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—Supongo que deberíamos habernos imaginado una cosa así… si nos hubiésemos tomado la cuestión en serio —dijo Vespasia cuando Charlotte le contó el episodio del duelo—. Podría esperarse un poco más de sensatez por parte de personas como ellos. Pero si tuvieran un mínimo sentido de la mesura, ya no habrían incurrido en esos extremismos que defienden. Hay hombres que pierden el sentido de la realidad con una facilidad pasmosa.

—Thomas me ha dicho que los dos resultaron heridos —prosiguió Charlotte—. Qué desagradable. Yo sabía que discrepaban en torno al tema de la libertad de expresión. Uno la consideraba irrenunciable, y el otro defendía algún tipo de censura en el terreno de las ideas en aras del interés público. Pero nunca pensé que podían llegar al enfrentamiento físico. Thomas estaba muy enojado, pues le pareció un comportamiento demasiado teatral, a la luz de la tragedia real que nos rodea.

Vespasia estaba sentada muy erguida, como si no fuera consciente de la exquisitez de la habitación en que estaban, ni del suave movimiento de las doradas hojas de haya que se veían a través de la ventana y que creaban un ambiente de claroscuro.

—La derrota, el desengaño, el amor no correspondido, son cosas que pueden hacer que nos comportemos de maneras que nos parecerían absurdas, querida… Sobre todo la soledad, tal vez, que no es ningún bálsamo para la pena, aunque haya personas capaces de reír por fuera y llorar por dentro. A veces pienso que la risa es la salvación del hombre, mientras que otras me parece que es lo que lo condena a una condición inferior a la de los animales. Las bestias salvajes puede que se maten unas a otras y que desconozcan la piedad ante los enfermos o afligidos, pero jamás se mofan. La blasfemia es una cualidad exclusivamente humana.

Charlotte vaciló. Vespasia había llevado las cosas mucho más lejos de lo que ella había pretendido. Tal vez había dramatizado el episodio en exceso.

—Todo empezó por una discusión en torno al derecho y la necesidad de la censura —comenzó a explicarse—. Y se suscitó por esa maldita monografía de Amos Lindsay, que ya no es más que una pelea bizantina, desde el momento en que el pobre hombre ha muerto.

Vespasia se acercó a la ventana.

—Yo había entendido que la cuestión era si las personas tienen derecho a reírse de las creencias que otras consideran sagradas, ya sea porque les parecen nocivas o absurdas… o irrelevantes, sin más.

—Toda persona está en su derecho de cuestionarse tales creencias —dijo Charlotte con irritación—. Debe hacerlo, incluso, de lo contrario no sería posible el progreso en las ideas, ni las reformas. Podrían llegar a enseñarse las ideologías más insensatas, y si no podemos confrontarlas ¿cómo podríamos saber si son buenas o malas? ¿Cómo podemos poner a prueba nuestras ideas si no es pensando… y hablando?

—No podríamos. Pero hay muchas formas de hacerlo. Y tenemos que aceptar la responsabilidad de lo que destruimos, tanto como de lo que creamos. Pero dime una cosa, ¿qué es eso que te ha dicho Thomas sobre que Prudence Hatch estaba como absorta por el miedo? ¿Es que imaginaba que Shaw iba a revelar algún secreto espantoso?

—Eso piensa Thomas… Pero aún no ha conseguido que Shaw le cuente ningún secreto por cuyo silencio alguien pudiera estar dispuesto a matar.

Vespasia se volvió.

—Tú has hablado con Shaw… ¿Te parece un insensato?

Charlotte reflexionó, mientras visualizaba aquel rostro de vivos y limpios ojos y el poder y la vitalidad que rezumaban.

—Es un hombre muy inteligente.

—Lo habría jurado. Pero no es lo mismo. Hay muchas personas que poseen una gran inteligencia pero muy escasa sabiduría. No me has contestado.

Charlotte esbozó una sonrisa.

—No, tía Vespasia, no estoy segura de poder decirlo. Me parece que no lo sé.

—Entonces será mejor que lo averigües. —La anciana arqueó las cejas con suavidad, sin dejar de fijar sus ojos en ella.

Charlotte se levantó con cautela y con un sentimiento que poco a poco se definía como una creciente sensación de miedo. Esta vez no podía escudarse en una falsa inocencia, como había hecho con frecuencia en las anteriores ocasiones en que había intervenido en los casos de Pitt. Tampoco podía utilizar algún superficial disfraz como había hecho también a veces, con la pretensión de ser una dama sin importancia venida del campo, para conseguir así una posición de observadora. Shaw sabía perfectamente quién era y conocía la naturaleza exacta de su interés. Intentar engañarlo sería ridículo y degradante para ambos.

Tenía que presentarse ante él, si es que se decidía a hacerlo, tal como era, sin esconder sus motivos. Y tenía que hacer las preguntas sin disimulos ni reservas. Pero ¿cómo podía llevar a cabo tales propósitos sin resultar entrometida o impertinente, u odiosamente insensible?

Estaba decidida a dar una excusa, o a decir sin más lo que le pasaba por la cabeza. Pero entonces vio los estrechos hombros de Vespasia erguidos como los de un general a punto de dar la orden de batalla, y sus ojos firmes como los de la enfermera en jefe de una sala de recién nacidos. La insubordinación ni siquiera estaba contemplada. Vespasia había comprendido de sobra todas sus objeciones posibles, y no estaba dispuesta a aceptar ninguna de ellas.

—«Inglaterra espera que cada uno de sus hombres cumpla con su deber» —recordó Charlotte con un amago de sonrisa.

Un brillo de humor asomó a los ojos de Vespasia.

—Así me gusta —aceptó inexorable—. Puedes llevarte mi carruaje.

—Gracias, tía Vespasia.

Charlotte llegó a la casa de huéspedes en que Shaw se alojaba temporalmente en el preciso momento en que la casera estaba sirviendo la comida. Era una falta de educación sin paliativos por parte de Charlotte, pero resultaba de lo más práctico. Era probablemente el único momento del día en que podía encontrarlo en la casa y sin que estuviera a punto de preparar su maletín para salir o de leer las notas y mensajes que le habían dejado.

Al entrar acompañada por la casera, él se sorprendió al verla, pero con una expresión que denotaba más agrado que irritación. Si le molestaba que lo interrumpieran durante la comida, lo disimuló con maestría.

—Señora Pitt, qué sorpresa tan agradable. —Dejó la servilleta encima de la mesa y se levantó para saludarla, cogiéndole las manos con cordialidad.

—Le pido disculpas por presentarme a una hora tan intempestiva. —Aún no había empezado y ya estaba azorada—. Por favor, no quisiera estropearle la comida. —Era una observación fútil, pues ya lo había hecho con su mera presencia. Por mucho que dijera, él no iba a dejarla esperando en el salón mientras él comía en el comedor. Y aunque así lo hiciera, difícilmente tendría una comida tranquila en semejante tesitura. Sintió cómo se le sonrojaba la cara por la precipitación con que había irrumpido. ¿Cómo iba a formularle ahora todas las preguntas íntimas que quería hacerle? No sabía si conseguiría averiguar si él era un insensato, según el término utilizado por Vespasia, pero ella desde luego sí lo era.

—¿Ha comido ya? —le preguntó él sin soltarle la mano.

Ella aprovechó la oportunidad que le ofrecía.

—No… No sé cómo se me ha pasado el tiempo esta mañana y es mucho más tarde de lo que pensaba. —Era una mentira, pero muy oportuna.

—En ese caso le diré a la señora Turner que le sirva algo, si no le importa acompañarme. —Señaló la mesa dispuesta para un solo comensal. Si había otros huéspedes, al parecer preferían comer en otro sitio.

—No desearía molestar a la señora Turner. —Era lo único que podía decir con franqueza. Ella también cocinaba, y sabía muy bien que cualquier mujer con un mínimo sentido de la economía no preparaba más comida de la que sabía que iba a necesitarse—. No podía contar conmigo. Pero tomaré gustosa una taza de té, y a lo mejor unas rebanadas de pan con mantequilla… si tiene la bondad. He desayunado tarde y no me apetece una comida copiosa. —Tampoco eso era cierto, pero sí lo más conveniente. Había comido una considerable cantidad de sándwiches de tomate en casa de la tía Vespasia.

Él abrió los brazos con gesto expresivo y fue a buscar la campanilla, que hizo sonar con vigor.

—Estupendo —acordó con una sonrisa, pues sabía igual que ella que ambos habían llegado a un compromiso de educación y sinceridad—. ¡Señora Turner!

—¿Sí, doctor Shaw? —dijo ella mientras abría la puerta.

—¡Ah! Señora Turner, ¿podría traer una tetera con té para la señora Pitt… y también rebanadas de pan con mantequilla? No le apetece comer, pero le vendría muy bien un refrigerio.

La señora Turner sacudió la cabeza algo dubitativa, aunque con buen talante, y tras mirar un instante a Charlotte se apresuró a hacer lo que le pedían.

—Siéntese —le ofreció Shaw, arrimándole una silla.

—Por favor, no me espere —dijo Charlotte. Sabía que él trabajaba sin descanso y no deseaba que por su culpa se comiera frío el cordero hervido, las patatas, la verdura y la salsa de alcaparras.

Él volvió a su asiento y reanudó la comida con bastante apetito.

—¿Qué puedo hacer por usted, señora Pitt?

Ella no quería ponerse en ridículo dando muestras de su afecto, pero tenía que decir algo pronto. Él la observaba, a la espera. Su expresión era franca y amistosa. Al darse cuenta, ella se sintió aún peor. A su mente acudieron recuerdos de otros hombres a los que había admirado, y algo más que eso, acompañados de un sentimiento de culpabilidad que creía olvidado.

Así que sin pensarlo dos veces dijo la verdad.

—He estado siguiendo los pasos de la señora Shaw —comenzó con voz pausada—. Empecé por el consejo parroquial, donde no me dijeron casi nada.

—No es de extrañar. Ella empezó a través de pacientes míos. Había una paciente en particular, que no respondía al tratamiento que le di, por la que Clemency se preocupó mucho. Fue a visitarla y comprobó que la causa principal de su malestar eran las condiciones de su vivienda: la humedad, el frío, la falta de agua limpia y medios de higiene. Comprendió que nunca se recuperaría mientras viviera allí. Eso podía habérselo dicho yo, pero no lo hice porque sabía que no se podía hacer nada para mejorar sus condiciones de vida. Clem sufría mucho por la desgracia de los demás. Era una mujer extraordinaria.

—Sí, lo sé. Yo he visitado esas mismas casas… y he hecho las mismas preguntas que ella hizo. Ahora sé por qué los inquilinos no se quejan al casero… y lo que les pasa a quienes lo hacen.

La señora Turner llamó a la puerta y entró con una bandeja. La dejó sobre la mesa, y luego se retiró.

Charlotte se sirvió una taza de té y Shaw comió un poco más.

—A los que se quejan los echan y tienen que buscarse alojamiento en sitios aún más sucios y fríos —prosiguió Charlotte—. He seguido la pendiente que supone ir de una casa miserable a otra más miserable aún, y he visto lo que supongo es el escalafón más bajo: dormir en los portales o las cunetas. Iba a decir que no sé cómo esa gente puede sobrevivir, pero es que no pueden, claro. Los débiles mueren.

Shaw no decía nada, pero su expresión revelaba que lo entendía mejor que ella misma y que sentía la misma impotencia, que comprendía la ira que debía provocar aquella situación: el deseo de arremeter contra quien fuera, sobre todo contra quienes vivían en casas confortables y preferían mirar hacia otro lado… Shaw sentía la misma conmiseración que la acosaba a ella al cerrar los ojos y evocar aquellos rostros vacíos, insensibilizados por el hambre, la suciedad y el agotamiento.

—He seguido sus pasos hasta llegar a una calle donde las casas estaban hacinadas de gente, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, niños y hasta bebés, todos juntos sin la menor intimidad ni las mínimas condiciones higiénicas, diez o quince personas en una sola habitación. —Mordió un trozo de pan con mantequilla sólo porque se lo habían traído, pues el recuerdo de aquella miseria le había quitado el apetito—. Al fondo del pasillo y subiendo las escaleras había un burdel. Dos puertas más abajo, una taberna inmunda junto a la que había mujeres borrachas tiradas en las escaleras y las cunetas. En el sótano había una fábrica donde las mujeres trabajaban dieciocho horas diarias sin respirar el aire fresco ni ver la luz del sol… —Se detuvo, y se dio cuenta una vez más que él también conocía aquellos lugares. Si no aquél en particular, sí una docena de sitios similares.

—Descubrí lo difícil que es averiguar quiénes son los propietarios de esos inmuebles —continuó—. Se esconden detrás de los recaudadores de los alquileres, de las compañías, de los agentes, de los despachos de abogados, que a su vez se escudan en otras compañías. Al final de la cadena hay personas poderosas. Fui advertida de que podía granjearme enemigos, personas que podían hacerme la vida muy desagradable si seguía insistiendo en molestarlos.

Él esbozó una sonrisa lúgubre, pero seguía sin interrumpirla. Ella sabía que la creía. Tal vez Clemency había compartido con él los mismos hallazgos y los mismos sentimientos.

—¿A ella también la amenazaron? ¿Usted sabe hasta dónde llegó en su propósito de conocer los nombres de las personas que podían haber temido verse expuestas a la luz pública?

Él había dejado de comer y tenía la vista fija en el plato, con el semblante serio. Sentía una dolorosa mezcla de emociones encontradas.

—Usted cree que era a Clem a quien querían matar en el incendio de nuestra casa, ¿verdad?

—Sí —admitió Charlotte, y vio cómo se ponía más rígido. La miró con ojos escrutadores, perplejos—. Aunque no estoy segura —concluyó—. ¿Quién iba a querer matarle a usted? Y no me dé una respuesta evasiva. Esto es demasiado serio para jugar a las adivinanzas. Ya han muerto Clemency y Amos Lindsay. ¿Está seguro de que no habrá más muertes? ¿Y la señora Turner? ¿Y el señor Oliphant?

Shaw hizo un gesto de dolor como si ella le hubiera propinado un golpe. En sus ojos brillaba un sentimiento turbio y en sus labios se dibujaba una tensión no disimulada.

—¿Cree que no lo he pensado? He repasado cada uno de los casos que he tratado en los últimos cinco años. No hay ni uno solo que dé pie a sospechar del menor crimen.

Ya no había vuelta atrás, aunque sin duda Thomas le hubiera hecho las mismas preguntas.

—¿Está seguro de que todas y cada una de las muertes que atendió fue por causas naturales? ¿No podría haber ocultado alguna de ellas un asesinato?

Esbozó una sonrisa casi incrédula.

—Y usted sugiere que la persona que lo cometió podría temer que yo lo supiera o llegara a sospecharlo, y por eso está tratando de asesinarme, para que no hable… —No era que aceptara la idea, simplemente consideraba la posibilidad que se le planteaba, y encontraba difícil de encajarla en su labor médica, en la experiencia corriente de las muertes normales, siempre vividas como liberación o como tragedia.

—¿Le parece imposible? —insistió ella—. ¿Ninguna de las muertes que usted ha conocido podía haber beneficiado a nadie?

Shaw no decía nada. Charlotte comprendió que se había sumido en unos recuerdos que le resultaban penosos, pues cada uno de ellos tenía su propio rostro. Cada paciente muerto suponía una derrota para él, en mayor o menor medida, en mayor o menor grado de inevitabilidad.

La asaltó una nueva idea.

—Podría haberse tratado de un simulacro de accidente. Luego los culpables habrían tenido miedo de que usted lo descubriera o sospechara que lo habían hecho de forma intencionada.

—Tiene usted una idea muy melodramática de la muerte, señora Pitt. Por lo general es algo mucho más sencillo: una fiebre que no remite y que agota el cuerpo hasta consumirlo; una tos seca y persistente que acaba en hemorragia y provoca una debilidad cada vez mayor hasta que al enfermo no le quedan fuerzas. A veces la víctima es un niño, o un joven, a veces una mujer extenuada por el trabajo y los partos sucesivos, o un hombre que ha trabajado en tales condiciones de frío y humedad que sus pulmones no han podido resistirlo. Otras veces se trata de un hombre obeso con apoplejía, o un bebé que nació sin la suficiente fortaleza para sobrevivir. Con frecuencia, la muerte, al final, es algo muy pacífico.

El rostro del médico expresaba dolor, no por los muertos, sino por la confusión, la ira y la aflicción de los que quedaban, por su impotencia para ayudarlos, para paliar la soledad en que les dejaba aquel repentino y horrendo vacío después de que el alma de un ser querido abandonaba el cuerpo y se extinguía todo eco de vida. Como los rescoldos fríos cuando el fuego del hogar se ha apagado.

—Pero no siempre —dijo ella a su pesar, pues comenzaba a aborrecer tener que insistir en la cuestión—. Hay personas que luchan hasta el final, y familiares que no lo aceptan. ¿Alguna vez alguien creyó que no se había prodigado usted lo suficiente? No por malevolencia, sino por simple negligencia o ignorancia. —Concluyó con una sonrisa tan leve que él no podía pensar que lo pensara en serio.

Shaw frunció el entrecejo y la miró con serena diversión.

—Hay personas que suelen caer presas de la ira si la muerte es inesperada. Se encolerizan porque el destino les ha privado de un ser querido y tienen que culpar a alguien, pero el sentimiento pasa. Y, para serle sincero, nadie me dijo nunca que yo podía haber hecho más de lo que hice.

—¿Nadie? —Lo miró con detenimiento, pero sus ojos no trataron de evitarla, ni asomó a sus mejillas el menor rubor—. ¿Ni siquiera las señoritas Worlingham, con motivo de la muerte de Theophilus?

—Oh… —Dejó escapar un suspiro—. Pero eso es por su forma de ser. Son de esas personas a las que les cuesta aceptar que alguien tan… tan robusto y tan convencido de sus opiniones como Theophilus pueda morir. Era un hombre que siempre imponía su presencia. Si había un tema de discusión, Theophilus expresaba su punto de vista con todas las palabras que fueran necesarias y con el absoluto convencimiento de que estaba en lo cierto.

—Y por descontado Angeline y Celeste estaban de acuerdo con él…

Shaw soltó una risa estentórea.

—Por descontado. A menos que no estuviera en sintonía con su padre. Las opiniones del difunto obispo prevalecían sobre las de cualquier otra persona.

—¿Y estaban en desacuerdo con él a menudo?

—Muy pocas veces. Y sólo sobre cosas nimias, como gustos y pasatiempos, libros o cuadros, o sobre ropa (si ponerse algo marrón o gris), o sobre qué vino había que servir, o si comer cordero o cerdo, o pescado o caza; sobre qué porcelana era de mejor gusto… Nada importante. Estaban en perfecto acuerdo acerca de los deberes morales, de la virtud de las mujeres y el lugar que ocupan, de la forma en que debe regirse la sociedad y en quién debe hacerlo.

—No creo que Theophilus me hubiera gustado mucho —dijo Charlotte impulsivamente, antes de recordar que había sido el suegro de Shaw. La descripción que acababa de hacerle se parecía mucho a la de su tío Eustace March, cuyo recuerdo la embargó de emociones contradictorias, aunque teñidas todas ellas por cierto desagrado.

Él le dedicó una ancha sonrisa y por un momento quedó relegado todo pensamiento en torno a la muerte en aras del placer que sentía en su compañía.

—Lo habría aborrecido. Igual que yo.

Algo en su interior quiso reír ante la ocurrencia y ver en ella únicamente su lado frívolo y divertido. Pero no podía olvidar la virulencia en el rostro de Celeste cuando ésta se había referido a la muerte de su hermano, y el modo en que Angeline se había hecho eco con idéntica sinceridad.

—¿De qué murió? ¿Por qué fue una muerte tan repentina?

—Sufrió un ataque cerebral —respondió mirándola con candor—. Padecía de dolores de cabeza ocasionales muy fuertes, de calentamiento de la sangre, de vértigos y había tenido ya dos crisis leves de apoplejía. Y gota, claro, de vez en cuando. Una semana antes de morir tuvo un espasmo que lo dejó temporalmente ciego. Sólo duró un día, pero lo atemorizó mucho. Yo creo que él lo consideró un presagio de muerte…

—Y tuvo razón. —Se mordió el labio, tratando de elegir las palabras sin que resultaran acusadoras—. ¿Usted lo supo en el momento que pasó?

—Pensé en la posibilidad. Pero no creí que pudiera producirse tan pronto. ¿Por qué?

—¿Hubiera podido prevenirla, de haber estado seguro?

—No. Un médico no puede prevenir un ataque cerebral. Claro que no todos los ataques resultan fatales. Muchas veces el paciente pierde el uso de la mitad del cuerpo, del habla o de la vista, pero sigue viviendo muchos años. Hay personas que sufren varios ataques antes del fatal. Hay otras que quedan paralíticas y sin habla durante años pero, según todos los indicios, no pierden la conciencia y se dan cuenta de cuanto sucede a su alrededor.

—Qué espantoso. Es como morir sin obtener la paz. —Se estremeció—. ¿Podía haberle sucedido eso a Theophilus?

—Sí. Pero sucumbió al primer ataque, lo cual quizá no sea una desgracia.

—¿Le dijo eso mismo a Angeline y Celeste?

Arqueó las cejas ligeramente sorprendido, tal vez de su propia omisión.

—No, no lo hice. —Hizo una mueca—. Supongo que ahora ya es un poco tarde. Pensarían que lo digo como excusa.

—Sí. Ellas lo culpan en parte, aunque no sé hasta qué punto.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó, con expresión de asombro—. ¿No se estará imaginando a Angeline y Celeste arrastrándose en la oscuridad e incendiando mi casa porque piensan que podía haber salvado a Theophilus? ¡Eso es completamente ridículo!

—Pues alguien lo hizo.

La hilaridad se desvaneció y dejó paso al dolor.

—Lo sé… pero no por causa de Theophilus.

—¿Está totalmente seguro? ¿No cabría la posibilidad de que su muerte hubiera sido un asesinato, y que alguien temiera que usted lo descubriera y a partir de ahí adivinara quién lo había cometido? Después de todo, murió en circunstancias nada normales.

La miró con incredulidad, con los ojos como platos y la boca abierta. Pero poco a poco la idea le fue pareciendo menos absurda y recordó las confusas circunstancias del suceso. Volvió a coger el cuchillo y el tenedor y se puso a comer de forma maquinal mientras reflexionaba.

—No —dijo al fin—. Si fue un asesinato, cosa que no creo, entonces fue un crimen perfecto. Nunca sospeché nada y sigo sin sospecharlo. Además, ¿quién iba a querer matarlo? Era insufrible, pero hay muchas personas que lo son. Y ni Prudence ni Clemency pretendían su dinero.

—¿Está seguro?

Levantó la mano. Dejó de comer y le sonrió con un encanto inesperado.

—Completamente. Clemency estaba deshaciéndose de su dinero con toda la rapidez que podía. Y Prudence obtiene de sus libros todo el que necesita.

—¿Libros? —Charlotte se quedó desconcertada—. ¿Qué libros?

—Bueno, pues El secreto de lady Pamela, por decirle uno —dijo con una sonrisa—. Escribe novelas… Oh, con seudónimo, claro. Pero tiene mucho éxito. A Josiah le daría un ataque de apoplejía si se enterase. Y a Celeste también… aunque por razones muy diferentes.

—¿Está usted seguro? —Charlotte estaba encantada. No podía creerlo.

—Desde luego. Era Clemency la que le llevaba el negocio. Así conseguían dejar a Josiah al margen. Supongo que yo sí podía saberlo.

—Gracias a Dios. —Intentó reír ante lo absurdo de la situación, pero había demasiada tensión en ambos—. Está bien. —Hizo un esfuerzo por ponerse seria—. Si no fue por causa de Theophilus, ya fuera por motivos personales o por su dinero, ¿por qué, entonces?

—No lo sé. Me he estrujado el cerebro, le he dado vueltas y más vueltas a todo lo que pudiera provocar que alguien me odiara o me temiera hasta tal punto que le hiciera dar el terrible paso de cometer un asesinato. Aun a riesgo de… —Se detuvo y a su rostro volvió un atisbo de su habitual ironía—. Bueno, no parece que el criminal corriera muchos riesgos. La policía no parece tener muchas pistas acerca de quién lo hizo, no muchas más de las que tenía la primera noche.

Charlotte salió en defensa de Pitt instintivamente, aunque se arrepintió al instante.

—Querrá decir que a usted no se lo han dicho. Eso no quiere decir que no sepan nada… —Shaw echó la cabeza hacia atrás, con los ojos muy abiertos—. A mí tampoco me lo han dicho —se apresuró a añadir.

Pero él había captado la diferencia.

—Claro, claro. Me he precipitado. Parecen tan inocentes, pero seguro que a mí no me lo cuentan. Debo de ser uno de sus principales sospechosos… cosa que aunque sea absurda para mí, para ellos ha de ser muy razonable.

Charlotte no tenía nada más que decirle ni preguntarle, pero seguía sin poder contestar a la pregunta de tía Vespasia. ¿Era un loco, en el sentido en que ella lo decía, un hombre cegado por alguna ofuscación emocional que cualquier mujer habría sido capaz de ver?

—Gracias por haberme dedicado tanto tiempo, doctor Shaw. —Se levantó—. Comprendo que mis preguntas pueden parecerle impertinentes. —Sonrió a modo de disculpa—. Si se las he hecho es sólo porque he seguido el camino que recorrió Clemency. La respeto tanto que desearía que se descubriera a su asesino, y que alguien continuase su labor. Mi cuñado está considerando la posibilidad de presentarse al Parlamento. Él y mi hermana se sintieron tan afectados por lo que descubrieron que no descansarán en abogar en favor de la promulgación de la ley que tanto ansiaba Clemency.

Él se levantó también, por cortesía.

—Pierde usted el tiempo, señora Pitt —dijo con calma.

No lo había dicho con tono de crítica, sino de lamento, como si antes ya hubiera repetido esas mismas palabras y por las mismas razones… y tampoco le hubieran creído. Era como si Clemency estuviera en la estancia con ellos, un fantasma bondadoso al que ambos querían. No había sentimiento alguno de intromisión, sólo una presencia amable que no sentía resentimiento por sus momentos de amistad, ni siquiera por el calor del contacto de su mano en el brazo de Charlotte, ni por su proximidad a ella al decirle adiós, ni por el súbito y dulce brillo de sus ojos mientras la contemplaba alejarse, bajar los escalones de la puerta principal y subir al carruaje ayudada por el criado de Vespasia. Permaneció en el umbral después de que el carruaje hubiera doblado en la esquina, hasta que cerró por fin la puerta y regresó al comedor.

Charlotte pidió al cochero que la llevara a casa de los Worlingham. Parecía muy poco probable que Celeste o Angeline hubieran intentado matar a Shaw, fuera cual fuera el grado de negligencia que le atribuían en la muerte de Theophilus, y por mucho que Clemency —y por tanto Shaw—, hubiera heredado una fortuna como consecuencia de la misma. Con todo, éste era un móvil que no podía descartarse. Y cuanto más pensaba en ello, más le parecía que era la única alternativa lógica, si es que finalmente el culpable no era algún propietario temeroso de ver su nombre expuesto a la luz pública. ¿Tenía algún fundamento real? ¿Qué otros nombres podía haber descubierto Clemency, además del de su propio abuelo?

En el transcurso de la investigación, por fuerza tenían que haber salido otros, antes o después del de Worlingham. Somerset Carlisle había mencionado familias aristocráticas, banqueros, jueces, diplomáticos, hombres con presencia en la vida social que no habrían podido justificar ante la opinión pública el turbio origen de sus ingresos. Y aquel abogado se había mostrado tan seguro de que sus clientes estarían dispuestos a utilizar algún tipo de violencia para salvaguardar su anonimato, que no le había importado servirse de amenazas.

Pero ¿quién se había apartado tanto de los cauces del poder social o financiero como para cometer asesinato? ¿Había algún modo de averiguarlo? Se le ocurrió que podía buscar al pirómano en el mundillo criminal y obligarle a que confesara quién lo había contratado. Tal vez fuera una tarea imposible, al menos sin una buena dosis de fortuna.

¿Llegarían a descubrirlo alguna vez? ¿Había sido Clemency tan temeraria como para enfrentarse a él cara a cara? Seguramente no. ¿Con qué propósito lo habría hecho?

Lo que era seguro es que no había sacado a relucir el nombre de los Worlingham. Nunca habría llegado a erigirse el magnífico vitral en su honor, con la bendición del arzobispo de York, si hubiera pesado la menor sospecha de escándalo sobre su nombre.

¿Y Theophilus? ¿Había llegado a saberlo? Clemency no podía habérselo dicho, pues él había muerto, antes incluso de que ella se hubiera involucrado de pleno en la cuestión. ¿Había llegado a preguntar él alguna vez de dónde procedía el dinero de la familia, o se había limitado a aceptar sin más su pródiga abundancia y a dejar las cosas como estaban con una sonrisa?

¿Y Angeline y Celeste?

El carruaje estaba a punto de detenerse ante la magnífica entrada. Al cabo de unos segundos, el criado le abriría la portezuela y ella se apearía y subiría los escalones. Tenía que pensar una excusa para su visita. Era temprano. No era probable que tuvieran compañía. Ella no podía considerarse una amistad de la familia, pues no era más que la nieta de una antigua conocida, además de encarnar un desafortunado recordatorio de asesinatos y policías.

La puerta principal se abrió y la doncella la miró con una educada y fría curiosidad.

¡Charlotte no tenía siquiera una tarjeta de presentación!

Le dedicó su sonrisa más encantadora.

—Buenas tardes. Estoy prosiguiendo la labor que llevara a cabo la difunta señora Shaw y me gustaría decirles a las señoritas Worlingham cuánto la admiraba. ¿Reciben esta tarde?

La doncella estaba demasiado bien instruida como para despedir a alguien que pudiera presentar un mínimo interés en las monótonas vidas de sus dos señoras. Las señoritas Worlingham apenas si salían más que para ir a la iglesia. Todo lo que veían del mundo era aquello que asomaba a través de su puerta.

Como no le entregó tarjeta de visita, la doncella dejó la bandejita de plata sobre la mesa del vestíbulo y se apartó para que Charlotte entrara.

—Si tiene la bondad de esperar, señora, iré a preguntar. ¿A quién debo anunciar?

—Señora Pitt. Las señoritas Worlingham conocían a mi abuela, la señora Ellison. Todas nosotras somos admiradoras de la familia. —Aquello era exagerar un poco; a la única que podía admirar Charlotte era a Clemency, pero no estaba de más incluirlos a todos.

Fue conducida al recibidor, donde apreció una vez más el maravilloso suelo de mosaico y el prominente retrato del obispo, con su rosado rostro inspirador de confianza y radiante de una satisfacción casi luminosa.

Los demás retratos quedaban sumergidos en la oscura comunidad de los acólitos. Era una lástima que no hubiera un retrato de Theophilus. Le habría gustado ver su rostro para emitir algún juicio sobre él, para comprobar si la boca, los ojos o algún otro rasgo permitía establecer algún vínculo con el obispo y sus hijas. Le imaginaba muy diferente a Shaw: dos hombres incapaces de entenderse el uno al otro por sus mismas naturalezas.

La doncella volvió y le dijo a Charlotte que la recibirían.

Angeline y Celeste estaban en el saloncito, en una postura muy parecida a la que tenían cuando las visitara en compañía de Caroline y la abuela. Llevaban vestidos de tarde negros, similares a los de entonces, de buena calidad, algo estrechos de sisa, adornados con cuentas de vidrio y, el de Angeline, también con plumas negras, muy discretas. Celeste llevaba unos pendientes azabache y un collar muy largo que le colgaba por encima de su hermoso busto y emitía destellos de luz al moverse con la respiración.

—Buenas tardes, señora Pitt —dijo con formalidad—. Es muy amable de su parte venir a decirnos lo mucho que admiraba usted a la pobre Clemency. Pero creo que ya lo había mencionado cuando estuvo aquí antes. Y debo recordarle que mencionó también algunas ideas equivocadas con respecto a la tarea de Clemency en favor de los pobres.

—Estoy segura de que se trataba de un error, querida —intervino Angeline—. La señora Pitt no desearía causarnos más pena o inquietud. —Sonrió a Charlotte—. ¿Verdad?

—Nada de lo que he ido sabiendo acerca de la señora Shaw podría causarles otra cosa que un profundo sentimiento de orgullo —repuso Charlotte.

—¿Qué ha sabido? —Angeline se quedó desconcertada, pero ésa fue la única emoción que Charlotte pudo identificar en sus dúctiles rasgos.

—Oh, sí —contestó, mientras aceptaba el asiento que apenas insinuaron ofrecerle y se sentaba entre los abultados cojines llenos de borlas y encajes. No tenía la menor intención de marcharse hasta no haber dicho todo lo que pensaba y observado al detalle las reacciones que pudiera provocar. Aquella casa había sido comprada y amueblada gracias a la agonía ajena. El viejo obispo lo sabía. ¿También lo supo Theophilus? Y ¿lo sabían aquellas dos hermanas de mirada inocente? ¿Quizá Clemency, desesperada, había acudido allí al enterarse del origen de su propia herencia y les había enfrentado a la verdad? Y si había sido así, ¿qué habían hecho ellas?

Tal vez el arma que habían elegido no había sido otra que el fuego: en el secreto de la noche, y mientras ellas permanecían a salvo en sus acogedoras camas. Era horrible pensar en ello, en la sensación de estar rodeado por rostros familiares que pueden cambiar su habitual expresión de dulzura por otra de odio y desprecio.

¿Era posible que aquellas viejas damas que habían consumido su juventud y su madurez en mimar a su padre, hubieran matado para proteger la reputación de éste, y con ella su propio bienestar en el seno de una comunidad al frente de la cual había estado la familia durante más de medio siglo? No parecía inconcebible.

—He oído hablar tan bien de ella a otras personas —insistió Charlotte con una voz que a las dos mujeres sonaba artificiosa y algo exagerada. ¿Había cometido una tontería al ir allí sola? No… qué estupidez. Era pleno día, y el cochero y criado de tía Vespasia esperaba fuera.

Pero ¿lo sabían ellas?

Sí, claro que lo sabían. No podrían concebir que hubiera ido hasta allí andando. Pero podía haber ido en ómnibus. Era un medio que utilizaba con frecuencia.

—¿Qué personas son ésas? —preguntó Celeste con las cejas arqueadas—. No puedo creer que Clemency fuera conocida fuera de la parroquia.

—Oh, vaya si lo era. —Charlotte tragó para deshacerse el nudo de la garganta e hizo un esfuerzo para que su voz sonara normal. Le temblaban las manos, así que optó por cerrarlas y juntar los puños—. El señor Somerset Carlisle se refirió a ella en los más elogiosos términos. Es un destacado miembro del Parlamento, ya saben. Y lady Vespasia Cumming-Gould también. Lo cierto es que he hablado con ella esta misma mañana y le he dicho que vendría a verlas esta tarde, así que me ha prestado su carruaje. Está decidida a que la memoria de la señora Shaw no caiga en el olvido ni se pierda su labor. —El duro rostro de Celeste se ensombreció—. Y hay otras personas, desde luego. Pero era una mujer tan discreta y modesta que a lo mejor a ustedes no les contaba casi nada de lo que hacía…

—Nunca nos contaba nada —repuso Celeste—. Y es que yo creo, señora Pitt, que no había nada que contar. Clemency hacía entre los pobres las mismas obras de caridad que todas las mujeres de nuestra familia han hecho siempre. —Levantó la barbilla y adoptó un tono más condescendiente—. Fuimos criadas en un hogar muy cristiano, como usted debe saber. De niñas nos enseñaron a tener compasión por los menos favorecidos, sin entrar en valoraciones acerca de su indigencia. Nuestro padre nos decía que no juzgáramos, sólo que sirviéramos.

A Charlotte le costaba refrenar la lengua. Ansiaba decirles lo que pensaba acerca del modo en que el obispo entendía la caridad.

—La modestia es una de las virtudes más elevadas —dijo en voz alta, apretando los dientes—. Por lo visto no les mencionó nada acerca del trabajo que realizaba en favor de la reforma de las leyes que afectan a la propiedad de las llamadas casas de la miseria.

No vio nada en sus caras que delatara un conocimiento previo.

—¿Casas de la miseria? —Angeline parecía desconcertada.

—Acerca de la propiedad de esas casas —explicó Charlotte, cuya voz sonó apagada y muy forzada—. Según las leyes actuales, es casi imposible conocer al verdadero propietario.

—¿Y por qué iba a querer saberlo nadie? —preguntó Angeline—. Parece raro e innecesario.

—Porque esa gente vive en condiciones infrahumanas —dijo Charlotte en un murmullo, y con la amabilidad que exigían dos mujeres mayores que no sabían nada del mundo que se extendía más allá de su casa, de la iglesia y de unas pocas personas de la parroquia. Hubiera sido una grosería culparlas de una ignorancia ya irremediable. El modelo completo de sus vidas, que había sido establecido por otros, nunca había sido cuestionado ni perturbado.

—Por supuesto que sabemos que los pobres sufren —dijo Angeline frunciendo la frente—. Pero eso ha ocurrido desde siempre, y seguramente es inevitable. Ése es el propósito de la caridad, aliviar el sufrimiento en la medida de lo posible.

—Pero gran parte de ese sufrimiento podría evitarse si no hubiera otras personas que ejercitan su codicia a expensas de los pobres. —Charlotte trataba de encontrar palabras que pudieran comprender para explicar la devastadora pobreza de la que había sido testigo. Observó una total incomprensión reflejada en sus rostros—. Las personas que nacen en la pobreza son más proclives a la enfermedad, lo que las incapacita para trabajar, por lo que se convierten en más pobres aún. Se ven expulsadas de las casas dignas y tienen que buscar lo que sea. —Estaba simplificando de forma drástica, pero una larga explicación de unas circunstancias que ellas jamás habían imaginado sólo habría servido para confundirlas—. Los propietarios conocen su situación de extrema necesidad y les ofrecen habitaciones carentes de luz, ventilación, agua corriente e instalaciones sanitarias…

—¿Y por qué las aceptan? —preguntó Angeline con los ojos muy abiertos—. ¿Acaso no quieren las cosas que a nosotros nos gustan?

—Quieren lo mejor que está a su alcance —simplificó Charlotte—. Pero eso muchas veces no es más que un lugar donde poder cobijarse y dormir, y donde, si tienen suerte, compartir un hornillo para cocinar.

—No parece tan malo —repuso Celeste—. Si eso es todo lo que pueden permitirse…

Charlotte adujo lo único que podía conmover a las hijas del obispo:

—¿Hombres, mujeres y niños juntos en una misma habitación? —Miró fijamente al duro e inteligente rostro de Celeste—. ¿Sin más letrina que un cubo en un rincón para uso común? ¿Y sin un espacio íntimo donde cambiarse, lavarse o dormir?

Charlotte vio en sus rostros todo el horror que había deseado suscitar.

—¡Oh, cielo santo! ¿No lo dirá en serio? —Angeline estaba impresionada—. Pero eso no es propio de personas civilizadas… ¡y mucho menos cristianas!

—Por supuesto que no. Pero no tienen alternativa, salvo la calle, que aún es peor.

Celeste parecía trastornada. Podía imaginarse unas condiciones como aquéllas y sentir al menos un ápice de horror, pero aún no era capaz de comprender el propósito de dar a conocer a los propietarios de tales lugares.

—Los propietarios no pueden crear espacio donde no lo hay. Ni resolver los problemas de la pobreza. ¿Por qué desea usted saber quiénes son?

—Porque obtienen grandes beneficios de la situación. Si se hicieran públicos sus nombres, podrían verse obligados, aunque sólo fuera por vergüenza, a ocuparse del mantenimiento de los inmuebles en lugar de dejar que se enmohezcan las paredes y se pudran las vigas.

Aquello sobrepasaba la experiencia de Celeste y Angeline. Se habían pasado toda la vida en aquella encantadora casa con todas las comodidades que el dinero y la posición social pueden proporcionar. Nunca habían visto ni olido la podredumbre, no tenían la menor idea de lo que podía ser una cuneta por donde bajaban las aguas residuales o un colector al aire libre.

Charlotte inspiró para tratar de describirlo con palabras, pero se lo impidió el regreso de la doncella, que anunció la llegada de Prudence Hatch y la señora Clitheridge.

Entraron juntas, Prudence con un semblante algo tenso e incapaz de sentarse o permanecer de pie tranquila. Lally Clitheridge saludó con simpatía a Celeste y fue todo sonrisas con Angeline, pero cuando se volvió hacia Charlotte, que se había puesto de pie y a la que reconoció antes de que le advirtieran de su presencia, adoptó una actitud distante y educada. La saludó con ojos duros y voz quebradiza.

—Buenas tardes, señora Pitt. Qué sorpresa verla por aquí tan pronto de nuevo. No sabía que era amiga personal de la familia.

Celeste las invitó a que se sentaran y todas lo hicieron componiéndose las faldas.

—Ha venido para expresarnos su admiración por Clemency —dijo Angeline con una ligera tos nerviosa—. Parece que Clemency se preocupó de verdad por investigar a la gente que saca beneficio de la miseria de los pobres. Nosotras no teníamos ni idea. Era muy modesta sobre este punto.

—¿Ah, sí? —Lally arqueó las cejas y miró a Charlotte con incredulidad—. No sabía que conociera también a Clemency… y menos hasta el extremo de saber más de ella que su propia familia.

Charlotte se sintió ofendida por el tono más que por las palabras. Lally Clitheridge la observaba con el aire de quien mira a una rival que la ha despojado de un privilegio merecido.

—No la conocía, señora Clitheridge. Pero conozco a personas que la conocieron. Ignoro la razón por la que ella prefirió compartir sus inquietudes con ellos antes que con sus familiares y vecinos… aunque es posible que fuera porque esas personas sentían las mismas inquietudes y comprendían y respetaban sus sentimientos.

—Válgame Dios. —Lally elevó el tono, asombrada y ofendida—. Su intromisión no conoce límites. Ahora nos sugiere que ella no confiaba en su propia familia y que en su lugar eligió a esos amigos de usted, cuyos nombres ha tenido buen cuidado de no mencionar, por cierto.

—Por favor, Lally —dijo Prudence con suavidad, mientras se estrujaba las manos en el regazo—. Te estás alterando sin necesidad. Has dejado que Flora Lutterworth te pusiera demasiado nerviosa. —Miró a Charlotte—. Acabamos de tener un encuentro bastante desagradable, y me temo que todos hemos dicho cosas un poco imprudentes. La conducta de esa joven es muy desvergonzada en lo que concierne a Stephen. Está obsesionada con él y parece incapaz de contenerse… incluso ahora.

—Oh, cielos… otra vez. —Angeline suspiró y sacudió la cabeza—. Pero todas sabemos de dónde viene, pobrecilla, ¿qué se podía esperar? Y además se ha criado prácticamente sin madre. Me atrevería a decir que no hay nadie que la instruya en su comportamiento. Su padre es un comerciante, y procede del norte. Es difícil esperar que tenga la menor idea.

—No hay dinero en el mundo que pueda disimular la falta de cuna —convino Celeste—. Pero la gente sigue intentándolo.

—Exacto —dijo Charlotte con tono cortante—. La gente de buena cuna puede mentir, timar, robar o vender a sus hijas a cambio de dinero, pero la gente que sólo tiene dinero nunca podrá adquirir nobleza, hagan lo que hagan.

Se produjo un silencio como el que sigue a un trueno que deja la atmósfera cargada de tormenta.

Charlotte miró los rostros uno a uno. Aunque no tuviera pruebas, estaba segura de que Celeste y Angeline no tenían ni la más remota idea del origen del dinero de su familia. Tampoco creía que el dinero en cuestión fuera el fundamento del miedo de Prudence. Ahora mismo parecía horrorizada, pero no por preocupación por sí misma. Tenía las manos inmóviles, caídas en el regazo. Miraba a Charlotte con total incomprensión, más por su brusquedad que porque le infundiera temor.

Lally Clitheridge se había quedado petrificada.

—Yo creía que Stephen Shaw era la persona más brusca que había conocido en mi vida —dijo con voz trémula—. Pero usted le deja pequeño. Usted está por encima de toda norma.

Sólo había una respuesta posible:

—Gracias. La próxima vez que lo vea le transmitiré esas mismas palabras. Estoy segura de que se sentirá reconfortado.

Lally tensó el rostro, como si hubiera recibido una bofetada. De forma súbita y hasta ridícula, Charlotte comprendió el motivo de su animosidad hacia ella: estaba celosa. Por mucho que considerara a Shaw un incontinente verbal y un hombre de ideas peligrosas y poco recomendables, lo cierto era que se sentía fascinada por él, a causa tal vez de su vida gris y hacendosa con el vicario. Veía en Shaw una promesa de emociones y peligros, y una vitalidad y confianza en sí mismo que debía de ser como un elixir en el desierto de su existencia.

Ahora, toda aquella farsa no sólo hacía que Charlotte se sintiera enojada, sino que le inspiraba también lástima, por la futilidad e inutilidad de todo el valor que había malgastado Lally en su cruzada por hacer de Clitheridge algo que no era, por insistir en que cumpliera con un deber que lo sobrepasaba, por animarlo sin desmayo, por darle su apoyo, por estar aconsejándolo siempre sobre qué tenía que decir. Y por los sueños que había despertado en ella un hombre mucho más vivo, por el vigor que la horrorizaba tanto como la hechizaba, y por el odio que sentía hacia Charlotte por el hecho de que Shaw se sintiera atraído por ella, de un modo tan simple y desesperanzado como Lally era atraída por él.

Era todo tan pueril.

Pero ya no podía retractarse. Eso habría empeorado las cosas, pues todos habrían visto que había comprendido la situación. La única salida era marcharse, de modo que se puso en pie.

—Gracias, señorita Worlingham, por haberme permitido expresar mi admiración por la labor de Clemency y asegurarle que, a pesar de todos los peligros y amenazas que puedan surgir, pienso continuar con ese esfuerzo por mi cuenta. No desaparecerá con ella. Señorita Angeline. —Retiró la mano, apretó el bolso de malla que tenía asido con la otra y se volvió con intención de marcharse.

—¿Qué quiere decir, señora Pitt? —Prudence se levantó y fue hacia ella—. ¿Está insinuando que cree que a Clemency la mató alguien que… alguien que se oponía a esa labor que según usted ella llevaba a cabo?

—Parece muy verosímil, señora Hatch.

—¡Qué solemne tontería! —intervino Celeste con brusquedad—. ¿Acaso sugiere que Amos Lindsay estaba también implicado?

—No que yo sepa… —comenzó Charlotte, pero fue interrumpida.

—Pues claro que no —convino Celeste, que se puso también en pie. Se le había arrugado la falda, pero no se dio cuenta—. No me cabe duda de que al señor Lindsay lo mataron por sus radicales ideas políticas, por esa innoble Fabian Society y todos esos horribles panfletos que escriben y defienden. —Miraba a Charlotte a los ojos—. Se había relacionado con personas que apoyan todo tipo de ideas violentas: socialismo, anarquía, revolución. Vivimos unos tiempos llenos de tramas siniestras. Hay crímenes mucho más abominables que los incendios de Highgate, por espantosos que sean. Yo no leo los periódicos, claro, pero no por ello dejo de darme cuenta de lo que está pasando… La gente habla de ello, aun aquí. En Whitechapel anda un loco suelto que descuartiza mujeres y las desfigura de un modo pavoroso, y la policía parece incapaz tanto de detenerlo como de impedir que repita sus crímenes. —Había ido palideciendo mientras hablaba. Todas habían sentido el horror extenderse por la habitación, como el frío a través de una puerta abierta.

—Estoy segura de que tienes razón Celeste. —Angeline parecía retirarse a su mundo interior, como si quisiera protegerse de las oscuras y terribles fuerzas que acababan de atemorizarlas—. El mundo está cambiando. La gente piensa de forma diferente y acepta ideas peligrosas. A veces me parece como si todo cuanto tenemos estuviera amenazado. —Sacudió la cabeza y tiró del chal para protegerse mejor—. Y a juzgar por su forma de hablar, me parece que Stephen admira de verdad esas ideas acerca de derrocar el viejo orden y establecer el que promulgan esos fabianos.

—Oh, estoy segura de que no es así —la contradijo Lally con firmeza, con las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes—. Sé muy bien que era amigo del señor Lindsay, pero nunca estuvo de acuerdo con sus ideas. Eran demasiado revolucionarias. El señor Lindsay leía los ensayos y panfletos de esa horrible señora Bezant que contribuyó a sublevar a las trabajadoras de la fábrica de cerillas. ¿Recuerdan? Fue en abril… o en mayo. Quiero decir que si la gente se niega a trabajar, ¿adónde vamos a ir a parar?

Charlotte sintió el impulso de exponer sus propias ideas políticas en favor de la señora Bezant y explicar la cuestión de las jóvenes trabajadoras, de sus padecimientos físicos, de la necrosis de los huesos faciales a causa de la inhalación continuada de fósforo. Pero ni era el momento ni estaba ante las personas adecuadas. Se volvió hacia Lally.

—¿Entonces usted cree que las dos muertes han sido por motivos políticos, señora Clitheridge? ¿Que a la pobre señora Shaw la mataron por su actividad en favor de las reformas legales? Pienso que puede estar en lo cierto. La verdad es que yo también lo creo.

Lally se vio en un aprieto, al tener que estar de acuerdo con Charlotte, pero ya no podía desdecirse.

—Yo no lo habría dicho en esos términos —repuso con aire ofendido—. Pero supongo que sí, que así lo creo. Después de todo es lo que tiene más sentido, vistas las circunstancias. ¿Qué otra razón podría haber?

—Bueno, podría haber motivos pasionales más personales —señaló Prudence mientras miraba a Charlotte con ceño—. Quizá habría que pensar en el señor Lutterworth, a causa de la relación del doctor Shaw con Flora… siempre que, claro, fuera Stephen la persona a la que querían matar en el incendio, no a la pobre Clemency.

—Pero entonces, ¿por qué tenía que matar también al señor Lindsay? —Angeline sacudió la cabeza—. El señor Lindsay nunca le hizo daño a su hija.

—Pues porque sabría algo, claro. —Prudence tensó el rostro, impaciente—. No hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación.

Permanecían de pie junto a la puerta, mientras el sol de la tarde enviaba sus rayos oblicuos entre las cortinas y persianas y formaba un estampado de luces y sombras tras ellas. A la luz de aquellos rayos sesgados los crespones negros parecían ligeramente polvorientos.

—Es sorprendente que la policía aún no lo haya resuelto —añadió Lally dirigiéndose a Charlotte—. Claro que no se trata de personas especialmente dotadas, de lo contrario se dedicarían a otras ocupaciones. Es decir, si tuvieran la inteligencia suficiente para ser capaces de hacer otra cosa mejor… ¿no es así?

Charlotte podía encajar cierta dosis de ultraje hacia su propia persona sin perder la calma, pero que insultaran a Pitt era diferente. Una vez más se dejó llevar por el genio.

—Hay muy pocas personas que estén dispuestas a dedicar su tiempo, y muchas veces a arriesgar su vida, escarbando en las faltas y desdichas ajenas para descubrir la violencia que anida en ellas —dijo con acritud—. Hay muchas personas que son la viva imagen de la rectitud en su vida pública y pretenden encarnar todas las virtudes cívicas, pero su vida privada es sórdida, ruin y llena de mentiras. —Las miró una a una, satisfecha de comprobar la alarma en sus rostros, e incluso el miedo en el caso de Prudence. Al verlo se contuvo al instante y se sintió avergonzada. No era a Prudence a quien había querido atacar.

Pero una vez más era imposible retirar las palabras ya dichas, por lo que la única salida era retirarse ella misma. Se excusó, se despidió y, con la cabeza bien alta, se marchó moviendo con elegancia las faldas al caminar. Al cabo de unos segundos se encontraba de nuevo en el carruaje de tía Vespasia camino de la hospedería donde se alojaba Stephen Shaw. Ahora tenía nuevas preguntas que formularle. Tal vez todo aquel asunto tuviera más que ver de lo que había pensado con las ideas políticas radicales, no sólo con los señores de la miseria de Clemency sino también con las creencias socialistas de Lindsay. Nunca le había preguntado a Shaw si Lindsay estaba al corriente de la labor de Clemency, ni si dicha actividad la había llevado a alistarse en la reciente Fabian Society. La verdad era que no se le había ocurrido.

La señora Turner la recibió sin sorprenderse. Le dijo que el doctor había salido para realizar una visita, pero que volvería pronto, así que Charlotte podía esperarlo en el salón. Le trajo una tetera llena en una lacada bandeja japonesa.

Charlotte se sirvió una taza de té y se sentó. ¿Era posible de verdad que Shaw supiera algo por cuyo ocultamiento alguien fuera capaz de matar? Pitt le había contado muy pocas cosas acerca de los demás pacientes que había investigado. Shaw parecía tan seguro de que todas las muertes a las que había atendido se habían producido por causas naturales… Claro que, si estaba en connivencia con alguien, eso mismo era lo que diría. ¿Era posible que hubiera ayudado a alguien a cometer un asesinato, ya fuera proporcionándole los medios necesarios, ya ocultando el hecho una vez consumado? ¿Era capaz de algo así?

Recordó su rostro fácilmente alterable, la fuerza y la convicción que dimanaba. Sí, caso de considerarlo justo, no dudaba de que era capaz. Si había un hombre con el valor suficiente para defender sus convicciones, ése era Stephen Shaw.

Pero ¿había llegado a considerar justo un acto de aquella naturaleza? ¿Pensaba que podía serlo? No, seguramente no. ¿Ni siquiera una persona violenta o demente? ¿O alguien con una enfermedad dolorosa e incurable?

Ella no sabía si entre sus pacientes había alguien así. Pitt ya debía haber pensado en aquella posibilidad… ¿o no?

No había llegado a ninguna conclusión cuando al cabo de media hora irrumpió Shaw, arrojando el maletín a un rincón y dejando la chaqueta descuidadamente sobre el respaldo de una silla. Se quedó perplejo al verla otra vez allí, aunque con una expresión de placer que no daba lugar a la protesta o la indiferencia.

—¡Señora Pitt! ¿Qué viento favorable vuelve a traerla por aquí tan pronto? ¿Ha descubierto algo? —Había ironía en sus ojos, y cierta inquietud también, pero nada podía disimular su satisfacción por volver a verla.

—Acabo de visitar a las señoritas Worlingham —contestó ella, y advirtió que él comprendía muy bien lo que aquello significaba—. No he sido especialmente bienvenida —comentó en respuesta a la pregunta implícita en su mirada—. La verdad es que la señora Clitheridge, que estaba también de visita, me dispensa una fuerte antipatía. Pero a raíz de la conversación que hemos mantenido, se me han ocurrido algunas cosas en las que no había pensado.

—¿De veras? ¿Y qué cosas son ésas? Veo que la señora Turner le ha ofrecido té. ¿Desea algo más? Yo estoy más seco que uno de los diosecillos de madera del pobre Amos. —Cogió la tetera y la tanteó—. Ah… perfecto. —Vació la taza de Charlotte en el recipiente para los posos, la enjuagó con agua caliente de la jarra y se sirvió un poco de té para él—. ¿Qué dijeron Celeste y Angeline que haya suscitado esos progresos? Tengo que admitir que me intriga.

—Bueno, como siempre, todo tiene que ver con el dinero. Los Worlingham poseen una gran fortuna, que Clemency y Prudence tuvieron que heredar al morir Theophilus.

Él la miró con inocencia, tal vez con cierta ironía amarga, aunque sin el menor rencor hacia ella por su insinuación.

—¿Y piensa usted que yo haya podido matar a Clem para echarle el guante a ese dinero? Puedo asegurarle que no queda ni un penique. Ella lo dio todo. —Empezó a pasearse inquieto por la habitación, cambió un cojín de sitio y alineó un libro de la estantería para que no sobresaliera—. Cuando se haga público su testamento verá que en los últimos meses tuvo que recurrir a mí hasta para comprarse ropa. Se lo garantizo, señora Pitt: no voy a heredar nada de los Worlingham salvo un par de facturas de la modista y la cuenta de una sombrerería.

—¿Dice que lo dio todo? —Charlotte simuló sorpresa. Pitt ya le había dicho que Clemency se había deshecho de todo su dinero.

—Todo. En su mayor parte lo donó a sociedades que trabajan en favor de los barrios más humildes, o para la ayuda a los menesterosos, o para la mejora de la vivienda y las condiciones sanitarias y, claro, también para la lucha por los cambios en la legislación que permitan dar a conocer a los propietarios de la miseria. Se desprendió de treinta mil libras en menos de un año. Lo dio, sencillamente, hasta que no le quedó más. —El rostro le brillaba con una especie de orgullo salvaje.

Charlotte formuló la siguiente pregunta sin pararse a sopesarla.

—¿Le dijo por qué lo hacía? Me refiero a si le dijo de dónde procedía el dinero de los Worlingham.

Él hizo una mueca y la miró con unos ojos que denotaban amarga ironía.

—¿De dónde lo obtuvo el viejo bastardo, quiere decir? Oh, sí… Cuando lo descubrió se sintió hundida. —Se detuvo de espaldas a la chimenea—. Recuerdo muy bien la noche que volvió a casa después de enterarse. Estaba tan pálida que parecía medio muerta, pero lo estaba por la ira y la vergüenza. —Miró a Charlotte—. Se pasó toda la velada paseándose de un lado a otro de la habitación. No dejó de hablar de ellos ni un segundo. Nada de lo que yo le decía podía borrar su sentimiento de culpabilidad. Estaba muy alterada. Creo que se pasó en vela al menos la mitad de la noche… —Se mordió el labio y bajó los ojos—. Me avergüenza reconocer que yo no había dormido la noche anterior y que estaba tan cansado que me dormí. Pero al despertar por la mañana me di cuenta de que Clemency había estado llorando. Lo único que fui capaz de decirle fue que, tomara la decisión que tomara, yo la respaldaría. Tardó dos días en decidir que no se lo contaría a Celeste y Angeline.

Se agitó de nuevo y golpeó con el pie la protección de metal que rodeaba el hogar.

—¿Habría servido para algo bueno? Ellas no tenían responsabilidad alguna. Habían dedicado sus vidas a cuidar y mimar a aquel viejo canalla. No podrían soportar pensar que todo había sido una farsa, que toda la bondad bajo la cual habían creído vivir no era más que una letrina blanqueada…

—Pero sí se lo dijo a Prudence —repuso Charlotte con voz pausada, mientras recordaba el miedo y la culpabilidad que había visto en los ojos de Prudence.

Shaw frunció el entrecejo y su semblante se nubló, cuando ella había esperado ver una expresión de alivio.

—No, no se lo dijo a Prudence, en absoluto. ¿Qué habría podido hacer ella, más que sentirse abrumada también por la vergüenza?

—Sin embargo así es como se siente —dijo Charlotte con dulzura. Sentía compasión al pensar en lo atormentada que debía sentirse Prudence, con un marido que admiraba al obispo casi como a un héroe, hasta la adoración. Qué peso tan terrible tener que vivir con él y no poder dejarlo entrever siquiera con la mínima alusión. Prudence tenía que ser una mujer muy fuerte y con un gran sentido de la fidelidad para guardar un secreto como aquél—. Debe de ser insoportable para ella —añadió.

—¡Prudence no lo sabe! —insistió Shaw—. Clem nunca llegó a decírselo… precisamente porque habría sido, como usted dice, insoportable. El viejo Josiah cree que el obispo era lo más parecido que hay a un santo… Dios le asista. El maldito vitral fue idea suya…

—Prudence lo sabe —le contradijo Charlotte, inclinándose hacia adelante—. Lo vi en sus ojos cuando miraba a Angeline y Celeste. Le aterroriza que pueda salir a la luz pública, además de sentirse avergonzada hasta la desesperación.

Estaban sentados uno a cada lado de la mesa y se miraban fijamente, cada cual convencido de que tenía razón, hasta que el rostro de Shaw mostró una inequívoca expresión de que por fin había comprendido.

—Prudence no sabe nada del dinero de los Worlingham —dijo—. No es de eso de lo que tiene miedo la muy estúpida.

—¿De qué entonces? —No le había gustado que utilizara ese término refiriéndose a Prudence, pero no era el momento para echárselo en cara—. ¿De qué tiene miedo?

—De Josiah, y del desprecio y la indignación de su propia familia…

—¿Por qué? ¿De qué se trata?

—Prudence tiene seis hijos. —Sonrió con tristeza y lástima—. Tuvo partos muy difíciles. Durante el primero le empezaron los dolores un día antes de dar a luz al niño. El segundo llevaba el mismo camino, así que le propuse anestesiarla… y ella aceptó.

—Anestesia… —De pronto ella empezó a comprender qué aterrorizaba a Prudence. Recordó los comentarios de Josiah Hatch en torno a las mujeres y el trance del parto, entendido como voluntad de Dios. Como muchos hombres, su marido debía considerar que mitigar los dolores del parto con anestesia era rehuir la responsabilidad de una buena cristiana. La mayoría de los médicos ni siquiera ofrecía aquella posibilidad. Y Shaw había permitido que Prudence eligiera, sin siquiera preguntárselo ni decírselo a su esposo… Y ahora ella vivía en un terror mortal ante la eventualidad de que él rompiera su silencio y la delatara a su marido—. Comprendo —suspiró—. Qué trágico… y absurdo. —Ella recordaba sus dolores de parto de una forma muy imprecisa. La naturaleza es misericordiosa al arrinconar los recuerdos en un pequeño habitáculo de la mente. Además, sus partos no habían sido especialmente difíciles, comparados con otros—. Pobre Prudence. Usted nunca se lo diría a él, ¿verdad? —Pero se dio cuenta de que la pregunta era innecesaria, y se sintió agradecida al ver que él no se enfadaba.

Shaw sonrió sin responder.

Ella cambió de tema.

—¿Le parecería fuera de lugar que yo asistiera al funeral de Amos Lindsay? Me agradaba, aunque apenas le conociera.

Las facciones de Shaw se relajaron de nuevo y por un momento quedó al descubierto toda la magnitud de su dolor.

—Me gustaría mucho que asistiese. Pienso hacer el elogio. No será una situación agradable… Clitheridge se comportará como un memo, como siempre que no hay nada concreto que hacer. Lally probablemente arreglará el desaguisado. Oliphant será todo lo bueno que le dejen y Josiah será el mismo asno ciego y presuntuoso de siempre. No me agradará estar allí. Es seguro que me pelearé con Josiah, es algo superior a mis fuerzas. Cuanto más se ponga a adular al condenado obispo, más me encolerizaré y más ganas sentiré de subir al púlpito y proclamar a los cuatro vientos que no era otra cosa que un obsceno pecador… Y no un pecador cualquiera, víctima de los decentes pecados de la pasión y los instintos, sino un pecador frío, entregado a la codicia y la ambición desmesurada.

Charlotte le tocó el brazo de forma espontánea.

—Pero no lo hará.

Él sonrió contra su voluntad y permaneció inmóvil para que ella no se moviera.

—Trataré de comportarme como el amigo modélico que está de duelo… aunque no me guste. Josiah y yo nos hemos peleado muchas veces… pero sigue siendo una tentación. Vive en un mundo mistificado, ¡y yo no puedo soportar sus patrañas! Yo pienso de otra manera, Charlotte. Odio la mentira. La mentira nos priva de lo que es bueno de verdad, pues lo tapa con tantas máscaras y excusas que todo lo bello, digno y limpio queda distorsionado y devaluado. —Le temblaba la voz por la intensidad de sus sentimientos—. ¡Detesto a los hipócritas! Y la Iglesia no para de engendrarlos como tumores que corrompen la virtud auténtica… como la de Matthew Oliphant.

Charlotte se sentía un poco violenta, tan intensa era la emoción del hombre. Podía sentir su vitalidad al contacto de su mano como si llenara toda la habitación.

Ella optó por retirarse.

—Entonces lo veré mañana en el funeral —le dijo—. Ambos nos comportaremos como es debido, por muy difícil que nos resulte. Yo no me pelearé con la señora Clitheridge, aunque esté deseándolo, y usted no le dirá a Josiah lo que piensa del obispo. Vamos a ir a llorar a un buen amigo cuya vida ha quedado truncada antes de tiempo.

Y sin mirarlo una vez más, caminó muy erguida y con distinción hacia la puerta del salón y salió.