La semana había terminado sin más percances. Lucía empezaba a acostumbrarse a la vida en solitario, no tenía más remedio. Eso no quitaba que echara de menos a sus amigas constantemente, pero ¿qué podía hacer? Marta ni siquiera respondía a los comentarios que le ponía en las fotos de Tuenti. Además, una vez asumida su culpa, había intentado hablar con Susana, con Raquel y con Bea en persona, y todos los intentos se habían visto frustrados por su enfado. El primero se había producido el jueves, justo antes de empezar la clase de educación física, después del recreo de la mañana. Lucía había cogido a Susana del brazo y le había preguntado:
—¿Vais a estar sin hablarme eternamente?
Susana ni siquiera se había molestado en responder. Se había limitado a negar con la cabeza y soltarse de ella para darle la espalda. La contestación de Raquel tampoco había sido mejor cuando Lucía se cruzó con ella a la salida del comedor el viernes y le dijo, por entablar conversación:
—Hoy los huevos duros estaban buenos, ¿verdad? Para una vez que no son fritos…
Raquel había respondido cordial, pero sin entusiasmo:
—Es que los huevos duros solo se hacen con agua hirviendo, y tienen muchas menos calorías que fritos. Casi quince, exactamente.
Después había salido por la puerta tan tranquila, pero sin despedirse siquiera de Lucía.
La respuesta de Bea cuando Lucía la había asaltado tras la última hora de clase ese mismo día también dejaba mucho que desear.
—¿Qué tal llevas los textos de esta semana? —le había preguntado con la intención de encontrar la manera de arreglar las cosas.
Bea solo había contestado:
—Bien. Buen fin de semana.
Y, sin darle ninguna oportunidad, se había alejado para encontrarse con Susana y con Raquel en las escaleras.
Así que Lucía había decidido no intentar acercarse más a sus ex amigas. Estaba cansada de pasar malos ratos, prefería pasar el tiempo sola, pero tranquila.
Cuando se despertó a la mañana siguiente sin nada que hacer, se sintió un poco desorientada. Normalmente los sábados siempre tenía algún plan, pero ese día no había quedado con nadie. Pensó que esa circunstancia tampoco estaba mal y que le ayudaría a aprovechar el fin de semana de otra manera. Sin embargo, después de gandulear un poco en la cama hasta casi el mediodía, desayunar en pijama (pocas veces podía hacer eso) aprovechando que su madre no estaba en casa y ver cuatro cosas sin interés en la tele, decidió que había tenido suficiente plan casero autista y que necesitaba estar con gente y pisar la calle. Llamó a su padre.
—¿Os va bien que me pase a veros? —le preguntó.
—¡Pues claro! Aitana estará encantada.
Su padre no se equivocaba. Aitana seguía estando un poco celosa de su hermano. A pesar de que la familia ya se hallaba reunida al completo en casa, de vez en cuando le robaba el teléfono a su padre para llamarla y soltarle cosas como:
—¿Por qué el nombre de Álvaro tiene que empezar por mi misma letra?
—¿Qué más te da? —le preguntaba Lucía.
—Me da mucho porque en el corazón que he pintado para mamá solo caben las iniciales y así… ¡así parece que tengamos el mismo nombre!
Lucía procuraba aguantarse la risa. Sabía que la pobre estaba pasando por un momento difícil y que no recibiría bien que alguien se lo tomara a broma. Así que Lucía había acabado por responderle:
—Entonces pon la inicial y la segunda letra. Así serán distintos. ¿Te caben?
Tras un breve silencio, Aitana contestó:
—Vale. Ya está. —Y colgó.
Su hermana era así; nunca reconocía ni agradecía nada, porque para ella lo habitual era recibir, recibir y recibir. A Lucía le hacía gracia esa manera de ser, pero sabía que tarde o temprano Aitana tendría que modificarla un poco. Si no le pasaría lo que a ella, que se quedaría sin amigas y más sola que la una…
Como el viaje en metro a casa de su padre duraba un buen rato, aprovechó para enchufar los cascos a su smartphone y escuchar las últimas canciones que se había descargado: «Cuando me siento bien», de Efecto Pasillo; «Hold My Hand», de Jess Glynne; «Five More Hours», de Chris Brown y Deorro… De paso, se le ocurrió echar un vistazo a las cuentas de Tuenti de sus ex amigas. Hacía tanto que no hablaban por WhatsApp, ni por el chat ni por nada, que le parecía rarísimo. Primero entró en el perfil de Marta. Era la que estaba más lejos y, como no hablaban virtualmente, no sabía nada de ella. Además de la foto de la nieve, esa semana había colgado un par de reflexiones que, Lucía supuso, habría extraído de alguno de los tochos que se leía.
Desde luego, esa frase definía la personalidad de Marta con mucho detalle. Menos cuando se refería a lo que Lucía había hecho, entonces su amiga no se reía de nada. Lucía se alegraba de no ver fotos de Herman, ese chico había estado a punto de arruinarle la vida a Marta. Eso significaba que, por mucho que él hubiera insistido en quedar con ella otra vez, ella le habría rechazado. ¡Bien por su amiga! Perdón, ex amiga…
De Marta, Lucía pasó al perfil de Raquel, que no lo actualizaba desde hacía mil años, y después al de Bea, en el que anunciaba que su última audición había sido un éxito. Lucía se había olvidado completamente de que ese mismo viernes Bea tenía una audición importante, en la que tenía que acompañar a un piano con el violín. Se preguntó si las demás habrían ido a verla tocar, como tantas otras veces había hecho el Club de las Zapatillas Rojas. Susana tampoco había añadido novedades a su perfil, pero Frida, la que más enganchada de todas estaba a las redes sociales, sí. Había colgado una ubicación, el Nou Camp. Y algo le hizo sospechar a Lucía que debía de haber acudido a ver el último partido de fútbol con su nuevo amigo Leo. Le habría gustado saber cómo había arreglado las cosas con Marcos; si él se habría enfadado mucho después de que cortara con él o si habría luchado por ella, para que no cortara lo que fuera que tenían, pero ni ella ni Bea estaban dispuestas a soltar prenda. Así que no tenía más remedio que aguantarse. A pesar de todo, deseaba de todo corazón que sus amigas estuvieran bien.
Tan absorta estaba en su smartphone que no se dio cuenta de que había llegado a la parada de la casa de su padre. Tuvo que ponerse de pie de un salto y deslizarse hacia la salida como si llevara patines. Saltó del metro justo cuando cerraban las puertas, y por poco se le queda el bolso de bandolera dentro, pero lo consiguió.
En casa de su padre se encontró la misma situación que la semana anterior: todos pendientes de Álvaro, que en ese momento dormía plácidamente. Lorena le acariciaba la carita de vez en cuando y su padre lo miraba con cara de bobo. Lucía no recordaba que los bebés fueran tan aburridos; no hacían más que dormir y comer.
—¿Dónde está Aitana? —preguntó a su padre nada más llegar.
—Jugando con su muñeca nueva —respondió David dirigiendo a Lucía una mirada que se podría definir como… un poco incisiva.
Lucía ató cabos enseguida: su padre se refería a la muñeca que Aitana había visto en la tienda a la que la había llevado la otra semana.
—¿Al final se la has comprado?
—¡Como para no hacerlo! —exclamó su padre al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza en un gesto exagerado.
Con un tono algo más íntimo, le comentó que Aitana seguía con los celos a flor de piel. Reclamaba la atención de él y de Lorena todo el tiempo, y ellos procuraban dividirse, pero les estaba costando un poco porque Álvaro también exigía mucho tiempo. Lucía miró a Álvaro y pensó que no entendía a qué se refería: ¿tanto exigía, si solo dormía y comía? De todos modos, se ahorró el comentario. Dejó a su padre y a Lorena con el retoño y se metió en el cuarto de Aitana.
—Me han dicho que tienes una muñeca nueva —le dijo Lucía en cuanto la vio en el suelo jugando con ella.
Aitana estaba enfurruñada: apretaba el morro y no miraba a Lucía. Ni siquiera respondió cuando la vio entrar.
—¿Me la enseñas?
Aitana dio la vuelta a la muñeca para que Lucía la viera: se trataba de la princesa Anna de Frozen, con el vestido azul y morado tan bonito que también habían regalado a Aitana esa Navidad.
Lucía se dirigió a ella como si fuera la muñeca quien hablaba.
—Qué niña más guapa. ¡Pero qué triste! ¿Por qué está tan triste? ¡Si tiene de todo!
Aitana negó con la cabeza al principio, pero a medida que Lucía continuó hablando a través de la princesa Anna, recordando a la niña todas las cosas que tenía, Aitana empezó a sustituir su expresión triste por una divertida: una familia que la adoraba, una mamá que la quería por encima de todo, un papá que la achuchaba mil veces al día, un hermanito que estaba deseando parecerse a ella…
—Y una hermana que es la única que me hace caso —soltó Aitana de pronto.
Lucía se quedó ALUCINADA. Esa niña prometía.
—Eso no es así, Aitana…
—Sí, eres la única que juega conmigo ahora. Pero no pasa nada, porque sé que al menos te tengo a ti.
Lucía entendió eso como un halago; tratándose de Aitana, se merecía considerarlo así como poco. Era la primera vez que la niña le agradecía algo, porque sí, esa era su manera de hacerlo. De modo que decidió quedarse el resto del día en ese cuarto con su hermanita. Se llevaron la comida en bandejas y la comieron sentadas en la alfombra, compartiendo parte de ella con la ristra de muñecas que se sentaban a su lado. Después echaron la siesta con ellas un rato, hasta que Aitana se despertó y le propuso a Lucía salir un rato al parque de enfrente de casa. Lucía la acompañó el resto de la tarde y se quedó a dormir en el cuarto que tenía en casa de su padre después de enviar un mensaje a su madre para avisarla. Al meterse en la cama, se sintió muy satisfecha por haber dedicado ese día a hacer feliz a su hermana. Se dio cuenta de que también ella se lo había pasado muy bien. Parecía que en un momento difícil, en el que las dos se sentían especialmente solas, habían acabado uniéndose más que nunca. ¿Quién se lo iba a decir?