Capítulo II EL ARQUEÓLOGO ASESINADO
La casa de los Fawlkon, o más correctamente, la casa de los Harrowe, ya que había sido la casa de la señora Fawlkon durante su primer matrimonio, estaba situada en el extremo de la calle Chestnut, hacia el tres mil. Era una de las últimas residencias que quedaban en ese barrio. Ubicada en una esquina, como aislándose aristocráticamente de las casas de apartamentos que la rodeaban.
Cuando Trelawney y yo subimos los grises escalones de piedra, con antiguas barandas de hierro artísticamente trabajado, la amplia puerta del frente se abrió ante nosotros, movida por la mano de Jackson, el detective, miembro de la Oficina de Criminología, con quien ya manteníamos cierta amistad, por haber actuado juntos en otros casos.
—Me habían dicho que vendría, señor Trelawney —dijo cordialmente—, por eso lo estaba esperando. El sargento Boone está arriba, investigando. No, aquí viene.
—Gracias, Jackson —respondió Trelawney, al mismo tiempo que avanzaba en dirección del sargento Detective Boone, quien en ese momento descendía resoplando la escalera interior, que terminaba en el hall del recibidor.
—Hola, señor Trelawney —exclamó con afabilidad el sargento. Me pareció que con un dejo de superioridad—. ¿Cómo está usted, señor Templeton? La señora Fawlkon me dijo que había solicitado su presencia, aunque yo le manifesté que no sería necesaria. Esta vez se trata de un caso completamente claro. —Echó hacia atrás su saco, enganchando los pulgares en los tirantes, dándose golpecitos con ambas manos, como para ilustrar sus palabras—. Completamente claro —repitió.
—¿Ah, sí? —preguntó Trelawney con maliciosa suavidad—. Supongo que ya habrá capturado al asesino, ¿verdad?
—Bueno, no; aun no —admitió Boone con una sombra de desagrado—. Pero sabemos quién fue y le echaremos el guante. Fue el mayordomo chino de la señora Fawlkon.
—¿Cómo lo sabe usted? —inquirió Trelawney.
—¡Diablo!, es fácil —bufó desdeñosamente el sargento—. El chino se evaporó.
—¡Caramba! —admitió Trelawney—. ¿Y qué dice la familia con respecto a su culpabilidad?
—No lo creen, por supuesto —replicó Boone—; para ellos, su leal, su incorruptible Chang —ése es el nombre del chino—, nunca pudo haber hecho tan censurable cosa. Tanto la señora de Fawlkon como su hermoso hermanito piensan que el móvil fue el robo. Pero hay dos razones por las cuales no pudo ser un ladrón. En primer lugar, no hay huellas de la entrada de un ladrón; y segundo, Fawlkon no hubiera permanecido impasible en su escritorio mientras un extraño se acercaba y le hundía una daga. Por supuesto —agregó como un segundo pensamiento—, es cierto que Fawlkon tenía un revólver en su mano, pero debe haber permitido que el asesino se le acercara demasiado, antes de decidirse a empuñarlo. Lo que induce a pensar que debió haber sido una persona de su amistad y de la cual no sospechara nada hasta el último momento.
—Buen razonamiento, sargento —aprobó Trelawney—. ¿Tendría inconveniente en que echara un vistazo?
—En absoluto. Haga lo que guste —invitó el sargento con aparatosidad—. El cuerpo está allí dentro, —indicó con un movimiento de cabeza una puerta que estaba hacia la izquierda—. Pero usted comprobará que el chino hizo todo muy bien.
Sin hacer ningún comentario a esta última manifestación de Boone, Trelawney atravesó el hall y abrió la puerta que le había indicado el sargento.
El piso de la habitación que apareció ante nuestra vista estaba cubierto con una alfombra china que silenciaba nuestros pasos. Amplias bibliotecas cubrían tres paredes de la estancia, desde el piso hasta el techo, a excepción de las aberturas de la puerta por donde habíamos entrado, y de dos ventanas ubicadas en la pared opuesta. Éstas, al igual que las dos ventanas del frente, estaban cubiertas por cortinas de terciopelo azul, que armonizaban con el tono predominante de la alfombra. Los cuatro juegos de cortinas habían sido cerrados completamente, quedando la habitación iluminada por seis globos de luz sostenidos por antiguos candelabros de bronce y cristal.
Atravesado en la esquina más alejada, estaba ubicado un gran escritorio chato, tapado en parte, cuando entramos, por la corpulenta figura de un hombre, parado delante del mismo y de espaldas a nosotros. Sin embargo, cuando oyó abrir la puerta se volvió. Era el Dr. Quinlan, médico forense.
—¡Oh!, ¡hola, Trelawney! —exclamó calurosamente—. ¿Lo ha metido en esto la oficina D. A.?
—No precisamente —replicó Trelawney—. Fue la señora de Fawlkon quien solicitó mi presencia. ¿Puedo ver el «corpus delicti»?
—Es suyo —aceptó Quinlan. Y al decir esto se apartó del escritorio, permitiéndonos ver lo que habían ocultado sus espaldas. Era la figura de un hombre que, a mi parecer, rayaba en los cincuenta años. Estaba semisentado en el sillón giratorio detrás del escritorio, con la mitad del cuerpo tendido sobre la superficie de este último. Su arrogante perfil aguileño se destacaba claramente sobre el azul del papel secante que estaba debajo de su cabeza, y un gran mechón de cabellos grises caía sobre sus ojos, como indicando un esfuerzo violento. Su mano derecha, extendida hacia el frente, tocaba el mango de un revólver.
Trelawney atravesó la habitación y se detuvo a un costado del escritorio.
—Parece que el fotógrafo policial ya terminó su trabajo —dijo mientras aspiraba el olor que flotaba en el aire, ese acre olor que queda siempre después del estallido del magnesio—; de manera que supongo que podré moverlo sin temor.
—Sin ningún temor —aseguró Boone desde la puerta—. Ya posó para su última foto, de manera que puede hasta moverlo un poco si lo desea. El doctor Quinlan ya lo ha hecho.
—Yo coloqué el cadáver en la misma forma que lo encontré —dijo el forense al mismo tiempo que echaba mano de su maletín negro, el cual estaba cerrando cuando entramos nosotros—. Excepto el revólver. Lo tenía aprisionado en su mano derecha.
Trelawney tomó el cadáver por los hombros y lo levantó unos centímetros, poniendo al descubierto una mancha oscura sobre el saco gris, justamente sobre la tetilla izquierda.
—¿Y el arma? —inquirió—. ¿Quedó en la herida, o el asesino la llevó con él?
—¡Oh!, quedó muy bien clavada —contestó Boone con frialdad—. El doctor dice que eso impidió una mayor hemorragia. Y era una daga china, exactamente igual a esa que cuelga sobre aquella pared, detrás del escritorio. ¿Quiere verla?
—No, gracias —respondió Trelawney con rapidez. Volvió el cadáver a su posición original con suavidad y pasó a examinar la pared que le había indicado el sargento.
Era la única pared que no estaba cubierta por bibliotecas. En ese sitio precisamente, había una decoración china bordada, a uno de cuyos costados pendía lo que a simple vista parecía una daga de tamaño algo mayor que el común, pero que técnicamente, creo, era una espada corta. El espacio del otro costado estaba vacío.
—Yo creo —dijo Boone, siguiendo la dirección de la mirada de Trelawney— que la daga que cometió el asesinato estaba colgada sobre el otro costado del tapiz, mientras el asesino permanecía frente al escritorio, donde está ubicado ahora el señor Templeton. Usted puede ver qué fácil podría ser para él alcanzar el arma y clavársela a Fawlkon.
Trelawney asintió inconscientemente. Se volvió hacia el forense, que aun permanecía en la estancia.
—¿Aproximadamente a qué hora murió? —le preguntó.
—Sin mayor seguridad, puedo decir que ocurrió alrededor de las once o las doce de anoche —respondió el doctor Quinlan—. Aunque no puedo dar el dato exacto hasta examinar el contenido del estómago. El arma penetró en el tórax justamente debajo del esternón, atravesando la parte inferior del pulmón izquierdo y perforando el ventrículo derecho del corazón, ocasionándole así una hemorragia interna que le produjo la muerte en pocos minutos.
Trelawney retornó al cadáver.
—Noto que hay una raspadura en la boca —observó—. ¿Puede usted decir, doctor, si eso se produjo mucho antes de la muerte?
—A juzgar por la poca decoloración y congestión que se observa a su alrededor —respondió el doctor Quinlan—, podría decir que ocurrió inmediatamente antes.
—¿Pudo haber sido causada por el desplome de Fawlkon sobre el escritorio?
—No. Fawlkon cayó de tal forma que su cara entró en contacto con el escritorio, de costado. Esa raspadura, como usted puede observar, está ubicada perpendicularmente a la boca.
El sargento Boone se aproximó al escritorio y apoyó su voluminoso abdomen en el borde.
—Parece como si hubiera habido lucha —observó con interés, mirando oblicuamente al muerto—. Me pregunto si Fawlkon habrá podido herir al otro individuo.
—Si así ocurrió, no quedó ninguna marca en sus manos —respondió el médico. Miró su reloj pulsera—. Bien, debo volver a la oficina —dijo—. Debo presentar el informe médico esta misma tarde.
—A propósito, sargento —preguntó Trelawney cuando se hubo retirado Quinlan—, ¿quién descubrió el cadáver?
—El chino —replicó Boone con desagrado—. Entró a la habitación a las ocho de esta mañana y fingió sorprenderse con el hallazgo; luego, aprovechando la confusión, desapareció. Ya le dije, señor Trelawney, no me interesa lo que piense nadie; el chino es el culpable.
Trelawney no intentó discutir el punto.
—Creo que debo cambiar unas palabras con la señora Fawlkon ahora —dijo—. ¿Está arriba, verdad?
El sargento murmuró una respuesta afirmativa.
—Créame —continuó con un tono mortificado—, créame que no he podido hacerla salir. Generalmente, en un caso como éste, la viuda anda de un lado para otro, semienloquecida; pero ésta no es así. Cuando llegué con mi personal, nos recibió con una frialdad asombrosa, en el hall del frente y nos dijo: «Caballeros, ustedes encontrarán el cuerpo de mi esposo en la biblioteca». ¡Fíjese usted! «El cuerpo de mi esposo». ¡Exactamente en esa forma, sin pestañear! Uno podría pensar que está habituada a tener maridos asesinados. «Después que lo hayan examinado», continuó, «si en algo podemos ayudar, tanto mi hermano, como yo, o también el señor Archer».
—¡Archer! —interrumpió sorprendido Trelawney— ¡No será Carlton Archer!
—El mismo —asintió Boone—. Un hombre pequeño con una voz demasiado estruendosa para él. Estaba viviendo en esta casa debido a que realizaba un trabajo en colaboración con Fawlkon. Dice que escribía un libro.
De manera que Benedict Fawlkon y Carlton Archer, el tercer miembro de la expedición de Harrowe, diez años antes, ¡terminaban siendo socios! Por lo que Trelawney le había manifestado esa mañana a Grearson, yo había recibido la impresión de que no estaban en buenas relaciones. Pero, aparentemente, los dos hombres habían olvidado sus viejas diferencias.
La siguiente pregunta de Trelawney me hizo suponer que el pensamiento de él siguió la misma trayectoria que el mío; porque preguntó:
—¿Estaba el señor Archer en la casa, en el momento de cometerse el asesinato?
—No —respondió Boone—. Realmente, él es el único que está fuera de toda sospecha, pues estaba participando de una cena en un club de la ciudad. Y en esta oportunidad no se puede pensar en una estratagema, señor Trelawney, porque Archer pronunciaba un discurso en el preciso momento que Fawlkon era asesinado. Yo lo comprobé llamando por teléfono a la persona que estaba a cargo de la comida.
Antes de que Trelawney hiciera ningún comentario sobre esto, se abrió la puerta y entró un joven. Era delgado, aunque fuerte, y quizás demasiado hermoso desde el punto de vista de la masculinidad, con grandes ojos rasgados y boca amplia que indicaba fina sensibilidad. Una mandíbula firme lo salvaba de su apariencia femenina. Había algo familiar en su hermoso aspecto, pero no pude precisarlo hasta que habló Trelawney.
—¡Hola, Jeff! —exclamó—. Estaba observando todo aquí abajo antes de subir a ver a su hermana. Permítame que le presente a mi amigo, Lynn Templeton. Jefferson Davis Yorke.
De manera que el hermano de la señora de Fawlkon era Jeff Yorke, el joven golfista de Carolina del Sur, que estuvo a un paso de lograr la copa en el último torneo amateur. ¡No en vano su cara me resultaba familiar!
Me extendió su diestra con una cortesía amanerada, repitiendo mi nombre con un notable acento sureño. Luego se volvió a Trelawney.
—Su amigo policía —dijo señalando con un gesto al sargento— está tratando de culpar de este crimen a Chang. ¡Pero yo sé que Chang no lo hizo, Ted!
—¿Entonces, apreciaba al señor Fawlkon? —preguntó Trelawney mientras Boone reprimía sus impulsos en un rincón.
—¡No, señor! —Había un abierto desprecio en el tono, y su orgullosa cabeza se irguió—; no sentía simpatía por Ben Fawlkon, lo mismo que yo, pero Ben Fawlkon era el esposo de Julia, y Chang hubiese sido incapaz de matar una cucaracha que perteneciese a ella.
—Usted dice que el chino no apreciaba á Fawlkon más de lo que usted mismo lo apreciaba—. El sargento se agazapó como un gato sobre un ratón—. Bien, entonces puede pensarse que fue usted el que le hizo el ojal a Fawlkon.
Jeff Yorke midió a Boone con la mirada, con el desinterés, con la curiosidad impersonal con que observaría un espécimen vegetal raro.
—¿Qué puedo haber sido yo? —dijo finalmente— ¿Pero, no se da cuenta, señor policía, que sería mejor que no pensara más en Chang y en mí?
Si había algo que Boone odiaba, era que le llamaran policía. Trelawney, con mucho tacto, se interpuso antes que el sargento estallara.
—Estábamos terminando aquí —dijo—. ¿Sabe, Jeff, si su hermana nos atendería unos minutos?
—Por supuesto, Ted —manifestó Yorke—. Le comunicaré que usted y el señor Templeton están aquí.
Se retiró, cerrando la puerta tras sí.
—A ese hermoso chico lo tengo atragantado —gruñó salvajemente Boone—. Ha estado entrando y saliendo toda la mañana, haciendo preguntas estúpidas y discutiendo las respuestas. Si no se aparta de mi camino lo meteré preso por obstruir la acción de la justicia.
—¡Oh, es un buen muchacho! —defendió Trelawney—. Probablemente crea que vela por los intereses de su hermana, presenciando todo.
—Esa dama no necesita que nadie vigile sus intereses —declaró el sargento con animosidad—, desde el momento que es capaz de referirse al cuerpo de su marido como usted podría hacerlo de una bolsa de papas...
Trelawney echó una última mirada a la habitación.
—A propósito, sargento —preguntó—, ¿qué personas había anoche en la casa?
—La señora Fawlkon, el hermoso niño que estuvo aquí hace un momento, y, después de la una de la madrugada, este tipo Archer —respondió Boone—. Y el chino.
—¿Ningún otro sirviente? Me parece recordar una o dos mucamas. Por lo menos las tenían en un tiempo.
—Las dos mucamas duermen afuera. Se retiraron anoche apenas terminada la cena.
La puerta se abrió nuevamente y se asomó Jeff Yorke.
—Julia les espera en su sala —anunció—. Me pidió que les hiciera pasar a usted y al señor Templeton.