Capítulo 1. Los días primero y segundo

CAPÍTULO 1

LOS DÍAS PRIMERO Y SEGUNDO

«Soy un monstruo moral ajeno a todo sentimiento humano normal», pensó con resignación Nastia Kaménskaya marcando el paso concienzudamente por la pista deportiva, haciendo los kilómetros prescritos por el médico. Era la primera vez que venía a un balneario, por lo que había decidido restablecer su salud «totalmente», sobre todo, porque las condiciones que El Valle ofrecía a sus huéspedes estaban por encima del mero lujo.

Evidentemente, nunca habría venido a parar a este balneario de campanillas si se hubiera encargado ella misma de organizar sus propias vacaciones. Con lo que podía contar, en el mejor de los casos, una funcionaria de la Policía Criminal de Moscú era con una plaza en el balneario departamental, donde no había piscina y sí cortes periódicos del suministro de agua caliente.

La naturaleza le traía sin cuidado a Nastia, que solía pasar sus vacaciones en casa, en Moscú, haciendo traducciones del inglés o del francés. Por un lado, esto le permitía parchear su economía, por otro, mantener el dominio de los idiomas. Este año le correspondía coger las vacaciones en agosto pero el jefe del departamento, Víctor Alexéyevich Gordéyev, cariñosamente apodado el Buñuelo por sus subordinados, le pidió ceder el turno a un compañero cuya mujer había fallecido súbitamente.

—Tú lo comprenderás, Anastasia, necesita que sus vacaciones coincidan con las escolares, por su hija. A ti qué más te da agosto u octubre, si de todos modos no te mueves de Moscú. Oye, ¿quieres que te apañe una plaza en un buen balneario?

—Quiero —dijo Nastia sorprendiéndose a sí misma.

Contaba con un buen abanico de problemillas de salud pero nunca se había preocupado en serio de arreglarlos.

El suegro de Gordéyev, el profesor Vorontsov, estaba a cargo de un gran centro cardiológico y, con su ayuda, Víctor Alexéyevich mandó a Nastia a El Valle. En efecto, era muy buen balneario, que en tiempos pasados estuvo adscrito al Cuarto Directorio del Ministerio de Sanidad y por causas inescrutables no conoció decadencia en la época de las reformas. Pero el precio de la plaza planteó ante Nastia nuevos problemas. Sólo llegaría a tapar la brecha que se iba a abrir en su presupuesto si aceptaba nuevas traducciones y se pasaba las vacaciones trabajando a todo tren. Para esto tendría que cargar con los diccionarios y la máquina de escribir, amén de contar con la posibilidad de obtener una habitación individual. Aun cuando se llevase un equipaje mínimo, la bolsa con la máquina de escribir y los diccionarios pesaría tanto que Nastia tendría aseguradas otras vacaciones, las horizontales, porque después de sufrir una desafortunada caída un invierno, cuando las calles se convertían en pistas de hielo, no podía levantar nada pesado si luego no quería padecer dolores de espalda.

—No te me encojas, Anastasia. —El Buñuelo le guiñó el ojo cuando le explicó sus dudas—. Ahora mismo llamamos al jefe de la policía criminal de allí y le pedimos que nos lo organice todo de la mejor manera.

Víctor Alexéyevich hojeó el listín y se entretuvo marcando el número.

—¿Serguey Mijáilovich? Buenos días, aquí Gordéyev, de Moscú. ¿Te acuerdas de mí todavía?

Nastia no tenía muchas esperanzas de que la policía local le prestase su ayuda, consciente de que peticiones como ésta siempre resultaban engorrosas y perturbaban el trabajo.

Se quedó observando al jefe con atención, tratando de adivinar por su tono y sus gestos las réplicas del invisible Serguey Mijáilovich.

—… Viene a su Valle para curarse la espalda. No puede levantar cosas pesadas, habría que echarle una mano…

(—Ni que decir tiene, se hará).

—Ay, y otra cosa, Serguey Mijáilovich, habría que instalarla en una habitación individual. Esa persona quiere hacer allí un trabajillo.

(—¿Oficial?).

—No, no, qué va, cómo podría ser sin tu conocimiento. Se trata de un trabajo creativo.

(—Ya sé yo qué trabajo es éste. Vale, algo pensaremos. ¿Qué le parecería a ese camarada tuyo si un día fuésemos por ahí a tomar unas copichuelas? ¿Se apuntaría a ir a pescar? ¿A cazar, tal vez?).

—Serguey Mijáilovich, es una mujer joven.

Al ver cómo la cara del Buñuelo se ponía amoratada, cómo los colores le subían hasta la calva, Nastia comprendió qué palabras estaba oyendo en ese momento. Bueno, podía comprender a su interlocutor, no quería malgastar tiempo y fuerzas, ni los suyos ni los de sus subordinados, en acomodar a la querida de no se sabía quién. ¿Qué otra cosa podía ser una mujer que se merecía la intercesión del jefe de departamento de la Policía Criminal de Moscú, excepto, claro estaba, si era familiar suya? ¿Qué, si no la querida de uno de sus amiguetes o, tal vez, de él mismo? No iba a ser una funcionaria, vamos, por favor. ¡Qué tontería!

—Tú todo te lo tomas a pitorreo, Serguey Mijáilovich —dijo con voz acartonada Gordéyev—. Así que te llamo en cuanto tenga el billete. ¿Estamos?

Cuando Nastia compró el billete de tren, Víctor Alexéyevich volvió a llamar a la Ciudad, no encontró a su amigo y dejó un recado en el puesto de guardia. Nastia no dudó ni por un instante de que nadie iría a recogerla. Y así fue.

Pálida de dolor, arrastrando los pies, entró en la recepción del balneario. La recepcionista fue la amabilidad en persona pero, en cuanto Nastia le mencionó la habitación individual, dijo que no de forma tajante.

—Tenemos pocas habitaciones individuales, no las damos más que a los minusválidos, veteranos de la guerra, los «afganos». Lo siento pero no puedo ayudarla.

—Dígame una cosa, ¿sería posible comprar una plaza aquí mismo? —preguntó Nastia, que en ese momento estaba dispuesta a todo con tal de poder por fin tumbarse en la cama.

—Desde luego —la recepcionista echó una rápida ojeada a Nastia y acto seguido apartó la vista, de repente absorta en el libro de registro.

Ya entiendo, pensó Nastia, y en voz alta dijo:

—Véndame una plaza más y déme una habitación doble. ¿Es posible?

—Si lo desea. —La recepcionista se encogió de hombros con cierta crispación, como le pareció a Nastia, y abrió la caja fuerte colocada sobre su mesa.

En silencio, Nastia sacó el dinero y lo puso encima del libro de registro abierto.

—No se moleste en darme el comprobante —dijo en voz baja—. Bastará con que lo anote en el libro para que no me metan una compañera de habitación.

Al entrar en la habitación se echó vestida sobre la cama y lloró en silencio. El dolor de la espalda era insoportable y de dinero no le quedaba apenas nada. Además, y sin saber por qué, se sentía humillada.

La recepcionista se esforzó honradamente por justificar el soborno cobrado. Se fijó en la enfermiza palidez de Nastia y, media hora más tarde, el médico se presentaba en la habitación. Éste, con sólo un vistazo, apreció la abultada bolsa tirada en medio de la habitación, los ojos enrojecidos por el llanto y las pastillas calmantes sobre la mesilla.

—¿En qué estaría pensando? —la reprendió mientras le tomaba el pulso y examinaba sus manos azuladas—. ¿Cómo se le ocurre cargar con estas cosas si sabe que está enferma? Tiene los vasos hechos un asco. ¿Fuma?

—Sí.

—¿Mucho? ¿Desde hace mucho?

—Mucho. Desde hace mucho.

—¿Toma alcohol?

—No. Sólo vermut, alguna vez.

—¿Cómo se llama?

—Anastasia. Puede llamarme Nastia.

—Yo soy Mijaíl Petróvich. Encantado. Veamos, Nastia, tenemos que decidir qué le vamos a curar primero, la espalda o los vasos.

—¿No se pueden curar ambas cosas a la vez?

—No saldrá bien —respondió el médico negando con la canosa cabeza—. Su espalda necesita barros, masajes y, sobre todo, caminar y unos ejercicios especiales en la piscina. Esto le llevará unas cinco horas diarias si no queremos hacer una chapuza. Según veo, también piensa trabajar —señaló con la cabeza a la máquina de escribir—. Para tratar los vasos no nos quedará tiempo. De modo que elija usted.

—Vamos a curar la espalda —dijo Nastia con firmeza.

El servicio en el balneario resultó ser, en efecto, «de altura»: puesto que Kaménskaya se encontraba mal, todos los trámites preliminares necesarios para empezar el tratamiento se efectuaron en su habitación (por algún motivo, en El Valle nadie llamaba a las habitaciones «salas», como en un hospital). Vino una enfermera y le sacó la sangre para el análisis, luego le hicieron un electrocardiograma. Unas dos horas después, cuando estaban listos los resultados, entró corriendo una joven alegre y de risa fácil, la neuropatóloga, que se quejó de lo «monstruosamente» descuidados que Nastia tenía los vasos y le prescribió unas pastillas. Después de la neuropatóloga vino un viejecito, el internista, y, para terminar, antes de la cena se personó su médico monitor, Mijaíl Petróvich, quien le anotó todas sus recomendaciones y le dio instrucciones detalladas. Antes de marcharse dijo:

—Descanse hoy, la cena se la subirán a la habitación. Antes de que se acueste, pasará una enfermera a ponerle una inyección calmante. Si por la mañana puede levantarse, vaya a la piscina después de desayunar. La monitora de gimnasia se llama Katia, dígale que tiene que seguir el programa de ejercicios número cuatro. Practicará como mínimo dos horas. ¿Está claro? Se lo he apuntado todo en su libreta del balneario.

Así fue como al día siguiente, tras pasar en la piscina el tiempo prescrito, Nastia estaba haciendo con aplicación los kilómetros sanadores a la vez que intentaba poner en cierto orden sus pensamientos. Debía contestar a tres preguntas que ella misma se había planteado.

Primera pregunta: ¿Se habían roto definitivamente las relaciones entre su madre, Nadezhda Rostislávovna, y su marido, el padrastro de Nastia? Y ¿qué opinión le merecía esto a la propia Nastia? La víspera de su viaje al balneario su madre la llamó desde Suecia, donde llevaba ya dos años trabajando en una gran universidad, para decirle que le habían ofrecido prorrogar su contrato por dos años más y que había aceptado. No daba la impresión de echar especialmente de menos a su marido y a su hija. Y en cuanto al padrastro, éste recibió la noticia con una calma bienhumorada, aparentemente acostumbrado a vivir como si no estuviera casado. De aspecto juvenil, esbelto y guapo, su viudedad provisional no parecía molestarle, y a Nastia le constaba que era cierto. Lo que más la asombraba era su propia actitud ante tal situación; mamá iba a pasar lejos de casa dos años más (eso, como mínimo, pues el plazo se alargaría si volvían a ofrecerle trabajo), su padrastro seguiría organizando su vida personal a su gusto, mientras que ella, Nastia, lo tomaba con indiferencia, como si así debiera ser, como si las cosas siguieran su curso normal. No echaba en falta a su madre. Su padrastro se las arreglaba sin su mujer. La familia se había descompuesto. Pero a ella no le importaba. ¿Por qué? ¿Es que carecía de todo sentido de la familia? ¿Tan dura era?

Segunda pregunta: ¿Por qué ella misma, Nastia, no se casaba? Nastia sabía a ciencia cierta que no quería casarse. Pero ¿por qué? Liosa estaba dispuesto a casarse en cuanto se lo dijera, su relación duraba ya más de diez años pero seguían viviendo cada uno en su casa, y a ella le parecía bien. ¿Por qué? Esto iba contra la naturaleza humana.

Y, por último, la tercera pregunta. El día anterior había cometido un soborno. Sí, sí, vamos a llamar a las cosas por su nombre, cometió un hecho penalmente punible. ¿Y qué? ¿Acaso se avergonzaba? Pues ni lo más mínimo. Lo único era que tenía mal sabor de boca. Ella, Anastasia Kaménskaya, inspectora jefe de investigaciones criminales, jurista diplomada, comandante de policía, no sentía un ápice de vergüenza ante sí misma. ¿Qué le estaba pasando?

Soy un monstruo moral—, pensó angustiada Nastia marcando el paso sobre la pista del terreno deportivo. Soy un monstruo ajeno a cualquier sentimiento humano normal.

En la Ciudad donde se encontraba el balneario El Valle reinaban la paz, la tranquilidad y el orden. Las iniciativas empresariales prosperaban, los precios de las tiendas privadas eran módicos, la delincuencia, comparada con la del resto de Rusia, irrisoria. El transporte público funcionaba satisfactoriamente, las carreteras se mantenían en buen estado, el alcalde de la Ciudad hacía a la población promesas y las cumplía. Aseguraba todo ese bienestar una sola y poderosa persona, Eduard Petróvich Denísov.

Hacía tiempo que Eduard Petróvich había comprendido que lo imprescindible para hacer negocios era la estabilidad, si no económica, al menos de los poderes fácticos. Por eso dirigió sus esfuerzos, primero, a mantener la administración municipal incólume e inalterable y, segundo, a crear una estructura criminal única y enteramente controlable.

Denísov sabía esperar. Se reía de aquellos que, tras invertir un rublo, al día siguiente obtenían un mil por ciento de beneficio, porque sabía que dos días más tarde la situación cambiaría, la comida y la bebida se habrían llevado las ganancias obtenidas y las nuevas no llegarían nunca. Estaba dispuesto a invertir en la estabilidad sin cobrar nada durante los primeros tiempos, pues estaba convencido de que luego los dividendos afluirían con regularidad.

Mientras ayudaba a las autoridades de la Ciudad a granjearse buena reputación entre los ciudadanos, Denísov estaba librando una batalla encarnizada contra los grupos de criminales que pretendían dividir la Ciudad en zonas de influencia. A unos les pagaba, con otros pactaba, a otros más los entregaba a la policía y a algunos los exterminaba sin piedad. Hasta que, por fin, llegó a ser el amo de la Ciudad dotado de un poder absoluto. Después de lo cual Eduard Petróvich invitó a su casa a unos cuantos comerciantes listos y mañosos, poseedores de estimables fondos de procedencia criminal.

—Amigos míos —habló Denísov sin levantar la voz, calentando entre las manos una copa de coñac—, si no tienen nada mejor a la vista, les propongo trasladarse a la Ciudad, que en estos momentos está perfectamente preparada para los negocios. La administración municipal ocupa posiciones suficientemente afianzadas y nos prestará toda clase de apoyo. La población quiere al gobierno local, así que si ocurriese algún cataclismo, los cargos electivos seguirían siendo las mismas personas que ahora o sus dobles. En consecuencia, se preocuparán de preparar a candidatos para otros puestos. Les advierto una cosa: las operaciones que les ofrezco realizar habrán de ser limpias desde el punto de vista fiscal. Nada de basura, nada de delincuencia común, nada de contrabando, drogas, tráfico de antigüedades. Hoy por hoy, las fuerzas del orden público nos pertenecen. Pero si, Dios no lo quiera, ocurre algo, mañana mismo se plantará aquí la gente del Ministerio del Interior, el MI. Cualquiera sabe lo que encontrarán si se ponen a escarbar. Yo, por mi parte, no estoy nada seguro de que vaya a poder influir sobre la designación de nuevos jefes de la policía, la fiscalía y los tribunales si echan a los que están ahora. Mi trabajo me ha costado crear un poder estable en la Ciudad, y no consentiré a nadie que lo haga peligrar. En todo lo demás gozarán de una libertad total de actuación, excepto en lo referente a la competencia. La competencia significa lucha, y la lucha significa métodos violentos, sin excluir los criminales, cosa que, como ya he dicho, no será tolerada. Nadie más que yo podrá permitírselos, y aun así, dentro de unos límites muy restringidos, por su propio bien. Aquellos que estén dispuestos a aceptar mi oferta, para empezar deberán ponerse de acuerdo aquí mismo, alrededor de esta mesa. Y deberán respetar este acuerdo.

—Hum… y su papel, ¿cuál será, Eduard Petróvich? —preguntó el tripudo de Ajtamzián ajustándose las gafas sobre la nariz—. ¿Ha elegido ya su ramo?

—No —sonrió Denísov, sorbiendo su coñac—. Yo no intervengo en el reparto. Mi cometido consiste en crear condiciones seguras para su existencia, y ustedes a cambio me mantienen a mí y a mi aparato.

—¿Y si ninguno de nosotros acepta? —inquirió Ajtamzián insatisfecho—. ¿A qué se dedicará entonces?

Denísov comprendió que Ajtamzián quería sonsacarle qué tipo de actividad prometía los máximos beneficios en la Ciudad. Sonrió:

—A nada. Pasaré la invitación a otra gente, nada más. Con las mismas condiciones.

Habían trascurrido ya casi tres años desde aquello. Denísov abandonó toda actividad comercial para ocuparse exclusivamente, como decía, de mantener el orden en su espacio vital. Uno de los requisitos incuestionables que impuso a sus protegidos fue participar en la beneficencia, que consideraba un medio de gran eficacia para fomentar el amor de la ciudadanía a los padres de la Ciudad. En el primer momento la idea fue acogida sin entusiasmo. Pero con el tiempo los empresarios empezaron a darle la razón a Denísov.

Lo más complicado fue poner la Ciudad a salvo de una invasión de forasteros que jugarían con arreglo a su propio reglamento. Los éxitos de la actividad empresarial, ganancias sustanciosas y estables, convertían la Ciudad en una golosina tanto para organizaciones de toda índole como para los buitres que iban por libre. Unos aspiraban a intervenir en el reparto de la tarta recién horneada, otros se proponían montar su propio negocio, algunos se conformarían con desplumar a los afortunados empresarios por el banal procedimiento de cobro por la protección. Denísov contaba con sus propios servicios de inteligencia y contraespionaje. El de inteligencia vigilaba el cumplimiento de las reglas establecidas por los miembros de la organización. El de contraespionaje luchaba contra los forasteros.

Unos meses atrás Denísov olfateó que algo no marchaba bien. No habría podido decir de qué se trataba exactamente. Simplemente lo sentía, nada más. Despertó una mañana y se dijo: «Algo está ocurriendo en la Ciudad». Durante varios días analizó sus sensaciones, no sacó nada en claro y convocó a los jefes de los servicios de inteligencia y de contraespionaje.

—No dispongo de información, de datos concretos. No tengo más que unos hechos sueltos. Entre las prostitutas de la Ciudad corren extrañas habladurías de que unas, dicen, tienen más fortuna que otras. ¿Más fortuna en qué? En el curso del año grupos reducidos de gente han visitado la Ciudad tres veces, siempre en coches propios y cada vez para marcharse dos días más tarde. ¿Quiénes son? ¿A quién venían a ver? ¿Con qué fin? No han hablado con nadie de nuestra organización. Y si lo han hecho, nos han pillado de marrón, y uno de nosotros está jugando sucio. Ahora, otra cosa. Mi nieta Vera. He ido a su colegio, he hablado con los maestros. ¿Sabéis lo que me han dicho? Que últimamente Vera está sacando mejores notas. ¿Me habéis oído? Mejores y no peores, como me esperaba, teniendo en cuenta lo difícil de su edad y el que ha dejado de hacer el menor caso a sus padres. La maestra de lengua y literatura se deshizo en elogios. Por cierto, ha convenido conmigo en que algo le está pasando a la niña. Le ponga el tema de redacción que le ponga, siempre se las apaña para discurrir sobre el placer y el precio que hay que pagar por disfrutarlo. Y eso en una niña de catorce años…

—¿Drogas? —levantó la cabeza Starkov, el encargado de la inteligencia, bajito y gordinflón.

—Parece ser que sí. Realmente lo parece. Es probable que entre lo que os acabo de contar, una cosa y la otra, no exista la menor relación. Es probable que en la Ciudad no haya drogas. Pero quiero saber como sea qué es lo que está pasando.

Los primeros informes llegaron dos semanas más tarde. Resultaba que alguien había ofrecido a las prostitutas de la Ciudad, aquellas que tenían más «fortuna», un trabajo fácil y bien remunerado en el extranjero, y se habían marchado de la Ciudad. Nadie sabía adónde. Los visitantes en coches propios tenían por lugar de destino el balneario El Valle, donde alquilaban bungalós de dos plantas por un día o dos, frecuentaban la sauna, bebían vodka y se marchaban por donde habían venido. Lo extraño, sin embargo, era que los visitantes, a juzgar por todo, venían en las mismas fechas pero no juntos. Procedían de ciudades diferentes y, por lo común, no se conocían entre sí. El chico que les atendía en la sauna no les había oído ni una sola vez llamarse por sus nombres o tutearse. En cuanto a la nieta de Denísov, Vérochka, lo que le pasaba era que se había enamorado, así de sencillo. Estaba viviendo un romance apasionado con un estudiante del Instituto Pedagógico que había estado en su colegio de prácticas como maestro de química y biología. Las fuentes de esta información aseguraban que el estudiante se comportaba con decoro y no se propasaba.

Sin embargo, Denísov no se dio por satisfecho. Concertó una cita con un especialista en psicología, al cual solicitó consejo.

—¿Es posible hoy en día que una chica de catorce años considere el amor un pecado que debe conducir irrevocablemente a la penitencia? —le preguntó a quemarropa Eduard Petróvich, poco aficionado al circunloquio.

—Por supuesto que sí, siempre que se la haya educado incorrectamente.

—¿Qué quiere decir «incorrectamente»?

El psicólogo explicó a Denísov detalladamente a qué se refería. Pero resultaba que el hijo de Eduard Petróvich y la mujer de éste eran gente completamente normal, que estaban educando a su hija bien y que en la familia nunca hubo desajustes que pudiesen explicar semejante aberración psíquica.

—Puedo ofrecerle una explicación si me da la palabra de que no se pondrá a gritar «¡esto es imposible, cómo se atreve!».

—Tiene mi palabra.

—Mi explicación es: sexo poco convencional, desviaciones sexuales.

—¡Pero qué dice! —se indignó Eduard Petróvich—. Si la viera… Frágil, dulce, el pelo claro como el lino, carita de niña. A sus catorce años apenas si aparenta doce. Vera es una criatura absolutamente inocente, acaba de nacer. Si sospechase que toma drogas, aún lo aceptaría. Al fin y al cabo, para empezar pudieron haberle metido el veneno por engaño, incluso a la fuerza, y habría ido convirtiéndose en su esclava sin voluntad. Es terrible pero al menos tiene sentido. Pero lo que me está diciendo se hace consciente y voluntariamente. No, está totalmente descartado, ¡simplemente no puede ser!

—Me ha dado su palabra —le recordó el psicólogo en tono de reproche.

—Disculpe… Gracias por la consulta. Aquí tiene sus honorarios.

Eduard Petróvich colocó sobre la mesa un sobre y se marchó.

Denísov no había quedado nada contento con la visita. Camino de casa pensó que en el próximo consejo debería plantear la necesidad de crear una beca especialmente destinada a los estudiantes de psicología. Tal vez esto les haría poner más interés en los estudios. El nivel actual de la preparación de los especialistas, en la opinión de Eduard Petróvich, no era nada aceptable.

Poco después se producía el primer suceso alarmante. En el hospital municipal fue ingresado, con fractura en la base del cráneo, Vasily Grushin, a quien el jefe de la inteligencia, Starkov, había encargado enterarse con todo detalle de las fiestas nocturnas que tenían lugar en los bungalós del balneario. El estado de Grushin era muy grave, y después de la intervención quirúrgica no recobró el conocimiento. Cuando volvió en sí por unos instantes, a su lado sólo había una enfermera.

—Tome nota… del teléfono… —susurró Grushin moviendo trabajosamente los labios—. Dígale… el apellido es Makárov… Llá… melé…

—No se preocupe, llamaré —prometió cariñosamente la joven enfermera, y salió corriendo en busca del médico.

Diez minutos más tarde Grushin había fallecido.

—¿Cree que tengo que hacer esta llamada? —preguntó la enfermera, dando vueltas en las manos al papelito con el número de teléfono.

—Haga lo que le parezca —se encogió de hombros el doctor Vdovenko—. A quien yo llamaría es a la policía, sin falta. Este trauma es causa criminal, ya me entiende. Al menos dígaselo al detective, ayer pasó aquí el día entero, esperaba que Grushin recobrase el conocimiento. Hoy volverá de nuevo.

—De acuerdo —suspiró la muchacha y tendió la mano hacia el teléfono.

—¿Qué está ocurriendo en la Ciudad? —interpeló furioso Denísov al hombre sentado delante de él—. ¿Qué clase de organización se permite matar a mis hombres? Si se atrevieron a hacerlo, significa que Grushin se había acercado a algo muy gordo. ¿Qué cosas tan graves suceden aquí de las que nada sabemos? ¿Cómo se lo explica?

—No somos dioses, Eduard Petróvich —contestó sin inmutarse su interlocutor—. Si lo supiéramos todo de todos, el problema de la lucha contra la delincuencia no existiría. ¿Qué es lo que, exactamente, le pone tan nervioso? No es la primera vez que pierde a uno de los suyos.

—Pero hasta ahora siempre sabía por qué los perdía y quién era el responsable, incluso cuando usted lo ignoraba. Pero esta situación se me escapa de las manos, y esto me preocupa mucho. Si lo entiendo bien, ¿no hay probabilidad de encontrar al culpable?

—Es mínima —corroboró su interlocutor encogiéndose de hombros.

—Ya lo veo —asintió Denísov desmoralizado—. Un apellido como Makárov no es ninguna pista. Lo mismo daría si se llamase Ivanov o Sídorov. Ustedes no tienen tiempo para investigar a todos los Makárov de la Ciudad. Sobre todo porque, dada la multitud de visitantes que recibimos, puede que no sea de aquí. ¿Qué me propone?

—Sólo una cosa. Envíe a alguien a El Valle. Que pase allí algún tiempo, quizá averigüe quién es ese Makárov.

—¿Tiene a alguien que pueda hacerlo?

—¿Bromea? Me sobran los dedos de la mano para contar a mi gente. Como mucho, podría proporcionarle a alguien por una semana o dos. Tal como estamos no damos abasto.

—Conforme, mandaré a uno de los míos. Por cierto, ya que está aquí, hagamos el balance de los cinco meses.

—Teniendo en cuenta la media de crímenes resueltos, no podemos permitirnos más de diez homicidios sin resolver al año. Dejemos la mitad para la zona rural y los imprevistos. Usted se reserva cinco. Pero es el máximo, y aun así sería arriesgado. Contando el asesinato de Grushin, le quedan cuatro.

—De acuerdo, dejémoslo en tres —cabeceó su conformidad Denísov—. Estamos en julio. Así que hasta el fin de año me quedan dos. Uno, si no lo ha olvidado, lo he consumido en febrero.

—No lo he olvidado.

Al día siguiente Eduard Petróvich Denísov acudió en persona a ver al jefe de servicios médicos del balneario El Valle.

Nastia Kaménskaya se levantó de la silla frente a la máquina de escribir, se echó la chaqueta por los hombros, cogió un cigarrillo y salió al balcón. Lo compartían dos habitaciones, una doble —la de Nastia— y una sencilla. Casi en el mismo instante se abrió la puerta corredera de la habitación sencilla y en el umbral apareció una mujer mayor y rolliza, que se apoyaba en un bastón.

—Buenos días —le sonrió afable—, vamos a ser vecinas. Me llamo Reguina Arkádievna.

—Mucho gusto. Anastasia —se presentó Nastia estrechando la mano que la otra le tendía.

El fresco hizo estremecerse a la anciana.

—La oigo escribir a máquina todo el tiempo. ¿Está trabajando?

—Hum… —masculló confusamente Nastia.

—Cuando decida tomarse un respiro, la invito a un té. Tengo un excelente té inglés. ¿Vendrá?

—Gracias, claro que sí.

Nastia volvió a la novela policíaca de Ed McBain con la firme decisión de no tomar té con Reguina Arkádievna nunca. La novela que estaba traduciendo no era larga, ciento setenta páginas solamente. Si tenía la intención de terminar el trabajo durante su estancia en el balneario, debía hacer nueve páginas diarias. Nastia era rápida traduciendo, conseguía hacer las nueve páginas trabajando sólo por la tarde, tras cumplir con el programa de tratamientos. Podría incluso reducir esa cuota diaria, ya que al volver del balneario a Moscú todavía tendría trece días de vacaciones. Su decisión de no aceptar la invitación de la vecina no se debía a la premura de tiempo. En realidad, Nastia temía que aquella mujer mayor resultase una pesada y se convirtiese en una molesta carga. «Qué asco —pensó introduciendo una nueva página en la máquina—. Ni siquiera la vejez me merece compasión. No cabe duda, es evidente que dentro de mí anida algún defecto moral».

Enfrascada en el trabajo, Nastia se olvidó de la cena, tan absorbente era la descripción que McBain hacía de las peripecias del conflicto entre el detective Steve Carella y su joven compañero Bert Cling. Hacia las diez de la noche, tuvo hambre, dejó de lado la traducción y enchufó el infiernillo. Alguien llamó a la puerta. Entró la vecina con una caja multicolor en las manos.

—Se ha quedado sin la cena y ha interrumpido su trabajo para tomarse un té, o un café. ¿Me equivoco?

—Ha acertado —sonrió Nastia—. ¿Me acompaña?

—Faltaría más. —Reguina Arkádievna se sentó pesadamente en una silla y apoyó el bastón en la pared—. Hasta le traigo galletas, con la idea de tomar un cafecito. Pero escuche, querida, tenga presente que es la primera y última vez que vengo a su habitación.

—¿Por qué?

—Porque usted, Nástenka, es joven y, además, está ocupada. Mis visitas pueden molestarla, y no me gusta que se me aguante por educación. ¿Se ha puesto colorada? Entonces, tengo razón. Por eso hoy vamos a presentarnos pero en adelante, si le apetece, vendrá a verme usted solita.

Nastia llenó las tazas de agua hirviendo y estudió la cara de la anciana. Cierto, con ella podía ahorrarse los remilgos.

—Es usted muy perspicaz, Reguina Arkádievna —observó con serenidad.

—Pero qué dice, bonita, simplemente ocurre que soy suficientemente vieja. Por cierto, ¿en qué trabaja? Veo diccionarios. ¿Es traductora?

—Sí —mintió Nastia sin vacilar.

Al fin y al cabo, sería tonto mencionar su trabajo en la policía criminal, por otra parte, en cuanto a su competencia, no les tenía nada que envidiar a los traductores profesionales.

—¿De qué idioma?

—Inglés, francés, español, italiano, portugués.

—¡Oh! —se admiró Reguina Arkádievna—. Pero si es toda una políglota. ¿Cómo lo ha conseguido? ¿Se ha criado en el extranjero?

—No, no, qué va. He vivido toda mi vida en Moscú. En realidad no es nada complicado. Lo único que hace falta es llegar a dominar bien un idioma y luego, cuantos más se aprenden, más fácil es. Palabra.

En esto Nastia no mentía. Era cierto, conocía bien los cinco idiomas. Su madre, la profesora Kaménskaya, era una autoridad en la creación de programas de ordenador para la enseñanza de idiomas extranjeros. Aprender un idioma nuevo era en su familia algo tan natural y cotidiano como leer libros, limpiar la casa o preparar la comida. Nastia aprendió francés al mismo tiempo que empezó a hablar. Luego, cuando tenía unos siete años, le llegó el turno al italiano; después, dominar el español y el portugués fue pan comido. Nadezhda Rostislávovna delegó la enseñanza del inglés al colegio, creyéndolo el idioma más sencillo (dadas la ausencia de género de los sustantivos y la conjugación mínima de los verbos). «Lo más importante —le repetía a su hija— es aprender a emplear los artículos automáticamente y a utilizar los verbos ser y tener. Aquí está su principal diferencia del ruso. Todo lo demás depende de la habilidad y la memoria».

La madre no sólo consiguió desarrollar la aptitud de Nastia para el aprendizaje de idiomas extranjeros sino que también despertó en la niña un vivo interés por ellos. De hecho, Nastia disfrutaba con estudiar las reglas gramaticales y el léxico, pues esto la ayudaba tanto a entrenar la memoria como, según decía, a desarrollar el «pensamiento analógico».

—¿Qué traduce? ¿Textos científicos? —se interesó la vecina.

—Ficción. Una novela policíaca. Muy interesante.

—¿De veras? —En la mirada de Nadezhda Rostislávovna se encendió un brillo extraño—. Jamás hubiese pensado que le gustaban las historias policíacas.

—¿Por qué no? Las novelas policíacas son muy buena literatura —observó Nastia.

—Es posible, es posible —dijo Reguina Arkádievna pensativa—. Tenía la impresión de que sus gustos eran diferentes. Así que me he equivocado. Una mujer joven, bien educada, con estudios, trabajadora, sin problemas sexuales… Deberían gustarle Sartre, Hesse, Carpentier, tal vez, Camus. Pero de ningún modo las novelas policíacas. Bueno, no tome a mal lo que le dice una vieja, es probable que mi visión del arte esté distorsionada. Sabe usted, me he pasado la vida dando clases de piano en una academia de música. Ahora, por supuesto, estoy jubilada, pero los alumnos siguen viniendo a mi casa. Dicen que no se me da nada mal… —esbozó media sonrisa— buscar el oro. Una multitud de gente trabaja de sol a sol, se rompe el espinazo para extraer las arenas auríferas. Luego viene un tipo desconocido, se lleva las pepitas y las funde en lingotes que envía al joyero. El joyero crea una obra maestra de fama mundial. El joyero recibe todo el honor y la gloria pero nadie se acuerda de aquel que entregó su salud para descubrir las vetas de oro. Por ejemplo, usted, Nastia, ¿ha oído hablar de Rosina Levina?

—Profesora de la escuela de música de Juillard. Van Cliburn estudió con ella —contestó rápidamente Nastia dando gracias para sus adentros a su buena memoria.

—¡Lo ve! —exclamó con solemnidad Reguina Arkádievna—. El nombre de Rosina Levina lo conoce todo el mundo aunque no es concertista de piano sino una simple profesora. ¿Pero en Rusia? ¿Podría usted nombrar a los profesores de Richter, Guilels, Sokolov? No hablo de aquellos que los prepararon para triunfar en concursos sino de los que les enseñaron el solfeo, que les colocaron la mano, que de clase en clase iban cavando las arenas y extrayendo las pepitas que luego formarían el lingote. El brillantísimo Petrov habrá estudiado con alguien, ¿no? En nuestra cultura no hay respeto por el maestro. Sólo si es una personalidad, alguien famoso, sólo entonces nos acordamos y decimos: «Ha estudiado con el mismísimo…». Le pido mil perdones, corazoncito, no sé cómo me ha dado por ponerme gruñona. Cambiemos de conversación.

—Cambiemos —aceptó Nastia—. Por ejemplo, podríamos hablar de por qué ha decidido que no tengo problemas sexuales.

—Bah, nada más sencillo —dijo la anciana agitando la mano—. Ha venido a un balneario que goza de bien merecida fama de ser un burdel. Exactamente la mitad de las habitaciones son individuales, para evitar problemas con los vecinos. Nadie vigila el cumplimiento de los horarios, uno puede estar toda la noche andando de habitación en habitación. Hay dos bares, los dos están abiertos hasta la medianoche, cada noche hay baile, en la tienda se puede comprar licor y comida a todas horas. La relajación de costumbres es total. Todo esto lo sé muy bien, vivo en la Ciudad y dos o tres veces al año sigo un curso de tratamiento aquí, en El Valle. Y de repente aparece usted, con sus diccionarios y máquina de escribir, viste ropas que no llaman la atención, no usa maquillaje. ¿Cuál es la conclusión?

Menudo Sherlock Holmes está hecha la vieja, pensó Nastia. ¿Será verdad que la mitad de las habitaciones son individuales? Vaya palo me ha pegado la recepcionista para no mover ni un dedo.

Para el cierre del bar faltaban quince minutos. Había poca gente. La música no era ensordecedora, pero sí lo suficientemente alta para que nadie oyese la conversación mantenida en la mesa más apartada.

—¿Por qué ocupa una habitación doble si está sola?

—En el registro pone «no compartir». He preguntado a la recepcionista, no sabe nada. Ayer estuvo de guardia Elena Yákovlevna, fue la que le dio la habitación a Kaménskaya. Por descontado, les he pedido que llamen a Elena a casa y que aclaren lo de Kaménskaya. Dice que sí hubo una llamada para asignarle una habitación doble a pesar de que está sola. ¿Qué tiene de particular? De todas formas hay muchas habitaciones libres, estamos en temporada baja, sin hablar ya de lo caras que son las plazas.

—Entonces, no comprendo por qué no le han dado una habitación sencilla. ¿Dónde trabaja?

—En ninguna parte. Es traductora, va a destajo.

—Qué raro. Mira a ver si puedes averiguar quién hizo la llamada. Esta Kaménskaya no me gusta. Hay algo en ella que no me cuadra.