8
Pitt bajó las escaleras tropezando en la oscuridad y abrió la puerta. En el escalón de la entrada había un agente de policía empapado por la lluvia a la luz de la farola de la calle; el agua le caía a chorros por la capa y salpicaba las piedras. Todavía era noche cerrada, antes incluso de la luz grisácea que precedía al amanecer.
Pitt parpadeó, deslumbrado, y tembló de frío cuando el aire le dio de lleno.
—¡Entre, por el amor de Dios! —dijo con irritación—. ¿Qué pasa ahora?
El agente entró con cautela, empapando el suelo, pero Pitt tenía demasiado frío para que le importara. Gracie aún no se había levantado y todos los fuegos estaban apagados.
—Cierre esa puerta, hombre, y venga a la cocina.
Pitt le precedió a grandes zancadas. El linóleo parecía hielo bajo sus pies descalzos. Al menos el suelo de la cocina era de madera y mantenía el calor de lo que antes era un ser vivo. Además, la estufa estaría encendida, como siempre. Si alimentaba un poco el fuego quizá incluso podría hervir agua para el té. La idea de una taza de té humeante era lo más cercano a una sensación de comodidad a que podía aspirar. Obviamente, volver a la cama y al refugio del sueño era imposible.
—Bueno, ¿qué ha pasado? Y quítese esa cosa —señaló la capa del agente— antes de que nos ahogue a todos.
El agente se despojó obedientemente de la prenda y la dejó en la trascocina. Era un hombre de familia, y en circunstancias normales habría sabido qué hacer sin que se lo dijeran, pero la noticia de la que era portador había borrado sus años de práctica como hijo y esposo.
—Es otro cadáver, señor. Y éste es peor.
Pitt intuía por qué el agente había ido a buscarle, pero no por ello le parecía menos desagradable oírselo decir. Antes de que se pronunciaran las palabras, cabía siempre la esperanza de que fuera otra cosa.
La presión aumentaba: Athelstan había vuelto a llamarle a su despacho y los periódicos habían hecho cundir el pánico. Pitt sabía también que, pese a su pretendida inocencia, Charlotte aprovechaba la posición social de Emily para comprobar sus propias sospechas sobre las mujeres de Max y la vida de Bertie Astley. Si acusaba a Charlotte de mentir, tendrían el tipo de discusión que acabaría por hacerles daño a ambos. Además, no podía demostrar que tenía razón; sencillamente conocía a su esposa suficientemente bien para adivinar sus propósitos. ¡Y por Dios que cogería al carnicero de la Parcela del Diablo antes que ella! Pitt seguía de pie en medio de la cocina con el hervidero en la mano.
—¿Peor? —dijo.
—Sí, señor. —El agente bajó la voz—. He patrullado por la Parcela del Diablo desde que ingresé en la policía, pero jamás había visto nada semejante.
Pitt echó el agua en la tetera. El fragante vapor se elevó en el aire. Sacó media barra de pan de la panera de madera. Por espantoso que fuera lo que le aguardaba, aún sería peor con el estómago vacío en una mañana helada.
—¿Quién es?
—Un hombre —contestó el agente, tendiéndole el cuchillo del pan—. Los papeles que llevaba en el bolsillo dicen que es Ernest Pomeroy. Lo han encontrado en los escalones de un asilo, las Hermanas de la Merced o algo así. No son papistas —explicó rápidamente—. La mujer que lo ha encontrado no volverá a ser la misma. Estaba histérica, la pobre, blanca como el papel y dando chillidos. —Sacudió la cabeza con perplejidad y aceptó la taza de porcelana que le ofrecía Pitt. La rodeó con ambas manos y dejó que el calor reviviera su carne entumecida por el frío.
Pitt cortó pan y lo colocó sobre el fogón para tostarlo. Sacó dos platos, la mantequilla de la fresquera y mermelada. Intentó imaginar a aquella mujer, dedicada a la buena obra de dar cobijo a quienes carecían de casa y levantar a los caídos. Debía de estar acostumbrada a la muerte, desde luego, si vivía en la Parcela del Diablo. Allí había indecencia por todas partes, pero seguramente jamás había visto un hombre desnudo, quizá ni siquiera lo había imaginado.
—¿Estaba mutilado? —preguntó innecesariamente.
—Sí, señor. —Palideció al recordarlo—. Hecho pedazos, como si… bueno… como si le hubiera atacado una especie de animal… con garras. —Respiró hondo—. Como si alguien hubiera intentado arrancarle sus partes con las manos.
El agente tenía razón: cada vez era peor. Las heridas de Bertie Astley eran superficiales, casi un gesto. Volvió a su cabeza la idea de que Bertie no era víctima del mismo asesino, sino que Beau Astley había visto la ocasión de ocupar el lugar de su hermano y dejar que culparan a un lunático que había traspasado los límites de la dignidad humana. Intentaba rechazar esa idea porque le había gustado Beau Astley, como a alguien le gusta desde lejos una persona a la que no conoce, pero que le parece agradable.
La tostada humeaba. Pitt le dio la vuelta con destreza y tomó un sorbo de té.
—¿También le habían dado una puñalada en la espalda?
—Sí, señor, más o menos en el mismo sitio que a los otros, a un lado de la columna y hacia el centro. Debió de ser rápido, gracias a Dios. —Hizo una mueca—. ¿Qué tipo de hombre le hace eso a otro hombre, señor Pitt? ¡No es humano!
—Alguien que se consideraba agraviado más allá de lo soportable —contestó Pitt sin vacilar.
—Supongo que tiene razón. Se le está quemando la tostada, señor.
Pitt sacó las tostadas y le ofreció una al agente. Éste la aceptó con sorpresa y satisfacción. No esperaba que le diera de desayunar, aunque fuera una tostada chamuscada y tuviera que comérsela de pie. Estaba buena, con una mermelada dulce y consistente.
—Quizá si alguien matara a mi hijita, también querría matarle de un modo horrible —dijo, con la boca llena—. Pero nunca querría… arrancarle sus… perdone, señor, sus partes de esa manera.
—Depende de cómo matara a su hija —replicó Pitt, luego frunció el entrecejo y dejó caer la tostada cuando su imaginación asimiló plenamente el horror de lo que había dicho. Pensó en Charlotte y en su hija Jemima, que dormían arriba.
El agente se lo quedó mirando con los ojos castaño claro muy abiertos.
—Supongo que tiene razón en eso, señor —musitó.
Arriba todo seguía en silencio. Charlotte no se había movido, y en el cuarto de los niños sólo ardía una luz.
—Será mejor que termine su desayuno, señor. —El agente era un hombre práctico. Aquél no iba a ser un día para tener el estómago vacío—. Y abríguese bien, señor, si no le parece una impertinencia que se lo diga.
—No. —Recogió la tostada y se la comió. No tenía tiempo para afeitarse, pero acabaría de tomarse el té y seguiría el consejo del agente: mucha ropa de abrigo.
El cadáver ofrecía un espectáculo espantoso. Pitt no concebía la rabia que podía impulsar a un ser humano a despedazar a otro de esa manera.
—Muy bien —dijo, levantándose lentamente.
No había nada más que ver. Era como los otros, pero peor. Ernest Pomeroy era un hombre de aspecto vulgar, quizá por debajo de la estatura media. Vestía ropas sobrias, de buena tela, pero lejos de ser elegantes. Tenía el rostro huesudo y corriente. Era imposible saber si la vida le había insuflado buen humor o algún tipo de encanto, o si una luz interior transformaba aquellas facciones carentes de atractivo.
—¿Sabemos de dónde es? —preguntó.
—Sí, señor —respondió el sargento que estaba de servicio—. Llevaba encima unas cuantas cartas y otros papeles. Vivía en Seabrook Walk, un sitio bastante decente, a unos tres kilómetros de aquí. Tengo una hermana que sirve a una señora por esa zona. No es demasiado adinerada, pero sí muy respetable, si me entiende usted.
Pitt sabía exactamente a qué se refería. Había cierta clase de gente que prefería comer pan y salsa, y sentarse en una casa helada, antes que privarse de ciertos atributos sociales, sobre todo los criados. Con un esfuerzo de la imaginación se podía considerar que la comida frugal era una cuestión de gustos. Se podía fingir incluso que no se tenía frío, pero carecer de criados sólo podía significar pobreza. ¿Había escapado Ernest Pomeroy a una triste ficción durante unas pocas y agitadas horas dando rienda suelta a su hambrienta naturaleza, tan sólo para acabar muriendo en aquellas calles sucias e igualmente engañosas?
—Sí, le entiendo —respondió—. Necesitaremos que alguien lo identifique. Mejor que no sea su mujer. Quizá tenga algún hermano, o… —Volvió a mirar el rostro del muerto. Ernest Pomeroy parecía más cerca de los cincuenta que de los cuarenta—. O un hijo.
—Nos ocuparemos de ello, señor. No querría que ninguna mujer tuviera que pasar por eso, aunque sólo tenga que ver el rostro… ¿Irá usted a ver a la esposa, señor?
—Sí. —Era inevitable. Tenía que hacerse, y de nuevo había de hacerlo Pitt—. Deme la dirección.
Seabrook Walk tenía un aspecto deprimente a la escasa luz del amanecer. Extrañamente, la lluvia no le hacía parecer más limpio sino sólo mojado.
Pitt halló el número que buscaba y se dirigió a la puerta principal. Las vacilaciones, como siempre, estaban fuera de lugar: nada podía hacerse para aliviar el dolor, y él, en cambio, podía averiguar alguna cosa. En alguna parte tenía que haber algo que relacionara a aquellos hombres: un conocido común, un apetito, un lugar o un momento, alguna razón por la que fueran víctimas de un odio tan irracional. Tenía que encontrar ese vínculo a toda costa. No tenía tiempo que perder. El asesino no iba a esperar.
Los estrechos macizos de flores estaban vacíos, eran tan sólo franjas oscuras de tierra. En el centro, la hierba tenía un aspecto invernal, sin vida, y los arbustos de laurel que crecían bajo las ventanas parecían amargos, reteniendo la oscuridad y el agua estancada. De las ventanas colgaban inmaculadas cortinas de encaje primorosamente dispuestas. Una hora más tarde quedarían ocultas por las persianas, a causa del luto.
Alzó la reluciente aldaba de la puerta y la dejó caer con un chirrido. Al cabo de unos momentos, una sorprendida criada abrió una rendija y asomó su pálido rostro. Nadie llamaba tan temprano.
—¿Sí, señor?
—Necesito hablar con la señora Pomeroy. Es urgente.
—¡Oooh!, no sé si podrá recibirle ahora. —La criada estaba confundida—. Ni siquiera se ha… —Tragó saliva y recordó sus obligaciones—. Ni siquiera ha desayunado. ¿Podría volver dentro de una hora o dos, señor?
Pitt sintió lástima de la chica. Seguramente no tenía más de trece o catorce años y aquél debía de ser su primer trabajo. Si lo perdía por molestar a su señora, se encontraría en un aprieto. Podría acabar incluso vendiéndose por las calles, menos afortunada que las mujeres con la habilidad o la personalidad suficientes para trabajar en un lupanar como el de Victoria Dalton.
—Soy de la policía. —Pitt tomó la responsabilidad en sus manos—. Traigo malas noticias para la señora Pomeroy y sería una crueldad dejar que se enterara por un rumor, en lugar de recibirlas discretamente.
—¡Oooh! —La muchacha abrió la puerta de par en par para permitirle la entrada y miró las ropas empapadas de Pitt—. ¡Vaya, está calado hasta los huesos! Será mejor que se quite todo eso y me lo dé. Le diré a la cocinera que lo cuelgue en la trascocina. Usted espere ahí mientras voy arriba a decirle a la señora Pomeroy que ha venido a verla y que es urgente.
—Gracias. —Pitt se quitó el abrigo, el sombrero y la bufanda y se los entregó.
La muchacha se alejó y Pitt aguardó obedientemente a que apareciera la señora Pomeroy.
Observó la habitación. Era bastante grande; los muebles eran de pesada madera oscura, sin lustre bajo aquella luz mortecina. Los respaldos de las sillas tenían bordados antimacasar, pero no había cojines en los asientos. Los cuadros de las paredes representaban paisajes de Italia en vivos tonos azules —el mar azul, el cielo azul— a plena luz del sol. Le parecieron feos y ofensivos; él siempre había imaginado que Italia era un lugar hermoso. Sobre la repisa de la chimenea vio colgada una cita religiosa bordada: «Una mujer buena vale más que los rubíes». Sintió curiosidad por quién la había elegido.
Sobre una cómoda había un jarrón con flores artificiales de seda, piezas delicadas con alegres pétalos de gasa. Era un sorprendente toque de belleza en una casa carente de imaginación.
Adela Pomeroy tenía al menos quince años menos que su marido. Apareció en el umbral de la puerta vestida con una bata de color lavanda y adornos de encaje en el cuello y las muñecas. Miró a Pitt fijamente. El cabello le caía suelto por la espalda; no se había molestado en peinarse. Tenía rasgos finos y cuello demasiado delgado. Seguiría siendo encantadora varios años más, antes de que se profundizaran las arrugas y quedara demacrada.
—Birdie dice que es usted de la policía. —Entró y cerró la puerta.
—Sí, señora Pomeroy. Lo siento, pero traigo malas noticias. —Pitt deseó que se sentara, pero no lo hizo—. Se ha hallado a un hombre esta madrugada y creemos que es su marido. Llevaba unas cartas que lo identifican, pero necesitamos que alguien confirme su identidad, por supuesto.
La mujer permaneció inalterable. Quizá era demasiado pronto. Así era una conmoción.
—Lo siento —repitió Pitt.
—¿Está muerto?
—Sí.
Los ojos de la señora Pomeroy recorrieron la habitación, posándose en los objetos familiares.
—No estaba enfermo. ¿Ha sido un accidente?
—No —respondió él en voz baja—. Me temo que ha sido asesinado. —Tenía que saberlo; no le hacía ningún bien ocultárselo.
—Oh —repuso casi sin emoción.
Lentamente se acercó al sofá y se sentó. Se tapó las rodillas con la bata de seda y Pitt pensó en lo bonita que era la prenda. Pomeroy debía de haber sido un hombre rico y más generoso de lo que sugería su rostro. Quizá no era mezquindad lo que había visto en él, sino simplemente el vacío de la muerte. Quizá había amado locamente a su mujer y había ahorrado para darle aquellos lujos: las flores y la bata. Pitt sintió crecer en su interior lo que podía ser una antipatía injusta porque no veía dolor ni pena en la viuda.
—¿Cómo ha sido? —preguntó ella.
—Le atacaron en la calle. Le apuñalaron. Seguramente todo terminó en cuestión de segundos. Estoy seguro de que apenas sufrió.
Ella siguió imperturbable, pero su rostro expresó una leve sorpresa.
—¿En la calle? ¿Quiere usted decir que… que le asaltaron?
¿Qué esperaba? Los robos constituían un delito muy común, aunque no solían ir acompañados de tan terrible violencia. Quizá a ella le extrañaba porque su marido llevaba cosas de poco valor. Pero los ladrones no lo habrían sabido hasta que fuera demasiado tarde.
—No llevaba dinero encima —respondió—. Pero el reloj seguía en su bolsillo, así como una funda de piel de buena calidad para tarjetas y cartas.
—Nunca llevaba mucho dinero. —Seguía mirando al frente, como si Pitt fuera una voz incorpórea—. Una guinea o dos.
—¿Cuándo lo vio por última vez, señora Pomeroy? —Tendría que contarle el resto: dónde lo habían encontrado, la mutilación… Mejor que lo oyera de sus labios.
—Ayer por la noche. —La respuesta interrumpió sus pensamientos—. Iba a entregar un libro a uno de sus alumnos. Era profesor. Pero seguramente usted ya lo sabrá. Enseñaba matemáticas.
—No, no lo sabía. ¿Mencionó el nombre del alumno y dónde vivía?
—Se llama Morrison. Me temo que no sé dónde vive; no muy lejos. Creo que mi marido tenía intención de ir a pie. Lo habrá anotado en sus libros. Era muy meticuloso.
Su voz seguía sin expresar emoción, salvo una leve sorpresa, como si no pudiera comprender que tan violento suceso pudiera haberle ocurrido a un hombre tan vulgar. Se levantó y se dirigió a la ventana. Era delgada y frágil como un pájaro. Incluso en aquel estado de aparente parálisis, tenía una gracia propia, un modo especial de mantener la cabeza en alto. A Pitt le costaba imaginarla en brazos del hombre cuyo rostro había visto en la Parcela del Diablo. Pero ocurría muy a menudo que los amores y odios de otras personas resultaban incomprensibles para los demás. ¿Por qué habría de comprender éste? No conocía a ninguno de los dos.
—¿Se le ocurre alguna razón por la que pudiera haber ido a la Parcela del Diablo, señora? —preguntó. Como siempre, la revelación era brutal, pero ella parecía tan insensible que tal vez aquél fuera el mejor momento.
Adela Pomeroy no se volvió. Pitt no estaba seguro de haber visto que sus delicados hombros se tensaban bajo la seda lavanda.
—No tengo la menor idea.
—Pero ¿sabía usted que iba allí de vez en cuando? —insistió él.
—No —respondió ella tras un instante de vacilación.
No valía la pena discutir. Lo que tenía Pitt era sólo una impresión. Guardó silencio; quizá a ella se le escapara algo inadvertidamente.
—¿Es allí donde lo han encontrado? —preguntó.
—Sí.
—¿Estaba… igual… igual que los otros?
—Sí, lo siento.
—Ah.
Pitt empezó a pensar que le daba la espalda para ocultar sus emociones, y dudó si llamar a la criada para que la ayudara, o si preferiría la dignidad de quedarse sola. ¿O bien, sencillamente, aguardaba a que él volviera a hablar?
—¿Quiere que llame a la criada para que le traiga algo, señora?
—¿Qué?
Pitt repitió el ofrecimiento.
Por fin ella se dio la vuelta; su rostro parecía absolutamente sereno.
—No, gracias. ¿Desea preguntarme alguna cosa más?
Pitt se preocupó por ella; aquella conmoción fría y calmada era peligrosa. Tendría que enviar a algún criado competente en busca del médico.
—Sí, por favor. Desearía los nombres y direcciones de los alumnos de su marido y de cualquier amigo al que pueda haber visto en las últimas semanas.
—Su estudio está al otro lado del vestíbulo. Coja lo que quiera. Ahora, si me perdona, me gustaría estar sola. —Sin aguardar respuesta, pasó junto a Pitt, dejando un leve soplo de perfume dulce y con un tenue aroma a flores, y salió por la puerta.
Pitt pasó el resto de la mañana examinando los libros y documentos del estudio de Pomeroy, intentando hacerse una idea de la vida de aquel hombre y de su carácter.
Pomeroy parecía un hombre meticuloso y prosaico que había enseñado matemáticas desde que se había licenciado en la universidad. La mayor parte de sus alumnos tenían entre doce y catorce años, al parecer, y no destacaban sobre la media, excepto alguno que parecía una auténtica promesa. Daba clases particulares tanto a chicos como a chicas.
Su vida parecía concienzuda e intachable, sin la menor manifestación de regocijo. Las llamativas flores de seda de la salita no podrían haber sido suyas jamás. De hecho, la bata de seda lavanda con encajes parecía muy lejos de su imaginación y de sus posibilidades financieras.
La cocinera le ofreció de comer, y estallaba en lágrimas cada vez que Pitt le dirigía la palabra. Por la tarde, el inspector anotó todos los nombres y direcciones de los alumnos a los que daba clase, además de unos cuantos a los que había dado clases en el pasado más reciente y los de conocidos y comerciantes. Se despidió sin volver a ver a Adela Pomeroy.
Volvió a casa más temprano de lo habitual. Estaba cansado y tenía el frío metido en los huesos. Lo habían despertado con la noticia de un nuevo asesinato, había ido a examinar el cadáver que yacía grotescamente en los escalones de entrada de un asilo para pobres, luego había tenido que transmitir la noticia a la viuda, cuyo golpe había sido incapaz de aliviar. Se había pasado las largas horas del día fisgando en los detalles de la vida de un hombre, desmenuzándola, buscando los defectos que lo habían conducido hasta la Parcela del Diablo… y a ser asesinado. Había reunido un montón de hechos, y ninguno de ellos le decía nada significativo. Se sentía impotente, aprisionado entre el dolor y las menudencias.
Si Charlotte hacía un comentario alegre o se mostraba inquisitiva, Pitt acabaría explotando.
El inspector dedicó los cuatro días siguientes a probar varios cabos sueltos, intentando desenredar la madeja para hallar un hilo que le llevara a algo más que la obra de un loco.
Habló con los alumnos de Pomeroy, que parecían tener buena opinión de su maestro a pesar de que dedicaba todo su tiempo a inculcarles los principios matemáticos. Los alumnos se presentaban ante él, serios y pulcros, cada uno en su propia y atestada salita, y hablaban con respeto de sus mayores, como correspondía a niños bien educados. A Pitt le pareció detectar incluso, tras las frases de rigor, un sincero afecto, recuerdos agradables, percepciones de belleza en la razón matemática.
De vez en cuando, muy a su pesar, le asaltaban oscuras ideas sobre intimidades entre hombres y niños, sobre casos que había investigado en el pasado. Pero no descubrió ningún caso en el que Pomeroy hubiera dado clases a un niño o niña a solas.
Ernest Pomeroy parecía haber sido un hombre admirable, aunque no poseyera ni mucho menos sentido del humor ni imaginación que lo hicieran simpático. Claro que era difícil captar la naturaleza de un hombre cuando todo lo que se conocía de él era su rostro muerto y los recuerdos de unos niños atónitos y obedientes, a los que se les había advertido severamente sobre las consecuencias de hablar mal de los muertos y sobre la vergüenza de tener tratos con la policía. La majestad de la ley se observaba mejor desde una prudente distancia. Las personas respetables no se mezclaban con los servidores de la ley menos distinguidos.
Por supuesto, Pitt pidió también a la señora Pomeroy que le permitiera examinar los efectos personales del difunto por si podía encontrar alguna carta o papel que sugiriera una enemistad, amenazas o algún otro motivo para hacerle daño. Ella vaciló y miró a Pitt con unos ojos que parecían paralizados aún por el golpe. Era una intromisión en su vida privada, y a Pitt no le hubiera sorprendido que se lo negara. Sin embargo, ella pareció comprender la necesidad de hacerlo y la inutilidad de negarse. Desde luego, si ella hubiera participado de algún modo en el asesinato, habría tenido tiempo más que suficiente para destruir cualquier cosa antes de que él se presentara con la noticia.
—Sí —dijo la señora Pomeroy finalmente—, si es lo que quiere. No creo que tuviera mucha correspondencia. Recuerdo muy pocas cartas. Pero si usted cree que pueden serle de utilidad, cójalas.
—Gracias, señora. —Aquella mujer le hacía sentir especialmente violento porque su dolor era inaccesible. No había huellas de llanto en su rostro; tenía la mirada clara y los pálidos párpados no estaban hinchados. Sin embargo, no se movía con el peso envarado de quienes han sufrido una conmoción profunda que petrifica los sentimientos, antes de que la cáscara se rompa y el dolor se libere.
¿Amaba a Pomeroy? Seguramente el suyo había sido uno de tantos matrimonios concertados entre los padres de ella y el pretendiente. Pomeroy era bastante mayor que ella; bien pudiera haber sido el elegido de su padre más que el de su corazón.
Aun así, pese a hallarse en una especie de limbo entre la noticia de la muerte y el inicio de la resignación a lo inevitable, Pitt percibía que poseía gracia y delicadeza. Vestía ropas muy femeninas y tenía un suave cabello. Sus rasgos eran demasiado finos para el gusto de Pitt, pero a muchos hombres debía de resultarles hermosa. ¿Acaso no podía haber encontrado un marido mejor que Pomeroy?
¿Se había enamorado de él o quizá había en juego una deuda de honor? ¿Quizá los padres de ella conocían a Pomeroy y le debían algo?
Pitt examinó todas y cada una de sus cartas y recibos. Era un hombre muy meticuloso en sus asuntos, como había afirmado su mujer. Por las cuentas, la antigüedad y la calidad del mobiliario, el número de criados y las reservas de alimentos en la cocina y la despensa, aparentaban vivir frugalmente. No halló muestras de despilfarro, salvo el jarrón de flores de seda de colores en la salita y el vestuario de Adela.
¿Eran regalos de Pomeroy, como generosa expresión de su amor? No lo creía posible en un hombre con la cara que había visto en la Parcela del Diablo. Por otro lado, allí lo habían despojado ya del estímulo que alberga la carne, de la capacidad de pasión y de dolor, de momentos de ternura, de sueños o ilusiones.
Incluso en vida, los seres humanos ocultamos nuestra vulnerabilidad. ¿Qué derecho tenía Pitt, o cualquier otro, a saber lo que aquel hombre había sentido por su mujer? ¿Qué ideas vanas o desesperadas seguían atormentándole?
¿O acaso la indiferencia de ella se debía a que todo sentimiento auténtico había desaparecido mucho tiempo atrás? ¿Acaso la muerte de Pomeroy no era más que el término formal de una relación que se sostenía únicamente por la fachada? La señora Pomeroy le había dicho que llevaban quince años casados. No tenían hijos. ¿Los habían tenido?
¿Quizá por eso ella había elegido a un hombre vulgar y mucho mayor, porque había sido bueno con una mujer cuya moralidad tenía una mancha? ¿O quizá ella sabía de antemano que era estéril? ¿Con el paso de los años la gratitud se había convertido en odio?
¿Había buscado ella el amor en otra parte? ¿Era de ahí de dónde procedían las flores de seda y los vestidos? La pregunta era obvia, y estaba obligado a investigarla.
Pitt preguntó a la señora Pomeroy si había oído hablar de Bertram Astley, Max Burton o el doctor Pinchin. Estos nombres no alteraron la expresión de su rostro. Si mentía, era una excelente mentirosa. Pitt tampoco halló mención alguna sobre las otras víctimas entre los papeles de Pomeroy.
Al inspector no le quedaba más por hacer que dar las gracias y marcharse con una extraña sensación de irrealidad, como si ella no hubiera sido realmente consciente de su presencia, aun cuando hablaba con él; como si él fuera el acomodador de un teatro y ella contemplara el desarrollo de la obra desde algún otro lugar, lejos de su vista.
El siguiente paso obvio era volver a probar en la Parcela del Diablo y la mejor fuente era Pichón Harris. Pitt lo halló en su sucia buhardilla, encorvado sobre una mesa junto a la ventana —el objeto más limpio de todos— para que la luz invernal diera sobre el papel. Demasiados ojos vigilantes y recelosos examinarían su trabajo. Tenía que ser perfecto, de lo contrario no seguiría en el oficio. Pichón miró a Pitt con pesar.
—¡No tiene ningún derecho a irrumpir en mi casa! —exclamó, cubriendo el papel en el que trabajaba—. Podría denunciarle… por allanamiento. Esto va en contra de la ley, señor Pitt. Y además, no es correcto.
—Es una visita oficial. —Se sentó sobre una caja y mantuvo el equilibrio con dificultad—. No estoy interesado en tus habilidades profesionales.
—¿Ah, no?
—¿Por qué no guardas eso? —sugirió Pitt amistosamente—. Por si le cae polvo encima. No querrás que se estropee.
Pichón lo miró con recelo. Aquella indulgencia era desconcertante. No era propio de los policías ser tan incongruentes en su comportamiento. ¿Cómo iba a saber uno a qué atenerse? Sin embargo, le alegró poner a salvo sus falsificaciones a medio hacer. Regresó y se sentó, más relajado.
—¿Y bien? ¿Qué quiere? ¡No habrá venido aquí para nada!
—Por supuesto que no. ¿Qué se dice ahora de los asesinatos? ¿Qué se rumorea, Pichón?
—¿Sobre el carnicero de la Parcela del Diablo? No se dice nada. Nadie sabe nada y nadie dice nada.
—Tonterías. ¿Me estás diciendo que se han cometido cuatro asesinatos espantosos en la Parcela del Diablo y que nadie tiene idea de quién lo ha hecho o por qué? Venga, Pichón, ¡que no nací ayer!
—Ni yo tampoco, señor Pitt. Y no quiero saber nada de eso. ¡Le tengo más miedo al que haya cometido esos crímenes del que le he tenido a usted! Bien sabe Dios que ustedes los polis son una peste, malos para la salud y para el negocio, y algunos absolutamente desagradables. ¡Pero no están locos, al menos no tanto como ese lunático que anda suelto! ¡Puedo entender un asesinato decente, como cualquier hijo de vecino! Soy un hombre razonable. ¡Pero no apruebo esto, y no conozco a nadie a quien le guste!
Pitt se inclinó hacia él y estuvo a punto de caerse de la caja.
—¡Entonces ayúdame a encontrarlo, Pichón! ¡Ayúdame a ponerlo fuera de circulación!
—Quiere decir a colgarlo. —Torció el gesto—. ¡No sé nada y no quiero saber nada! Es inútil que me pregunte, señor Pitt. ¡No es uno de los nuestros!
—¿Quiénes son los forasteros? ¿Quiénes son nuevos en la Parcela del Diablo?
Pichón adoptó un fingido aire ofendido.
—¿Cómo demonios voy a saberlo? ¡Está loco! A lo mejor sólo sale por las noches. A lo mejor ni siquiera es humano. No conozco a nadie que sepa nada. ¡Ninguno de los chulos, sinvergüenzas o matones que conozco tiene motivos para hacer esa clase de cosas! Y ya sabe que nosotros, los escribientes, no nos dedicamos a asuntos feos. Yo soy un artista. Si me pusiera violento y usara las manos, arruinaría mi oficio. —Agitó los dedos expresivamente, como un pianista—. Tampoco se pueden mojar —añadió.
Pitt sonrió. Creía a Pichón a su pesar. Aun así, probó una última vez.
—¿Y qué me dices de Ambrose Mercutt? Max le estaba quitando clientela.
—Cierto —admitió Pichón—. Era mejor, ¿comprende? Y Ambrose es un cabrón cuando pierde los estribos, como le podrán decir muchas de sus chicas. ¡Pero no está loco! Si alguien hubiera acuchillado a Max y lo hubiera arrojado al río, o si lo hubieran estrangulado, le habría hablado de Ambrose desde el principio. —Sus labios se curvaron en un gesto desdeñoso—. ¡Pero no lo hubieran encontrado jamás! Se habría esfumado, eso es todo. Max habría desaparecido, y ustedes los polizontes ni se habrían dado cuenta. Nadie más que un estúpido o un lunático atrae la atención haciendo pedazos a la gente y dejándolos luego en la calle. —Alzó las cejas hirsutas—. Yo le pregunto, señor Pitt, ¿quién dejaría un cadáver a la puerta de un asilo, donde sólo hay mujeres, si estuviera bien de la cabeza?
—¿Ambrose tiene niñas en su burdel, Pichón?
Éste hizo una mueca.
—No me gusta eso. No es sano. Un hombre como debe ser quiere una mujer hecha y derecha, no una niña asustada.
—¿Tiene niñas en su burdel, Pichón?
—¡Joder! ¿Cómo voy a saberlo? ¿Cree que tengo tanto dinero?
—¿Las tiene, Pichón? —insistió Pitt con tono más duro.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Ese cerdo avaricioso! ¡Vaya y cuélguelo, señor Pitt, es todo suyo! —Escupió en el suelo con asco.
—Gracias. Te lo agradezco. —Pitt se puso en pie y la caja se desmoronó.
Pichón miró la caja y arrugó el entrecejo.
—¡No debería haberse sentado ahí, señor Pitt! Es usted demasiado pesado. ¡Mire lo que ha hecho! ¡Debería cobrarle los desperfectos, eso debería hacer!
Pitt sacó una moneda de seis peniques y se la dio.
—No me gustaría estar en deuda contigo, Pichón.
Pichón vaciló con la moneda a medio camino de su boca. La idea de que Pitt le debiera algo resultaba muy atractiva, tentadora incluso, pero seis peniques en mano eran mejor que una deuda que Pitt podía dejar que se borrase de su voluble cabeza.
—Eso está bien, señor Pitt. Uno no debería tener deudas con nadie. Nunca se sabe si no querrán recuperar el dinero en el momento más inoportuno. —Alzó unos ojos sinceros—. Pero si me entero de quién se ha cargado a esos pobres tipos, seguro, quiero decir, le llamaré y se lo diré.
—¿Ah, sí? —dijo Pitt con escepticismo—. Hazlo, Pichón.
—Que me muera si no lo hago —dijo Pichón, volviendo a escupir—. ¡Dios mío, no debería haber dicho eso! ¡Que Dios me castigue si no lo hago! —se corrigió. Confiaba más en su habilidad para obtener clemencia del Todopoderoso que del carnicero de la Parcela del Diablo.
—Podrá hacerlo después de que yo haya acabado contigo. —Pitt lo miró de arriba abajo—. ¡Si quiere tomarse esa molestia con lo que quede!
—Vaya, señor Pitt, eso no está bien. Está abusando de mi hospitalidad. —Se sentía agraviado pero feliz. Disfrutaba con aquel sentimiento—. El problema con ustedes los polizontes es que no tienen agradecimiento.
Pitt sonrió y se dirigió hacia la puerta. Bajó las escaleras evitando los escalones podridos, y salió al frío y pestilente callejón. Al día siguiente conseguiría un retrato de Ernest Pomeroy y lo enseñaría en los burdeles de la Parcela del Diablo.
Charlotte le estaba esperando cuando llegó a casa. Estaba preciosa, con el rostro radiante, los cabellos suaves y fragantes. Se abrazó a él con fuerza como si rebosara energía.
—¿Dónde has estado? —preguntó Pitt, abrazándola con fuerza.
—Con Emily. —Charlotte lo mencionó como si fuera un asunto banal, pero él sabía perfectamente a qué había ido.
Le dio un beso fugaz y se separó de él.
—Estás helado. Siéntate y caliéntate. Gracie tendrá lista la cena dentro de media hora. Tu abrigo parece muy sucio. ¿Dónde has estado?
—En la Parcela del Diablo —respondió él con aspereza, quitándose las botas. Estiró los dedos de los pies, se recostó en la silla y estiró los pies hacia el fuego. Charlotte le pasó las zapatillas.
—¿Has descubierto algo?
—No —mintió. Al fin y al cabo, no tenía nada concreto.
El rostro de Charlotte expresó conmiseración.
—Oh, lo siento. —Volvió a animarse, como si acabara de ocurrírsele una idea—. Quizá sería mejor plantear el problema desde el otro punto de vista.
—¿Qué otro punto de vista? —preguntó Pitt a su pesar, enfadándose por su credulidad. Pero ella no vaciló.
—El punto de vista de las mujeres de Max —dijo—. Hay mucho odio en esos asesinatos.
Pitt sonrió con acritud. La descripción era ridículamente incompleta. ¿Qué demonios podía saber ella, sentada en su seguro hogar? ¡Él había visto los cadáveres!
—Deberías buscar a alguien que haya visto su vida arruinada —prosiguió Charlotte—. Si Max sedujo a una mujer y luego el marido lo descubrió, bien pudiera ser que el odio le llevara a matarlo de esa forma, y no sólo a Max, sino a cualquiera que hubiera tenido que ver con el deshonor de su mujer.
—¿Y cómo lo descubriría? —Si quería jugar a ser policía, que respondiera a todas las preguntas difíciles y desagradables que Athelstan le hubiera lanzado a él—. No hay ninguna relación entre Max y Hubert Pinchin. No hemos podido encontrar nadie que los conociera a los dos.
—Quizá Pinchin fuera el médico del establecimiento de Max —sugirió ella.
—Buena idea, pero no lo era. El que se encarga de eso es un viejo cuervo expulsado del colegio de médicos, y buen provecho que le saca. No aceptaría compartir sus clientes con nadie.
—¿Cuervo? ¿Es ése el término de los bajos fondos para un médico? —Charlotte no aguardó respuesta—. ¿Y si el marido llegó como cliente y se encontró con que la puta era su propia mujer? ¡De ese modo también sabría quién era el chulo! —Era una solución perfectamente razonada, y lo sabía. Charlotte rebosaba satisfacción.
—¿Y qué hay de la mujer? —preguntó él mordazmente—. ¿La envolvió como un paquete y se la llevó a casa? ¡Seguro que la querría después de eso!
—No he creído eso ni por un momento. —Charlotte tomó aire y lo miró con impaciencia—. Pero tampoco podía divorciarse, ¿no crees?
—¿Por qué no? ¡Bien sabe Dios que tendría motivos para hacerlo!
—¡Oh, Thomas, no seas ridículo! Ningún hombre admitiría que ha encontrado a su mujer trabajando de puta en la Parcela del Diablo. Aunque la policía no estuviera buscando a alguien con motivos para cometer un asesinato, sería su ruina para siempre. Si hay algo peor que la muerte para un hombre, es que se burlen de él y lo compadezcan al mismo tiempo.
—No —dijo Pitt con irritación. Eso no se podía discutir—. Seguramente también la mataría a ella, pero tranquilamente, cuando estuviera preparado.
—¿Eso crees? —repuso ella palideciendo.
—¡Maldita sea, Charlotte! ¿Cómo quieres que lo sepa? Si es capaz de descuartizar a su chulo y a sus amantes, ¿qué le impediría hacerle lo mismo a ella en una calle un poco más respetable cuando estuviera preparado? Así que no lo olvides, y deja de meterte en cosas que no entiendes, donde sólo puedes causar perjuicio levantando sospechas. Recuerda que si estás en lo cierto, el asesino no tiene nada absolutamente que perder.
—No he…
—¡Por el amor de Dios!, ¿crees que soy idiota? ¡No sé qué has estado haciendo con Emily, pero desde luego sé perfectamente por qué!
Charlotte permaneció inmóvil en su asiento, ruborizada.
—¡No he estado en ningún lugar cerca de la Parcela del Diablo, y por lo que sé, no he hablado con nadie que haya estado allí! —replicó con justicia.
Pitt supo por el brillo de sus ojos que decía la verdad. De todas formas, no creía que le mintiera, al menos con tanto detalle.
—No por falta de ganas —dijo con acritud.
—Bueno, tampoco tú pareces haber llegado demasiado lejos —replicó ella—. Yo podría darte los nombres de media docena de mujeres para empezar. ¿Qué me dices de Lavinia Hawkesley? Está casada con un hombre aburrido que tiene al menos treinta años más que ella. Y Dorothea Blandish y la señora Dinford y Lucy Abecorn, ¿y qué me dices de la reciente viuda Pomeroy? He oído decir que es muy atractiva, y conoce a un par de esas mujeres.
—¿Adela Pomeroy? —La sorpresa hizo que Pitt olvidara momentáneamente su ira.
—Sí —dijo ella con satisfacción—. Y hay otras. Te anotaré sus nombres.
—Anótalos y luego olvídate de todo esto. ¡Quédate en casa! Estamos hablando de asesinato, Charlotte, algo muy desagradable y violento. Y si sigues entrometiéndote podrías muy bien acabar en el arroyo. ¡Haz lo que te digo!
Charlotte no dijo nada.
—¿Me oyes? —No era su intención, pero había alzado la voz—. Si tú y Emily vais por ahí metiendo la pata, Dios sabe a qué lunático podéis soliviantar, ¡suponiendo que os acerquéis a la verdad! Lo más probable es que todo esto sea un ajuste de cuentas en la Parcela del Diablo y no tenga relación con la alta sociedad.
—¿Qué me dices de Bertie Astley?
—¿Qué pasa con él? Era el dueño de toda una manzana en la Parcela del Diablo. De ahí es de donde sale el dinero de los Astley, de su suburbio privado.
—¡Oh, no!
—¡Oh, sí! Quizá tenía también su propio burdel y lo eliminó algún rival.
—¿Qué vas a hacer?
—¡Iré y volveré a investigar! ¿Qué otra cosa podría hacer?
—¡Thomas, por favor, ten cuidado! —Charlotte calló; no sabía qué más decir.
Pitt conocía los peligros, pero las alternativas eran peores: otro asesinato; clamor de la opinión pública rayando en la histeria; Athelstan, temeroso de perder su posición, presionándole cada vez más para que arrestara a alguien que sosegara al Parlamento, a la Iglesia, a los clientes de la Parcela del Diablo y de los demás prostíbulos de Londres. Y luego, el terror, la furia y la sensación de culpabilidad cuando se produjera un nuevo y atroz asesinato.
Pero lo que quizá primaba en su consideración era la necesidad de resolver el caso antes de que Charlotte hallara un hilo suelto en las relaciones sociales de Emily, empezara a seguirlo desde ese lado y acabara tropezando con algo terrible. Le había prohibido mezclarse, no sólo porque podía poner su vida en peligro, sino también porque tenía que demostrar que no necesitaba su ayuda.
—Por supuesto que tendré cuidado —dijo con tono envarado—. ¡No soy un estúpido!
Charlotte lo miró de soslayo y refrenó su lengua.
—¡Y tú te quedarás en casa y te mantendrás al margen! —añadió él—. Ya tienes bastante trabajo aquí sin necesidad de entrometerte allá donde sólo hallarías problemas.
No obstante, cuando Pitt fue a la Parcela del Diablo al día siguiente, puso especial cuidado en vestirse de la forma menos llamativa y en caminar con esa mezcla de seguridad de saber a dónde se dirigía y el aire abatido y furtivo de quien también sabe que todo es inútil.
El día era frío, con el cielo encapotado y un fuerte viento procedente del río. Estaba plenamente justificado que se encasquetara el sombrero y se tapara la cara con la bufanda. Las escasas farolas de gas de la Parcela del Diablo resplandecían en el aire lóbrego de la mañana como lunas perdidas en un mundo caído y tortuoso.
Pitt tenía un buen retrato de Pomeroy y pensaba averiguar todo lo posible sobre los burdeles a que acudían los clientes que preferían niñas a mujeres. En algún lugar de aquel pozo negro esperaba hallar el motivo por el que Pomeroy se hallaba en aquel suburbio cuando lo mataron. Creía que tenía algo que ver con una necesidad que no podía o no se atrevía a satisfacer en Seabrook Walk. Ninguna otra cosa hubiera llevado a un hombre tan formal y de una meticulosidad casi obsesiva a un mundo como aquél.
Había empezado el día en la oficina de Parkins recopilando toda la información que podía darle la comisaría local sobre los burdeles donde se sabía que había niñas. Incluso le dieron los nombres de algunos chivatos y los detalles de ciertos secretos personales que podrían permitirle ejercer cierta presión para conseguir la verdad.
Sin embargo, una vez en la Parcela del Diablo, no halló a nadie dispuesto a reconocer que conocía a Pomeroy o que había sido uno de sus clientes.
Al llegar las diez de la noche, Pitt estaba muerto de frío y agotado, pero quería probar en un establecimiento más antes de volver a casa. No le valdría de nada mentir en esa ocasión; el portero de Ambrose Mercutt lo conocía. Su trabajo le obligaba a recordar todas las caras.
—¿Qué quiere? —preguntó malhumoradamente—. ¡No puede presentarse aquí en horas de trabajo!
—Es mi trabajo —replicó Pitt—. Y estaré encantado de entrar y salir tranquilamente sin molestar a los clientes si me trata cortésmente y responde a unas preguntas.
El hombre meditó unos instantes. Era alto y flaco y le faltaba media oreja. Vestía una chaqueta a la moda, con pañuelo de seda alrededor del cuello.
—¿Cuánto está dispuesto a pagar?
—Nada —respondió Pitt—. Pero le diré lo que puede ganar: seguir en su empleo y conservar un bonito cuello, ¡sin las feas quemaduras de una cuerda! Un collar de cáñamo puede arruinar la vida de un hombre.
—Yo no he matado a nadie —bufó el hombre—. Lo único que he hecho es dar una paliza a los que no quieren pagar después de servirse —rio con disimulo—. Pero no se han quejado. ¡Los caballeros que vienen por aquí no se quejan nunca! Y usted no puede hacer nada, poli. ¡Antes morirían que presentar una denuncia contra un chulo, desde luego! —Adoptó una pose ridícula y puso voz de falsete—. ¡Por favor, señor magistrado, me he acostado con una puta y quiero quejarme porque no ha valido el dinero que he pagado! ¡Quiero que la obligue a ser más complaciente conmigo! —Cambió de posición y apoyó la otra mano en la cadera, mirando desde arriba con desprecio—. Vaya, lord viga en el ojo. Usted dígame cuánto ha pagado a esa puta y dónde puedo encontrarla; ¡nosotros nos encargaremos de que lo haga mejor!
—¿Ha pensado alguna vez en trabajar en el teatro de variedades? —repuso Pitt alegremente—. Sería el favorito del público.
El hombre vaciló, halagado a su pesar. Esperaba algún insulto en lugar de una valoración tan halagüeña.
Pitt sacó el retrato de Pomeroy.
—¿Qué es eso?
—¿Lo conoce? —Pitt se lo entregó. En los periódicos no había salido ninguno.
—¿Y qué si lo conozco, qué le importa a usted?
—Eso no es asunto suyo. Créame, me importa tanto que seguiré buscando hasta que encuentre a alguien que diese satisfacción a sus gustos particulares. Y si sigo rondando por aquí no será bueno para el negocio, ¿verdad?
—¡Muy bien, maldito cabrón! Lo conozco, sí. ¿Y qué?
—¿A qué venía aquí?
—¿Cómo dice? —preguntó el hombre con incredulidad—. ¿Es que es tonto o algo así? ¿Para qué cree que venía aquí? Era un maldito pervertido, el muy cabrón. Le gustaban las niñas de siete u ocho años. Pero usted no podrá demostrarlo y yo no voy a decir nada más. ¡Ahora salga de aquí antes de que le estropee ese bonito cuello con un tajo de oreja a oreja!
Pitt no se tomó la amenaza a la ligera; además, no necesitaba pruebas. Siempre había sabido que no encontraría ninguna.
—Gracias. —Saludó al hombre con una breve inclinación de la cabeza—. Creo que no será necesario que vuelva a molestarles.
—¡Le conviene no hacerlo! —le gritó el hombre cuando ya se iba—. ¡No nos gusta verle por aquí! ¡Será mejor para su salud que pruebe en otro sitio!
Pitt se dispuso a salir de la Parcela del Diablo con la mayor rapidez posible. Echó a andar a paso vivo con las manos en los bolsillos y las orejas tapadas por la bufanda. Así pues, Pomeroy era un pederasta. Eso no le sorprendía; era lo que esperaba. Tan sólo quería la confirmación. Bertie Astley era el propietario de toda una manzana en la Parcela del Diablo: fábricas de obreros explotados, viviendas de alquiler, una destilería de ginebra. La ocupación de Max no había sido jamás un secreto. Todo lo que quedaba por descubrir era el motivo que llevaba a Pinchin a visitar aquel suburbio. Y luego, claro está, encontrar el nexo común, el lugar o la persona que los unía.
Hacía un frío de muerte. El viento le azotaba la cara con su acre olor a alcantarilla, haciéndole lagrimear. Cuadró los hombros y aceleró aún más el paso.
Quizá por eso no les oyó alcanzarle por la espalda en medio de las sombras. Pitt había resuelto el misterio de Pomeroy; había concluido su trabajo y había olvidado que se hallaba aún en el corazón de la Parcela del Diablo. Caminando como un hombre feliz, un hombre con un propósito, era tan llamativo como un conejo blanco en un campo recién arado.
El primero le golpeó desde atrás. Pitt sintió una punzada de dolor en la nuca; de repente trastabilló y cayó sobre el empedrado de la calle. Se dio la vuelta con las rodillas dobladas y las estiró con todas sus fuerzas. Sus pies dieron con un cuerpo, que cayó con un gruñido. Pero tenía a otro junto a la cabeza. Pitt repartió golpes de puño a diestro y siniestro e intentó ponerse en pie. Recibió un leve golpe en los hombros. Lanzó un puñetazo con todo el peso de su cuerpo y oyó crujido de huesos. Entonces recibió un golpe en el costado que lo dejó paralizado. Lo habría recibido en la espalda de no ser porque se dio la vuelta y lanzó una patada en el preciso momento en que lo golpeaban.
Echó a correr. Cien o doscientos metros más, como mucho, y se encontraría en el límite de la Parcela del Diablo, donde podría parar un cabriolé y ponerse a salvo. Le dolía el costado; debía de tener una fuerte contusión, pero un baño caliente y un poco de linimento bastarían para curarlo. Sus pies volaban sobre el empedrado. No le avergonzaba huir; sólo un loco lucharía en condiciones imposibles.
Estaba sin resuello. El dolor del costado aumentaba. Le pareció que faltaban kilómetros para llegar a las calles iluminadas. Los espectrales anillos de las farolas de gas siempre estaban más allá, no los alcanzaba nunca.
—¡Bueno! ¿Adónde va con tanta prisa? —Un brazo lo aferró con fuerza.
En un momento de pánico, Pitt intentó golpear a aquel hombre, pero su brazo parecía de hierro.
—¿Qué?
Era un policía, un agente haciendo su ronda.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Pitt. El rostro del agente se hizo más grande y resplandeciente en la niebla como las farolas de gas.
—Oiga, amigo, tiene muy mal aspecto. ¿Qué le pasa? ¡Oiga! ¡Tiene sangre en el costado! Será mejor que lo lleve a un hospital ahora mismo. ¡Oiga! Aguante un poco más. ¡Cochero! ¡Cochero!
A través de una neblina de luces y un frío helador, Pitt notó que lo metían en un cabriolé y recorrían las calles entre sacudidas. Luego lo bajaron con cuidado y lo llevaron por un laberinto de habitaciones iluminadas. Lo examinaron, le limpiaron la herida con algo que escocía, le cosieron el corte aún insensibilizado por la puñalada, lo vendaron y lo vistieron. Después le dieron un líquido ardiente que le quemó la garganta. Por fin lo acompañaron a su casa. Era medianoche.
A la mañana siguiente despertó tan dolorido que apenas podía moverse; tardó un rato en recordar el motivo. Charlotte se hallaba de pie, inclinada sobre él, pálida y despeinada.
—¿Thomas? —preguntó angustiada.
Pitt gimió.
—Te han apuñalado —le dijo ella—. Me han dicho que la herida no es muy profunda, pero has perdido mucha sangre. ¡La chaqueta y la camisa han quedado inservibles!
Pitt no pudo evitar sonreír. Su mujer estaba pálida.
—Eso es terrible. ¿Estás segura de que no servirán?
Charlotte se sorbió las lágrimas furiosamente, y se llevó las manos a la cara para ocultarlas.
—¡No voy a llorar! Ha sido culpa tuya. ¡Eres un idiota! Vienes y te sientas tan pomposo como un mayordomo de iglesia[11] y me dices lo que debo y no debo hacer, y luego te vas a la Parcela del Diablo para hacer preguntas peligrosas hasta que consigues que te apuñalen. —Sacó uno de los pañuelos de Pitt de la cómoda y se sonó la nariz—. ¡Y no creo que llegaras a ver siquiera al asesino!
Pitt se incorporó con una mueca de dolor. En realidad no estaba seguro de que fuera el carnicero de la Parcela del Diablo quien le había atacado. Podía haber sido un grupo cualquiera de rateros dispuestos a pelear.
—Y supongo que estarás muerto de hambre —dijo Charlotte, metiéndose el pañuelo en el bolsillo del delantal—. Bueno, el médico ha dicho que con un día de cama te encontrarás mejor.
—Voy a levantarme…
—¡Harás lo que yo diga! —exclamó ella—. ¡No saldrás de la cama hasta que yo te dé permiso! ¡Y no discutas! ¡No te atrevas!
Pitt tardó tres días en recobrar las fuerzas y regresar a comisaría, fuertemente vendado y con un termo lleno de oporto como reconstituyente. La herida estaba cicatrizando y podía moverse, aunque aún le dolía. En aquellos tres días, los hilos de los asesinatos de la Parcela del Diablo habían empezado a desenredarse en su mente y se sentía obligado a retomar el caso.
—He puesto a trabajar a más hombres —le tranquilizó Athelstan con gesto preocupado—. Todos los que no eran imprescindibles.
—¿Y qué han descubierto? —preguntó Pitt, al que por una vez se le había permitido, incluso rogado, que se sentara en la gran silla acolchada en lugar de quedarse de pie. Pitt disfrutó con aquella nueva sensación y se recostó estirando las piernas. Tal vez no volviera a ocurrir.
—No mucho —admitió Athelstan—. Aún no sé qué tenían en común los cuatro hombres. Ni siquiera sé por qué había ido Pinchin a la Parcela del Diablo. ¿Está seguro de que no se trata de un lunático, Pitt?
—No estoy seguro, pero no lo creo. Un médico podría hallar una docena de ocupaciones en la Parcela del Diablo con tal de no tener demasiados escrúpulos.
—Supongo que sí —dijo Athelstan con una mueca de repugnancia—. Pero ¿cuál de ellas ejercía Pinchin, y para quién? ¿Cree que podía ser él quien proporcionase a Max esas mujeres de buena familia que usted insiste en que tenía?
—Posiblemente. Aunque no había demasiadas mujeres de la alta sociedad entre sus pacientes.
—«De buena familia» es una descripción relativa, Pitt. Cualquiera podría pasar por una dama en la Parcela del Diablo.
—Entonces será mejor que vaya y haga unas cuantas preguntas más… —dijo Pitt levantándose con reticencia.
—¡No irá solo! —exclamó Athelstan con alarma—. ¡No puedo permitirme el lujo de que se cometa otro asesinato en la Parcela del Diablo!
Pitt se lo quedó mirando.
—Gracias —dijo irónicamente—. No desearía ponerle en un aprieto.
—Maldita sea…
—Me llevaré a un agente, o dos, si lo prefiere.
Athelstan se irguió.
—Es una orden, Pitt, una orden. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor. Iré ahora mismo… con dos agentes.
Ambrose Mercutt se encolerizó con una mezcla de agravio y miedo a que le responsabilizaran de la herida de Pitt, que era la comidilla de la Parcela.
—¡La culpa es suya! —farfulló Mercutt—. Cuando uno merodea por sitios donde no le quieren, metiendo las narices en los asuntos personales de los demás, es lógico que salga herido. ¡Tuvo suerte de que no lo estrangularan! Es usted un estúpido. Si anduvo importunando a los demás del mismo modo que a los míos, lo que me sorprende es que no lo mataran.
Pitt no discutió. Sabía que se había equivocado, no en ir a la Parcela del Diablo sino en haberse olvidado de mantener la apariencia, de caminar como un hombre que pertenecía a aquel mundo. Había permitido que su presencia se hiciera evidente. Era una negligencia y, como Ambrose decía, una estupidez.
—Y también lo siente, sin duda —dijo—. ¿Quién se ocupa de sus mujeres cuando se ponen enfermas?
—¿Qué?
Pitt repitió la pregunta, y Ambrose no tardó en comprender.
—No era Pinchin, si eso está pensando.
—Quizá. Pero hablaré con todas sus mujeres, por si acaso. Quizá ellas recuerden algo más.
—Muy bien. —Ambrose estaba pálido de ira—. Quizá haya tratado a algunas de vez en cuando. ¿Qué más da? Era muy útil. Algunas de esas estúpidas zorras se quedan embarazadas a veces. Él lo solucionaba y cobraba en especie. Así que yo sería la última persona en el mundo que querría matarlo, ¿no cree?
—No si le hacía chantaje.
—¿Chantaje a mí? —Su voz se convirtió en un chillido ante la idiotez de la pregunta—. ¿Por qué? Todo el mundo sabe a qué me dedico. Yo no finjo ser lo que no soy. Yo podría haberle chantajeado a él, podría haber arruinado su respetable consultorio de Highgate, si hubiera querido. Pero nuestro acuerdo me convenía. Cuando lo mataron tuve que buscarme otro.
Pitt no pudo sacarle nada más, por muchas preguntas que le hizo intentando presionarle. Por fin, abandonó el local con los agentes y visitó un burdel tras otro.
Eran las cinco de la tarde cuando, cansado y dolorido, llegó con los dos agentes a la casa de las hermanas Dalton. Las había dejado para el final a propósito, pensando en el calor, la atmósfera agradable y quizá una taza de té caliente.
Ambas hermanas se reunieron con él esta vez. Pitt fue recibido con la misma tranquilidad doméstica que en la ocasión anterior y le invitaron a sentarse en la sala de estar. Aceptó el té que le ofrecieron con más rapidez de la que dictaba la buena educación. Mary lo miraba con suspicacia, pero Victoria se mostró nuevamente cortés.
—Ernest Pomeroy no venía aquí —dijo Victoria mientras servía el té y se lo ofrecía a Pitt. Los agentes se habían quedado en la sala de espera, azorados pero pasándoselo en grande.
—No —dijo Pitt cogiendo la taza—. Ya sé a dónde iba. Estaba pensando en el doctor Pinchin.
Victoria enarcó las cejas; sus ojos grises eran como apacibles mares.
—Yo no veo a todos nuestros clientes, pero en todo caso no lo recuerdo. Desde luego no lo asesinaron aquí ni en ningún lugar cercano.
—¿Lo conocía usted? Por su profesión, quiero decir.
Una sonrisa asomó a los labios de Victoria.
—¿La profesión de él o la mía, señor Pitt?
—La de él, señorita Dalton —respondió él devolviéndole la sonrisa.
—No. Tengo buena salud, y cuando estoy enferma sé muy bien lo que debo hacer.
—¿Y sus mujeres… sus chicas?
—Tampoco —contestó Mary—. Si alguna se pone enferma la cuidamos nosotras.
Pitt se volvió para mirarla. Era más joven que Victoria. Su rostro carecía de la fuerza de voluntad y la resolución de su hermana, pero tenía el mismo aspecto campesino, la nariz corta y las pecas. Mary abrió la boca y volvió a cerrarla. Pitt comprendió que no quería admitir que hubiera abortos.
—Por supuesto llamamos a un médico a veces —dijo Victoria, tomando las riendas nuevamente—, pero nunca a Pinchin. Jamás tuvo nada que ver con este establecimiento.
Pitt la creía, pero quería disfrutar del calor un poco más y no se había acabado el té.
—¿Puede darme alguna razón para que la crea? —preguntó—. Ese hombre fue asesinado. Es normal que no desee admitir que lo conocía.
Victoria miró de reojo a su hermana, luego la taza de Pitt. Cogió la tetera y se la llenó sin preguntarle.
—Ninguna en absoluto —dijo con una expresión que Pitt no supo interpretar—. Excepto que era un carnicero, y no quiero que destrocen a mis chicas y se desangren o de tan mutiladas no puedan volver a trabajar. ¡De eso puede estar seguro!
Pitt acabó disculpándose. Era ridículo. Estaba tomando el té con la dueña de un burdel y diciéndole que lamentaba que un médico hubiera hecho abortar a unas putas con una incompetencia injustificable, ¡y ni siquiera eran sus putas!… ¿O acaso era una excelente mentirosa?
—Se lo preguntaré personalmente. —Apuró el té y se puso en pie—. Sobre todo a las más nuevas.
Mary también se levantó con los puños apretados sobre la falda.
—¡No puede hacerlo!
—No seas tonta —dijo Victoria con brusquedad—. Claro que puede. Jamás hemos tenido a Pinchin en esta casa, a menos que haya venido como cliente. Le agradecería, señor Pitt, que no intimidara a nuestras chicas. —Lo miró con firmeza, y éste recordó a algunas institutrices que había conocido en las grandes casas.
Victoria no aguardó respuesta, le condujo a la planta superior de la casa y empezó a llamar a todas las puertas.
Pitt siguió la rutina de hacer preguntas y mostrar el retrato de Pinchin a prostitutas regordetas que soltaban risitas. Las habitaciones estaban caldeadas y apestaban a perfume barato y olores corporales, pero estaban decoradas en alegres colores y más limpias de lo que esperaba.
Después de la cuarta chica, Victoria tuvo que ausentarse para atender un problema doméstico y Pitt se quedó con Mary. Estaba hablando con la última chica, flaca, de no más de quince o dieciséis años y muy asustada. Miró el rostro de Pinchin en la foto y al instante Pitt supo que mentía al decir que nunca lo había visto.
—Piénsalo bien —le advirtió—. Ten cuidado. Podrían encerrarte en prisión por mentirle a la policía.
La chica palideció.
—¡Ya basta! —dijo Mary con aspereza—. Sólo es una criada, ¿qué iba a querer ella de un tipo como ése? Déjela en paz. No hace más que quitar el polvo y barrer. No tiene nada que ver con el negocio.
La chica intentó marcharse. Pitt la cogió del brazo sin brusquedad, pero ella se echó a llorar con grandes sollozos que estremecían su cuerpo, como poseída por un dolor inconsolable.
En ese instante, con un vuelco del estómago, Pitt comprendió que debía de ser una de las «carnicerías» de Pinchin, una de las que había sobrevivido, pero tan dañada que jamás volvería a ser una mujer normal. A su edad debería de estar riendo, soñando con el amor, esperando con ansia el matrimonio. Pitt quería consolarla, pero no había nada que pudiera decir o hacer, ni él ni nadie.
—¡Elsie! —Era Mary, que gritaba asustada—. ¡Elsie!
La joven criada seguía llorando, aferrada ahora al brazo de Mary.
Desde el otro extremo del pasillo llegó un ronco gruñido. Pitt se giró en redondo. Allí, a la luz de gas, vio un bulterrier achaparrado, blanco y con cara de rata, que enseñaba los dientes y le temblaban las piernas arqueadas. Detrás del perro surgió la mujer más gigantesca que había visto Pitt en su vida, con los brazos desnudos colgando a los lados, el rostro plano como un budín de sebo y los ojos ocultos bajo pliegues de grasa.
—No se preocupe, señorita Mary —dijo la mujer con voz infantil—. No dejaré que le haga daño. Ya se iba, ¿verdad, señor? —Dio un paso y el perro avanzó gruñendo de rabia.
Pitt sintió que el pánico se apoderaba de él. ¿Se hallaba acaso ante el carnicero de la Parcela del Diablo, aquella enorme mujer y su perro? Tenía la garganta seca; tragó, pero no había saliva.
—¡Échalo, Elsie! —chilló Mary—. ¡Échalo! ¡Vamos, échalo a patadas! ¡Arrójalo a la cuneta! ¡Azuza a Dutch contra él!
La mujer dio otro paso con rostro inexpresivo. Lo mismo daría que estuviera lavando la ropa o amasando pan. Junto a ella, los gruñidos de Dutch se hicieron más fuertes.
—¡Ya basta! —gritó Victoria desde lo alto de las escaleras por las que había desaparecido poco antes—. No es necesario, Elsie. El señor Pitt no es un cliente y no va a hacerle daño a nadie. —Su tono se hizo más cortante—. ¡Mary, a veces te comportas como una estúpida! —Sacó un pañuelo de la manga y se lo entregó a la criada—. ¡Bueno, ahora tranquilízate, Millie, y sigue con tu trabajo! Deja de lloriquear sin motivo, ¡vamos! —Contempló a la chica, que salió corriendo, y a la corpulenta mujer y al perro, que dieron media vuelta y se alejaron obedientemente tras ella.
Mary tenía expresión hosca, pero guardó silencio.
—Lo siento —dijo Victoria—. Encontramos a Millie en situación desesperada. No sé quién fue el responsable, pero pudo ser Pinchin. La pobrecilla estuvo a punto de desangrarse. Se quedó embarazada y su padre la echó de casa. Entró a trabajar en una de las casas, donde alguien le practicó un aborto. Luego, cuando la echaron de allí porque ya no servía para el negocio, nosotras la recogimos.
Pitt no pudo decir nada, no bastaba con tópicos comentarios compasivos.
Victoria le condujo de nuevo al piso de abajo.
—Mary no debería haber llamado a Elsie. Sólo actúa con los clientes que se ponen difíciles. —Miró a Pitt con frialdad—. Espero que no se haya asustado, señor Pitt.
Él había sentido auténtico terror y aún tenía el cuerpo empapado de sudor.
—En absoluto —mintió, alegrándose de que ella no pudiera verle la cara—. Gracias por su sinceridad, señorita Dalton. Ahora ya sé qué hacía Pinchin en la Parcela del Diablo y de dónde procedían sus ingresos adicionales, al menos para proveer su bodega. ¿No sabrá usted para quién trabajaba, por casualidad?
—Millie estaba con Ambrose Mercutt, si eso quiere saber —respondió ella—. No puedo decirle nada más.
—No creo que necesite nada más. —Pitt llegó a la sala de espera de la entrada. Los dos agentes se levantaron de un brinco con el rostro como la grana, haciendo caer de sus rodillas a dos chicas que reían. Pitt se volvió hacia Victoria, fingiendo no haberse dado cuenta—. Gracias, señorita Dalton. Buenas noches.
—Buenas noches, señor Pitt —dijo Victoria, igualmente imperturbable.