VIII
De la reunión que los próceres de Sarrió celebraron en el teatro con asistencia del Cuarto Estado
El día 9 de junio de 1860, debe señalarse con caracteres de oro en los fastos de la villa de Sarrió.
Para ese día, socorrido de Álvaro Peña y de su hijo Pablo, don Rosendo Belinchón había rogado por medio de atento B.L.M. a sus convecinos que concurriesen por la tarde al local del teatro. Se trataría un asunto de «vital (por nada en el mundo se le escaparía a don Rosendo el vital) interés para la villa de Sarrió y su concejo». Solo cuatro o cinco personas de las más obligadas al comerciante, conocían el noble y patriótico pensamiento que motivaba la convocatoria. Así que, arrastrados de la curiosidad, tanto como de la cortesía, acudieron a las tres en punto todos los convocados y muchos más a quienes nadie había dado vela en aquel entierro. El teatro se llenó de bote en bote. La gente principal se apoderó de las butacas y los palcos. La plebe subió a la cazuela. En el escenario se había colocado una mesa de escribir vieja y sucia. A entrambos lados de ella hasta media docena de sillas, no más nuevas ni más limpias, que servían para la decoración de «sala pobremente amueblada».
El teatro hervía ya de gente. El escenario permanecía aún desierto. Estaban casi en tinieblas. Solo por un tragaluz de vidrios empolvados abierto allá en el fondo de la escena, despojada del telón de foro, penetraba escasísima claridad. A fuerza de tiempo, acostumbrados los ojos a la oscuridad, podían distinguirse los unos a los otros. El que entraba, iba despacio por el pasillo de las butacas para no tropezar, palpando los cráneos de los que las ocupaban, por ver si había alguna vacante.
—Aquí no, don Rufo.
—¿No hay asiento? —preguntaba sonriendo al vacío como los ciegos.
—No; suba usted arriba, a los palcos.
—Véngase aquí, don Rufo, véngase aquí —gritaba uno que estaba más adelante.
—¿Eres tú, Cipriano?
Y empujando y tropezando, llegaba el recién venido a colocarse. Alguno más práctico encendía una cerilla, pero al instante salían voces de la cazuela:
—¡Eh! ¡Eh! ¡Cuidado con las narices, don Juan! Cuando va por las noches a casa de la Peonza, el diablo que cerilla enciende.
Don Juan se apresuraba a apagarla para librarse de aquellos insultos que hacían prorrumpir en carcajadas al ocioso público.
A medida que el tiempo transcurría, el zumbido de las conversaciones iba creciendo hasta hacerse insoportable. Los salvajes de la cazuela expresaban su impaciencia con patadas, gritos y baladres. Cambiaban unos con otros, por encima de las butacas, bromas y frases, más que obscenas, asquerosas. Gracias a que no había señoras.
Al fin aparecieron en el escenario cuatro señores, don Rosendo Belinchón, Álvaro Peña, don Feliciano Gómez y don Rudesindo Cepeda, propietario y fabricante de sidra espumosa. Los cuatro se despojaron de los sombreros al pisar el palco escénico. Prodújose repentinamente el silencio. Algunos de los espectadores, los menos, se descubrieron también. La mayor parte, prevalidos de la oscuridad y cediendo al instinto de grosería, poderoso en aquella región, permanecieron cubiertos. Don Rosendo y sus compañeros sonrieron al concurso, avergonzados. Para librarse del embarazo y temor que sentían, comenzaron a hablar con los espectadores de las primeras filas, a quienes podían divisar. Álvaro Peña, algo más atrevido, en razón quizá de su carácter militar y de su instrucción antirreligiosa, avanzó hasta la cáscara del apuntador, y dando a sus palabras una entonación excesivamente familiar, sonriendo sin gana como las bailarinas, dijo:
—Señores, tanto mis compañeros como yo desearíamos ¿eh?, que subiesen a este sitio algunas pejsonas de jespeto ¿eh?, que habrá en el público, a fin de que nos ayuden con su autoridad ¿eh?, y con su ilustración… a fin de que nos ayuden ¿eh? (no encontraba el final) en la empresa que vamos a emprendej…
El ayudante de marina pronunciaba las erres con la garganta, produciendo un sonido muy semejante a la jota.
Hubo un murmullo en la asamblea de asentimiento y simpatía por la modestia que resaltaba en aquella proposición.
—¿No está por ahí don Pedro Miranda? —preguntó Peña, sereno ya, volviendo a adquirir la resolución militar que le caracterizaba.
—Aquí está… Aquí —dijeron varias voces.
—Don Pedro, si nos hiciese usted el favoj… Don Pedro se defendía de los que le empujaban hacia el escenario, diciendo por lo bajo:
—Pero, señores, ¿yo por qué? ¿A qué asunto…? Hay otras personas…
No hubo más remedio. Poco a poco lo fueron llevando hasta cerca del escenario. Una vez allí, como no hubiese tabla ni escalera para subir, entre Peña y don Feliciano Gómez, lo auparon por las manos hasta ponerlo sobre el tablado.
—A ver, don Rufo, suba usted.
Don Rufo (médico titular de la villa), después de haberse defendido un poco, fue subido en vilo también. Y por el mismo sencillo mecanismo pasaron al escenario otros cinco o seis señores. Cada ascensión era saludada con una salva de aplausos y un murmullo de complacencia por el benévolo concurso. El ayudante vio a Gabino Maza sentado en una butaca cerca de la pared, y le gritó con alegría:
—¡Gabino, no te había visto…! Vamos, hombre, ven acá.
—Estoy bien aquí —respondió con sequedad el bilioso exoficial de la Armada.
—¿Quieres que baje por ti?
Maza contestó en voz baja:
—No hace falta.
Los que estaban a su lado hicieron lo que con los demás.
—Vaya, don Gabino, arriba. No sea usted perezoso. Hombres como usted son los que deben estar allí. ¡No faltaba más que usted no subiese!
Y trataban al mismo tiempo de levantarle. Mas fueron inútiles todas las instancias. Maza se empeñó en permanecer en la butaca con una insistencia orgullosa que acobardó a los que le excitaban a subir. Álvaro Peña bajó entonces por él; pero después de una brega larga tuvo que retirarse desairado.
Ya que estuvo casi lleno el escenario, se trajeron más sillas recabadas de los chiribitiles de los cómicos. Se acomodaron en ellas los más selectos vecinos de Sarrió, y celebraron conciliábulo para resolver quién había de presidir la reunión. Por cierto que no acababan de entenderse, y el público daba señales claras de impaciencia. La mayor parte juzgaba que a don Rosendo correspondía la honra de sentarse detrás de la mesa de pino; pero este la rehusaba con una modestia que le honraba muchísimo más. Al fin se sentó al observar que el público se iba cansando. Este aplaudió reciamente.
Nueva y fastidiosa dilación antes de resolverse quién había de dirigir la palabra al concurso. Álvaro Peña, que era hombre despachado y de arranque, se decidió a dar unos pasos hacia la boca del telón, y dijo en voz alta:
—Señores.
—¡Chis, chis! ¡Silencio! —gritaron algunos.
Y reinó el silencio.
—Señores: El motivo de celebrarse este meeting (sorpresa y extraordinaria complacencia del concurso al escuchar la palabreja exótica) no es otro ¿eh?, que el de unirnos todos para fomentaj los intereses morales y materiales de Sajió. Hace algunos días me indicaba nuestro dignísimo presidente que estos intereses se hallaban abandonados, ¿eh?, y que era necesario a todo trance fomentajlos. Señores, en Sajió hay varios problemas que jesolvej en este momento histórico; el problema del mejcado cubiejto, ¿eh?, el problema del cementerio, el problema de la cajetera a Rodillero, el problema del matadero y otros. Yo le dije a mi querido amigo, el dignísimo presidente: «El único medio ¿eh?, de jesolvej estos problemas es celebraj un meeting donde todos los sajienses puedan emitij libremente su opinión…».
—¿Eh? —gritó un socarrón desde la cazuela.
Peña alzó los ojos furibundos hacia allá. Y como era hombre a quien se le suponían malas pulgas, y gastaba unos bigotes desmesurados, el socarrón tembló por su pellejo y no volvió a chistar.
—Mi buen amigo, cuyo gran corazón y amoj al progreso conocen todos, me dijo que hacía tiempo que pensaba sobre lo mismo, y que él además, ¿eh?, tenía otro proyecto que no tajdará en comunicaj al ilustrado público. En consecuencia de esto hemos convocado a los vecinos de Sajió para una jeunión pública, y aquí estamos… porque hemos venido. (Este desenfado produce excelente efecto en el auditorio, que ríe con benevolencia).
—Señores —siguió el ayudante animado por los rumores—, yo creo que lo que le hace falta a este pueblo es despertaj del letajgo en que yace, ¿eh?, vivij de la vida de la razón y del progreso, ¿eh?, ponerse a la altura de los adelantos del siglo, ¿eh?, tenej conciencia de sí y de sus fuejzas. Hasta ahora, Sajió ha sido un pueblo dominado por la teocracia; mucha novena, mucho sermón, mucho rosario, y no pensaj para nada en el fomento de sus intereses, ni en aprender nada útil. Es necesario salij cuanto más antes de esta situación, ¿eh? Es necesario sacudij el yugo teocrático. Un pueblo dominado por los curas, es siempre un pueblo atrasado… y sucio. (Risas y aplausos, entre los cuales se oye tal cual chicheo).
El ayudante hablaba mejor, y adquiría cierto donaire en cuanto se trataba de denigrar al clero.
—Pido la palabra —gritó una voz atiplada desde un palco.
—¿Quién es? ¿Quién es? —se preguntaron unos a otros los espectadores y los altos dignatarios del escenario.
—Es el hijo del Perinolo.
—¿Quién?
—El hijo del Perinolo.
—El hijo del Perinolo.
Esta frase se fue repitiendo en voz baja por todo el ámbito del teatro.
El hijo del Perinolo era un joven pálido, de ojos negros, que gastaba larga melena. No se advertía más en la media luz que reinaba. Era para él gran fortuna. A ser entera, se verían perfectamente los lamparones de su levita añeja, la grasa de su camisa y las greñas de la melena, dado que los agujeros de las botas y los hilachos del pantalón, en modo alguno podían ser vistos a causa de la barandilla del palco. Pero todo lo sabían de memoria los vecinos de Sarrió, por tropezarle harto a menudo en la calle y los cafés. Digamos que, a pesar de esto, era mozo de gentil disposición y rostro.
Su padre, el señor José María el Perinolo, antiguo y clásico zapatero de la villa, era uno de aquellos viejos artesanos que a mediados del siglo gastaban chaqueta y sombrero de copa alta. Carlista fanático, miembro de todas las cofradías religiosas. Rezaba el rosario por las tardes al toque de oración en la iglesia de San Andrés, acompañado de unas cuantas mujerucas; salía en las procesiones de Semana Santa con hábito de disciplinante y corona de espinas, y tenía a su cargo y cuidado la capilla del Nazareno en la calle de Atrás. Este santo varón «que nunca había dado nada que decir» (suprema expresión de la honradez en los pueblos pequeños), educó a su hijo Sinforoso y a otros dos más, en el santo temor de Dios y del tirapié. Azotes, penitencias de rodillas, días a pan y agua, estirones de orejas y bofetadas. La infancia de Sinforoso estaba poblada de estos recuerdos poéticos. Cuando llegó a la pubertad, como mostrase singular destreza para aprender sus lecciones, el Perinolo se persuadió a que no estaba llamado a sustentar la zapatería cuando él fuese muerto, sino a ser firme columna de la Iglesia Romana. Faltábanle medios para mandarle al seminario de Lancia. Vinieron en socorro suyo don Rosendo y don Melchor de las Cuevas, don Rudesindo y el párroco de la villa, que espontáneamente le asignaron tres pesetas diarias mientras no cantase misa. Mas al cursar el segundo año de Teología, recibieron estos señores del seminarista una carta elegantemente escrita. En ella les manifestaba que no se sentía llamado por Dios a la carrera eclesiástica, y que antes de ser un mal sacerdote prefería aprender el oficio de su padre o embarcarse para América. Terminaba suplicándoles con palabras fervorosas que le permitiesen cambiar la Teología por el Derecho, hacia el cual se creía inclinado, y con esto no daría tan gran disgusto a su padre. Accedieron sus bienhechores a la demanda. Y Sinforoso se hizo al cabo columna del Estado en vez de la Iglesia, como deseaba el Perinolo. Mientras siguió la carrera de leyes con sobresalientes y premios al principio, notables después y aprobados al fin, emborronó algunos articulejos en los diarios de Lancia. Con esto se creyó en el caso de dejar crecer los pelos y ponerse lentes sobre la nariz. Así se presentó el nuevo licenciado en Sarrió con la aureola de gloria además que rodea a quien ha hecho sus primeras armas, y aun reñido batallas en la prensa periódica. Se había afiliado en el partido liberal más avanzado renegando así de su prosapia. Con esto, su padre estaba fuertemente desabrido. Si le dejó entrar en casa debiose a la intercesión de la madre. No le hablaba ni le daba un céntimo para sus gastos, limitándose a consentir que durmiese bajo su techo y comiese la ración. Al cabo de algunos meses los zapatos se habían despellejado y la ropa daba lástima verla. Pero todo lo suplía muy bien el letrado con el empaque y gravedad de la fisonomía y lo airoso de su porte. Pasaba la mañana leyendo en la cama: las tardes y las noches en el café discutiendo a gritos lo que había leído por la mañana. Los vecinos no le querían; pero respetaban mucho su ilustración y talento.
—¿Quién ha pedido la palabra? —preguntó don Rosendo.
—Suárez… Sinforoso Suárez —dijo el joven inclinando su busto sobre la barandilla.
—Usted la tiene, señor Suárez.
El joven tosió, metió los dedos de entrambas manos por el pelo, dejándolo más ahuecado y revuelto, se puso los lentes que traía colgados de un cordoncillo y dijo:
—Señores.
La entonación firme y sosegada que dio a esta palabra, y la pausa larga que después hizo asegurando los lentes sobre la nariz y paseando una mirada de grande hombre por el concurso, impusieron silencio y respeto.
—Después de la brillante oración que acaba de pronunciarnos mi queridísimo amigo el ilustrado ayudante de este puerto, señor Peña (el ayudante, aunque no ha hablado con Suárez más de tres veces en su vida, se inclina agradecido. Los respetables vecinos de Sarrió aprenden que hay más oraciones que el Padre Nuestro, la Salve y las demás rezadas por la Iglesia), quedará bien convencida la asamblea del fin generoso y patriótico que ha inspirado a los promovedores de este meeting. Nada tan grande, nada tan hermoso, nada tan sublime como ver a un pueblo reunido para deliberar acerca de los más altos y caros intereses de su vida. ¡Ah, señores!, al escuchar hace un momento al señor Peña, me imaginaba estar en el Ágora de Atenas decidiendo, como ciudadano libre, entre otros ciudadanos libres también como yo, de los destinos de mi patria. Me imaginaba oír la palabra vigorosa y ardiente de alguno de aquellos grandes oradores que ilustraron al pueblo heleno… Porque la elocuencia de mi queridísimo amigo el señor Peña, tiene mucho de la arrebatada pasión que caracterizaba a Demóstenes, el príncipe de los oradores y bastante también de la fluidez y elegancia que brillaba en los discursos de Pericles. (Pausa: mano a los lentes). Es viva y animada como la de Cleón; es mesurada y prudente como la de Arístides; tiene tonalidades graves y precisas como la de Esquines, y notas agradables al oído como la de Isócrates. ¡Ah, señores! Yo también, como el elocuente orador que me ha precedido en el uso de la palabra, deseaba que el pueblo donde he visto por primera vez la luz del día, despertase a la vida del progreso, a la vida de la libertad y la justicia… ¡Sarrió! ¡Cuánto dulce recuerdo, cuánta inefable alegría despierta en mi alma este solo nombre! Aquí corrieron los años felices de mi infancia… Aquí comenzó a formarse mi espíritu… Aquí hizo el amor palpitar por primera vez mi corazón… En otra parte se ha enriquecido mi razón con el conocimiento de las ciencias, con las grandes ideas que engendra el estudio del Derecho… Aquí se ha nutrido mi alma con las santas y dulces emociones del hogar. En otra parte se ha adiestrado mi inteligencia en la polémica, en la lucha de las ideas… Aquí he cultivado mi sensibilidad con el tierno amor de la familia… Señores, lo diré muy alto, suceda lo que suceda: Sarrió está llamado a grandes destinos. Tiene derecho a ser una de las primeras poblaciones de la costa cantábrica, un emporio de actividad y de riqueza, tanto por la excelente situación en que la naturaleza lo ha colocado, como por la laboriosidad, la honradez y las grandes dotes de inteligencia de sus habitantes. (¡Bravo! ¡Bravo! Unánimes y estrepitosos aplausos).
Roto el hielo que la sorpresa, más que una prevención injusta, había formado, los bravos y los aplausos se sucedieron sin interrupción a cada párrafo. Jamás los laboriosos, honrados e inteligentes habitantes de Sarrió habían oído hablar tan fácil y pulidamente. Aquel discurso fue la revelación de la vida parlamentaria moderna, según decía Álvaro Peña al disolverse la reunión.
Media hora llevaría en el uso de la palabra en medio del creciente entusiasmo del auditorio, cuando a uno de los próceres del escenario se le ocurrió que podía tener seca la boca y sería oportuno servirle un vaso de agua con azucarillo. Comunicada en voz baja la observación al presidente, este interrumpió al orador, diciéndole:
—Si el señor Suárez está fatigado, puede descansar. Voy a dar orden de que le sirvan un vaso de agua.
Estas palabras fueron acogidas con un murmullo de aprobación.
—No estoy fatigado, señor presidente —respondió suavemente el orador.
(Sí, sí, que descanse. —Dejarle descansar—. Que se le traiga un vaso de agua. —Puede hacerle daño: que le echen unas gotas de anís).
Los espectadores, acometidos súbito de una ardiente simpatía, se convertían en madres cariñosas para el hijo del Perinolo.
Este, inflándose más de lo que estaba, sonrió al auditorio, y dijo:
—La fatiga es propia de los soldados bisoños. Los que como yo están acostumbrados a las lides de la tribuna (había hablado varias veces en la Academia de jurisprudencia de Lancia) no se rinden tan fácilmente…
Digamos ahora que Mechacan, zapatero, vecino y competidor hacía muchos años del señor José María el Perinolo, que había visto criarse a Sinforoso y le había arreado más de uno y más de dos lampreazos con el tirapié cuando al volver de la escuela le llamaba, para vejarle, por el apodo, le estuvo escuchando desde la cazuela con las manazas apoyadas sobre la barandilla y la cara erizada de púas sobre las manos. En sus ojos, sombreados de una selva enmarañada de pestañas, no se advertía la chispa de entusiasmo que ardía en los de los demás. Antes se leía el asombro, la ira y la envidia. Cuando acertó a oír las palabras jactanciosas del hijo de su rival, no pudiendo sufrir tanta farsa, gritó con rabia:
—¡Fuera ese piojo, sollo!
Indescriptible indignación en el auditorio. Todos los rostros se vuelven airados a la cazuela. Óyense las voces de: «¿Quién es ese borrico?». «¡A la cárcel!». «¡Fuera ese cerdo!».
El presidente pregunta con terrible severidad:
—¿Estamos en un pueblo culto o entre hotentotes?
Esta pregunta así formulada, produce honda impresión en el público.
Suárez, un poco pálido y con voz alterada, dice al fin:
—Si la Asamblea lo desea, estoy dispuesto a sentarme.
—¡No, no! ¡Que siga! (Estrepitosos y prolongados aplausos al orador).
La indignación contra el grosero interruptor creció a tal punto con estas humildes palabras, que se oyen gritos amenazadores y muchos agitan los puños frente al sitio de donde había partido la voz. Álvaro Peña, el orador griego, más indignado que nadie, sube por fin a la cazuela y a pescozones y coces arroja al desgraciado Mechacan del teatro entre los aplausos del público.
Sosegadas ya las olas, el orador continúa. Hace una excursión por el campo de la historia para demostrar que los sarrienses, desde la época de la dominación romana, cuando la España estaba dividida en Citerior y Ulterior y después en Tarraconense, Bética y Lusitania, hasta nuestros días, habían demostrado en todas ocasiones un ingenio poderoso muy superior al de los habitantes de Nieva. Tales declaraciones fueron acogidas con vivas muestras de aprobación. Introdúcese después repentinamente en los dominios del Derecho y hace gala de conocimientos poco comunes, sobre todo en Sarrió, en la ciencia de Triboniano y Papiniano. Al llegar a cierto punto, con una modestia que le honra mucho, dice:
—Lo que acabo de exponer, señores, no tiene ningún valor científico. Lo sabe cualquier niño que haya saludado las Pandectas…
Don Jerónimo de la Fuente, maestro de primeras letras de la villa, que había estudiado por los métodos modernos y sabía algo de Froebel y Pestalozzi, hombre ilustrado, que había escrito un prontuario de los verbos irregulares y tenía un telescopio en el balcón de su casa siempre apuntando al cielo, se levanta de la butaca, y sonriendo con mucha lástima dice:
—Las palmetas hace ya bastantes años que se han suprimido de las escuelas.
—No he dicho palmetas, he dicho Pan-dec-tas —replica Suárez sonriendo con mucha más lástima.
Don Jerónimo enrojece por el paso en falso que acaba de dar.
El orador continúa y termina al fin, deseando, como el elocuente ayudante de marina, que Sarrió despierte a la vida del progreso, que salga del letargo en que yace, y que de algún modo se manifieste en su recinto la lucha de las ideas, fecunda siempre, y luzca en su horizonte el sol radiante de la civilización.
«… Si es verdad, como tengo entendido, que merced a la iniciativa patriótica y generosa de un respetabilísimo personaje de esta villa, se prepara el advenimiento a ella del cuarto poder de los estados modernos. Si es verdad que Sarrió estará dotado en breve de un periódico que refleje sus legítimas aspiraciones, que sea el palenque donde se ejerciten sus inteligencias, el salvaguardia de sus más caros intereses, el centinela avanzado de su tranquilidad y reposo, el órgano, en fin, por donde se comunique con el mundo espiritual, felicitémonos, señores, ¡felicitémonos de todo corazón!, y felicitemos también al ilustre patricio por cuyo esfuerzo va a llegar hasta nosotros un rayo de ese astro luminoso del siglo diecinueve que se llama la prensa».
(¡Bravo, bravo! Todas las miradas se vuelven ansiosas hacia la presidencia. La faz de don Rosendo resplandece llena de majestad y dulzura).
Después del hijo del Perinolo, pidió y obtuvo la palabra don Jerónimo de la Fuente. El ilustrado profesor de primeras letras, deseaba ardientemente levantarse a los ojos del público después de la caída de las Pandectas. Comenzó, pues, manifestando que abundaba en las ideas del digno orador (obsérvese que no dijo elocuente ni ilustrado, sino digno, digno nada más) que le había precedido en el uso de la palabra; que él, destinado por su profesión a encender la antorcha de la ciencia en las inteligencias infantiles, no podía menos de ser partidario decidido de los adelantos modernos y, sobre todo, de la prensa. En corroboración de estas palabras, se cree en el caso de manifestar que, tan pronto como la creación de un periódico en Sarrió fuese un hecho, tendría el gusto de exponer a sus convecinos la resolución de un problema que hasta el día de hoy se había creído insoluble, el de la «trisección del ángulo», al cual había dedicado muchos esfuerzos y vigilias, coronadas unas y otros afortunadamente por el mejor éxito. Habló después con gran oportunidad de algunas materias, de Geografía física y Astronomía, explicando algunos problemas de la mecánica celeste, en particular la ley de la atracción universal, descubierta por Newton, gracias a la cual, los planetas se mueven alrededor del sol en órbitas elípticas. A este propósito expuso con gran brillantez lo que era una elipse. Por último, al hablar de nuestro satélite la luna, hizo observar que el tiempo de su revolución alrededor de la tierra iba disminuyendo sensiblemente, lo cual indica que su órbita se va estrechando. Esto, en opinión del orador, daría por resultado más tarde o más temprano que la luna caería sobre la tierra, y ambas se harían pedazos. Don Jerónimo se sentó, dejando el auditorio sumamente agitado, bajo el peso de esta profecía aterradora.
Avanzó acto continuo hasta las candilejas, don Rufo, el médico de la villa, hombre flaco, con barba de cazo, y gafas de oro. A las pocas palabras declaró explícitamente que, en su opinión, el pensamiento no es más que una función fisiológica del cerebro y el alma un atributo de la materia. Pero ¿en qué parte del cerebro reside el foco de la actividad intelectual?, se pregunta el orador. En su concepto, esta actividad tiene su centro en la «sustancia gris, parda o amarilla», y en modo alguno en la «sustancia blanca», que no es más que la conductora de tal actividad. Habló después de la duramáter, de los hemisferios, de los lóbulos frontal, parietal y occipital, de la hoz del cerebro y de la tienda del cerebelo. En este punto tuvo una ocurrencia feliz, comparando bellamente las circunvoluciones de la sustancia gris a un montón de intestinos arrojados al acaso. Todas las facultades que llamamos del alma, no son sino funciones de esta sustancia gris, de este montón de intestinos. El cerebro segrega pensamientos como el hígado segrega bilis y los riñones orina. El orador termina afirmando que, mientras la humanidad no se penetre de estas verdades, no podrá salir del estado de barbarie en que yace.
Como nunca quiso ser menos que el médico, pidió la palabra el profesor de veterinaria Navarro. Después de dedicar algunas frases a congratularse por la celebración de aquel meeting (ninguno de los que hablaron dejó de citar la palabreja) expuso algunas ideas muy razonables acerca de la angina gangrenosa del cerdo y su tratamiento profiláctico. El orador tropezaba, balbuceaba, sudaba para emitir su pensamiento. Pero esta deficiencia de expresión, la suplía cumplidamente la novedad y el interés que el tema ofrecía. A la sazón estaban falleciendo de anginas, en Sarrió, bastantes de aquellos simpáticos animales.
El público, por más que escuchaba con respeto y simpatía estas noticias acerca de la enfermedad que aquejaba en aquel momento al ganado de cerda, sentía ya impaciencia por oír las declaraciones del presidente. Después de la alusión del hijo del Perinolo al asunto del periódico, todos ansiaban saber lo que había de cierto. Mientras Navarro disertaba, salió una voz de la cazuela gritando:
—Que hable don Rosendo.
Y aunque el público castigó con un enérgico chicheo esta grosera interrupción, era unánime la opinión de que Navarro como orador «no tenía condiciones».
Por fin el hombre notable de Sarrió, el portaestandarte de todos los progresos, el ilustre patricio don Rosendo Belinchón, alzó su busto majestuoso por encima de la mesa.
(Silencio, ¡chis, chis! ¡Callarse, señores! ¡¡Atención!! ¡Por favor, un poco de atención!).
Estos fueron los gritos que salieron de la muchedumbre, aunque nadie había osado mover un dedo siquiera. Tal era el afán de escuchar la palabra presidencial.
Como todos los hombres de espíritu realmente elevado y de ingenio penetrante, don Rosendo escribía mejor que hablaba. Sin embargo, su palabra reposada tenía un sello de grandeza que en vano se buscaría en los oradores que le habían precedido.
—Señores (pausa), doy las gracias a todas las personas (pausa) que han acudido esta tarde (pausa) a la reunión que he tenido el honor de convocar (pausa mucho más larga durante la cual se suena con ruido). Tengo una verdadera satisfacción (pausa) en ver reunidos en este sitio a las personas más ilustradas de la villa (pausa) y a todos los que por uno o por otro concepto valen y significan algo. (Bravo: muy bien, muy bien).
Después de este exordio tan lisonjeramente acogido, manifestó el orador que lo que urgía en aquel momento era «levantar el nivel intelectual de Sarrió». Después añadió que su propósito al convocar este meeting no había sido otro que levantar este nivel. (Aplausos prolongados). Para llevar a cabo tal empresa se consideraba sin fuerzas y méritos suficientes. (Sí, sí. Aplausos). Pero contaba, creía contar al menos, con el auxilio poderoso de los muchos hombres de corazón y patriotismo, de inteligencia y de progreso que Sarrió encerraba. (Muestras de aprobación). El medio que creía más eficaz para elevar a Sarrió a la altura que le correspondía, y hacerle rivalizar dignamente con otras villas, y aun ciudades marítimas de menos importancia, era la creación de un órgano que sostuviese sus intereses políticos, morales y materiales…
»Y, señores (pausa), aunque todavía no se hayan orillado todas las dificultades (pausa), tengo el gusto de manifestar a esta ilustrada Asamblea… (Atención, chis, chis. ¡Silencio!) que tal vez en el próximo mes de agosto… (¡Bravo, bravo! Ruidosos, frenéticos aplausos que interrumpen al orador por algunos momentos). Que tal vez en el próximo mes de agosto (¡bravo, bravo!, ¡silencio!) la villa de Sarrió contará con un periódico bisemanal. (Estrepitosos aplausos. Navarro arroja su sombrero de copa a la escena. Algunos otros espectadores siguen el ejemplo. Álvaro Peña y don Feliciano Gómez se ocupan en recogerlos y volverlos a sus dueños. La fisonomía de don Rosendo brilla con expresión augusta, y sus labios, al contraerse con una sonrisa feliz, dejan ver las dos filas simétricas de sus dientes, testimonio elocuente de los progresos odontálgicos).
»A pesar de esas manifestaciones de cariño que agradezco hasta el fondo del alma (pausa) el orgullo no me ciega. La escasez de mis fuerzas (No, no), mi falta de ilustración (No, no; aplausos) hará que el órgano que funde no corresponda seguramente a las esperanzas del público. (Voces de varios sitios: ¡Si corresponderá! Tenemos confianza. Aplausos). Pero si alguna vez (pausa) la falta de inteligencia puede ser suplida por la fe y el entusiasmo, será ciertamente ahora. Mi humilde pluma y mi modesta fortuna pertenecen al pueblo de Sarrió. (Muestras vehementes de aprobación).
El nuevo periódico, según el orador, tenía «una gran misión que cumplir». Esta misión consistía en plantear las reformas, los progresos que la villa reclamaba. La necesidad de estas reformas y estos progresos «estaba en la conciencia de todo el mundo». El mercado cubierto se había hecho absolutamente indispensable. La carretera a Rodillero era el anhelo constante de ambos pueblos. En cuanto al macelo público don Rosendo se preguntaba con sorpresa cómo la villa podía consentir que existiese un foco de inmundicia como el actual, que era «un verdadero padrón de ignominia».
Gabino Maza había estado escuchando con marcado desdén y disgusto desde su butaca, a cuantos habían hecho uso de la palabra. Revolvíase como si el asiento tuviese pinchos. Le venían ganas atroces de gritar a los oradores: «¡Burros, pollinos!» como acostumbraba a hacer en el Saloncillo, o de fulminar contra ellos uno de esos sarcasmos feroces que levantan roncha. «Aquellas payasadas» le habían revuelto la bilis. No era milagro. Ya conocemos la gran virtud de segregación que el hígado del exmarino poseía. Respiraba con fuerza, sonreía sarcásticamente, rechinaba los dientes y escupía a menudo, mostrando de este modo su desaprobación a todo lo que se había dicho, lo que se estaba diciendo y lo que se había de decir. De vez en cuando, dejaba escapar algún ¡bah!, o algún ¡pouh!, o un ¡ta!, y otras partículas no menos significativas. Por último, en mitad del discurso de don Rosendo, o porque nada pudiese oponer a su grave elocuencia, o porque el ruido de los aplausos le exacerbase de modo irresistible, es lo cierto que salió de la sala, y comenzó a dar paseos por delante de la puerta del teatro en un estado de agitación lamentable. A los pocos momentos, volvió a entrar y subió a la cazuela. Allí, oyendo a don Rosendo tocar el punto del matadero, pidió por favor a la plebe que le dejase paso. Una vez en las primeras filas, gritó reciamente:
—¡Aquí no se juega trigo limpio!
Después, se retiró.
No sabemos en qué consiste; pero es lo cierto, que siempre que en una reunión se insinúa por alguno la idea más o menos gratuita de que allí no se juega trigo limpio, tal afirmación produce efectos desastrosos. Esto es tanto más extraordinario, cuanto que por regla general, en las asambleas nadie lleva trigo en los bolsillos, ni limpio ni sucio. Y si por casualidad alguno lo llevase, es bien seguro que no le pasaría siquiera por el pensamiento jugar con él.
Don Rosendo, al oír la frase, quedó repentinamente mudo y pálido. Un fuerte murmullo de sorpresa corrió por todo el ámbito del teatro. Algunos gritaron: «¡Fuera!». Otros dijeron: «¡Chis, chis!». Las miradas de todos, después de escrutar las alturas de la cazuela, se dirigieron a la presidencia. Don Rosendo turbado aún, y con voz algo enronquecida, dijo:
—Señores: Si con esas palabras se quiere manifestar que yo, al convocar esta reunión, he abrigado algún pensamiento bastardo, mi delicadeza no me permite continuar en este sitio, y me retiro…
—¡No, no! ¡Que siga! ¡Viva el presidente!
—Yo estoy seguro, señores —dijo el orador visiblemente conmovido—, de que el individuo que ha gritado no es vecino de Sarrió, no ha nacido en Sarrió, ¡no puede ser de Sarrió!
Habiendo murmurado uno que el interruptor era de Nieva, se armó en el teatro terrible confusión y estruendo. Un grito formidable de: «¡Mueran los mazaricos! ¡Viva Sarrió!» se eleva de todas partes. Hay que advertir que en Sarrió se llamaba a los habitantes de Nieva mazaricos a causa quizá del gran número de pájaros de este nombre que allí suele haber, mientras los de Sarrió eran llamados en Nieva pinzones, por la misma razón.
Sosegados al fin los ánimos, don Rosendo da las gracias y cede a las instancias del público.
—Antes de ocupar otra vez este sitial (el presidente se había retirado al fondo del escenario), debo manifestar que si ese papagayo… o mazarico (risas) pretende arrancarme una declaración acerca del problema del macelo público, no tengo inconveniente en hacerla, porque a mí no me duelen prendas. (Viva, curiosidad. No se oye una mosca volar). Yo declaro solemnemente, señores, que el nuevo macelo, en mi concepto, no debe emplazarse en otro sitio que en la Escombrera. (Inmensa sensación).
El orador termina con pocas palabras más su grandioso discurso, y levanta la sesión. Los espectadores salen del teatro medio asfixiados, tanto por las múltiples emociones que en poco tiempo habían experimentado, como por los treinta y ocho grados centígrados que había en el local.