El cura de Tamajón Episodio de 1821

I

A los que estamos acostumbrados a los lujos y comodidades de Fornos, pongo por ejemplo, se hubiera hecho insoportable la estancia en aquella destartalada sala tan sobrada de humo como escasa de luz, que no era sin embargo uno de los peores sitios de honesta recreación con que allá por los años de 1821 contaban los madrileños que, aficionados a saborear un vaso de más o menos auténtico moka —la taza aún no había salido de la obscuridad del hogar—, sin dejar del todo de ocuparse de los revueltos asuntos públicos, huían de las borrascas a diario promovidas en La Fontana de Oro, en Lorencini y en La Cruz de Malta.

El café de Levante, situado en aquella sazón frente adonde está hoy, esto es, en la misma Puerta del Sol, pero en una de las muchas casas que formaban el lienzo que unía la esquina de la calle de Alcalá con la de la Montera, no había querido entrar siquiera en las relativas esplendideces de indumentaria de que acababa de hacer alarde otro establecimiento de su misma especie, el café de Solito, recientemente abierto a pocos pasos del de Levante.

Este último no se recomendaba ni por su entrada.

Un portal estrecho y sobre el que se veía un cuadro como de unos cinco pies de alto por otros tantos de ancho, y debido, según era fama, a los hábiles pinceles no recuerdo bien si de Bayeu o de Maella daba ingreso, no directamente a la sala, sino a un estrecho y largo pasillo constantemente convertido en inmundo albañal, y al que lo mismo de día que de noche pretendía alumbrar un quinqué, cuyo tubo, negro por el tufo, resguardaba de toda agresión un enrejado de alambre que una laboriosa araña se encargaba de tapizar con sus sutiles telas.

Salvados, no sin detrimento de las botas a la farolí o del largo y abotinado pantalón que ya iba generalizándose bastante, los escollos de aquella travesía, se llegaba a una pieza no del todo regular, aunque sí amplia, que gracias a la obscuridad anterior hasta se podía dar como medianamente iluminada.

En ella, sin orden ni concierto, se mezclaban cuadradas mesas de la más basta de las maderas, con tableros pintados de blanco imitando mármol, y redondos veladores chapeados a que adornaban, más que los grandes y dorados clavos romanos que en muchas partes faltaban, las abolladuras de la caoba que en no pocos trechos se echaban de menos.

Sillas de Vitoria, no todas en buen uso, y banquetas sin respaldo tapizadas de raída bayeta que debió ser roja y ya era de un color indefinido, formaban las dos partes del mobiliario, que completaban, amén de un mostrador con sus anaquelerías repletas de botellas y otros cacharros, cinco o seis entre cornucopias y tremoes distribuidos por las paredes y resguardados sus marcos y lunas, tal vez un poco a posteriori, de los atrevimientos de las moscas por unas lacias gasas a trechos rotas y a trechos mugrientas.

II

A la hora en que nos ha tocado entrar en el café y que era, para puntualizar bien los hechos, la de las nueve de la noche del 3 de mayo de aquel mismo año de 1821 que había hecho célebre dos meses antes la famosa coletilla añadida por Fernando VII a su discurso de clausura de las Cortes, la sala en que el humo de los cigarros unido al tufo de los quinqués formaba una atmósfera densa y poco menos que irrespirable, estaba, no por completo llena, pero sí bastante concurrida.

Lo único que faltaba en ella casi en absoluto era el bello sexo, al que retraía, más que el miedo a motines y algaradas tan frecuentes en aquellos días, el tedio que había de producir el incesante charloteo político, de que Levante, con no estar picado de las pretensiones de club que alcanzaba a varios otros establecimientos de su especie, no se veía libre de la fiebre patriótica que a todas partes llegaba.

Los que más afición iban cobrando al local eran los guardias de la real persona, eternos y ya descarados conspiradores contra el sistema constitucional, y los que no debían reunirse allí con las más sanas intenciones, puesto que los más de ellos ponían escrupuloso esmero antes de congregarse en cambiar la galoneada casaca que tan bien sentaba a sus marciales cuerpos, por el traje de paisano que la falta de costumbre les hacía llevar con la menor cantidad de donosura posible.

A tan infatuada como díscola clase debía pertenecer el cónclave congregado en uno de los veladores más obscuros, y en el que parecía llevar la voz cantante un personaje de no muy simpática catadura y cuyo traje negro y su rostro escrupulosamente afeitado daban un aspecto entre sacerdotal y curialesco.

—Tanto interés como ustedes puedan tener, y alguno más —decía recatando la voz—, tiene el señor en salvar la vida de ese tan desventurado como mentecato clérigo; pero precisamente por ello es fuerza arriesgar el todo por el todo antes de que esos condenados de comuneros obliguen, bien a pesar de altísimos deseos, a que vaya a dar el pobre D. Matías Vinuesa con sus huesos en la horca.

—Eso es imposible —objetó uno de los del auditorio—; al mismo ministerio le repugnaría hacer pagar con la vida planes tan descabellados como los del cura de Tamajón, y que si pena alguna merece, es llevar a una casa de orates al que no solo los concibió, sino que tuvo la candidez de escribirlos de su puño y letra para comprometerse y comprometer a elevadísimas personas. La prueba de que esto es cierto está en que anoche —y esto lo sé por gente de nuestra devoción que ha logrado ingerirse en las logias masónicas—, en el Grande Oriente, que es desde donde se gobierna, se trató de salvar a toda costa al infeliz preso en la cárcel de Corona.

—Reíos de historias —siguió el hombre afeitado—; el masonismo, por más que tenga en los sillones del ministerio a esos fantasmones que se dan a sí mismos en sus tenidas los pomposos títulos de caballeros Kadocks, príncipes del Líbano y otras zarandajas por el estilo, ha perdido el pleito, y dentro de poco no se hará aquí más que lo que quieran los Hijos de Padilla, que son los que tienen a su lado el populacho, que hoy por hoy es el amo.

—Y el que más vocifera y grita pidiendo la cabeza del mal aconsejado sacerdote —objetó otro de los asistentes a la reunión.

—Por eso es al que hay que tener contento —respondió el orador.

—¿Entregándole una víctima inocente?

—No entregándosela precisamente, pero sí escamoteándosela después de que la fiera haya hecho ver su ferocidad, con lo cual la execración de las personas indiferentes la hará impotente y odiada.

Dicho esto, y acercándose más al grupo, añadió con misterio:

—El plan está perfectamente meditado. La noticia de que el juez que entiende en la causa del cura de Tamajón se contenta con imponer al reo diez años de presidio, ha hecho rebasar el vaso de la indignación de los democratistas y los comuneros, dejándose embaucar por la gárrula elocuencia de Mosén Alpuente y otros corifeos de esa calaña, no piensan ya más que en tomarse la justicia por su mano.

—Que es precisamente lo que debemos evitar los hombres honrados.

—Al contrario —objetó el hombre afeitado con diabólica sonrisa. Todavía estoy orgulloso de mi triunfo de anoche, cuando después de parafrasear en la tribuna de la Sociedad comunera todos los lugares comunes de los más furibundos convencionales franceses, acabé diciendo que solo la sangre de Vinuesa puede redimirnos de la esclavitud en que quieren sumirnos los masones, puestos de acuerdo con la camarilla palaciega para dar por tierra con la gloriosa obra del proscrito héroe de las Cabezas.

En aquel momento, un hombre de mala catadura, que había entrado en el café como recatándose de toda mirada, se acercó al grupo y tocó en el hombro al astuto conspirador.

Este, estremecido un momento, no tardó en tranquilizarse al reconocer al recién llegado, con el que después de cambiar breves frases salió, no sin decir antes a sus amigos:

—Tengan ustedes absoluta confianza. De lo que pase mañana solo habrá dos responsables. Sobre el soez populacho recaerá la culpa de la ferocidad; sobre el gobierno la de la ineptitud y la inconsciencia.

Y sin dar más explicaciones se alejó seguido de su extraño acompañante.

III

El día 4 de mayo se señaló en Madrid por uno de los actos de más brutal salvajismo a que puede entregarse un pueblo excitado por el más ciego de los fanatismos y explotadas sus malas pasiones por sus ocultos enemigos.

Desde cosa de las once de la mañana, a la Puerta del Sol comenzaron a llegar grupos compuestos de hombres de esos cuyas caras no se ven más que los días de asonada.

Entre ellos circulaban otras personas que, pareciendo pertenecer a más distinguida condición social, no eran las que menos enardecían los ánimos, haciendo circular las más absurdas noticias.

Entretanto, en la cárcel de Corona, prisión especial a que iban a dar los acusados de algún delito amparados por el fuero eclesiástico, y que estaba situada en un caserón viejo y destartalado que existió hasta hará sobre unos treinta años en la calle de la Cabeza y ya cerca de Lavapiés, un desventurado anciano yacía en un inmundo calabozo.

Aquel pobre viejo no era en realidad reo más que de dos delitos: el de su amor al régimen absoluto y el de su necedad, que le había llevado a trazar un absurdo plan para devolver al rey todos sus derechos, mermados por la revolución constitucional.

Delatado meses antes por uno de sus cómplices, había sido sorprendido en su casa de la calle de San Pedro Mártir y encerrado en la mazmorra en que todavía seguía esperando el fallo de su causa.

D. Matías Vinuesa, que tal era el nombre de aquel desventurado, había tenido en tiempos el curato del pueblo de Tamajón, que había dejado para ocupar una plaza de capellán honorario de S. M., con que había sido recompensada su adhesión a Fernando VII.

Sus jueces, a la vista de las pruebas de su atentado, no habían hallado motivo para otra cosa que para imponerle un leve castigo; pero la presión de las masas, que veía peligros para el Sistema dondequiera, había hecho que el fiscal pidiese para el reo nada menos que la pena de horca.

Un juez, sin embargo, menos cobarde, se había limitado a condenar a D. Matías a diez años de presidio, castigo excesivo todavía, pero que al fin arrancaba a un inocente de las garras de aquella fiera de cien cabezas que no esperaba más que el momento de ver expiar el descabellado crimen en el patíbulo.

La noticia de que el fallo estaba formado ya, hábilmente explotado por los que interés tenían en que los excesos de la plebe hicieran odiosas las inapreciables ventajas de la libertad, era lo que había lanzado a la calle aquellas masas, cuya sed, no calmada por el aguardiente, pedía sangre.

La oleada crecía. El inmundo reptil, que tenía su cabeza en la Puerta del Sol, ya a las dos de la tarde tendía su viscoso cuerpo por la calle de Carretas, y extendiéndose por la de Barrionuevo y la Merced, llegaba con su cola a la de Lavapiés, es decir, a dos pasos de la cárcel de Corona.

El gobierno, que desde la noche anterior había recibido aviso de la algarada en proyecto cruzado de brazos, ni siquiera había tomado la precaución de doblar la mermada guardia de milicianos que protegían la prisión de Vinuesa.

Por suerte, hasta entonces los amotinados, tan vacilantes como los ministros, no hacían más que perder su tiempo en sordas vociferaciones y en indeterminadas amenazas.

Desgraciadamente, si nadie sacó a los primeros de su atonía, el despertar de los segundos no se hizo esperar.

El hombre de la cara afeitada que conocimos la noche anterior en Levante, acercándose cautelosamente a uno de los grupos, murmuró con fingida indignación:

Narizotas —este era el poco respetuoso nombre con que se solía designar al que poco antes solo se llamaba el Deseado— logra su objeto. Un coche se lleva fuera de Madrid al cura de Tamajón, que no tardaremos en ver investido de una mitra.

Aquella noticia, corriendo con la celeridad de un reguero de pólvora sobre el que hubiera caído una chispa, bastó para poner en movimiento a todos los descontentos.

—¡A la cárcel de Corona! ¡A la cárcel de Corona! —fue el grito que corrió por todas partes.

Momentos después el edificio era asaltado, sin más que una simulada resistencia que hizo la guardia.

El clérigo, sorprendido en su prisión, solo tuvo tiempo para implorar perdón, no de sus verdugos, que harto leía en sus caras que no habían de concedérselo, sino del Dios en cuya misericordia confiaba.

Pero el Todopoderoso, si se apiadó de su alma, abandonó el mísero cuerpo a la venganza popular.

Después un centenar de manos, entre las que para mayor vergüenza no faltaban las femeninas, asieron de los hábitos astrosos y harapientos que cubrían al pobre anciano, mientras un martillo de picapedrero que acababa de ser cogido en una obra inmediata, cayendo sobre la sagrada tonsura, puso fin a los padecimientos del mártir.

Aquel martillo estaba movido por el forzudo brazo del extraño personaje que vimos ir a buscar algunas horas antes al conspirador del café de Levante.

IV

Cuando a la mañana siguiente, mientras los ministros tomaban medidas tardías para hacer que unos cuantos de los menos culpables pagasen un crimen que a tan poca costa pudiera haberse evitado, Fernando VII se hacía afeitar en sus regias habitaciones, recibió la visita del hombre vestido de negro y por cuyo aspecto no podía deducirse si pertenecía al estado eclesiástico o a la más baja ralea curialesca.

—Señor —se apresuró a decir este aparentando la más sincera compunción—, las cosas han ido un poco más lejos de lo que pensábamos.

—¡Cómo ha de ser! —contestaba la a su pesar constitucional majestad del hijo de Carlos IV—. Después de todo, ¡quién sabe lo que conviene! ¿Qué más alto premio podíamos haber dado a ese desventurado que la corona del martirio?

Y tomando con ademán complacido unas cuantas onzas que como a prevención tenía sobre una mesa, añadió:

—Toma, toma para tener contenta a tu gente, y diles que si no me extiendo un poco más es porque guardo el resto para decir una misa por el alma del desgraciado D. Matías.