Poste y viga

Lionel les contó cómo había muerto su madre.

Había pedido el estuche de maquillaje. Lionel le sostenía el espejo.

—Me llevará alrededor de una hora —había dicho ella. Crema, polvos faciales, delineador, mascarilla, barra de labios, colorete. Era lenta y temblaba, pero no había hecho un mal trabajo.

—No has tardado una hora —había dicho Lionel.

—No, no hablaba de eso.

Hablaba de morirse.

El le había preguntado si quería que llamase a su padre. El padre de él, el marido de ella, el pastor.

Ella había dicho: «¿Para qué?».

Había errado en la predicción por apenas cinco minutos, más o menos.

Estaban sentados detrás de la casa —la casa de Lorna y Brendan—, en una terracita que miraba a la ría de Burrard y las luces de Point Grey. Brendan se levantó a mover el aspersor a otra franja de césped.

Lorna había conocido a la madre de Lionel hacía pocos meses. Una mujer bonita, menuda, de pelo blanco y un encanto arrollador, que había llegado a Vancouver desde un pueblo de las Rocosas para ver la gira de la Comédie Française. Lionel le había pedido a Lorna que los acompañara. Después de la función, mientras Lionel la ayudaba a ponerse la capa de terciopelo azul, la madre le había dicho a Lorna:

—Qué alegría me da conocer a la belle amie de mi hijo.

—No exageremos con el francés —había dicho Lionel.

Lorna ni siquiera sabía muy bien qué significaba belle amie. ¿Bella amiga? ¿Amante?

Lionel la había mirado alzando las cejas por encima del hombro de su madre. Como avisando: «Nada de lo que diga es culpa mía».

En un tiempo, Lionel había sido alumno de Brendan en la universidad. Un diamante sin pulir de sólo dieciséis años. La mente matemática más brillante que Brendan había conocido. Después, Lorna se había preguntado si la insólita generosidad de Brendan con los estudiantes talentosos no lo habría llevado a dramatizar. También debido al giro que habían tomado los acontecimientos. Si bien Brendan se había desprendido del fardo irlandés —la familia, la iglesia, las canciones sentimentales— tenía debilidad por los cuentos trágicos. Y por cierto que, después del comienzo deslumbrante, Lionel había sufrido una especie de colapso nervioso y tras una temporada en el hospital se había perdido de vista. Hasta que Brendan se lo había topado en el supermercado y había descubierto que vivía a dos kilómetros de su casa, allí en Vancouver norte. Había dejado del todo las matemáticas y trabajaba en la editorial de la Iglesia anglicana.

—Ven a vernos —había dicho Brendan. Notaba a Lionel algo desamparado y solitario—. Ven, así conocerás a mi mujer.

Estaba contento de tener un hogar, de poder invitar a gente.

—De modo que no me imaginaba cómo serías —dijo Lionel cuando le contó aquello a Lorna—. Pensé que a lo mejor eras espantosa.

—Caramba —exclamó Lorna—. ¿Por qué?

—Qué sé yo. Esposas.

Iba a verlos por las noches, cuando ya se habían acostado los niños. Cada leve intrusión de la vida doméstica —un llanto de bebé llegándoles por una ventana abierta, la reprimenda de Brendan a Lorna por dejar los juguetes en la hierba en vez de guardarlos en el arenero, o preguntando desde la cocina si había comprado limas para el gin-tonic—, parecía provocarle a Lionel un estremecimiento, una tensión en su cuerpo angosto y su cara alerta y desconfiada. Entonces tenía que haber una pausa, un retroceso apreciable en cuanto al contacto humano. Una vez, muy despacio, con la melodía de O Tannenbaum, se había puesto a cantar: Vida de hogar, vida de hogar. Sonreía levemente en la penumbra, o eso creyó Lorna. La sonrisa le había recordado a la de su hija de cuatro años, Elizabeth, cuando susurraba en público un comentario escandaloso al oído de mamá. Una sonrisita secreta, satisfecha, algo alarmada.

Lionel subía la colina en su alta bicicleta anticuada, en una época en que casi nadie usaba bicicleta salvo los niños. Nunca se cambiaba la ropa con la que iba a trabajar. Pantalones oscuros, una camisa blanca siempre sobada, raída en los puños y el cuello, y una corbata anodina. La noche de la Comédie Française había añadido al atuendo una chaqueta de tweed de hombros demasiado anchos y mangas demasiado cortas. Tal vez no tuviera más ropa.

«Trabajo para ganarme el pan —decía—. Y ni siquiera en la viña del Señor. En la diócesis del arzobispo».

Y: «A veces pienso que estoy en una novela de Dickens. Y lo raro es que Dickens no me gusta».

Por lo general hablaba con la cabeza ladeada, los ojos puestos un poco más allá de Lorna. Tenía una voz leve y rauda, a veces transida de una exaltación nerviosa. Todo lo refería con cierto azoramiento. Hablaba del despacho en donde trabajaba, en el edificio que estaba detrás de la catedral. De las pequeñas ventanas góticas y la madera barnizada (para imponer un aire eclesiástico), el portasombreros y el paragüero (que por alguna razón lo llenaba de una profunda melancolía), la mecanógrafa Janine y la editora de Noticias de la Iglesia, la señora Penfound. El esporádico visitante, espectral y desencajado arzobispo. Había una batalla inconclusa por los saquitos de té entre Janine, que los prefería, y la señora Penfound, que no los rechazaba.

Todo el mundo masticaba algo en secreto sin compartirlo jamás. Janine, caramelos; Lionel, garrapiñadas de almendra. Cuál sería el placer secreto de la señora Penfound era algo que ni él ni Janine habían logrado descubrir, porque la señora Penfound no tiraba los envoltorios a la papelera. No obstante siempre tenía las mandíbulas subrepticiamente atareadas.

Mencionaba el hospital en donde lo habían internado un tiempo y explicaba cómo se parecía al despacho en cuanto a lo de comer a escondidas. A los secretos en general. Pero había una diferencia y era que de vez en cuando en el hospital lo maniataban a uno para conectarlo, decía, al enchufe de la luz.

—Era muy interesante. En realidad era atroz. Pero no puedo describirlo. Eso es lo extraño. Lo recuerdo pero no puedo describirlo.

A causa de lo sucedido en el hospital, decía, andaba un tanto escaso de recuerdos. Escaso de detalles. Le gustaba incitar a Lorna a contarle los suyos.

Ella le contó cosas sobre su vida antes de casarse con Brendan. De las dos casas exactamente iguales que se alzaban una al lado de la otra en la ciudad de su infancia. Enfrente había un canal profundo llamado Arroyo Tinto porque solía arrastrar agua coloreada debido a los vertidos de la fábrica de tejidos. Detrás había un prado silvestre adonde supuestamente las niñas no debían ir. En una de las casas vivía ella con su padre; en la otra vivían la abuela, la tía Beatrice y la prima Polly.

Polly no tenía padre. Eso era lo que se decía y lo que entonces Lorna creía sinceramente. Polly no tenía padre, igual que un gato Manx no tiene cola.

En la sala de estar de la abuela había un mapa de Tierra Santa, tramado con lana de muchos colores, que mostraba los lugares bíblicos. En su testamento, la abuela lo legó a la Escuela Dominical de la Iglesia Unida. Desde los tiempos de su olvidada desgracia, la tía Beatrice no hacía vida social que incluyera hombre alguno, y era tan maniática al respecto que era fácil imaginar la inmaculada concepción de Polly. Las únicas dos enseñanzas que Lorna había recibido de tía Beatrice eran que había que pasar la plancha sobre las costuras al sesgo y no por encima, para que no dejara marcas, y que no se debían usar blusas transparentes sin algo debajo que escondiera el tirante del sujetador.

—Sí, claro. Sí —dijo Lionel. Estiró las piernas como si la consideración le llegara hasta la punta de los pies—. Y ahora vamos a por Polly. Fuera de esa familia bendita, ¿cómo es Polly?

Polly era magnífica, contestó Lorna. Rebosante de energía, sociable, bondadosa, segura.

—Vaya —dijo Lionel—. Háblame otra vez de la cocina.

—¿Qué cocina?

—La que no tenía canario.

—La nuestra.

Describió cómo frotaba la cocina económica con papel parafinado hasta dejarla brillante, los ennegrecidos estantes que albergaban las sartenes, el fregadero y el espejito que estaba arriba —en una de cuyas esquinas faltaba un triángulo de cristal— y el pequeño cuenco metálico —hecho por su padre— donde siempre había un peine, un asa de jarra vieja y un frasquito de carmín seco que seguramente había pertenecido a su madre.

Le contó el único recuerdo que tenía de su madre. Un día de invierno, estaba con ella en la ciudad. Entre la acera y la calzada había nieve. Ella, que acababa de aprender a leer la hora, había mirado el reloj de la oficina de correos y visto que ya era el momento de la radionovela que cada día escuchaban juntas. Se había preocupado mucho, no por perderse el capítulo, sino por no saber qué le pasaría a la gente de la historia si la radio estaba encendida sin que ella y su madre la escucharan. Era más que preocupación lo que sentía; era horror de pensar que, por una ausencia casual o azarosa, las cosas pudieran perderse, no suceder.

E incluso en aquel recuerdo la madre era sólo una cadera y un hombro bajo un abrigo grueso.

Lionel dijo que él no tenía una percepción mucho más cabal de su padre, y eso que su padre estaba vivo. ¿Una sobrepelliz o un frufrú? Lionel y su madre solían apostar cuánto se pasaría el padre sin hablarles. Una vez le había preguntado a ella qué lo tenía tan furioso, y ella había contestado que realmente no lo sabía.

—Pienso que a lo mejor no le gusta su trabajo —había dicho.

—¿Por qué no se busca otro? —había preguntado Lionel.

—Quizá no se le ocurre ninguno que le guste.

Entonces Lionel recordó que en una visita con su madre al museo lo habían asustado las momias, y que ella le había dicho que no estaban muertas de verdad, que cuando todos se iban a casa las dejaban salir de los ataúdes. Entonces él había preguntado: «¿Y papá no será una momi?». Su madre creyó que había dicho mami en vez de momi[2] y más adelante contaría aquella anécdota como una broma, pero desalentado como estaba él no la había corregido. Un desaliento inmenso, a una edad tan temprana, frente al sustancial problema de la comunicación.

Era uno de los pocos recuerdos que conservaba.

Brendan se echó a reír; la historia le hacía más gracia que a Lorna y Lionel. Se sentaba un rato con ellos, decía «¿De qué estáis parloteando vosotros dos?» y con cierto alivio, como si de momento ya hubiera cumplido, se levantaba diciendo que tenía trabajo y entraba en la casa. Como si la amistad entre ellos lo hiciera feliz; como si en cierto modo la hubiera previsto y suscitado. Pero su conversación lo inquietaba.

—Le hace bien venir a pasar un rato normal en vez de quedarse sentado en su habitación —le decía a Lorna—. Por supuesto que te tiene ganas. Pobre cabrón.

Le gustaba decir que los hombres le tenían ganas a Lorna. Sobre todo cuando iban a una fiesta de profesores y ella era la esposa más joven. A ella la habría incomodado que alguien lo oyera, a menos que lo tomase como una exageración absurda y fantasiosa. Pero a veces, en especial si estaba algo borracha, pensar que acaso fuera tan universalmente atractiva la excitaba tanto como a Brendan. Estaba bastante segura, sin embargo, de que en el caso de Lionel no era cierto y esperaba que delante de él Brendan nunca insinuara algo así. Recordaba cómo la había mirado Lionel por encima del hombro de su madre. En el gesto había impugnación, cierta advertencia sutil.

No le contó a Brendan lo de los poemas. Cada semana, más o menos, le llegaba por correo un poema en un sobre rigurosamente sellado. No eran anónimos: los firmaba Lionel. La firma era apenas un garabato difícil de interpretar; pero lo mismo pasaba con las palabras. Por suerte nunca había muchas —a veces una o dos docenas en total— y, como inciertas huellas de pájaros, cruzaban la página en una curiosa trayectoria. A primera vista, Lorna nunca distinguía nada. Luego descubrió que, en vez de esforzarse, le valía más sostener la página ante los ojos y mirarla largo rato como si hubiera entrado en trance. Con el tiempo, las palabras solían aparecer. No todas: en cada poema le quedaban dos o tres por discernir; pero eso no importaba demasiado. No había otra puntuación que los guiones. La mayoría de las palabras eran sustantivos. Lorna no estaba acostumbrada a la poesía y no abandonaba fácilmente lo que no entendía enseguida. Pero con los poemas de Lionel le pasaba más o menos lo mismo que con el budismo: eran un recurso que quizá comprendiera y le sirviese en el futuro, pero que de momento se le escapaba.

Después de recibir el primero, se había torturado pensando qué iba a decir. Algo agradecido pero no estúpido. Pero sólo le había salido un «Gracias por el poema» en un momento en que Brendan no podía oírla. Había tenido cuidado de no decir «Me gustó». Lionel había asentido bruscamente y sellado la conversación con un sonido. Los poemas siguieron llegando y nunca volvieron a mencionarse. Lorna empezó a pensar que quizá no debía considerarlos mensajes sino ofrendas. Pero no ofrendas de amor, como por ejemplo habría supuesto Brendan. No contenían ni una pizca de sentimientos de Lionel hacia ella, nada personal. Le recordaban a las tenues marcas que a veces se atisban en las aceras en la estación primaveral: sombras que dejaron hojas húmedas aplastadas el año anterior.

Había otra cosa, más urgente, que tampoco le había comentado a Brendan. Ni a Lionel. No había dicho que estaba a punto de visitarlos Polly. La prima Polly venía a casa.

Polly era cinco años mayor que Lorna y desde que había acabado el bachillerato trabajaba en el banco del pueblo. Ya en una ocasión había ahorrado casi el dinero suficiente para el viaje, pero había decidido invertirlo en una bomba para el pozo negro. Ahora no obstante estaba en camino en autocar. A ella le parecía naturalísimo y apropiado visitar a su prima y a su marido y a la familia de su prima. A Brendan se le iba a antojar casi una intrusión, algo que nadie tenía por qué hacer si no lo invitaban. No era hostil a las visitas —ahí estaba Lionel—, pero le gustaba decidir a él. Todos los días, Lorna pensaba cómo decírselo. Todos los días lo postergaba.

Y no era un asunto que pudiera tratar con Lionel. Con él no se podía hablar de nada que se considerase un problema serio. Hablar de problemas significaba buscar soluciones, esperar encontrarlas. Y eso no era interesante; no manifestaba una actitud interesante hacia la vida. Antes bien, una expectativa hueca y pesada. A Lionel no lo entretenía escuchar angustias corrientes ni emociones sencillas. Prefería que las cosas fueran pasmosas e insoportables y no obstante, irónica y aun alegremente, soportadas.

Lorna le había contado algo que quizá fuese aventurado. Le había contado que había llorado el día de su boda e incluso durante la ceremonia. No obstante se las había ingeniado para bromear, describiendo cómo le había sido imposible sacar un pañuelo, porque Brendan no quería soltarle la mano, y había tenido que seguir moqueando. Y de hecho no lloraba porque no quisiera casarse o no amase a Brendan. Lloraba porque de pronto todo en su hogar le parecía valioso —aunque siempre hubiera pensado en marcharse— y no concebía que pudiese estar nunca más unida a nadie que a esas personas, por mucho que constantemente les hubiera escondido su intimidad. Lloraba porque el día anterior, mientras limpiaban los estantes de la cocina y fregaban el suelo, Polly y ella habían reído juntas y ella, como en una obra dramática, había declamado adiós linóleo, adiós raja en la tetera, adiós chicle que pegué debajo de la mesa, adiós, adiós.

Por qué no le dices que lo olvide y listo, había dicho Polly. Pero desde luego no lo decía en serio, estaba orgullosa y también lo estaba Lorna, dieciocho años, sin haber tenido ningún novio de verdad, y allí estaba casándose con un treintañero guapo, un profesor.

De todos modos había llorado, y en los primeros tiempos del matrimonio había vuelto a llorar cada vez que recibía cartas de casa. Brendan la había pillado.

—Quieres mucho a tu familia, ¿no?

Como el tono le sonaba comprensivo, ella había dicho:

—Sí.

Él había suspirado.

—Me parece que los quieres más que a mí.

Ella había respondido que no era cierto, sólo que a veces su familia le daba pena. La vida era dura para ellos, la abuela daba año tras año el cuarto curso y tenía los ojos tan mal que apenas podía escribir en la pizarra; tía Beatrice demasiado angustiada por no tener un empleo; el padre de Lorna trabajando siempre en una ferretería ajena.

—¿Vida dura? —había preguntado Brendan—. ¿Qué? ¿Los tienen en un campo de concentración?

Luego había agregado que en este mundo hacía falta sentido común. Y Lorna se había tumbado en la cama matrimonial y había dado rienda suelta a uno de esos ataques de llanto furioso que no la avergonzaba recordar. Al cabo de un rato, Brendan había ido a consolarla, aunque convencido aún de que las mujeres siempre lloraban cuando no podían ganar una discusión de otra forma.

Lorna había olvidado ciertos detalles del aspecto de Polly. Que era muy alta, por ejemplo, que tenía el cuello largo, la cintura estrecha y el pecho casi plano. Pequeña barbilla despareja y boca irónica. Piel pálida y pelo corto, castaño claro, fino como un plumaje. Una apariencia a un tiempo frágil y resistente, como una margarita de tallo largo. Llevaba una falda de mezclilla con volantes de encaje.

Brendan se había enterado de su llegada hacía cuarenta y ocho horas. Polly había telefoneado desde Calgary, a cobro revertido, y se había puesto él. Después había hecho tres preguntas, en tono distante pero sereno.

¿Cuánto tiempo se quedará?

¿Por qué no me lo habías dicho?

¿Por qué ha llamado a cobro revertido?

—No lo sé —dijo Lorna.

En ese momento, preparando la cena en la cocina, Lorna se esforzaba por oír de qué hablaban. Brendan acababa de entrar. No había alcanzado a oír su saludo, pero la voz de Polly era alta y de una jovialidad atrevida.

—El caso es que he empezado con mal pie, Brendan, escucha y verás. Vamos andando Lorna y yo calle abajo, desde la parada, y yo digo: «Ostras, vaya barrio más fino te has buscado, Lorna», y luego voy y digo: «Pero mira esa casa, ¿qué hace aquí? Si parece un establo».

No habría podido empezar peor. Brendan estaba sumamente orgulloso de su casa. Era contemporánea, construida en el estilo llamado poste y viga. Las casas poste y viga no se pintaban; la idea era que se integrasen en los bosques originarios. Desde el exterior, el efecto era el de una construcción sencilla, funcional, con techo plano y saledizo. Dentro las vigas estaban a la vista y la madera sin revestimiento. Había una chimenea de piedra que subía hasta el cielo raso y ventanas largas sin cortinas. Aquí la arquitectura ocupa un lugar preeminente, les había dicho el constructor y, cuando le mostraba la casa a alguien, Brendan repetía no sólo esa frase sino también la palabra «contemporánea».

No se molestó en repetírsela a Polly, ni en sacar la revista con el artículo sobre el estilo y con fotos de casas parecidas, aunque no de ésa en particular.

Polly había traído consigo la costumbre del pueblo de empezar cada frase por el nombre de la persona específica a la cual iba dirigida. «Lorna», decía, o bien «Brendan», y a Lorna, que la había olvidado, esa forma de hablar le parecía algo perentoria y grosera. Sabía que ser grosera no era la intención de Polly, que estaba haciendo un esfuerzo considerable y valiente por fingir comodidad. Y al comienzo había procurado incluir a Brendan. Las dos, en realidad, habían abundado en explicaciones sobre cualquiera que nombrasen; pero no había resultado. Brendan no hablaba sino para recordar a Lorna que faltaba algo en la mesa o señalar que a Daniel se le estaba cayendo la papilla al suelo.

Polly siguió hablando mientras ayudaba a Lorna a levantar la mesa y luego mientras fregaban. Por lo general, Lorna bañaba a los niños y los acostaba antes de lavar los platos, pero esa noche los nervios —veía a Polly al borde del llanto— le impedían hacer las cosas en orden. Dejó que Daniel gateara por el suelo mientras Elizabeth, siempre interesada en los acontecimientos sociales y los nuevos personajes, se quedaba a escuchar la conversación. La situación se alargó hasta que Daniel tiró al suelo su sillita alta —no encima de él, por suerte, aunque se puso a aullar de miedo— y Brendan llegó desde la sala.

—Parece que hemos pospuesto la hora de ir a la cama: —comentó retirando al niño de los brazos de Lorna—. Elizabeth, ve a prepararte para el baño.

Polly había pasado de hablar de la gente del pueblo a describir la situación en casa. Nada buena. El dueño de la ferretería —un hombre a quien el padre de Lorna siempre había mencionado más como amigo que como jefe—, había vendido el negocio sin decir palabra hasta consumarlo todo. El nuevo dueño estaba expandiendo la empresa, al tiempo que perdía mercado frente a Canadian Tire, y no había día que no tuviera una pelea con el padre de Lorna. El padre de Lorna volvía a casa tan desanimado que sólo quería echarse en el sofá. No le interesaban el periódico ni el informativo. Tomaba bicarbonato, pero se negaba a hablar de sus dolores de estómago.

Lorna explicó que en una carta el padre había minimizado esos problemas.

—Bueno, es lo que suele hacer, ¿verdad? —dijo Polly—. Contigo.

El mantenimiento de las dos casas era una pesadilla constante, contó Polly. Habrían debido trasladarse todos a una y vender la otra, pero ahora que la abuela se había jubilado no paraba de enzarzarse con la madre de Lorna, y el padre de Lorna no soportaba la perspectiva de vivir con las dos. Muchas veces a Polly le entraban ganas de largarse y no volver más, pero ¿cómo se las arreglarían sin ella?

—Tú tendrías que hacer tu vida —dijo Lorna. Se sentía rara dando consejos a Polly.

—Oh, claro, claro —replicó Polly—. Me tendría que haber ido mientras las cosas estaban bien, supongo que tendría que haber hecho eso. Pero ¿cuándo han estado bien? Que yo recuerde, nunca. Para empezar, ya me sorprendió que tú pudieras acabar el instituto.

Lorna había hablado con voz apenada y comprensiva, pero se negaba a dejar su tarea para responder a las noticias de Polly como cabía. Las aceptaba como si se refiriesen a gente que conocía y quería, pero de la cual ella no era responsable. Imaginó a su padre echado en el sofá al anochecer, dormitando con unos dolores que se negaba a admitir, y a tía Beatrice al lado, preocupada por lo que se decía de ella, temerosa de que se rieran a sus espaldas o escribieran cosas en los muros. Llorando porque había ido a la iglesia con los tirantes a la vista. A Lorna le dolía pensar en su casa, pero no podía evitar la sensación de que Polly estaba machacándola, intentando que en cierto modo capitulara, envolviéndola en una desdicha íntima. Y estaba decidida a no ceder.

Pero haz el favor de mirarte. Fíjate en tu vida. Tu fregadero de acero inoxidable. Tu casa donde lo que se destaca es el diseño.

—Creo que si me fuese ahora me sentiría demasiado culpable —dijo Polly—. No lo podría aguantar. Me remordería la conciencia.

Claro que a algunos no les remuerde nunca. Hay gente que nunca se siente culpable.

—Menuda ristra de desgracias te has tragado —dijo Brendan cuando ya estaban acostados juntos en la oscuridad.

—Todo pasa en su cabeza —matizó Lorna.

—Sólo recuerda una cosa: no somos millonarios.

Lorna se sobresaltó.

—No quiere dinero.

—¿De veras?

—No es eso lo que me reclama.

—Yo no estaría tan seguro.

Ella se había puesto rígida. No contestó. Luego se le ocurrió algo que tal vez animara a Brendan.

—Sólo se quedará dos semanas.

Esta vez él no replicó.

—¿No te parece bonita?

—No.

Estuvo a punto de contarle que Polly le había hecho el vestido de novia. Ella tenía el plan de casarse con el traje azul marino, pero unos días antes de la boda Polly había dicho «Esto no sirve». De modo que cogió su propio vestido de noche del instituto (Polly siempre había sido más popular que Lorna, había ido a muchos bailes), le puso puntillas blancas y le cosió mangas de encaje. Porque, había dicho, una novia no puede presentarse sin mangas.

Pero ¿a él qué podía importarle?

Lionel se había ido fuera unos días. Su padre acababa de jubilarse y él lo estaba ayudando con el traslado desde el pueblo de las Rocosas hasta Vancouver Island. Un día después de la llegada de Polly, Lorna recibió una carta suya. No un poema sino una verdadera carta, si bien muy breve.

Soñé que te llevaba en mi bicicleta. Íbamos bastante rápido. No parecía que estuvieras asustada, aunque quizá deberías haberlo estado. No tenemos ninguna obligación de interpretarlo.

Brendan había salido temprano. Estaba enseñando en la escuela de verano y dijo que comería en la cafetería. En cuanto él se hubo ido, Polly salió de su habitación. En vez de la falda con volantes llevaba puestos pantalones y no dejaba de sonreír, como absorta en una idea graciosa. Hacía leves fintas con la cabeza para eludir los ojos de Lorna.

—Será mejor que salga a ver un poco Vancouver —dijo—. Porque no parece que vaya a tener otra oportunidad.

Lorna marcó ciertos lugares en un mapa, le dio direcciones y se excusó por no acompañarla, pero con los niños sería más un fastidio que un placer.

—Oh, no. No. No esperaba que vinieras. No he venido para que te ocupes de mí todo el tiempo.

Elizabeth percibió la tensión que había en la atmósfera. Dijo:

—¿Por qué somos un fastidio?

Lorna hizo dormir a Daniel una siesta temprana y cuando el niño se despertó lo puso en el cochecito y le dijo a Elizabeth que irían a los columpios. Los columpios que había elegido no eran los del parque vecino; estaban colina abajo, cerca de la calle donde vivía Lionel. Lorna sabía su dirección, si bien nunca había visto su casa. Sabía que era una casa, no un edificio de apartamentos. Lionel vivía en una habitación del piso de arriba.

No tardó mucho en llegar, aunque, teniendo que empujar el cochecito colina arriba, sin duda a la vuelta tardaría más. Pero ya había entrado en la zona antigua de Vancouver, donde las casas eran más pequeñas y estaban como encajadas en terrenos angostos. Junto a uno de los timbres se leía el nombre de Lionel y junto al otro, «B. Hutchinson». Lorna sabía que la señora Hutchinson era la patrona. Apretó ese timbre.

—Sé que Lionel está de viaje y siento molestarla —dijo—. Pero le he prestado un libro que es de la biblioteca y el plazo de entrega ha vencido. Por eso se me ha ocurrido si no podría entrar en su apartamento a ver si lo encuentro.

La patrona dijo:

—Ya. —Era una anciana con un eterno pañuelo en la cabeza y grandes manchas oscuras en la cara.

—Mi marido y yo somos amigos de Lionel. Mi marido fue profesor suyo en la universidad.

La palabra «profesor» siempre daba resultado. Lorna obtuvo la llave. Aparcó el cochecito a la sombra de la casa y dejó a Elizabeth cuidando a Daniel.

—Aquí no hay columpios —se quejó Elizabeth.

—Tengo que subir sólo un momento. Vuelvo corriendo, ¿de acuerdo?

La habitación de Lionel tenía al fondo una alcoba con una cocina de dos hornillos y un armario. Ni nevera ni otro fregadero que el del cuarto de baño. Había una persiana americana trabada a mitad del cristal y un cuadrado de linóleo con el motivo tapado con pintura marrón. Olía ligeramente a gas mezclado con vahos de ropa gruesa sin ventilar, sudor y desodorante con fragancia de pino que Lorna aceptó, sin pensar mucho y sin ningún disgusto, como el olor íntimo de Lionel.

Aparte de eso, el lugar casi no ofrecía pistas. Lorna no había ido en busca de un libro, por supuesto, sino para estar un momento en el espacio en donde él vivía, respirar su aire, mirar por su ventana. Desde allí se veían otras casas, probablemente divididas como aquella en pequeños apartamentos, sobre la falda boscosa de Grouse Mountain. La desnudez, el carácter anónimo de la habitación eran de una severidad desafiante. Cama, escritorio, mesa, silla. Apenas lo indispensable para que el anuncio pudiera presentar un apartamento amueblado. Lionel debía de haber encontrado hasta la colcha de chenilla. Ningún cuadro —ni siquiera un almanaque— y, lo más sorprendente, ningún libro.

En algún lugar tenía que haber cosas escondidas. ¿En los cajones del escritorio? No podía mirar. No sólo porque no tenía tiempo —ya oía a Elizabeth llamándola desde la acera—, sino porque al no haber nada personal se le hacía más intensa la percepción de Lionel. Y no únicamente de su austeridad y sus secretos, sino también de una vigilancia, casi como si hubiera tendido una trampa y estuviera observando qué hacía ella.

Lo que en realidad quería Lorna era dejarse de investigar y sentarse en el suelo en medio del cuadrado de linóleo. Pasarse horas sentada, no tanto mirando como sumergiéndose en la habitación. Quedarse en ese lugar donde no había nadie que la conociera ni necesitara nada de ella. Quedarse un tiempo largo, muy largo, volverse liviana, ligera como una aguja.

La mañana del sábado, Lorna, Brendan y los niños tenían que ir hasta Penticton. Un alumno los había invitado a su boda. Pasarían allí la noche del sábado y todo el domingo y volverían el lunes por la mañana.

—¿Se lo has dicho? —preguntó Brendan.

—No hay problema. No espera que la llevemos.

—Pero ¿se lo has dicho?

Lorna y Polly pasaron el martes en Ambleside Beach. Fueron con los niños en autobús, cambiando dos veces de línea, cargadas de toallas, juguetes de playa, pañales, comida y el delfín inflable de Elizabeth. Los aprietos físicos en que se vieron, y la irritada consternación que el grupo suscitaba en los demás pasajeros, les provocaron una reacción peculiarmente femenina: un estado de ánimo cercano a la hilaridad. También ayudaba alejarse de la casa donde Lorna era esposa por encima de todas las cosas. Llegaron a la playa con un aire triunfal de batiburrillo ambulante; plantaron el campamento y se turnaron para bañarse mientras vigilaban a los niños e iban a buscar bebidas, polos y patatas fritas.

Lorna estaba algo bronceada; Polly, en absoluto. Estiró una pierna al lado de Lorna y dijo:

—Fíjate. Masa sin cocer.

Con el trabajo que le daban las dos casas y el empleo en el banco, explicó, no tenía ni un cuarto de hora libre para echarse al sol. Pero ahora hablaba despreocupadamente, sin ese tono virtuoso y plañidero. Había caído esa atmósfera amarga que la había envuelto como un viejo paño de cocina. Se las había arreglado sola en Vancouver, y era la primera vez que lo hacía en una ciudad. Había hablado con extraños en la cola del autobús, había preguntado qué valía la pena ver y por consejo de alguien había cogido el teleférico a la cima de Grouse Mountain.

Tendida en la arena, Lorna le dio explicaciones.

—Para Brendan, esta época del año es mala. La escuela de verano destroza los nervios, hay que hacer un modelo en poquísimo tiempo.

—¿Ah, sí? —preguntó Polly—. ¿Entonces no es por mí?

—No digas estupideces. Claro que no es por ti.

—Vaya, qué alivio. Pensé que le revolvía las tripas.

Luego habló de un hombre del pueblo que quería salir con ella.

—Es demasiado serio. Busca mujer. Supongo que Brendan también la buscaba, pero supongo que tú estabas enamorada.

—Estaba y estoy —matizó Lorna.

—Pues yo creo que no. —Polly hablaba con la cara apoyada sobre el codo—. Me figuro que igual puede funcionar si alguien te gusta y sales con él y decides verle lo bueno.

—Bien, ¿y qué es lo bueno? —Lorna se había sentado para poder ver a Elizabeth subida a su delfín.

—Déjame pensar un momento —dijo Polly riendo—. No. Hay cantidad de cosas. Sólo me hago la mala.

Mientras recogían juguetes y toallas, admitió:

—La verdad, no me importaría que mañana hiciéramos esto otra vez.

—A mí tampoco —dijo Lorna—, pero tengo que prepararme para ir al Okanagan. Nos han invitado a una boda. —Procuró que sonara como una tarea doméstica, algo que no se había molestado en mencionar porque era desagradable y aburrido.

Polly dijo:

—Ah, caramba. Entonces puedo venir yo sola.

—Seguro. Deberías hacerlo.

—¿Dónde está el Okanagan?

La noche siguiente, después de acostar a los niños, Lorna fue a la habitación donde dormía Polly. Iba a sacar una maleta del armario suponiendo que Polly estaría aún en el cuarto de baño, aliviando la quemadura del sol con agua tibia y soda.

Pero Polly se encontraba en la cama, envuelta en la sábana como en una mortaja.

—Ya has salido del baño —dijo Lorna como si viese algo normal—. ¿Cómo estás de las quemaduras?

—Bien —contestó Polly con voz empañada.

Al instante, Lorna comprendió que había estado y probablemente estaba llorando. Se quedó a los pies de la cama, incapaz de irse. La había invadido una decepción como una enfermedad, una ola de disgusto. Polly no tenía intención de esconderse; se volvió en la cama para mirar hacia fuera, la cara arrugada e inerme, roja de sol, bañada en llanto. Nuevas lágrimas le brotaban de los ojos. Era un cúmulo de desdicha, una compacta acusación.

—¿Qué pasa? —preguntó Lorna. Fingía sorpresa y fingía compasión.

—Tú no quieres que esté aquí.

Ahora tenía los ojos clavados en Lorna, orlados no ya de lágrimas, amargura y denuncia, sino de la furiosa exigencia de que la abrazaran, la mecieran, la consolaran.

Lorna en cambio le habría pegado. ¿Quién te ha dado derecho?, quería decirle. ¿Por qué te pegas a mí de esta manera? ¿Quién te ha dado derecho?

La familia. La familia le da derecho. Polly ha ahorrado el dinero y planificado la huida con la idea de que Lorna debería acogerla. ¿Habrá soñado con quedarse aquí y no volver nunca? ¿Con participar de la suerte de Lorna, de su mundo transformado?

—¿Y yo qué crees que puedo hacer? —preguntó Lorna, vilmente, para su propio asombro—. ¿Te crees que tengo algún poder? Si nunca me da más de veinte dólares cada vez.

Salió arrastrando la maleta.

Qué falso y repugnante era hablar de sus penas para hacer frente a las de Polly. ¿A qué venían los veinte dólares por vez? Tenía una cuenta corriente y cuando pedía dinero él nunca se lo negaba.

No pudo dormir, mientras recriminaba a Polly mentalmente.

En el calor del Okanagan, el verano parecía más auténtico que en la costa. Las colinas de hierba pálida, la escasa sombra de los pinos de secano, daban al banquete de bodas una escenografía natural donde las reservas de champán, el baile, el coqueteo y un torrente de amistad instantánea y de buena disposición eran inagotables. Lorna no tardó en emborracharse y se sorprendió de cómo el alcohol facilitaba sacudirse las ataduras del ánimo. Se disipó la bruma del desamparo. Se fue a la cama borracha todavía, y lujuriosa, para provecho de Brendan. Hasta la resaca del día siguiente le pareció suave, más una limpieza que un castigo. Con sensación de fragilidad, pero sin ningún disgusto por sí misma, se echó a la orilla del lago a mirar cómo Brendan y Elizabeth hacían un castillo de arena.

—¿Sabías que papá y yo nos conocimos en una boda? —preguntó.

—No muy parecida a ésta, hay que aclarar —dijo Brendan.

Quería decir que aquella boda, de un amigo suyo con la hija de los McQuaig (los McQuaig eran una familia importante del pueblo de Lorna), había sido oficialmente sobria. La recepción era en el salón de la Iglesia Unida —Lorna estaba entre las chicas reclutadas para ofrecer bocadillos— y se había bebido deprisa, en el aparcamiento. Lorna no estaba habituada a que los hombres olieran a whisky, y había pensado que Brendan llevaba un exceso de loción capilar. De todos modos había admirado los hombros anchos, el cuello de toro, la risa y esos autoritarios ojos castaño-dorados. Al enterarse de que era profesor de matemáticas también se había enamorado de lo que tenía en la cabeza. Todo conocimiento de un hombre que a ella le fuera extraño la entusiasmaba. Lo mismo habría dado un sabio en mecánica automotriz.

La atracción con que había respondido él parecía del orden del milagro. Más tarde ella se enteraría de que buscaba mujer; ya tenía cierta edad, era hora. Quería una muchacha joven. No colega, ni alumna, ni siquiera una de ésas que los padres enviaban a la universidad. No malcriada. Inteligente pero sin estropear. Una flor silvestre, decía en el arrebato de aquellos días, e incluso ahora de vez en cuando.

En el viaje de vuelta, en algún lugar entre Keremeos y Princeton, dejaron atrás la candente región dorada. Pero seguía brillando el sol y Lorna tenía apenas una leve molestia, como si se tratara de apartar un pelo de los ojos o de esperar a que se lo llevara una ráfaga.

Pero regresaba. Cada vez se hacía más ominoso y persistente, hasta que de pronto le provocó un respingo y Lorna acabó por reconocerlo.

Tenía miedo —y en parte la certeza— de que durante su viaje al Okanagan, Polly se hubiera suicidado en la cocina de la casa de Vancouver.

En la cocina. Lorna lo veía claramente. Veía exactamente la manera en que Polly podía haberlo hecho. Se habría ahorcado del lado de adentro de la puerta trasera. Cuando ellos volvieran, cuando entraran en la casa desde el garaje, encontrarían la puerta cerrada con llave. Usarían su llave e intentarían empujarla pero la masa del cadáver de Polly les impediría abrir. Correrían a la puerta principal hasta la cocina, donde se encontrarían de bruces con la visión de Polly muerta. Llevaría la falda de mezclilla con volantes y la blusa blanca fruncida: el valeroso atuendo con que se había presentado a sondear su hospitalidad. Las largas piernas pálidas colgando, la cabeza fatalmente torcida sobre el cuello delicado. Delante la silla de cocina a la que se habría subido, y de la cual habría dado un paso al vacío, o un salto, para comprobar cómo la desgracia acababa consigo misma.

Sola en la casa de una gente que no la quería, donde hasta las paredes, las ventanas y la taza en que bebía el café habrían parecido despreciarla.

Lorna recordó el día en que la dejaron sola con Polly en la casa de la abuela, a cargo de Polly durante un día. Puede que su padre estuviera en la tienda. Pero creía recordar que el padre también se había marchado, que los tres adultos estaban fuera de la ciudad. Debía de haber sido una ocasión especial porque nunca se iban en viaje de compras, por no hablar de viaje de placer. Un funeral; casi seguro que un funeral. Era sábado, no había clases. De todos modos, Lorna era demasiado pequeña para ir a la escuela. No le había crecido tanto el pelo para llevar coletas. Le caía en mechones alrededor de la cabeza, igual que ahora a Polly.

Polly atravesaba una etapa de entusiasmo por hacer caramelo o cualquier plato sabroso del cuaderno de cocina de la abuela. Pastel de dátiles y chocolate, macarrones, tocino de cielo. Aquel día estaba mezclando algo cuando había notado que en la alacena faltaba un ingrediente. Había tenido que ir en bicicleta a encargarlo en la tienda del pueblo. El día estaba frío y ventoso; el suelo, desnudo: debía de ser a fines de verano o comienzos de primavera. Antes de salir, Polly había apretado el regulador de la cocina de leña. No obstante, no podía olvidar las historias de niños muertos en incendios caseros mientras las madres salían a por recados como aquél. Así pues, le había dicho a Lorna que se pusiera el abrigo y la llevó fuera, detrás del ángulo de la cocina con la parte principal de la casa, donde el viento no era tan fuerte. La otra casa debía de estar cerrada, pues de lo contrario no la hubiera dejado allí. Le había ordenado que esperase mientras ella iba a la tienda. Quédate aquí, no te muevas, descuida, había dicho. Luego le había dado un beso en la oreja. Lorna la obedecía al pie de la letra. En cuclillas detrás de la mata de lilas, se había pasado diez minutos, quizá quince, aprendiendo la forma de las piedras, las claras y las oscuras, de los cimientos de la casa. Hasta que Polly había irrumpido de vuelta y arrojado la bici en el patio mientras la llamaba a voces. Lorna, Lorna, y, al tiempo que dejaba caer la bolsa de azúcar moreno o de avellanas, la había besado en la cabeza. Pues se le había ocurrido que algún merodeador podía haber visto a Lorna e intentado secuestrarla; uno de esos hombres malos por culpa de los cuales se prohibía a las niñas salir al campo detrás de las casas. Todo el camino de vuelta había rezado para que no sucediera algo así. Y no había sucedido. Hizo entrar a Lorna rápidamente para calentarle las rodillas y las manos.

Ay, las pobres manecitas, decía. ¿Has tenido miedo? A Lorna le gustó aquella efusión y agachó la cabeza, para que la acariciase como a un poni.

Los pinos dieron paso a un bosque perenne más tupido; las bajas colinas pardas, al creciente verdeazul de las montañas. Daniel empezó a lloriquear y Lorna sacó el frasco de zumo. Más adelante le pidió a Brendan que parase para poder cambiarle los pañales al bebé en el asiento delantero. Mientras lo hacía, Brendan se alejó fumando un cigarrillo. La ceremonia de los pañales siempre lo afrentaba un poco.

Lorna también aprovechó la oportunidad para sacar uno de los libros de cuentos de Elizabeth y en cuanto volvieron a instalarse se puso a leerlos a los niños. Era un libro del doctor Seuss. Elizabeth conocía todas las canciones y hasta Daniel tenía cierta idea de dónde encajar sus palabras inventadas.

Polly ya no era la persona que había frotado las manecitas de Lorna, la que sabía todo lo que Lorna ignoraba, esa persona en quien podía confiar que la cuidase. Todo estaba patas arriba y daba la impresión de que, en el tiempo transcurrido desde la boda de Lorna, Polly se había estancado. Lorna la había dejado atrás. Y ahora Lorna llevaba en el asiento trasero dos hijos que cuidar y querer, y era impropio de alguien de la edad de Polly ir a arañar lo que le tocaba.

Pensar estas cosas no le sirvió de nada. En cuanto hubo puesto el conflicto en su sitio, sintió el golpe del cadáver contra la puerta que intentaban empujar. El peso muerto, el cuerpo grisáceo. El cuerpo de Polly, a quien no le habían dado nada. Ni un lugar en la familia que había encontrado ni la esperanza del cambio que se avecinaba en sus sueños.

—Ahora lee Madeline —pidió Elizabeth.

—Me parece que no lo he traído —dijo Lorna—. No. No lo he traído. Pero qué importa, si te lo sabes de memoria.

Empezaron a recitarlo las dos juntas.

En una casa de París cubierta de hiedra.

Vivían doce niñas formando dos hileras.

En dos filas perfectas comían sus patatas.

Se lavaban los dientes y se iban a la cama.

Es una estupidez, melodrama, culpa. No habrá sucedido.

Pero cosas así suceden. Hay gente que se derrumba; no reciben ayuda a tiempo. No reciben ninguna ayuda. Hay gente que se hunde en la oscuridad sin que nadie haga nada.

Esa noche, a las doce menos diez

Clavelina encendió el quinqué

Y dijo: «Hay algo aquí que no va bien».

—¿Por qué paras, mami? —preguntó Elizabeth.

Lorna dijo:

—Espera un minuto. Se me ha secado la boca.

En Hope comieron hamburguesas y batidos. Luego, cuando atravesaban Fraser Valley, los niños se durmieron. Todavía faltaba un rato. Hasta que llegaran a Chilliwack, hasta que llegaran a Abbotsford, hasta que vieran enfrente las colinas de New Westminster y las otras colinas coronadas de casas, las afueras de la ciudad. Quedaban todavía puentes que cruzar, curvas que tomar, calles que recorrer, esquinas que dejar atrás. Todo esto antes de. La próxima vez que Lorna viese cualquiera de esas cosas sería después de.

Cuando entraron en Stanley Park se le ocurrió rezar. Era una vergüenza: la plegaria oportunista de una descreída. El incoherente que-no-pase, que-no-pase. Que no haya pasado.

El cielo seguía despejado. Desde el puente de Lion’s Gate divisaron el estrecho de Georgia.

—¿Se ve Vancouver Island hoy? —preguntó Brendan—. Fíjate tú. Yo no puedo.

Lorna estiró el cuello para mirar por encima de él.

—Allá lejos —dijo—. Muy tenue, pero se ve.

Y con la visión de esas masas azules, cada vez más sutiles, por fin casi impalpables, que parecían flotar en el mar, pensó en la única salida que le quedaba. Hacer un trato. Creer que todavía era posible, que hasta el último minuto era posible hacer un trato.

Tenía que ser serio. Una promesa u ofrecimiento desgarrador y final. Toma esto. Te prometo esto. Si acaso no era cierto. Si acaso no había ocurrido.

Los niños no. Apartó aquel pensamiento de su mente, como si estuviera sacándolos de un incendio. Tampoco Brendan, por la razón contraria. No lo amaba lo suficiente. Solía decir que lo amaba, y en cierto modo lo decía en serio, y necesitaba que él la amase, pero junto al amor, casi todo el tiempo, se oía un leve zumbido de odio. Por eso ofrecerlo en trato a él habría sido repudiable; y además inútil.

¿Ella misma? ¿Su belleza? ¿Su salud?

Se le ocurrió que podía estar equivocada. En casos así tal vez no es una quien elige. No es una quien pone las condiciones. Sólo las descubre cuando se enfrenta con ellas. Una debe prometer que las cumplirá sin conocerlas. Prometer.

Pero de los niños ni hablar.

Subían por Capilano Road hacia su zona de la ciudad, el rincón del mundo donde sus vidas cobraban verdadero peso y sus acciones tenían consecuencias. Allí estaban, mostrándose entre los árboles, los inflexibles muros de madera de su casa.

—Por la puerta delantera será más fácil —dijo Lorna—. No habrá que subir escalones.

Brendan preguntó:

—¿Qué problema hay por un par de escalones?

—No he visto el puente —chilló Elizabeth, súbitamente despierta del todo y decepcionada—. ¿Por qué no me despertasteis para que viera el puente?

Nadie le respondió.

—A Daniel el sol le ha quemado todo el brazo —dijo con algo de satisfacción.

Lorna oyó voces y pensó que venían de la casa de al lado. Rodeó la casa detrás de Brendan. Daniel estaba apoyado en su hombro, profundamente dormido. Ella llevaba la bolsa de pañales y la de libros de cuentos y Brendan llevaba la maleta.

La gente cuyas voces había oído estaba en su jardín. Polly y Lionel. Habían arrastrado dos sillas para sentarse a la sombra. De espaldas a la vista.

Lionel. Lo había olvidado totalmente.

Levantándose de un salto corrió a abrirles la puerta trasera.

—La expedición ha regresado con todos los que partieron —comentó, con una voz que Lorna no creía haberle oído nunca.

Había en ella un entusiasmo natural, una confianza cómoda y apropiada. La voz de un amigo de la familia. Mientras mantenía la puerta abierta la miró a los ojos —algo que no había hecho casi nunca— con una sonrisa despojada de cualquier perspicacia, voluntad de ocultamiento, complicidad irónica o devoción misteriosa. Habían desaparecido los enredos, los mensajes privados.

Ella procuró que todo eso resonara en su voz.

—Bien…, ¿y cuándo has vuelto?

—El sábado —respondió él—. Olvidé que ibais a estar fuera. Lo primero que hice fue venir a saludaros y no os encontré, pero estaba Polly. Ella me lo dijo y entonces me acordé, claro.

—¿Qué te dijo Polly? —preguntó Polly acercándose por detrás de él. En realidad no era una pregunta, sino la observación medio burlona de una mujer que sabe que casi todo lo que diga será bien recibido.

Las quemaduras del cuello y la frente se le habían transformado en bronceado, o al menos en un rubor nuevo.

—Dame —le dijo a Lorna, aliviándola de las bolsas y del frasco de zumo que llevaba en la mano—. Llevaré todo menos el niño.

El enmarañado pelo de Lionel era ahora más castaño oscuro que negro —cierto que por primera vez lo veía a la luz del sol— y su piel también estaba bronceada, lo suficiente para que la frente ya no tuviera ese brillo pálido. Los pantalones oscuros eran los de siempre, pero Lorna no reconoció la camisa. Una camisa amarilla de manga corta, de una tela barata, brillante de tanto plancharla, demasiado ancha de hombros, comprada quizás en la tienda de caridad de la parroquia.

Lorna llevó a Daniel a su habitación. Lo puso en la cuna y se quedó susurrándole, acariciándole la espalda.

Pensó que Lionel la debía de estar castigando por el error de haber ido a su apartamento. Seguro que la patrona se lo había dicho. Con sólo pensar un poco, habría debido esperárselo. No lo había pensado, probablemente, porque creía que no importaría. Incluso podía haber pensado que se lo contaría ella misma.

Pasaba por allí para llevar a los niños a los columpios y se me ocurrió entrar, sencillamente, y sentarme en medio de tu habitación. No sabría explicarlo. Me pareció que sentarme allí en el suelo me daría un momento de paz.

Había pensado —¿después de la carta?— que entre los dos existía un vínculo, no necesariamente explícito pero fiable. Y había cometido un error; lo había asustado. Una suposición excesiva. El había dado media vuelta y allí estaba Polly. A causa de la ofensa de Lorna se había entendido con Polly.

Tal vez no, sin embargo. Tal vez simplemente había cambiado. Recordó la desnudez extraordinaria de la habitación, la luz en las paredes. De aquel lugar podían surgir versiones muy diversas de Lionel, creadas sin esfuerzo en un abrir y cerrar de ojos. Tal vez su actitud fuera una respuesta a un pequeño trastorno, o al descubrimiento de que no podía llevar algo adelante. O a nada tan terminante; apenas a un parpadeo.

Cuando Daniel se durmió del todo, Lorna bajó las escaleras. En el cuarto de baño descubrió que Polly había lavado los pañales perfectamente y los había dejado en el cubo, cubiertos con la solución azul desinfectante. Recogió la maleta que había quedado en medio de la cocina, la llevó arriba y la abrió sobre la cama grande para separar la ropa limpia de la que habría que lavar.

La ventana de su habitación daba al jardín de atrás. Oyó voces: la de Elizabeth aguda, casi un chillido de excitación por la vuelta a casa, y acaso el esfuerzo de atraer a un público más amplio; la de Brendan autoritaria pero agradable, haciendo un recuento del viaje.

Se acercó a la ventana y miró abajo. Vio a Brendan ir hasta el cobertizo, abrir el candado y sacar la piscina inflable de los niños. Cuando se le iba a cerrar la puerta, Polly corrió a sostenerla.

Lionel se levantó a desenrollar la manguera. Lorna jamás habría pensado que sabía dónde estaba.

Brendan le dijo algo a Polly. ¿Gracias? Parecían estar en términos inmejorables.

¿Y eso cómo había ocurrido?

Tal vez, siendo una elección de Lionel, ahora habría que tener en cuenta a Polly. Una elección de Lionel, no una imposición de Lorna.

O tal vez Brendan estuviera contento, simplemente, porque habían estado fuera. Quizá se hubiera aliviado un tiempo de la carga de mantener la casa en orden. Quizás hubiera advertido, muy atinadamente, que esa Polly transformada no era ninguna amenaza.

Como por arte de magia, una escena corriente y asombrosa. Todo el mundo feliz.

Brendan había empezado a inflar la piscina de plástico. Elizabeth se había quedado en bragas y bailoteaba con impaciencia. Brendan ni se había molestado en decirle que corriera a ponerse el bañador, que no podía bañarse con bragas. Lionel había abierto el grifo y, hasta que se necesitara el agua para la piscina, estaba regando las capuchinas como cualquier dueño de casa. Polly le dijo algo a Brendan y él puso el tapón en el agujero y le pasó la piscina medio inflada a ella.

Lorna recordó que en la playa Polly había inflado el delfín. Como decía ella misma, tenía buenos pulmones. Soplaba con ritmo y al parecer sin esfuerzo. Allí estaba en pantalón corto, las piernas desnudas bien separadas, la piel reluciente como corteza de abedul. Y Lionel la miraba. Justo lo que necesito, debía de estar pensando. Una mujer así de competente y sensible, maleable pero sólida. Ni vana, ni soñadora, ni insatisfecha. Bien podía ser ésa la clase de persona con que se casara un día. Una esposa que se hiciera cargo. Entonces él cambiaría y volvería a cambiar, quizás a su modo se enamorara de alguna otra, pero su esposa estaría demasiado ocupada para darse cuenta.

Podía ocurrir. Polly y Lionel. O no. Quizá Polly volviera a su casa como estaba previsto, y no por volver se le partiría el corazón. O eso era lo que pensaba Lorna. Se casara Polly o no, lo que le partiría el corazón no serían las historias con hombres.

Poco después el borde de la piscina estuvo hinchado y liso. Colocaron la piscina en la hierba, con la manguera dentro, y Elizabeth se puso a chapotear. Alzó la mirada hacia Lorna como si todo el tiempo hubiera sabido que estaba en la ventana.

—Está fría —gritó extasiada—. Mami… Está fría.

Entonces Brendan también miró hacia arriba.

—¿Qué haces ahí?

—Deshago la maleta.

—Eso puede esperar. Ven con nosotros.

—Ya voy. En un minuto.

Desde el momento en que entró en casa —desde que había comprendido, de hecho, que las voces que estaba oyendo eran las de Polly y Lionel—, Lorna no había vuelto a pensar en la visión que, kilómetro tras kilómetro, había tenido del cuerpo de Polly arrojado contra la puerta trasera. Ahora la visión la asombraba como a veces, al despertarse, asombra el recuerdo de un sueño. Tenía la potencia y el aire vergonzoso de un sueño. También su inutilidad.

No exactamente al mismo tiempo, sino con cierta demora, le llegó el recuerdo del trato. De su débil, neuróticamente primitiva noción de trato.

Pero ¿qué había prometido?

Nada que ver con los niños.

¿Algo que ver con ella?

Había prometido que haría lo que tuviera que hacer no bien comprendiese de qué se trataba.

Eso eran evasivas, un trato que no era un trato, una promesa sin el menor sentido.

Pero probó varias posibilidades. Casi como si diese forma a aquella historia para contársela a alguien —no a Lionel, ahora, pero a alguien— para entretenerlo.

No leer más libros.

Adoptar niños de malos hogares y países pobres. Trabajar para curarlos del maltrato y el abandono.

Ir a la iglesia. Aceptar creer en Dios.

Cortarse el pelo muy corto, dejar de maquillarse, no alzarse nunca más los pechos con sujetadores con aros.

Se sentó en la cama cansada del juego, de su irrelevancia.

Más sentido tenía el hecho de que el trato al que estaba atada seguiría vivo como seguía viva ella. El trato ya estaba en marcha. Aceptar lo que había pasado y no engañarse respecto a qué iba a pasar. Días, años y sentimientos siempre muy semejantes, salvo que los niños crecerían, y que habría uno o dos más que crecerían también, y que ella y Brendan se harían mayores y después viejos.

No era sino ahora, en aquel momento, cuando veía con verdadera claridad que había contado con que pasaría algo, algo que le cambiaría la vida. Había aceptado su matrimonio como un cambio mayor, pero no el último.

Así pues, ya no quedaba nada que ella o cualquier persona razonable no pudiera prever. Eso sería su felicidad; eso había ofrecido en el trato. Nada secreto ni insólito.

Presta atención, pensó. Sintió un impulso dramático de arrodillarse. Esto va en serio.

Elizabeth volvió a llamarla.

—Ven aquí, mami. Baja.

Y luego los demás: Brendan, Polly y Lionel, uno tras otro, la llamaban, se reían.

Mami.

Mami.

Ven aquí.

Hace mucho tiempo que sucedió esto. En Vancouver norte, cuando vivían en la casa poste y viga. Cuando ella tenía veinticuatro años y ninguna experiencia en tratos.