Capítulo 2
La lluvia no había parado cuando Cecily llegó a casa. La llevó con ella, escurriendo agua sobre el umbral y en el amplio vestíbulo. El lacayo en la puerta alzó una ceja ante su apariencia empapada, pero no dijo nada, como acostumbrado a sus entradas extrañas. Cecily temía que su tiempo con el Barón Sedgwick empezaba a resultar en cambios de su carácter… para mejor o peor, aún tenía que determinarlo.
Como inspirada por el mero pensamiento de su nombre, su corazón saltó inestable dentro de su pecho, haciendo que su pulso vibrara por todo su cuerpo. Incluso cuando no estaba presente, la controlaba con la misma seguridad que un reloj de péndulo controlaba sus manecillas.
En sus aposentos, Cecily levantó los brazos, inclinó la cabeza y levantó los pies ante las órdenes de su doncella. El vestido empapado, las enaguas e incluso la camisola húmeda pronto fueron desechados, reemplazados por una bata de terciopelo que parecía haber estado calentándose frente al fuego, esperando su regreso.
—Su señoría pidió que se uniera a él y a su señoría en el saloncito tan pronto esté disponible, miladi —le dijo su doncella mientras recogía en brazos el atuendo mojado de Cecily.
Inmediatamente, los restos placenteros de estar rodeada por los brazos del Barón se sepultaron bajo el aterrador pensamiento de que sus padres podrían haberse dado más cuenta de la usual sobre su prolongada ausencia.
Cecily pasó las palmas sobre los bordes de la bata mientras torcía la cabeza y miraba el fuego fijamente. —Sí, por supuesto. El de seda amarilla, entonces, con las orillas de encaje. —Un vestido para resaltar su juventud, su inocencia. Sólo Sedgwick sabía que la había convertido en una criatura corrupta y lasciva, aturullada por su necesidad de él.
Hacerla quitarse su bata felpuda no era más que un acto de crueldad, y Cecily tembló ante la mordida del aire, el viento cortante de Abril se deslizaba a través de las bisagras de la ventana para mordisquear su piel. Pero pronto estuvo vestida, peinada y acicalada como cabía esperar de la hija de un Conde.
Nadie sospecharía de la extensión del vacío en su interior, el espacio que el Barón gradualmente había excavado en su alma. La atormentaba, la probaba, la dejaba añorando su presencia. ¿El amante de Angela la había hecho sentir igual? ¿También ella había intentado ignorar sus atenciones y sofocar la pasión entre ellos, inútilmente?
Angela.
Sin la sensual distracción que el Barón proveía, la magnitud del dolor que Cecily había suprimido volvió a incrementar. Se lo tragó con una sonrisa al entrar al saloncito.
—Padre. Madre. —Saludó a cada uno con un beso en la mejilla. Su padre asintió y se rozó el vello de sus patillas. Un gesto de nerviosismo, uno que ella imitaba de niña, cuando deseaba también tener patillas. Su madre murmuró algo bajito, su voz tan calmante como el ritual de observar sus manos firmes sirviendo el té cada tarde.
Pero Cecily no podía entenderla, no sobre el furioso latido de su pulso, rugiendo en sus oídos. Cada movimiento que hacían ellos, cada sílaba formada entre sus labios, parecía lenta y deliberada, lo que incrementaba su temor de que finalmente hubieran descubierto sus encuentros amorosos con un hombre que no sólo no era su prometido, sino que también pisoteaba los buenos modales de la sociedad simplemente porque le divertía.
—Cecily, querida. —Su padre se aclaró la garganta e hizo un gesto al asiento junto a su madre—. Siéntate.
Sí, debería estar aterrorizada, enferma ante la idea de decepcionar a sus padres que nunca habían sido más que amorosos e indulgentes con ella. Y aun así se encontró casi mareada del alivio de que pronto todo se revelaría. No más ocultarse. No más secretos. Tal vez si sus encuentros con el Barón Sedgwick se hacían públicos, él ya no parecería tan misterioso o devastadoramente pícaro. No, sería inofensivo. Y ella—Cecily oraba fervientemente—tal vez finalmente se liberaría de la red que le había arrojado. Podría regresar a ser la mujer sensata que siempre había sido, una que nunca antes habría considerado huir como Angela.
Su madre pasó a Cecily su aro de bordado. El Conde paseó a la ventana y de vuelta, frotándose el bigote. Al fin, justo cuando Cecily había insertado el hilo en su aguja, él se giró sobre sus talones y anunció: —Hemos recibido una carta de tu prometido. Llegó mientras estabas de compras.
Esa proclamación por sí misma no era muy emocionante, ni la culpa que recorrió a Cecily ante las palabras. Su prometido escribía regularmente, al menos dos veces al mes. Notas a su padre, con quien tenía inversiones y misivas cortas a Cecily misma. Eran piezas privadas que Cecily sospechaba su padre leía de antemano, cartas que nunca iban más allá de deseos de bienestar por su salud. Una vez hubo una frase extraña mencionando lo mucho que anhelaba que estuvieran juntos como marido y mujer un día. Pero eso había sido todo. Nada divertido o interesante, nada para despertar su pasión o su imaginación como el Barón era tan habilidoso en hacer.
No, el anuncio de que habían recibido una carta de su prometido no era noticia nueva. Fue la agitación de su padre, evidenciada por sus movimientos apresurados y torpes y la incontrolada modulación de su voz, la que causó que Cecily apretara las manos. La aguja en su puño picó su pulgar, pero ella no reaccionó.
—¿Oh? —dijo, sonriendo—. ¿Y qué nos escribió mi querido prometido esta vez?
—Deberán casarse en una semana.
La sonrisa en su rostro se sintió como un gozne roto, la única cosa que sustentaba la estructura de su compostura; si la dejaba desaparecer un poco, existía la posibilidad de que la hija predecible y de modales recatados que creían que era, desapareciera por completo. —Una semana —repitió, aun sonriendo—. Pero las amonestaciones…
—Ha arreglado una licencia especial.
Por supuesto que sí.
—Pero… —Cecily dejó su bordado sobre su regazo, y juntó las manos—. Pero ha retrasado la boda durante dos años. ¿Por qué repentinamente es tan insistente, y por qué tan pronto y…? —Su barbilla se levantó, su voz más estridente—. ¿Qué tal si ya no deseo casarme con él?
—Cecily —la amonestó suavemente su madre a su lado—. Tú diste tu palabra. Tu padre dio su palabra.
—He cambiado de idea —dijo, levantándose. El bordado se cayó al suelo, olvidado.
Su padre frunció el ceño. —Mi querida niña, debes casarte con él. Es una cuestión de honor. Las inversiones que ha hecho…
—Sólo son inversiones, ¿verdad? Seguramente puedes pagarle por lo que ha dado a la compañía. Cecily abrió ampliamente los brazos, abarcando la extensión del saloncito. Las peludas alfombras persas, las antigüedades isabelinas, jacobinas, y las piezas de la reina Anna—. Seguramente tienes suficiente, seguramente la compañía puede…
—No, no podemos. No lo entiendes.
—Lo siento, Padre, Madre. Pero…
—¡Por el amor de Dios, Cecily, él es la compañía!
Cecily miró fijamente los ojos amplios y salvajes de su padre. Su respiración silbaba al entrar y salir con cada movimiento de su pecho. Ella levantó la mirada hacia su madre, pero la condesa bajó la vista hacia su bordado, sus manos apretadas, el rostro pálido.
—Poco después de hacer las inversiones iniciales, ocurrieron algunos eventos muy desafortunados. Todo se perdió. No sólo nuestra fortuna, sino también la de mis amigos y conocidos que habían confiado en mí. Yo… —Su padre levantó la mano y se tocó la ceja—. No sé qué habría hecho si él no se me hubiera acercado.
Cecily entrecerró los ojos. —¿Cómo supo él de tu infortunio?
—Habían empezado a circular rumores. Intenté suprimirlos mientras buscaba préstamos, pero fue inútil. Él ofreció invertir todo el dinero que yo había perdido y mucho más. Compartió su fortuna conmigo, y a cambio…
—Me vendiste.
—Tú estuviste de acuerdo con el matrimonio —aseguró prontamente su padre.
—¡Porque eso era lo que tú querías! ¿Pero realmente tenía opción? Si yo hubiera dicho que no, ¿lo habrías rechazado?
La expresión de su padre se torció, su opaca mirada azul buscando escape de la de ella. —No. Él sólo te quería a ti.
Cecily se hundió en la silla y puso el rostro en sus manos. Las cartas que había recibido de él… todas y cada una eran tan distantes y corteses. Las palabras de un caballero, aunque despiadado podía ser. Cuando leía sus cartas sentía frío, indiferencia… donde el Barón encendía toda clase de sensaciones dentro de su pecho. El Barón, de quien había resistido enamorarse, con quien había experimentado cada placer excepto aquél reservado entre hombre y esposa, secretamente esperando que el día de su matrimonio arreglado nunca llegara y pudiera casarse con él en su lugar.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó, una pregunta amortiguada entre sus manos.
—Sabes que desea permanecer anónimo. Él dejó muy claro que no descubrieras su identidad hasta su boda.
—Que será en una semana, ¿no? ¿Debo conocer al novio sin saber su nombre? ¿No merezco al menos eso, Padre?
Su padre le dirigió una sonrisa extraña. —Le dije que eras una buena chica, que no exigirías saberlo. Pero él estaba seguro que lo harías. De alguna forma sabía que lo harías.
Cecily se rio. —Me conoce bien, ¿no? O al menos cree que lo hace.
—August. Ese es el nombre que me dijo que te diera.
—¿Pero no es su verdadero nombre?
Su padre apartó la mirada.
—¿Entonces lo conozco? ¿Lo he conocido antes? ¿He bailado con él cuando no está en sus viajes al extranjero?
—Suficiente. No puedo decirte más. Me hizo jurar que guardaría el secreto.
—¡Yo soy tu hija!
Su padre avanzó y acunó sus hombros, inclinó la cabeza hacia ella. —Y eres más preciada para mí que la vida misma. Si no creyera que te tratará bien, que no tiene el mayor aprecio por ti, ninguna cantidad de dinero ofrecido me habría persuadido de darle tu mano.
—Pero lo hiciste.
—Lo hice. —Sus manos se levantaron de sus hombros—. Nos ha dado mucho, y a cambio hemos acordado su matrimonio. Es algo que respetarás, ¿verdad?
Una capa de desesperación, caliente y pesada cayó sobre ella… ¿fue así como se sintió Angela antes de huir con su amante? Deber. Honor. Esas eran las palabras del mundo al que pertenecía. No pasión, no elección. Su boda—la inevitable para la que se había estado preparando durante los últimos dos años, el día que esperaba nunca llegara—estaba aquí. Había hecho lo correcto en mantener al menos una pequeña parte de ella lejos del Barón. Si tan solo pudiera remover todos los otros trozos que con tanta facilidad le había entregado.
Cecily levantó la barbilla e intentó otra sonrisa. Ella y Angela habían conocido las vidas que habían sido planeadas para ellas, ambas habían aceptado felizmente sus futuros. Pero el paralelo entre ellas había terminado la noche anterior, cuando Angela había abandonado a su esposo e hijo. A diferencia de Angela, ella no cambiaría el rumbo. Ella no decepcionaría a aquéllos que le eran más preciados.
—Sí, por supuesto —dijo—. Me casaré como deseas, Padre.
Cuando regresó a sus aposentos fue para encontrar un arreglo de lirios blancos sostenido en manos de su doncella. —Acaban de llegar, miladi. —Estiró el brazo, un pequeño sobre blanco estaba entre sus dedos—. Y una nota…
Cecily la abrió bruscamente al reconocer la letra familiar. A diferencia de su prometido, la escritura del Barón era gruesa e inclinada sobre el pergamino, incluso las curvas de cada letra eran seductoras.
Mi queridísima Lady Cecily,
Estoy afligido por tu pérdida, ante el fallecimiento
de tu querida amiga, Lady Wriothesly.
Tienes mis más sinceras condolencias.
S-
Debía haber hecho pesquisas inmediatamente después que ella dejara su carruaje. Su preocupación había sido sincera. Cecily apretó la nota y cayó de rodillas, las lágrimas brotando una vez más.
La puerta del carruaje se abrió, revelando el exterior de la casa de ciudad de Lady Mayberry en toda su gloria ornamentada. Cecily podía haber enviado sus disculpas a cualquier otro baile, velada o té de la tarde y cena de esa semana, pero nadie se perdía el baile anual de Lady Mayberry. Incluso cuando Cecily había intentado convencer a su madre que no debía ir… no sólo por sus inminentes nupcias, sino también porque aún deseaba vestir luto por Angela, su madre simplemente le palmeó el brazo e instruyó a la doncella de Cecily para que le encontrara el vestido violeta que habían comprado específicamente para el baile Mayberry al inicio de la Temporada.
El mozo apareció en el espacio frente a la puerta, desdobló los escalones y esperó expectante. Su padre se aclaró la garganta. Cecily se sobresaltó y giró la cabeza. En la oscuridad, sólo podía ver un trozo de su mejilla barbona gracias al retazo de luz de las lámparas en el frente de la residencia Mayberry. —Tiempo de irnos —dijo.
—Por supuesto. —Estirando la mano, permitió que el mozo se la tomara mientras descendía del carruaje. Se envolvió con más fuerza el abrigo sobre los hombros y miró fijamente la casa mientras el Conde y la Condesa descendían. La mansión era luminosa, cada ventana estaba alumbrada desde el interior. Ríos de gente avanzaban hacia la puerta desde otros carruajes alineados, su risa y regocijo eran perturbadores cuando la semana entera la había pasado entre lágrimas.
Lágrimas por Angela, y pensamientos del Barón Sedgwick.
Sería el más cruel giro del destino enfrentarlo de nuevo ahora, sabiendo que pronto debería pertenecer a otro a pesar de todo. Y porque el destino no parecía estar particularmente encariñado con ella, sabía que él estaría allí. Su presencia la atormentaría con su propia debilidad, y la comprensión de que nunca sería capaz de olvidarlo sin importar cuanto lo intentara. Él era una maldición, la única persona que alguna vez habría podido persuadirla de desafiar a sus padres y huir de la obligación de su matrimonio concertado. Sus ojos, sus labios, el toque de sus manos… que seductores eran los recuerdos de él cuando yacía en la cama por la noche, contemplando la idea de que en sólo unos pocos días yacería junto a otro hombre.
Ella nunca había condonado el plan de Angela de escapar con su amante. Sí, se alegraba de ver a su amiga feliz, pero se había rehusado a asistir a Angela en los preparativos. Ella eran damas decorosas, la créme de la alta sociedad, respetadas y admiradas por matronas y debutantes por igual. Ninguna de ellas se suponía fuera la clase de mujer que huía del continente, dejando un escándalo del tamaño del océano a su paso.
Y aun así con cada día que Cecily pasaba preparándose para la boda y comprando las piezas finales de su ajuar, y con cada noche transcurrida recordando con enfebrecida claridad la sensación de totalidad cuando los labios del Barón se encontraban con los suyos, la fantasía de escapar de Inglaterra con su propio amante era algo con lo que se recreaba demasiado a menudo. Y aunque intentaba contentarse con saber que hacía lo correcto al casarse con el desconocido que su padre había elegido, no podía evitar rememorar la abrumadora alegría en el rostro de Angela el día que le contó a Cecily sus planes para estar con el hombre que amaba.
Una mano tocó su muñeca y se deslizó hasta sus dedos para darle un apretón consolador. Cecily sonrió a su madre y empezó a caminar al lado de sus padres hacia la casa. Rápidamente se mezclaron con los otros invitados, todos a tiempo en sus apariciones… nadie se atrevía a llegar tarde al baile de Lady Mayberry.
Aunque tenía la urgencia de torcer el cuello y buscar al Barón, Cecily resistió. Muchas veces había intentado adivinar si él estaba en las cercanías sencillamente al evaluar cualquier cambio en su respiración o cualquier otra reacción física, pero se volvió un gesto inútil; sólo pensar en el Barón creaba una respuesta visceral como si él la hubiera acariciado de un extremo a otro.
—¿Es verdad? —preguntó alguien con deleite junto a ella.
Cecily reconoció la voz de su amiga y miró a Eleanor, la hija del Vizconde Morgan. Alta, rubia y delgada. La gente con frecuencia comentaba lo similares que eran ella y Angela.
—Sí, seré una mujer casada este Viernes —dijo Cecily, mandando una mirada a su madre. A pesar de lo mucho que Cecily la amaba, la lengua de la Condesa para los chismes rivalizaba sólo con pocos.
—Pero ¿quién es él? —Eleanor inclinó la cabeza para susurrar en el oído de Cecily—. ¿Es un español? ¡Seguramente no un francés!
—No, no. Nada tan exótico o terrible, me temo. Sólo otro inglés. Y… —Cecily levantó la mano para detener la siguiente pregunta—… deberás descubrir su identidad al mismo tiempo que todos los demás.
Gracias a Dios que sus padres habían decidido que era mejor mantener el nombre de su futuro esposo en secreto ante la alta sociedad. Aunque había creado bastante revuelo y muchas bromas durante los últimos dos años cuando la boda había sido retrasada una y otra vez, nadie se dio cuenta que ni siquiera Cecily sabía su nombre. También era efectivo en alejar prospectos de pretendientes que de otra forma habrían perseguido su mano y creado una situación incómoda. El único hombre que se había atrevido a acercársele desde las noticias de su compromiso, había sido el Barón, y él simplemente se había reído cuando ella se aseguró al principio de mencionarle su compromiso.
—Quiero mucho más que tu nombre unido al mío —le murmuró oscuramente al oído—. Te tendré toda, Lady Cecily, cada cabello, cada respiración, cada latido… y cada gemido.
—Eres un tormento —bufó Eleanor, luego lanzó un gritito cuando alcanzó a ver a alguien más y se marchó. Cecily deseaba llamarla para que regresara. Debía exigir saber cómo la otra mujer podía actuar tan feliz cuando Angela había muerto ni siquiera quince días atrás. Había visto a Eleanor sollozando en el funeral, inclinada sobre Lord Grayhurst en busca de consuelo. Entonces ¿sus lágrimas se habían secado con tanta facilidad? ¿Había sido fácil apartar el recuerdo de Angela y ponerse una máscara convincente de felicidad y frivolidad?
Conducida por la multitud, Cecily atravesó la puerta principal y subió las escaleras hasta la entrada del salón de baile. Todos callaron y formaron un arco ordenado mientras se esforzaban por escuchar los anuncios de aquellos ante ellos.
—Su señoría el Conde de Marwick, su señoría, la Condesa de Marwick, y Lady Cecily Bishop —leyó el mayordomo de su invitación. Cecily asumió su sonrisa apropiada y siguió a sus padres mientras saludaban a la anfitriona.
Durante la siguiente hora, bailó. Cuadrillas, reel[2], e incluso uno o dos vals. Aunque los hombres elegibles ya no la buscaban como novia potencial, los solteros y hombres casados por igual aún parecían disfrutar de una compañera con una cara bonita. Ella contó todo. El número de bailes, el número de personas con las que habló, los vasos de ponche que consumió. Doce plantas en maceta y seis columnas a disposición de las parejas cuando quisieran conversaciones privadas. Dos puertas que conducían a terrazas, tres violinistas, y un prendedor de pluma colocado encima de la cabeza blanca de la muy excéntrica Lady Abernathy. Desafortunadamente, perdió la cuenta del número de veces que sonrió. Hubo demasiadas sonrisas, representaciones prominentes para que las viera todo el mundo, cuando todo lo que deseaba hacer era regresar a casa y meterse en la cama donde pudiera simultáneamente olvidar la muerte de Angela y su inminente matrimonio al soñar con el Barón Sedgwick.
El Barón, que no estaba en ningún lugar entre los catorce hombres de cabellera oscura de por ahí, ni entre los siete que esta noche contó con hombros anchos similares o entre los dos, quienes por un momento, volvieron genuinas sus sonrisas con sus bromas de buen gusto.
Pero él estaba allí, parado ante ella con otro vaso de ponche en su mano. Y él era el único que había visto esa noche con ojos negros, el único hombre que hizo que su corazón girara como resultado de su sonrisa devastadora.
—Buenas noches, Lady Cecily —la saludó. El sinuoso camino de su mirada le trajo a la mente la primera vez que la había visto desnuda, cuando habían escapado del musical de los Carlisle al conservatorio, donde él la había ayudado a desnudarse y entonces le ordenó que se tocara mientras él miraba. También fue la primera vez que ella se dio cuenta que él tenía la intención de ser su amante en todo excepto el acto final entre marido y mujer.
Cecily inhaló aire, y vio cómo las pupilas de él se inflamaban en respuesta. Eran como instrumentos musicales, cada uno tomando turnos para deslizar el arco sobre las cuerdas para invocar una reacción del otro. Complacida, ella volvió a respirar profundamente, sus pechos presionando contra el corpiño de su atuendo.
Lentamente las pestañas del Barón se elevaron hacia su cara. Él sonrió y estiró el brazo. —¿Una bebida, miladi? Parece estar bastante sonrojada.
—No, gracias. —Cecily se lamió los labios, casi embriagada con el conocimiento del poder sensual que poseía sobre él. Cada encuentro era igual, una exploración de su propia feminidad mientras él apretaba, empujaba y jalaba sus hilos.
Él inclinó la cabeza y tomó una copa de un sirviente que pasaba. —¿Entonces deberíamos bailar? —Se acercó más, sus ojos negros fijos en los de ella. Aunque las conversaciones continuaban a su alrededor, aunque las faldas de alguien se presionaban a su derecha, sólo él permanecía enfocado, atrayéndola hacia él. La pesada sensación de sangre corría espesa por sus venas. Lo entrecortado de su aliento, la forma inevitable en que se inclinaba para ponerle la mano en…
—No —jadeó ella, devolviendo la mano a su costado—. Bailar no. Le he prometido la próxima pieza al señor Bell.
—No creo que le importe al señor Bell si bailo en su lugar —dijo—. Ni creo que le importe a usted particularmente.
—No debemos. Yo… —Y ahí estaba. El momento que había estado temiendo, el momento en que tendría que revelar que su futuro esposo; August, había escrito para decir que se casarían en dos días y que ella no podría estar con él nunca más. Bailar con él era sólo invitar al tormento de su parte y al escándalo si los otros invitados veían el anhelo en su rostro que intentaba, pero seguro fallaba en ocultar.
Pero mientras dudaba, él colocó la mano sobre su brazo y la condujo a la pista de baile. Mantuvo la distancia apropiada entre ellos mientras caminaban, incluso cuando se giró hacia ella y colocó sus manos; una en su cintura y la otra cubriendo la de ella. Mientras la música empezaba y él la conducía en el primer giro del vals, su brazo y posturas tiesas la mantuvieron a una distancia segura.
Aun así, el mero aire entre ellos humeaba. Cuando lo miró a la cara, vio que también él podía sentirla, esa inevitable necesidad entre ellos. Oh, pero no sólo la estaba sintiendo. Él la había creado, y parecía sentirse satisfecho mientras la observaba luchar contra sus deseos para mantener su reputación frente a los demás.
—¿Por qué no querías bailar conmigo, Cecily? —preguntó. Su voz era demasiado baja para llegar a los otros bailarines, y el pulgar unido a la mano en su cintura se deslizó brevemente arriba y luego abajo. Una seducción privada, aquí en medio del salón de baile de Lady Mayberry—. ¿Tendrá algo que ver con los rumores que he estado oyendo durante la última semana y media?
Su garganta se secó. —¿Has oído? —Todo este tiempo creyó que no lo había visto porque ella se esforzó en no estar disponible; pero ¿podría ser que él se había enterado de su boda y él fue quien se mantuvo alejado de ella?
—Parece que tu anticuado prometido finalmente se ha decidido sobre la fecha en que planea casarse contigo. ¿Debería darte mis felicitaciones ahora, o esperar hasta después?
Cecily apartó la mirada, sobre su hombro. Intentó ignorar la sugerencia en esa palabra. Aun así, su eco se escurrió hasta su mente, atrayéndola. Volvió su mirada a él. —¿Después?
Él sonrió, como en aprobación por su rendición. —Cuando te robe y aceptes casarte conmigo.
Cecily se rio. Cuando el agarre en su mano se fortaleció, y él entrecerró los ojos, ella echó la cabeza hacia atrás y rio de nuevo, la ligereza e irrelevancia de la diversión de una dama. De otra forma habría llorado, sabiendo que sin importar si él bromeaba o lo decía completamente en serio, su deber y la obligación de su familia requerían que se casara con un hombre que sólo había conocido por carta. —Me maravillas, milord —dijo, inclinando la cabeza—. Que gran confianza debes tener, para creer que yo aceptaría de inmediato.
—Así es. —Él correspondió su respuesta con una ligera, y la estudió mientras volvían a girar. Entonces su mirada pasó a sus manos unidas. Con una ceja levantada, acercó su mano hasta su boca y le plantó un beso en los dedos—. Tus garras se ven, gatita.
—Suéltame antes que todos vean —siseó.
—Oh, ya todos han visto. Nos observan de cerca. Te has vuelto un gran espectáculo. ¿Crees que si te arruinara ahora mismo mientras todos miran, tu misterioso prometido aún te aceptaría? O, tal vez la mejor pregunta es: ¿Aún lo elegirías a él, o me elegirías a mí?
—Me arruinarás si continuas —dijo ella.
Él regresó sus manos a los lugares apropiados, pero no antes de que ella lo oyera murmurar: —Debí haberte arruinado hace mucho tiempo.
Ella lo ignoró, ignoró el pensamiento de él yaciendo sobre ella, sus extremidades entrelazadas mientras él finalmente la convertía de verdad en su amante. Su pecho dolió.
—No quiero verte nunca más —dijo.
Él trastabilló cuando giraron una vez más, sus movimientos un paso detrás del acorde de la música. —Me temo, querida, que tu deseo inevitablemente debe permanecer sin cumplir. Porque, verás, yo vivo en Inglaterra. Tú vives en Inglaterra. A menos que tu esposo te lleve a socializar por el mundo, él probablemente también vivirá en Inglaterra. —Hizo una pausa—. ¿Es inglés, o no?
—Sí, y sabes que me refería a que deseo que dejes de buscarme. Desiste en seguirme. Permíteme continuar adelante, como tú debes hacer.
—Mmm. —Otro apretón de su pulgar en su cintura—. No creo que me hayas mencionado su nombre. O tal vez lo hiciste y sencillamente lo olvidé. ¿Cuál era?
Ella apretó los dientes. —Tu memoria es correcta. No te lo dije. —¿Nunca terminaría el vals? ¿Este momento debía prolongarse? ¿Por qué él no le permitía despedirse?
—Vamos, no seas tímida. Si no conozco su nombre, ¿cómo voy a saber evitarlos a ambos a toda costa?
—August —murmuró.
La curva de su boca se aplanó, y el negro de sus ojos de alguna forma pareció volverse más profundo. —Ah.
Los violines ejecutaron los últimos compases del vals, y él la giró en la última vuelta, entonces lentamente la detuvo. Sin palabras la escoltó al lugar donde la había encontrado al principio. —Miladi —dijo y entonces se inclinó.
El corazón de Cecily golpeteó. —¿Eso es todo? —susurró ante su cabeza inclinada—. ¿Entonces te rindes?
Él se enderezó y di un paso atrás. Un paso pequeño, y aun así pareció una inmensa distancia. —Nunca me rendiré —dijo, pero entonces se alejó.