La chica de las botas tejanas

Otro día más de calor espeso. No había ganas ni de trabajar. Y solo de pensar en el baboso de James intentando meterme mano a la primera de cambio... uf, la moral se me venía abajo. Estaba tumbada boca abajo sobre la cama, en bragas, con mi perra ladrando y sacudiendo la cola con insistencia. Pretendía que la sacara a la calle...

—Ya voy, pesada.

Me levanté y le abrí la puerta a Manchas, mi perrita, mi única amiga verdadera.

La encontré hacía ya dos años, abandonada en mitad de la desértica carretera donde trabajaba. Cuando la rescaté del hijo de puta que la había abandonado, el pobre animal estaba aterrorizado, delgado, temblando. Parecía un amasijo de pelo blanco con manchas negras. Me enamoré de ella nada más verla y ya nunca separamos.

—Vamos, meona —dije, dando un par de palmadas—, que se te va a prender fuego el culo con este calor.

Manchas volvió a entrar en la pequeña y destartalada casa de madera donde vivíamos. Lo único bueno que tenía era el aire acondicionado. Estábamos en pleno desierto de Mojave y ahí las temperaturas podían superar perfectamente los cincuenta grados. El pueblo no tenía más de doscientos habitantes y yo trabajaba en una solitaria carretera, en el único restaurante de comida rápida que había en muchos kilómetros a la redonda. También estaba la gasolinera de Kerry. Si no fuera por esos dos negocios, el pueblo ni siquiera aparecería en los mapas. Bueno, por esos dos negocios y porque, supuestamente, vivíamos en una zona muy común de avistamientos ovni. Yo llevaba toda la puta vida allí y el único extraterrestre que había visto era el manos largas de mi jefe James.

De haber podido, me hubiera ido de aquel lugar en un santiamén, pero la temprana muerte de mi madre y un padre alcohólico que jamás superó lo de mi madre no me pusieron las cosas fáciles. Aprendí a convivir entre borrachos, pirados en busca de E.T. y las fulanas que se traía mi padre cuando se dejaba caer por casa algunos viernes.

Soñaba con irme a Las Vegas algún día, pero, de momento, tenía que seguir en aquel pueblo polvoriento.

Me vestí con unos vaqueros, una camisa blanca y mis botas tejanas. Teníamos que ir vestidas así. Cosas de James. Subí al viejo Ford Mustang rojo, la única herencia que recibí de mi madre, y me dirigí hacia otro día más de mi aburrida vida.

—¡Joder! —grité, una vez bajé del coche.

Se había levantado viento y tenía arena en la boca. Apresuré el paso y entré en el restaurante; bueno, en el cuchitril de James, mejor dicho. Dora y Lena ya estaban sirviendo café por las mesas y, de reojo, vi a algunos clientes sentados, todos ataviados con la típica diadema con antenas para captar mejor las ondas espaciales.

Dora me guiñó un ojo y escondió la sonrisa maliciosa ante aquella gente peculiar.

Suspiré, resignada, pensando que eso era lo que me tocaba, que no me quedaba otra.

Entré en el cuartito donde teníamos las taquillas para ponerme el ridículo delantal y coger la libreta para anotar los pedidos. Al entrar en la cocina, un cachetazo en el culo me hizo ver las estrellas.

—¿Cómo está mi camarera favorita hoy?

Fulminé a James con la mirada. Tenía unos treinta años, era muy alto, rubio y llevaba el pelo largo sujeto en una coleta. Las otras camareras iban locas detrás de él, pero yo le tenía un asco que no podía con mi alma.

—James, si vuelves a tocarme el culo, te estampo la cafetera en la cabeza. No te lo vuelvo a repetir.

Salí encendida de la cocina, con el trasero dolorido.

—Cómo has venido hoy, Hope. ¿Estás con la regla o qué? —le oí decir a mis espaldas, pero no le hice ni puñetero caso. Me tenía harta y, como me siguiera buscando, al final me iba a encontrar.

Pasé todo el día sirviendo hamburguesas, perritos y tarta de manzana. Me dolían los pies por culpa de las puñeteras botas tejanas. Cuando ya oscurecía y apenas quedaba gente en el restaurante, empezamos a limpiar los sofás de color verde y rojo y aquel suelo negro y blanco que parecía un ajedrez.

—¿Habéis visto al motorista de esta tarde? —dijo Lena en voz baja, sonrojándose.

Lena era rubia y de ojos azules. Era una chica un poco suelta y, en cuanto veía a alguien que le gustaba, se lo tiraba. Bien por ella. Lo cierto era que no había nada más interesante que hacer en aquel pueblo perdido de la mano de Dios. A mis 24 años, había estado con dos tíos y lo mejor era ni acordarse de ellos.

—¿El calvo grandote? ¿El de los tatuajes? —preguntó Dora.

Yo no me había percatado de nada. Dora estaba colada por James y este pasaba de ella, cosa que no entendía porque era una morenaza espectacular. Tenía unos ojos verdes y un cuerpazo que quitaban la respiración.

—Sí, ese —respondió Lena—. Estaba de paso, pero va a venir a buscarme. Esta noche me lo tiro. ¿Habéis visto lo grande que es? Seguro que lo tiene todo así.

—¿No te da miedo ir con un desconocido? —dije—. La gente está muy pirada.

—Hope, no seas aguafiestas —me contestó Lena—. Tú puedes tener al hombre que quieras, pero con esa mala leche que tienes los espantas a todos.

—Yo no tengo mala leche... —dije—. Solo soy selectiva.

Lena y Dora empezaron a reírse de mí en mi propia cara.

—Venga ya, pero si te cortaste el pelo a lo chico para que los tíos te dejaran en paz. No sé cómo lo has hecho, pero eso les da más morbo todavía.

Seguían descojonándose a mi costa y ya me estaban poniendo de mala leche.

—Eso no es cierto —dije—. Me corté el pelo por el puto calor que hace siempre aquí.

Vieron que me estaba alterando y dejaron de reír. Me pasé la mano por mi pelo corto y fui a por mis cosas para marcharme. ¿Tan mala opinión tenían de mí? Salí del bar con dirección a mi coche. Aparcaba siempre en la parte trasera del edificio, pues había que dejar libre para los clientes el aparcamiento delantero. Eso era lo que nos decía siempre el capullo de James.

Al lado del mío había un coche negro con todos los cristales tintados. Me llamó la atención porque tenía oscurecidos también los cristales delanteros. No sabía si había alguien dentro, no veía nada, así que me puse nerviosa. Busqué las llaves en mi bolso y no las encontraba. Allí afuera ya no quedaba nadie y aquel coche negro imponía un huevo.

—Hope —me llamó James. Nunca pensé que me alegraría tanto de verlo.

—¿Qué pasa?

Continué buscando las llaves mientras él seguía hablando.

—Se me olvidó comentarte que mañana también doblas turno. Lo siento.

Lo miré con cara de odio, de asco, de todo lo peor que podía salir de dentro de mí.

—Llevo más de doce horas aquí metida —le respondí—. Me duelen los pies, el cuerpo entero. Hoy ya he doblado turno; ¿y pretendes que mañana vuelva a hacerlo?

Se acercó y me acarició el hombro. Un siniestro escalofrío me recorrió el cuerpo.

—Si no fueras tan borde y te portaras mejor conmigo, tu situación cambiaría ligeramente.

Me aparté de él con brusquedad. Por fin había encontrado las llaves.

—Vete ligeramente a la mierda, James —le espeté.

No se tomó muy bien mi rechazo y me agarró fuerte de la muñeca, tirando de mí hacia él. Me cogió totalmente desprevenida, no esperaba esa reacción. No era más que un pesado, pero inofensivo.

—Suéltame, imbécil. ¿Qué te has creído?

—¿Por qué no me deseas? Me he follado a todas tus compañeras y tú no vas a ser una excepción.

Me sujetó la cabeza con fuerza e intentó besarme. Le di un mordisco en el labio y le golpeé en el pecho. Soltó un gruñido de dolor, pero ni con esas me soltó. Empecé a tener un poco de miedo. James era fuerte y yo muy menuda. Grité y grité, profiriéndole todos los insultas que se me venían a la cabeza. Mientras tanto, James sonreía con cara de depravado.

—Grita todo lo que quieras. Aquí nadie va a venir a socorrerte.

—Estás loco, déjame.

Seguí gritando, luchando contra un James descontrolado. Su mano me apretó un pecho con fuerza, lo que me hizo un daño horroroso. Yo intentaba librarme de aquel pulpo, pero tenía la fuerza de un toro. Volví a golpearlo y levantó la mano para devolvérmela. Extasiada, cerré los ojos para recibir el impacto.

Pero no llegó a darme. Un hombre de unos treinta y tantos y perfectamente trajeado me sacó de encima al pesado de James. Lo agarró del cuello y, de un solo golpe, lo dejó tieso en el suelo. Yo me apoyé en mi coche, intentando recuperar la respiración.

No sabía de dónde había salido aquel tío, pero me acababa de salvar de una buena. Se acercó con precaución para no asustarme y me preguntó:

—¿Se encuentra bien, señorita?

Me llevé la mano al pecho intentado recomponerme del susto. Aquel hombre era pura educación y cortesía, pero le había metido una buena hostia a James. Me había impresionado. Tenía el pelo castaño con alguna cana asomando por las sienes y unos ojos marrones que desprendían bondad pura y dura. Era un hombre muy atractivo y se veía más mayor de lo que realmente sería.

—Sí, gracias por ayudarme. ¿De dónde ha salido? —pregunté.

—Estaba dentro de mi coche —dijo, señalando con la barbilla al vehículo de los cristales tintados—. Estaba pensando...

Se le quebró la voz en las últimas palabras. Lo miré con curiosidad y volví a sentirme inquieta ¿Qué hacía aquel hombre dentro de un coche en medio del desierto?

Di un paso hacia atrás y él notó mi miedo.

—Tranquila, no voy a hacerle daño. Nada más lejos de mi intención.

—Entenderá que no es muy normal que esté ahí metido dentro de un coche, acechando como un depredador.

—Creo que no he empezado bien —contestó—. Me llamo Alfred Thomas y he venido a este aparcamiento porque aquí conocí a mi mujer. Recientemente ha fallecido y no logro superar su ausencia. El venir aquí me hace sentir que sigo cerca de ella. Es como si volviera atrás y la viera salir de esa cafetería por primera vez, cuando la conocí y me enamoré perdidamente de ella.

Joder, casi se me saltaron las lágrimas al escucharlo. Había amor en cada una de aquellas palabras. Se me había encogido el corazón. Entonces comprendí sus canas y esos rasgos tristes y demacrados.

—Lo siento mucho. Yo la única pérdida que he sentido es la de mi madre, pero perder al amor de tu vida... tiene que ser horrible.

—Lo es —dijo con mirada triste.

James estaba tirado en el suelo y empezaba a despertarse. Alfred iba a ir a por él otra vez, pero lo frené.

—Déjemelo a mí ahora —dije, llena de rabia.

Intentaba levantarse cuando le metí una patada en todos los huevos con mis flamantes botas tejanas. James gritó de dolor y, casi sin aliento, masculló:

—Puta.

—Siente tus jodidas botas donde más te duele, cabrón. Renuncio al trabajo y, como te acerques a mí, te denuncio o te mato.

Luego le escupí en la cara.

—¿Dónde vas a ir, muerta de hambre? Si no tienes ni para dar de comer a tu perra pulgosa.

Me giré para propinarle otra patada, pero Alfred me sujetó por el brazo.

—Tranquila —dijo con voz calmada—. En cuanto a usted, sepa que la señorita se viene a trabajar conmigo. Quédese con su sueldo por las molestias causadas. Si se acerca a ella, me encargaré yo mismo de venir a buscarlo. ¿Queda claro?

Alfred había pronunciado aquello con una delicadeza y, al mismo tiempo, una frialdad que me dejó de piedra.

—Clarísimo—gruñó James, de rodillas en el aparcamiento.

—Un momento —dije.

Me quité aquellas puñeteras botas y se las tiré encima.

—Loca —dijo James.

—Un recuerdo mío, cabrón.

James salió corriendo hacia el bar. Ni siquiera giró la cabeza. Entonces, Alfred me dijo:

—Lo del trabajo iba en serio. Ahora se lo explicaré todo.

Abrí bien las orejas. Acababa de ganarse toda mi atención.

***

Dos meses después de aquel fatídico y desagradable incidente, mi vida cambió por completo. Alfred se había quedado viudo con dos hijos adolescentes, Alison y Eric, dos mellizos de catorce años que eran puñeteros como ellos solos. Alfred trabajaba para el gobierno. No podía entrar en detalles o explicarme los entresijos de su oficio, y yo tampoco quería saberlos, pero lo intuía y por eso entendí el guantazo tan bien dado que le había metido al gilipollas de James.

Me propuso ir a trabajar a su casa para ayudarle a él y, sobre todo, con sus dos hijos. En principio iba a decirle que no, pero cuando me dijo que tendría que irme a vivir cerca de Las Vegas... ni me lo pensé. Así que cogí a Manchas y me fui con Alfred a una zona residencial, en las afueras de la ciudad de los casinos.

A los pocos días de estar allí, mi nuevo jefe tuvo que irse de viaje y me dejó sola con esos dos monstruitos. No sé cuál era peor, la niña o el niño. Eso sí, la casa era preciosa. Todo en una planta baja, con piscina, barbacoa y una seguridad de la leche.

Yo tenía un apartamento independiente fuera de la casa, en el amplio jardín donde Manchas podía campar a sus anchas. Cuando Alfred se iba, dormía en la casa con los hijos. No era el trabajo con el que había soñado, pero, por lo menos, había conseguido salir de mi pueblo y empezar una vida diferente.

—Hope, tírate a la piscina —me decía Eric.

—Ahora no, tengo que recoger el estropicio que habéis dejado en el salón.

—Déjala, es una sosa —comentó Alison.

«La madre que la parió», pensé. Me daban ganas de estrangularla. Esa niña ya tenía más tetas que yo y era una auténtica borde y una impertinente.

—Esa boca, guapa —dije.

—¿O qué?

—O quizá te la cierre de un tortazo. Creo que nunca te han puesto las pilas como mereces.

—¡Se lo diré a mi padre! —gritó.

—Hala, pues ya estás tardando.

Salió de la piscina hecha un basilisco y me fulminó con la mirada.

Así era un día tras otro, lo que resultaba agotador. Intenté congeniar con ellos, pero solo me ponían trabas, así que opté por ignorarlos. Me limitaba a hacer mis tareas, les daba la comida y procuraba no entrar al trapo ante sus provocaciones. Así las cosas, parecía que se iban calmando un poco con el tiempo.

Las semanas pasaron y Alfred no daba señales de vida. Llamaba casi todos los días, pero no iba por casa. Un día, Alison no llegaba a casa. Era tarde y aquello empezó a preocuparme. Le pregunté a su hermano si sabía dónde había ido y, como al principio no me contestaba, tuve que agarrarlo por la camiseta y zarandearlo para que soltara la lengua.

—¿Dónde coño está tu hermana? —le repetí por enésima vez.

—Ha ido con Ricard, un noviete que se ha echado. Estarán en el autocine pegándose el lote.

Lo miré con la cara desencajada. No podía ser cierto lo que escuchaba.

—¿El autocine? ¿Cuántos años tiene ese tal Ricard?

—No lo sé. Es mayor. Unos diecisiete...

—La madre que me parió. Llévame hasta allí ahora mismo.

Cogí las llaves del coche y agarré por el cuello de la camiseta a Eric, llevándolo a rastras hasta el coche. Llegamos al autocine en cinco minutos. Estaba llenísimo. Ahí había un buen montón de adolescentes dándose el lote... y algo más. Me entraron sudores.

—¿Cuál es su coche? —le pregunté histérica a Eric.

—Me estás avergonzando —dijo él, bajando la cabeza—. La gente nos mira.

—¿Vergüenza? Pero si no sabéis lo que es eso. Si tu padre se entera, os mete de cabeza en un internado. Reza para que tu hermana no haya hecho una locura y haya controlado esas hormonas descontroladas.

Al escuchar la palabra «internado», Eric abrió los ojos como platos y reaccionó.

Comenzó a caminar y me señaló un Tesla Model 3 de color gris. A medida que me iba acercando entre los coches, vi que en el interior había dos figuras moviéndose con violencia. Al principio me puse en lo peor y se me encogió el estómago. Pensé que aquel capullo se la estaba follando, pero, en realidad, cuando ya casi estaba al lado de la puerta, oí a Alison gritar:

—Déjame, no quiero. Ricard, suéltame, por favor.

—Te va a gustar, preciosa. Relájate —le decía el muy capullo.

Abrí la puerta del coche de sopetón y me encontré un adolescente que ya tenía barba. Lo agarré y lo saqué de un empujón para fuera. Alison estaba asustada y se abrochaba la camisa que el tal Ricard intentaba arrancar.

—Ven, cariño, que te voy a relajar yo —le dije al muchacho.

—Pero...

Ricard estaba desorientado y con la bragueta abierta.

—Alison, sal de ahí —ordené—. Sube al coche con tu hermano. En cuanto a ti, monada, si te acercas a mi niña te arranco los huevos y te denuncio por intentar violar a una menor. Y reza para que no se entere su padre.

El muchacho me miró horrorizado y volvió adentro dando un traspiés. Arrancó y salió zumbando de allí. Regresé al coche y no dije ni media. Alison estaba avergonzada, con los ojos llenos de lágrimas. Eric trataba de consolarla. Sentí alivio al ver lo unidos que estaban. Por suerte no había sucedido nada.

—Gracias —dijo Alison en un susurro.

Sonreí para mí y me los llevé sanos y salvos para casa. No hablamos del tema. A partir de ahí, la actitud de la niña cambió radicalmente: empezó a tratarme con respeto e, incluso, me contaba cosas de sus amigas o me pedía consejos. Algunos días después de aquel episodio en el autocine quiso que la llevara de compras. Al regresar, nos encontramos a Alfred, que salía de la piscina con una sonrisa en la cara. Ella, al ver a su padre, soltó todas las bolsas y salió corriendo a abrazarlo.

—¡Papá! Qué bien que estés en casa. ¿Cuándo has llegado?

—Mira... Te he mojado entera... He llegado hace una hora. Eric me ha dicho que habías salido de compras con Hope. Veo que ya hacéis buenas migas. ¿Me he perdido algo?

Alfred me miraba con cara de interrogación. Noté cómo Alison tragaba saliva, poniéndose tensa.

—Todo ha estado bien —respondí—. Los chicos se han portado genial.

La niña suspiró aliviada y salió corriendo hacia el interior de la casa.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—A por el bikini. Voy a la piscina con papá, estoy muerta de calor. Cámbiate tú también.

Me acerqué a Alfred sonriendo y me di cuenta de que tenía un cuerpo esbelto y fascinante. Le vi varias cicatrices, pero no me atreví a preguntar cuál había sido la causa, suponiendo que se debían a su trabajo misterioso.

—Estaban locos por verte. Pasas mucho tiempo fuera —le dije, pasándole la toalla para que se secara.

—Lo sé —contestó Ricard—. Estoy intentando solucionar unas cosas y dejarlo.

Yo también necesito estar con ellos. Por eso te traje a ti. Así estoy tranquilo cuando me

voy.

—Ya, pero no es lo mismo. Necesitan a su padre.

Alison apareció entonces y se tiró de bomba a la piscina. Me empapó entera.

—Serás bruja—le dije riendo.

—Ahora no te queda otra que meterte —dijo ella, lanzándome una mueca burlona.

—No, tengo cosas que hacer. Por ejemplo, ordenar toda la ropa que te has comprado.

—Papá... —le hizo un puchero.

—Mi hija tiene razón. Deberías bañarte.

Alfred me cogió en brazos y, antes de que pudiera protestar, se lanzó conmigo a la piscina. Emergí del fondo del agua cogiendo aire. Alfred y Alison se reían, pero yo estaba cabreada. De pronto los ojos de Alfred se clavaron en mi cuerpo y se le borró la sonrisa. Por su parte, Alison seguía riéndose aún más fuerte, señalando mi camiseta blanca de tirantes. No llevaba sujetador y se me transparentaba todo.

—Hope, se te ven las tetas —reía Alison a pleno pulmón.

Me tapé con los brazos y me ruboricé al instante. Alfred tenía la mirada clavada en mi camiseta y yo estaba a punto de sufrir un ataque agudo de vergüenza. Salí de la piscina en dos saltos y fui corriendo a mi casita para secarme.

—Maldita sea —dije una vez en el pequeño apartamento del jardín—. ¿Qué va a pensar de mí Alfred ahora? La ligerita sin sujetador... Joder, joder, joder.

¿Cómo iba a mirarle a la cara después de eso? Se había quedado petrificado mirándome las tetas delante de su hija. ¿Qué clase de ejemplo estaba dando? Mierda, mierda, mierda.

Me cambié, poniéndome un vestido suelto de tirantes de lunares blancos y negros y, por supuesto, un sujetador negro con las braguitas a juego. Me dejé el pelo sin secar y fui a guardar la ropa de Alison. La piscina estaba vacía, por lo que imaginé que padre e hija habían ido a cambiarse a sus habitaciones.

Entonces sonó el timbre de la puerta. Fui a ver quién era. A través del telefonillo, una voz respondió:

—Soy Gertru, la madre de Ian. Vengo a buscar a Alison y a Eric para la fiesta de cumpleaños.

De repente, lo recordé. Me había olvidado por completo. Ya era mala suerte, justo cuando acababa de regresar su padre.

—Un momento, Gertru.

Apareció Alison resplandeciente con su vestido nuevo. Eric iba más informal, con vaqueros cortos y una camiseta azul.

—¿Es Gertru? —preguntó la niña, emocionada.

—Sí, se me había pasado lo del cumpleaños de Ian... —dije.

—Nos va a llevar a Las Vegas a ver a un mago muy famoso. Es guapísimo —dijo Alison.

—Eric, vigila a tu hermana. ¿Tengo que recogeros?

—No, ya nos trae Gertru —respondió él.

—¿Os habéis despedido de vuestro padre?

—Sí... —respondieron a la vez.

Salieron de la casa muy ilusionados y yo seguí con mis cosas. Manchas, que se había colado en la casa, empezó a ladrar en cuanto vio a Alfred, que ya se había cambiado y llevaba unos vaqueros y una camisa blanca. No parecía el mismo. Intenté escabullirme y esconderme en la cocina, porque me daba mucha vergüenza mirarle a la cara después de lo ocurrido en la piscina, pero me detuvo.

—¿Dónde vas con tanta prisa?

—Tengo que ordenar la nevera.

Fue lo primero que me vino a la mente.

—Hope, por Dios. ¿Ordenar la nevera a estas horas?

—Cualquier hora es buena si hay ganas de trabajar —contesté.

Sacudió la cabeza, dándome por imposible.

—¿Ya se han ido los niños?

—Sí, se han marchado muy ilusionados.

—Gracias —me dijo.

—¿Por qué?

—Por cuidar de ellos. Por cuidar de mí...

Aquello me puso nerviosa. No sé qué me pasaba aquel día, pero Alfred me estaba alterando. Me giré para irme a la cocina y la perra estaba delante de mí. Para no pisarla, hice un movimiento torpe y me tambaleé para un lado. Me iba directa de cabeza al suelo cuando Alfred me cogió a tiempo, sujetándome con firmeza. Nuestros cuerpos quedaron literalmente pegados. Estaba recién duchado y olía a una fragancia fresca. Mi estómago dio un vuelco. Nunca había tenido esa reacción con nadie. Alfred me miraba y yo le miraba. Había mucha tensión en el ambiente y a mí casi no me salían las palabras. El pulso se me aceleró, se me secó la garganta.

—¿Estás bien? —dijo con la voz entrecortada.

—Sí —respondí en un susurro.

Me aparté de él y sentí que algo se desgarraba en mi interior. No podía ser. No debía mezclar mis sentimientos con la persona que me estaba dando de comer. Apreté la mandíbula y me puse seria.

—Alfred, con tu permiso me voy a mi habitación. Estoy cansada y no me encuentro bien. ¿Te ocupas tú de los niños cuando vengan?

Vi el desconcierto en su cara, pero él era un caballero de los pies a la cabeza.

—Ve a descansar, Hope. Ya me ocupo yo.

Fui a mi apartamento. Manchas vino conmigo. Algo que no me gustaba estaba ocurriéndome. Nunca me había fijado en Alfred como hombre y, de repente, empezaba a atraerme de una manera poco ética. De no controlarlo, tendría que dejar el trabajo.

Al día siguiente fue él quien me despertó, llamando a mi puerta. No era habitual que lo hiciera, así que me asusté. Cuando abrí, otra vez sentí que su mirada recorría mi cuerpo. Con las prisas y el susto ni siquiera me percaté de que solo llevaba una camiseta de tirantes y las bragas.

—¿Qué pasa? —pregunté adormilada.

—Necesito que me acompañes esta mañana. Es un favor personal. Te lo explico por el camino.

—¿Y los niños?

—Gertru se quedará con ellos. Ponte algo bonito...

Volvió a mirarme de arriba abajo y sonrió. Entonces me di cuenta de que estaba en bragas delante de él.

—Mierda —dije, cerrando la puerta de inmediato.

—Te espero en casa —le oí decir.

La había cagado de nuevo; estaba que me subía por las paredes. ¿Qué iba a pensar de mí? ¿Y adónde quería que le acompañase? «Seguro que me echa a la puta calle», pensé. Me di una ducha y busqué algo decente que ponerme. Escogí un vestido negro ajustado, ni demasiado corto ni excesivamente provocativo, el típico vestido que te saca de un apuro, elegante pero informal. Me maquillé un poco y me hice el pelo hacia un lado. Unos zapatos de tacón me daban el toque femenino que siempre había querido evitar. Cuando entré en el salón Alfred abrió los ojos como platos.

—Hope, estás preciosa. Deberías vestirte así más a menudo —dijo.

—No es mi estilo... —respondí, quitándole importancia.

—Tengo que reunirme en Las Vegas con un contacto y necesito que finjas ser mi esposa. No hagas preguntas y limítate a llamarme cariño. Yo haré lo mismo. No uses mi nombre y yo no utilizaré el tuyo. Si me sale bien esta reunión, podré retirarme.

—Está bien... cariño —le dije sonriendo.

Alfred sonrió satisfecho y fuimos entonces al punto de encuentro, que se ubicaba en un lujoso hotel de Las Vegas. Me sentía nerviosa y fascinada al mismo tiempo. La ciudad era preciosa y me embobaba todo lo que veía. Subimos al ático del hotel, donde estaba el restaurante. Desde una de las mejores mesas veíamos el Street. Llegó un atractivo hombre rubio, de ojos verdes e intensa mirada. Alfred me presentó como su esposa, omitió el nombre y ambos comenzaron a hablar en ruso. Flipé en colores. No entendía ni papa, así que me limité a degustar la deliciosa comida y a sonreír cuando me sonreían. Dos copas de vino después tuve que ir al aseo. La conversación entre ellos parecía cordial; seca, pero cordial.

—Cariño, necesito ir al baño —le dije a Alfred.

Me indicó por dónde era y ambos se levantaron cuando yo lo hice. El aseo era espectacular. Todo reluciente. Olía a rosas y daba pena hasta abrir el grifo. Cuando me estaba lavando las manos, oí que entraba alguien. No presté atención y seguí con lo mío. Al girarme para salir me topé con el rubio que comía con Alfred frente a frente.

Me tapó la boca e intentó sacarme a la fuerza del baño. El pánico se apoderó de mí y empecé a patalear con fuerza. Agarré una bandeja con jabones que había en el lavabo y se la estrellé en su cabeza, consiguiendo zafarme. Grité. El rubio volvió a por mí y, en esas, entró Alfred enfurecido, con los ojos inyectados en sangre. Le asestó un golpe en la cara, después en el estómago y así sucesivamente hasta dejarlo inconsciente en el suelo. Entonces me agarró de la mano y me sacó de allí en volandas. Una vez en el ascensor, Alfred empezó a palparme la cara, el cuerpo, revisando que no me había hecho daño. Lo paré.

—Estoy bien, Alfred. ¿Qué ha pasado?

—Lo siento, lo siento... No debí exponerte de esa manera. La cosa se ha torcido y ha intentado secuestrarte para poder coaccionarme. Ya está, lo dejo.

Me miró a los ojos, me sujetó la cara con ambas manos y me besó. La respiración se me cortó y todo mi cuerpo comenzó a temblar al sentir sus labios en los míos. Hizo que me olvidara de todo lo ocurrido en un solo segundo. Pasé mis brazos alrededor de su cuello y me enganché a aquel beso como una desesperada. Alfred me rodeó con sus brazos por la cintura y fundimos nuestros cuerpos. Nuestras bocas se devoraban con ansia y pasión. De pronto, se oyó el sonido de una campanilla y la puerta del ascensor se abrió, apareciendo entonces una mujer mayor que nos miraba con reproche.

—Idos a una habitación. ¿No os da vergüenza?

Me puse colorada como un pimiento y escondí la cabeza en el pecho de Alfred.

—Disculpe, señora, tiene usted razón —dijo él.

Entrelazó su mano con la mía y me sacó del ascensor. Yo estaba callada e iba inmersa en una nube. Parecía que me sujetaba el mismísimo James Bond; yo solo me dejaba llevar por el momento. Alfred sacó una tarjeta y abrió la puerta de una habitación. Se quitó la chaqueta y aflojó el nudo de su corbata. Dios, qué erótico y morboso era todo aquello... Se acercó y volvió a besarme. Mis manos se perdieron entre sus cabellos castaños. Me volvían loca aquellas canas y Alfred besaba de maravilla. Sus manos bajaron hacia mis caderas y me atrajo hacia él. Solté un gemido y noté que me mojaba de la excitación. Me estaba poniendo cachonda a tope. Flexionó las piernas un poco, se movió hacia los lados y noté su erección sobre mi sexo. Dios, estaba que me iba a dar algo. El cuerpo me ardía y él estaba más caliente que yo.

—Hope, te deseo, pero pararé si tú me lo pides —me susurró al oído.

—Si paras... te mato —le dije, encendida por la pasión.

Me cogió en brazos y me llevó a los pies de la cama. Empezó a desnudarme y yo peleaba por arrancarle también la ropa. Su boca venía una y otra vez a por la mía. Su lengua ahora se apoderaba de mí sin compasión, succionándome hasta quitarme el aliento. Yo jadeaba y, en un impulso, tiré de su labio inferior a causa de la desesperación. Aquello le excitó y gruñó de placer. Conseguimos deshacernos de la ropa y me tumbó sobre la cama. Sus manos recorrían mi cuerpo desnudo, acariciando mis pechos, mi estómago, bajando sensualmente mientras dibujaba líneas con su mano.

Yo me retorcía de placer. Tenía una mano en la cara interna de mi muslo y mi humedad era más que evidente. Alfred estaba duro y sus ojos brillaban de deseo. No aguantaría mucho tiempo aquella tortura. Me puse de rodillas frente a él en la cama y empecé a acariciar su sexo. Él metió sus dedos dentro de mí mientras nos besábamos de nuevo.

Los dos gemimos de placer.

Alfred se sentó en la cama y me colocó sobre él. Cuando sentí su pene en mi interior, pensé que moriría de placer. Me moví sobre su miembro erecto, notando cómo mi vagina se deslizaba dentro y fuera, proporcionándome el mayor de los placeres. Él me sujetaba por las caderas y me impulsaba. Nuestros fluidos se mezclaban y la habitación se impregnó de olor a sexo.

—Alfred —susurré.

—Hope...

Me dio la vuelta y se quedó encima de mí. Su boca tenía atrapado uno de mis pechos. Se deleitaba chupando aquel endurecido pezón. Alfred me embestía y sus testículos me golpeaban en el trasero. Era fuerte y apasionado y, en la cama, todavía más. Se le había puesto la polla más dura y gruesa. La notaba rozándose contra las paredes de mi vagina, incluso sentía cómo llegaba al útero. Entraba dentro de mí por completo. Me penetraba con pasión desenfrenaba y jadeaba de placer. Me agarraba con fuerza del trasero y me elevaba para aferrarse más y pegar su cuerpo al mío. Los dos sudábamos, pegándonos como lapas. Entonces, levantó mis piernas y mis pies quedaron sobre sus hombros. Estaba abierta, expuesta ante él. Soltó un gruñido y paró un instante.

—Me pones tan cachondo que casi me voy.

—Me tienes a punto —le dije jadeando.

Volvió a besarme, comiéndome la boca con pasión. Mi cuerpo estaba encendido y quería seguir sintiendo esas embestidas dentro de mi vagina. Con mis piernas todavía alrededor de su cuello, Alfred se puso de rodillas en la cama. Dios, chorreaba por todas partes... Solo quería que me diera fuerte y mojarle la polla, ya no aguantaba más.

Empezó a aumentar el ritmo y, a la tercera embestida, cuando su pubis rozó mi clítoris y sus testículos parecían querer meterse en mi interior, exploté en un orgasmo de los que hacen historia. Mi vagina se convulsionó en espasmos y apretó sin piedad el pene de Alfred. Le produjo tal placer que me inundó con un orgasmo monumental. Luego se desplomó sobre mi cuerpo, sudoroso y complacido.

Alfred intentaba recuperar el aliento y yo estaba agotada por el meneo que me había metido. Había pasado mucho tiempo... mejor dicho, era la primera vez que me habían follado como Dios manda. Ahora mi cabeza era la que empezaba a trabajar y a mandarme mensajes de esos que acojonan. «¿Y ahora qué vas a hacer? Te has follado a tu jefe, así que a la puta calle». Dios, me iba a volver loca. Los remordimientos me estaban torturando y lo único claro que tenía en la mente es que me había enamorado de Alfred. Joder, qué marrón.

Me di la vuelta para irme hacia la ducha que me aclarara, pero Alfred se volvió y para abrazarme y darme un suave beso en los labios.

—Hope, pensarás que estoy loco, pero... ¿Quieres casarte conmigo?

No podía ser, eso solo ocurría en las películas o en las novelas. ¿Cómo iban a pasar cosas así en la vida real? ¿A mí, a la chica de las botas tejanas y del pueblo en el desierto?

—¿Hablas en serio? —dije.

—Nunca he hablado más en serio.

Lo miré a los ojos y sentí que decía la verdad.

—Sí —contesté.

Apenas le conocía, pero sabía que era mi alma gemela, el hombre de mi vida, con el que quería acostarme y levantarme todos los días.

—Pues empecemos a practicar, señora Thomas. Nos esperan años de felicidad... y de hacer el amor sin parar.

—¿Me lo prometes?

—Ahora mismo te lo demuestro.

Alfred estaba de nuevo duro como una piedra. Me separó las piernas para volver a introducirse dentro de mí. Solté un gemido de placer y me estremecí entre sus piernas. Comenzó a besarme con fervor, penetrándome, sin que pudiera arrepentirme de mi decisión. Nuestros gemidos volvieron a inundar aquella habitación de hotel y el olor a sexo, como nuestro amor, se quedó en nuestros cuerpos para siempre.

La chica de las botas tejanas
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