Una visita navideña
—¡Ea! ¿Irá bien así, señor Rathbone? —preguntó, solícito, el anciano.
Una vez acomodado en el cabriolé con el equipaje a su lado, Henry Rathbone remetió la manta bajo las piernas.
—Sí, gracias, Wiggins —contestó agradecido.
El viento era cortante ya allí, en la estación de ferrocarril de Penrith, y sin duda arreciaría a lo largo de los diez kilómetros de trayecto entre montañas nevadas hasta Ullswater. Estaban aproximadamente a mediados de diciembre y exactamente a mitad del siglo.
Wiggins se encaramó al pescante y arreó al caballo. A aquellas alturas ya debía de saberse de memoria el camino, que había transitado casi a diario en vida de Judah Dreghorn.
Esa era la desdichada razón de que Henry regresara a aquella agreste y maravillosa tierra que tanto amaba y que tantas veces había recorrido con Judah en otros tiempos. Los mismos topónimos evocaban largas caminatas por las colinas, la hierba hirsuta bajo los pies, la brisa en la cara y los paisajes que se extendían hasta el infinito. La imaginación le permitía ver las aguas azul pálido de la laguna de Stickle ante la cumbre de Pavey Ark, o los cerros coronados de nieve del paso de Honister. ¿Cuántas veces habían escalado el pico de Scafell hasta el techo del mundo para luego sentarse con la espalda apoyada en la cálida roca a comer pan y queso y beber vino tinto, saboreándolo todo como si fuese alimento de dioses?
Dos días antes había recibido carta de Antonia, cuya letra resultaba casi ilegible, diciéndole que Judah había fallecido en un estúpido accidente. Ni siquiera se había producido en el lago o durante una de las ventiscas que azotaban el valle, sino en las piedras dispuestas para vadear el arroyo.
Henry contempló el panorama que se abrió ante sus ojos al salir del pueblo y enfilar el tortuoso camino hacia poniente. La cautivadora belleza virgen del paisaje casaba con su disposición de ánimo. Las laderas se empinaban contra un cielo despejado, la nieve emitía destellos deslumbrantes, blanca en las crestas, ensombrecida en los valles, engañosamente negra donde las rocas y los árboles asomaban por entre su manto.
Hacía diez años que los cuatro hermanos Dreghorn no estaban juntos en casa. La buena fortuna de la familia en la adquisición de la finca significó que cada cual pudo seguir sus sueños allá donde éstos lo condujeron. Benjamin abandonó el sacerdocio y marchó a Palestina a trabajar en las excavaciones arqueológicas de los santos lugares. La pasión de Ephraim por la botánica lo llevó hasta Suráfrica. Sus cartas llegaban llenas de bosquejos de plantas prodigiosas, muchas de ellas útiles para el hombre, que sólo se daban en aquellas regiones.
Nathaniel, el único que se casó, fue a América a estudiar la extraordinaria geología de ese continente, que presentaba características imposibles de encontrar en Europa. Su viaje al oeste lo condujo hasta las formaciones rocosas de los territorios desérticos y la gran falla de San Andrés, ya en California. Fue allí donde unas fiebres acabaron con su vida, dejando viuda a Naomi, que ahora regresaría sin él.
Antonia había escrito en su carta que todos volvían a casa por Navidad, pero ¡qué amargo y distinto iba a ser el reencuentro! No era de extrañar que quisiera que su padrino estuviera presente. Tenía muy malas noticias que comunicar y ningún otro pariente que la apoyara. Sus padres habían muerto jóvenes y no tenía hermanos, sólo un hijo de nueve años, Joshua, que estaba tan afligido como ella.
Henry la conocía desde la cuna. Fue una niña seria y feliz, deseosa de aprender, siempre con un libro en las manos. Nunca se cansaba de hacerle preguntas. Habían sido amigos en el aprendizaje.
Luego, con la pubertad, la inhibición propia de la edad interpuso cierta distancia entre ambos. Se volvió más reacia a desvelar su intimidad, pero aun así Henry fue el primero a quien comunicó su amor por Judah y, siendo huérfana, a él le correspondió llevarla al altar el día de su boda.
Mas ¿qué podría hacer ahora por ella?
Henry se arropó mejor con la manta y miró al frente. Pronto distinguiría el brillante escudo de Ullswater y, en un día tan despejado como aquél, las lejanas montañas: el Helvellyn al sur y la sierra del Blencathra al norte. Las lagunas más altas estarían heladas, azules en las sombras, Algunos animales salvajes llevarían sus abrigos blancos invernales; el ciervo habría bajado a los valles. Los pastores andarían buscando sus ovejas perdidas. Sonrió. Las ovejas sobrevivían muy bien bajo la nieve: su cálido aliento creaba un respiradero y el tufo que desprendían permitía que cualquier perro que mereciera sustento las encontrara fácilmente.
La heredad Dreghorn se hallaba en un declive por encima del lago, a unos tres kilómetros del pueblo. Era la más extensa en kilómetros a la redonda y comprendía ricos pastos, bosques, arroyos y las casas de labranza de los arrendatarios, bajando hasta la orilla del lago, con el que lindaba a lo largo de un par de kilómetros. La casa solariega era de piedra de Lakeland, tenía tres plantas y la fachada orientada al sur.
Cruzaron la verja y el coche frenó ante la entrada. Antonia salió por la puerta principal tan rápidamente que sin duda habría estado aguardándolos apostada en una ventana. Era alta, de cabello moreno y lacio, y Henry la recordó poseedora de una excepcional belleza serena que traslucía esa paz interior inmune a los contratiempos cotidianos.
Ahora, mientras avanzaba presurosa hacia él, con las amplias faldas negras casi rozando la grava, se hacía evidente que su dolor estaba alterado por la ira y el miedo a partes iguales. Estaba muy pálida y demacrada, con oscuras ojeras circundando sus ojos negros.
Henry se apeó enseguida y fue a su encuentro.
—¡Henry! Cuánto me alegro de que hayas venido —dijo de manera apresurada—. No sé qué hacer ni cómo enfrentarme a esto yo sola.
La abrazó, no sin reparar en la rigidez de sus hombros, y le besó la mejilla con delicadeza.
—Confío en que no dudases de que iba a venir, querida —contestó Henry—, y que haré cuanto esté en mi mano para ayudarte.
Antonia se apartó y de súbito los ojos se le llenaron de lágrimas. Dominó la voz con mucha dificultad.
—Es mucho peor de lo que te escribí. Perdona. No sé cómo luchar contra ello. Y además, tengo miedo de contárselo a Benjamin y Ephraim cuando lleguen. Creo que la viuda de Nathaniel también vendrá. No conoces a Naomi, ¿verdad?
—No, no hemos sido presentados —corroboró Henry.
Escrutó su semblante preguntándose qué noticia podría ser peor que la de la muerte de Judah.
Antonia se apartó.
—Entremos. —Tragó saliva—. Hace frío aquí fuera. Wiggins traerá tu equipaje y lo subirá a tu habitación. ¿Te apetece un té? ¿Panecillos de levadura tostados? Es un poco temprano, pero has hecho un viaje muy largo —dijo de forma atropellada mientras subía la escalinata y trasponía las altas puertas labradas de la entrada principal—. El fuego del salón está encendido. Joshua todavía no ha vuelto de clase. Es muy buen estudiante, ¿sabes? Ha cambiado mucho desde la última vez que estuviste aquí.
En el vestíbulo se estaba algo más abrigado, pero no fue hasta que estuvieron en el salón, con sus paredes de color ocre rojizo y el fuego de leños rugiendo en la chimenea, cuando la sensación de calor relajó un poco a Henry. Le alegró sentarse en uno de los inmensos sillones y aguardar a que la camarera les sirviera el té y los panecillos tostados bañados en mantequilla caliente.
Estaban dando buena cuenta de ellos cuando Henry volvió al asunto.
—Me parece que deberías contarme qué más te preocupa —dijo con tacto.
Antonia inspiró profundamente y soltó el aire despacio, luego levantó los ojos en busca de los suyos.
—Ashton Gower sostiene que Judah lo estafó —manifestó con voz temblorosa—. Dice que toda esta finca tendría que haber sido suya por legítimo derecho, y que Judah lo hizo encarcelar con falsedades para arrebatársela.
Para Henry fue como si le asestaran un golpe, de lo aturdido que quedó con sus palabras. Judah Dreghorn había sido juez en el tribunal de Penrith y el hombre más honesto que Henry hubiese conocido jamás. La idea de que hubiese estafado a alguien resultaba absurda.
—¡Eso es ridículo! —exclamó enseguida—. Nadie le creerá. Debes hacer que tu administrador le advierta que, si repite tan estúpida y completamente falsa acusación, lo demandaréis.
Un amago de sonrisa asomó a los labios de Antonia.
—Eso ya lo he hecho. Gower no se da por aludido. Insiste en que Judah se adueñó de la finca después de mandarlo a prisión con falsas acusaciones, aun a sabiendas de que era inocente, con el único fin de comprar la propiedad a bajo precio. Y, por supuesto, eso fue antes de que se descubriera el yacimiento vikingo.
Henry se quedó totalmente confundido.
—Más vale que me lo cuentes todo desde el principio. No recuerdo a Ashton Gower ni sé nada acerca de un yacimiento vikingo. ¿Qué ha sucedido, Antonia?
Ella se terminó la taza de té, como si necesitara tiempo para ordenar sus ideas. No miraba a Henry, sino las llamas que bailaban en el hogar. Fuera ya oscurecía y el ocaso invernal encendía el cielo, pintando de naranja y dorado la pared a través de las ventanas que daban al sur.
—Hace años, la familia de Ashton Gower era dueña de esta finca —comenzó—. En origen pertenecía a la familia Colgrave. Luego la heredó la viuda Colgrave, quien posteriormente se casó con Geoffrey Gower y era la madre de Ashton. Por descontado, Geoffrey se la legó a ella. De entrada todo parecía muy claro hasta que Peter Colgrave, un pariente de la otra rama de la familia, planteó la cuestión de si las escrituras eran auténticas.
—¿Las escrituras de la finca? —preguntó Henry—. ¿Cómo no iban a serlo? Es evidente que el padre de Ashton era el propietario legítimo tras su matrimonio con la viuda Colgrave.
—Era una cuestión de fechas —contestó Antonia. Parecía cansada, como si hubiese agotado sus fuerzas. La historia le resultaba tan lamentablemente consabida como inexplicable—. Guarda relación con el matrimonio de Mariah Colgrave, el fallecimiento de su cuñado y el nacimiento de Peter Colgrave.
—¿Y este Colgrave impugnó el derecho de propiedad de Ashton Gower? —preguntó Henry.
Antonia sonrió con tristeza.
—En realidad dijo que Ashton había falsificado las escrituras con vistas a heredar él la finca, cuando tendría que haber revertido a la otra familia. Insistió en llevar el caso a los tribunales y, como es natural, el asunto acabó llegando ante Judah, en el juzgado de Penrith. La primera vez que examinó las escrituras dijo que parecían perfectamente auténticas, pero de todas formas decidió conservarlas para volver a estudiarlas más detenidamente. Empezó a sospechar y las llevó a un reputado experto en documentos de Kendal. Éste afirmó que indudablemente no eran auténticas y se mostró dispuesto a declarar.
Henry se inclinó hacia delante.
—¿Y lo hizo? —preguntó con seriedad.
—Ya lo creo. Ashton Gower fue procesado por falsificación y fue hallado culpable. Judah lo condenó a once años de prisión. Acaban de ponerlo en libertad.
—¿Y la finca? —preguntó Henry, aunque ya adivinaba la respuesta. Quizá tendría que haberlo sabido, pero en sus anteriores visitas a la casa siempre había habido cosas mejores y más alegres de las que hablar: buenos ratos, buena comida y buena conversación.
Antonia cambió de postura.
—La heredó Colgrave —dijo compungida—. Pero como no quería vivir aquí, puso la propiedad en venta a un precio muy razonable. En realidad, creo que tenía deudas pendientes. Vivía a lo grande. Judah y sus hermanos invirtieron cuanto pudieron, aunque él fue el que más con diferencia, y la compraron. El y yo nos instalamos, y fue aquí donde nació Joshua.
Se le formó un nudo en la garganta y tardó un momento en recobrar la compostura.
Henry aguardó en silencio.
—¡Nunca he amado tanto un lugar como amo éste! —soltó Antonia de improviso con súbito fervor—. Por primera vez me siento completamente en casa. —Hizo un ademán de impaciencia—. No es por el edificio. Es hermoso, por supuesto, un lugar magnífico. Pero me refiero a la tierra, los árboles, el modo en que la luz se refleja en el agua. —Buscó los ojos de Henry—. ¿Recuerdas los largos crepúsculos sobre el lago en verano, el cielo del atardecer? ¿O los valles, esos pastos tan verdes que se extienden como terciopelo hasta donde alcanza la vista, los árboles lozanos hinchados como nubes caídas? ¿Los bosques en primavera o el día que ascendimos por Striding Edge hacia el Helvellyn?
Henry no la interrumpió. Los recuerdos bellos y dolorosos formaban parte del duelo.
Antonia calló un momento y al cabo reanudó su relato:
—Por supuesto, también tiene un gran valor económico, incluso antes de que descubriéramos el yacimiento vikingo. Están las granjas y las casas del lago. Con eso hay más que suficiente para que Benjamin, Ephraim y Nathaniel tengan el porvenir asegurado y puedan dedicarse a sus respectivas vocaciones. —Se le crispó el rostro—. Y ahora que Nathaniel ha muerto, también para Naomi, desde luego.
—¿A qué yacimiento te refieres? —preguntó Henry.
—Un pastor de una de las granjas halló una moneda de plata y se la mostró a Judah, que enseguida supo de qué se trataba, porque siempre le habían interesado las monedas antiguas. —Antonia sonrió—. Recuerdo lo satisfecho que estaba porque todo el asunto era bastante romántico. La pieza era anglosajona, de la época de Alfredo el Grande, el rey que a finales del siglo IX derrotó a los daneses, o al menos los mantuvo a raya. La moneda tal vez formaba parte del tributo de la Danelaw , ya que el resto del hallazgo era plata vikinga: adornos, joyas y jaeces. Cuando descubrimos todo el tesoro había broches irlandeses, brazaletes y gargantillas escandinavas, hebillas carolingias procedentes de Francia y monedas de todas partes, incluso islámicas de España, de África del Norte, de Oriente Próximo y hasta de Afganistán.
Su asombro se prolongó unos instantes hasta desvanecerse con la intromisión del presente.
—Judah invitó a arqueólogos profesionales, por supuesto —prosiguió—, y excavaron el lugar con sumo cuidado. Les llevó todo un verano, pero finalmente sacaron a la luz las ruinas de un edificio que guardaba el tesoro de monedas y objetos diversos. En su mayoría fueron a parar a un museo, pero mucha gente viene a ver lo que nos quedamos y, como es normal, se hospedan en el pueblo. Nuestras casitas del lago están alquiladas casi siempre.
—Entiendo.
Antonia se volvió para mirarlo de hito en hito.
—¡Cuando compramos la finca no teníamos ni idea de la existencia de todo eso! Nadie lo sabía. Además, el pueblo entero se beneficia de la afluencia de visitantes.
—¿Acaso Gower insinúa que sabíais de la existencia del tesoro escondido? —preguntó Henry.
—No lo afirma abiertamente, pero lo da a entender.
—¿Qué va diciendo, pues?
No podía ayudarla a refutar la acusación si no sabía la verdad, por más desagradable o penosa que fuese. La idea de que Judah, precisamente, fuese acusado de falsedad resultaba de lo más dolorosa.
—Que las escrituras de la finca eran auténticas —contestó Antonia—. Y que Judah lo supo desde el principio, que sobornó al experto para que mintiera. De este modo Colgrave heredó y vendió la propiedad deprisa y a muy bajo precio, porque necesitaba el dinero, con lo cual Judah pudo comprarla y luego fingir que descubría el tesoro.
Henry enseguida advirtió que la acusación era absurda, pero también extremadamente difícil de refutar, ya que no se basaba en pruebas fehacientes. Saltaba a la vista que Gower era un hombre amargado que había sido castigado por un delito particularmente estúpido y que, una vez liberado, buscaba alguna clase de venganza en lugar de rehacer su vida lo mejor que pudiera después de haber pasado tantos años entre rejas.
—Seguro que nadie le dio crédito, ¿no? —adujo Henry—. El experto declaró que las escrituras estaban falsificadas, y nada da pie a sospechar que alguien estuviera al corriente de la existencia del yacimiento vikingo. Después de todo, debía de llevar siglos escondido. Ninguno de los antepasados de Gower lo sabía, ¿verdad?
—¡No! Nadie tenía la más remota idea —corroboró Antonia.
—Azar —repuso Henry.
—Desde luego. Pero Gower anda diciendo que aguardamos el tiempo suficiente para que pareciera que lo ignorábamos. Aunque eso no cambia nada si las escrituras eran auténticas. Sólo es una pequeña mentira encima de otra mayor. —Bajó un poco la voz. El fuego había perdido viveza y la luz de la lámpara atenuó el sufrimiento que reflejaba su semblante—. ¿Te imaginas algo peor que enviar a un hombre a prisión y mancillar su reputación para robarle la herencia? Pues eso es lo que, según él, hizo Judah. ¡Y ahora ni siquiera está aquí para defenderse!
Le faltaba poco para perder el dominio de sí misma. La estudiada máscara que tanto le había costado ponerse comenzaba a caérsele.
Henry sintió la necesidad de decir algo enseguida, pero tenía que ser a un tiempo útil y cierto. Un falso consuelo en ese momento sólo serviría para empeorar las cosas después, y aunque ella llegara a entender por qué se lo había ofrecido, nunca volvería a confiar en él.
—¿Hizo estas acusaciones antes de que Judah falleciera? —preguntó.
La verdad de los hechos constituía un pobre refugio, pero era lo único de que disponía. Antonia levantó la vista hacia él.
—Sí. Salió de la cárcel de Carlisle y vino derecho aquí. —De pronto la ira se apoderó de ella—. ¿Por qué no se marchó a otra parte y empezó una nueva vida donde nadie lo conociera? ¡Si se hubiese ido a Liverpool o a Newcastle, nadie habría sabido que había estado en prisión y podría haber comenzado de nuevo! Nunca había visto a una persona tan llena de rabia. Me lo he cruzado por la calle y me da miedo.
Sus espléndidos ojos hundidos y el rostro casi exangüe sólo reflejaban el miedo que sentía.
—¿Acaso temes que te haga daño? —exclamó Henry. Las luces estaban exactamente igual que antes y las ascuas aún ardían, pero fue como si la habitación se hubiese sumido en la oscuridad—. ¿Antonia?
Ella desvió la mirada.
—No —dijo en voz baja—. Aunque en realidad me estás preguntando si hizo daño a Judah, ¿verdad? —Suspiró—. Habíamos ido al pueblo para asistir a un recital de violín. Fue una velada maravillosa. Nos llevamos a Joshua, pese a que era tarde, porque sabíamos que le encantaría. Va a ser un músico genial. Ya ha compuesto algunas piezas sencillas pero hermosas, llenas de cadencias inusuales. Se llevó una consigo y el violinista que la tocó le preguntó si podía quedársela.
Su rostro se iluminó de orgullo al recordarlo.
—A lo mejor será el Mozart de Inglaterra —comentó Henry.
Antonia permaneció callada unos instantes, esforzándose por recobrar la compostura.
—Tal vez —admitió ella finalmente—. Cuando llegamos a casa eran más de las diez. Acompañé a Joshua a la cama, pero estaba tan excitado que quería quedarse despierto toda la noche. Judah dijo que le apetecía caminar. Había pasado toda la tarde sentado. Y... nunca más regresó. —Volvió a tomarse un respiro antes de proseguir—. Al cabo de un rato desperté a la señora Hardcastle e hicimos que avisaran a Wiggins. Él, el mayordomo y el lacayo salieron a buscar a Judah provistos de linternas. Fue la noche más larga de mi vida. Eran más de las tres cuando regresaron y nos comunicaron que lo habían encontrado en el arroyo. Al parecer había intentado cruzar por las piedras del vado y había patinado. Son muy resbaladizas y puede que estuvieran heladas. Pocos metros más abajo hay una pequeña cascada donde las piedras son más picudas. Creen que patinó y se golpeó la cabeza y que el agua lo arrastró.
—¿Adonde? No es muy profundo.
¿Estaba pensando en el lugar idóneo, lo recordaba con precisión?
—Ya, pero no es necesario que lo sea para ahogarse. Si hubiese estado consciente habría podido salir sin mayor dificultad. Quizás habría pillado una pulmonía por culpa del frío, pero estaría vivo. —Inspiró profundamente—. Ahora me toca a mí desmentir la calumnia. —Levantó los ojos en busca de los suyos—. Bastante duro es ya el haberlo perdido, pero oír a Ashton Gower diciendo cosas tan malas de él, y temer que alguien vaya a creerlas, es más de lo que puedo soportar. Por favor, ayúdame a demostrar que se trata de un terrible y total desatino. Por el bien de Judah, y por Joshua.
—Faltaría más —contestó Henry sin vacilar—. ¿Cómo has podido dudarlo siquiera?
Antonia le sonrió.
—No lo he hecho. Gracias.
Cenaron temprano y sólo fueron tres en la mesa. Henry no se sentó en la cabecera, el sitio de Judah. Le pareció una falta de sensibilidad hacerlo, no sólo por Antonia, sino por el serio y pálido Joshua, que aún no había cumplido diez años y ya se veía privado de su padre de manera tan repentina.
Henry no lo conocía a fondo. La última vez que estuvo allí, Joshua contaba cinco años y pasaba más tiempo en el cuarto de jugar. Para entonces ya tocaba el piano y estaba demasiado fascinado con su instrumento como para prestar mucha atención a un caballero de mediana edad invitado por una semana en verano que mostraba más interés en salir de excursión que en las lecciones de música.
En ese momento estaba sentado con expresión solemne, comiendo lo que le ponían en el plato porque así se lo habían indicado y con la mirada perdida en la pared que tenía enfrente, en un punto indeterminado entre un óleo holandés con vacas pastando en un campo y una marina igualmente llana de los marjales de Romney, con la luz refulgiendo en el agua como si fuese peltre bruñido.
Los sirvientes iban y venían sirviendo cada plato, silenciosos y discretos.
Henry trató de entablar conversación con Joshua en un par de ocasiones y cada vez recibió una educada respuesta. Él también tenía un hijo, pero Oliver era ya un hombre adulto, uno de los abogados más distinguidos de Londres, con una excelente reputación en los procesos criminales. Henry apenas recordaba cómo había sido a los nueve años de edad. Desde luego, también había sido un niño inteligente, precoz en el aprendizaje de la lectura y, según Henry recordaba, en su gusto por los libros. Siempre inquisitivo, discutía las cosas en profundidad. ¡Eso sí lo recordaba claramente! Pero de eso hacía casi treinta años y el resto resultaba un tanto confuso.
Deseaba hablar con Joshua para que no pareciera que prescindía de él.
—Tu madre dice que compusiste una pieza que tocó el violinista en el recital —señaló—. Te felicito.
Joshua lo miró con seriedad. Era un niño guapo, con los ojazos oscuros de Antonia pero con la frente y el perfil de su padre.
—No sonó exactamente como quería —respondió—. Tendré que trabajarla más. Creo que termina un poco bruscamente... y que es demasiado rápida.
—Aja. Bueno, identificar los defectos de una cosa es casi medio camino para enmendarlos —contestó Henry.
—¿Le gusta la música? —preguntó Joshua.
—Sí, mucho. Toco un poco el piano. —En realidad estaba siendo bastante modesto. Sin duda poseía cierto talento musical—. Pero no sé componer.
—¿Y qué sabe hacer?
—¡Joshua! —protestó Antonia.
—No pasa nada —intervino Henry enseguida—. Es una buena pregunta. —Se volvió hacia el niño—. Se me dan bien las matemáticas y me gusta inventar cosas.
—¿Se refiere a la aritmética?
—Sí. Y al álgebra y la geometría.
Joshua frunció el ceño.
—¿Le gustan de verdad, o es por obligación?
—Me gustan —contestó Henry—. Son hermosamente coherentes.
—¿Igual que la música?
—Sí, en buena medida.
—Entiendo.
Y así concluyó la conversación, que al parecer satisfizo a Joshua.
Después de la cena y de reposar media hora junto al fuego, Henry se disculpó diciendo que le apetecería dar un paseo y estirar un poco las piernas. Se abstuvo de preguntar a Antonia dónde había fallecido Judah, pero una vez se hubo puesto el abrigo y las botas, así como un sombrero y una bufanda, se lo preguntó a Wiggins, que le indicó el camino.
Eran casi las ocho y media; la noche era negra como boca de lobo aparte de la linterna que llevaba consigo y las pocas luces del pueblo que alcanzaba a distinguir a unos tres kilómetros. El ruido de sus pies sobre la grava resonaba en el silencio que lo envolvía todo.
Avanzaba muy despacio, con pasos vacilantes, por miedo a tropezar con el borde del césped o incluso a darse de bruces contra la verja del camino. Sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse lo suficiente como para captar algo a la luz de las estrellas y vislumbrar la tracería negra de las ramas desnudas contra el cielo. Incluso entonces fue más discernible por los puntos de luz que cubría que por la silueta misma de los árboles. La luna, que no era más que una curva de plata semejante a un cuerno, apenas era de ayuda.
¿Por qué diablos había ido tan lejos Judah Dreghorn entrada una noche como aquélla? El aire era cortante. El viento soplaba del sudoeste, procedente de las nieves del Blencathra. Allí, en el valle, el suelo estaba congelado y duro como una roca, pero ninguna blancura reluciente reflejaba la escasa luz. Se enrolló la bufanda más estrechamente en torno al cuello y se la subió un poco más para abrigarse las orejas, antes de seguir adelante en la que esperaba fuese la dirección que le había indicado Wiggins, quien le había dicho que la distancia hasta el arroyo era aproximadamente de kilómetro y medio.
Judah no había salido a dar un simple paseo; era una estupidez persistir en esa hipótesis. El recital había sido espléndido, un triunfo para Joshua. ¿Por qué iba un hombre a abandonar a su esposa y a su hijo justo después de semejante acontecimiento, y caminar tanteando el suelo helado en la oscuridad durante más de un kilómetro?
Aunque había que tener en cuenta, por supuesto, que de eso hacía ya una semana, con lo que la luna habría dado más luz. Aun así, resultaba extraño que hubiese salido, incluso habiendo luna llena. Y además, ¿por qué tan lejos?
Había ido hasta el arroyo e intentó vadearlo, de modo que su intención era ir aún más allá. ¿Adonde? Henry tendría que haber preguntado a Antonia dónde se encontraba el yacimiento vikingo. Pero ¿por qué ir allí de noche? Para encontrarse con alguien urgentemente, tal vez con una persona con quien no deseaba ser visto.
Henry iba siguiendo una especie de sendero. Si mantenía la linterna alzada delante de él, podía caminar a paso casi normal. Hacía un frío glacial. Agradecía los guantes, pero incluso así los dedos se le entumecían.
¿Con quién había de encontrarse Judah en secreto, al otro lado del arroyo, a esas horas de la noche? La primera respuesta que le acudía a la mente era Ashton Gower. De no haberse tratado de Judah, Henry seguramente habría pensado que buscaba alguna clase de acuerdo, un pacto con respecto al juicio y las escrituras y la posterior acusación de Gower, pero él nunca eludía la verdad.
Por otra parte, si de un modo u otro Judah se hubiese apiadado de Gower, lo habría hecho abiertamente, en presencia de abogados y notarios. Y si lo hubiese amenazado, también lo habría hecho a las claras y en público.
Aunque tal vez no se tratara de Gower, sino de otra persona. ¿Quién? ¿Y por qué? No se le ocurría ninguna respuesta verosímil.
El terreno se empinaba y él se inclinó contra el viento. El frío le calaba hasta los huesos. Hasta sus oídos llegó el rumor del arroyo sobre las piedras y en algún lugar a lo lejos se oyó el aullido de un zorro, un sonido tan sobrecogedor que del susto por poco dejó caer la linterna.
Avanzaba muy despacio, levantando el farol para que su resplandor llegara más lejos. Aun así, faltó poco para que pasara de largo el sendero que conducía a las piedras del vado. El agua discurría bastante deprisa, aceitosa y negra, rompiéndose pálida donde asomaban afilados dientes que hendían la superficie. Entonces cayó en la cuenta de que lo que estaba mirando era la cascada. Las piedras del vado quedaban unos treinta metros más arriba, casi planas.
Pero cuando llegó a ellas y las observó con más detenimiento, vio la escarcha que el aire glacial iba congelando en los bordes recién lamidos por el agua. ¿En qué estaría pensando Judah para tratar de pasar por encima de ellas? ¿En qué pensamientos andaría perdido como para arriesgarse de tal modo?
Desconcertado y abrumado por la tristeza, Henry dio media vuelta y emprendió el regreso a la casa.
Por la mañana lo despertó la señora Hardcastle, el ama de llaves, quien entró en su habitación, sonriente, llevando una bandeja de té. Henry se incorporó, sorprendido al constatar que ya era de día. Eso significaba que eran más las nueve que las ocho.
—¿Y por qué no? —preguntó el ama con toda la razón cuando él se quejó de que le hubiese dejado dormir tanto—. Ayer hizo un largo viaje. ¡Nada menos que desde Londres! —Dejó la bandeja, le sirvió el té y descorrió las cortinas—. Hoy no hace muy buen tiempo —dijo con tono de eficiencia—. Agradecerá sus prendas de lana, seguro. El viento viene del lago y sin duda traerá nieve. Si le da por soplar con ganas, aquí nos pelaremos de frío. —Se volvió hacia él—. La señora Dreghorn me ha pedido que le diga que don Benjamin llega hoy. Según el telégrafo, estará en Penrith a mediodía, así que iremos a recogerlo... siempre y cuando el tiempo no empeore. Si no, tendrá que quedarse a dormir en la posada, lo cual sería una lástima, ya que él también viene de lejos.
Poca idea debía de tener de la realidad la señora Hardcastle si comparaba un trayecto en tren desde Londres con el viaje en ferrocarriles y barcos desde Palestina hasta los Lagos en pleno invierno. Tal vez la geografía no se contara entre sus necesidades más perentorias.
—En efecto —dijo Henry entre dos sorbos de té—. Confiemos en que el tiempo nos sea favorable.
Mas no lo fue. Hacia las diez y media, cuando Henry montó en el cabriolé con Wiggins, las nubes se estaban amontonando en el norte y el oeste, encima de la sierra del Blencathra, ensombreciendo el valle y augurando más nieve. Wiggins movió la cabeza en un gesto de contrariedad, frunció los labios y añadió más mantas para sus pasajeros.
Estaban por lo menos a medio camino de Penrith cuando el cielo se oscureció y se levantó un viento cortante que trajo las primeras ráfagas blancas. Hacía varios años que Henry no coincidía con Benjamín Dreghorn y en circunstancias normales habría estado deseoso de volver a verlo, pero esta vez resultaría muy duro. Se había ofrecido a ir a recogerlo para evitar que Antonia tuviera que darle las malas noticias. Naturalmente, cuando había salido de Palestina varias semanas atrás, lo único que tenía en perspectiva lo llenaba de felicidad: pasar una Navidad en familia. La amargura que lo aguardaba sería del todo inesperada.
Henry se arrebujó en la manta para protegerse de la nieve que le azotaba la espalda mientras se aproximaban al pueblo. Confió en que el tren no llegase con retraso. Si la nevada había sido intensa en el páramo de Shap, cabía que lo hubiese demorado. Entonces no tendrían más remedio que aguardar. Se volvió en el asiento para mirar hacia atrás, pero lo único que vio fueron remolinos de nieve grisácea; incluso las colinas y laderas más cercanas habían desaparecido.
Wiggins, con el sombrero calado hasta las orejas, encorvó los hombros. El caballo avanzaba penosamente, armado de paciencia. Henry procuró ordenar sus ideas para poder referir la tragedia a Benjamin con el mayor tacto posible.
Afortunadamente, el tren llegó con apenas veinte minutos de retraso respecto de la hora prevista. La nieve comenzaba a amontonarse en algunos lugares, pero en Shap el viento la había arrastrado hacia sotavento y la línea no se vio demasiado afectada.
Henry se plantó en el andén observando cómo se abrían las puertas de los vagones y buscando la esbelta figura de Benjamin entre la docena aproximada de viajeros que se apearon. Fue el último en salir, cargado con dos maletas grandotas y sonriendo de oreja a oreja.
Henry notó una opresión en el pecho y tuvo que obligarse a avanzar hacia él.
—¡Henry Rathbone! —exclamó Benjamin con sincera alegría. Dejó las maletas con sumo cuidado en el suelo nevado del andén y le tendió la mano.
Henry se la estrechó y tomó una de las maletas.
—¡Me alegro mucho de verte! —dijo Benjamin con entusiasmo—. ¿Te quedarás a pasar la Navidad? —Cogió la otra maleta—. Qué tiempo tan malo, pero, por Dios, qué belleza, ¿verdad? Había olvidado lo increíblemente limpio que es esto, después del desierto. Y agua por todas partes. —Echó a caminar a grandes zancadas y Henry tuvo que esforzarse por no quedarse rezagado—. Antes odiaba la lluvia —prosiguió Benjamin—. Ahora comprendo que el agua es vida. Aprendes a valorarla en Palestina. No sé cómo decirte lo excitante que es pisar el mismo suelo que pisó Jesucristo.
Una ráfaga de viento helado los alcanzó al doblar la esquina que daba a la calle, y tardaron unos minutos en intercambiar saludos con Wiggins, cargar el equipaje, salir del pueblo y enfilar de nuevo el camino de poniente.
Benjamin reanudó su relato.
—No te creerías los lugares en los que he estado, Henry. He visto las tierras de Galilea, probablemente la misma colina en la que Jesucristo pronunció el Sermón de la Montaña. ¿Te lo imaginas? He visitado Cafarnaún, Cesárea, Belén, Tarso, Damasco y, sobre todo, he recorrido las calles de Jerusalén y he subido al Gólgota. ¡He estado en el Huerto de Getsemaní!
Su voz traslucía todo su asombro. Incluso abrigado para protegerse del viento y la nieve, su rostro bronceado resplandecía.
—Eres muy afortunado —contestó Henry con sinceridad, pese a lo irrelevante que parecía ahora todo aquello—. No sólo por haberlo visto, sino por ser tan consciente de su significado.
—He traído algo muy especial como regalo de Navidad para Joshua—prosiguió Benjamin—. No sé si sabrá apreciarlo siendo tan joven, pero seguro que con el tiempo lo hará. Lo llevo en la maleta marrón, por eso la manejo con tanto cuidado. Antonia se lo guardará, si es preciso. Aunque creo que ya tiene nueve años. Supongo que lo entenderá.
—¿Qué es?
Benjamin sonrió ampliamente. Era un hombre apuesto, de cuerpo grande y fuerte, y con una dentadura impecable.
—Un fragmento de manuscrito que data de una época inmediatamente posterior a la del propio Jesucristo. Es el original de media docena de versículos del Nuevo Testamento, sólo una página, pero ¿te imaginas cómo debió de sentirse el hombre que lo escribió? —Su voz transmitía puro entusiasmo—. Va en un estuche de madera labrada. Un trabajo precioso. Y huele de maravilla. Me dijeron que era el aroma del incienso.
—Estoy convencido de que le gustará —respondió Henry—. Si no ahora mismo, en un año o dos.
—Aguarda a que Judah lo vea —dijo Benjamin de manera ansiosa.
Henry no pudo postergarlo más. Si no hablaba en ese momento sería como mentir. Se volvió hacia un lado y el viento le hizo llorar.
—Benjamin —comenzó—, he venido a recogerte en persona no sólo porque tuviera ganas de verte, sino porque hay noticias concretas y he preferido que Antonia no tuviera que dártelas ella misma...
El semblante del viajero perdió la ilusión y la dicha. De repente sus ojos azules se volvieron sombríos, el viento cortante y el agreste paisaje descolorido parecieron hostiles, el frío era más penetrante que nunca.
Henry no se demoró.
—Judah falleció en un accidente hace ocho días. Salió por la noche y resbaló con el hielo de las piedras que cruzan el arroyo.
Benjamin lo miraba fijamente.
—¡Murió! ¡Es imposible, sólo hay tres palmos de profundidad en lo más hondo, como mucho! —protestó.
—Debió de golpearse la cabeza contra las piedras.
Henry no abundó en más detalles. La explicación no alteraba la verdad.
—¿Y qué hacía allí fuera de noche? —preguntó Benjamin—. ¡Allí no hay nada!
—Nadie lo sabe —contestó Henry—. Sólo dijo que le apetecía estirar un poco las piernas antes de acostarse. Había llevado a Antonia y a Joshua a un recital en el pueblo.
—¡Eso es absurdo!
Henry no discutió. Se guardó mucho de decir que las tragedias inesperadas casi siempre lo eran.
Benjamin se volvió hacia delante y clavó la mirada en la ventisca, con el rostro congelado en una expresión de atónito dolor. ¿Cómo podía cambiar tanto el mundo en un instante y sin previo aviso?
Recorrieron al menos otro kilómetro sin pronunciar palabra y ya estaban tomando la última curva del camino cuando la nevada amainó y apareció un parche azul en el cielo. Una franja de luz plateada brilló en la superficie lisa del lago, tan fulgurante que deslumbraba. El propio pueblo resultaba casi invisible bajo el manto blanco que cubría los tejados.
Si Henry tenía intención de contar a Benjamín lo de la acusación para ahorrarle a Antonia el mal trago, le quedaba poco tiempo para hacerlo.
—Benjamín, he de decirte otra cosa antes de que lleguemos a la casa —empezó—. Preferiría que Antonia, que me lo contó a mí, no tuviera que pasar por eso otra vez.
Benjamin se volvió lentamente.
—Judah ha muerto. ¿Qué más puede haber?
Tenía el rostro transido de dolor. Había amado profundamente a su hermano, y su admiración por él había sido vehemente. Lo único peor que referirle la acusación de Gower sería permitir que se enterase por boca de terceros.
—Ashton Gower va diciendo por ahí que Judah lo encarceló injustamente con el único propósito de quedarse con la finca —dijo Henry sin rodeos—. Es un desatino, por supuesto, pero hemos de hallar el modo de obligarlo a retirar la acusación y que no la repita nunca más. Está causando mucha aflicción.
—Ashton Gower está en prisión, que es donde le corresponde —replicó Benjamin no sin cierta frialdad—. Y en concreto, ¿quién está difundiendo tales mentiras? Voy a poner fin a esta situación de inmediato, recurriendo a la ley, si es preciso —declaró con convicción.
Era un hombre robusto, como todos los hermanos Dreghorn, pero además poseía un notable intelecto. En la universidad cosechó un triunfo tras otro y su familia se llevó una buena sorpresa con su decisión de estudiar teología. Pero cuando sus rentas de la finca lo liberaron de la necesidad de ganarse el sustento y siguió sus sueños académicos hasta Tierra Santa, a todos les pareció de lo más natural.
—Gower ha cumplido su sentencia —lo corrigió Henry—. Ahora es libre y, por desgracia, ha decidido regresar a los Lagos.
—¿Cuándo?
—Hace cosa de un mes.
—Entonces iré a verlo en persona. Me sorprende que no lo hayan echado del pueblo. ¿Qué clase de hombre difama a los muertos y agrava el pesar de una viuda y su hijo? ¡Es una indecencia!
—Es un hombre sumamente desagradable —coincidió Henry.
—¡Es un falsificador convicto y un presunto ladrón! —repuso Benjamin—. De no haber sido por Colgrave se habría salido con la suya.
—Pero hizo esas acusaciones cuando Judah aún vivía —apuntó Henry—. Tengo entendido que no las ha repetido en público desde entonces, aunque sin duda lo hará. Está decidido a limpiar su nombre.
Benjamin soltó una carcajada y el enojo le endureció las facciones.
No había más tiempo para conversar. Se aproximaron a la verja de la finca y Henry saltó del cabriolé para abrirla y cerrarla. Luego siguió a pie por la grava hasta la puerta principal al tiempo que Antonia salía de la casa.
Benjamin se apeó, fue a su encuentro con un par de zancadas y la tomó entre sus brazos, sosteniéndola con delicadeza, como si fuese un niño lastimado.
Entonces levantó la vista y vio a Joshua en el umbral, empequeñecido por las inmensas jambas y con una expresión entre avergonzada e infeliz.
El viajero soltó a la mujer y subió la escalinata. Por un instante pareció vacilar sobre cómo tratar a Joshua. Titubeó, dudando ente abrazarlo o estrecharle la mano.
El niño tragó saliva, manteniéndose perfectamente erguido.
—Hola, tío Benjamin —saludó en voz muy baja.
Benjamin hincó la rodilla.
—Hola, Joshua.
Le tendió los brazos y el niño se dejó estrechar, y luego, tras un largísimo instante, correspondió muy despacio, deslizando los brazos en torno al cuello de Benjamin y apoyando la cabeza en su hombro.
A Henry lo embargó la emoción y se volvió hacia Antonia. Le ofreció el brazo para subir la escalinata y Wiggins los siguió con las maletas de Benjamin.
A la mañana siguiente, Henry se levantó temprano para no quedarse en la cama pensando. Cuando bajó al comedor se encontró con que Benjamin ya estaba allí ante un plato de salchicha de Cumberland, huevos y panceta, acompañados de una gruesa tostada. En vez de mermelada de naranja había una confitura densa y oscura. Recordó de ocasiones anteriores que era confitura de wetherslacks, una variedad de ciruela ovalada y algo acida, conocida como damascena en el resto de Inglaterra, y que era la favorita de Benjamin.
Éste saludó, forzando una desconsolada sonrisa.
—Buenos días, Henry. Voy a ir a ver a Colgrave esta misma mañana. Debe de haber nevado casi toda la noche, así que habrá mucha nieve. Podemos ir a caballo. Sólo hay un par de kilómetros. Es un canalla empalagoso, y si tuviese una pizca de decencia ya le habría parado los pies a Gower, pero a lo mejor podemos despabilarlo un poco. —Tomó otro bocado de su plato—. O hacer que nos tenga más miedo a nosotros que a lo que Gower pueda llegar a hacerle. Ephraim llegará cualquier día de éstos, pero es imposible saber cuánto se prolongará el viaje en barco desde Suráfrica. ¡Qué espantosa vuelta a casa!
—Antonia también espera a Naomi —apuntó Henry.
—Dudo de que pueda ayudarnos. —Benjamin, abatido, encorvó sus anchos hombros—. Echo de menos a Nathaniel. ¿Qué nos está sucediendo, Henry? Judah era el mayor, y sólo tenía cuarenta y tres años, ¡y ya sólo quedamos dos! Joshua es el único heredero de los Dreghorn.
—De momento —señaló Henry.
Benjamin pasó por alto la observación.
—Más vale que comas algo —dijo en cambio—. No puedes salir con este tiempo sin meterte un buen desayuno entre pecho y espalda.
Y a pesar de que, en efecto, apenas había un par de kilómetros hasta la casa de Peter Colgrave, no fue tarea fácil llegar. La nieve se había amontonado durante la noche y en algunos lugares tenía un espesor de casi un metro.
Cabalgaron hacia el lago y cruzaron el arroyo aguas abajo, donde había un tosco puente formado por dos lajas de piedra apoyadas en ambos extremos y sobre una piedra central. A pie, uno mantenía el equilibrio con cuidado, pero yendo a caballo no había más remedio que pasar chapoteando con el agua por encima de los corvejones y subir a la otra orilla.
Medio kilómetro más adelante vieron el campanario cuadrado de la iglesia de piedra y la vicaría, y cien metros más allá la casa de Colgrave, también de piedra. Era hermosa, con grandes ventanales y el tejado de pizarra impecable. Saltaba a la vista en qué partes se había empleado el dinero procedente de la venta de la finca para reparar y ampliar la propiedad, así como para construir nuevas cuadras. Allí fue donde dejaron los caballos.
—Entren —invitó Colgrave, disimulando con gran esfuerzo su sorpresa y considerable renuencia—. Me alegro de verle, Dreghorn. Mi más sentido pésame por su hermano. Ha sido una tragedia.
—Gracias —dijo Benjamin de manera sucinta—. Recordará a Henry Rathbone, supongo.
—Me temo que no —contestó Colgrave, mirando a Henry de arriba abajo, tratando de ubicar su delgada figura y su afable rostro anguloso—. Mucho gusto, señor Rathbone.
Henry correspondió, aunque tuvo que esforzarse por esbozar una sonrisa. Colgrave era corpulento, con tendencia a engordar, pese a que tendría cuarenta años a lo sumo. Tenía el pelo castaño oscuro y un rostro inteligente y amable, de expresión un tanto circunspecta.
—Adelante, caballeros —ofreció Colgrave, conduciéndolos por un vestíbulo con paneles de madera donde colgaban bellos retratos de hombres y mujeres que, cabía suponer, eran sus antepasados. En su estudio había un buen fuego encendido y la habitación estaba caldeada. Las estanterías que cubrían las paredes estaban llenas de libros encuadernados en piel con los títulos estampados en oro—. ¿En qué puedo servirle? —preguntó—. Cualquier cosa que esté en mi mano, con tal de serle útil. ¿Tiene previsto volver a Oriente? Palestina, ¿verdad? Debe de ser fascinante.
Se dirigía a Benjamin. Consideraba que Henry no era importante, meramente un amigo que lo acompañaba, y quizá no anduviese del todo descaminado.
—No hasta que haya limpiado el nombre de mi hermano —replicó Benjamin sin rodeos.
—¡Oh! —Colgrave exhaló un suspiro—. Sí. Un asunto espantoso. —Torció el gesto en una expresión de desagrado—. Gower es un verdadero intruso, un desvergonzado. Ese sujeto es un farsante, un impostor, y ahora calumnia a un buen hombre. Lástima que no podamos echarle los perros, pero así son las cosas.
Encogió un poco los hombros.
—Si fuese tan sencillo como eso, no necesitaría su ayuda —replicó Benjamin—. Usted vio las escrituras originales que según él eran auténticas.
Colgrave enarcó las cejas.
—Por supuesto. Estaban tan mal falsificadas que no entiendo cómo pudo alguien darlas por buenas alguna vez, aunque supongo que muchos de nosotros no estamos familiarizados con esa clase de documentos, del mismo modo que tampoco tenemos costumbre de sospechar que nuestros vecinos cometan delitos tan estúpidos.
—Pero ¿usted juraría que estaban falsificadas? —insistió Benjamin.
—¡Ya lo hice, querido amigo! En el juicio. Y tampoco es que todo se basara sólo en mi testimonio, además. Vino un experto de Kendal que también juró que eran completas falsificaciones del principio al final. Todos lo sabíamos. —Hizo un ademán evasivo—. Todo esto se olvidará. Nadie con dos dedos de frente dará crédito a Gower. Los únicos que alguna vez le escuchan son los recién llegados. Son media docena de familias, una o dos de ellas con dinero, debo admitirlo, que no estaban aquí en esa época y por tanto no saben de qué va el asunto.
—¿Quiénes son? —preguntó Benjamin.
—Déjelo correr por un tiempo —aconsejó Colgrave en tono apaciguador—. Hablaré con ellos en su nombre y les contaré la verdad del asunto. Si va ahora, en caliente, sólo conseguirá enemistarlos con usted. A nadie le gusta que le tomen por idiota, ¿entiende?
—¿Idiota? —preguntó Benjamin.
—Desde luego, idiota. ¿Quién, si no un idiota, creería a un falsificador convicto como Ashton Gower? No tardarán en descubrir de qué pie cojea. ¡Aguarde a que dé rienda suelta con cualquiera de ellos a ese humor de perros que gasta! O a que pida prestado un caballo y lo devuelva cojo a su amo, como hizo con el pobre Bennion, o a que solicite un préstamo que todos los demás sabemos que nunca devolverá. Entonces desearán haber sido más sensatos y no haberle creído ni un instante. Con lo enojado que está usted, y con razón, por supuesto, ahora sólo se granjearía su aversión.
A Henry le desagradó tener que dar la razón a Colgrave, pero la franqueza no le dejaba alternativa. Se despidieron y se marcharon, pero en cuanto estuvieron fuera Benjamin dio media vuelta.
—Antes de recoger los caballos me gustaría ir al cementerio. —Suspiró profundamente con aire melancólico, evitando mirar a Henry a la cara—. Quiero ver la tumba de Judah.
—Por supuesto —dijo Henry—. Te acompaño. ¿O prefieres ir a solas?
Benjamin vaciló.
—Aguardaré —agregó Henry enseguida—. Ya iré después. Voy por los caballos, así no tendremos que volver.
Benjamin asintió con un gesto, pues no quiso arriesgarse a hablar, pero sus ojos reflejaron su gratitud.
Henry se quedó un rato observando a Benjamin mientras éste caminaba sobre la capa de nieve hasta la tapia del cementerio y se perdía entre las ramas de los tejos. Luego se dirigió al patio de la cuadra y, cuando regresó, Benjamin ya estaba esperándolo.
—Quiero ir a ver a Leighton, si es que aún es el médico de por aquí —dijo montando su caballo—.
Y si no es él, a quien lo sea. No entiendo que Judah fuese tan torpe como para resbalar sobre las piedras del vado. Pasó aquí toda su vida. ¿Adonde pensaba ir, además? ¿Qué hacía cruzando el arroyo a esas horas de la noche? Y para empezar, ¿por qué había salido?
—No lo sé —reconoció Henry, manteniendo los caballos al paso, uno al lado del otro mientras se dirigían al pueblo—. ¿Crees que eso es importante ahora?
Benjamin lo miró con dureza.
—¡Claro que es importante! Todo esto es absurdo. Hay algo turbio, y pienso averiguar la verdad. Ashton Gower tiene que ser silenciado, y para siempre. No podemos permitir que Antonia viva con el temor de que vuelva a la carga.
Tanto su rostro como su tono de voz revelaban el enojo que le causaba Henry por no entenderlo.
El pesar y la confusión le herían en lo más vivo, y Henry se dio cuenta de ello. Aun así, la reacción de Benjamin le dolió, y tuvo que esforzarse para no perder el dominio de sí mismo. Hacía años que conocía a ese hombre y siempre lo había apreciado tanto como a su hermano Judah, y el sentimiento de pérdida tampoco le resultaba ajeno. Aunque su esposa hubiese fallecido muchos años atrás, el recuerdo de ese dolor no se había borrado.
Todavía nevaba un poquito, pero el viento había cesado. Un cuarto de hora después llegaron a casa del médico y dejaron los caballos en la verja. Tuvieron que aguardar otro cuarto de hora antes de que los recibiera.
—Lo siento muchísimo —dijo a Benjamin—. Ha sido un suceso espantoso. Es de agradecer que haya venido, Rathbone. ¿En qué puedo servirles?
Era un hombre enjuto, nervudo y enérgico, dotado de una voz muy grave, de edad más próxima a la de Henry que a la de Benjamin.
Este mostraba cierto rubor en las mejillas, tanto por la ira contenida como por el frío del exterior.
—Hay diversos aspectos relativos a la muerte de Judah que carecen de sentido —contestó—. Quisiera averiguar qué ocurrió realmente.
Se plantó en medio de la habitación, delgado, ancho de espaldas, con el rostro severo y curtido por el sol de Tierra Santa.
Leighton había sido médico rural durante veinte años. Comprendía el dolor y también la ira que se adueñaba de los hombres para combatirlo. Se apoyó contra la librería y miró a Benjamin con seriedad.
—Los hechos son simples. Judah salió a dar un paseo hacia las diez y media. La luna estaba en cuarto menguante, pero era una noche muy oscura. Llevaba consigo una linterna que la corriente arrastró hasta la orilla del arroyo y que apareció a pocos metros de él. Viendo que no regresaba a casa, poco después de la medianoche Antonia, que ya estaba muy inquieta, envió a los criados en busca de su marido. Encontraron el cuerpo atrapado en las rocas de la cascada un poco más abajo de las piedras del vado.
—¡Todo eso ya lo sé! —espetó Benjamin con impaciencia—. Henry me lo contó. ¿Qué hacía allí? ¿A qué había salido? ¿Por qué intentó cruzar por las piedras heladas en plena noche? ¿Adonde iba? ¿Cómo es posible que un hombre fuerte se ahogue en dos palmos de agua? El arroyo no corre tan deprisa como para que alguien pierda pie, ni siquiera en esta época del año. ¡Yo mismo me he caído de esas piedras una docena de veces y lo peor que me ha ocurrido ha sido mojarme la ropa!
—Puedes caerte de un caballo cien veces y no hacerte más que unos rasguños o incluso romperte una clavícula, como mucho —dijo Leighton en tono razonable—. Pero la caída ciento uno puede matarte. Benjamin, no busques razones donde no las hay. Resbaló en la oscuridad y sufrió una mala caída. Se dio un golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido. De no haber sido así, sin duda habría salido del arroyo por su propio pie y habría regresado a casa. Por desgracia, no fue así.
—¿Cómo sabe que se golpeó la cabeza al caer? —le retó Benjamin—. ¿Cómo sabe que nadie lo atacó?
El semblante de Leighton se ensombreció.
—No empieces por ahí, Benjamin —advirtió—. No hay pruebas que indiquen nada en ese sentido. Judah resbaló. Fue un trágico accidente. Se ahogó. El arroyo lo arrastró hasta la cascada y...
—¿Lo examinó usted? —interrumpió Benjamin.
—Por supuesto.
—¿Qué averiguó exactamente?
—Que la causa de la muerte fue ahogamiento. Presentaba varias abrasiones en la cabeza y los hombros: una donde una piedra lisa lo había golpeado, que sería cuando cayó; varias otras con más asperezas, de cuando la corriente lo arrastró hasta la cascada.
—¿Está seguro de que fueron esas piedras? —insistió Benjamin.
—Sí. En las heridas hallé fragmentos de algas y la grava del fondo le había arañado las manos. —Su expresión era triste y paciente—. Benjamin, no hay nada más que lo que te he contado. No busques razones ni justicia en ello. No las hay. La muerte de un buen hombre que debería haber disfrutado de una vida larga y plena siempre es una tragedia injusta. Estas cosas ocurren, seguramente mucho más a menudo de lo que crees, porque sólo nos afectan cuando se trata de alguien a quien amábamos. La gente muere en las montañas, hay accidentes de barca en los lagos, caídas durante partidas de caza. Lo siento.
—Pero ¿qué hacía cruzando el arroyo en plena noche?
Benjamin no podía quitarse esa pregunta de la cabeza. Leighton frunció el ceño.
—Nadie lo sabe. Me figuro que nunca lo sabremos. Ocúpate de lo que ahora importa. Ayuda a Antonia a aceptarlo. Bríndale tu apoyo y haz lo que puedas por Joshua. Ahora necesitan tu fortaleza, no hacerse un montón de preguntas para las que no hallaremos respuesta. E incluso si la hallásemos, no cambiaría lo que ha sucedido. El resto de la familia es su tabla de salvación.
Benjamin se quedó un tanto confundido.
—¿Y Ashton Gower? —preguntó enojado—. ¿Quién va a hacerle callar? ¡Juro por Dios que, si sigue mancillando el nombre de Judah, lo haré yo! ¡Y si tuvo algo que ver con la muerte de Judah, lo que sea, lo demostraré y haré que lo cuelguen!
Leighton adoptó un aire adusto. Se irguió y frunció el ceño.
—Se te puede perdonar hasta cierto punto debido a la impresión de tu pérdida, Benjamín, pero, si sugieres fuera de estas cuatro paredes que Gower tuvo algo que ver con la muerte de tu hermano, serás aún más culpable de difamación que él. No hay absolutamente nada que indique que se encontrara con Judah ni que tuviera intención de hacerle daño, ni entonces ni en ninguna otra ocasión. Te ruego que no añadas más aflicción a la que ya soporta tu familia. Hacerlo sería sumamente irresponsable.
Benjamín permaneció inmóvil un rato. Al cabo se volvió y salió a grandes zancadas dejando la puerta abierta a sus espaldas.
—Lo lamento —dijo Henry, disculpándose por él—. La muerte de Judah ha sido un golpe muy duro para él, y las acusaciones de Ashton Gower son maliciosas y completamente erróneas. Judah fue uno de los hombres más honestos que he conocido en toda mi vida. Manchar su reputación ahora es un acto de maldad. Estoy completamente de acuerdo con Benjamín y, decida lo que decida él, yo haré cuanto esté en mi mano para proteger a la viuda y al hijo de Judah de semejante calumnia.
—Todos los vecinos del pueblo lo harán —aseguró Leighton con gravedad—. Gower no goza de muchas simpatías. Es arrogante y brusco. Todos recordamos lo que hizo con las escrituras falsificadas. Pero, si Benjamín lo acusa de la muerte de Judah, pondrá las cosas más difíciles de lo que deberían ser, porque entonces no faltará quien vea injuria por ambas partes, lo cual suscitará enemistades y dividirá al pueblo. Esa clase de enfrentamientos pueden tardar años en dirimirse, a veces generaciones, porque la gente se afianza en su postura, se suman nuevos agravios y ya no hay vuelta atrás.
—Hablaré con él —prometió Henry. Se despidió y salió al exterior nevado para alcanzar a su compañero.
Benjamín aguardaba junto a los caballos. Dirigió a Henry una mirada desafiante con sus ojos azules encendidos.
—Ya lo sé —dijo sin que Henry tuviera ocasión de hablar—. Pero es que detesto el tono de suficiencia y superioridad moral de ese... —Se interrumpió—. Me ha dado sed de tanto andar por la nieve. Vayamos al Fleece a beber una jarra de cerveza de Cumberland. Hace mucho tiempo que no he probado una Snecklifter . Lástima que sea pronto para almorzar, si no podríamos tomar un poco de pan y un pedazo de Whillimoor Wang. Ese queso seco y desaborido te hace sentir que estás en casa. Me gustaría oír un par de anécdotas de cazadores y perros, o incluso una descabellada historia de demonios y hadas de las que tanto gustan en estos pagos. ¿Sabes que a veces las inscribían como causa de una muerte? ¡Víctima de las parcas!
Henry sonrió.
—¡Eso habrá explicado multitud de contingencias!
Benjamín rió con aspereza.
—Cuéntaselo a los agentes de la ley...
Una hora después, reanimados tras entrar en calor y entretenidos por historias cada vez más exageradas, contadas en el cerrado dialecto de Cumberland, salieron de nuevo a la calle, donde el día se había abierto y el sol se filtraba por amplios claros entre las nubes, resplandeciendo en la nieve y reflejándose en largas franjas azules y plateadas sobre el lago.
Apenas habían cabalgado unos cien metros pasando por delante de pequeñas tiendas, la herrería y el patio del tonelero, y hallábanse a la altura del taller de zuecos, donde un artesano vaciaba las suelas de madera con su chaira, cuando estuvieron a punto de chocar contra un hombre corpulento y de abundante pelo negro.
El hombre iba a pie y Benjamín lo miró, ciego de ira. El hombre le sostuvo la mirada entrecerrando los ojos con aire de profunda aversión. Henry no necesitó que le dijeran que se trataba de Ashton Gower.
—¡Así que ha regresado de seguir los pasos de Dios! —soltó Gower con sarcasmo—. Eso le hará mucho bien. Tendré el decoro de respetar el duelo por consideración a la viuda, aunque quienes sacan provecho del pecado son tan culpables como quienes lo cometen. Aunque me figuro que una mujer debe permanecer junto a su hombre, no tiene elección. A fin de cuentas, eso no cambia nada.
—Nada en absoluto —corroboró Benjamin con acritud—. Como diga una palabra más contra mi hermano, lo demandaré por calumnia y volverá a la cárcel, que es donde debería estar. No tendrían que haberlo soltado.
—La calumnia se juzga por lo civil, señor Dreghorn —contestó Gower, fulminándolo con la mirada—. Y tiene que ganar antes de hacerle nada a nadie. Carezco de dinero para pagarle daños y perjuicios. Usted y sus parientes ya me arrebataron todo lo que era mío. No puede robarme dos veces, ni siquiera si demostrara que miento, cosa imposible porque cuanto digo es la pura verdad.
Henry se puso tenso, temeroso de que Benjamin fuese a arremeter contra Gower a pesar de estar a lomos del caballo. Sin embargo, no fue así, sino que permaneció sentado e inmóvil en el aire gélido.
—Es una lástima que no pueda difamarlo a usted, Gower —contestó—, porque nada de lo que pueda decir sobre usted es falso. Es un mentiroso probado, un falsificador y un aspirante a ladrón. Sólo fracasó por torpe, por ser un falsificador tan zafio que bastó un mero vistazo para constatar que las escrituras eran falsas. ¡Ni eso supo hacer bien!
Gower se ruborizó; sus ojos parecían agujeros negros en su semblante. Ahora fue él quien por un momento pareció que no iba a saber refrenar el impulso de emprenderla a golpes, incluso de agarrar a Benjamin y derribarlo del caballo. Avanzó un paso con el brazo en alto, pero finalmente se detuvo.
—¿Es esto lo que le ocurrió a Judah? —preguntó
Benjamin, hablando entre dientes—. ¿Le llamó ladrón fracasado y usted perdió los estribos?
Poco a poco Gower se fue serenando y una lenta sonrisa le mudó la expresión.
—No lamento que haya muerto, Dreghorn, en realidad me alegro de ello. Era un hombre corrupto que abusaba de su poder y su cargo, y pocas cosas hay peores que un juez que se sirve de su posición para robar a quienes acuden a él creyendo que se les hará justicia. Si el propio juez está podrido, ¿qué esperanza queda? Eso es un pecado mortal, Dreghorn. Apesta hasta el cielo.
Retrocedió y levantó la cabeza.
—Sin embargo, yo no lo maté. Fue muy injusto conmigo, y de la peor manera posible. Me envió a prisión por un delito que no cometí, me arrebató mi herencia y me robó once años de vida. He hablado mal de él, y lo seguiré haciendo mientras me quede aliento, pero jamás alcé la mano contra él ni pedí a ningún otro hombre que lo hiciera por mí. Y si espero el tiempo debido y defiendo mi causa ante el pueblo, tal vez el Señor me devuelva lo que me pertenece.
—¡Por encima de mi cadáver! —exclamó Benjamin con furia implacable—. No le acusaré de asesinato hasta que pueda demostrarlo, pero no le quepa duda de que entonces lo haré. Y le veré colgar de una soga.
—No; si aún queda algo de justicia bajo el cielo, no será así —replicó Gower—. Yo no lo maté.
Sin borrar de su rostro la sonrisa socarrona, siguió su camino a través de la nieve hacia el centro del pueblo, mientras el viento procedente del lago agitaba los faldones de su abrigo.
Benjamin lo observó hasta perderlo de vista, luego él y Henry cabalgaron de regreso a la finca.
—Me encanta esta tierra —dijo Benjamin al cabo de un rato—. Había olvidado lo bien que te hace sentir. No soportaría verla envenenada por ese hombre. La idea de que Judah cometiera un acto deshonesto es absurda. ¿Qué podemos hacer al respecto, Henry? ¿Cómo impedimos que vaya diciendo esas cosas por ahí?
Henry había temido que le formulara aquella pregunta.
—No lo sé. He estado pensando en las posibles soluciones, pero después de ver a Gower, cualquier clase de razonamiento parece condenado al fracaso. Se ha convencido a sí mismo de que las escrituras eran auténticas.
—¡Eso es ridículo! —espetó Benjamin con brusquedad—. No sólo eran falsificaciones, sino que además eran pésimas. El experto así lo testificó bajo juramento, pero de todas formas era evidente a simple vista. Gower está tan corroído por el odio que ha perdido el juicio. A lo mejor la prisión le ha afectado las facultades mentales. —Miró a Henry—. Según tú, no supone un peligro para Antonia, ¿verdad?
Henry no supo cómo contestar con franqueza. Le habría gustado decir algo tranquilizador, pero en Ashton Gower había visto un odio que no atendía a razones.
No dudaba de que aquel hombre fuese culpable de haber falsificado documentos en una estúpida intentona por hacerse con la finca. Aun si Henry no hubiese conocido a Judah, estaba el testimonio de los expertos acerca de las escrituras. Tal vez Benjamin llevase razón y Gower había perdido el equilibrio mental en prisión. Dios sabía bien que no sería el primero a quien le sucediera algo así.
—¡Henry! —espetó Benjamin de forma brusca.
—No lo sé. —Henry se vio obligado a ser sincero—. Creo que deberíamos advertir a Antonia. Y los sirvientes también deben estar al corriente. Hay que cerrar la casa a cal y canto por la noche. Tenéis perros; avisarán si entra alguien que no debería andar por la propiedad. A lo mejor todo esto es innecesario, pero mientras Gower se encuentre por la zona, y en el estado mental en que se halla, me parece conveniente ser precavido.
Benjamin se detuvo, tirando con fuerza de las riendas, y se volvió en la silla.
—¿Crees que asesinó a Judah?
Era una idea espantosa, pero a Henry también se le había ocurrido.
—Lo cierto es que no lo sé —reconoció—. Pienso que es un hombre malvado y que puede estar un poco loco. Pero me parece más acertado pecar de precavido a lamentar las consecuencias de no haber tomado precauciones.
—¿Cómo podemos advertir a Antonia sin asustarla?
—No creo que eso sea posible.
—Pero entonces... ¡Maldito sea Gower! —exclamó Benjamin enfurecido—. ¡Así se pudra en el infierno!
Al anochecer dejó de nevar y un ventarrón sopló desde el lago gimiendo en los aleros y haciendo vibrar las ventanas. Por la mañana, cuando Henry descorrió las cortinas antes de que la señora Hardcastle le llevara el té, el cielo se había abierto sobre las paredes de las caras norte y oeste de los montes, y más abajo la nieve se había acumulado en abundancia contra las paredes y las cercas.
El jefe de la estafeta de correos llegó después del desayuno con un telegrama de Ephraim, enviado la víspera desde Lancaster, en el que anunciaba que llegaría en el tren de mediodía. El abogado también acudió a caballo desde el pueblo, antes de dirigirse a Penrith, para hablar sobre la finca con Antonia y Benjamin. Así pues, era de nuevo Henry quien aguardaba en el andén cuando el tren entró en la estación escupiendo vapor y con casi una hora de retraso debido a la intensa nevada que había caído en el páramo de Shap.
Vio a Ephraim de inmediato. Era tan alto como Benjamin, pero más delgado, y caminaba con unos andares desenvueltos y confiados a pesar del frío. Sólo llevaba una maleta; era bastante grande, pero en su mano parecía no pesar en absoluto. Igual que Benjamin, estaba curtido por el sol y el viento, y frunció levemente el ceño al no encontrar a quien esperaba aguardándolo en el andén. Echó un vistazo al cielo, quizá temiendo que la nevada hubiese sido peor allí, con lo cual no podría concluir su viaje hasta que despejara.
—¡Ephraim! —llamó Henry—. ¡Ephraim!
Éste se volvió, asustado al principio, aunque enseguida se le iluminó el semblante al reconocer a Henry. Soltó la maleta y fue a su encuentro para estrecharle la mano.
—¡Rathbone! ¿Cómo estás? ¿Qué haces aquí? ¿Has venido a pasar la Navidad con nosotros? Cuánto me alegro. Será como en los viejos tiempos. Tienes mala cara, debes de estar helado. ¿Dónde están todos? ¿Y Judah? ¿Llevas mucho rato esperando?
—Aquí en el andén, no mucho —contestó él, sonriendo—. He estado en la posada con una jarra de Cockerhoop —añadió, refiriéndose a la cerveza ligera tan popular en la región.
Henry agradeció que Ephraim le dispensara esa afectuosa bienvenida a lo que en principio había de ser una reunión familiar. Al fin y al cabo, él no era un Dreghorn, sólo el padrino de Antonia, una relación meramente honorífica, no de auténtico parentesco. Le horrorizaba haber de contarle la verdadera razón de su presencia allí; tenía un nudo en la garganta y el estómago tenso. ¿Debía malograr su placer siendo franco y directo, o era mejor concederle un poco de tiempo para que disfrutara al menos de la sensación de volver al hogar?
Ephraim sonreía abiertamente. Más reservado que su hermano, era un hombre impetuoso de pensamientos profundos que rara vez compartía. Cualesquiera temores o dudas que abrigara acerca de cualquier cosa, los dominaba sin exteriorizarlos. Pero después de cuatro años en África, el reencuentro con sus queridos Lagos le infundía una alegría que fácilmente hallaba expresión.
—Me parece perfecto —dijo entusiasmado—. Iremos a dar largos paseos por la nieve, incluso escalaremos un poco, y luego nos sentaremos junto a un buen fuego a charlar de nuestros sueños y a contarnos anécdotas. ¡Te aseguro que tengo unas cuantas! Henry, ¡en África ocurren cosas que no te creerías!
Agarró la maleta y anduvo al paso de Henry hasta el cabriolé que los aguardaba y al que Wiggins ya había dado la vuelta cuando oyó que llegaba el tren.
—¿Cómo está Judah? —preguntó Ephraim en cuanto el cabriolé se puso en marcha—. ¿Ya habéis recibido noticias de Ben? ¿Y Naomi? ¿También va a venir?
Al pronunciar el nombre de su cuñada, su voz traslució un claro entusiasmo, y al instante se volvió como si quisiera evitar que sus ojos traicionaran la emoción que experimentaba.
Las ideas se agolpaban en la mente de Henry, consciente de que había una nueva dimensión en la que ni siquiera se le había ocurrido pensar: evidentemente, no sería capaz de captar el dolor de Ephraim tan bien como el de Benjamin, había abismos insondables que no alcanzaría a comprender ni salvar. Sin embargo, no tenía alternativa. Había llegado el momento.
—Benjamin ya está aquí. —Optó por contestar primero la pregunta fácil—. Llegó hace un par de días...
Ephraim volvió hacia él sus ojos azules.
—¿Está bien? —preguntó, perplejo.
—No —respondió Henry con franqueza—. Ninguno de nosotros lo está. Judah falleció en un accidente hace diez días. —Observó el semblante de Ephraim mientras la noticia iba haciendo mella en él: primero incredulidad, luego pena—. Lamento ser yo quien haya de decírtelo, pero el abogado se ha presentado esta mañana para tratar ciertos asuntos relacionados con la finca y Benjamin se ha quedado con Antonia.
—¿Cazando? —preguntó Ephraim con voz quebrada. Judah rara vez cazaba, pero ésa era la única manera de evitar la procreación excesiva de zorros en Lakeland, y si los dejaban campar a su aire hacían estragos en los rebaños de ovino. Las ovejas y los corderos aparecían muertos; corrales enteros de pollos masacrados.
—No —contestó Henry, y le refirió sucintamente todo lo que sabían por el momento.
Ephraim se arrebujó en su abrigo como si de pronto el viento lo atravesara y ya no ofreciera resguardo a su cuerpo.
—¿Adonde demonios iba en plena noche? —preguntó con voz ronca.
—No lo sabemos. Dijo que sólo salía a respirar un poco de aire fresco antes de acostarse. Habían ido todos al pueblo a escuchar a un músico. Un violinista. Incluso tocó una pieza compuesta por Joshua.
—¿Joshua? —Ephraim repitió el nombre—. Judah decía que era brillante. Estaba muy orgulloso de él. —Le resultó difícil guardar la compostura. Su rostro permanecía impasible, pero la voz se le quebró—. Le traigo un regalo de África, aunque ahora parece intrascendente.
—No lo será —le aseguró Henry—. Benjamin también le ha regalado un bonito presente, un fragmento original de las Sagradas Escrituras en un estuche de madera labrada.
—El mío es un collar ceremonial de jefe, la versión africana de una corona —explicó Ephraim—. Es de oro y marfil. Símbolo de autoridad. A primera vista parece primitivo, pero cuando se mira con más detenimiento, se ve que está bellamente tallado. Ni por asomo recuerda algo europeo. Supongo que llevas razón y que con el tiempo lo apreciará. Hoy parecerá un objeto sumamente absurdo.
—He de decirte otra cosa antes de que lleguemos a la casa —prosiguió Henry. Avanzaban a buen ritmo. El viento había barrido casi toda la nieve del camino. Había un par de lugares en los que se había acumulado y tuvieron que apearse y sacar las palas del portaequipajes para ayudar a Wiggins a abrir un paso. Henry reparó en que el recién llegado atacaba los montones de nieve apelmazada con un brío fruto de la rabia, con la espalda encorvada, sirviéndose de todo su peso. Luego devolvieron las palas a su sitio y montaron de nuevo para seguir adelante. Sólo tuvieron que hacerlo tres veces.
—¿Qué más ha ocurrido? —preguntó Ephraim en tono inexpresivo cuando reanudaron la marcha y la vasta superficie moteada de blanco del lago apareció ante ellos.
—Ashton Gower ha salido de la cárcel y anda diciendo que lo condenaron injustamente, que las escrituras eran auténticas y que Judah lo sabía —contestó Henry, remetiendo la manta de viaje con la que ambos se tapaban. Tenía los pies mojados, igual que los bajos de los pantalones.
—Menuda estupidez —replicó Ephraim con un ademán desdeñoso, dando a entender que eso no merecía ser comentado.
—Ya sé que es una estupidez —replicó Henry—, pero lo está repitiendo con mucha insistencia y Benjamín considera importante que se le ponga freno. En el pueblo hay mucha gente que no vivía aquí en la época del juicio y no saben la verdad. Está siendo ofensivo y tiene angustiada a Antonia. No podemos prescindir de sus comentarios.
Se guardó de mencionar las sospechas de Benjamín acerca de la posible implicación de Gower en la muerte de Judah. Las reacciones de Ephraim no le resultaban fáciles de interpretar, y por tanto ignoraba el alcance de su ira tanto como la profundidad de su dolor.
Ephraim tardó un rato en contestar, al menos el preciso para recorrer otros cien metros de camino. En ese punto los tejados blancos del pueblo se veían claramente bajo la intensa luz y los árboles se perfilaban en negro sobre las aguas grises del lago.
—Henry, ¿estás diciendo que hay personas que le creen? —preguntó al cabo—. Nadie que conociera un poco a Judah daría oídos a algo semejante ni por un instante. Nunca ha habido un hombre más honesto que él, y Ashton Gower es un granuja de la peor clase, sin honor, gentileza ni ninguna otra virtud que lo salve. ¿Quién puede decir que ha recibido un favor suyo sin que luego se lo haya hecho pagar?
—Ya lo sé, Ephraim —contestó Henry—. Pienso que quizá la prisión lo haya vuelto loco. Pero eso no cambia el hecho de que está furioso y empeñado en limpiar su reputación a toda costa.
—Hablas como si creyeras que es peligroso —observó Ephraim con gravedad—. ¿Lo es?
Henry se vio en la obligación de admitirlo.
—No lo sé. Benjamin considera posible que haya intervenido en la muerte de Judah. Yo tampoco lo descarto. Ayer nos topamos con él en el pueblo y está lleno de un odio que me heló la sangre en las venas. Hemos dado instrucciones a la servidumbre de que pongan cuidado en cerrar bien por la noche y que suelten los perros. Resulta muy desagradable, Ephraim. No podemos marcharnos de los Lagos y dejar solos a Joshua y Antonia sin antes hallar una explicación satisfactoria. —Miró el semblante de Ephraim, pálido pese al bronceado del sol africano—. Lo siento. Ojalá pudiera darte noticias mejores.
El recién llegado apoyó una mano en el brazo de Henry y lo apretó con fuerza.
—La verdad, Henry. Eso es lo único que nos servirá. Gracias por haber venido. Necesitaremos tu ayuda.
Henry se abstuvo de decir que podían contar con él; Ephraim lo sabía de sobra.
Fue una velada sombría y silenciosa, la lluvia y la nieve golpeaban alternativamente las ventanas y el fuego rugía en el hogar. Cenaron añojo de Lakeland y sabrosos boniatos de la región sazonados con hierbas. Las especias importadas llegaban a los puertos de la costa y el pan de jengibre de Cumberland era famoso. Caliente, con crema de leche, hacía un pudín excelente.
Ephraim y Benjamin conversaron entre sí a media voz, y Henry se sentó junto al fuego con Antonia para escuchar cuanto ésta quisiera decir y, cuando así lo prefirió, pasó a contarle chismes de Londres y de la ajetreada vida de la ciudad, experiencia que ella nunca había vivido.
Henry durmió bien, cansado tras el viaje de ida y vuelta a Penrith bajo la nieve y el viento, pero se despertó muy temprano, cuando aún era de noche. No le apetecía quedarse en la cama. Se levantó, se puso ropa de abrigo y salió antes del alba.
Para cuando el sol despuntó tras las montañas del suroeste y derramó su suave luz nacarada a través de un cielo de nubes aborregadas, estaba a más de medio camino del vado donde Judah había hallado la muerte.
Los pensamientos se arremolinaban en su mente mientras avanzaba penosamente por la crujiente nieve virgen teñida de rosa por los primeros rayos de sol. ¿Era producto de su imaginación la emoción que había detectado en la voz de Ephraim cuando le preguntó si también esperaban a la viuda de Nathaniel? Mientras se formulaba esa pregunta, sabía con toda certeza la respuesta: Ephraim había estado enamorado de ella y el recuerdo de ese amor seguía vivo.
Por descontado, no la habría visto desde la última vez que ambos estuvieron en la casa solariega, lo cual, que Henry supiera, había ocurrido siete años atrás. Las personas podían cambiar mucho en tanto tiempo. La experiencia redefinía sus sentimientos o incluso los borraba.
Henry no la conocía, de hecho sólo sabía que era inglesa, de la costa oriental, y que Nathaniel sólo la cortejó unos meses antes de contraer matrimonio con ella. Poco después de la boda se marcharon a América. Antonia le había hablado con afecto de Naomi, mientras que Judah había dado muestras de tener ciertas reservas, aunque nunca dijo cuáles. ¿Sería simplemente la conciencia de que su hermano más joven también la había amado?
Henry avanzaba cuesta abajo muy despacio, poniendo mucho cuidado en no resbalar. El arroyo fluía deprisa delante de él. La reciente nevada le había añadido caudal; el agua casi cubría las piedras colocadas para cruzarlo, diez en total, planas, meticulosamente escogidas.
Allí donde el arroyo había cavado pozas en la ribera, la corriente había ido depositando hielo que relumbraba bajo la luz creciente. La orilla opuesta subía más empinada. Henry miró a izquierda y derecha, pero no detectó nada salvo hondonadas apenas visibles donde las ovejas se habían abierto camino. ¿Qué diantre llevó a Judah allí en plena noche? ¿El deseo de estar a solas con unos pensamientos que le preocupaban tanto como para no poder abordarlos en casa, estando Antonia presente? ¿O acaso había ido a encontrarse con alguien?
¿Había tenido miedo de Ashton Gower y del daño que pudiera causar? ¿Acaso éste había amenazado a Antonia, o incluso a Joshua? ¿Judah se habría planteado la posibilidad de pagarle de alguna manera con vistas a protegerlos?
Aquello era impropio del hombre que había conocido Henry. Pero ¿no cambian las personas cuando ven amenazados a los suyos?
Escrutó el arroyo crecido aguas arriba y abajo. A la luz del día la cascada se veía con toda claridad; el agua salpicaba blanca sobre las rocas escarpadas. Desde luego, eran lo bastante afiladas como para causar las heridas que Leighton había descrito. Todo encajaba con la reconstrucción de los hechos: hielo en las piedras, un paso en falso, precario equilibrio o incluso mero cansancio, y una caída podía suponer un golpe que le dejara a uno inconsciente. Boca abajo uno se ahogaría en cuestión de minutos; el agua no tenía por qué ser profunda. La corriente era capaz de arrastrar un cuerpo hasta la cascada y provocar las laceraciones que Leighton había referido.
Pero, conociendo a Gower, ¿cómo era posible que Judah se reuniera allí con él, a solas y de noche? La respuesta era simple. No lo haría. Y suponer un encuentro fortuito tampoco tenía sentido. ¡Gower no iba a aguardar allí una gélida noche de invierno a que Judah se presentase por casualidad! Pensar lo contrario era absurdo.
Ashton Gower podía muy bien haber deseado verlo muerto y alegrarse de que ahora lo estuviera, pero no existía ni un solo indicio de que lo hubiese matado, aparte de su demencia y su sed de venganza, y éstas no demostraban nada en absoluto.
De mala gana Henry dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, tiritando a pesar del abrigo, la bufanda y los guantes de cuero forrados de piel. Todo su ser deseaba creer que Gower era el responsable de lo ocurrido. Tomando en consideración los hechos resultaba absurdo, pero desde el punto de vista afectivo era la única posibilidad lógica.
Con el sol la nieve había empezado a derretirse, y para cuando llegó a la casa tenía los pies empapados, igual que los bajos de los pantalones. Subió a su habitación por la escalera de atrás y se cambió antes de volver a bajar al comedor.
La señora Hardcastle le sirvió el desayuno y Benjamín fue a verlo, curioso por saber dónde había estado.
—En el vado —contestó Henry cuando le preguntó—. ¿Té?
Benjamín se sentó. Se le veía cansado, con los ojos hundidos y ojerosos. Aceptó la taza de té que Henry le ofrecía.
—¿Por qué?
—Sólo para comprobar si lo que Leighton nos dijo tenía sentido. Y lo tiene, Ben. Me cuesta imaginar a Judah yendo allí para reunirse con Gower de noche, y es ridículo pensar que Gower estuviera al acecho por si aparecía casualmente.
Benjamin lo miró fijamente.
—¿Piensas que fue un simple accidente?
Henry no supo qué contestar. Se debatía entre el razonamiento y el instinto. Era un hombre acostumbrado a pensar con lógica, educado en la disciplina y la belleza de la razón. Sin embargo, cuanto sabía de Judah Dreghorn hacía que sus deducciones lo incomodaran. Contestó del único modo que la honestidad podía dictar.
—Tiene que haber algo que ignoramos, tal vez varias cosas.
Benjamin sonrió compungido.
—El mismo Henry de siempre, prudente pensador. —Inspiró profundamente y soltó el aire con un suspiro—. Ahora necesitamos esa prudencia más que nunca. ¿Qué le decimos a Antonia?
Henry no tuvo que sopesar su respuesta. Sólo había una que pudieran permitirse, y su confianza en el coraje y el buen juicio de la viuda era más firme que la de Benjamin. Conservaba nítidos recuerdos de su franqueza, su curiosidad y la valentía con que recibía las respuestas, muchas de la cuales había tenido que enfrentar a solas. Le dolió en lo más hondo que su felicidad hubiese sido tan breve.
—La verdad —contestó.
La ocasión se presentó por la noche. Hasta entonces, siempre había ocurrido que alguno de ellos estaba ocupado en otros menesteres, o bien Joshua había estado presente, pero después de cenar todos se reunieron en torno al fuego y el niño se había acostado. Fue Benjamin quien comenzó, mirando a Antonia un tanto atribulado.
—Lamento sacar el tema otra vez, pero creo que necesitamos entender mejor qué sucedió la noche que murió Judah.
—Sólo sé lo que ya te he contado —contestó Antonia, con las manos entrelazadas sobre el regazo sin más adornos que su alianza de casada.
Benjamin prosiguió con delicadeza.
—¿De qué hablasteis camino de casa después del recital?
—De la música, como es lógico.
—¿Cómo notaste a Judah? Me figuro que se sentiría orgulloso de Joshua, pero, por lo demás, ¿estaba como siempre?
Antonia reflexionó unos instantes.
—Ahora que lo dices, me pareció más absorto en sus pensamientos que de costumbre. Supuse que ello se debía a las emociones de la velada ya que quizás estuviera cansado. Había tenido un caso difícil en Penrith. Entonces yo no sabía lo malo que había sido Gower. Judah no me lo había contado; no me enteré de los detalles hasta después de su muerte. Es una mala persona, Benjamin.
—Odiar tanto es un síntoma de demencia, a mi juicio, y eso da miedo.
—¿Recuerdas si Judah lo nombró en algún momento ?
Ephraim estaba inmóvil en su asiento, ensimismado. Henry sintió un escalofrío de ansiedad. Ephraim poseía una gran fuerza interior, un coraje que no se detenía ante nada. Si llegaba a convencerse de que Ashton Gower había matado a su hermano, nada lo disuadiría de luchar por que se hiciera justicia. Semejante fortaleza resultaba inquietante.
—Pensándolo bien —contestó Antonia—, lo cierto es que habló muy poco. Se limitó a contestarme.
—¿No mencionó adonde iba ni por qué quería salir a esas horas? —insistió Benjamín.
—Pues no, sólo a tomar el aire —contestó Antonia—. Presumí que querría pensar.
—¿Al aire libre, en una noche de pleno invierno?
Antonia permaneció en silencio, profundamente apenada.
Henry fue más delicado.
—¿Te sugirió que no lo esperases levantada?
Antonia tuvo que pensarlo un momento.
—Sí. Sí que dijo algo en ese sentido. Lo que no recuerdo es exactamente qué.
—Entonces contaba con estar fuera una hora o más —dedujo Henry.
—¿Una hora? —preguntó Benjamín.
—El rato que Joshua tardaría en sobreponerse a su excitación y acostarse, permitiendo que Antonia se fuera a la cama —explicó Henry—. Diríase que tenía intención de ir hasta el arroyo. ¿Qué hay al otro lado? ¿Dónde queda exactamente el yacimiento vikingo?
—Bajando por el arroyo —dijo Antonia—. Justo antes del puente que hay para cruzar hacia la iglesia. No iba en dirección al yacimiento. Realmente no hay nada al otro lado del vado de arriba, salvo un bosquecillo y una cabaña de pastores. ¿Supones que es allí adonde iba? ¿Para qué?
Sólo había una respuesta posible, y quedó flotando en el aire como una ominosa nube oscura.
—Si fue a reunirse con alguien en quien no confiaba, se habría llevado los perros. Habrían atacado a cualquiera que lo amenazase.
—Pues con alguien en quien sí confiaba —dijo Henry.
Antonia miraba fijamente el fuego.
—O no había nadie más. Resbaló y se dio un mal golpe, tal como dijo el doctor Leighton.
El semblante de Benjamin era cada vez más sombrío.
—Lo cual pudo no ser culpa de Gower. No hemos avanzado nada.
A Henry se le ocurrió otra idea.
—A no ser que fuese con el propósito de echar una mano a Gower, tal vez para ayudarlo a encontrar empleo o a establecerse de nuevo en la comunidad.
Ephraim lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Después de lo que Gower había estado diciendo de él? Y si fue así, ¿por qué allí, precisamente? ¡Y en plena noche!
—Es posible que Judah quisiera ayudarlo de todos modos —señaló Antonia en voz baja—. Ayudaba a toda clase de personas. ¡Aunque no entiendo por qué habrían de encontrarse allí!
—Yo tampoco —dijo Benjamin con frialdad—. ¿Qué ocurrió? ¿Gower lo mató por culpa de su trastorno? ¿O es que cuando Judah resbaló decidió dejarlo allí tirado para que se ahogara? Me consta que es un canalla, pero eso es inhumano.
—Si lo hizo, lo demostraré —declaró Ephraim, mirándolo—. Haré que responda por cada una de sus palabras y actos. Nunca volverá a mancillar el nombre de un Dreghorn.
Antonia sonrió tristemente y asintió con los ojos arrasados en lágrimas.
Una vez en su habitación, Henry miró por la ventana el extenso panorama de montañas nevadas bajo un cielo estrellado y pensó en lo que no había osado exponer a la familia. Conocía bien a Judah; habían sido amigos durante años y compartido toda suerte de cosas tanto con palabras como en silencio. Ambos comprendían los sentimientos que resultaban demasiado difíciles de expresar, y habían pasado noches en vela conversando sobre filosofías que los conducían a exploraciones interminables.
No se habría reunido a solas con Ashton Gower para ofrecerle ayuda después de que Gower lo hubiese acusado de fraude, ni en el arroyo ni en ninguna otra parte. Era demasiado sofisticado como para no darse cuenta de que entonces Gower habría estado en condiciones de hacerle chantaje con la amenaza de que sólo lo había ayudado para disimular su propia culpa, y Gower era de los que hacían esas cosas. Pertenecía a esa clase de personas, y Judah lo sabía de sobra.
Cuanto más sopesaba los datos de que disponían, más extraño le resultaba todo. No había más que cabos sueltos y preguntas sin respuesta.
Corrió las cortinas y se dispuso a acostarse. Al día siguiente debía efectuar otro viaje a la estación de Penrith y volver a comunicar la triste noticia.
Por la mañana había comenzado el deshielo y todo goteaba. Buena parte de la nieve se había derretido revelando largas franjas negras en los montes, allí donde las laderas asomaban de nuevo. Las ramas de los árboles de las que el día anterior colgaban carámbanos aparecían desnudas, como un límpido encaje recortado contra el cielo.
La señora Hardcastle sirvió con gesto adusto un desayuno a base de huevos, panceta y salchicha de Cumberland, tostadas, mermelada de ciruelas damascenas y de moras, y un té bien caliente en una jarra de plata. El motivo de su enojo no tardó en conocerse. Ashton Gower había reanudado sus acusaciones y una de las nuevas vecinas del pueblo andaba difundiéndolas. La opinión que de ella tenía la señora Hardcastle habría agriado la leche.
Henry estaba listo para salir hacia la estación cuando Ephraim cruzó el patio de la cuadra a grandes zancadas agitando los faldones del abrigo y montó a su lado en el cabriolé. No dio explicación alguna y Henry, por su parte, no hizo ningún comentario.
Tenía bastante claro por qué Ephraim había resuelto acompañarlo, aunque no estaba seguro de si su presencia haría más fácil o más complicada la tarea de poner al corriente de los acontecimientos a Naomi Dreghorn. Había medio esperado que Ephraim se ofreciese a ir en su lugar, pero no fue así. Al parecer no quería estar a solas con ella cuando volviera a verla después de los años transcurridos y con Nathaniel fallecido.
Soplaba un viento ligero, pero debido a la humedad el frío fue intenso durante el viaje. Ninguno de ellos tenía nada más que añadir acerca de Gower o de sus acusaciones. Henry preguntó a su acompañante sobre África y se evadió de la aflicción del momento escuchando las respuestas. Ephraim sonrió y durante un rato no vio la sucesión de montes nevados ni los jirones de nubes, sino que sintió el sol inclemente en el rostro y los ardientes vientos africanos cargados de olor a polvo y a excrementos de animales, entornando los párpados para protegerse de la luz mientras con la imaginación contemplaba las vastas llanuras, las enormes manadas de bestias y las curiosas acacias de copas achatadas.
—De noche se oye rugir a los leones —dijo sonriente—. Es naturaleza primigenia como nunca la has visto en Europa. Nos hemos hecho viejos y demasiado civilizados. Oyes la risa maníaca de una hiena a oscuras y es como si oyeras el primer chiste en los albores del mundo y sólo ella lo entendiera.
Por un momento Henry también olvidó el viento cortante y el presagio de lluvia.
—Y las plantas —prosiguió Ephraim—. Todas las formas y colores imaginables, y nada se pierde o desperdicia, todo tiene un uso. Es tan magnífico que a veces me embriago sólo con mirarlo.
Siguieron conversando.
Gracias a la charla, el viaje pasó volando, y el cambio de tiempo permitió que el tren entrara puntual en la estación entre nubes de vapor, gritos y portazos.
Henry no sabía qué aspecto tenía Naomi. Le sorprendió constatar que ni siquiera sabía a qué clase de mujer estaba esperando. Se había sumido hasta tal punto en los acontecimientos, que ni siquiera se había formado una imagen mental; alta o baja, morena o rubia. Ahora se encontraba en el andén sin saber a qué atenerse.
Cinco mujeres se apearon de los vagones. Dos eran ancianas e iban acompañadas por hombres, una tercera era morena y enjuta, de semblante adusto y atuendo austero, con aspecto de aspirante a un puesto de gobernanta en algún establecimiento siniestro. Henry conocía lo bastante a Ephraim como para descartarla.
Las otras dos eran guapas; la primera, rubia y refinada, una mujer muy femenina. Miró en derredor como si buscase un rostro conocido.
Henry estuvo a punto de dirigirse hacia ella, convencido de que tenía que ser Naomi, cuando se fijó en la otra mujer. Era más alta, de hombros más anchos, y caminaba con una gracia extraordinaria, como si moverse fuese para ella un placer, un arte natural aunque no reconocido. Su rostro presentaba una belleza inusual, en parte por sus expresivas facciones, pero aún más por su inteligencia, como si todo cuanto veía despertara su interés. Si alguna vez había sentido miedo, no quedaba ni rastro de esa emoción en su porte. Henry no pudo dejar de preguntarse si sería por pura inocencia o por una valentía de lo más excepcional.
Miró de reojo a Ephraim un instante y el último atisbo de duda se desvaneció: esa mujer era Naomi.
Henry se adelantó.
—¿Naomi Dreghorn?
Ella le sonrió, encantadora pero distante. No lo conocía y, por un momento, pareció que tampoco reconociera a Ephraim.
—Me llamo Henry Rathbone —se presentó él—. He venido a buscarla para acompañarla a la casa. Quizá recuerde que queda a unos diez kilómetros de aquí, en el lago.
—Encantada, señor Rathbone.
Sonrió complacida. Con un ademán casi masculino le tendió la mano, fina pero fuerte, y le estrechó la suya con firmeza.
Henry agarró su maleta.
—Me figuro que recuerda a Ephraim.
Naomi mantuvo la compostura, aunque adoptó un aire de reserva.
—Por supuesto. ¿Cómo estás, Ephraim?
Éste correspondió al saludo con un gesto un tanto envarado. Tal vez Naomi lo interpretara como frialdad, pero Henry advirtió una torpeza nada propia de él; su habitual desenvoltura, que poseía una elegancia característica, se había esfumado por completo. Se encontraba en una posición de desventaja a la que no estaba acostumbrado.
Estuvieron hablando de trivialidades hasta que se acomodaron en el cabriolé y emprendieron el camino hacia las afueras de Penrith, de nuevo en dirección a poniente, de cara al viento que olía a lluvia.
Ephraim preguntó a Naomi sobre América, aunque pareció que lo hacía por mera cortesía. Ella respondió calurosamente, con ingenio e imaginación, de modo que, queriéndolo o no, logró captar su atención. Describió las vastas llanuras del Oeste, las manadas de búfalos que hacían temblar la tierra al correr en estampida, los desiertos a los que había viajado desde el Oeste, donde la tierra era ígnea roja y ocre, y el viento erosionaba formas fabulosas, similares a castillos y torres surgidos de la imaginación.
No aludió al fallecimiento de Nathaniel, y ni Henry ni Ephraim preguntaron al respecto, pues ambos aguardaban a que fuese el otro quien abordara el tema de la muerte y le comunicara la mala noticia. Disfrutaron de media hora de tregua con la muerte mientras ella refería viajes y aventuras, penalidades convertidas en anécdotas que acabaron por hacerles reír.
—Traigo un regalo para Joshua —anunció con una sonrisa teñida de picara vergüenza—. Me parece que lo elegí porque me gusta a mí más que por lo que pueda gustarle a él, aunque lo hice sin querer. Me gusta regalar cosas que querría para mí.
—¿Qué es? —preguntó Henry con sincero interés. ¿Qué habría traído aquella mujer tan poco común para sumarlo al pergamino de Benjamin en su estuche de olorosa madera labrada y al collar de oro y marfil de Ephraim?
—Un reloj de arena —contestó—. Un memento mori, supongo que cabría llamarlo. Un recordatorio de la muerte y del infinito valor de la vida. Es de cristal con incrustaciones de piedras semipreciosas del desierto. La arena es roja, de esos valles que parecen de fuego.
—Lo encuentro perfecto —comentó Henry, admirado—. En esta vida pasamos demasiado tiempo soñando con el pasado y el futuro. En cierto sentido el presente es lo único que tenemos, y a menudo no lo apreciamos en lo que vale. Me parece un regalo bello y memorable, igual que los demás que le han traído.
—¿Lo dice en serio?
Al parecer le importaba su opinión.
Si Ephraim no se lo contaba, tendría que hacerlo él.
—En efecto. Pero, antes de que lleguemos al pueblo, lamento tener que comunicarle una mala noticia.
—¿De qué se trata? —preguntó Naomi. Enseguida vio que el tema era grave y su rostro se ensombreció.
Con brevedad y sencillez, Henry la informó de la muerte de Judah y de las acusaciones de Ashton Gower, sin omitir las ideas que habían tenido y las conclusiones que de éstas habían sacado.
Ella escuchó muy seria y no dijo nada hasta que Henry hubo terminado, y para entonces ya estaban a poco más de un kilómetro de la casa.
—¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Naomi, y miró primero a Henry y luego a Ephraim—. Hay que acabar con las calumnias de ese hombre, y si de un modo u otro es responsable de la muerte de Judah, ¡tendrá que responder por ello! Aparte de hacer justicia, Antonia y Joshua no estarán seguros hasta que vuelva a la cárcel y se demuestre que miente —concluyó, impaciente y desafiante.
Esta vez fue Ephraim quien contestó.
—Tenemos que demostrar que estaba allí —dijo con gravedad—. No será fácil, puesto que se habrá asegurado de no decírselo a nadie, y raro sería que hubiese alguna otra persona en ese lugar por la noche.
—¿Qué otro motivo podía tener Judah para ir hasta allí de noche, en medio de la nieve, sino para encontrarse con alguien? —preguntó Naomi.
Para eso no había respuesta, y para entonces ya estaban llegando a la verja.
La hora siguiente pasó entre la emoción de la llegada y la bienvenida, frases de preocupación, de pesar y de un íntimo entendimiento entre las dos mujeres, pues ambas habían quedado viudas siendo aún muy jóvenes. Aunque se habían tratado muy brevemente, y de eso hacía ya varios años, su comunicación era tan fluida como si fuesen amigas de siempre.
Reanudaron la conversación entrada la tarde tomando el té junto al fuego, con bollitos calientes untados con mermelada de frambuesa y rebanadas de pastel de jengibre preparado con las especias y la rica melaza que llegaban de las Indias Occidentales.
Esta vez fue Antonia quien sacó el tema a colación.
—Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que tenía intención de encontrarse con alguien —expuso con gravedad—. No me he acordado hasta ahora, pero esa noche sacó su reloj del bolsillo varias veces para comprobar la hora. En ese momento pensé que lo hacía para ver cuánto había durado el recital, pero en tal caso sólo lo habría hecho una vez.
—Lo difícil será demostrar que se trataba de Gower —señaló Benjamin—. No es el lugar que tuvieran más a mano para reunirse y, francamente, la hora del encuentro es absurda.
—¡Pero Judah se encontraba allí! —arguyó Antonia—. Por absurdo que parezca, es la verdad.
—Todavía hay algo que no sabemos —insistió Henry—. O es algo importante, o algo que hemos interpretado mal y no es lo que parece.
—Bueno, de dos cosas estoy seguro —dijo Ephraim con sequedad—: Judah no habría hecho nada injusto o deshonesto; y la otra es que Ashton Gower es un falsificador convicto, movido por el odio y la sed de venganza contra la familia que adquirió su heredad legítimamente. Judah ha muerto, mientras Gower está vivo y deshonrando su nombre.
—Nada de eso queda en entredicho —intervino Benjamin—. La cuestión es demostrar lo que creemos que relaciona ambas cosas. —Se volvió hacia Antonia—. ¿Cómo iba vestido Judah esa noche?
Antonia se quedó perpleja.
—Era un recital vespertino. Nos vestimos de manera bastante formal.
—¿Y luego no se cambió antes de salir?
—No —respondió ella, mordiéndose el labio—. Supuse que sólo quería caminar un poco después de pasar toda la tarde sentado en el auditorio y en el carruaje de regreso a casa. ¿Por qué? ¿De qué serviría saberlo?
—No lo sé —admitió Benjamin—. Pero no vale la pena buscar algo en el suelo del lugar donde ocurrió. Todas las señales y huellas habrán desaparecido hace tiempo. En cambio, su ropa estará a buen recaudo. Se me ha ocurrido que podría haber algo, un desgarro, incluso una nota con la cita apuntada, cualquier cosa... —Se interrumpió, pues fue perdiendo la esperanza a medida que hablaba.
—Podría haber una nota —convino Henry, y se levantó—. A veces hay cosas que permanecen secas dentro de los bolsillos. Si aún es legible, quizá sirva de algo. Al menos hemos de comprobarlo.
—Por supuesto —asintió Antonia levantándose a su vez—. No supe qué hacer con la ropa. Me faltó ánimo para lavarla... —Esbozó una breve sonrisa contenida—. Quizás haya sido para bien.
La siguieron escaleras arriba y a través del descansillo hasta el vestidor de Judah. A Henry le violentó entrar en el espacio privado de un hombre fallecido, ver sus peines y cepillos, los cuellos de camisa encima de la cómoda, los gemelos en cajitas, los zapatos y botas en estantes. Su navaja de afeitar estaba junto al aguamanil delante del espejo en el que debió de contemplar su propia cara infinidad de veces.
Henry miró de soslayo a Benjamin y vio reflejado en su expresión exactamente lo mismo que él sentía: una profunda pena y una ligera sensación de vergüenza, como si se estuvieran inmiscuyendo en la intimidad de Judah aprovechando que él ya no estaba en condiciones de impedírselo. En cambio, en Antonia sólo vio el dolor de su soledad: evidentemente había estado allí muchas veces con anterioridad.
Ephraim, varios años más joven que Judah, guardaba su pesar para sí, disimulándolo hasta donde era capaz. Tenía el rostro en tensión, los labios apretados, y sus ojos evitaban los de los demás.
Nao mi rodeó a Antonia con el brazo. Acaso había llevado a cabo esa misma triste tarea y comprendía cómo se sentía.
Le tocó a Henry abrir el cajón alto de la cómoda que contenía el traje oscuro doblado, tieso por el agua seca del río y con restos de arena y limo. Abrió la chaqueta y la inspeccionó cuidadosamente. Se había usado poco, no tendría más de un par de años, y era de lana de primera calidad. Un buen tejido, seguramente de ovejas de Lakeland, aunque la etiqueta pertenecía a un sastre de Liverpool. No le dijo nada en absoluto, salvo que el hombre que la llevaba tenía muy buen gusto, cosa que ya sabía.
Luego fue registrando los bolsillos uno por uno. Encontró un pañuelo manchado por el agua, todavía doblado, así que por lo demás seguiría limpio. Había dos tarjetas de visita: un camisero de Penrith y un guarnicionero de Kendal. En la cartera halló diversos papeles: algunos parecían recibos, pero estaban demasiado emborronados para ser leídos, además de un billete del tesoro de cinco libras: mucho dinero, aunque de todas formas nadie había supuesto que el móvil fuese el robo. El último objeto era un cortaplumas con el mango de nácar y unas iniciales de plata. Seguramente habría monedas en los bolsillos del pantalón. Henry se disponía a comprobarlo cuando la voz de Antonia lo detuvo.
—¿Qué es eso? —dijo bruscamente—. ¿Esa navaja?
Henry la sostuvo en alto.
—¿Esto? Un cortaplumas. Lo tendría para afilar las péñolas.
Era normal llevar uno, por lo que Henry no comprendió su sobresalto ni su expresión de incredulidad.
—¡Pero ése! —exclamó Antonia, tendiendo la mano.
Henry se lo pasó.
Ella le dio la vuelta con los ojos muy abiertos, sumamente pálida.
—¿Qué pasa, Antonia? —preguntó Benjamin—. ¿Por qué es tan importante? ¿Acaso no es de Judah?
—Sí. —Los miró a todos uno por uno—. Lo perdió el día antes de morir.
Las palabras parecían atragantársele.
Benjamin frunció el ceño.
—Pues debió de encontrarlo de nuevo. Es bastante fácil perder algo tan pequeño.
—¿Dónde lo perdió? —le preguntó Henry.
—A eso me refiero —contestó Antonia, mirándolo de hito en hito—. En el arroyo. Se había inclinado y le cayó del bolsillo. Lo buscó, ambos lo buscamos, pero no logramos encontrarlo.
— so —
Ephraim dijo justamente lo que Henry estaba pensando.
—A lo mejor por eso regresó la noche en que murió. —Su expresión y su tono de voz hacían patente que detestaba admitirlo, pero que la honestidad lo obligaba a ello—. Es una navaja muy buena. Y lleva sus iniciales. Quizá fuese un regalo y le preocupaba haberla perdido.
—Se la regalé yo —dijo Antonia—. Pero no la perdió en el vado donde lo encontraron.
Tuvo que callarse un momento para recobrar el dominio de la voz.
Se hizo un silencio sepulcral en el pequeño vestidor. Nadie se movió. Nadie preguntó.
—Fue junto al puente que hay un par de kilómetros aguas abajo. El de las dos lajas de piedra que cruzan el arroyo.
—¡Más abajo! —Benjamín no daba crédito—. No tiene ningún sentido. Es... —Se interrumpió.
Henry sabía lo que estaban pensando todos. Sus rostros reflejaban lo que tenían en mente: la corriente no arrastra nada aguas arriba, sólo aguas abajo.
—¿Estás completamente segura? —preguntó en voz baja.
—Del todo.
Era la prueba que necesitaban. Alguien había trasladado el cuerpo de Judah después de muerto para dejarlo donde pareciera que había sufrido un accidente.
—¿Hay rocas afiladas en el puente de abajo, donde perdió la navaja? —insistió Henry.
—¡No! Sólo agua profunda... y grava. —Antonia cerró los ojos—. Lo asesinaron... ¿verdad?
Henry miró a Benjamín, luego a Ephraim y finalmente de nuevo a Antonia.
—Sí. No se me ocurre otra explicación. —Se quedó atónito tras constatarlo. La muerte de Judah carecía de sentido, de tal modo que todos se habían convencido de que Ashton Gower era capaz de asesinar. El propio Henry lo había creído. Pero suponía una gran diferencia que no se tratase ya de una mera hipótesis, sino de un hecho incontestable.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Naomi—. ¿Cómo vamos a demostrar que Gower es culpable? ¿Por dónde empezamos?
Ephraim levantó una mano y, con un movimiento muy lento, se apartó el pelo de la frente. Tenía los ojos desenfocados; parecía mirar algo que estaba en el interior de sí mismo.
Benjamin miró a Antonia y luego a Henry. Sus ojos reflejaban horror, además de una honda y dolorosa confusión. La muerte de Judah le había dolido tal como esperaba que hiciera, tal como lo había hecho la muerte de Nathaniel, pero el odio y el asesinato no se contaban entre las cosas que había conocido. Ambos miraron a Henry porque era mayor, poseía una calma interior que disimulaba sus emociones y no revelaba la pena o la ignorancia que guardaba en su fuero interno. Las había aceptado hacía mucho tiempo.
—Mañana, cuando sea de día —contestó—, deberíamos ir al lugar donde Judah perdió y encontró la navaja, a ver si descubrimos algo. Al menos comprobaremos cuánto se tardaría en llevar un cuerpo desde allí hasta el lugar donde fue encontrado Judah y luego regresar al pueblo. Si seguimos los pasos de quien lo hizo, quizá descubramos algo sobre cómo lo llevó a cabo.
—Sí —asintió Benjamin—. Eso haremos. Por la mañana.
Salieron juntos después de desayunar. La luz era deslumbrante; en el lago gris, sombras plateadas como brochazos. Bajo los pies el hielo crujía a cada paso; colgaba en brillantes carámbanos de las ramas de todos los árboles. El viento arrastraba jirones de nubes que parecían colas de caballo.
Echaron a caminar: Henry y Benjamin delante, Ephraim solo tras ellos. Antonia y Naomi iban las últimas, calzadas con botas altas de cuero para evitar mojarse los pies. Por más cuidado que pusieran, era imposible que la nieve no les empapase la falda.
La ruta hasta el puente resultó ser más fácil de lo previsto. Se detuvieron en la orilla y contemplaron el paisaje agreste y casi incoloro. Todo eran rocas negras, agua reluciente y nieve blanca. Naturalmente, era posible que uno se cayera de las piedras, pero en tal caso caería lejos de cualquier arista rocosa. No había salientes ni rápidos ni cascadas que pudieran causar las heridas que Judah había sufrido.
—Esto lo demuestra —declaró Ephraim con gravedad—. No pudo caer accidentalmente y golpearse la cabeza. Alguien lo mató y luego lo llevó o lo arrastró arroyo arriba hasta donde lo encontraron.
Recorrió la orilla con la mirada mientras lo decía y los ojos de los demás siguieron los suyos.
—¿Cómo? —dijo Benjamin, formulando la pregunta más obvia. El terreno ascendía bruscamente y a unos cien metros una arboleda cubría ambas riberas. No había sendero alguno, ni siquiera un camino de cabras—. ¿Cómo podría cargar alguien con el cuerpo de un hombre adulto por allí, y menos aún con el de una persona corpulenta como Judah?
—Con un caballo —respondió Naomi enseguida—. Es la única manera posible. El terreno es abrupto, irregular y cuesta arriba. —Miró a Antonia—. Un caballo dejaría huellas en la nieve, en ambos lugares. Ahora aquí no vemos nada, pero sin duda Wiggins recordará si había huellas de los cascos de un caballo donde encontraron a Judah.
—No había nada —contestó Ephraim por ella—. Ya se lo pregunté cuando quise demostrar que había ido allí para reunirse con alguien.
—¿Volvió a nevar por la noche de modo que quedasen borradas? —preguntó Benjamin.
—No. —Esta vez fue Antonia quien habló—. Y si no había pisadas, no es posible que hubiese nadie más allí. No puedes caminar por la nieve sin dejar marcas, seas quien seas.
Su voz traslucía tristeza, como si le hubiesen arrebatado un último resto de lógica cuando creía haber entendido lo ocurrido.
—¡Pero tuvieron que matarlo aquí! —insistió Ephraim—. ¡Nada flota río arriba!
—El agua —dijo Henry en voz alta.
El rostro de Ephraim se tensó; sus ojos fríos y azules como el cielo.
—El agua no fluye río arriba, Henry —replicó con acritud. Se guardó de añadir que el comentario era estúpido e inútil, pero su expresión fue lo bastante elocuente.
—Se puede caminar por el agua sin dejar rastro —puntualizó Henry. Se volvió para mirar hacia la pendiente otra vez—. Es posible arrastrar un cuerpo contra la corriente, caminando por el lecho del río y dejando que la propia agua soporte parte del peso. Apenas hay dos kilómetros. No quedaría rastro y sería sumamente improbable que alguien lo viera. Y aunque hubiese alguien por la zona, el lecho queda hundido en el terreno, porque el arroyo lo ha ido excavando. Cualquier cosa que se moviera parecería obra de la corriente, y si alguien se aproximara bajo la luz de la media luna, sería una silueta negra, muy visible contra la blancura de la nieve. Sólo había que agacharse para parecer simplemente un saliente de roca, un bulto en la orilla.
—¿Cómo no se me había ocurrido? —exclamó Benjamin, soltando el aire despacio—. Es una respuesta fenomenal. ¡Qué ingeniosa! ¿Cómo podemos demostrarlo?
—No podemos —intervino Ephraim, y se mordió el labio—. Por eso es tan increíblemente ingeniosa. Lo siento, Henry.
Éste eludió la disculpa con una sonrisa.
—Pero hay una cosa que no entiendo —añadió Henry—. ¿Cómo es posible que Judah perdiera el cortaplumas y no lograra encontrarlo la primera vez y que, sin embargo, en una segunda ocasión, a oscuras y sin duda con otras cuestiones en mente, diera con él? —Miró el suelo cubierto de nieve, el agua cristalina y las lajas de piedra que formaban el puente. Estaban meticulosamente encajadas para que no se movieran ni siquiera bajo el peso de un hombre.
—¿Dónde se le cayó? —preguntó Benjamin a Antonia.
—Se inclinó para mirarse una bota —contestó ella—. Creía que se le había abierto el cuero, pero en realidad sólo estaba raspado.
—¿Y dónde buscasteis?
—Por el sendero, por la nieve y por la orilla del agua, por si había caído en la corriente. El nácar habría reflejado la luz —contestó.
Henry miró el punto del puente donde las lajas se unían.
—¿Apoyó el pie ahí encima para mirar la bota?
—Sí. ¡Oh! —El rostro de Antonia se iluminó—. ¿Te refieres a si cayó entre esas piedras de ahí? Y a lo mejor se acordó...
—¿Es posible? —preguntó Henry, aunque por su expresión ya se daba cuenta de que sí lo era.
Ephraim se volvió hacia el arroyo.
—¿Insinúas que Gower remontó el río con Judah cargado a lomos de un caballo?
Todos siguieron su mirada y observaron el serpenteante curso del agua con sus hoyas y sus bajíos.
—Es posible —contestó Henry—. O bien dejó aquí el caballo y caminó tirando del cuerpo. Ni lo uno ni lo otro sería tarea fácil, y le habría llevado mucho más tiempo del que pensábamos en un principio. Tuvo que pasar fuera de casa buena parte de la noche y estaría medio muerto de frío tras recorrer casi dos kilómetros por la corriente, ya fuese tirando del caballo, que habría opuesto resistencia, o arrastrando el cuerpo él mismo. Y luego aún tendría que regresar a su casa por la nieve. No me sorprendería que se le hubiesen congelado los pies.
—¡Ojalá! —espetó Ephraim—. Así se le hayan gangrenado los dedos.
—No se habría arriesgado a ir a ver a Leighton —dijo Benjamín, meditabundo. El viento estaba arreciando y hacia el oeste el cielo era gris—. Se avecina más nieve —prosiguió—. Ahora sabemos qué sucedió. En casa estaremos mucho mejor para planear lo que hemos de hacer. Andando. —Y dio media vuelta para emprender el regreso ofreciéndole el brazo a Antonia.
Después de quitarse la ropa mojada se congregaron en torno al fuego. La señora Hardcastle les sirvió cacao caliente y pastel de jengibre y se dispusieron a abordar la cuestión de quién haría qué para llevar a Ashton Gower ante la justicia.
Nadie cuestionó que Benjamín poseía una notable inteligencia, una mente aguda y ordenada que, si lograba dominar el preponderante sentimiento de atropello, le permitiría dirigir la investigación dando sentido a lo que los demás averiguasen e integrándolo en una historia coherente que presentar a las autoridades. Su liderazgo se dio por sentado.
Gracias a su coraje y entereza, Ephraim no aceptaría que ninguna derrota lo apartara de su objetivo. Ahora que estaban seguros de que había un crimen que resolver, su fortaleza resultaría inestimable.
Fue Henry quien sugirió que también deberían valerse de los encantos de Naomi para obtener lo que de otro modo podría quedar fuera de su alcance. La amabilidad y una sonrisa a menudo conseguían lo que la exigencia no, y ella se avino de inmediato, tan deseosa como los demás de ayudar.
En cuanto a Antonia, viuda reciente y con un hijo tan pequeño, la costumbre y el decoro requerían que se quedase en casa. Además, no deseaba en modo alguno dejar a Joshua con una institutriz o tutor, intrigado por lo que andaban haciendo los adultos, y consciente de que ocurría algo malo que no le iban a explicar y sabiendo que no iban a contarle cómo esperaban resolverlo. No obstante, su reputación y el respeto que se había ganado en el pueblo con los años hablarían en su favor.
—Tomaremos el almuerzo temprano y empezaremos esta misma tarde —declaró Benjamín. Se volvió hacia Ephraim con aire grave—. En el pueblo hay al menos una persona que sabe qué clase de hombre es Gower, y ése es Colgrave. No es un tipo que resulte simpático, pero es nuestro mejor aliado en esto. Ve a verlo y consigue tanta ayuda como puedas de él. No le costará creer que Gower puede haber matado a Judah, pero no menciones el asunto salvo si él saca el tema primero. Recuerda que tenemos dos objetivos: en primer lugar, establecer cómo murió Judah exactamente. —Apretó los labios con los ojos llenos de ira. Le estaba costando trabajo dominar el dolor que lo embargaba. Judah había sido su amado y admirado hermano mayor. Sus recuerdos estaban plagados de buenos ratos, aventuras y amistad. Que un sujeto como Ashton Gower no sólo le hubiese arrebatado el futuro, sino que además mancillara su pasado le resultaba casi insoportable—. Pero también debemos acallar sus mentiras para siempre y demostrar a todo el mundo que cuanto dice es falso. Colgrave puede ayudarnos en ambas cosas. Pero pon cuidado en la manera de interrogarlo.
—No te preocupes, no me fiaré de él —contestó Ephraim con expresión de amargura—. Pero me ayudará en todo lo que pueda, te lo prometo.
Benjamin se volvió hacia Naomi.
—Henry y yo ya hemos hablado con Gower —dijo Benjamin, volviéndose hacia Naomi—. Lo encontramos por causalidad en la calle. Ese hombre está consumido de odio. Ni siquiera la muerte le basta para darse por satisfecho. Quiere justificarse y recuperar la finca que...
—Antes lo veré en el infierno —lo interrumpió Ephraim con voz ronca.
—No nos conviene enfrentarnos a él —arguyó Benjamin—. Tenemos que determinar dónde estuvo aquella noche y si existe alguna posibilidad de que fuera al puente donde mataron a Judah, o al vado donde lo encontraron. ¿Tiene caballo o modo de conseguir uno? ¿Alguien lo vio y, en tal caso, dónde y a qué hora? Si sacamos algo de él será cautivándolo o tendiéndole una trampa. Naomi...
—¡No! —intervino Ephraim, erigiéndose en su protector—. No puedes pedirle que hable con él. Por el amor de Dios, Ben, ¡asesinó a Judah!
Naomi se ruborizó al ver la emoción del semblante de Ephraim.
—No sabrá quién es —adujo Benjamin, al parecer sin fijarse en la expresión de su hermano ni en la incomodidad de ella. Sólo pensaba en los planes—. Y si Henry la acompañara...
—Preferiría ir sola —intervino enseguida Naomi. Sonrió a Henry, convencida de que éste lo comprendería, y volvió a mirar a Benjamin—. Al menos de entrada, puedo fingir lo que quiera o dejar que él saque sus propias conclusiones. Si voy con el señor Rathbone, Gower se pondrá contra mí desde el principio porque sabe que es amigo vuestro.
—Me parece demasiado peligroso —objetó Ephraim con determinación—. Olvidas de dónde viene. Ha pasado once años en la cárcel de Carlisle. No es un...
Naomi lo miró esbozando una sonrisa, pero sus ojos eran francos, casi desafiantes. Al observarlos, Henry comprendió que había mucho más de lo que él, o incluso Benjamin, habían supuesto, y un sentimiento infinitamente mayor.
—Sospechamos que asesinó a un miembro de nuestra familia —contestó Naomi con frialdad—. Eso lo tengo muy claro, Ephraim. Voy a ir a verlo abiertamente y de día. Es una mala persona, todos estamos convencidos de eso, pero no es estúpido. De lo contrario, no nos resultaría tan difícil atraparlo.
El rojo apagado de la ira se extendió por las mejillas de Ephraim al cobrar conciencia de que estaba revelando sus emociones más de la cuenta. Era como si su conversación no fuese nueva, sino meramente un elemento más de una serie de desavenencias.
Benjamin miró a su hermano y luego a su cuñada, consciente de haberse perdido algo sin saber el qué.
—¿Seguro que no preferirías que te acompañara Henry? —insistió.
—Seguro —confirmó Naomi—. Si Gower me ve con alguien de esta casa, en cierto sentido le habremos revelado nuestra baza. —Miró a Antonia y se mordió el labio—. Perdona. Es una expresión que he oído utilizar a los jugadores de cartas. Me temo que viajando he tratado con personajes un tanto extraños. Los yacimientos geológicos no siempre se hallan en los lugares más civilizados del mundo.
Antonia sonrió francamente divertida por primera vez desde que Henry llegara, tal vez desde el fallecimiento de Judah.
—Por favor, no te disculpes. Alguna vez, cuando esto haya pasado, me gustaría que me contaras más. Formar una familia tiene indudables ventajas, pero sin duda te pierdes otras cosas, también. Aunque entiendo a qué te refieres. Te sorprendería ver lo furibundas y arteras que algunas señoras del pueblo llegan a ponerse con las partidas de naipes.
Ahora fue Naomi quien sonrió con timidez.
—Desde luego, no se me había ocurrido pensarlo. El deseo de jugar y ganar es universal, me figuro. Pero creedme, jugaré mejor contra el señor Gower si lo hago a solas.
Benjamín admitió que tenía razón.
—Yo iré al pueblo y desde allí seguiré el camino que Gower tuvo que tomar. Así veremos cuánto se tarda exactamente, incluyendo la caminata por el lecho del arroyo.
—¡Te vas a helar! —exclamó Antonia, preocupada.
Benjamín le sonrió.
—Es lo más probable. Pero sobreviviré. Me daré un buen baño caliente en cuanto regrese. No seré el único hombre que se haya empapado. Los pastores lo hacen cada dos por tres. Ya iba siendo hora de que hiciésemos algo por Judah, aparte de hablar y llorarle.
Nadie se lo discutió. Al ponerse en pie lanzó una mirada a Henry. No le habían pedido que hiciese nada en concreto, pero la pregunta estaba en los ojos de Benjamín, así como en los de Ephraim cuando éste se levantó a su vez.
—Bueno, tengo un par de cosas de las que ocuparme —dijo Henry, quien se despidió cuando se separaron en el vestíbulo.
Subió a su habitación, se puso ropa de abrigo y luego fue a la cuadra en busca de un caballo. No tenía intención de contar a nadie lo que se proponía. Miraba más adelante, y para eso tenía que hablar con el pasante de Judah en su despacho de Penrith.
Salió enseguida esperando no ser visto. Quería evitar que le preguntasen qué se proponía, al menos por el momento.
Mientras cabalgaba por el empinado camino hacia el este con el viento a sus espaldas, iba dándole vueltas a las posibilidades de éxito de la investigación. ¿Y si Benjamin descubría que no era materialmente posible que Gower hubiese recorrido aquella distancia en el tiempo de que había dispuesto? ¿Y si las preguntas de Naomi demostraban la inocencia de Gower, aunque no de su intención, sí al menos de haber tenido ocasión de cometer el acto en persona? Si no conseguían demostrar la culpabilidad de Gower, ¿qué les quedaría por hacer? Deseaba averiguar algo, un posible siguiente paso, otras posibles respuestas. ¿Había alguna otra persona a quien Gower hubiese podido utilizar, ya fuese de buen grado o por la fuerza? ¿Era posible que hubiese tenido un cómplice en el caso original, alguien que no hubiese salido a la luz entonces? ¿Alguien más había obtenido provecho de aquella tragedia?
El caballo era un buen animal, y a Henry la cabalgada le resultó tonificante.
Siempre cabía la posibilidad de que, en su odio por Gower y sus terribles acusaciones, la familia no se hubiese detenido a considerar si Judah tenía otros enemigos. Había sido juez durante una larga temporada. En los Lagos no abundaban los crímenes graves, pero aun así existían. Sin duda habría impuesto multas y sentencias de prisión a otros hombres.
¿Quién más le guardaría rencor? Henry no pensó ni por un momento que Judah hubiese sido corrupto en nada, pero eso no significaba que otros no lo hubiesen pensado. Muchas personas se niegan a aceptar que ellas, o aquellas a quienes aman, puedan andar equivocadas o ser responsables de su mala fortuna. A corto plazo, parece más fácil culpar a un tercero, dejar que el enojo y el orgullo alienten la negación. Hay quien vive así para siempre. Otros aceptan su parte de responsabilidad sólo cuando toda venganza ha demostrado ser fútil para subsanar el error en el que han caído. Cuanto más se persiste en culpar a los demás, más difícil resulta retractarse, hasta que finalmente todo el edificio de convicciones se basa en la mentira y desmantelarlo conduciría a la autodestrucción.
¿Quién más, aparte de Gower, se encontraría encerrado en una de esas prisiones? Precisaba saberlo por si el pesar y la ira, o el culto de toda una vida a un hermano al que consideraban un héroe, habían cegado a Benjamin y Ephraim impidiéndoles ver otras posibilidades.
Henry no había imaginado ni siquiera por un instante que Judah fuese culpable de lo que Gower lo acusaba. Había conocido bien a Judah, a quien lo unía una sincera amistad, y lo había juzgado con más claridad al no mediar pasiones de infancia ni lealtades de sangre. Judah tenía sus defectos. En ocasiones se mostraba demasiado seguro de sí mismo y se impacientaba con quien no tenía una mente tan ágil como la suya. Era omnívoro en su sed de conocimientos, desordenado, y a veces eclipsaba a los demás sin darse cuenta. Pero era del todo honesto, reconocía sus propios errores tan rápidamente como los de los demás, y nunca dejó de disculparse y enmendarse.
Henry necesitaba averiguar la verdad, toda. De lo contrario no podrían defender a Judah ni a Antonia.
Para cuando llegó, ya había decidido con exactitud qué haría. Le bastaron unas pocas preguntas al mozo de la cuadra donde dejó su montura para dirigirse al despacho del actuario del tribunal, un tal James Westwood, quien lo recibió con gravedad y cortesía. Lo encontró sentado tras un magnífico escritorio de nogal con las gafas apoyadas en la punta de su larga nariz.
—Como comprenderá, no puedo decirle nada de índole confidencial —advirtió amablemente.
—Sí, por supuesto —asintió Henry—. Mi hijo es abogado en Londres.
—¡Rathbone! —El semblante de Westwood se iluminó—. ¿En serio? ¿Oliver Rathbone? Vaya, vaya. ¿Así que es su hijo? Un hombre excepcional. —Sonrió—. Aun así, no puedo decirle nada confidencial. Aunque tampoco hay tantas cosas que lo sean. Un asunto muy feo. Una gran estupidez.
—¿La heredad perteneció a la familia Gower? —comenzó Henry. Repitió a grandes rasgos lo que Antonia le había referido.
—En efecto —contestó Westwood—. Originalmente la finca era propiedad de la familia Colgrave.
Luego de Mariah, viuda de Bartram Colgrave, que se casó con Geoffrey Gower y tuvo dos hijos con él. Uno de ellos murió siendo niño, el otro es Ashton Gower. Pero el caudal hereditario era mucho menor entonces, antes de que construyeran la casa solariega y, por supuesto, mucho antes de que descubrieran el yacimiento arqueológico con todas las monedas y demás. Aunque me estoy adelantando a los hechos. —Westwood tosió y carraspeó—. La viuda, Mariah Colgrave, no sólo aportó la finca a su segundo matrimonio, sino también una importante suma de dinero. Con él Geoffrey Gower adquirió más tierras y levantó la casa que ahora es el centro de la finca. Cuando murió, todo ello pasó a su hijo Ashton.
Henry estaba desconcertado.
—Entonces, ¿qué fue lo que se falsificó? ¿Y cómo pudo ser Ashton Gower el responsable? Según parece, todo ocurrió antes de que naciera. ¿Cómo podía reclamar derecho alguno Peter Colgrave? No era descendiente directo.
Westwood frunció los labios.
—Lo que está en entredicho no es la finca en sí, sino la fecha —explicó—. Todo gira en torno a si la parte añadida a la propiedad, que incluye la casa, las mejores tierras y el lugar donde luego se halló el yacimiento vikingo, fue adquirida antes de que Wilbur Colgrave falleciera, o después.
—¿Quién era Wilbur Colgrave?
Rathbone seguía el hilo con dificultad.
—El hermano de Bartram y padre de Peter Colgrave. La cuestión es en qué dirección fue la herencia, ¿entiende? —dijo Westwood—. Si fue antes, y tuvo que haber pasado a Peter Colgrave, o después, con lo cual había de pasar a Mariah y luego a su hijo, Ashton Gower.
—¿No lo sabían entonces? —Henry seguía sin comprenderlo—. Y si fue una falsificación, Ashton Gower ni siquiera había nacido, así que sería imposible culparlo.
Westwood levantó el dedo índice.
—Ah, pero es que no se puso en entredicho hasta que Mariah falleció, hace poco más de once años. Hasta entonces todo el mundo lo daba por sentado.
—En todo caso, si Mariah falsificó las escrituras, o si lo hizo Geoffrey, ¡sigue sin ser culpa de Ashton Gower!
—¡Ésa es la cuestión! —dijo Westwood con vivo interés—. ¡La falsificación era reciente! Se supo por la tinta utilizada, y eso que quien lo hiciera despegó todos los sellos de la antigua, la de la familia, para volver a utilizarlos. Muy astuto, ¡pero el resto era una chapuza!
—Entonces, ¿por qué no reivindicó Wilbur Colgrave la finca y el dinero en su momento? ¡Eran suyos por derecho! —señaló Henry.
—Excelente pregunta —respondió Westwood con entusiasmo—. Era un sinvergüenza y corre el rumor de que siempre estuvo más que un poco enamorado de Mariah, su cuñada, quien a decir de todos fue una gran belleza en su tiempo. Incluso se rumoreaba que había pagado la tierra mediante favores personales. —Se sonrojó un poco—. Habladurías, supongo. En fin, lo que atañe a Judah Dreghorn es que cuando Ashton Gower vino a reclamar su herencia, Peter Colgrave juró que las escrituras de propiedad de los Gower eran falsas y que la finca debía ser suya como heredero de Wilbur Colgrave, que a su vez era el hermano menor y heredero de Bartram, y no de su viuda, ya que ella perdió sus derechos al casarse por segunda vez. La finca estaba vinculada y debía seguir a nombre de un Colgrave, sólo que Wilbur también falleció, dejando viuda y un hijo, Peter. Todo un embrollo.
—Entonces, deduzco que Ashton Gower aprovechó para intentar demostrar que la propiedad era suya, falsificando una nueva escritura con la fecha favorable para Mariah y por consiguiente para él.
—Exactamente —corroboró Westwood—. Pero fracasó. La tierra volvió a manos de la familia Colgrave, al único miembro que quedaba, Peter, que seguramente es a quien debería haber pertenecido desde el principio.
—Y Gower fue a prisión —concluyó Henry.
—En efecto. Era mucho dinero el que había intentado robar mediante el fraude —explicó Westwood con gravedad—. El acto no podía quedar impune. La sentencia fue perfectamente justa y apropiada.
—Así que Ashton Gower perdió su hogar y la fortuna que siempre había supuesto suya. No es de extrañar que estuviese amargado.
Henry se imaginaba la situación: el joven Gower había crecido amando la tierra, cabalgando por ella, escalando los montes, sintiéndose el amo. Entonces, de repente, había perdido a su padre y su herencia; toda su identidad y su lugar en la comunidad también perdidos. No era extraño que el enojo le impidiese pensar con prudencia. Pero eso no justificaba la falta de honradez y, desde luego, no era culpa de Judah.
—¿Por qué culpó a Judah Dreghorn? —preguntó Henry.
—¡Ah! —Westwood chascó los dedos—. Eso es algo que no acabo de entender —admitió—. Gower perdió el dominio de sí mismo por completo. Echó pestes y despotricó contra el magistrado, acusándolo de corrupción, incluso durante el juicio. Y después, cuando Colgrave vendió la finca apresuradamente y Dreghorn la adquirió, Gower juró vengarse de este último por haber mentido desde el principio. Afirmó que las escrituras eran auténticas y que Dreghorn lo sabía, cosa a todas luces ridícula. En cualquier caso, resultó muy desagradable, de lo más penoso.
—Y ahora Judah ha fallecido en circunstancias muy extrañas. —Henry miró fijamente a Westwood—. ¿Cree que Gower podría estar tan ávido de venganza como para hacerle daño?
—Caramba. —Westwood ladeó un poco la cabeza, a todas luces consternado—. La pregunta que me plantea usted es sumamente indecorosa, señor Rathbone. Preferiría no contestar. En realidad, ¡me parece que no puedo hacerlo!
Su mirada era muy firme, penetrante y brillante. Su renuencia constituía una respuesta en sí misma, y se quedó observando a Henry el rato suficiente para asegurarse de que éste así lo entendía.
—Entiendo —asintió Henry—. Sí, está claro. ¿Sabe por qué Peter Colgrave decidió no conservar la finca?
—Ése es otro hombre sobre el cual prefiero no expresar mi opinión. —Sonrió levemente y miró a Henry por encima de la montura de las gafas—. No me obligue a cometer una indiscreción que a ambos podría resultarnos embarazosa.
Henry esbozó una sonrisa.
—Gracias. Creo que ahora capto, al menos en parte, el estado de la cuestión, aunque no acierto a entender por qué Ashton Gower se figuró que podría salir impune después de haber cometido semejante estupidez.
—Arrogancia —dijo Westwood en voz baja—. Supongo que efectuó la falsificación llevado por la ira, quizá tras descubrir la escritura original y darse cuenta de lo que significaría para él. Luego ya no pudo echarse atrás. Aunque debo puntualizar que eso no es más que una suposición mía.
Henry le dio las gracias y salió a la tarde fría, que ya anunciaba su fin.
Se reunieron antes de la cena, un poco más tarde de lo habitual. La señora Hardcastle había preparado un menú espléndido y toda la casa estaba decorada para la Navidad con coronas de acebo, hiedra y abeto. Había relucientes manzanas rojas, amarillas y verdes, y cestas de nueces con lazos dorados.
Henry se sorprendió al ver todo aquello, habida cuenta de la reciente y terrible pérdida, y miró un tanto indeciso a Antonia por si los criados lo habían hecho sin su permiso. Ella le sonrió.
—Sigue siendo Navidad —dijo la viuda en voz muy baja—. No debemos olvidarlo ni ignorarlo. Sin Navidad no habría esperanza. Y yo necesito tener esperanza: insensata, irrazonable, contra toda lógica humana, cosas que sólo Dios puede hacer.
—Todos la necesitamos —dijo Henry mientras entraban juntos al comedor—. Celebraremos la Navidad como es debido. Gracias.
Ocuparon sus sitios y les fueron sirviendo un plato tras otro. Se disponían a comer el pudín cuando por fin abordaron el tema de lo que habían logrado durante la jornada.
—He hecho los trayectos a pie —expuso Benjamín pensativamente—. Es posible cubrir las distancias entre la hora en que Judah pudo haber llegado al arroyo y el momento en que fue hallado su cuerpo, pero sólo si se camina a buen paso. Y no habría tiempo para que Gower aguardara a Judah más de cinco minutos. No si Judah fue derecho allí. Por descontado, es posible que fuese él quien aguardara a Gower, porque no tenemos idea de cuándo murió, salvo que fue antes de las tres, momento en que hallaron el cuerpo. Tampoco sabemos a qué hora llegó Gower a su casa. —Se volvió hacia Naomi—. ¿Lo sabes tú? ¿Has conseguido hablar con él?
Naomi se encogió de hombros un tanto compungida.
—Ha sido más fácil de lo que esperaba.
Miró a Benjamín evitando los ojos de Ephraim, aunque éste era plenamente consciente de que ella sabía que la estaba mirando.
—¿Cómo lo has logrado? —preguntó Antonia.
—Con más inventiva de la que me enorgullece admitir —contestó Naomi con una sonrisa—. Permíteme hacerte el favor de no contártelo, de modo que puedas seguir viendo a tus vecinos con completa inocencia. La gente te tiene en muy alta estima. —Miró a Antonia con sincera consideración—. Eres muy admirada, incluso por quienes son tan estúpidos como para prestar oídos a Gower. Tu reputación es tu mejor baza. Y cuando todos volvamos a marcharnos, tú te quedarás aquí y será importante que eso no haya cambiado.
Antonia sonrió, pero se abstuvo de hablar.
Henry no había pensado en ello con tanto atrevimiento y cayó en la cuenta de que la reciente viuda quizá tampoco lo había hecho. Ninguno de ellos había mirado más allá de la conmoción y la ira del presente. Pero, desde luego, Benjamin regresaría a Tierra Santa, donde seguramente andaba inmerso en alguna gran excavación; Ephraim reanudaría sus exploraciones en África en busca de las plantas y demás descubrimientos que tanto lo fascinaban; Naomi emprendería el largo viaje de vuelta a América y luego hacia el Oeste de nuevo, para retomar el trabajo de Nathaniel, reencontrarse con sus amigos y recuperar la vida que habían construido allí. Incluso Henry regresaría a Primrose Hill y a las alegrías y preocupaciones de Londres. Y entonces Antonia descubriría la auténtica dimensión de su soledad.
Henry recordó la muerte de su esposa. Al principio la impresión adormece buena parte del dolor más profundo. Hay cuestiones urgentes, personas a las que avisar, por no mencionar el funeral. Uno hace de tripas corazón para superar la debilidad y, por el bien de los demás, se comporta con dignidad.
Pero luego, cuando el primer duelo ha pasado y la atención se desvanece, cuando los amigos y parientes reanudan sus vidas, entonces el verdadero peso de la pérdida se hace patente. Todo lo que uno compartía ha dejado de ser como antes. El silencio del corazón resulta ensordecedor. Antonia todavía tenía que enfrentarse a esa situación.
Naomi ya había pasado por ello, pero al menos había tenido un trabajo al que dedicar sus energías y con el que mantener la mente ocupada. Por supuesto, Antonia tenía una finca que administrar, además de cuidar de Joshua, pero el pesar de su hijo también recaería sobre ella.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Benjamín a Naomi. Ya había contestado algunas preguntas mientras Henry no escuchaba.
—Por lo visto Gower pasó la velada con los Pilkington —contestó Naomi con expresión de disgusto—. La señora Pilkington es una mujer con un busto extraordinariamente generoso, compensado por un espíritu mezquino. Tiene opiniones formadas sobre el valor moral de todo, para bien o para mal. «Decadente» es su palabra favorita. No sé por qué, puesto que no creo que sepa qué significa.
—¿Es una nueva rica? —inquirió Henry, consciente de todas las diferencias sociales que eso conllevaba, la envidia y la ambición.
Una sonrisa amplia y sincera iluminó el semblante de Naomi.
—¡Exactamente! El dinero antiguo siempre se ha obtenido de manera inmoral. El suyo es nuevo, por supuesto. Apoya la causa de Gower precisamente porque las familias más rancias no lo soportan. Y el recital de violín era «decadente», de modo que no asistió. Seguramente no distingue a Bach de Mozart y no quiere que la pongan en evidencia, la pobre.
Hubo un repentino matiz de piedad en su voz, como si lo absurdo de las pretensiones hubiese revelado el miedo y el vacío que éstas encerraban.
Ephraim lo percibió y parte de su significado se tradujo en una expresión de sorpresa, no por cómo era la gente, sino por lo que había entrevisto en Naomi, una nueva belleza.
—Pero ¿Gower estuvo allí? —preguntó él ciñéndóse al asunto principal.
—Sí. Se marchó a su casa poco después de las diez —contestó Naomi.
—Entonces pudo llegar al puente más o menos a la misma hora que Judah —dedujo Benjamin—. Aunque no le habría resultado fácil. ¿No viven a orillas del lago los Pilkington?
—Sí.
Reflexionó un momento.
—Pues hubo de contar con la suerte de su parte —comentó Benjamin—. De lo contrario Judah habría tenido que aguardar un rato a que llegara. He preguntado a diestro y siniestro sobre ese día, a los criados de aquí, en la estafeta de correos y en el pueblo. Nadie tiene constancia de que se entregase un mensaje a Judah para que se reuniera con Gower, ni a éste de parte del primero. Y no se trata de un lugar donde uno coincida con alguien por casualidad.
—Desde luego, no es un lugar para reunirse con nadie en absoluto —dijo Henry—. No acabo de asumirlo.
—Pues más vale que lo hagamos —arguyó Benjamín—. Allí es donde estuvo Judah, o no habría encontrado la navaja. Y el vado es un lugar igualmente absurdo, pero es donde fue hallado. —Se volvió hacia Naomi—. ¿Qué opinión te has formado de Gower?
Naomi vaciló.
—Es un hombre irascible, de los que pegan antes de preguntar por si después no tienen ocasión de hacerlo —contestó—. Un hombre tan poseído por sus propias emociones que no dispone de tiempo ni espacio para tomar en consideración las de los demás. No estoy segura de haber querido ver alguna virtud en él, pero si la había, me resultó muy fácil pasarla por alto. Aunque dista mucho de ser estúpido. De ahí que me pregunte cómo es posible que llegara a creer que saldría impune de tan estúpida falsificación.
—Hasta las personas más inteligentes se comportan como idiotas cuando se dejan dominar por las pasiones —observó Henry, frunciendo los labios al sentir la punzada de un recuerdo—. Perdemos la visión periférica y sólo vemos lo que queremos. Es una especie de arrogancia mental. Ser inteligente no siempre es lo mismo que ser sensato u honesto.
Naomi lo miró y la calidez de su sonrisa fue como si el fuego hubiese cobrado ímpetu disipando las sombras y el frío de los rincones de la habitación.
—No, no lo es —admitió Naomi—. Pero ésas son las cualidades que más merece la pena cultivar, y sin ellas lo demás apenas tiene valor. Debería compadecerme de Ashton Gower y de la estúpida señora Pilkington. A fin de cuentas, sólo se engañan a sí mismos.
Ephraim permanecía muy quieto, casi inmóvil. Uno tenía que fijarse en él para advertir lo plenamente concentrado que estaba en Naomi.
—¿Pudo haber matado a Judah? ¿Es posible? —preguntó Benjamin en voz baja.
Su hermano se volvió hacia él.
—Sí —contestó—. Y Colgrave no me gusta nada, es un hombre frío, por más que disimule, pero nos ayudará, al menos en esto. Detesta la injusticia, tanto por nosotros como por el pueblo. Es mala para todos.
—Bien —asintió Benjamin—. Es un principio, pero seguimos sin pruebas.
—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Antonia, alterada, haciendo un gran esfuerzo por disimular su desesperación. Estaba comenzando a enfrentarse al largo futuro que la aguardaba cuando todos se hubiesen marchado y se quedara sola en el pueblo: los rumores, los pensamientos, la memoria de su marido que proteger y un hijo al que criar alentándolo a conservar la fe y la certidumbre.
Benjamin la miró.
—Todavía no lo sé. Pero tendremos éxito. Judah era nuestro hermano y yo, al menos, no pienso irme de aquí hasta que haya limpiado su nombre, ¡lo prometo!
—Yo tampoco —dijo Ephraim con determinación—. Te doy mi palabra, por ti, por Joshua y por el propio Judah.
Antonia inclinó la cabeza y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Gracias.
La mañana era fría, con altas nubes dispersas y un tímido sol. Henry se levantó temprano, tomó una taza de té, se vistió y salió de la casa. Le apetecía caminar a solas y pensar. Se habían mostrado muy bravos la víspera, pero en realidad no tenían ningún plan que les garantizara las pruebas que necesitaban. Eran leales, de eso no cabía la menor duda. Y también valientes. Benjamin poseía la lógica y la perspicacia necesarias para poner en orden la información obtenida y capacidad más que de sobra para exponer el resultado. La fortaleza de Ephraim le permitiría enfrentarse a cualquier situación desagradable, dificultad o traba de la que pudiera servirse la gente del pueblo, o para plantar cara al propio Ashton Gower. Nada le haría apartarse del camino que consideraba justo, costara lo que costase.
Y Naomi tenía encanto e ingenio, imaginación para entender al prójimo y mano izquierda para desarmarlo, lo cual le permitía obtener toda suerte de informaciones con más éxito que mediante cualquier confrontación directa. Henry reparó en que cada vez le gustaba más. Comprendía perfectamente que Ephraim se hubiese enamorado de ella y que siguiera estándolo a pesar de los años transcurridos desde su partida. ¡De hecho, le costaba más entender por qué Benjamin no lo estaba!
¿Por qué habría elegido al más sosegado y mucho menos dinámico Nathaniel? Eso era algo que Henry nunca llegaría a comprender. Aunque ¿qué hombre entiende realmente las decisiones que toman las mujeres?
Caminaba a paso vivo siguiendo el sendero que Judah había tomado la noche de su muerte. Al parecer era el camino más fácil para ir de la casa al yacimiento del tesoro vikingo, que todavía no había visitado. El aire era frío y vigorizante; vio pájaros volando en círculos en el cielo y venados pastando en las faldas de las colinas. Una liebre con su abrigo invernal pasó dando saltos a menos de veinte metros. Pensó en cuánto más hermoso era todo aquello que las calles mojadas y sucias de humo de Londres o de cualquier otra ciudad.
Cruzó el arroyo por el estrecho puente de piedra procurando no perder el equilibrio, aunque en realidad no había hielo, como constató con gran alivio.
Luego, en vez de encaminarse a la iglesia, enfiló la cuesta y siguió el sendero que bordeaba la orilla para luego comenzar la ascensión. Un pequeño letrero le indicó que ya casi había llegado.
Lo vio en cuanto coronó la colina. Detrás de las ruinas que se recortaban contra la nieve, había un hombre solo que contemplaba el agua azul, plateada y gris, rizada por la brisa. Henry supo quién era antes incluso de que el hombre se volviera al oír el crujido de sus pasos sobre la nieve: se trataba de Ashton Gower, con la cabeza descubierta, el cabello negro y los ojos penetrantes que le conferían el aspecto de pertenecer al paisaje, incluso al período en que se había construido aquel santuario. Henry experimentó una extraña sensación de entremetimiento, como si su propósito fuese alterar la historia para que los suyos se adueñaran del patrimonio de un tercero. Descartó ese pensamiento con irritación. Era un truco de la luz y de su imaginación.
—Buenos días, señor Gower—saludó cortésmente. Se dispuso a hacer algún comentario agradable a propósito de la vista, o incluso sobre la posibilidad de que llegara más nieve desde las cumbres del Helvellyn, pero cambió de parecer. Daría la impresión de estar nervioso. No era ésa la verdad, y ambos lo sabían.
Gower extendió el brazo abarcando todo el panorama.
—¿Le gusta? —preguntó—. Le daría la bienvenida a mis tierras, pero la ley me las ha arrebatado. Puede usted venir siempre que quiera, si los Dreghorn no se lo prohíben. Yo sólo puedo llegar hasta el punto abierto al público. ¡Pero me niego a pagar!
—¿Alguna vez se lo han pedido? —inquirió Henry, situándose a su lado de cara al lago, las montañas y el cielo: un paisaje agreste, azotado por el viento, con los dibujos siempre cambiantes de luz y sombra.
—Todavía no —admitió Gower—. Ni siquiera Dreghorn se vio con valor para hacer eso. Sabía que estaba en falso, ¿entiende? Era incapaz de mirarme a los ojos. Tenía más elegancia que sus hermanos. —Torció la boca—. ¡O se sentía más culpable!
—Traté a Judah Dreghorn durante veinte años —replicó Henry con ecuanimidad, esforzándose por dominar su genio—. Aparte de mi experiencia directa, no he encontrado una sola persona que me haya hablado mal de él. Por otra parte, sé lo que dicen sobre usted, señor Gower, y es mucho menos halagador. ¿Debo suponer que sostiene que los expertos en falsificaciones también mintieron? ¿Por qué? ¿Tanto le odian como para que haya hombres dispuestos a cometer perjurio con tal de verlo castigado por un delito que no cometió? ¿Por qué? ¿Qué ha hecho para merecer esto?
Gower se estremeció y encorvó los hombros, como si el viento se hubiese vuelto gélido.
—Las escrituras que saqué de la caja fuerte de mi padre eran auténticas —declaró, mirando a Henry de hito en hito—. No puedo demostrarlo, pero lo eran. La tierra le pertenecía. Es posible que Wilbur Colgrave estuviera enamorado de mi madre, pero ningún Colgrave cedería sus tierras por nadie. La razón de que no reclamara la propiedad es que no tenía derecho sobre ella. Toda esa historia de la aventura amorosa fue una calumnia. Pero ¿quién puede demostrarlo ahora?
Su voz traslucía un dolor profundo y furioso, pero tan real que Henry llegó a experimentarlo. Tal vez fuese por la reputación de su madre tanto como por la suya propia. Henry no hubiese tolerado que se insinuase algo semejante de su madre.
¿Cuánto puede justificar el dolor? ¿Realmente era preciso que Colgrave aireara aquel detalle tan íntimo? ¿No podría haber callado eso, por lo menos? ¡Existía un acuerdo tácito de no mancillar el nombre de los muertos que ya no podían defenderse!
Aunque por otra parte eso era exactamente lo que Gower estaba haciéndole a Judah. Henry lo expresó en voz alta.
Gower se volvió para mirarlo con una expresión que mezclaba perplejidad y frustración.
—¿De qué otra manera puedo defenderme? —preguntó con voz ahogada—. ¡Esta tierra es mía! ¡Me quitaron la casa, el patrimonio, el buen nombre de mi madre y el mío propio! Y me hicieron pagar por ello con once años de mi vida mientras ellos disfrutaban del botín. Ahora soy un hombre marcado, sin más techo sobre mi cabeza que el que consigo trabajando y pago semana tras semana. ¿Se supone que debo conformarme? ¿Esa es su idea de justicia, el estilo Dreghorn?
—¿Y las escrituras falsificadas? —preguntó Henry—. ¿O acaso todos los expertos mintieron? ¿Por qué? ¿Supone que Judah Dreghorn los sobornó?
—No lo sé. Lo único que sé es que el documento que entregué era auténtico y decía que la tierra pertenecía a mi padre. Las fechas eran correctas.
El semblante de Gower no reflejaba el menor asomo de duda, sólo una ciega y furiosa certidumbre..
No existía respuesta posible para eso. Henry dio media vuelta y emprendió el regreso a la casa. Se encaminó directamente a la cuadra, pidió un caballo y salió al galope por el camino de Penrith. Necesitaba saber con exactitud dónde se habían guardado las escrituras desde el momento de la muerte de Geoffrey Gower hasta que el experto de Kendal las examinó y dictaminó que eran falsas. La duda, informe e incierta, le corroía las entrañas deshilachando los bordes de todos sus pensamientos. No dudaba de la honestidad de Judah, pero ¿pudo haber sido inducido a error, quizás engañado por alguien? Era una idea molesta, pero Henry no iba a dejarla sin responder.
La ciudad estaba concurrida debido a sus comercios habituales y al mercado. Las calles atestadas de gente que iba y venía. Había carros con pilas de pacas de lana. Todas las manufacturas tradicionales de los Lagos se encontraban allí: zuecos, pizarra, carretes, herrajes, cerámica, lápices; y toda clase de alimentos: copos de avena, cordero, pescado fresco, sobre todo salmón, patatas, manzanas de distintas variedades y especias llegadas por mar.
Henry se abrió camino y finalmente se encontró en las oficinas de Judah otra vez. Fue una larga y tediosa tarea rastrear la llegada de la escritura y conocer su paradero desde ese momento hasta que fue llevada al especialista de Kendal.
—Ay, sí —dijo el pasante en tono de complicidad—. Muy triste. Nunca sospeché que el señor Dreghorn estuviera implicado en algo así, debo decir. Vivir para ver.
Henry se paralizó, la sangre le hervía en las venas.
—¿Vivir para ver qué, señor Johnson? —replicó fríamente—. ¿Que los recuerdos son breves y las lealtades endebles?
En cuanto lo hubo dicho lamentó haber perdido los estribos. Se estaba poniendo las cosas difíciles a sí mismo.
Johnson se ruborizó intensamente.
—¡Yo no he dado crédito a esas acusaciones! —protestó—. Se equivoca conmigo si piensa lo contrario, señor, se lo aseguro.
Henry cambió de postura, quizá sin ser del todo sincero. Había supuesto que el hombre hablaba por sí mismo, mas a juzgar por su rostro parecía ofendido.
—Me refería a quienes lo hacen, sean quienes sean —puntualizó—. Confío en que, habiendo tratado al señor Dreghorn, sea usted el último en estar de acuerdo y el primero en defenderlo.
—Por supuesto —respondió Johnson con desdén.
Henry aprovechó su ventaja.
—En ese caso seguro que tendrá tantas ganas como yo de aclararlo sin dejar lugar a dudas. Necesito seguir la historia de esas escrituras que se declararon falsas bajo juramento. ¿Cuándo llegaron aquí? ¿Quién las trajo y desde dónde? ¿Dónde se guardaron? ¿Quién tuvo acceso a ellas y quién las llevó a Kendal para mostrárselas a...? ¿Cómo se llama?
—El señor Percival, señor.
—Sí. Bien. Si alguien las alteró, no fue el señor Dreghorn.
Fue una declaración que no admitía réplica.
—¡Por supuesto que no! —exclamó Johnson, malhumorado.
Pero fue una tarea mucho más lenta de lo que había supuesto Henry, y a Johnson lo único que parecía preocuparle era su propia reputación. Ahora tenía un nuevo jefe y estaba resuelto a causarle buena impresión. Judah se había ido y ya no podía serle útil.
Henry lo pilló en un par de mentiras interesadas antes de estar seguro más allá de toda duda sobre cuál había sido la historia de las escrituras. El asunto había llevado bastante más de una semana, y durante ese tiempo nadie las había visto. Innegablemente, Judah pudo haberlas alterado o sustituido por falsificaciones. Pero lo mismo podía decirse de un buen número de personas con acceso a la oficina o del mensajero que las había llevado a Kendal. Por no mencionar el tiempo que habían obrado en poder del señor Percival, otro par de semanas o más. Todo parecía improbable, pero nada resultaba imposible.
Henry dio las gracias a Johnson, que para entonces estaba bastante más inquieto, y acto seguido fue a la cuadra donde había dejado su montura y emprendió la larga cabalgada de regreso a la finca.
Por el camino fue meditando el problema. ¿Quién había tenido tiempo, ocasión y habilidad para llevar a cabo la falsificación? Al parecer el papel y la tinta no eran los adecuados, de modo que no habrían supuesto ninguna dificultad. Los sellos antiguos habían sido arrancados de las escrituras originales y pegados en las nuevas. El tiempo parecía ser el punto determinante. Pero habían estado en la oficina de Judah durante una semana para luego ser enviadas a Kendal, donde estuvieron en el despacho de Percival otras dos semanas más. Alguien familiarizado con esa clase de documento no necesitaría ni un día para cogerlas, crear la falsificación, destruir las originales y devolver las falsificadas.
Más difícil sería demostrar quién lo había hecho. Por desgracia, Judah era la persona con la mejor ocasión, aparte del señor Percival, por supuesto. Aunque no había ninguna razón para suponer que tuviera interés alguno en el asunto.
Henry continuó reflexionando sobre todo ello mientras cabalgaba. La austera belleza del paisaje invernal le resultaba curiosamente reconfortante. Sus líneas limpias, cepilladas por el viento, le evocaban una especie de valentía, como si hubiesen soportado cuanto la violencia de la naturaleza les había arrojado encima y toda pretensión hubiese sido barrida. El aire frío le escocía en la cara, pero su caballo era un animal noble y bien dispuesto, y juntos hicieron el viaje en buena camaradería, de manera que, cuando finalmente el jinete desmontó en el patio de la cuadra y se dirigió a la casa, dio las gracias a su montura con afecto.
La velada fue mucho más tensa. Nadie más había descubierto nada que cupiese considerar de utilidad. En el pueblo los rumores iban en aumento y cada uno de ellos había oído comentarios que en el mejor de los casos podían considerarse de duda, comenzando por la cuestión de si Judah era en realidad tan honesto como se suponía. Se recordaban otros casos de personas que habían proclamado su inocencia pese a que un jurado las había hallado culpables. No había ninguna acusación directa, nada concreto que negar o desaprobar, sólo una atmósfera desagradable.
Henry contó que había ido a Penrith. No quería guardarlo en secreto y que pareciera algo hecho bajo mano, y, además, el mozo de cuadra lo sabría, ya que había ido a caballo. Aunque no dijo a nadie por qué había ido ni tampoco exactamente adonde.
Se sentaron a la mesa del comedor ante otro delicioso festín. La señora Hardcastle había preparado de postre una de las delicadezas de la región, un plato conocido como Rum Nicky, elaborado con ron, azúcar moreno, fruta deshidratada y manzanas de Cumberland.
Antonia habló porque estaba en su casa y ellos eran sus invitados. No iba a permitir que permanecieran en un embarazoso silencio, pero se limitó a contar trivialidades: los concursos de perros pastores del último verano, las regatas en el lago, quién había escalado qué montaña, qué tiempo cabía esperar...
Henry pilló a Ephraim observando a Naomi un momento para acto seguido evitar la mirada de ésta. Evidentemente, Naomi no quería darse por aludida, aunque Henry estaba convencido de que ella sabía lo que estaba ocurriendo.
Y, mientras tanto, en el fondo de su mente anidaba el temor a tener que contar a la familia que tal vez, de un modo u otro, por haber confiado en quien no debía, por falta de atención o por descuido, Judah había cometido un error y que, por tanto, Gower no era culpable de haber falsificado las escrituras, lo cual significaría que otra persona lo era.
¿Quién más había sacado provecho? Peter Colgrave, evidentemente. ¿Alguien más había pensado que podría comprar la heredad a buen precio? ¿Estaba alguien enterado de la existencia del yacimiento vikingo con sus monedas de oro y de plata, sus joyas y demás objetos, por no mencionar su valor histórico? Aquél era otro extremo que averiguar, a ser posible.
Pero sentado a la mesa, viendo sus rostros, la tensión, la ira y el pesar, Henry no se atrevió a plantearlo todavía. ¿Cuánto podría aguardar?
Terminada la cena, Antonia fue a dar las buenas noches a Joshua, y Henry supo por veladas anteriores que tardaría un buen rato en bajar, quizás una hora o más. Joshua tenía nueve años, todavía era un niño dolido y confuso que se esforzaba por ganarse el respeto de sus tíos, por comportarse como el hombre que creía que esperaban los demás. Y también era lo bastante inteligente como para saber que lo estaban protegiendo de otra cosa. Henry le había visto la cara cuando cambiaban de tema al entrar él en la sala mientras hablaban de Gower o del pueblo. No conocían a los niños. No se daban cuenta de lo mucho que oían, de la rapidez con que captaban las evasivas, el tono condescendiente. Joshua detectaba el miedo, aunque no supiera nombrarlo.
Henry recordaba las constantes sorpresas que le había dado Oliver al comprender cosas que el padre había supuesto que no estaban a su alcance. Observaba, copiaba, comprendía. Joshua Dreghorn era igual de rápido y despierto. Antonia lo sabía, por eso compartía su tiempo, y quizá sus emociones, con él.
Henry invitó a Naomi a acompañarlo a dar un corto paseo y ella aceptó. El le sostuvo la capa, se puso el abrigo y salieron por la puerta lateral.
—¿Qué sucede? —preguntó Naomi en cuanto estuvieron a pocos metros de la casa—. ¿Ha descubierto algo?
No había tiempo para andarse con rodeos.
—He ido a Penrith a ver a un pasante de la oficina de Judah —contestó él—. Le he pedido que me contara con toda exactitud dónde habían estado las escrituras desde que las sacaron de la caja fuerte de Geoffrey Gower. —Hablaba en voz baja aunque el crujido de sus pasos en la hierba endurecida por la escarcha habría acallado sus voces en caso de que alguien los hubiese escuchado desde una ventana abierta—. Hubo tiempo y ocasión para que alguien las alterara... las cambiara por otras.
—¿Se refiere a cambiar la auténtica por una falsificación?
De inmediato Naomi asumió lo que aquello significaba y su voz traslució el miedo que la había asaltado. Debido a la capucha de la capa, Henry apenas le veía la cara.
—Sí —respondió Henry.
—¿Cree que Gower dice la verdad?
Fue una pregunta directa, llena de incredulidad, pero, aun así, se la hizo.
Henry no podía contestar de inmediato, no con absoluta sinceridad.
—¡Señor Rathbone! —exclamó Naomi, agarrándole el brazo y obligándolo a parar.
—Creo que Judah no habría hecho nada semejante bajo ningún concepto —declaró sin titubeos. De aquello estaba absolutamente seguro—. Pero quizá confió en quien no debía.
Naomi habló en voz muy baja.
—¿Le ha contado esto a alguien más?
—No. —Sonreía en la oscuridad, pero mofándose de sí mismo; no experimentaba el más remoto placer—. He pasado toda la cabalgada de regreso de Penrith y buena parte de la velada procurando no hacerlo. Pero es una posibilidad que debemos tener en cuenta.
—¿Está seguro de que hubo ocasión?
—Sí.
—¿Quién? Si no fue Gower, ¿por qué iba a hacerlo otra persona? ¡Era el único que iba a sacar provecho de tan estúpida falsificación!
Se pusieron a caminar de nuevo, alejándose más de la casa y de cualquiera que pudiera asomarse y verlos.
—¡Puso la fecha que garantizaría que la propiedad fuese suya! —prosiguió Naomi, que no le había soltado el brazo—. La otra fecha la habría dejado en manos de Peter Colgrave, que es lo que ocurrió. Entonces la compramos. Nadie más iba a beneficiarse del cambio.
—No hay ninguna respuesta que encaje con los hechos —admitió Henry—. Ashton Gower jura que las escrituras no estaban falsificadas, los expertos afirman que lo estaban. La fecha de la falsificación favorece a Gower.
—Sí. ¿No es eso prueba suficiente?
La idea contra la que llevaba todo el día luchando se cristalizó en su mente.
—¿Y si la falsificación no contiene ningún cambio?
—Pero eso no tiene... —Se interrumpió—. ¡Oh, no! ¿Quiere decir que la falsificación es una copia exacta de la original, incluyendo la fecha? Entonces ¿Gower estaba diciendo la verdad al sostener que las escrituras son auténticas? Luego fueron sustituidas por una burda falsificación en la que constaban los mismos datos, también la fecha, de modo que Gower se viera desacreditado y... ¡perdiera sus tierras!
—Sí.
—¡Eso es terrible! Pero ¿quién? ¿Colgrave?
—Tal vez. O quizás otra persona que creyó que podría comprar la finca a buen precio.
—Judah se la compró a Colgrave al precio que éste le pidió. Al heredero le corría prisa conseguir dinero. Creo que tenía deudas. Quizás alguien más esperaba comprarla y finalmente no tuvo ocasión de hacerlo. ¡Podría ser cualquiera!
—A lo mejor ese alguien ya había descubierto el tesoro vikingo y sabía cuánto iba a valer la finca —señaló Henry—. Colgrave lo ignoraba, de lo contrario hubiese pedido una suma mucho más alta.
—Y Gower está convencido de que fue Judah —concluyó Naomi con voz lúgubre y tensa—. Al final, tal vez sea cierto que ese hombre no lo hiciera. ¡Judah pudo haber enviado a un inocente a prisión!
—Sí, es posible. —Henry detestaba admitirlo—. Aunque, por supuesto, no se descarta que sea culpable del pecado de matar a Judah —agregó—. Alguien lo hizo. No sabemos de otra persona que tuviera un motivo, excepto el verdadero falsificador.
—Tal vez Gower también tenga enemigos —sugirió Naomi—. Es un hombre sumamente desagradable. ¿Es posible que él sea la verdadera víctima y Judah sólo el medio del que se sirvieron otros?
—Sí, claro que es posible. ¡Y no se me ocurre por dónde empezar a buscarlos!
Naomi inclinó la cabeza.
—¡Esto es atroz! —susurró—. ¡Tenemos que averiguarlo! ¿No cree?
—Por supuesto. ¿Podría descansar tranquila sin haberlo esclarecido?
—No lo sé. A mí no me afecta. Cuando todo haya acabado, cuando hayamos silenciado a Gower, regresaré a América. Me encanta la agitación, el descubrimiento, la impresionante belleza de aquella tierra. La magia de lo desconocido no tiene parangón.
Su voz rebosaba vitalidad. Henry pensó en Ephraim cuando le hablaba de África y de la agreste y fascinante belleza de aquel territorio. Volvió a preguntarse por qué Naomi había elegido al más prudente y afable Nathaniel.
—¿Echa de menos todo aquello? —preguntó él en voz alta.
—Hasta ahora he estado demasiado ocupada para eso —dijo Naomi con franqueza.
—Tendremos que plantear a la familia la posibilidad de que las escrituras fueran reemplazadas —declaró él cuando llegaron al final del césped y se quedaron contemplando la luz tenue y trémula del lago, visible sólo como el movimiento de una seda negra en el viento.
—Lo sé. Antonia se sentirá muy dolida, como si de pronto la hubiésemos abandonado. —Suspiró—. Benjamín se quedará confundido, pero creo que no se llevará una gran impresión. Es demasiado listo como para no haberlo pensado, aunque sólo haya sido para negarlo.
—¿Y Ephraim? —preguntó Henry, a sabiendas de que a Naomi le resultaría difícil contestar.
—Se enojará —respondió, tras una breve vacilación—. Pensará que hemos traicionado a Judah. No perdona con facilidad.
Henry la observó a la tenue luz de las estrellas, pero lo único que captó de ella fue la emoción que percibió en su voz. Al decir que Ephraim no perdonaba, ¿lo decía en general, o aludía a algún pecado en concreto? ¿Nathaniel había sido realmente su primera elección, o más bien la segunda? ¿Se estaba negando a tomar una decisión, ni siquiera por su felicidad, para no sentir que traicionaba a su marido muerto? Ella misma había mencionado la traición al referirse a los sentimientos de Ephraim.
Henry preguntó, aun a riesgo de resultar entrometido:
—Habla como si lo conociera bien, y me ha sido imposible no percatarme de lo que siente él por usted.
Naomi sonrió.
—¿Se está preguntando por qué me casé con Nathaniel cuando Ephraim también me lo pidió?
—Sí —admitió Henry.
—Pues porque el amor es algo más que pasión y entusiasmo, señor Rathbone. Si confías tu vida y tu amor a un hombre, necesitas admirar su coraje, y Ephraim lo tiene en abundancia. Pero si vas a vivir con él cada día, no sólo los buenos sino también los malos, los momentos difíciles en que fallas, cometes errores y te sientes herida y asustada, necesitas estar segura de su gentileza. Necesitas a alguien que te perdone cuando te equivoques, porque tarde o temprano todos nos equivocamos.
Henry no la interrumpió. Permanecieron los dos juntos contemplando el agua. La noche era fría y muy clara; las estrellas, diminutas, emitían destellos en la inmensidad del espacio.
—Ephraim no ha cometido suficientes errores como para ser comprensivo —dijo Naomi casi sin voz.
—A mí me parece que usted tampoco se equivoca con frecuencia —observó Henry—. Y sin embargo le sobra gentileza.
Esta vez la vio sonreír.
—Pero lo he hecho. Me parezco a mi madre. Se portó mal. Nunca supe por qué, pero a veces me imagino lo sola que debió de sentirse o lo que la indujo a hacer lo que hizo. Mi padre jamás se lo perdonó, de modo que, aunque hubiese querido devolverle su corazón, él no le permitió hacerlo.
Henry pensó en otra mujer como Naomi, tal vez aburrida, sin nada a lo que dedicar su inteligencia, ninguna aventura con que evadirse de la rutina doméstica, y posiblemente más amada por su belleza que por su personalidad. ¿Hasta qué punto había marcado a la hija la desdicha de la madre para que aquélla prefiriese la gentileza de un hombre comprensivo en vez de la pasión de otro?
—La entiendo —dijo con mucho tacto—. Sólo faltaría. Todos necesitamos que nos perdonen alguna que otra vez. Y también necesitamos hablar, compartir nuestros sueños, así como los de la persona a quien amamos.
Naomi se aproximó con delicadeza y le dio un beso en la mejilla.
—Nathaniel siempre me gustó y aprendí a amarlo. Quise a Ephraim desde el principio, pero no confiaba en que supiese perdonar mis errores, los olvidase y arropase mi corazón con ternura.
Ambos se quedaron callados un momento. Cuando volvieron a hablar lo hicieron sobre el problema que los ocupaba, una carga que se hacía más pesada a cada instante.
—Me parece que mañana debería ir a Kendal a ver a los expertos que testificaron acerca de las escrituras. —Se volvió hacia ella—. Luego tendré que contar a Benjamin y Ephraim lo que averigüe y supongo que, si es irrefutable, también a Antonia.
—¿Piensa que Ashton Gower fue encarcelado injustamente? —preguntó Naomi.
—Pienso que cabe en lo posible, y si se demuestra cierto, tendremos que reconocerlo e intentar reparar la injusticia.
—¡Pero alguien mató a Judah! —protestó Naomi—. ¡La corriente no arrastró su cuerpo río arriba! Y si Gower en verdad era inocente, ¿no le da eso un motivo mayor para buscar venganza? Quizá no tuviera intención de matar a Judah y sólo fue una pelea que terminó cuando éste resbaló y se cayó, y por alguna razón Gower arrastró su cuerpo por el arroyo hasta el vado de arriba. Pero ¿para qué haría eso?
—Quizá cuando Judah murió había rastros en la nieve que indicaban la presencia de otra persona e incluso de la pelea —razonó Henry—. No podía permitir que se abriera una investigación, ya que entonces habría sido muy fácil demostrar que él también había estado allí. Y habida cuenta de los antecedentes, ¿quién iba a creerle cuando afirmara que había sido un accidente?
—Es un hombre aborrecible —dijo Naomi, comenzando a caminar lentamente hacia la casa—, pero lo siento por él. Si en efecto fue un accidente y podemos demostrarlo, tenemos el deber de hacerlo, ¿no es así?
—Sí —afirmó Henry sin titubeos.
—A la familia no le gustará nada.
También había certeza en su voz, además de miedo. Deseaba que la considerasen parte del clan. Los había amado a todos desde que los conociera. Eran la única familia que tenía. Igual que Antonia, por lo demás estaba sola.
—Todavía no lo sabemos —señaló Henry—. Al menos no de manera irrefutable. Mañana iré a Kendal.
Dicho esto, cruzaron de nuevo el césped y volvieron a entrar en la casa.
Por la mañana temprano Henry fue a caballo hasta Penrith, donde tomó el tren hasta Kendal, que era la primera estación al sur en dirección a Lancaster. Llegó a la ciudad hacia las diez y media y se dirigió a la oficia del señor Percival, el experto en documentos falsificados. Era más joven de lo que Henry había esperado, pues aún no había cumplido los cuarenta. Iba afeitado, tenía una espesa mata de pelo castaño y una simpática expresión. Sin embargo, el placer que reflejaba su rostro se borró bastante deprisa cuando Henry le expuso el motivo de su visita.
—Sí, me he enterado de que Gower está levantando calumnias —dijo Percival con cierta brusquedad—. Qué vergüenza. Es un hombre de lo más desagradable, y completamente irresponsable. Fue una tragedia que Dreghorn falleciera en tan desdichado accidente. No obstante, no acierto a ver en qué puedo ayudarlo, señor Rathbone. —Se apoyó en el respaldo y esbozó una sonrisa—. Necesita un abogado. La ley tiene mecanismos para acallar tales difamaciones. Seguro que la señora Dreghorn ya dispone de una persona que represente a la familia, pero si necesita a alguien más, puedo recomendarle un buen abogado.
—Gracias, pero eso no será necesario. —Henry recordó que aquel hombre era un experto en falsificaciones, un perito de los tribunales, pero no un letrado. Nada de lo que se mencionase en la conversación estaría amparado por el secreto profesional—. Tengo interés en saber con más exactitud qué ocurrió. Considero que será una defensa mucho mejor que cualquier restricción legal, y sin duda más rápido y más honesto que un pleito por calumnia, que podría prolongarse y volverse de lo más desagradable.
Percival se retrepó y se mordió el labio inferior.
—La verdad, señor Rathbone, es que las escrituras de la finca propiedad de Geoffrey Gower y legada a su hijo, Ashton Gower, en realidad eran falsificaciones, y no muy buenas, por cierto. Así lo determinó la ley, y Ashton Gower fue sentenciado a una pena de prisión por su participación en el asunto.
—¿Cómo sabemos que fue Ashton Gower quien las falsificó, y no su padre? —preguntó Henry con aire de inocencia.
Percival sonrió pacientemente.
—Porque al ser revisadas en el curso de transacciones anteriores nunca fueron puestas en entredicho. Y, con franqueza, señor Rathbone, las falsificaciones eran extremadamente malas. Nadie acostumbrado a tratar con documentos legales de la clase que sea se habría dejado engañar por ellas.
—Sin embargo, usted no informó de inmediato de que se trataba de falsificaciones —señaló Henry—. A primera vista, le pareció que eran legítimas.
Percival se sonrojó, incomodado.
—Sólo revisé ciertas partes de los documentos, señor Rathbone, eso debo confesarlo. La primera lectura completa nos mostró la falsedad de los papeles. No le quepa duda. Francamente, no estoy seguro de qué intenta demostrar. Gower es un falsificador. Judah Dreghorn no tuvo más remedio que condenarlo a prisión. Todo lo demás son falacias, las argucias de un hombre débil y malvado buscando el modo de justificarse.
—Siente una notable aversión personal por Gower, señor Percival —observó Henry.
El especialista endureció su expresión.
—En efecto. Y disto mucho de ser el único, señor Rathbone. Su actitud es de lo más censurable, no ha tenido la elegancia ni la honestidad de arrepentirse de su delito, ni el coraje de volver a empezar y tratar de llevar una vida decente. En lugar de eso, que quizá le hubiese valido el perdón, ha intentado mancillar el nombre de un juez honesto que no hizo más que cumplir con su deber. Si hubiese conocido usted a Judah Dreghorn, comprendería mi enojo.
—Resulta que lo conocía —puntualizó Henry, haciendo un gran esfuerzo por mantener la calma—. Fue amigo mío durante más de veinte años. La señora Dreghorn es mi ahijada. Sin embargo, eso no zanja la cuestión de quién falsificó los documentos ni cuándo.
—¡Por el amor de Dios! —espetó Percival—. ¡Ashton Gower los falsificó en algún momento después de que sacaran los originales de la caja fuerte de su padre, y esa falsificación sirvió para reclamar sus derechos sobre la finca!
—¿Es usted experto en falsificaciones?
—¡Pues claro!
—¿De modo que le traerían a usted los documentos con ese propósito, pero no hasta que hubiese sospechas de falsificación?
—Por supuesto.
—¿Quién lo vio primero, antes de eso?
—William Overton, un abogado.
—¿Declaró en el caso? —preguntó Henry.
—No.
—¿Por qué no?
—No fue llamado. ¿Por qué iban a hacerlo? Nadie reivindicó que las escrituras fuesen auténticas excepto el propio Gower, y es evidente que mentía. Como ya he dicho, señor Rathbone, el trabajo era una verdadera chapuza. No resistía el más leve examen. Ahora, si no le importa, tengo otros clientes aguardando, a quienes tal vez pueda serles más útil. Me temo que no puedo ayudarlo y, para serle sincero, tampoco tengo ganas de hacerlo. Da la impresión de estar defendiendo a un hombre que ha difamado a un juez que todos admirábamos y que, según acaba de comentar, le tenía a usted por su amigo.
Henry permaneció sentado.
—¿Cuándo se supone que falsificó Gower las escrituras?
La paciencia de Percival se estaba agotando.
—¡Antes de llevárselas a su abogado, señor! ¿Cuándo, si no?
—¿El señor Overton?
—En efecto.
—¿Pasaron de él al señor Overton y de éste a usted?
Percival vaciló con el semblante un tanto sonrojado.
—No, no exactamente. Fueron puestas en duda por Colgrave, que exigió verlas, lo cual ocurrió en la oficina del juez Dreghorn, según tengo entendido.
—¿Por qué no en el bufete de Overton? ¿No era él el abogado de Gower?
—El señor Colgrave insistió en que se hiciera en presencia de un juez, y el señor Overton no puso objeciones a ese respecto. ¡Realmente no entiendo qué intenta usted demostrar, señor Rathbone! —espetó Percival, irritado.
—Intento esclarecer cuándo pudieron ser alteradas las escrituras y así entender qué dio pie al señor Gower para sostener la acusación de que Judah Dreghorn las había falsificado —contestó Henry.
—¡Santo cielo! ¡No me diga que le cree! —exclamó Percival, atónito.
—Intento demostrar la inocencia de Judah Dreghorn —respondió Henry—. Si nunca obraron en su poder, ¡por fuerza tiene que serlo!
—Vaya... Pues a mí me basta con su reputación. Los documentos estuvieron en manos de distintas personas, si desea ponerse puntilloso. Sería mucho mejor, y más prudente, que dejara correr el asunto. Nadie creerá a Gower. Ese hombre ya es un criminal convicto.
—Sí —admitió Henry. Se puso de pie—. ¿Dónde puedo encontrar al señor Overton?
—En las oficinas del final de la calle. No sé el número.
—Gracias. Buenos días, señor Percival.
Éste no contestó.
Henry siguió sus indicaciones y le bastaron un par de preguntas para dar con el bufete de William Overton. Sólo tuvo que aguardar veinte minutos antes de que lo recibiera.
—Pase, señor Rathbone —saludó Overton con cortesía. Era mayor que Percival, pero se movía con soltura. El pelo que le quedaba era gris, casi blanco, aunque su rostro delgado apenas presentaba arrugas—. Mi pasante me comenta que está preocupado por las escrituras que fueron falsificadas en el caso de la heredad Gower. Terrible tragedia que Judah Dreghorn se ahogara. Lo lamento profundamente. Era un hombre encantador, y de una honestidad a toda prueba. ¿En qué puedo servirle?
Hizo ademán de que tomara asiento al tiempo que ocupaba su sitio tras el escritorio. Henry se acomodó y le resumió la situación.
—No soy experto en falsificaciones, señor Rathbone —manifestó Overton, frunciendo el ceño—. Debo admitir que el documento me pareció auténtico, y he manejado un montón a lo largo de mi carrera.
—¿ Qué fecha constaba en el documento original que le dieron de la caja fuerte de Geoffrey? ¿Era la misma que figuraba en el que se presentó ante el tribunal y que el señor Percival declaró que era falso?
—En efecto. Era la misma, señor Rathbone —contestó Overton, frunciendo el ceño—. Por eso no comprendí la afirmación de que las escrituras presentadas ante el tribunal estuvieran falsificadas.
—¿Sostiene que eran las mismas fechas? —Henry tragó saliva—. ¿Está seguro?
—Desde luego.
—¿Cuál era entonces el propósito de la falsificación?
—No lo sé. Pero con toda seguridad no era ganar la finca para Ashton Gower, ya que de todos modos le pertenecía. —Overton se inclinó apoyándose en el escritorio. Su rostro reflejaba tristeza y un profundo disgusto—. A mí me parece que alguien cambió el documento auténtico por uno falso, pero que éste decía exactamente lo mismo. El único propósito que se me ocurre para ello es desacreditar las escrituras originales. Al parecer, esa posibilidad no se le ocurrió a nadie durante el juicio.
—¿Cuándo se dio cuenta de esto, señor Overton?
Henry estaba desconcertado. ¿Por qué ese hombre aparentemente honesto no había hablado de lo que se intuía como una injusticia monstruosa?
—Hace poco más de dos semanas, el día en que falleció Judah Dreghorn. Vino a verme y me formuló exactamente las mismas preguntas que usted...
Henry recibió la noticia como si encajara un puñetazo. ¡Ashton Gower era inocente y Judah Dreghorn lo había descubierto! En ese caso, ¿por qué iba Gower a matarlo?
¿Y si no hubiese sido Gower, sino otra persona?
Oía la voz de Overton como si le llegara de muy lejos: palabras confusas e incomprensibles.
—¿Cómo dice? —preguntó, aturdido—. Me parece que no le he oído bien.
—Tiene mala cara, señor Rathbone —repitió Overton—. ¿Puedo ofrecerle una copa de coñac? Me temo que esto le ha causado una honda impresión.
Se levantó para abrir un armario y servir una generosa medida de muy buen coñac en una copa que dejó sobre el escritorio, al alcance de su visita.
—Gracias. —Henry la cogió y fue bebiendo despacio. Notó el fuego del licor en las entrañas y lo agradeció, pero éste no disipó el horror que lo embargaba—. ¿Judah estuvo aquí y usted le expuso lo que acaba de contarme a mí?
Le constaba que debía de parecer tonto, pero no lograba asimilar la enormidad de la idea.
—Sí—confirmó Overton—. Y se quedó tan consternado como usted. Comprendió lo que había ocurrido... lo que había hecho, por así decirlo, si bien es cierto que con absoluta inocencia.
—¿Le comentó...? —Henry tragó saliva—. ¿Le comentó lo que se proponía hacer?
Overton sonrió, aunque el gesto estaba lleno de tristeza y compasión.
—No exactamente. Se marchó de aquí un poco después de mediodía. Creo que tomó el tren de las dos y media hacia Penrith. Dijo que tenía intención de ver a una persona, pero no precisó a quién ni tampoco qué quería decirle. Llegaría a Penrith antes de las tres y media, y a su casa tal vez alrededor de las cinco, si disponía de un buen caballo. Deseaba ir a un recital en el pueblo donde vive su familia. Era algo relacionado con su hijo, quien tengo entendido posee un notable talento.
—Sí. Sí que lo tiene.
Henry no conseguía librarse de su aturdimiento.
Trató de imaginar lo que habría pensado Judah ese día durante el viaje de regreso a casa. Sabía que Ashton Gower era inocente. ¿Era a Gower a quien tenía intención de ver? ¿O a otra persona, al verdadero culpable?
¿Había llegado demasiado tarde para encontrarse con quienquiera que fuese antes del recital? No iba a perdérselo y defraudar a Joshua. ¿Se habría citado con esa persona después de volver a casa, a la altura del puente? ¿Por qué allí? ¿Más cerca del pueblo pero aun así en privado? ¿Más cerca de la iglesia? ¿Del yacimiento vikingo? ¿De casa de Colgrave? ¿O a medio camino entre la finca y la casa de otra persona?
¿De quién se trataba y qué había ocurrido? Si era Gower, ¿la muerte de Judah no había sido más que el trágico e idiota resultado de una explosión de rabia ante la injusticia de los once años que Gower había pasado en prisión por un delito que no había cometido?
Era posible.
Aunque igualmente posible era que Ashton Gower no tuviera nada que ver, sino que fuese obra de otra persona. ¿Peter Colgrave? ¿O alguien que se había propuesto comprar la finca y se había quedado con las ganas?
Una cosa estaba clara: Henry no podía mantener el asunto en secreto. La injusticia quemaba como un hierro candente, exigiendo reparación. Si permitía que Ashton Gower cargara con la vergüenza del primer delito y también con el miedo al estigma del segundo, sería más culpable de lo que Gower llegaría a serlo nunca, porque él sabía la verdad.
—¿Por qué no hizo nada cuando se enteró de la muerte de Judah y supo que no podría enmendarlo? —preguntó a Overton.
—Mi querido Rathbone, ¡no tengo pruebas! —contestó Overton volviendo las palmas de las manos hacia arriba—. Vi las escrituras originales, pero ahora los documentos están destruidos. Sólo queda la falsificación. ¿Qué podría decir y a quién? Judah Dreghorn pudo haberlo hecho, pero murió.
Por supuesto. Henry tendría que haberse dado cuenta. Una vez más, se sintió como si el suelo se hubiese levantado para golpearlo lastimándolo hasta los huesos. No había nadie más.
Lentamente y un tanto tembloroso se puso de pie, dio las gracias a Overton y se dirigió de nuevo a la estación. Fue sentado todo el trayecto hasta Penrith meditando sobre lo que iba a contar a la familia y lo que iba a silenciar. Nada de ello aliviaba el dolor en lo más mínimo, y nada les parecería aceptable ni impediría que se enojaran con él.
Llegó a la casa justo a tiempo para la cena. Fue una de las más desdichadas de su vida. La comida era untuosa, suculenta, como un anticipo del ganso de Navidad y los demás platos que se servían en tal ocasión, pero por el placer que le deparó, bien podría haber sido pan duro.
—¡No estamos consiguiendo nada! —se lamentó Benjamin con abatimiento—. Gower sigue mancillando el nombre de Judah. Hoy he vuelto a oír rumores y no sé cómo vamos a poner freno a la situación, si no es acudiendo a la autoridad. ¿Antonia?
La viuda estaba triste y asustada. Henry sabía que pensaba más en Joshua que en sí misma. Como cualquier madre, su voluntad, sus sentimientos y su instinto estaban puestos en proteger a su hijo. Sin duda también sufría por Judah, pero su primer pensamiento era para los vivos. Tal vez pasaría el verdadero duelo una vez que Joshua estuviera a salvo.
—Si tiene que ser así —concedió, aunque Henry percibió la renuencia de su voz. Antonia se volvió hacia él para confirmar si era el único modo de obrar.
Henry vaciló. Tenía que contarle la verdad, pero le daba miedo y, además, aún no sabía cómo hacerlo.
Naomi también observó a Henry, pero su mirada más bien transmitía la pregunta sobre su viaje a Kendal. Henry no le había contado nada, no había tenido ocasión de verla a solas, pero a ella le bastó esa mirada para comprenderlo todo. ¿Tendría Naomi el valor de arriesgar el amor de la familia y ayudarlo?
—Sólo si no hay más remedio —dijo Ephraim con gravedad, rompiendo el silencio—. No nos marcharemos hasta que hayamos limpiado el nombre de Judah de esa estúpida acusación y demostrado que Gower lo mató. Entonces lo ahorcarán y nadie volverá a repetir nada de lo que está diciendo. —Miró a Antonia con repentina ternura—. Era nuestro hermano, no cejaremos hasta que se le haga justicia. Pero tú también formas parte de la familia y Joshua es el único Dreghorn de la próxima generación. Nunca os dejaríamos desprotegidos.
Ésa era su manera de expresarles su amor. Ephraim no era de los que manifestaban su afecto mediante palabras simples y emotivas.
—Gracias —dijo Antonia—. Me imagino que estaréis deseando reanudar vuestro trabajo y regresar a los lugares maravillosos a los que os llevan vuestros viajes.
Benjamin sonrió.
—Cuando regrese a Palestina trabajaremos en las calles de Jerusalén. Estamos trazando el camino que siguió Jesucristo en su marcha triunfal del Domingo de Ramos. —Su rostro parecía iluminado por un ardor que nada tenía que ver con el candelabro de encima de la mesa. Su mente veía un remoto y sublime esplendor y, por un instante, todo enojo quedó relegado. El fuego de su emoción aniquilaba las penas mundanas—. Luego buscaremos el huerto donde María Magdalena habló con Jesús resucitado el Domingo de Pascua. ¿Os lo imagináis? ¡Estaremos donde Nuestro Señor dijo «María» y ella lo reconoció!
—Tal vez sea allí donde todos intentamos estar —apuntó Naomi en voz muy baja—. Aunque no estoy segura de que sea un lugar, pienso más bien que es una cuestión de espíritu, la persona en quien te has convertido. —El silencio volvió a prolongarse—. Aunque debe de ser increíble poder verlo, claro está —agregó como para no estropearle la ilusión. Se volvió hacia Ephraim—. ¿Dónde irás tú después?
—Al valle del Rift, en Suráfrica —contestó él, esbozando una sonrisa de íntimo regocijo—. Las plantas de allí son diferentes de las del resto del mundo. También cuento con ver algunos animales exóticos, pero no voy a estudiarlos. Tal vez encontremos nuevos alimentos, nuevas medicinas y, por descontado, su belleza es asombrosa: formas y colores como no se han visto jamás. —Su voz fue cobrando entusiasmo y apremio, y sin darse cuenta empezó a servirse de las manos para ilustrar sus descripciones—. La diversidad de la creación me deja más perplejo cada día. No sólo por su infinita inventiva, sino porque cada diseño tiene un propósito definido. Si vierais... —Se interrumpió al darse cuenta, no sin cierta timidez, de cómo se había dejado llevar por el entusiasmo—. En otra ocasión —concluyó—. Cuando nos hayamos ocupado de Gower.
Una vez más, Henry trató de hallar la forma de abordar lo que debía decirles, pero le faltó valor. ¿Hasta qué punto debía ser franco? ¿Cuan directo o cuan sutil?
Ephraim había preguntado a Naomi adonde tenía pensado ir, y su rostro estaba tenso, como si también él estuviera debatiendo en su fuero interno lo que debía decir, y cómo. Temía un nuevo rechazo. Henry lo advertía por su rigidez, mientras permanecía sentado a la cabecera de la mesa. Igual que Henry, se encontraba en un dilema. Si dejaba que Naomi volviera a marcharse sin decirle nada, ¿cuándo se le presentaría otra oportunidad? ¿Acaso la tendría? ¿Y si se casaba con otro? El tiempo que pasaban juntos allí era doloroso, lleno de ira y pesar, y sin embargo transcurriría demasiado aprisa para él.
—No es propiamente un valle —contestó Naomi, y su semblante también lo iluminó el entusiasmo de su visión interior—. Me han hablado de un fenómeno natural sin parangón en el mundo: una garganta tan profunda que muestra prácticamente toda la historia de la Tierra. —Cada vez hablaba más deprisa—. Los indios americanos dicen que es un lugar santo, aunque para ellos toda la Tierra es sagrada. La tratan con un respeto que, si alguna vez lo tuvimos, lo hemos olvidado. ¿Quizás en la Antigüedad? ¿En tiempos de los druidas? Pero ese cañón es de una belleza indescriptible y mayor que cualquier cosa que podamos imaginar. Voy a ir a verlo y bajaré hasta el río. —Se detuvo y miró a Antonia—. Perdona. Nos estamos dejando llevar por nuestros sueños. ¿Qué vas a hacer tú? Tú tienes un tesoro también, todo un mundo nuevo que explorar. ¿Qué va a pasar con Joshua y su música? ¿Vamos a ser una nota al pie en las páginas de la historia como la familia del Mozart inglés?
Antonia se ruborizó de satisfacción.
—Tal vez —contestó, sumando su esperanza y optimismo al ambiente reinante—. En cuanto tenga edad suficiente vamos a... voy a enviarlo al conservatorio de Liverpool. Será un sacrificio separarme de él, pero es la única manera de que reciba la educación adecuada. Yo iré de vez en cuando a pasar temporadas para estar cerca de él. Es lo más apropiado.
Miró a Henry en busca de su aprobación.
Este cayó en la cuenta de lo difícil que iba ser para la viuda criar sola a un niño tan dotado, tomar decisiones, ejercer simultáneamente de madre y de padre. También pensó que estaba a punto de añadir una carga mayor para todos ellos, pero no podía guardarlo en secreto. Además, notaba los ojos de Naomi fijos en él, aguardando.
Carraspeó.
—Hoy he ido a Kendal —comenzó. Notó un nudo en el estómago y, a pesar del fuego y la comida, sintió frío.
Los demás aguardaron, sabiendo que proseguiría y les contaría el motivo.
—He ido a ver a Percival, el experto en falsificaciones...
—Todos sabemos que los documentos estaban falsificados —lo interrumpió Ephraim—. ¡Ya fue probado ante el tribunal! Lo que hay que demostrar es que Judah fue asesinado y que Gower lo hizo llevado por el odio y la sed de venganza.
—¡Por el amor de Dios, déjale terminar! —intervino Benjamín, con aspereza—. ¿A qué has ido, Henry? ¿Qué puede hacer Percival para ayudarnos?
—Será mejor que os cuente todo lo que he averiguado —contestó Henry—, en lugar de seguir mis pasos, que me han llevado a descubrir que el señor Percival detesta a Gower hasta tal punto que al parecer permitió que su animosidad gobernara algunas de sus decisiones. Ha admitido que se precipitó al sacar conclusiones y transmitírselas a Judah.
—¿Estás diciendo que se equivocó? —inquirió Ephraim—. Ese es el único dato que importa.
Henry pasó por alto sus modales, porque entendía los sentimientos que los suscitaban.
—A tenor de la fecha, la finca pertenecía legalmente a Ashton Gower, pero la falsificación era tan mala que nunca habría podido pasar por auténtica.
—Eso ya lo sabemos —confirmó Benjamin—. Ashton Gower es un delincuente y un idiota.
—No —puntualizó Henry—. Puede que haya matado a Judah, lo cual lo convertiría en criminal, pero de idiota no tiene nada. Y si lo piensas fríamente, te constará que es cierto. —Se inclinó apoyándose en la mesa—. Percival me dio el nombre del primer abogado, que no fue llamado a declarar. Él no creía que las escrituras fuesen falsas, pero no es un experto. Estuvo de acuerdo en que invalidaran su dictamen.
—¿Adonde quieres ir a parar? —preguntó Benjamin—. Todo esto no significa nada.
—Te equivocas —contestó Henry—. Overton leyó las escrituras con todo detenimiento. Recordaba la fecha en cuestión.
Naomi inhaló bruscamente.
—Era la misma fecha que figuraba en las escrituras falsificadas —concluyó Henry.
—¡Eso es ridículo! —explotó Ephraim—. ¿Por qué iban a falsificar un documento para hacer un duplicado exacto?
—Para que resultara patente que era una falsificación —contestó Henry—. Y el original fue destruido. Naturalmente, igual que tú, todos dieron por sentado que el original era diferente.
Se quedaron anonadados. Henry los fue mirando uno por uno. Benjamin fue el primero en colegir el significado de todo ello.
—I Quieres decir que según el original la finca era propiedad de Gower? —dijo con incredulidad.
—Sí.
—¡Dios mío!
Antonia palideció.
—¡Judah no lo sabía! —exclamó con voz quebrada—. ¡Nunca hubiese mentido! ¡Nunca!
—Por supuesto que no —se apresuró a corroborar Henry—. Pero, tal como dices, era un hombre honrado no sólo de cara a la galería, sino de corazón y por principios. Revisó todo lo que había hecho para demostrar a Ashton Gower que se equivocaba. Y descubrió lo mismo que yo. También fue a ver a Overton y averiguó que la tierra era de Gower. Eso ocurrió el mismo día que falleció.
—¡Querrás decir el día que lo mataron! —soltó Ephraim medio atragantado.
—Sí.
—¡Qué espantosa ironía! —Ephraim tenía la tez pálida, los puños apretados encima de la mesa—. Gower llevaba razón y Judah pudo habérselo dicho si antes no lo hubiese matado. Habría podido limpiar su nombre...
—¿Estamos seguros de que fue Gower quien lo mató? —preguntó Henry.
Benjamín lo miró.
Ephraim se irguió.
Fue Antonia quien habló.
—Hemos supuesto que era él porque también creíamos que había falsificado las escrituras. Si no es responsable de lo segundo, tal vez tampoco matara a Judah.
—Venganza —apostilló Ephraim—. Si era inocente, su ira estaba justificada. Sobre todo si creía que Judah había falsificado las escrituras para facilitarnos la compra de la finca.
—Cierto —reconoció Henry—. Pero si Judah se disponía a contarle la verdad, quienquiera que las hubiese falsificado, y es evidente que alguien lo hizo, tenía mucho que perder. El caso sería reabierto y... —Ahora le tocaba decirlo aunque le revolviera las entrañas—. Y la finca se devolvería a Gower. Y si resultaba ser Colgrave quien había falsificado las escrituras, y puesto que fue él quien sacó provecho de la venta, la ley lo vería con muy malos ojos.
Todos lo miraron horrorizados.
—La compramos legalmente, a un precio justo —manifestó Benjamin en voz baja.
—Ya lo sé —asintió Henry—. Pero se la comprasteis a Colgrave, que no podía venderla porque no era suya.
Ephraim fue mirando a los presentes uno por uno.
—¡Es monstruoso! —estalló—. ¿Estás diciendo que, si todo eso es verdad, la finca, nuestro hogar, pertenece legalmente a Ashton Gower después de todo?
—¿Es cierto eso? —susurró Antonia.
Benjamin miró a Henry, debatiéndose entre la esperanza y la evidencia.
—Sí —corroboró Henry.
Ephraim intentó aferrarse a la esperanza.
—Salvo si fue Gower quien mató a Judah. En ese caso, no puede beneficiarse de su crimen. Aparte de las consideraciones morales, está la ley. Lo ahorcarán.
—No hemos tenido en cuenta a Peter Colgrave en relación a la muerte de Judah —señaló Benjamin—. Estábamos moralmente convencidos de que era Gower. Pero esto lo cambia todo. También explica por qué Judah fue a encontrarse con él en el puente de abajo: queda a poca distancia de la casa de Colgrave. Incluso es posible que fuera a verlo a él primero y que luego éste lo siguiera. —Se volvió hacia Henry—. ¿Sabes qué intenciones tenía Judah sobre este asunto?
—Overton no me lo ha sabido decir —contestó él—. Pero yo conocía a Judah tan bien como tú. Era un hombre de honor. Sólo cabe pensar en una cosa.
El silencio volvió a ser penoso.
Fue Naomi quien por fin lo rompió.
—¿Devolver la heredad a Gower?
—¿No es lo que habría hecho él? —preguntó Henry—. Le conocíais bien. ¿Lo habría guardado en secreto y habría seguido viviendo aquí, mientras Gower era tildado de falsificador y se quedaba sin un céntimo?
Fue Antonia quien contestó.
—No. Jamás lo habría aceptado. No habría podido.
—Y tampoco habría permitido que Colgrave se saliera con la suya —añadió Benjamin—. Y es evidente que Colgrave lo sabía.
Ephraim volvió a mirarlos uno por uno.
—¿Realmente habría ido solo a casa de Colgrave a esas horas de la noche para enfrentarse a él?
—No —respondió Benjamin, convencido.
—Si iba a devolverle la finca a Gower, con todo lo que eso implica —dijo Henry, despacio—, su primera preocupación, tras hacer lo correcto, habría sido prever el futuro de Antonia y Joshua.
—¡No se puede comprar una casa a esas horas de la noche! —replicó Benjamin con una expresión un tanto desdeñosa.
Henry se mordió el labio.
—Sin la finca no habría dinero con el que comprar una casa —señaló—. Y puesto que se trataba de una injusticia de proporciones descomunales, cabía que se abriera una investigación. Gower quizá no lo habría dejado correr. Quizás habría interpuesto una demanda...
Ephraim soltó un reniego y se llevó las manos a la cara.
—Pues entonces, ¿quién? —preguntó Naomi—. ¿Quién podía ayudarlo?
Henry se volvió hacia Antonia.
—¿En quién confiaba? ¿Quién habría sido prudente, discreto y de una generosidad a toda prueba?
Antonia tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—¿Aparte de ti? No lo sé.
Henry notó que se sonrojaba ante tal muestra de confianza, incluso después de lo que se había visto obligado a decirle. Si lo hubiese odiado por ello, al menos durante un tiempo, no se lo habría tenido en cuenta. Deseaba poder ofrecerle algo más consistente o más útil que su amistad.
—¿Un amigo? —preguntó Ephraim—. Sabría que íbamos a venir todos, pero que no vivimos aquí. ¿Quién si no?
Benjamin se pasó las manos por la frente.
—En realidad, Ephraim, si perdemos la finca es muy posible que todos hayamos de vivir aquí. No habrá ingresos para mantenernos en ninguna otra parte. De hecho, ni siquiera aquí, ahora que lo pienso. Nuestras vidas cambiarán radicalmente.
—Sólo si Gower no es culpable —puntualizó Ephraim, aunque ahora ya sin esperanza. Era como si en su fuero interno lo supiera, sólo buscaba fuerzas para enfrentarse a la realidad. Toda su pasión y sus sueños se estaban viniendo abajo, torres que habían brillado en el aire hacía apenas una hora. Si alguna vez había necesitado valor era precisamente en ese momento.
Nadie se tomó la molestia de discutir con él.
—El reverendo Findheart —dijo Antonia, mirando a Henry—. Sin duda acudiría a él. Ahora tiene sentido.
—Pues entonces iré a verlo por la mañana —contestó Henry—. A no ser que prefiráis ir vosotros —miró a Benjamin y a Ephraim.
—No, gracias. —Benjamin parecía dolido, como si la impresión le hubiese asestado un puñetazo—. Más vale que revise los documentos de la finca y vea qué podemos salvar de lo nuestro. Si es que hay algo. Ephraim, ¿me ayudarás?
Su hermano asintió con la cabeza y apoyó una mano sobre la de Benjamin.
Henry se puso de pie y anunció que se iba a la cama. Debía dejarlos un rato a solas. Tenían mucho a lo que enfrentarse y no sería tarea fácil. Les dio las buenas noches, aun a sabiendas de que no iban a serlo y subió a su habitación.
La mañana era fría y con ráfagas de nieve. Faltaban cuatro días para Navidad. Henry desayunó té y tostadas, solo en el comedor. Luego se puso el sobretodo, sombrero, bufanda y guantes y echó a caminar hacia el puente del arroyo.
Habría dado cualquier cosa con tal de evitarse aquella misión. La tierra se veía hermosa, amplias colinas cubiertas de nieve, rocas negras asomando por el manto blanco, laderas escarpadas desplomándose sobre el agua. El viento arrastraba jirones de nubes por el cielo y sus sombras recorrían el suelo. Los copos de nieve desdibujaban los perfiles de los árboles desnudos.
La finca poseía una riqueza y una belleza que cualquiera lamentaría abandonar. Los Dreghorn habían sido buenos administradores de su riqueza. La dejarían mucho más esplendorosa que cuando la compraron a Geoffrey Gower. Sin embargo, Henry no dudó ni un segundo, ni un instante siquiera, de que aquello era lo que Judah había iniciado y lo que habría terminado si Colgrave no lo hubiese matado. Tenía que enmendar el error, costara lo que costase. No habría buscado ningún subterfugio para evitarlo.
Henry llegó al arroyo que corría veloz por debajo de las lajas de piedra que formaban el puente. Nunca olvidaría que era allí donde había fallecido Judah.
Empezó a cruzar dando pasos cortos, con los brazos abiertos para mantener el equilibrio. No le importó parecer torpe.
La iglesia de piedra con su campanario cuadrado fue visible en cuanto hubo rodeado la colina, con la gran vicaría un poco más allá y los árboles desnudos del huerto cubiertos tan sólo por una fina capa de nieve. La superficie del lago brillaba, gris y plateada, en constante movimiento.
Henry avanzaba penosamente por la nieve virgen dejando que sus huellas marcaran el camino. Se detuvo ante la verja y buscó a tientas el cerrojo. Resultaba intempestivo visitar a un anciano a tan temprana hora. ¿ Quizá se había precipitado ? Aún se lo estaba preguntando cuando la puerta se abrió y vio al párroco observándolo con interés. Las rachas de viento revolvían el pelo blanco que coronaba su delgada figura encorvada.
—Buenos días —saludó Henry, un tanto avergonzado al verse sorprendido mirando.
—Buenos días, señor —contestó Findheart con una sonrisa—. ¿Le apetece una taza de té? ¿O incluso desayunar?
Henry descorrió el cerrojo de la verja y entró, cerrando con cuidado a sus espaldas.
—Gracias —aceptó.
Entró con los zapatos mojados y entregó el abrigo a una vieja ama de llaves. Esperó hasta hallarse sentado junto al fuego, en calcetines, con un té bien caliente y una tostada con miel, para abordar la cuestión que lo había llevado allí.
—Señor Findheart, yo era amigo íntimo de Judah Dreghorn...
—Lo sé —dijo el reverendo gentilmente—. Me habló de usted la noche que estuvo aquí, poco antes de morir.
Henry agradeció que le facilitara el diálogo; bastante duro resultaba de por sí.
—Ayer fui a Kendal y hablé con el señor Overton. Ahora sé lo que Judah descubrió. ¿Es lo que le refirió a usted aquella noche?
—Sí.
Findheart no añadió nada más, pero siguió sonriendo con una expresión de amabilidad infinita en sus ojos azules. Se trataba de una confidencia que aún no iba a revelar. Henry tendría que explicarlo en detalle.
Henry suspiró.
—He descubierto que Ashton Gower era inocente y que la finca en realidad le pertenece a él. Judah iba a devolvérsela, ¿verdad?
—Sí. Era la única salida honorable que tenía —corroboró Findheart—. Tome un poco más de té. Debe de estar muerto de frío.
Henry aceptó.
—¿Le pidió que cuidara de Antonia y su hijo si él era incapaz de hacerlo?
—En efecto. Pero, por supuesto, eso sólo será necesario si se avienen a cumplir sus deseos.
No lo formuló como una pregunta, pero en el fondo lo era.
—Sí, lo harán —dijo Henry en Voz baja—. También son Dreghorn. Pero eso los dejará sin medios de subsistencia. Benjamín tendrá que renunciar a sus investigaciones arqueológicas en Tierra Santa. Ephraim no podrá regresar a África y Naomi también se verá obligada a quedarse en Inglaterra. No sé si Nathaniel le legó algo más, pero me figuro que sólo serían las rentas procedentes de la finca. Y, por supuesto, están Antonia y Joshua. Se encontrarán sin hogar ni ingresos de ninguna clase.
—Lo sé —asintió Findheart—. He pensado mucho en ello. La respuesta me parece bastante clara. He servido en esta iglesia durante treinta años y la he amado con todo mi corazón, pero ya va siendo hora de que me jubile. Me estoy haciendo viejo. —Sonrió atribulado. Debía de tener ochenta y bastantes años. Los ojos le brillaban, pero tenía la piel marchita y las manos surcadas de venas azules—. Ya no tengo las fuerzas de antes para realizar el trabajo pastoral —prosiguió—. La gente necesita y merece un hombre más joven, alguien más capaz de ir a caballo a visitar a los enfermos en las granjas y valles alejados, alguien que responda a la llamada de los que tienen miedo porque están enfermos o solos, de los afligidos y los atribulados, a cualquier hora del día o de la noche. Benjamín Dreghorn está ordenado para este oficio. Podría ocupar mi puesto y servir a Dios aquí.
Hizo un discreto ademán antes de proseguir: —La vicaría es grande y acogedora, adecuada para una familia. Habría sitio para Antonia y Joshua, y también para Ephraim, si así lo desea, y para Naomi. Los albergaría a todos. Hay verduras y fruta en el huerto, si alguien lo cultiva para que produzca. —Sonrió como disculpándose—. No es la nueva y excitante botánica de África, pero rendiría lo suficiente para que se alimentaran y aún sobraría. Hay miel en las colmenas y pescado en el arroyo y el lago.
Henry se quedó tan agradecido como asombrado por la simplicidad del arreglo. Un inesperado recuerdo que lo impresionó vivamente le trajo a la mente las palabras de Naomi al decir que el huerto donde María Magdalena reconoció a Jesucristo no era un lugar físico, sino mental, una disposición del espíritu.
—Gracias —dijo en voz alta—. Se lo comunicaré.
No sabía cómo decir a aquel hombre tan gentil y bondadoso que quizás el dolor de la pérdida les impediría mostrar el debido agradecimiento durante algún tiempo.
Findheart asintió con la cabeza.
—Por supuesto —dijo—, por supuesto. Pero lo dispondré todo para ellos, al menos para Antonia, por si se decide. Usted es un buen amigo, señor Rathbone. Su presencia les hará más llevadero el mal trago. Judah Dreghorn era un hombre íntegro de la cabeza a los pies. No hay otro camino para quienes quieran ser sus herederos.
De repente Henry notó un nudo en la garganta y sintió que las lágrimas le asomaban a los ojos. Sentado en aquella silenciosa vicaría con el fuego crepitando en el hogar y la nieve arremolinándose en el exterior, fue más plenamente consciente de lo mucho que extrañaba a Judah, no sólo su compañía y buen humor, sino la certeza de su honor, aquella íntima verdad que nunca mancilló.
Se quedó media hora más conversando acerca de la iglesia y la vicaría y la abundancia de espacio que ofrecía a la familia. Luego dio las gracias a Findheart, se puso los zapatos —que ya estaban casi secos—, el abrigo, la bufanda y los guantes, y se dispuso a desandar lo andado siguiendo el rastro de sus huellas casi cubiertas por la nevada.
Faltaba poco para las once cuando llegó de nuevo a la casa. Benjamin lo recibió en el vestíbulo. Parecía cansado, como si hubiese dormido poco.
—Sí —dijo Henry de inmediato—. Judah fue a ver a Findheart.
—¿Qué puede hacer él? Es el párroco de una iglesia de pueblo y debe de andar más cerca de los noventa que de los ochenta.
La voz de Benjamin traslucía un desespero rayano en la amargura.
Henry no se anduvo con rodeos. Vio que Antonia estaba bajando la escalera, seguida de Joshua.
—Darte su beneficio eclesiástico —contestó Henry—. Estás ordenado para el sacerdocio. Puedes servir mejor a Dios en los Lagos que desenterrando piedras del pasado en Jerusalén. Aquí te necesitan. Y la vicaría es lo bastante grande como para albergaros a todos, y aún quedará sitio libre.
—¿A todos?
Benjamin se quedó perplejo.
—No habrá rentas de la finca con las que mantenerse —señaló Henry—. No hay herencia para ninguno de vosotros, Benjamin, salvo una que nadie puede gastar ni arrebataros, un nombre más honorable que ningún otro que yo conozca. La integridad de Judah Dreghorn brilló como una estrella que nunca se apagará. No había ni una sombra en él.
Antonia se quedó sin aliento y se tapó la cara con las manos. Poco a poco se sentó en la escalera y Joshua la abrazó.
Ephraim salió del estudio desde donde al parecer había estado escuchando. Naomi llegó por la puerta opuesta, mirando a Henry y luego a Ephraim.
—Claro —asintió Benjamin por fin—. Perdona. He hablado sin pensar. Sí, nos las arreglaremos muy bien allí. ¿Ephraim?
Era demasiado pronto. Ephraim estaba anonadado, como un hombre que hubiese visto la noche en pleno día y no diera crédito a sus ojos.
Naomi fue a su encuentro y, al cabo, él la miró fijamente. No sabía qué hacer, estaba muy dolido.
Antonia levantó la cara.
—Me enorgullece que supiera que nosotros haríamos lo mismo —manifestó en voz baja—. No dudó de nosotros, de ninguno de nosotros. Y con razón. Haremos lo que él habría hecho. La tierra, la casa y cuanto hay en ella volverán a manos de Ashton Gower, porque son suyos por derecho moral. Lo que perdamos al tomar esta decisión no será nada comparado con lo que perderíamos si no lo hiciésemos. Renunciaríamos al amor propio, y también al amor que Judah hubiese sentido por nosotros, y, con él, al derecho a llevar el mismo nombre.
Ephraim la miró con un súbito arrebato de orgullo y acto seguido se volvió hacia Naomi, plantada delante de él.
—Entiendo a Gower —dijo con dificultad—. Ha sufrido lo indecible y de la forma más injusta. Es un miserable canalla, pero en su lugar posiblemente yo no habría sido mejor.
Naomi le sonrió con un resplandeciente y absoluto cariño.
—Seguramente peor —apostilló, pero lo dijo con tanta ternura que Ephraim se sonrojó, dominado por una profunda, casi dolorosa alegría.
Al día siguiente acataron la ley. Viajaron a Penrith y, en presencia de Ashton Gower, prestaron declaración sobre lo que habían averiguado. Overton se desplazó desde Kendal y él también declaró lo que sabía sobre el descubrimiento de Judah y sus intenciones.
La policía recibió aviso de lo que ahora se revelaba como la ineludible participación de Colgrave en el asunto. Se abrió una investigación que sin duda conduciría a su arresto, tanto por la falsificación como por el asesinato de Judah Dreghorn.
—Un hombre de honor inquebrantable —ponderó el magistrado de Judah hablando con sumo sentimiento. Miró a Joshua, que había pedido ir con ellos—. Tienes una herencia de la que enorgullecerte, jovencito. Podrás mirar a la cara a cualquier ciudadano de Inglaterra y no arrodillarte ante nadie más que la reina.
—Sí, señoría —contestó el niño en voz baja—. Eso ya lo sabía.
—Me lo imagino —asintió el magistrado—. Al menos tuviste fe. Pero hay que superar amargas pruebas para convertirse en un héroe como tu padre. A veces ponemos en una lucha o una causa los dones que vemos con más claridad: la valentía, la fortaleza o el encanto que los demás nos han dicho que poseemos. Pero a menudo nos encontramos con que se nos pide algo más, algo más de lo que pretendíamos o creíamos poseer. Se nos pide que entreguemos lo que más apreciábamos, que olvidemos lo que parecía imperdonable, que nos enfrentemos a lo que más hemos temido y que resistamos. A veces nos vemos obligados a recorrer un sendero hasta el último paso aunque no lo hayamos elegido. Pero te prometo una cosa, jovencito: al final ese camino te conducirá a una alegría mayor. La dificultad estriba en que no alcanzamos a ver ese final; es una cuestión de fe, no de conocimiento.
Joshua asintió en silencio, pues no supo qué decir.
Antonia le apoyó una mano en el hombro. A pesar de las lágrimas, su rostro se mantenía sereno y sus ojos brillaban con orgullo y certidumbre.
Ephraim rodeó a Naomi con el brazo y ésta aceptó el contacto.
Benjamin tendió la mano a Ashton Gower, quien lentamente se acercó para estrechársela.
—Tiene razón —dijo este último con algo parecido a la sorpresa, como si estuviese viendo una luz que surgiera en el horizonte—. Judah Dreghorn fue un hombre honorable, y así se lo diré a todo el mundo. Todos ustedes lo son. No sé si alguna vez seremos amigos, hay una larga y triste historia entre nosotros, y he hablado y obrado mal contra ustedes. Pero, por Dios Todopoderoso, ¡cuánto los admiro!
Se volvió y le ofreció la mano a Ephraim. Éste se la estrechó con firmeza, casi con afecto, y le dijo:
—Perdóneme. He hablado mal de usted, injustamente.
Gower asintió.
—Faltan tres días para Navidad. Una excelente ocasión para comenzar de nuevo y hacerlo mejor esta vez —señaló. Se dirigió a Henry—: Gracias —añadió sin más.