19. Con las manos
en la masa
LA señora Harris se quedó al funeral de la señora Bixey, pero el tío Stanley tuvo que regresar a Londres. La señora Harris temía un poco a la señorita Doughbridge al no tener a Stanley a su lado para respaldarla, y cuando volvió del funeral fue llamada a la casa Butt.
La señorita Liggerty la pasó al comedor y sirvió una taza de té en la mesa, delante de ella. La señorita Doughbridge entró arrastrando su pierna mala.
—Buenos días, señora Harris.
—Buenos días, señorita. —La señorita Doughbridge se acomodó en una de las sillas de alto respaldo del comedor y apoyó sus manos delgadas sobre el puño del bastón. La señorita Liggerty se situó muy cerca de ella y los inevitables Caín y Abel se echaron a sus pies.
—Trágicos acontecimientos. Muy trágicos. La señora Bixey era una buena mujer. Muy buena mujer.
—Lo sé. Todos estamos consternados. Me da mucha pena el señor Bixey. Está fuera de sí. No sé qué va a ser de él.
—Es evidente que sus hijas ya no puedan quedarse en la granja Butt. El señor Bixey no puede cuidarlas estando solo.
—Así es. Lo entiendo. —La señora Harris se revolvió inquieta en su asiento y jugueteó con su cabello. Los pequeños ojos azul-grisáceos de la señorita Doughbridge aparecían brillantes y penetrantes en medio de su cara empolvada y de rasgos inexpresivos.
—Esto… pensaba ir a Devizes a consultar con la señora… Knapp… o como se llame, la encargada del alojamiento. Tal vez las niñas puedan mudarse a otro alojamiento —dijo la señora Harris.
—No es necesario —contestó la señorita Doughbridge—. Se quedarán aquí. La señorita Liggerty puede cuidar de cuatro lo mismo que de dos. Hay sitio de sobra y la señorita Liggerty aceptará de buen grado la tarea.
—¡Oh, no! No quisiera causarles ningún problema…
La señorita Doughbridge no la escuchaba; agitó su mano huesuda al tiempo que la señorita Liggerty la ayudaba a levantarse de la silla.
—Ya está todo arreglado. Le sugiero que vayan trayendo sus cosas inmediatamente. La señorita Liggerty ya ha hecho las camas.
Los cuatro niños cruzaron el patio en dirección a la casa Butt en completo silencio. En la puerta de la granja, Joyce volvió la vista al zaguán que un día fue agradable y acogedor. La señora Bixey se había ido para siempre.
Al final del camino de Urchley, los niños esperaron tranquilamente hasta que llegó el autobús, de un solo piso, procedente de Pewsey. La nieve ya había empezado a derretirse cuando la señora Harris se despidió de ellos con un beso. Joyce, como de costumbre, era la más afectada.
—No te preocupes, cariño. Es muy triste lo de la señora Bixey. Era una mujer estupenda, pero a todos nos ha de llegar nuestra hora.
—No es eso, es que…
—¿Qué?
—Es que…
Wib terminó la frase por ella.
—Es por la vieja Doughbridge. No podemos soportarla y las chicas no quieren quedarse con ella. Y Freddy y yo, tampoco. El puré de guisantes tiene grumos y las camas están húmedas.
—¡Vamos, señora! —dijo la conductora del autobús—. Ha tenido usted no solo todo el día, sino todas las Navidades para saludarles y despedirse.
—¿En qué casa queréis quedaros?
—¡En la de Cyril!
—¡En la de Arthur!
—¡En la de Doreen!
Los tres más pequeños querían la solución que egoístamente les interesaba más, lo que enfadó a la señora Harris. Esta negó con la cabeza y subió a Siddy al autobús.
—Ahora escuchadme todos. La vida no es siempre como uno quiere. No todo son indios, vaqueros y películas gratis. Hay una guerra y no queda más remedio que aceptar una serie de cosas aunque no nos gusten en absoluto. Yo las he soportado; ahora os toca hacerlo a vosotros. Así que dejad de lloriquear y haced frente a la situación.
—¿Ya ha terminado, señora? —dijo la conductora del autobús, una mujer bastante desagradable—. O es que vamos a esperar aquí todo el día…
La señora Harris recogió su maletín y subió al autobús cuando este ya empezaba a ponerse en movimiento.
Ella y Siddy sacaron la mano por la ventanilla trasera en señal de despedida, pero los cuatro niños se alejaron por el camino de Urchley sin volver la espalda. En cierto modo se sentían abandonados. Al otro extremo del camino la nieve se había derretido y los charcos parecían mayores que nunca.
Durante las semanas que siguieron, Arthur, Cyril, Doreen, Vee, Freddy y Wib se dedicaron a vigilar a Stoopy y a la Granja del Perro Negro. Se tumbaban en lo alto de la colina, mirando con los prismáticos nuevos de Arthur y anotaban todas las idas y venidas en un diario. Arthur había dicho que esto sería necesario como prueba ante los tribunales.
Ya habían anotado las visitas regulares de dos carniceros de Devizes; el señor Wilson, gerente de la casa proveedora de alimento para animales Perrymead, era otro de los asiduos visitantes.
Wib, Freddy y Arthur estaban tendidos en la hierba, sobre una vieja manta del ejército, y se turnaban para observar con los prismáticos. La tierra, debajo de ellos, estaba dura por la helada y Wib se incorporó para frotarse sus rodillas doloridas. De repente vio llegar a un nuevo visitante a la granja de Stoopy; era el camión del taller mecánico de Bootwick.
—¡Eh vosotros dos, mirad! ¡Es el camión del padre de Ojos de Rana!
El señor Bootwick descendió de la cabina con bastante soltura y, para sorpresa y regocijo de Wib, también lo hizo el propio Ojos de Rana, el joven Gilbert Bootwick.
Los tres niños contemplaron boquiabiertos cómo abrían la trasera del camión y el señor Bootwick descargaba seis bicicletas Hudson relucientes y nuevas, iguales a las que el señor Keogh había encontrado en la granja Butt. Stoopy llevó las bicicletas hasta el interior del granero y apareció el señor Bootwick con dos ovejas muertas al hombro. Sacó un cuarto de cerveza Wadsworth y se dirigió a la casa. Al joven Gilbert se le excluyó de esta operación y se quedó sentado en el estribo del camión leyendo un ejemplar del Hotspur.
—Bueno —dijo Wib—, los hemos pillado con las manos en la masa. ¡Vosotros dos, id corriendo a avisar al señor Keogh! ¡Pero rápido! ¡No hay tiempo que perder!
—Tenemos justo el tiempo que se tarda en beber una botella de cerveza —añadió Arthur inteligentemente.
—¿Y tú qué? —preguntó Freddy a Wib—. ¿Tú qué vas a hacer? ¿Por qué no vas tú? ¿Por qué nos toca siempre a nosotros?
—Yo me voy a quedar a ver qué hacen; a ver lo que se traen entre manos. Venga, iros ya. ¡Rápido! Arthur, déjame los prismáticos.
Wib se quedó vigilando mientras Freddy y Arthur bajaron la colina corriendo, y se dirigieron a la Mission Hall y el callejón de Sloops, cortando campo a través. La comisaría de policía de Pottley era una antigua tienda pequeña arreglada para su nueva función, que se encontraba junto a la ferretería Belcher. Wib cruzó sus dedos para que encontraran al policía Keogh. Le vino a la mente el viejo dicho de su madre de que siempre había montones de policías por todas las partes menos cuando uno los necesitaba.
Allá abajo, en la granja, Ojos de Rana seguía absorto en la lectura de su revista; mordisqueaba con indiferencia una zanahoria que había sacado de una bolsa que había junto al depósito del agua. Estaba claro que Gilbert conocía perfectamente su cometido en la Granja del Perro Negro.
Wib oteó los alrededores con los prismáticos de Arthur y vio otra figura que se dirigía hacia la granja por la senda que salía de la carretera principal de Devizes. La ruedecilla que servía para enfocar los prismáticos estaba algo dura y a Wib le costó trabajo obtener una visión clara del nuevo visitante.
La imagen borrosa que se veía a través de los cristales fue aclarándose gradualmente. Wib no podía creer lo que estaba viendo, así que hurgó una vez más en la ruedecilla de enfoque. Pero no había error sobre la identidad del visitante. Hacía más de un año que no lo veía, pero era él con toda seguridad. ¡Era su padre, el señor Harris!
Wib se mordió nerviosamente las uñas mientras su padre avanzaba confiadamente hacia la granja. Le vinieron a la cabeza todas las cosas que su madre había dicho siempre sobre su padre. Le llamaba a menudo «derrochador» y «transnochador». Wib recordaba cómo la policía llamó en más de una ocasión a la puerta de la calle Paxton. El señor Harris saltaba rápidamente el muro trasero, que conducía a la parte posterior de la casa, y obligaba a Joyce a acudir a la puerta principal y mentir diciendo que no veía a su padre desde hacía mucho tiempo. No era una tarea agradable y aquello le disgustaba a Joyce.
Recordaba también el día en que les dio un susto de muerte cuando llegó a casa sin respiración, con la pierna sangrando por el mordisco de un perro vagabundo. Su maleta se abrió, esparciéndose por la cocina su contenido, un montón de relojes despertadores. Ellos no comprendían para qué necesitaba tantos despertadores. Pero Wib sabía que eran robados. En aquella ocasión, el señor Harris permaneció durante una semana en el refugio del jardín, y los niños le llevaban la comida, con miedo de que les pudiera contagiar alguna enfermedad a causa de aquella horrible herida de la pierna.
Cuando los abandonó hacía un año, la señora Harris se había mostrado indiferente. «Tenemos suerte al librarnos de él», había dicho. Y los niños parecían estar de acuerdo con ella.
Desde su posición en la colina, Wib pudo ver al policía Keogh que, acompañado de cuatro tenderos de la localidad, se dirigía a la granja por la dirección opuesta. Arthur y Freddy los seguían, a una distancia lo suficientemente grande como para no correr peligro, pero lo suficientemente cerca como para no perderse nada.
El señor Harris llevaba una maleta de cuero, que debía pesar bastante a juzgar por las veces que la cambiaba de mano mientras caminaba. ¿Llevaría en ella mercancías robadas para intercambiarlas con Stoopy? Wib no sabía qué hacer; aunque el señor Harris fuese un ladrón, era su padre.
Metió los prismáticos en su funda y bajó corriendo la ladera de la colina hacia el sendero. El señor Harris tenía la vista clavada en la Granja del Perro Negro, por lo que no vio a su hijo, que se le acercaba por detrás. Wib no se atrevió a acercarse demasiado y, a unos diez metros de su padre, se detuvo y le llamó:
—¡P… p… papá!
Al escuchar aquella voz tan familiar, el señor Harris se volvió. Se restregó los ojos y examinó al muchachito que se encontraba a un lado del camino.
—¡Soy yo, papá, Wibby!
—¿Wibby? ¡No, no es posible!
El señor Harris soltó la pesada maleta y frunció el ceño, sorprendido, como si realmente no creyera lo que estaba viendo.
—¡Bueno, estoy asombrado! No puedo creerlo. Me dijeron que habíais sido evacuados,… pero no tenía idea de que había sido aquí. ¡Acércate, deja que te vea! ¡Parece mentira! Tanto rodar por ahí y con quien me voy a topar es con mi propio hijo —hizo señas a Wib de que se acercara, pero este se quedó donde estaba.
—¡Ven aquí, muchacho, no tengas miedo! ¡Soy yo…!
—No irás a la Granja del Perro Negro, ¿verdad, papá?
—Sí, muchacho, un asuntillo con un viejo amigo. —El señor Harris palpó su maleta—. ¡Una ganga!… Solo hay que sacarla de la parte trasera del camión, si entiendes lo que quiero decir.
Le guiñó un ojo a Wib, quien comprendió perfectamente su significado. El contenido de la maleta sería seguramente robado, y de un interés indudable para el señor Keogh, que llegaría de un momento a otro con Freddy y Arthur. Su padre sería capturado con las manos en la masa, exactamente igual que Stoopy y los Bootwick.
—Ese amigo tuyo ¿es por casualidad un poco jorobado?
—Sí. Harri Benson. ¿Le conoces?
—No… es que… Mira, me tengo que ir. Mi cena ya debe de estar preparada.
Wib empezó a subir por el ribazo junto al camino. El señor Harris le llamó:
—¿Dónde vives aquí? ¿Está tu madre contigo?
—No, solo yo, con Fred, Vee y Joyce.
—Aguarda un momento, hijo, no me has dicho dónde vives ni nada. Me gustaría ver a Joyce y a los otros antes de marcharme.
—En la casa Butt, en el camino de Urchley. Me tengo que ir… ¡Adiós!
Wib se alejó corriendo y su padre prosiguió su camino, una vez retirada su maleta. Movió la cabeza, sonriendo por el comportamiento de su hijo.
Wib se detuvo para mirar atrás. El señor Harris estaba silbando El hombre del paraguas, su canción favorita. ¿Qué estaba haciendo él? Aquel hombre era su padre, hasta se le parecía. ¡Su padre! Y le dejaba irse para que lo capturara la policía. ¿Qué clase de hijo era él? Hubiera preferido que no silbase aquella canción, con todas las que había.
—¡Papá…, papá… no vayas!
El señor Harris dejó de silbar y se volvió.
—¿Qué? ¿Adónde?
—A la Granja del Perro Negro. La poli está allí…
—¿La poli? —dijo el señor Harris, al que de repente se le cambió la cara paternal y amistosa por la del ladrón egoísta a la que Wib estaba más acostumbrado—. ¿Estás seguro?
—¡Claro que sí…, les avisamos nosotros!
Wib no esperó una respuesta; conocía muy bien el carácter de su padre. Corrió con todas sus fuerzas hacia la cima de la colina y se dirigió hacia la calle principal. Si tenía suerte, Cyril estaría allí y podría esconderle. El señor Harris soltó la maleta y se precipitó hacia la colina detrás de su hijo.
En la Granja del Perro Negro, el policía Keogh hacía sonar su silbato frenéticamente. Con la ayuda del señor Belcher y del señor Noblock, consiguió apresar al corpulento señor Bootwick y ponerle las esposas. Llevaba veinte años esperando hacerlo.
El señor Jerem, dueño del Jorge y el Dragón, no tuvo ninguna dificultad para reducir al débil Stoopy. Eran ciento diez kilos contra setenta, y los brazos fuertes y grandes del señor Jerem, acostumbrados a levantar los pesados barriles de cerveza, le hicieron una llave que casi le retuerce la cabeza a Stoopy.
Arthur y Freddy se erigieron en improvisados comisarios y detuvieron al joven Ojos de Rana, que intentaba escabullirse por detrás de los establos.
Al otro lado de la colina, el señor Harris alcanzó a Wib y lo agarró fuertemente por la bufanda.
—Escúchame, Wib —el señor Harris, jadeante, trataba de recuperar el aliento—. Escúchame y entiéndelo bien. Te veré esta noche y recuerda que tienes que mantener la boca cerrada… si no, te acordarás de mí. ¿Has comprendido?
Wib asintió.
—¡Entonces, ni una palabra!
Wib asintió de nuevo y el señor Harris apretó un poco más la bufanda en torno a su cuello.
—¿Palabra de honor?
—¡Palabra de honor! —replicó Wib que hablaba en serio. El señor Harris volvió corriendo al sendero para retirar su maleta y se dirigió hacia la carretera principal de Devizes.
Wib se aflojó la bufanda y corrió hacia la Granja del Perro Negro, ansioso de contarle a Freddy todo lo referente a su encuentro. Pero sabía que no podía hacerlo. Era un secreto que no podía compartir ni siquiera con su hermano.