La Puntillosa Episodio de 1818

I

Aunque ya hubieran pasado los días de más fachendosa ostentación de aquellas rumbosas majas de que D. Francisco Goya con su castizo pincel y don Ramón de la Cruz con su apicarada pluma nos dejaron admirabilísimos retratos, todavía por los años de 1818, aunque escasos y un tanto adulterados, no dejaban de verse en Madrid algunos restos de un tipo llamado a extinguirse en no lejanos días en la mancha gris de una sociedad incolora.

De las muestras de que hablamos, una de las que con más vigorosa entonación había conservado los rasgos característicos del original, era María Pepa Jordán, más conocida por la Puntillosa, hermosísima hembra, cuya fama, rebasando los límites de la intrincada red de callejas que formaban los barrios del Rastro y la Arganzuela, se extendía lo mismo regumque turris que pauperum tabernas a los más aristocráticos cuarteles de la corte del absoluto y felizmente restaurado monarca D. Fernando VII de su nombre.

De no muy alta estatura, pero sí dotada de toda la esbeltez compatible con un cuerpo más llamado a excitar con sus redondeces los sentidos, que no a elevar el alma a regiones ideales; de ese color trigueño que teniendo algo del marfil viejo no excluye la exuberancia de vida; de manos carnosas y mucho más finas de lo que sus nada pulcros trabajos pudieran hacer esperar, y de ojos rasgados y dormilones, en los cuales había todas las expresiones de la pasión, no era difícil buscar el cercano abolengo de María Pepa Jordán con una de aquellas majas que poco antes, lo mismo habían hecho desatarse en soporíferos madrigales a petimetres y currutacos de rizada chorrera, que avivar el odio al invasor que rugía en los pechos de manolos y chisperos de monillos de alamares, sombrero de medio queso y capotillo de mangas.

Y si en lo físico era muestra un poco arcaica de lo que había sido el bello sexo en las clases populares allá en los días de apogeo de Godoy y María Luisa, en lo moral nada desmerecía el fruto de lo que la corteza prometía.

Hija de un antiguo matarife, apenas tuvo tiempo de conocer a su madre, que murió al año escaso de venir ella al mundo, y de tal modo se hizo desde su infancia a no sufrir más yugo que el de su voluntad y a no obedecer otras leyes que las de su capricho, que creció y llegó a mujer tan en plena posesión de su libre albedrío, que aunque, por suerte, su natural bueno y honrado no la llevó nunca a abusar de su independencia, no fue ciertamente porque la intimidaran los enojos de su padre, a quien quería más que respetaba, ni mucho menos por miedo a romper con los hipócritas convencionalismos de una sociedad que miraba con el más soberano desprecio.

Para asegurar mejor aquella independencia, tan pronto como se vio en disposición de manejarse por sí misma, consiguió que su padre le tomara en traspaso un acreditado puesto de la plaza del Rastro, y allí, haciendo trono de la tabla en que despachaba menudos de vaca y tripas y livianos de carnero, se creyó reina más neta que lo era Fernando VII bajo el solio de Ataúlfos y Alaricos.

Camarilla tampoco hubo de faltarle. La atractiva belleza que se había desarrollado en ella sirvió de cebo a las más heterogéneas clases sociales, y no había mañana en que en torno del modesto tingladillo en que movía sus manos cargadas de sortijas de aljófar, no se viera lo mismo al majo de patilluda y morena fisonomía, que al acomodado menestral y al atildado lechuguino; no siendo raro que para que nada faltara a su esplendor se mezclaran allí en amigable consorcio las casacas blancas de las guardias valonas con las azules y verdes de los cuerpos de infantería, dragones y carabineros reales de los ejércitos de S. M.

Pero todo ello era tiempo perdido. Sin necios remilgos ni mentidas gazmoñerías, si aceptaba con cierto benévolo desenfado toda galantería, cuando las cosas tomaban rumbo más serio plegaba su boca tan altivo e irritado mohín, que puede tenerse por seguro que al pretendiente que a tal enojo daba margen no le quedaban en mucho tiempo ganas de volver a asomar las narices por la plaza del Rastro.

II

Sin embargo, es fama, y sabido es que la fama miente pocas veces, aunque sí algunas, que la que de esquiva tenía la Puntillosa perdió no poco de su prestigio al saberse que cierto pájaro de cuenta rondaba con asiduidad un tanto sospechosa el puesto de mondongo, no pareciendo ser recibido en él con el desabrimiento que tanto desesperaba a galanes con los que no podía pensar en competir en punto a apostura y gallardía.

Para saber que la persona a que nos referimos no tenía en su favor ninguna de estas dotes, basta apuntar que era aquel celebérrimo Pedro Collado, que ya en no muy cercanos días y merced a su rústico gracejo, ascendiendo de aguador de la fuente del Berro a confidente del entonces príncipe de Asturias, había tomado parte no poco activa en el motín de Aranjuez y en la emigración de Valencey, y aún conservaba no poco prestigio sobre el ánimo del que sin contradicción alguna encabezaba sus absolutos decretos con la conocida fórmula de «Fernando VII por la gracia de Dios, rey de España y de sus Indias».

Raro era ya que el zafio cortesano que entre sus no pocos defectos no había contado en sus juventudes el de dar en rijoso y enamoradizo, hubiera caído a sus años en la debilidad de aspirar a favores que no podían ser útiles en manera alguna a sus miras ambiciosas; pero como la maledicencia llega a explicárselo todo, no tardó en dar por cosa segura que no era por su cuenta por la que trabajaba el que nunca he sabido por qué era conocido en la corte con el apodo de Chamorro.

Y algo y aun algos de verdad debía haber en tales hablillas, cuando palaciegos de los mejor informados aseguraban que pocos eran los días en que cuando Collado ayudaba a vestir a S. M. no se oyera en la intimidad de la regia estancia el nombre de la Puntillosa mezclado a epigramas y chanzonetas no siempre del más delicado gusto.

III

No muy satisfecho debía andar Chamorro de sus gestiones, tuvieran el objeto que tuvieran, cuando cierta mañana, al entrar en los aposentos de S. M. Fernando, sin darle tiempo a desatarse en las burdas y ampulosas felicitaciones con que acostumbraba a dar los buenos días a su amo, le dijo con aquella burlona y llana sonrisa que ha hecho proverbial la historia:

—Chamorro, te vas haciendo viejo.

—Encanecer en el servicio de mi rey es mi mayor honra —contestó Collado con servilismo.

—Es que hay quien me sirve mejor que tú.

—Puede que tenga V. M. servidores más afortunados, pero no más celosos —respondió el ex aguador palideciendo.

—Prueba de ello es que lo que tú no has logrado en meses enteros hay quien lo ha conseguido en solo un día. Esta noche María Pepa me recibe en su casa.

Pedro Collado miró al rey con aire de duda; pero advirtiendo en el semblante del monarca que no había la menor sombra de burla en sus palabras, se mordió los labios con despecho, mientras su señor, sin duda por librarse de sus explicaciones, le mandaba imperativamente dar acceso en su cámara a aquellos de los cortesanos a que dispensaba la señalada honra de asistir a la última parte de su tocador.

Y lo peor no fue eso, sino que durante la audiencia, tal complacencia puso Fernando en humillar a su ayuda de cámara, de burlas tan sangrientas le hizo blanco, que aunque Chamorro tenía la epidermis tan dura que no solían molestarle los mayores sonrojos, tan pronto se vio libre de su servicio, nunca tan penoso como aquel día, salió de las regias habitaciones con humor tan negro y empecatado, que solo sofocos recibieron de sus labios los cortesanos de escalera abajo, que siempre esperaban con memoriales y peticiones el paso de persona a quien tan altas distinciones dispensaba el árbitro de los destinos de España.

IV

Aquella noche, como otras muchas, el rey de España y de las Indias, envuelto en una ancha capa y confundiéndose con el resto de los mortales, salía de incógnito de su real Alcázar, sin otra compañía que su fiel confidente y capitán de su guardia el Excelentísimo señor duque de Alagón.

Si sus facciones no hubiera ocultado cuidadosamente el embozo de grana, se hubiera adivinado que la empresa que le hacía renunciar a su ordinaria tertulia debía importarle por lo menos tanto como los más arduos negocios de Estado; pero bastaba ver la prisa con que cruzaba calles y calles para dejar comprender qué feliz resultado esperaba de la empresa que aquella noche acometía.

Por fin a la media hora de marcha y cuando ya se había internado en la red de callejas que pone en comunicación la plaza del Rastro con la de la Cebada, deteniéndose el de Alagón ante una casa de un solo piso y de menos que mediana apariencia exclamó:

—Aquí es, señor.

—Llama —murmuró impaciente el rey.

Pero sin necesidad de que el de Alagón obedeciera la orden, la puerta se abrió, y saliendo de ella hasta cuatro hombres enmascarados, de tal modo la emprendieron a palos con el bizarro capitán de guardias, que S. M., a quien ninguno de los agresores osó acercarse siquiera, acabó por emprender la retirada diputándole por muerto.

Aquella noche, Fernando, más mohíno que otras veces, entró solo en su Real Palacio.

V

Cuando a la mañana siguiente Collado, que a juzgar por su azoramiento algo debía haber traslucido de la escena de la noche anterior, entró en la alcoba de S. M. a afeitarle, con gran sorpresa encontró a Fernando del mejor humor del mundo.

—Me han dicho —dijo después de gozarse largo rato con el azoramiento de su fiel criado— que el de Alagón se halla un poco indispuesto. Cuando acabes de vestirme no dejes de pasar a sus habitaciones a informarte del estado de su salud.

Y al cabo de un gran rato añadió:

—¡Ah! Y no te olvides de decirle que el encarguito que recibió anoche estaba destinado a ti y que es mi voluntad que te lo devuelva íntegro. A cada cual lo suyo.

Y terminado aquel día su tocador, sin permitir que nadie entrara en la cámara, despidió con la mayor afabilidad a su ayuda de cámara, no sin recordarle la comisión que le había dado.

¡Que lástima que la historia no diga si el duque de Alagón cumplió fielmente el mandato del monarca!