Jean tomó el tren a Montreal, siguiendo la ruta del Moccasin de su infancia. Sentía que era correcto hacer el viaje en tren. Luego cambió de tren y viajó a una parada más allá, al pueblo de St. Jerome, y anduvo la corta distancia que la separaba del cementerio elegido por su madre tantos años atrás.
Era un día frío de abril. Fuertes vientos azotaban las altas hierbas que crecían entre la iglesia y el camposanto. Jean se paró ante las tres lápidas de piedra, a mirar por vez primera la marca de su hija: las pocas palabras, aquella única fecha.
Dejó el macuto en el suelo y se arrodilló en el barro. ¿Cómo pudo haber dejado de hablar en el preciso momento en que su hija más necesitaba escuchar su voz? Empezó a castigarse, pero luego se deshizo de ese recelo; pues había una paz verdadera en sentir que las rodillas de sus medias se empapaban de la tierra húmeda. Tantas veces había intentado imaginar a la persona que había creado el primer jardín: el primero en plantar flores por gusto, la primera vez que las flores se apartaron deliberadamente —con un muro o una acequia, o una valla— de la flora salvaje. Pero ahora sintió, con una sabiduría casi primaria, que el primer jardín tuvo que ser una tumba.
A última hora de la mañana, cuando Avery llegó al cementerio de St. Jerome, vio las flores de Jean. Había venido, en el primer cumpleaños de su hija, su instinto no le había fallado. Pero se la había perdido. Había conducido durante la mitad de la noche, y había llegado demasiado tarde. Se quedó parado ahí un tiempo, incrédulo.
Descendió la pequeña colina hasta la cripta, en una esquina del camposanto, idéntica a como Jean la había descrito hacía tanto tiempo. A lo largo del vasto edificio de piedra había un banco de madera. Se sentó, reclinando la espalda, con la cabeza contra la pared. Contempló el campo adyacente, vacío, sin siquiera el caballo negro de la infancia de Jean. La imaginó de niña con su padre, casi como si se tratara de su propio recuerdo, leyendo juntos al lado de la gruesa puerta de roble.
La infancia de Jean, su red de recuerdos y de memoria inconsciente, una vez fue un regalo que ella le hizo sólo a él. Ahora se lo había entregado a otro. Ésta era la pérdida que más le abrumaba. Nuestra memoria contiene más que lo que recordamos: esos momentos demasiado ordinarios como para guardarlos, de los que beberemos toda nuestra vida. De todos los privilegios del amor, era éste el que más le conmovía: ser testigo, en otro, de recuerdos tan profundos que permanecen inefables, vislumbrados sólo por una intuición, por una preferencia ilógica o un deseo inocente, por un pesar que surge aparentemente de la nada, por un anhelo inexplicable.
No es la última oportunidad la que debemos atrapar de alguna manera, sino la oportunidad que se pierde. No se había dado cuenta de lo fervientemente que había esperado esta fecha, el 10 de abril. Ahora le dolía la cabeza por conducir de madrugada, por las seis horas de esperanza esforzada, equivocada.
Cerró los ojos y pronto cayó dormido, con la cabeza formando un ángulo incómodo contra la pared de piedra de la cripta. Al despertar, regresó a la tumba de Elizabeth y dejó un puñado de piedras. Jean había derramado tantas lágrimas, pero él había llorado una sola vez, en la cocina de su madre, por todos ellos. Ahora se sentó en el coche junto a la verja del cementerio y lloró de nuevo; por sí mismo.
Recordó haber llevado a Jean al jardín de la iglesia de St. Paneras, para enseñarle el árbol de Thomas Hardy. La pequeña parroquia londinense había sido levantada, desparramando huesos y plintos, para abrir paso al ferrocarril. Hardy, entonces un joven arquitecto, había sido el encargado de supervisar la excavación de las tumbas. Como no sabía qué más hacer, y abrumado por la responsabilidad, había reunido las lápidas esparcidas y las había colocado en un círculo estrecho, apoyándolas unas contra otras como las páginas de piedra de un libro, rodeando el ancho tronco de un fresno.
El viento había soplado húmedo y fresco. Rodeándola con su brazo, había sentido la fría piel de Jean bajo la cinturilla de su falda. Sus dedos conservaban aún el recuerdo de aquella pulgada de frío. El tiempo y la climatología habían desvanecido toda marca de las lápidas. No había resistido ni un nombre ni una fecha. Sólo habían podido leer dos palabras con claridad, marcadas en una sola piedra: en memoria. El árbol estaba desnudo, pero resguardaba a los muertos.
Era ya media tarde cuando Avery emprendió el camino de vuelta pasando en el coche por las verjas del cementerio hasta el pequeño pueblo de St. Jerome. El cielo se estaba ennegreciendo por una nevada inminente. Cuando casi había atravesado todo el pueblo la vio en la carretera, caminando de regreso al cementerio, una figura delgada, decidida, con la cabeza agachada contra el viento. Siguió conduciendo, presa de la confusión, unos minutos más.
Condujeron más allá de Montreal hacia el paisaje que los dos conocían tan íntimamente. No se detuvieron, sino que lo atravesaron en coche. Ninguno de los dos pudo prever el efecto de viajar de nuevo por una tierra que había cambiado tanto, y que tanto los había cambiado a ellos. Cuántas veces, al principio de todo, habían regresado al paisaje anegado de la vía marítima, habían emprendido la marcha sin más destino que el deseo de estar juntos cuando el día se les fuese revelando. Veían la ribera fantasma tal y como había sido, incluso al cruzar los pueblos nuevos.
Jean pensó en Ashkeit, y en el pueblo abandonado de Gemai Este que había sido la segunda visión que habían tenido en aquel vacío. Ahí, sobre un luminoso muro encalado, el dueño de una casa había pintado en la fluida caligrafía de los nubios su poema de despedida:
Los olores de la patria son los de los jardines.
Lo abandoné derramando lágrimas…
Dejé mi corazón, y no tengo más que uno.
Renuncié a él no por mi voluntad…
Y unas semanas más tarde, cuando viajaron al nuevo asentamiento de Khashm el Girba, vieron que la escasa decoración añadida a algunas de las casas no representaba el nuevo mundo que los rodeaba, ni era a base de formas y dibujos geométricos, sino de melancólicas semblanzas de lo que había quedado atrás, de las plantas y los palmerales de las riberas del Nilo, un horizonte de dunas y colinas.
En toda la desolada planicie que rodeaba Khashm el Girba no había más que una sola colina. Era habitual, según les contó un joven del pueblo, que los colonos subieran caminando a esa cima solitaria, a una distancia de más de cuarenta kilómetros.
¿Y qué haces, había preguntado Avery, cuando llegas a la colina?
La escalamos, dijo el joven. Pero nunca se ve lo bastante lejos como para divisar nuestra patria.
Entonces Avery había puesto su mano sobre la tripa de Jean.
Ahora, en el coche, con el cielo de la tarde inmóvil sobre los campos, Jean recordó lo que Avery había dicho tras la muerte de su hija. En el momento equivocado, aquellas palabras cuya intención era sanar fueron vanas. Recordó la gratitud con la que su mano había tocado a la niña aquel día, en el nuevo asentamiento. Su hija estaba aún viva, en aquel lugar de destierro, en Khashm el Girba; en aquel lugar de comienzos impotentes.
Si realmente existiera en este mundo el verdadero perdón, pensó Jean, éste no sería conferido a través de la piedad; ni puede conferirlo una persona a otra, sino a ambos un tercero, una compasión que sucede entre ellos. Esta compasión es el perdón.
No debemos olvidar lo que significa estar enamorado de otro ser humano, había dicho Lucjan. Porque esto, una vez perdido, luego no puede ser siquiera imaginado.
En el coche, algo se resolvió entre ellos. Pero no era una paz. Los dos lo sintieron: una oportunidad en crudo. Si hablaban de forma imprecisa, se desvanecería.
Avery sintió de nuevo que el peso oscuro de ella junto a él era una especie de tierra. Sintió la familiaridad de su concentración y, ahora, la intensidad de la nueva experiencia que había en ella, sobre la que sólo podía hacer dolorosas adivinanzas. Esto lo había echado en falta por completo: poder estar sencillamente sentado a su lado, escuchándola pensar.
Ahora, al este de Kingston, estaba oscuro. Habían hablado muy poco en todas las horas que los separaban de Montreal.
La calefacción del coche estaba puesta, pero Jean tenía los pies fríos y húmedos dentro de las botas. El barro del cementerio se le había endurecido en las rodilleras de las medias.
—Avery —dijo Jean—. Trasladar el templo no fue una mentira.
Durante un rato él no contestó.
—Trasladar el templo no fue la mentira —dijo al fin—, pero mover el río sí que lo fue.
—¿Cuánto tiempo llevas sabiendo esto?
De nuevo, silencio.
—Desde hace como un kilómetro.
—Esto ya me lo intentaste decir una vez —dijo Avery—. Que debo pensar más las cosas en las que meto la mano. Por tanto querer hacer el bien. Sólo con vivir, dijiste, cambiamos el mundo, y nadie vive sin causar dolor.
A veces, pensó ella, no hay una línea que separe un tipo de amor de otro. A veces hacen falta más de dos personas para hacer un niño. A veces la ciudad es Leningrado, y a veces es San Petersburgo; a veces es las dos a la vez; y ahora ya nunca será una sin la otra. No podemos separar nuestros errores de la vida que vivimos; todo es la misma cosa.
—Hace tanto que te conozco —dijo Avery—, y todavía me sorprendes. Recuerdo pensar que conocía tu misma esencia casi desde el primer momento, y creo que era así. Pero no te estaba escuchando, Jean, a pesar de que me estabas susurrando justo en el oído.
—Cuando vi las flores —dijo Avery—, supe que habías estado allí.
—Las flores no durarán —dijo Jean—. Hace demasiado frío. Pero planté otra cosa. Semillas de las plantas que recogí en la ribera del río, el día que nos conocimos.
Por un momento Avery pensó que tendría que parar el coche en el arcén de la autopista. Pero siguió adelante.
—Esta mañana muy temprano —dijo Avery—, me detuve en un punto del St. Lawrence, justo pasado Morrisburg. Bajé caminando hasta el río. En la arena, centelleando a la luz de la luna, había un biberón. Alguien lo había dejado caer y lo había olvidado, sin más, pero la sensación de violencia era abrumadora. Yo sabía que ahí no había más que inocencia, pero la sentí de todas formas. Era una escena que podría haber pintado mi madre.
Queremos dejar algo atrás, pensó Jean, un mensaje en la mesa de la cocina diciendo que enseguida volvemos. Una chaqueta de traje sobre un tejado.
¿Qué deja atrás un niño? Marina había hecho esa pregunta hacía mucho tiempo. Nos aferramos a los dibujos de los niños de The resienstadt, al diario de una niña holandesa, porque los necesitamos para que expresen las pérdidas de guerra de todos los niños.
Algunos días se hacen posibles, pensó Jean, sólo gracias al amor.
En el largo silencio que los rodeaba, con el ruido sordo de la calefacción del coche, Avery le tocó la mejilla. Jean hundió la cabeza en su mano.
Nunca había creído de verdad que volvería a sentir esto, la respuesta del cuerpo de ella a su tacto. No se atrevió a parar el coche, ni a decir una palabra.
Manchas blancas de nieve, icebergs, nubes flotaban en los campos negros. Pero no había nada blanco que brillara en la negritud del río fluyendo junto a ellos a su paso.
Avery y Jean se pararon en el descansillo de la avenida Clarendon. Eran casi las dos de la mañana. En el Gran Templo de Abu Simbel había habido estrellas en el techo pintado y ahora, cinco mil años después y a medio planeta de distancia, Avery se dio cuenta de lo antiguo que era este deseo. Replicar el cielo. Sostener algo más allá de nuestro alcance.
—En el cementerio —dijo Jean—, cerca de la tumba de Elizabeth estaba la tumba de otro niño. Allí alguien había dejado un magnífico jardín de flores de plástico. Helechos exuberantes salían de un cuadrado gordo de esponja de floristería, y en el follaje había dos perros de porcelana pintada. Cada flor de plástico había sido elegida con cuidado; rosas, jacintos, tulipanes, lirios de los valles. Había amor en cada recoveco de hojas y pétalos. Recuerdo estar mirando flores de plástico en una tienda cuando era pequeña. Oí a alguien decir: «No son de verdad», y no entendí lo que querían decir, yo tenía una flor en la mano, claro que eran de verdad.
»El jardín de aquel niño se apoyaba en su gruesa esponja colocada encima de la fría tierra de primavera. Era tan de verdad como cualquier otra cosa. A un niño ese jardín le parecería hermoso.
»Todo lo que está hecho de amor está vivo.
Avery extendió una manta sobre el dormitorio de Jean. Se sentó dándole la espalda. El desierto había desaparecido casi completamente de su piel.
Junto ajean había una taza de agua y la caja de pinturas de Avery. Ella pasó el pincel por su espalda pálida y estrecha.
Lamentar el pasado no es el final de la historia; es la mitad de la historia.
Cuando Jean hubo terminado, supo lo cuidadosa que iba a tener que ser. Para no borrarlo todo, sino sólo dejar que el agua lo diluya.