética promulgada por su autor. Normalmente, las obras de arte entran en relaciones muy complejas con respecto a los ideales meramente estéticos del autor. Y no se limitan a ellos, porque la estructura artística es siempre más rica que el esquema teórico subyacente. Y al terminar este libro me preguntaré si con el marco que en él he fijado no me estaré limitando excesivamente de cara al futuro.
Nostalghia ha quedado atrás. Al trabajar en aquella película, ¿cómo iba a imaginarme que poco después se apoderaría de mi alma, ya para siempre, una nostalgia tan personal, tan concreta?