XIV
Á medianoche.

Aun no ha caído la última hoja de los árboles y ya arde el fuego en la chimenea. ¿Quién tendrá frío?

El gabinete es rojo. Las espesas cortinas de damasco, que caen formando pliegues sobre la alfombra, no dejan paso á la claridad de la luna. La estancia yacería en tinieblas si no fuese por los troncos de roble que forman allá en el fondo un rincón luminoso.

Arden en silencio; la mitad está convertida en brasa. Algunas llamas fugaces y azuladas los coronan y se extinguen alternativamente. Al desaparecer dejan en su puesto blancos penachos de humo, que no tardan en ascender por el estrecho cañón á tomar el fresco de la noche. De vez en cuando se desprende, con ruido seco, algún pedazo de brasa, y rodaría hasta la alfombra sin la intervención salvadora de dos cabezas de bronce enlazadas por una barra de hierro que guardan la entrada del agujero. La impasibilidad estoica con que se dejan tostar por los carbones, antes que consentirles pasar á prender fuego á la casa, es digna de encomio. Cuando salieron de la tienda eran doradas y relucientes, y representaban dos mujeres hermosas. Ahora son negras y nadie sabe lo que representan.

Descansando á un lado están los hierros de la chimenea. La lumbre los hiere de través produciendo destellos. Delante del fuego y próximas á él hay dos butacas en actitud de conversar amigablemente. Pero están mudas, ó por lo menos no se oye lo que dicen. Quizá fatigadas de charlar y enervadas por el calorcillo agradable que templa la atmósfera del gabinete, se hayan entregado al sueño ó á la meditación. La claridad las baña á veces vivamente: otras las deja sólo medio esclarecidas.

Detrás de las butacas empieza ya la sombra; una sombra indecisa. En ella flotan como masas negras los muebles de la cámara. En ocasiones, cuando una llama más viva se despierta sobre los carbones, el círculo luminoso ensancha sus dominios y arroja vivos reflejos á las paredes. Entonces, entre los vacilantes rayos de la llama, percíbense los contornos severos de los sillones arrimados al muro. Tal como aparecen, correctos, graves, inmóviles, semejan un congreso constituído en sesión permanente. Las sombras temblorosas aprovechan la huída de la llama para envolverlos de nuevo en su manto tenebroso.

El gabinete está solo. Una fantasía algo viva, espoleada por el miedo, pudiera, sin embargo, fácilmente imaginar otra cosa. Porque á menudo se ve correr una gran mancha negra por los muros, y pasar con la brevedad de un relámpago. Otras veces, la mancha negra surge de improviso detrás de las butacas, se arrastra lentamente por la alfombra y va á ocultarse entre los pliegues de las cortinas. Otras, baja por el cañón de la chimenea un zumbido, aunque leve, extraño por demás y medroso. Y en los ángulos oscuros de la estancia, y debajo de las sillas, y en los huecos de los balcones, se agitan á la continua muchedumbre de fantasmas que esperan la hora de extinguirse el fuego para salir.

Reina el silencio. Es la medianoche. Afuera se oye una vez que otra el cansado latir de algún perro. De tiempo en tiempo se alza también del sombrío recinto del valle un grito agudo, prolongado, angustioso, uno de esos gritos de la noche que nadie sabe de dónde parten, y que hielan de terror el corazón del más bravo.

Óyese en la estancia el crujir de un vestido. Aparece una mujer de figura elevada y majestuosa, que marcha con lento paso á sentarse en una de las butacas que hay delante de la chimenea. La luz que de súbito la baña deja ver la fisonomía severa, pero bella, de la institutriz de los Trevia.

¡Oh, no; no hay mentira en declarar que es hermosa! Sus cabellos son rubios y claros, y están anudados por detrás de un modo sencillo y original: los ojos de un azul oscuro como el cielo de Andalucía: la frente un poco estrecha, como la de las estatuas griegas: la nariz delicada y correcta: los labios delgados y rojos y siempre húmedos: la barba bien señalada, y el cuello mórbido y flexible. Pero lo que más resalta en este rostro es la blancura deslumbradora de la tez. No debe comparársela al marfil, á la nieve, al nácar ó á la leche, porque la tez de una mujer hermosa vale más que todas estas cosas juntas. La imaginación no puede concebir nada más delicado, más terso y más suave que el cutis de la blonda institutriz.

Todas estas perfecciones no han logrado, sin embargo, producir una fisonomía dulce y apacible. La expresión de aquel rostro admirable es dura y siniestra. Su frente está siempre ligeramente fruncida. Los ojos no despiden más que miradas altaneras, como si tuviese al mundo entero postrado á sus pies. Pero tal expresión soberbia y feroz hacía aún más incitante su hermosura, porque gusta particularmente á la humana naturaleza lo inaccesible, y porque es opinión muy seguida entre los sabios que vale más el pellizco de la mujer arisca que el beso de la tierna.

Miss Florencia, después de sentarse en la butaca, quedó con los ojos clavados en la lumbre. Una de las manos, prodigio de finura, descansaba en el regazo; la otra pendía fuera de la butaca. El fuego la envolvió también en una mirada larga que prestó á su rostro mayor trasparencia.

El conde de Trevia vino silenciosamente á sentarse en la otra butaca y quedó mirándola fijamente. El aya no apartó los ojos de la lumbre.

—Ya estoy aquí—dijo con impaciencia al cabo de un rato de contemplación. Miss Florencia no movió un dedo siquiera.

D. Carlos le tomó una mano y la llevó suavemente á los labios. Tampoco el aya hizo el menor movimiento.

—¿No oyes, dí, no oyes?—dijo entonces sacudiendo aquella mano.—Soy yo.

—¿Qué hay?—repuso ella volviendo lentamente la cabeza.

—Te digo que tengo el humor muy negro, que me ahoga la bilis y que en este momento al menos necesito que seas un poco más humilde que de ordinario. ¿Lo entiendes?—profirió reprimiendo con esfuerzo la cólera.

La institutriz le miró con sorpresa á la cara, y después de contemplarle con atención unos instantes, convirtió de nuevo sus ojos á la lumbre, haciendo una imperceptible mueca de desdén.

El conde siguió contemplándola con mirada colérica un buen espacio. Luego se alzó bruscamente y comenzó á dar paseos por la estancia. Al cabo de un rato miss Florencia levantó la cabeza y le dijo con acento más suave:

—Siéntate. ¿Qué mala hierba has pisado hoy?

El conde vino de nuevo á acomodarse en la butaca, tomó uno de los hierros y escarbó la lumbre con ademán distraído. Después de larga pausa dejó el hierro en su sitio y sacó del bolsillo un papel que presentó al aya.

—Mira lo que acaban de entregarme.

Miss Florencia lo acercó á la chimenea y pasó sus ojos por él.

—Un anónimo—profirió sonriendo y entregándoselo de nuevo.

—Sí, un anónimo... ¿Por qué sonríes?

—Porque me causa mucho placer que te agite tanto la pérdida del cariño de tu esposa.

—¡No es eso, no es eso!—exclamó D. Carlos con impaciencia, herido por el tono irónico de aquellas palabras.—Respecto al cariño que nos tenemos, demasiado sabes á qué atenerte. Pero por encima del cariño hay otra cosa mucho más importante para mí, que es la honra.

—Dí el amor propio.

—Bien, pues el amor propio. Aunque entre nosotros no exista hace tiempo verdadero matrimonio, el lazo social que nos une no se ha roto. Ella tiene el deber de respetarlo... Si no lo respeta—añadió sordamente,—nos veremos.

Miss Florencia dejó escapar una risita maligna.

—¡Es gracioso! ¡es gracioso!

—¿El qué es gracioso?—preguntó él cogiéndola por la muñeca y apretándola convulsivamente.

La institutriz se puso un poco pálida, pero dijo con calma sin dejar de sonreir:

—Te advierto que me estás haciendo daño.

—Dí, ¿qué es gracioso? ¿qué es gracioso?—repitió el conde sacudiéndola rudamente.

—Vuelvo á decirte que me haces daño. Yo no soy la condesa de Trevia, sino una pobre institutriz. No merezco ser tratada con tanta confianza.

El conde aflojó la mano y la miró fijamente.

—¿Se puede saber qué es lo que hallas gracioso en este paso?

—Es gracioso el suponer que la condesa había de sufrir toda la vida sin buscar el desquite.

D. Carlos quedó un instante silencioso. Al cabo dijo alzando los hombros:

—Está bien. Que lo busque. Pero al final de esos desquites es fácil tropezar con una bala.

Guardaron ambos silencio obstinado mucho tiempo.

—¿Y tú conoces al Romeo?—preguntó al fin el conde.

—¡Ya lo creo!—respondió el aya sin mirarle.—¡Y tú también!

—¿Por qué no me has llamado la atención hasta ahora? Ni una palabra ha salido de tus labios.

—Los criados no deben mezclarse en los asuntos de los amos.

—¡Ya pareció la gotita de hiel!—exclamó levantándose de nuevo y paseando por la estancia.

Al cabo se acercó por detrás á su querida y, tomándole el rostro entre las manos, le dijo inclinándose:

—No hablemos más de eso. Seamos felices. Hace ya algún tiempo que me tratas con mucha crueldad, ingrata. Mis caricias no logran despertar en tu corazón un movimiento de ternura ni en tus labios una sonrisa. Á medida que mi amor crece parece debilitarse el tuyo. Te encuentro muy fría.

—Fría no, respetuosa.

—¡Otra vez!—exclamó el conde riendo.—Demasiado sabes—añadió sentándose y acariciándole una mano—que de hecho no hay en esta casa más señora que tú hace tiempo. Los criados, los niños, la condesa... yo mismo, pasamos la vida mirando tu semblante, estamos pendientes de la expresión de tus hermosos ojos como el marino de las mudanzas del cielo. Te has apoderado de todo mi ser. Te amo tanto, que por un cabello tuyo daría cien vidas si las tuviera.

El conde pronunció las últimas palabras con una pasión que nadie sospecharía en su temperamento impasible.

La bella extranjera sonrió como una diosa que percibe el olor del incienso. Se levantó para añadir un leño al fuego y vino luego á sentarse sobre las rodillas del conde con el silencio y la delicadeza de una gata. Los ojos opacos de aquél brillaron al sentir el blando peso. El fuego lanzaba sobre ellos reflejos maliciosos.

—Yo también soy feliz con tu amor—le dijo suavemente al oído.—En mis horas de sueño, en los momentos en que fabricaba castillos en el aire nunca pude imaginar tanta dicha. Es más: yo pensaba que el amor estaba vedado para mí. Dios me ha criado con un corazón poco sensible. Dicen que soy orgullosa, fría, áspera, y acaso tengan razón. Pero tú no puedes quejarte, porque te has logrado introducir en el único rincón apacible que hay en mi alma. Si tú no me hubieses enseñado lo que es amor, moriría sin conocerlo, porque ningún otro hombre haría lo que tú has hecho. Acuérdate de las humillaciones que has sufrido, las lágrimas de fuego que has derramado, las noches en vela pasadas á la puerta de mi cuarto...

—Sí, sí; ¡me lo has hecho pagar caro!—exclamó el magnate riendo.

—¿Te pesa de la compra?—dijo la extranjera tirándole de la oreja.

—Nada de eso. Estoy conforme con el precio, y aun daría algo más encima.

—Y yo me alegro de haber caído á pesar de mi orgullo... Pero, te lo confieso; aunque me haga feliz tu amor, tengo momentos en que soy muy desgraciada. No puedo olvidar la posición, no ya humilde, sino deshonrosa que ocupo en esta casa. Cada una de las muestras de respeto que prodigas á tu mujer en público es una saeta envenenada que viene á clavarse en mi corazón. No te las recrimino, porque los caballeros ilustres no pueden portarse como los gañanes, pero me hacen mucho daño. Entonces (dispénsame esta niñería) me miro al espejo y me pregunto: ¿No tengo yo porte de condesa? ¿Mis manos no son finas y delicadas como las de una dama? ¿Mi cuello no es erguido y esbelto? ¿Tengo por ventura los ojos humildes y rastreros como una sirviente?... Y, sin embargo, á pesar de esto y á pesar de tu amor, jamás, jamás seré otra cosa que una doméstica distinguida. ¡Oh, no sabes el efecto que produce en mí tal idea! Hay momentos en que resuelvo tomar mi ropa, huir de tu lado y buscar en el mundo algún rincón oscuro donde ocultar mi vergüenza.

El conde la apretó amorosamente contra su pecho y la cubrió de besos. Quedó después largo rato inmóvil con los ojos en el fuego, grave y pensativo. Al cabo dijo:

—¡Quién sabe! ¡quién sabe! El mundo da muchas vueltas.

—Para mí no dará más que una... ¡La vuelta final!

—¡Calla, calla!—exclamó él riendo y tapándole la boca.—No puedes deshacerte de esas ideas lúgubres y románticas, porque tienes el cerebro atestado de folletines.

—Porque lo tengo lleno de tu amor y temo perderlo—manifestó ella, apretándole á su vez con pasión.

La plática se hizo más alegre, pero más suave y discreta también. Largo rato sonó en el rojo gabinete un cuchicheo amoroso sobre el cual estallaba de vez en cuando el eco de una carcajada comprimida ó el rumor de un beso.

La blonda extranjera estuvo como nunca tierna, mimosa, embriagando á su noble amante con dulces y exquisitas caricias que jamás éste conociera. Pero en medio de su frenesí amoroso, un hombre más observador que el conde hubiera notado cierta inquietud, algo triste y siniestro que brotaba á la frente por intervalos en forma de arruga, y á los ojos como relámpagos aciagos.

Trascurrió mucho tiempo. Al cabo la institutriz, después de vacilar infinitas veces, se atrevió á preguntarle al oído:

—¿Qué piensas hacer después de lo que te han escrito?

El rostro del magnate se contrajo fuertemente.

—¡Silencio! Ni una palabra más de ese asunto.

Quedó serio, taciturno, con los ojos clavados en el fuego. Miss Florencia no se atrevió á interrumpirle. Al cabo su semblante contraído se fué dilatando por una sonrisa amarga, y profirió:

—No sé jamás de antemano lo que he de hacer. Obedezco á la inspiración del momento.