La primera vez que me vi en un espejo, me reí: no creía que fuese yo. Ahora, cuando contemplo mi imagen, me río: sé que soy yo. Tanta fealdad tiene cierta gracia. Pronto me sacaron un mote. Debía de tener seis años el día en que un chaval, en el patio, me gritó: «¡Quasimodo!» Locos de alegría, los niños corearon: «¡Quasimodo! ¡Quasimodo!»

Sin embargo, ninguno de ellos había oído nunca hablar de Victor Hugo. Pero el nombre de Quasimodo resultaba tan adecuado para mí que bastaba oírlo para comprender.

Ya no me llamaron de otro modo.

 

A nadie debería estar permitido hablar de la belleza, excepto a los adefesios. Soy el ser más feo que he visto en mi vida: de ahí que me considere con derecho a hacerlo. Debido a tan alto privilegio, no lamento mi suerte.

Y, además, el hecho de ser horrible encierra cierta voluptuosidad. Por ejemplo, al callejear, nadie disfruta tanto como yo: escruto los rostros de los transeúntes, al acecho de ese instante sublime en que entraré en su campo de visión; adoro sus reacciones, adoro el terror de uno, la mueca asqueada de otro; adoro a quien desvía la mirada, molesto; adoro la fascinación infantil de quienes no pueden apartar los ojos de mí.

Me gustaría gritarles: «¡Esto no es nada! ¡Sólo veis mi cara! ¡Si pudiérais contemplar mi cuerpo, veríais lo que es bueno!»

Respecto a la belleza, hay una cuestión poco clara: todo el mundo está de acuerdo en decir que el aspecto exterior tiene poca importancia, que lo que cuenta es el alma, etc. En cambio, se sigue encumbrando a las stars de la apariencia y relegando al pozo del olvido a caras como la mía.

O sea: la gente miente. Me pregunto si miente a conciencia. Eso es lo que me crispa: la idea de que la gente mienta sin saberlo.

Tengo ganas de espetarles a la cara: «Jugad a los espíritus puros, si se os antoja. Seguid afirmando que no juzgáis a la gente por su aspecto, si eso os divierte. ¡Pero no os engañéis!»

 

Mi cara parece una oreja. Es cóncava, con absurdas tumefacciones cartilaginosas que, en el mejor de los casos, corresponden a zonas en las que se espera encontrar una nariz o un arco superciliar; pero que, a menudo, no corresponden a ningún relieve facial conocido.

En lugar de ojos, dispongo de dos ojales fláccidos que supuran continuamente. El blanco de mis globos oculares está inyectado en sangre, como el de los malvados que aparecen en la literatura maoísta. Y contienen unas pupilas grisáceas, como peces muertos.

Mis greñas recuerdan esas alfombras acrílicas que parecen sucias incluso cuando están recién lavadas. Me afeitaría el cráneo, pero lo tengo cubierto por un eczema.

Guiado por la piedad hacia quienes me rodean, decidí llevar barba y bigote. Renuncié, pues dicho recurso no servía, no bastaba para ocultarme lo suficiente a ojos del prójimo: en realidad, para quedar presentable, hubiera sido necesario que la barba me creciera también en la frente y en la nariz.

En cuanto a mi expresión, en caso de tenerla, me remito a Hugo cuando habla del jorobado de Notre-Dame: «La mueca era su rostro.»

 

Me llamo Epiphane Otos; sí, Otos, como los ascensores, pero no existe ninguna relación. Nací el día de los Reyes Magos: mis padres no lograban decidirse entre Melchor, Gaspar y Baltasar. Así pues, optaron por el nombre que llevo, que consideraron la suma de los otros tres.

Ahora que soy adulto, la gente considera decente respetarme. Pero eso no impide que se vea obligada a hacer un esfuerzo enorme para llamarme Epiphane.

 

Soy delgado, característica que puede resultar estética en un hombre; pero mi delgadez es ruin.

Cristo en la cruz, con el vientre hundido y las costillas visibles, tiene una cierta apostura. La mayor parte de los hombres descarnados parecen bicicletas, y eso es bonito.

Yo más bien parezco un neumático pinchado. Tengo demasiada piel, como los perros sharpeïs. Mi débil osamenta y mi pobre carne flotan dentro de esta vestimenta que, mal rellenada, no puede sino colgar ridículamente.

He intentado llevar prendas ceñidas con intención de que desempeñaran la función a la que mi epidermis había renunciado: era atroz. Mi fofa envoltura formaba pliegues, como rodetes, y yo parecía frágil y, a la vez, gordo.

Por consiguiente, me visto demasiado holgadamente: así, parezco esquelético, lo que no me repugna. Algunas personas bien intencionadas se empeñan en aconsejarme:

—Debería usted alimentarse más.

—¿Por qué? ¿Quiere que mi fealdad ocupe más espacio?

No me gusta que se preocupen por mí.

 

Respecto a Quasimodo, hay una cuestión con la que la gente traga erróneamente: los lectores no pueden evitar quererle, el pobre es tan horrible que les inspira piedad, es la víctima nata.

Cuando se enamora de Esmeralda, los lectores sienten deseos de decirle a gritos: «¡Ámale! ¡Es tan tierno! ¡No te fijes sólo en su aspecto exterior!»

Todo eso es muy bonito; pero ¿por qué esperar que Esmeralda sea más justa que Quasimodo? ¿Qué ha hecho él sino fijarse en el aspecto exterior de la criatura? Se supone que debería demostrarnos la superioridad de la belleza interior respecto a la belleza visible. En tal caso, Quasimodo debería enamorarse de una vieja desdentada: entonces, sí sería creíble.

En cambio, la elegida de su corazón es una soberbia gitana de quien resulta demasiado fácil encandilarse. ¿Quieren, así, convencernos de que ese jorobado posee un alma pura?

Yo afirmo que tiene un alma vil y corrompida. Sé de qué hablo: Quasimodo soy yo.

 

Mi rostro se ahorró el acné. El acné, como una plaga de saltamontes, se concentró en la parte superior de mi espalda.

Ahí está mi milagro, mi íntima felicidad, el objeto de mi incomprensible dilección: llevo todo el horror del mundo sobre mis omóplatos. No son más que pústulas rojas y amarillas. Incluso un ciego sentiría repulsión si les pasara la mano por encima: su contacto granuloso y viscoso es aún peor que la imagen que ofrecen.

Esta plaga de Egipto cayó sobre mí a los dieciséis años, la edad de las princesas de los cuentos de hadas. Asqueada, mi madre me llevó al dermatólogo:

—¡Este niño tiene la lepra!

—No, señora, es acné.

—No es verdad. Yo tuve acné, y no era esto.

—Usted tuvo un acné normal y corriente. Su hijo padece la forma más grave de esta enfermedad.

—¿La superará con la adolescencia?

—No es seguro. Nos encontramos ante una patología de lo más misteriosa.

—¿Es culpa de la alimentación? Este niño come demasiadas golosinas: demasiado chocolate.

—Hace mucho tiempo que la medicina dejó de creer en este tipo de pamplinas, señora.

Ofendida, mi madre decidió dejarse guiar por su sentido común para curarme. Me constriñó a una dieta sin grasas, cuya única consecuencia fue hacerme adelgazar tanto y tan deprisa que mi piel se despegó de mi esqueleto para no volver a soldársele jamás. De ahí que parezca un sharpeï, a resultas de aquella dieta.

Mi acné, que no reparaba en medios, aprovechó para prosperar. En lenguaje vulcanológico, podríamos decir que mis pústulas entraron en actividad: cuando las rozaba con los dedos, sentía una efervescencia hormigueante bajo mi piel.

Mi madre, que me quería cada vez menos, le mostró el fenómeno al dermatólogo:

—¿Y eso, doctor? ¿Qué me dice, eh? —le espetó con el sorprendente orgullo de quien exhibe una aberración de cuya posible existencia se dudaba.

Como aplastado por semejante error de la naturaleza, el pobre hombre suspiró:

—Señora, lo máximo que podemos esperar es que la enfermedad no se extienda.

 

Dentro de mi infortunio, tuve suerte: el mal se limitó a los hombros. Me sentí lleno de contento: si la enfermedad me hubiera afectado a la cara, no hubiera podido salir de casa nunca más.

Otra ventaja: creo que, así, el efecto es más contundente. Si el mal se hubiera propagado por entero por todo mi cuerpo, hubiera resultado menos impresionante. Del mismo modo, si el cuerpo humano tuviera veinticinco sexos en lugar de uno, perdería gran parte de su poder erótico. Lo que fascina son los islotes.

Mis omóplatos son un oasis de atrocidad pura. Los contemplo en el espejo y gozo con el espectáculo. Paso los dedos por encima: mi voluptuosidad se acentúa por momentos. Entro en el corazón de lo indecible: me convierto en el receptáculo de una fuerza mil veces superior a mí; el placer me acribilla los riñones (¿qué sentiría, Dios del cielo, qué sentiría si esta mano fuera la de Ethel y no la mía?).

 

Por supuesto, está Ethel. Existe Quasimodo, luego existe Esmeralda. Así es. No existe Epiphane sin Ethel.

Juro que nunca me dije: «Soy el hombre más feo del mundo; por lo tanto, amaré a la más bella de las bellas, con intención de seguir los pasos de los grandes clásicos.» Ocurrió pese a mi voluntad.

Leí este anuncio en el periódico:

 

CASTING: SE BUSCA HOMBRE 

REPULSIVO PARA PELÍCULA ARTÍSTICA.

 

La sobriedad del texto me gustó: no se especificaba raza ni edad deseadas. «Repulsivo», y punto. Me iba como anillo al dedo. Ningún adjetivo más en el anuncio. La alusión a la película artística me indujo al escepticismo: ¿no era una redundancia? A continuación pensé que debería serlo pero que no lo era. Muchos largos y cortometrajes podían atestiguarlo.

Me dirigí al lugar indicado.

—No, señor. Rodamos un película artística, no una película de terror —me aclaró una mujer.

Yo ignoraba que los castings sirvieran para insultar a la gente.

—¿Desempeña este trabajo para desquitarse de algo, señora?

Me acerqué a ella para romperle la cara. No tuve tiempo de hacerlo: su guardaespaldas me tumbó sobre la alfombra. Perdí el conocimiento.

 

Un hada estaba arrodillada junto a mí y me acariciaba la mano.

—Esos cerdos lo han desfigurado —susurró una voz procedente del cielo.

Todavía en el limbo, creí honesto precisar:

—No, señorita; antes ya era así.

Le hablaba sin temor porque ella era una creación de mi desvanecimiento. Yo había inventado aquella belleza, y su extraño atuendo lo demostraba: una especie de diadema de metal rudimentario, enarbolando unos cuernos de toro, le ceñía la cabeza. Envuelto en una larga túnica, negra y pagana, su cuerpo era un secreto.

Yo admiraba mi obra. Era su artífice; por lo tanto, tenía derecho absoluto sobre ella. Alcé un brazo y rocé el rostro del ángel. Sus rasgos no expresaban ni asco ni piedad, sólo una imperiosa dulzura. Los cuernos de uro exaltaban su magnificencia.

Como era mi criatura, le ordené:

—Y ahora, recite los versos de Baudelaire:

 

Je suis belle et j’ordonne

Que pour l'amour de moi vous n’aimiez que le beau.

Je suis l’ange gardien, la muse et la madone. [1]

 

Sonrió. Mis dedos rozaron su blanca piel de alteza porfirogeneta. Era mía. Yo cantaba sus bienaventuranzas.

Fue entonces cuando un hombre gritó:

—¡Ethel!

No era mi voz.

—¡Ethel!

Aquella hada no era mía.

 

El regidor la llamaba para que pasara a maquillaje. Ethel era la joven protagonista de la película.

Me levantó con una fuerza sorprendente.

—Venga conmigo. La maquilladora quizá pueda arreglar eso.

Apoyado en el hombro de mi ángel guardián, vacilé hasta el estudio.

—¿Trabaja en la película? —preguntó la maquilladora.

—No. Los del casting lo han tratado como a un perro. Ha querido replicarles, y Gérard le ha roto la cara. Mira su sien.

Me senté ante el espejo y constaté que mi frente sangraba: extrañamente, así estaba menos feo o, mejor dicho, mi fealdad parecía menos chocante con aquella herida. Me vi favorecido y me alegró pensar que la bella me había conocido encontrándome yo en aquel estado.

La maquilladora fue en busca de alcohol de 90 grados.

—Cuidado, tengo que desinfectar la herida. Le dolerá.

Solté un grito de dolor. Vi cómo Ethel apretaba los dientes, por empatía con mi sufrimiento: su gesto me produjo una intensa turbación.

La hendidura, limpia de sangre, se hizo visible: pulida como una agalla, unía mi ceja izquierda con mi pelo.

—Lo que me faltaba —dije, divertido.

—Supongo que los denunciará —se indignó la actriz.

—¿Por qué? A no ser por ese tal Gérard, no la hubiera conocido.

No acusó recibo de mi declaración.

—Si no protesta, esa gente seguirá creyendo que puede permitírselo todo. ¿No le pones un esparadrapo, Marguerite?

—No, es mejor que la herida respire. Voy a darle unos toques con mercromina. Lo siento, señor, no hará bonito.

Aquellas santas mujeres me hablaban como si aquella línea roja estuviera destinada a ser el único horror de mi cara. Bendije la cólera que las cegaba.

Marguerite fue generosa con la mercromina. Nervaliano, murmuré:

«Mont front est rouge encor du baiser de la reine...»[2] En aquel momento, recordé que la última palabra de ese soneto era «hada» y me callé, presa del absurdo temor de desvelar mi secreto.

Ethel me sustituyó en el sillón de maquillaje. Deploré que mi cuerpo siempre frío no le hubiera calentado el asiento: yo experimento una emoción casi erótica cuando, en el metro, ocupo un asiento recién abandonado por una mujer que lo entibió con sus nalgas.

Fingí hallarme bajo un estado de shock.

—¿Me permite que me quede sentado un momento? —balbucí, desplomándome en una silla.

—Por supuesto —repuso ella con dulzura.

—Llámeme Epiphane.

No supe si me había oído. Me sumí en la contemplación del maquillaje, que constituyó un instante de amor entre las dos mujeres. Con toda la confianza del mundo, Ethel ofrecía su rostro a Marguerite. Ésta se inclinaba sobre el rostro de la otra, solemne, consciente de la importancia del regalo. Le prodigaba celosos cuidados, lo acariciaba de cien maneras distintas, a cuál más delicada.

El instante supremo llegó: la pintora dijo a la tela:

—Cierra los ojos.

Le pedía, así, que se entregara con los ojos cerrados. La actriz lo hizo, y descubrí sus maravillosos párpados. Y, sobre aquellas pantallas vírgenes, la artista trazó signos abstractos, a menos que se tratara de alguna caligrafía esotérica.

«El maquillaje es un ritual misterioso», pensé, deslumbrado.

Siguió la aplicación del lápiz de labios, de una obscenidad tan radiante que me sorprendía haber sido admitido en semejante espectáculo. Si aquellas mujeres hubieran sido honestas, me habrían echado fuera. En realidad, se habían olvidado de mi presencia: tal omisión supuso para mí el favor de los favores (Quasimodo admitido en el seno del gineceo).

 

—Lista —dijo Marguerite al final de aquel instante de gracia.

—Perfecto —sonrió la bella, contenta de su imagen en el espejo.

Un patán entró y, ante aquella visión, enfureció:

—¿Qué es eso? ¡No habéis entendido nada! ¡Rodamos una película artística!

—Mi maquillaje es arte —protestó la joven.

—No. La has embellecido.

—No la he embellecido, he acentuado su belleza. Si querías una birria, no haber elegido a Ethel.

—No has entendido nada —rugió el tipo.

—Bien. En tal caso, arréglatelas tú solito.

El cafre, que no era otro que el realizador, se acercó a la joven protagonista y la embadurnó. Aquel día aprendí que la belleza era incompatible con el arte.

 

Mi historia me gusta porque es cursi. Un tipo más feo que Picio que se enamora de una criatura de ensueño es caricaturesco. Lo mejor, o lo peor, es que ella —¿quién es ella? ¡Ella, claro!— es actriz. Es lo que se da en llamar un cúmulo de convenciones. Esmeralda es una gitana, lo que entre otras cosas implica que es comediante.

En realidad, una chica de la que uno se enamora se convierte inmediatamente, lo quiera ella o no, en una actriz. Incluso —y sobre todo— si no comparte los sentimientos del otro. Y más, mil veces más, si no está al corriente de la pasión que inspira.

Este último caso es raro y sublime. Lo he vivido. Durante el tiempo que tuve la inteligencia de callar mi locura, conocí las delicias de este amor ascético: ser el insospechado espectador de mi actriz que nunca desplegó tanto talento como para mí. Sin ella saberlo, yo la veía interpretar su papel más importante: era la inspiradora del amor eterno.

Nada colma tanto como la ascesis. De no haber experimentado la necesidad más primaria que existe, la de hablar, no habría habido ningún problema.

 

Ella me había conocido en un momento en que yo era mártir de la fealdad; yo la había conocido en un momento en que ella era mártir del arte: el hecho de establecer vínculos tenía razón de ser.

—¿Qué diablos hace aquí este tipo? —preguntó el realizador, que acababa de percatarse de mi presencia.

—Se ha presentado al casting y el cerdo de Gérard lo ha desgraciado —respondió Ethel, desafiante.

—¿No lo ha contratado? ¡Lástima! El papel del embalsamador le iría de perilla.

—¿Es todo cuanto te llama la atención en esta historia? ¿Te parece normal que le hayan partido la cara?

Hablaban de mí, en mis narices, en tercera persona. La gente suele cometer esa indelicadeza conmigo: mi aspecto me convierte en un tercero por excelencia.

—¿Quiere hacer cine, este tipo?

—Pregúntaselo a él.

—¿De verdad quiere intervenir en mi película?

—No.

—¿No le tienta el cine?

Me tentaba, ¡y cómo! ¡Vaya pregunta idiota! ¿Acaso hubiera acudido allí si no me atrajera? Si Ethel no hubiera estado presente, habría dicho sí. Pero Ethel me escuchaba y yo quería aparecer ante ella como un héroe herido en su dignidad. Por lo tanto, respondí:

—No.

—En ese caso, ¿a qué ha venido?

—A mirar.

—¡Vaya! Tengo otras cosas que hacer. Vamos.

Se fueron. Me dio rabia no haber insistido más: mi papel de víctima digna de admiración había sido breve.

Les seguí hasta el plato. No tardé en felicitarme por mi negativa: ¿quién hubiera imaginado que el cine era un oficio tan fastidioso? Durante dos horas, casi sólo oí una palabra: «¡Corten!»

Y no para pasar a otra escena, sino para volver a interpretar el mismo fragmento del argumento.

Era pesadísimo. El realizador, que se llamaba Pierre, veía defectos en cada secuencia. Defectos que, al parecer, sólo él comprendía.

—¡Queda impostado!

O bien:

—¡Es enrevesado!

O, cuando le fallaba la inspiración, insistía:

—¡Es pésimo!

El equipo estaba desesperado. Yo me preguntaba a qué esperaban para dejarle plantado.

Sin embargo, al principio, yo estaba entusiasmado. El estudio representaba unas arenas expresionistas con sombras pintadas y cadáveres en lugar de espectadores. Ethel tenía que interpretar el papel de protagonista, el de un toro joven y loco que se enamora del torero y se lo expresa atravesándole el vientre con los cuernos.

Aquella idea me parecía magnífica y llena de sentido: «Cada cual mata lo que ama», escribió Wilde, uno de mis dioses. Esperaba el momento en que vería a la bella lanzarse, cuernos en ristre, hacia aquel que yo hubiera deseado ser, y embestirlo, levantarlo del suelo, llevarlo encima de la cabeza al galope. Esperaba que la sangre de la víctima se deslizara por la cara del toro que sacaría la lengua para lamerla.

El realizador no compartía ninguno de mis puntos de vista estéticos. Era evidente. Eché una ojeada al guión que circulaba por allí. Parecía un atestado para uso de un sindicato de veterinarios.

Tiendo a ser estúpido. Juzgué oportuno dar mi opinión a Pierre entre dos «¡corten!». Me miró de arriba abajo y reanudó su actividad sin pronunciar palabra.

En dos horas de rodaje sólo tuve derecho a un embrión de secuencia: un zombi le abría la puerta al excelso toro que entraba en el ruedo. El plano, que debía durar cuatro segundos, no era el más importante de la película a juzgar por la insipidez de su composición. Nadie parecía comprender por qué el tirano se empeñaba en volver a empezar.

Yo ya no dudaba de la naturaleza angelical de Ethel: su rostro nunca delató el menor indicio de hartazgo ni de impaciencia. Allí sólo había una persona que no se encontraba al borde de un ataque de nervios: ella.

El realizador acabó por exclamar:

—¡Basta! Es inútil insistir, hoy todos lo hacéis fatal.

Creí que la gente lo iba a lapidar. Me equivocaba: su odiosa actitud le granjeaba el más sincero respeto. «¡Qué artista!», oí murmurar.

—¡Qué cretino! —dijo la joven protagonista a Marguerite, mientras ésta la desmaquillaba.

Las dos muchachas soltaron una risa cómplice.

—Si es ésa su opinión —intervine—, ¿por qué trabaja con él?

—¿Todavía está usted aquí?

—He asistido al rodaje. ¿Por qué no se despide?

Se encogió de hombros.

—Un contrato es un contrato. Tengo tendencia a cumplirlo.

—Y, al principio, ¿por qué aceptó?

—La sinopsis me gustaba. La idea de interpretar a un toro me hacía ilusión. Era un cambio respecto a esos papeles ridículos de mujer joven y moderna. Pierre es un cineasta muy apreciado en el medio. No esperaba encontrarme con semejante caricatura.

Bendije de nuevo a quien me había partido la cara. Sin él, ambas criaturas hubieran tenido derecho a preguntarme por qué no me iba. Mi situación de víctima de su propio verdugo me hacía acreedor de sus encantadoras atenciones.

Me gustaría estar todavía allí. Ha transcurrido un año desde entonces. Me cuesta creerlo: durante este último año me han sucedido más cosas que durante los veintinueve que lo precedieron.

Recuerdo que dije:

—Su rostro es un palimpsesto maravilloso: cubierto primero por los afeites de Marguerite y después por los borrones del realizador. Y el desmaquillaje parece un trabajo de arqueólogo.

—Qué elocuencia y sensibilidad, aquí estamos poco acostumbradas a eso.

Hoy, pienso que se burlaba de mí; pero, en mi embriaguez de entonces, creía en todas sus palabras. Ella me ayudaba a hacerlo: a lo largo de mi existencia, nunca me habían hablado con tanta dulzura. Era como si la deformidad que me acompañaba desde la cuna no existiera para ella.

 

En sus diarios íntimos, Baudelaire escribe que «la única y suprema voluptuosidad del amor yace en la certidumbre de hacer el mal». Siempre consideré esta frase una teoría interesante que me concernía tan poco como la física cuántica o el desplazamiento de los continentes.

Nunca imaginé que pudiera enamorarme. Ni siquiera lo soñé, ¿acaso no estaba establecido, desde la prehistoria de los suspiros, que los feos no tenían cabida en ese juego?

La tarde que conocí a Ethel, recordé la frase de Baudelaire y, por primera vez, me pregunté si no respondería a un deseo profundamente reprimido. Fue entonces cuando cobré conciencia de algo sorprendente: no tenía la más remota idea de lo que deseaba. Me faltaban años de preparación mental, los años que los adolescentes dedican a dar forma y a rumiar sus ideales en el ámbito de lo sublime o de las marranadas.

Mi yo interior era virgen. En el fondo, la fealdad me había conservado en un estado de extrema frescura: tenía que inventármelo todo. Ya no tenía veintinueve años, ¡tenía once!

 

Me lancé a la tarea con ardor de neófito. Consulté múltiples instancias: la enciclopedia, mi sexo, Sade, el diccionario médico, La Cartuja de Parma, las películas X, mi dentición, Jeronimus Bosch, Pierre Louÿs, los anuncios, las líneas de mi mano.

Medité sobre Bataille: «El erotismo es la afirmación de la vida incluso en la muerte.» La frase debía de encerrar alguna verdad; pero ¿cuál? Intenté demostrarla por escrito, como en matemáticas. El resultado fue de una elegancia incontestable.

Dado que los mencionados recursos no me habían enseñado nada, decidí sumergirme en lo más profundo de mis recuerdos. Me tendí en el suelo, con los brazos y las piernas en cruz, y los ojos cerrados, y buceé en mí mismo. Mis párpados hacían las veces de pantalla cinematográfica. Las imágenes proyectadas eran tan ridículas que tentado estuve de interrumpirla experiencia inmediatamente.

Me consolé pensando que el erotismo es necesariamente grotesco: no hay deseo sin transgresión, y ¿existe transgresión más deleitable que el gusto?

Seguí contemplando mi película interior. Poco a poco, tuve la sensación de reconocer la secuencia. Aparecían romanos, en los juegos circenses, los primeros cristianos arrojados a las arenas como pasto para los leones. Tuve la inmediata certeza de no haber extraído aquellas imágenes de alguna mala película hollywoodiense sino de haberlas creado yo mismo. ¿Cuándo? Debía de hacer mucho tiempo: los colores tenían la intensidad de la infancia.

El recuerdo se abate sobre mí como el rayo: tenía once años. Acostado en mi cama, devoraba Quo vadis?, lectura enormemente entretenida. Era formidable. Lygia, princesa cristiana, vendida a un joven apuesto, brutal y tonto patricio romano que la quería como esclava. Pero aquel latino imbécil se prendaba de la virginal muchacha y prefería conquistar su corazón en lugar de violarla. Sin embargo, no había previsto el proselitismo natural de las vírgenes cristianas: «Vinicius, (así se llamaba el romano tonto), seré tuya; pero sólo en caso de que te conviertas a mi religión. »

Fue entonces, precisamente, cuando Nerón, llevado por su exquisita imaginación, incendió Roma para poder escribir un poema. Acto seguido, hizo que la culpa recayera sobre los cristianos y los persiguió en masa, para gran regocijo del pueblo: era un emperador tocado por el don de la política.

Tras páginas y páginas de crucifixiones y de banquetes ofrecidos a los leones, llegaba la escena culminante. Nerón, sibarita refinado, guardaba lo mejor para el final: un toro enloquecido irrumpía en las arenas con la joven Lygia desnuda, con sus largos cabellos alborotados, atada a su lomo. Entregar una hermosa princesa cristiana, virgen hasta la médula, a un toro enfurecido era una idea excelente.

Las cuerdas que la ataban al animal estaban flojamente anudadas con intención de que, en cualquier momento, el toro lograra librarse del cuerpo de la hermosa para acabar pisoteándola, atravesándola o haciéndole todo aquello con lo que los toros suelen gratificar a las doncellas desnudas.

Imaginar lo que iba a suceder me sumía en el éxtasis. Pero, justo en ese momento del relato, el escritor polaco de nombre impronunciable arruinaba la escena mejor planeada de la historia del deseo: Vinicius, el estúpido romano enamorado, se lanzaba a las arenas y sólo atendía a la voz de su valor, que perdió una excelente ocasión de callarse. El romano ajustaba las cuentas al uro, como si de un caniche se tratara, salvaba a Lygia entre la aclamación del público y se convertía al cristianismo.

Mis once años en plena erección se indignaron. Arrojé al suelo el vil libro y, preso de una furibunda decepción, escondí la cabeza debajo de la almohada.

El milagro se hizo. El genio de la infancia barrió aquellas estúpidas peripecias y me convirtió en un toro furioso que brincaba en las arenas.

Lygia desnuda está atada a mi lomo. Siento sus nalgas virginales y sus angélicas caderas. Ese contacto me vuelve loco, empiezo a cocear, a saltar, a correr. A fuerza de mi gesticulación, el cuerpo de Lygia da un giro de ciento ochenta grados sobre sí mismo.

Sus senos puntiagudos se me clavan en los omóplatos, su vientre y su sexo se asientan sobre mi prominente espinazo. Soy un uro y todo esto me desgarra el cerebro. Furioso, me propongo que esa criatura caiga de encima de mi cuerpo.

Soy todo brincos, salto hacia delante, salto hacia atrás, me arqueo, me encabrito. Las cuerdas se aflojan, Lygia se desliza hasta el suelo, ya sólo está unida a mí por un pie. Galopo, arrastrándola por el suelo como al cadáver que será en breve. Sus piernas abiertas revelan a la muchedumbre una virginidad que no durará mucho. Esa indecencia hace sufrir a la princesa, y a mí me alegra. ¿Sufres, Lygia? Perfecto, y eso no es nada en comparación con lo que te aguarda. Así aprenderás a ser una doncella cristiana desnuda en una novela polaca para uso de adolescentes.

Con una última y atlética coz, consigo deshacerme de la joven que efectúa un vuelo planeado y cae a diez metros de distancia. El pueblo romano contiene la respiración. Me acerco a la presa y contemplo su bonito trasero. Le doy la vuelta con mi casco y adoro el miedo que brota de sus hermosos ojos, adoro el temblor de sus senos intactos.

Lo más grave, Lygia, es que estás de acuerdo. Todo el mundo está de acuerdo al respecto: ¿qué interés ofrecería una muchacha virgen cristiana sino la posibilidad de ser penetrada por un toro enfurecido? Prometerte a ese yerno ideal convertido gracias a tus favores significaría insultarte. Imagina la sosería de vuestros himeneos blancuzcos, la grotesca expresión de integridad reflejada en su rostro al poseerte.

No. Tú no eres para él, estás demasiado bien para semejante destino. Eres para mí. Consciente o inconscientemente, lo has hecho adrede: ¿por qué te has preservado con tanto desvelo sino para ser masacrada?

Existe una ley universal: todo lo que es demasiado puro debe ser ensuciado, todo lo sagrado debe ser profanado. Ponte en lugar del profanador: ¿qué interés hay en profanar lo no sagrado? Seguro que pensabas en esta cuestión al conservarte tan blanca.

Nada más cristiano que una virgen mártir, nada más pagano que un toro enfurecido: por eso está el pueblo tan satisfecho. Obtendrá satisfacción no por el valor de su dinero, ya que el espectáculo es gratuito, sino por su odio, su natural propensión a aborrecer los lirios blancos y las salamandras.

Según Homero, la frente del toro simboliza la tontería. Tiene razón. Me gusta ser un uro porque me gusta ser tonto. Y, en virtud de mi estupidez, te entregan a mí alegremente: si yo hubiera sido el astuto zorro, no me habrían hecho semejante regalo. Ser tonto tiene sus ventajas, ¿comprendes?

Ya no queda tiempo para tener miedo, ya ha llegado el momento de sufrir. Hundo mis cuernos en tu vientre liso: fabulosa sensación. Una vez te tengo ensartada, te alzo por encima de mi cabeza. La muchedumbre aúlla y tú gritas. Soy el héroe del día. Me paseo, con tu cuerpo por sombrero: a mi izquierda, tus piernas; a mi derecha, tus brazos, tus rostro pasmado, tu cabellos, que barren el suelo. Muy orgulloso de mí mismo, doy la vuelta al ruedo para recoger los aplausos del público. Cuando esas diversiones no bastan para colmar mi embriaguez, paso a los asuntos serios. Mis cuernos te han penetrado pero no te han traspasado: me arqueo y vuelvo a arquearme hasta que se hunden en ti.

Cada vez que caigo al suelo, me siento más lejos en ti. Entonces sucede lo que tenía que suceder: un crujido, mis cuernos te han atravesado el vientre, te salen por la espalda y por los riñones, y asoman al exterior. La muchedumbre los ve y me aclama con más ahínco. Estoy contento.

Empiezo a brincar como un loco para manifestar mi triunfo. Tu sangre se desliza ahora por mi frente y por mi cuello. Llega hasta mis narinas, su olor me enfurece. Se desliza hasta mi boca, la lamo, posee el sabor del vino joven, me emborracha. Te oigo gemir y me gusta.

A fuerza de gesticular, un velo rojo cubre mis ojos: es tu sangre que me ciega. Ya no veo nada y eso me enfurece: corro sin saber adonde me dirijo, me estrello repetidas veces contra los muros que rodean las arenas, los golpes deben de dolerte. Por agotamiento, agacho la cabeza: te caes de entre mis astas, te deslizas por mi cabeza, tu piel me seca los ojos y recobro la visión.

Estás tumbada en el suelo, todavía respiras. Contemplo tu vientre lacerado por mis servicios: magnífico. Tu pálido rostro macilento presenta una expresión exaltada, casi sonriente: sabía que eso te gustaría, Lygia, mi Lygia, ahora eres realmente mía.

Y, puesto que eres mía, hago contigo lo que quiero. Bebo la sangre tibia de tu vientre, demostrando, así, que los toros dejan de ser vegetarianos ante una virgen.

A continuación, entre las aclamaciones del pueblo romano, te pisoteo hasta dejar tu cuerpo irreconocible. ¡Exquisito desahogo! Te dejo el rostro intacto con intención de seguir interpretando tus expresiones: porque lo que me interesa es qué siente tu alma. Los auténticos materialistas están exentos de sadismo, el sadismo sólo anida en los ultra espiritualistas de mi especie. Hay que tener talento para ser verdugo.

La escena es admirable: una papilla informe que es tu cuerpo, que parece una fruta reventada, y, por encima de esta compota, tu cuello perfecto y tu rostro, que ha alcanzado la plenitud de la gracia. Tus ojos beben el cielo, a menos que ocurra lo contrario. Nunca has estado tan bella: martilleando tu esqueleto con mis cascos, he conseguido hacer ascender todo tu esplendor hasta el rostro, como si fueras un tubo de pasta dentífrica.

Así, gracias a mí, has tenido la oportunidad de ser idealizada. Acerco mi oreja de uro a tu boca y acecho tu último suspiro. Te oigo exhalarlo —es más delicado que una música de cámara—, y morimos de placer, tú y yo, a la vez.

«Quien quiere hacerse el ángel hace el bruto.» Yo he hecho de bruto, y, como tal, he conocido la voluptuosidad del ángel.

Mientras, tengo once años, aparto la almohada con la que me había cubierto el rostro y me levanto, jadeando de placer. Mi cerebro se ha volatizado, como un edificio bajo el efecto de una explosión nuclear. He gozado tanto que debo de haberme vuelto guapo: corro a verificarlo en el espejo.

Contemplo el reflejo de mi imagen y me echo a reír: estoy más feo que nunca.

¡Que vuelvan a hablarme de la belleza interior de Quasimodo!

 

Recobré mis veintinueve años. Comprendí que, de hecho, mi infancia cumplió la función de la adolescencia: a los trece años, guardé mi sexo en el armario. Desde entonces, no volvió a interesarme. ¿Por qué? No lo sé con exactitud. Seguramente, mi físico debió de influir mucho en semejante censura.

La explicación es fácil y, a la vez, difícil. He conocido a bastantes hombres horrorosos que tenían vida sexual: se acostaban con mujeres feas o iban de putas.

El problema, en mi caso, es que desde mi primera juventud me he sentido atraído exclusivamente pollas bellezas puras. De ahí, supongo, que me despidiera del sexo a los trece años: la lucidez me cayó encima como una losa. No tenía nada que hacer con vírgenes seráficas.

A los dieciséis años, el acné se abatió sobre mis omóplatos como una confirmación teológica: yo era el desecho de la creación. Luego, mi cuerpo se fue convirtiendo en un puro colgajo y entré en la fase cómica de mi fealdad, una fealdad que había logrado tan altas cotas de ridiculez que no podía resultar respetable.

Desde entonces, mi sexualidad sólo se expresó a través de dos actividades: la masturbación y lo horrible. El onanismo correspondía a la vertiente mística y tenebrosa de mi personalidad. En cambio, cuando necesitaba experimentar emociones eróticas más socializadas, me paseaba por la calle y observaba las reacciones de las personas que me miraban: les ofrecía mi fealdad obscenamente, la convertía en un lenguaje. Las miradas asqueadas de los viandantes me procuraban la ilusión de un contacto, la imponderable sensación del tacto.

Mi máximo anhelo se centraba en el pavor de las chicas guapas. Pero era muy difícil entrar en su campo de visión: la mayor parte de las chicas guapas sólo miraban el reflejo de su propia imagen en los cristales de los escaparates.

Otras preferían admirarse a sí mismas reflejadas en los ojos de los transeúntes: con esas chicas, viví instantes sublimes. Sus miradas distraídas buscaban mis pupilas para ennarcisarse en ellas y, cuando aparecía la infamia del espejo, se sobresaltaban de espanto. Eso me encantaba.

Hace un año, cuando Ethel me dirigió una mirada amistosa y carente del rechazo al que estaba yo acostumbrado, me quedé completamente perplejo. Parecía no calibrar el escándalo que encarnaba mi persona.

Yo la hubiera amado «sólo» por ser sublime, pues ninguna beldad me gustó nunca tanto como ella. Pero, a este hecho, se añadía el milagro de su ceguera, que me arrastró a la locura absoluta.

 

La reminiscencia de mi orgasmo infantil acabó de trastornarme: el toro que Ethel iba a interpretar en la película simbolizaba la unión de nuestros destinos.

Ganarme la amistad de la actriz resultó fácil. Nada le parecía raro: ni mi aspecto ni mi presencia recurrente en los platos de rodaje, ni las preguntas que le formulaba. Aunque, de hecho, mi indiscreción hubiera podido incordiarla:

—¿Estás enamorada actualmente?

—No.

—¿Por qué?

—Nadie me incita a estarlo.

—¿Lo echas de menos?

—No. El amor crea problemas.

Yo lamentaba ese tuteo, propuesto por ella desde el principio y que es habitual entre la gente que trabaja en el mundo del espectáculo.

—¿Tuviste problemas con los hombres en el pasado?

—Muchos. Y cuando no tenía problemas con ellos, tenía el problema del aburrimiento, que es peor.

—En efecto —dije con voz de hastío, aunque en realidad yo desconocía el aburrimiento y no había experimentado nunca los problemas a los que Ethel se refería.

—Y tú, ¿estás enamorado?

Ethel no era consciente de su incongruencia. Era como si le hubiera preguntado a un tetrapléjico si bailaba el tango.

—¿Yo? Calma absoluta, como tú —respondí con indiferencia.

Un día no pude evitar preguntarle lo que me obsesionaba:

—¿Por qué eres tan amable conmigo?

—Porque soy una muchacha amable —dijo, transparente.

Era la verdad, y no me convenía. ¿Cómo lograr tener ascendencia sobre la bondad? ¿Cómo provocarla?

Solía hablarle de cosas que no me interesaban en absoluto. El objetivo era mirarla, lo que constituía la ocupación más placentera que he conocido en mi vida. De los favores que me otorgaba, el más gratificante para mí era que se dejaba contemplar e incluso elogiar: muy generoso por su parte.

—¡Qué hermosa eres! —no podía evitar exclamar de vez en cuando.

Ella sonreía, como si le gustara oírlo.

Esa reacción de Ethel me trastornó tanto que me creí autorizado a decirles lo mismo a otras mujeres bonitas. Lo que me valió miradas ultrajantes, muecas de enojo o frases tan gratas como «¡Vaya tipo más estúpido!».

A una beldad, que acababa de reprenderme con aspereza, le pregunté:

—¡Un momento! Me he dirigido a usted con galantería, sin un ápice de obscenidad, y sin segundas intenciones. ¿Por qué me agrede?

—¡Lo sabe de sobra!

—¿Porque soy feo? ¿Hay alguna ley por la que la fealdad me impida tener buen gusto?

—No, no hay ninguna ley que se lo impida. La fealdad no tiene nada que ver.

—Pues, ¿por qué se ha molestado?

—Decirle a una mujer que es hermosa equivale a llamarla tonta.

Me quedé anonadado; reaccioné y repuse:

—En tal caso, es cierto: es usted tonta, y lo confirma.

Recibí una bofetada.

Lo comenté con Ethel.

—Si te digo que eres hermosa, ¿crees que estoy diciendo que eres tonta?

—No. ¿Por qué?

Le conté cómo otras chicas se tomaban mis cumplidos. Rió y dijo:

—No sólo hay estúpidas guapas, ¿sabes? Me canso de oír a chicas más bien poco agraciadas que dicen: «¡No basta con ser guapa!» Sin embargo, jamás me he comportado como si pensara que basta con ser guapa; en cambio, ellas obran como si les bastara con ser feas.

—Su actitud, al menos, es comprensible: tienen envidia.

—Eso es cierto, pero sólo en parte. En el fondo, el problema es más grave: la verdad es que la belleza no gusta.

—A mí me gusta la belleza.

—Tú eres especial.

—A todo el mundo le gusta lo bello.

—Te aseguro que no es cierto.

Empezaba a ponerme nervioso:

—¡Reconoce, al menos, que no hubieras preferido ser fea!

—Cálmate. Lo reconozco, claro. Es difícil entenderlo que quiero decir y aún es más complicado explicarlo. Pero te juro que he vivido cientos de situaciones que lo demuestran: la belleza no gusta.

—¿Y la fealdad? ¿Crees que la fealdad gusta? —pregunté, colérico.

—Nunca he dicho eso. No, creo que a la gente le gusta lo que no es ni bello ni feo.