El viaje vino a resultar más lento de lo que ellos deseaban. Por todas partes podían verse patrullas alemanas armadas, vigilando los caminos y los caseríos. Tenían que evitar su encuentro, pues, a pesar del disfraz, los dos americanos experimentaban el natural temor de ser descubiertos.
Durante el día avanzaron bien poco en su trayecto; pero una vez cerrada la noche, pudieron reemprender más tranquilos su camino.
Al rayar de nuevo el alba, hallábanse cerca del molino de tía Greta, la madre del héroe muerto en el reciente ataque a las instalaciones alemanas. Decidieron ocultarse allí; contaban con el seguro hospedaje de la molinera.
La persona de Greta Jaihg impresionó extraordinariamente a Helen y a su compañero. Era una opulenta matrona de cuarenta y cinco años, viuda, sin otro hijo que el que acababa de perder. No vieron lágrimas en sus ojos; adoptaba un extraño gesto reconcentrado, como de estupor, y habló así a Nils Hojden:
—Mi Hans quizá vuelva todavía. Y si no vuelve…, iré yo a buscarle. Dicen que murió bajo el fuego…, pero yo no lo creo; su padre murió ahogado aquí en el molino, durante una inundación; su abuelo, igual… ¡Y yo sé que él también ha de morir por el agua, y no por el fuego!
El agente americano tuvo la rápida sospecha de que la molinera no conservaba muy firmes sus facultades mentales.
Acomodáronse fácilmente los tres fugitivos en la granja-molino. Nils Hojden previno a sus compañeros el peligro de una posible visita de las S. S., para realizar algún registro. La casa de la viuda Jaihg había sido, hasta ahora, uno de los principales centros clandestinos de reunión de los patriotas. Existía, además, la posibilidad de que los alemanes hubiesen identificado el cadáver de Hans Jaihg, hallado bajo los escombros del incendio.
Helen quedó junto a la viuda, y Jimmy y Nils fueron a resguardarse en les amplios establos. Dormirían allí durante el día. Y reemprenderían la marcha en cuanto se pusiese el sol.
Acababan de tenderse en sus yacijas de heno seco, cuando oyeron fuerte rumor de pasos hacia la entrada de la granja. Era una patrulla formada por diez individuos de las S. S., mandados por un suboficial. Bien pronto pudo colegirse que venían con intención de llevar a cabo el temido registro.
Jimmy y el danés permanecían atisbando por las rendijas del establo; y el segundo dijo:
—¿Qué opinas que debemos hacer, americano?
Tardó éste en responder, y al cabo manifestó, mientras se frotaba las manos y en sus ojos brillaba una atrevida llama:
—Pues opino, camarada… que nos vendrían muy bien disponer de un par de uniformes como los que lucen esos esbirros. Fíjate: el del suboficial resultaría perfectamente a mi medida, y en cuanto a ti, no te estaría mal el de aquel grueso soldado de las gafas. ¿Qué te parece, Nils… si intentásemos desnudarlos?
Nils Hojden, aunque poseía un valor a toda prueba, miró a su compañero con cierta alarma, al oírle expresar tan temeraria propuesta con el más natural desenfado: y pensó:
«… En verdad que estos yanquis son el mismísimo demonio…,»
* * *
La catástrofe de Bornholm había causado una impresión extraordinaria y no menor desconcierto entre las autoridades alemanas. Podía esperarse una violenta reacción de las S. S. nazis, contra los habitantes del país.
Conocido era ya entonces en toda la Europa ocupada este Cuerpo militar de represión, cuya fama de dureza y sagacidad ha quedado para la Historia. Mas erraría quien creyera que todos los componentes de las S. S. eran verdugos sin entrañas, dominados por un bárbaro instinto de represalia. En no pocos casos, tratábase de vulgarísimos ciudadanos y honestos padres de familia, a quienes los azares de la situación habían empujado a engrosar las filas de la milicia nazi, sin demasiados entusiasmos políticos o de partido.
Esto y no otra cosa era lo que iba diciéndose a sí mismo, en aquella madrugada de agosto, el suboficial Otto Hund, de la 47.º brigada, cuando al frente de sus diez hombres dirigíase a cumplimentar, con no excesivo gusto por su parte, la orden de registros y «recogida» de sospechosos que irían a engrosar los contingentes de los campos de concentración. Él, en fin de cuentas, y a pesar de su bizarro uniforme y de su faz aparentemente fosca, no era otra cosa que un pacífico campesino bávaro, arrancado también de su hogar a la fuerza, como ahora lo serían algunos varones bornholmeses.
La patrulla marca su paso militar, de dos en dos, por las veredas que limitan los verdes prados. Van todos con el arma presta, bajo el brazo, apoyado el índice sobre el gatillo; pues no deja de ser posible cualquier emboscada de los partisanos.
El molino de Jaihg es la primera «visita» anotada en la lista. Otto Hund y su patrulla se han detenido, recelosamente, junto al puente rústico que atraviesa el arroyo, o más bien torrente, cuyas aguas aprovechan las pesadas muelas.
Otto Hund está pensando ahora que, pese a las diferencias de la construcción y del paisaje, el molino báltico que está contemplando le recuerda bastante a su amada hacienda bávara, «El Tilo Viejo». Sus ojos se humedecen, mientras piensa:
«… ¿Qué estarán haciendo ahora mi pequeño Otto, y Berta, y los otros tres…?».
Pero enseguida se esfuerza por apartar de su imaginación estas ideas «románticas». Recupera su talante adusto, y golpea fuertemente la cancela del molino.
Tía Greta está ya ante él, con su hermético gesto, llevando en la mirada un destello que escama un poco al visitante.
Otto tiene bien aprendido su discurso:
—Responda usted a esto, molinera: nos han llegado varias confidencias, según las cuales su hijo Hans Jaihg murió en el traidor ataque de anteanoche. En tal caso, su cuerpo seria el que apareció carbonizado junto a la cerca. Conteste usted con claridad. Las autoridades alemanas tienen especial interés en aclarar este extremo, porque de no tratarse del cadáver de su hijo, sería el de cierto espía americano. Sabemos que su hijo Hans no apareció por el molino en todo el día de ayer.
El semblante de tía Greta no se ha alterado poco ni mucho. Manifiesta, con voz metálica:
—Les han informado mal. Mi hijo no ha abandonado la casa. Hemos tenido mucho trabajo estos días. Ahora mismo, Hans está ordeñando las vacas, junto con mi vecino Nils Hojden.
—Haga que se presente enseguida.
El cuarentón suboficial, además de su amor a la vida campesina y a la cerveza negra, tiene otra notoria afición: las muchachas. Por eso no es de extrañar que sus ojos queden prendidos en la atractiva silueta de la joven granjera de pelo rubio ceniciento, a la que ve salir de los establos, portando dos cubos de leche.
—¡Guapa chica! —comenta—. ¿Es hija suya también?
—No —responde tía Greta, en el mismo tono de siempre—. Se trata de la moza de servicio. Es muda, la pobre.
En este mismo momento, ocurre algo insólito: la «muda», al pasar junto al suboficial, le guiña picarescamente un ojo.
Y el ingenuo Otto piensa para su capote, mientras atusa su mostacho:
«… ¡Caramba!, qué lástima que haya tanta gente por aquí. Esta chica parece que ha de ser pan comido… ¡Y es bonita, la indina!…».
—Aquí está Hans, señor oficial —dice ahora tía Greta—. Como podrá ver, se trata de un buen chico, incapaz de meterse en esa clase de locuras…
Otto le echa el ojo al supuesto Hans, y puede contemplar la figura de un mocetón de rostro completamente rasurado y gesto que parece tímido.
—Bien, bien… Quizá tendrás que hacer acto de presencia allá en la Comandancia, muchacho.
El otro ni se atreve a responder.
—A otra cosa, molinera —añade Otto—; tenemos orden de realizar un registro en la casa.
—Jaihg y mi vecino Nils les acompañarán —responde tía Greta, sin inmutarse—. No sentimos la menor preocupación, señor oficial. Somos gente inofensiva. ¿Por dónde quieren empezar?
—Por la bodega —manifiesta rotundamente el suboficial.
Quizás ha hablado ahora así, más bien movido por sus aficiones báquicas que por las necesidades del servicio. Recuerda perfectamente la prohibición que existe de aceptar libación ninguna ofrecida por los paisanos; pero conserva también en la memoria… aquella ocasión en que se saltó tal orden, en esta misma casa. ¡Buena cerveza tienen en el molino; no se le ha olvidado!
El «vecino». Nils, entretanto, ha murmurado al oído del falso Jaihg:
—De los tres barriles que hay, sólo uno contiene cerveza; el último. El primero está repleto de cartuchos de trihilita y municiones para ametralladora, y en el de en medio hay escondidas hasta media docena de metralletas «Thompson».
La moza «muda» ha oído también este informe del pacifico vecino, y sonríe con su gesto bobalicón, como no ha dejado de hacerlo desde la entrada de los visitantes.
Otto Hund, junto con dos de sus hombres, desciende a la bodega, que es de reducidas dimensiones. Los restantes individuos de las S. S. han quedado en la entrada, siempre con las armas a punto.
El suboficial Hund está ya junto al primer tonel; pero no hay duda de que presta mayor atención a la apetitosa figura de la granjera «muda» que no a su misión de registro. Distraídamente, golpea la cuba con la culata de su pistola, a la par que levanta el ancho tapón de corcho, como para mirar el contenido…
Nils y su compañero, que han quedado en el rellano superior del tramo de escalera que da acceso a la bodega, han llevado ahora sus manos al bolsillo posterior del pantalón.
Pero el bueno de Otto no llega a asomar su nariz al redondo orificio. Porque en aquel momento ve cómo la «muda» le hace expresivos guiños, mientras acerca una jarra a la espita del tercer barril.
—¡Hola! —dice, riendo, el germano—. Me parece que entiendo tus señas, preciosa. Es en ese donde se guarda la mejor cerveza, ¿no?…
Y se echa a reír de buena gana, mientras vuelve el redondo corcho a su sitio.
Toma de manos de la «muda» el espumeante jarro, y tan alegre se siente, que llega a tararear un brindis tirolés, en verso. A continuación grita entusiasmado:
—¡Heil Hitler! ¡Viva la alta Baviera! ¡Bendita sea, la rubia y hermosa moza del molino!
Los otros dos alemanes no tardan en imitarle.
Nils Hojden, sin retirar la mano del bolsillo donde acaricia el arma, murmura al oído de su camarada:
—¿Siguen inspirándote interés esos uniformes, como antes dijiste, americano? ¡Pues te aseguro que a mí me está apeteciendo cada vez más disfrazarme con uno de ellos!
El otro contesta, con la mayor naturalidad:
—Nos corresponden a cada uno de los dos cinco alemanes y medio. ¡Poca cosa, para hombres como tú y como yo, Nils!
—Conformes. Tendremos los trajes, muchacho.
Otto Hund, después de la sexta libación, grita. A los suyos:
—¡Nada aquí abajo, muchachos! Hemos de revisar ahora el molino, los graneros, los establos…
—¡Yo les guiaré ahora! —dice con extraña decisión tía Greta.
Ascienden la escalera de caracol que conduce a las dependencias altas del molino. Otto Hund ha llamado a otra pareja de sus hombres, para que le ayuden en el registro. Tía Greta les precede a todos. El suboficial, después de ingerir las seis jarras de cerveza, más bien se halla en situación de ser dirigido que de dirigir él la operación.
La molinera se ha detenido ante una puerta baja, en el segundo piso. La abre, y cede el paso al primer alemán que le sigue.
Nils, que está observando ahora a la viuda Jaihg, quizás llega a la misma sospecha que antes asaltó a Jimmy O’Neil: ¿qué significa aquel gesto de desvarío que ve en el rostro de la matrona?
Los cinco alemanes han penetrado ya en la estancia, el último de ellos el suboficial. Tía Greta continúa en la puerta. Es una habitación cuadrada, de una anchura poco mayor de tres metros; las paredes, completamente lisas, parecen metálicas, como también el techo. Uno de los alemanes ha encendido su linterna eléctrica, pues el recinto aparece sin luz.
La molinera, con una extraña inflexión de voz, habla así:
—¿Les interesa, señor oficial? Es la cámara de nuestra gran prensa hidráulica; aquí prensamos todo el heno seco del valle y sus alrededores…
Deja escapar, inesperadamente, una nerviosa carcajada, al tiempo que se aparta del umbral. Su mano oprime el resorte de cierre.
Todos los presentes, tanto los cinco alemanes encerrados en el interior de la prensa, como quienes se hallan fuera, han comprendido, de golpe, la terrible intención de la viuda Jaihg.
El techo de la cámara ha comenzado a descender, con un lúgubre chirrido, sobre las cabezas de los tudescos. Éstos, aunque esgrimen ya sus pistolas, sólo piensan ahora en una cosa: conseguir la salida, estrujándole unos contra otros, ante la puerta metálica que inexorablemente va cerrándose. La corpulenta figura del suboficial queda empotrada en el marco…
Entonces, el agente O’Neil, que a pesar del macabro carácter de la escena no ha perdido su habitual humor, se acuerda de su preciado y codiciado uniforme. Asiendo con ambas manos la cabeza del suboficial, tira de él a riesgo de desnucarle; y consigue extraerlo de la cámara, cuando el techo metálico rozaba ya su cráneo. Otto Hund queda tambaleándose, un segundo; para caer fulminado a continuación, por el rotundo gancho que el americano le propina.
—Bien —comenta éste—; prefiero mi uniforme así, no tan planchado como hubiese salido de ahí dentro…
La metálica puerta de cierre deja ya tan sólo una rendija, a la que se agarran tres o cuatro manos engarabitadas… ¡inútilmente! Los que afuera están, oirán crujir enseguida los huesos, al efectuarse el cierre hermético. A través de la plancha de acero, suenan apagadamente los alaridos de los cuatro alemanes, cuyos cuerpos van a ser prensados «como heno seco». También pueden percibirse hasta media docena de disparos, asimismo inútiles, contra la puerta de acero. Pero todo acaba medio minuto después: un siniestro y sordo crujido, de los cuerpos y los cráneos sometidos a la terrible presión, da señal de que «todo terminó en el recinto metálico de la prensa hidráulica». Ni las detonaciones ni los gritos habrán podido llegar abajo, donde permanecen los otros seis hombres de las S. S.
El agente O’Neil se hace cargo, inmediatamente, de lo peligroso de la situación. ¡Pero ahora ya no hay otro remedio que seguir adelante! La única solución, de momento, es acabar también con los otros seis alemanes que abajo están. Y hay que obrar con rapidez, antes de que éstos se inquieten por no ver regresar a sus compañeros y a su jefe.
Tía Greta, presa ya de un claro ataque de enajenación mental, ríe desaforadamente, sentada sobre el primer peldaño de la escalera. Y le oyen decir:
—¡He de terminar mi venganza! ¡Sí, y ha de sor por el fuego…, por el mismo fuego que quitó la vida a mi Hans!…
—Hay que encerrarla en cualquier parte —dice Jimmy—. Va a escandalizar a los de abajo.
Entre Nils y Helen consiguen llevarla a un próximo cuarto-desván, donde queda bajo llave, sin cesar en sus amenazas e imprecaciones.
El agente da rápidas instrucciones a su compañera y a Nils, mientras se apresura a desnudar a Otto Hund. Como supuso, el uniforme del suboficial le sienta tal como hecho a la medida.
Once minutos han transcurrido tan sólo desde que los alemanes que permanecen en el patio vieron marchar a su suboficial junto con los otros cuatro, cuando advierten, al fin, la presencia de aquél en la penumbra de la puerta que en el fondo da a la escalera. La figura del que ellos creen «el suboficial Hund» aparece medio de espaldas, como si estuviese hablando con alguien.
El falso suboficial de las S. S., mientras acciona mi ademán de llamada a «sus hombres» pronuncia así:
—Zwei, hier…
No está muy seguro el agente O’Neil de que la frase alemana que ha compuesto tenga exactamente la traducción que él desea: «Dos, aquí…». Pero el hecho es que, sea porque hayan atendido más bien al ademán de llamada que no a las palabras, dos de los alemanes avanzan confiadamente hacia la escalera.
Al transponer el último peldaño, ya fuera de la vista de sus compañeros, reciben en la nuca sendos mazazos que los dejan fuera de combate. El americano y el danés, escondidos detrás de las dos jambas, no han errado sus respectivos golpes.
—Seis… y siete… —Cuenta O’Neil, refiriéndose al número de enemigos derribados.
Y, en vista del fácil éxito, no dudará en repetir la suerte:
—Zwei, hier…
Otros dos germanos, como confiados borregos, acuden a recibir su correspondiente mazazo.
—Ocho…, nueve… —Cuenta el americano.
Su sentido deportivo de la lucha le impide utilizar el mismo procedimiento para acabar con los dos que quedan. Nils Hojden no logra disuadirle de que pelear así no sería leal.
A cara descubierta, avanzan ambos hacia los dos últimos individuos de las S. S. que permanecen aún en el patio. Naturalmente, cuentan a su favor, de todas maneras, con el factor «sorpresa», pues los dos alemanes tardan en darse cuenta de la suplantación, el tiempo suficiente para dar lugar a que sus enemigos les asesten el primer golpe.
El combate será a brazo partido, a puñetazos, como lo ha impuesto el americano. Pero éste no contaba con que su actual y último enemigo, el musculoso y corpulento hombretón cuyo uniforme se prometiera Nils Hojden, es precisamente el campeón de lucha greco-romana de todas las S. S. nazis. Fritz Wolfrein, que así se llama, nota a su vez que el enemigo que se le ha venido encima resulta de sumo cuidado.
La lucha entre Nils y él otro alemán resulta también igualada. El jadeo de los cuatro hombres, entregados con todas sus potencias físicas a la bestial lucha a muerte, dura ya varios minutos.
Jimmy O’Neil se ve de espaldas contra el suelo bajo la agotadora presa de hombros del alemán, que se considera ya vencedor. Mas, por terrible desgracia para el atleta germano, éste va a comprender en aquel minuto cuán fatuo era el desprecio que siempre sintió hacia los modernos métodos de lucha —jiu-jitsu, judo, etc.—, engreído como siempre estuvo por su superioridad en la pesada greco-romana.
El agente de la F. B. I. conoce esos métodos a la perfección. Era cierto que estaba diciéndose a sí mismo, confusamente:
—«… Si mi enemigo domina los otros sistemas de lucha igual que la greco-romana…, puedo recordar ya aquello de la muerte en este minuto…».
Bajo la asfixiante carga muscular del alemán, O’Neil hace acopio de todas sus potencias, para aplicarlas a aquella terrible llave sobre las vértebras lumbares, que aprendió de su profesor japonés. El hecho de que el germano no adopte ni la más elemental protección para precaverse de la peligrosa finta, le da a entender que su contrincante ignora en absoluto este estilo de combatir.
El seco crujido de la articulación sacro-lumbar, que ha de lesionar su médula espinal, es el primer aviso que Fritz Wolfrein recibe del «nuevo estado de cosas». El abrazo asfixiante, capaz de ahogar a un toro, pero que no pudo acabar con los arrestos del joven americano, comienza ahora a aflojarse sensiblemente. El campeón de greco-romana gime, por primera vez en su vida, bajo el ataque de un enemigo.
Y el yanqui no cejará ya en su espantosa porfía. Sus dedos se han hundido en la fosa esterno-clavicular, buscando los reflejos de la arteria aorta. La sangre que huye de la faz y de las extremidades del atleta tudesco, comunicando a éste una casi total laxitud, afluye en el último vómito de su agonía.
Jimmy O’Neil ha saltado, dejando ya libre el cuerpo exánime de su vencido enemigo, con el tiempo justo para no recibir sobre su cuerpo la terrible hemorragia.
Exhausto él a su vez, contempla los últimos estertores del hombre al que, sin ningún género de dudas, puede considerar como el más potente enemigo con quien jamás midió sus fuerzas.
En aquel momento ve erguirse, tambaleante, a su camarada Nils Hojden, mientras el cuerpo del otro alemán se desploma de espaldas.
O’Neil ve cómo el danés, con fría serenidad, toma una gruesa piedra de las que bordean el patio, y con ella da el golpe de gracia a su enemigo, hundiéndole la sien.
—No me gusta ese final, Nils; debo decírtelo.
—Es la guerra, camarada. Tampoco a mí me agrada; pero con ello acabo de eliminar a un enemigo de mi patria.
El americano procura recobrar su buen humor:
—Recoge ya tu uniforme, Nils. El maniquí te lo he dejado yo inservible…, aunque ha faltado bien poco para que haya sido yo quien quedase fuera de servicio, ¡palabra! Siento que tengas que lavar un poco tu flamante vestimenta militar, antes de ponértela; pero no ha habido otro remedio.
Nils, sin añadir palabra, marcha hacia el interior. O’Neil le sigue, deseoso de encontrarse de nuevo con Helen, que quedó vigilando la puerta del cuarto en que dejaron encerrada a la loca molinera.
Nils Hojden queda un poco retrasado, porque tiene otro propósito, que a continuación realizará, sin que tampoco pueda evitarlo el yanqui: rematar con sendos tiros de pistola, en la nuca, a los cuatro alemanes derribados a la entrada de la escalera.
—¡Te dije que eso no es leal, Nils! —clama agriamente Jimmy.
El danés no responde.
El agente del F. B. I. encuentra a su compañera frente a la puerta del cuarto-desván; pero la ocupación de Helen no es ahora vigilar a la recluida, sino más bien atender al yacente Otto Hund, tendido en medio del pasillo y desprovisto de sus ropas exteriores. Al parecer, el hombre comienza a recobrar el conocimiento; y la muchacha se halla frente a él, con la pistola amartillada.
—Cuando suba Nils, querrá rematarlo también —comenta O’Neil en voz alta.
Helen, sin pronunciar palabra, muestra a su compañero la documentación del suboficial bávaro, que ella recogió del suelo. En una foto de tamaño postal, aparece Otto rodeado de cinco retoños, dos varones y tres hembras, cuyo parecido físico con el hombre, no puede ofrecer dudas respecto al grado de parentesco. Al fondo de la fotografía, distínguese claramente la entrada de una casa de campo de estilo tirolés, rotulada «El Tilo Viejo».
Los dos americanos contemplan con cierta conmiseración el cuerpo indefenso de su enemigo. Y en este momento aparece Nils Hojden en el pasillo, empuñando su pistola. El alemán lanza ahora un gemido.
Un instante queda el danés cruzando su mirada con las de sus amigos. Y, sin que nadie pronuncie ni una sílaba, los tres saben lo que quieren decirse.
Jimmy O’Neil muestra al patriota, en silencio, la fotografía que le entregó Helen. Y Nils Hojden responde fríamente:
—Estamos en guerra. Y yo conozco también a un compatriota mío, a quien una bomba de la aviación alemana, mató a su mujer y a sus cinco hijos. Y no era un combatiente, sino un pacífico campesino.
Pero Nils no se atreve a avanzar ahora, para repetir la acción que ha realizado con los otros alemanes exánimes. Adivina que el americano se opondrá a ello, por la fuerza.
La desagradable escena queda cortada aquí, porque un nuevo e inesperado hecho reclama la atención de los tres.
A sus oídos llegan destemplados gritos y risotadas, que al punto identifican como lanzados por la viuda Jaihg. Pero éstos parecen venir de bastante más lejos que del interior del cuarto próximo, donde la dejaron encerrada. ¿Cómo puede ocurrir así?
Franqueada la puerta del segundo desván, bien pronto comprenden lo sucedido: la ventana del cuarto aparece abierta, y sin duda por ella escapó la demente, deslizándose por la cornisa, que es bastante ancha. Desde ésta debió saltar a otra ventana, y así habría alcanzado la escalera y la planta baja.
Pero lo más inquietante no es el hecho de la escapatoria, sino esto otro:
La molinera enarbola una tea encendida. Corre de acá para allá, sin cesar en sus gritos y risas, y fácilmente se comprende cuál es su loco designio. Las paredes del almacén de heno, allí enfrente, arden ya con fragor. Y Greta Jaihg aplica ahora su antorcha a las tablas que forman el muro del cuerpo principal de la granja.
Las frases de la madre de Hans Jaihg muestran el origen de su locura:
—¡Estás vengado, hijo mío! ¡También sus cadáveres quedarán bajo los escombros, como el tuyo! ¡Tampoco sus madres volverán a ver a ninguno de ellos! ¡¡Tú reirás ahora desde el Cielo… y yo voy a reunirme enseguida contigo!!
Se la ve saltar por una de las ventanas, y los tres tienen la impresión de que el fuego ha prendido ya en sus ropas.
—¡Fuera de aquí, nada podemos hacer! —gritó el agente americano—. ¡Tú, Nils, baja a recoger tu uniforme! No tenemos tiempo que perder. Esto va a arder todo, y el incendio se verá en diez millas a la redonda.
Abajo, óyense de nuevo los gritos de la loca. Las llamas comienzan a elevarse ya hasta el segundo piso.
—Vamos, Helen.
Los dos quedan contemplando un instante el cuerpo del suboficial Otto Hund. ¿Ha abierto ahora éste los ojos?
—Morirá abrasado… —dice ella.
Jimmy O’Neil tiene una rápida decisión.
—No podemos llevarlo de aquí; pero… quizá le resta una última posibilidad de salvación, si su estado no es demasiada grave.
Abre de par en par la ancha ventana, toma en brazos el cuerpo del alemán y, calculando bien la distancia, lo arroja al torrente. La fornida humanidad del bávaro, lanzada desde el segundo piso, se hunde estrepitosamente en el agua, levantando un estrellado y alto surtidor.
—Es lo mejor que puede hacer por él. Si la Providencia quiere salvarlo, mejor será entre las aguas que no dejándolo aquí entre el fuego.
Toma la mano de la muchacha y escapan los dos hacia la planta baja, teniendo que atravesar las llamas que comienzan a lamer el primer tramo de la escalera.
Cuando traspasan la cancela, Nils corre ya en delantera, llevando el lío de ropas.
Varias veces vuelven los tres el rostro, contemplando el rápido incremento del incendio. Del molino de Hans Jaihg sólo quedarán los calcinados cimientos. En él enterró una madre su loco dolor por la pérdida del hijo único, muerto en aras de la patria.
Cuando años más tarde, Otto Hund, allá en su hacienda bávara de «El Tilo Viejo», relate a sus hijos, y a sus nietos, cómo pudo salvar su vida, incomprensiblemente, del ataque de sus enemigos y del incendio de la granja-molino, siendo recogido —«pescado», dirá él— en la ribera del arroyo por una barcaza de las que hacían el tráfico del heno seco, mal podrá nunca adivinar que debe su vida a la última decisión de su enemigo americano.