Capítulo VIII
Durante los primeros momentos, Reynolds no experimentó absolutamente nada, como si los grilletes que le rodeaban muñecas y tobillos le hubieran privado de la facultad de reaccionar. Luego, lentamente, se sintió invadir por el aturdimiento, seguido de una sensación de incredulidad y, finalmente, de una sorda desesperación. Le resultaba intolerable que aquello volviera a ocurrirle a él, y, lo que era peor, que les hubieran cogido sin el menor esfuerzo, que el comandante hubiera jugado con ellos, y que hubiera conseguido engañarles por completo. Ahora estaban prisioneros en la temida Szarháza y si alguna vez salían de allí, sería como sombras irreconocibles de la que fueron.
Miró a Jansci, para ver cómo reaccionaba ante aquél golpe aplastante, que suponía el fracaso más rotundo de todos sus planes y una segura sentencia de muerte. En el rostro de Jansci no se leía ninguna emoción. Aparecía tranquilo y en aquel momento estaba midiendo al comandante con una mirada muy parecida a la que éste le dedicaba a él.
Cuando el último grillete quedó sujeto a la pata de una silla, el jefe de los guardianes se volvió a mirar al comandante, en espera de instrucciones. Este le despidió con un gesto.
—¿Están bien seguros?
—Del todo.
—Entonces, podéis marcharos.
El guardián dudó.
—Son peligrosos…
—Ya lo sé —dijo el comandante, con paciencia—. ¿Por qué, si no, hubiera llamado a tanta gente para prenderlos? Pero están atados a unas sillas fijas en el suelo. Es poco probable que se evaporen.
Esperó a que se cerrara la puerta y, luego, contemplándose los finos dedos, siguió hablando con su voz serena y cultivada.
—Caballeros, éste es el momento de regocijarse: un espía inglés… Aquella cinta magnetofónica, Mr. Reynolds, causará sensación ante el Tribunal Popular. Y el jefe del mejor organizado grupo de evasiones y de actividades anticomunistas de toda Hungría, los dos de un solo golpe. Pero dejémonos de felicitaciones. Son inútiles y aptas para perder el tiempo. —Sonrió levemente—. A propósito, es un placer tratar con personas inteligentes, que saben aceptar lo inevitable, dejándose de lamentaciones y protestas de inocencia. Tampoco me seducen los efectos teatrales, la intriga, ni las incógnitas. Considero que el tiempo es lo más precioso que tenemos, y perderlo constituye un delito imperdonable. Su primer pensamiento será… (Por favor, Mr. Reynolds, siga el ejemplo de su amigo y absténgase de hacerse un daño innecesario probando la solidez de esos grilletes), su primer pensamiento, como digo, será por qué se encuentran en esta situación. No existen motivos para que se les oculte. —Miró fijamente a Jansci—. Tengo el sentimiento de comunicarles que ese valeroso y superdotado amigo suyo, que, haciendo gala de un valor increíble, se ha hecho pasar, durante tanto tiempo por comandante en Allám Védelmi Hátoság, les ha traicionado.
Se hizo un silencio. Reynolds miró al comandante inexpresivamente, y luego a Jansci. Jansci seguía impasible.
—Puede ser. Aunque él no se habrá dado cuenta.
—Desde luego. El coronel Josef Hidas, al que el capitán Reynolds ya conoce, alimentaba una ligerísima sospecha —casi no podríamos darle este nombre— acerca del comandante Howarth. —Era la primera vez que Reynolds oía el nombre por el que el Conde era conocido en la AVO—. Ayer, la sospecha se convirtió en certidumbre, y él y mi buen amigo Furmint le tendieron una trampa. Le dieron el nombre de esta prisión y acceso al despacho de Furmint el tiempo suficiente para que pudiera hacerse con ciertos documentos y timbres, que son los que ahora tengo delante. A pesar de su fabulosa inteligencia, su amigo mordió el anzuelo. Todos somos humanos.
—¿Ha muerto?
—Todavía no. Disfruta de excelente salud y vive en la más completa ignorancia de lo que le espera. Le han encomendado una misión rutinaria, para mantenerle fuera de la circulación durante el día de hoy. Creo que el coronel Hidas desea efectuar el arresto personalmente. Espero su visita esta mañana. Luego, Howarth será arrestado; a medianoche se le formará consejo en Andrassy Ut, y será ejecutado, aunque me temo que no sumariamente.
—Por supuesto. —Jansci asintió enfáticamente—. En presencia de todos los oficiales y miembros de la AVO, irá muriendo poco a poco, para evitar que su ejemplo cunda. ¡Idiotas! ¿No saben que nunca podría haber otro como él?
—Completamente de acuerdo. Aunque esto no es cosa mía. ¿Cuál es su nombre, amigo?
—Jansci servirá.
—De momento, sí. —Se quitó las gafas y golpeó suavemente la mesa—. Dígame, Jansci, ¿qué es lo que usted sabe de nosotros, la policía política? Me refiero a cómo nos ve usted.
—Dígalo usted, es evidente que lo está deseando.
—Sí; se lo diré, aunque creo que usted debe ya saberlo. Nuestros hombres, casi en su totalidad, sólo buscan situarse. Son una colección de estúpidos que ingresan en la policía porque el servicio no les exige desplegar grandes dotes intelectuales. Son unos sádicos, a los que su carácter hace inadecuados para toda profesión civil. Los mismos que, al servicio de la Gestapo, sacaban de la cama a despavoridos ciudadanos, ahora hacen lo mismo, por cuenta nuestra. Otros se enrolan para poder dar suelta al rencor que les corroe. El coronel Hidas, un judío cuyo pueblo sufrió lo indecible en Centroeuropa, es un ejemplo clásico de estos últimos. Están también, por supuesto, los adalides del comunismo, una pequeña minoría, pero temible y peligrosa, pues está compuesta por verdaderos autómatas a los que sólo mueve la idea del Estado, y cuyos sentimientos morales están completamente atrofiados. Furmint es uno de estos. Y también Hidas.
—Debe estar usted muy seguro de sí mismo —dijo lentamente Reynolds, que hasta entonces había guardado silencio.
—Es el comandante de la Szarháza —dijo Jansci sencillamente—. Pero ¿no nos dijo que le molestaba perder el tiempo?
—Y me molesta, se lo aseguro. Déjeme continuar. Cuando se trata de algo tan delicado como granjearse la confianza del prójimo, todos los que componen la lista que les acabo de enumerar, tienen una cosa en común. A excepción de Hidas, les domina la idée fixe, son unos conservadores empedernidos que creen que el único medio para llegar al corazón de un hombre…
—Ahórrenos las frases altisonantes —gruñó Reynolds—. Lo que usted quiere decir es que cuando quieren hacer hablar a alguien, le machacan los huesos hasta conseguirlo.
—Una definición cruda, pero admirablemente concisa —murmuró el comandante—. Me ha dado usted una valiosa lección. Sigamos siendo breves. Se me ha encomendado la misión de ganarme la confianza de ustedes, caballeros. Para ser exactos: deseo una confesión del capitán Reynolds y, de Jansci, su verdadero nombre y el alcance y modus operandi de su organización. Conocerán también los métodos que invariablemente aplican los… colegas antes aludidos. Paredes blancas, luces cegadoras, y constante repetición de preguntas, todo ello amenizado con palizas, extracción de uñas y muelas, retorcimiento de pulgares y las nauseabundas técnicas de las cámaras de tortura medievales.
—¿Nauseabundas?
—Para mí, sí. Como antiguo profesor de cirugía de nervios de la universidad de Budapest y de los principales hospitales del país, el concepto medieval del interrogatorio me horripila. Para serles franco, los interrogatorios en sí, siempre me han repugnado. Pero en esta prisión he hallado oportunidades extraordinarias para profundizar en mis estudios de los desórdenes nerviosos, y he podido ahondar más que nadie en el complejo mecanismo del sistema nervioso. Hoy día, quizás se me aborrezca; las generaciones venideras tendrán de mí un concepto distinto. No soy el único médico que está al frente de una prisión o de un campo de prisioneros, se lo aseguro. Nosotros somos extraordinariamente útiles a las autoridades, del mismo modo que las autoridades nos son extraordinariamente útiles a nosotros.
Hizo una pausa y sonrió, casi con timidez.
—Les ruego que me perdonen, caballeros. El entusiasmo que me inspira mi trabajo, me transporta. Vamos al grano. Ustedes tienen que dar una información, y no les será extraída por métodos medievales. Por el coronel Hidas sé que el capitán Reynolds reacciona de forma violenta al sufrimiento, y puede resultar difícil de manejar. En cuanto a usted… —Miró atentamente a Jansci—. No creo haber visto en mi vida las huellas de tantos sufrimientos en el rostro de nadie. Para usted, sufrir no es nada. No lo digo por alabarle, pero no se me ocurre ningún tormento físico capaz de destruirle.
Se recostó en su sillón, encendió un cigarrillo largo y delgado y les miró, pensativo. Después de una pausa de más de dos minutos, se volvió a inclinar hacia delante.
—Bien, caballeros. ¿Puedo llamar a un taquígrafo?
—Haga lo que guste —dijo Jansci, cortésmente—. Pero lamentaríamos hacerle perder más tiempo.
—No esperaba otra contestación. —Oprimió un conmutador, habló rápidamente por un micrófono empotrado y volvió a arrellanarse en su asiento—. Conocerán de oídas a Pavlof, el psicólogo ruso, ¿verdad?
—El santo patrón de la AVO, según creo —dijo Jansci.
—Por desgracia, no existen santos en nuestra filosofía marxista, a la cual, y lamento decirlo, nunca se afilió Pavlof. Pero, en el fondo, tiene usted razón. En muchos aspectos, Pavlof fue un chapucero, un pionero bastante primitivo, pero, a pesar de todo, un hombre al que los más avanzados… interrogadores debemos gratitud y…
—Sabemos todo lo que se refiere a Pavlof, a sus perros y a sus maquiavélicos procedimientos —dijo Reynolds ásperamente—. Esto es la prisión de Szarháza, no la universidad de Budapest. Ahórrenos el rollo sobre la historia del lavado de cerebro.
Por primera vez, el comandante perdió su estudiada calma y, por un momento, la sangre coloreó sus pronunciados pómulos.
—Tiene razón, capitán Reynolds. Hay que tener cierta dosis de imparcialidad y filosofía para apreciar estas cosas… Pero ya vuelvo a las andadas… Lo que quiere decir es que, combinando los perfeccionamientos de las técnicas fisiológicas de Pavlof con ciertos procesos psicológicos que tendrán ocasión de experimentar dentro de poco, podemos alcanzar resultados increíbles. —En el frío entusiasmo de aquel hombre había algo que helaba la sangre—. Podemos destrozar a cualquier ser humano, sin dejar en su cuerpo la más pequeña cicatriz. A excepción de los locos incurables, que ya no tienen remedio, no hay quien pueda resistirlo. El flemático inglés de sus novelas y, por lo que se ve, también de la realidad, sucumbirá como todos. Los esfuerzos de los americanos para adiestrar a sus agentes a resistir lo que Occidente denomina el lavado de cerebro, digamos mejor, reintegro de personalidad, resultan tan patéticos como inútiles. Deshicimos al cardenal Mindszenty en ochenta y cuatro horas. Podemos destruir a cualquiera.
Dejó de hablar cuando entraron en la habitación tres hombres, vestidos con bata blanca, cargados con un frasco, tazas y una cajita metálica, y esperó a que vertieran en las tazas lo que, indudablemente, era café.
—Les presento a mis ayudantes. Disculpen las batas blancas. Es un detalle psicológico que da excelentes resultados con la mayoría de nuestros… pacientes. Café, caballeros. Bébanlo.
—Que me ahorquen si… —empezó Reynolds.
—Bébalo si no quiere que se lo hagan tragar a la fuerza —dijo el comandante con hastío—. No sea niño.
Reynolds lo bebió, igual que Jansci. Era un café como otro, pero tal vez algo más fuerte y más amargo.
—Café auténtico —sonrió el comandante—. Pero contiene un producto químico conocido con el nombre de «Actedron». No se dejen engañar por sus efectos, caballeros. Durante los primeros minutos, se sentirán estimulados, más decididos que nunca a resistir; pero después experimentarán fuertes dolores de cabeza, aturdimiento, náuseas, crispación de los nervios y cierta confusión mental. La dosis será repetida, por supuesto. —Se volvió hacia uno de sus ayudantes que tenía una jeringuilla en la mano y siguió explicando—: «Mescalina». Produce un estado mental parecido a la esquizofrenia. Según tengo entendido, los escritores y otros artistas occidentales se han aficionado a ella. Por su propio bien, espero que no la tomen con «Actedron».
Reynolds le miró fijamente, y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar un escalofrío. Había algo siniestro, algo monstruoso en aquel comandante de modales apacibles y aires de profesor, tanto más siniestro y monstruoso por cuanto que no era deliberado. Era, simplemente, la indiferencia del que vive tan sólo para satisfacer un insaciable deseo de hacer prosperar el propio trabajo, sin pensar en cosas de carácter humanitario. El comandante seguía hablando.
—Después les inyectaré una nueva substancia de mi invención descubierta hace tan poco tiempo que todavía no ha sido bautizada. ¿Qué les parece si la llamáramos «Szarházazina»?. ¿Acaso lo encuentran demasiado extravagante? Les aseguro que si se la hubiésemos dado hace unos cuantos años al bueno del cardenal no hubiera resistido ni veinticuatro horas, mucho menos ochenta y cuatro. Los efectos combinados de las tres drogas, después de, digamos, dos dosis de cada una, les reducirán a un estado de completo agotamiento mental. Entonces sabremos la verdad, y nosotros imprimiremos en su cerebro algo por nuestra propia cuenta y, para ustedes, eso será también verdad.
—¿Por qué nos cuenta todo eso? —dijo Jansci lentamente.
—¿Por qué no? De nada les servirá estar prevenidos. El proceso es irresistible. —La tranquilidad de su voz no les dejaba lugar a dudas. Hizo una seña para que se retiraran los de la bata blanca, y oprimió un pulsador—. Vamos, caballeros, es hora de que les lleve a su alojamiento.
Casi inmediatamente, entraron en el despacho los guardianes y uno a uno, les fueron soltando brazos y piernas y volviéndoselos a atar con una celeridad y una seguridad que impedían pensar en la huida. Cuando Reynolds y Jansci estuvieron de pie, salieron del despacho precedidos por el comandante. Cada uno de los detenidos llevaba un guardián a cada lado y otro detrás, encañonándoles con el revólver. Las precauciones no podían ser más rigurosas.
El comandante les hizo cruzar el patio, cubierto de una dura capa de nieve, y penetrar en un bloque bien custodiado, de gruesas paredes y ventanas enrejadas. Atravesaron un corredor estrecho y mal iluminado. Al llegar a la mitad del corredor, de donde partía una escalera que se perdía en la oscuridad de los sótanos, se detuvo frente a una puerta, hizo una seña a uno de los guardianes y, volviéndose hacia los prisioneros, dijo:
—Quiero enseñarles algo, antes de conducirles a las celdas de los sótanos, para que puedan pensar en ello durante los últimos momentos que pasarán en este mundo como los hombres que han sido hasta ahora. —Giró la llave en la cerradura, y el comandante abrió la puerta de un puntapié—. Ustedes primero, caballeros.
Dando un traspiés, a causa de los grilletes, Reynolds y Jansci entraron en la celda y se salvaron de caer al suelo agarrándose al anticuado pie de una cama de hierro. Sobre la cama dormitaba un hombre. Reynolds vio, sin experimentar la menor sorpresa, pues había estado esperando aquello desde el momento en que el comandante se detuvo, que se trataba del Dr. Jennings. Estaba pálido, demacrado y envejecido. Se despertó inmediatamente, y Reynolds sintió una oleada de satisfacción al darse cuenta de que el viejo conservaba intacta su intransigencia. Mientras se ponía trabajosamente en pie, sus ojos empezaron ya a echar chispas.
—Bueno, ¿qué diablos quieren ahora? —Hablaba en inglés, el único idioma que conocía, pero Reynolds vio que el comandante le comprendía—. Malditos rufianes, es que todavía no me habéis mareado bastante, durante todo el fin de semana… —Se interrumpió al reconocer a Reynolds, y le miró fijamente—. ¿De modo que esos demonios le cogieron también a usted?
—Inevitablemente —dijo el comandante, en correcto inglés. Se volvió hacia Reynolds—. Vino usted desde Inglaterra para ver al profesor. Bien, ya le ha visto. Ahora, despídanse. *** NO HAY *** se marcha esta tarde, dentro de tres horas, para ser exactos, con dirección a Rusia. —Se volvió hacia Jennings—. El estado de las carreteras es pésimo. Hemos dispuesto que se enganche un vagón especial al tren de Pécs. Lo encontrará bastante cómodo.
—¿Pécs? —Jennings le miró con ojos llameantes—. ¿Dónde diablos está Pécs?
—A cosa de cien kilómetros al sur de aquí, querido Jennings. El aeropuerto de Budapest se encuentra cerrado a causa de la nieve y del hielo, pero tenemos entendido que el de Pécs sigue funcionando. Vendrá a recogerle un avión especial.
Sin hacerle ningún caso, Jennings se volvió hacia Reynolds.
—¿Tengo entendido que mi hijo Brian está ya en Inglaterra?
Reynolds asintió en silencio.
—Y yo sigo aquí, ¿eh? Magnífico, joven. Un trabajo excelente. Sólo Dios sabe lo que ocurrirá ahora.
—No puedo decirle cuanto lo siento, señor. —Reynolds vaciló unos momentos y luego dijo, con decisión—: Hay algo que debe saber. No estoy autorizado para revelárselo, pero, por esta vez, al diablo la autoridad. Su esposa… la operación de su esposa no pudo tener mayor éxito y ella está ya completamente restablecida.
—¿Qué? ¿Qué dice? —Jennings cogió a Reynolds por las solapas y, aunque era casi veinte kilos más ligero que el muchacho, empezó a zarandearle—. Está mintiendo, lo sé… El médico dijo…
—El médico dijo lo que nosotros quisimos —le interrumpió Reynolds—. Sé que es algo imperdonable, pero era indispensable hacerle volver a Inglaterra, sin reparar en medios. Pero ahora ya nada importa, por lo que más vale que sepa la verdad.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —La reacción que Reynolds esperaba en un hombre de la reputación del profesor, que tan fácilmente se dejaba llevar de su mal genio, no se produjo. Por el contrario, se dejó caer sobre la cama, como si sus viejas piernas se negaran a sostener el peso de su cuerpo y, parpadeó, entre lágrimas de felicidad—. Esto es maravilloso. No sabe lo maravilloso que es… Y pensar que hace tan sólo unas horas creí que nunca más podría sentirme dichoso…
—Interesante, muy interesante —murmuró el comandante—. Y, a pesar de todo, Occidente tiene la desfachatez de acusarnos a nosotros de falta de sentimientos humanitarios.
—Es cierto —murmuró Jansci—. Pero, por lo menos, Occidente no llena el cuerpo de sus víctimas de «Actedron» y «Mescalina».
—¿Qué? ¿Qué dice? —preguntó Jennings levantando bruscamente la cabeza—. ¿A quién le han llenado el cuerpo de «Actedron» y…?
—A nosotros —repuso Jansci mansamente—. Se nos formulará un juicio imparcial, pero antes hemos de pasar por el equivalente moderno del potro medieval.
Jennings miró a Jansci y luego a Reynolds con ojos muy abiertos. Luego, la incredulidad se convirtió lentamente en horror. Poniéndose en pie se encaró con el comandante:
—¿Es verdad eso?
—Exagera, desde luego…
—De modo que es cierto —dijo Jennings con voz pausada—. Mr. Reynolds, me alegro que me haya dicho usted la verdad sobre el estado de mi esposa. El empleo de ese resorte sería ahora superfluo. Pero ya es demasiado tarde, lo comprendo, como empiezo a comprender muchas cosas, y a apreciar otras que nunca volveré a ver.
—Su esposa —afirmó, que no preguntó, Jansci.
—Mi esposa —Jennings asintió con la cabeza— y mi hijo.
—Volverá usted a verlos —dijo Jansci tranquilamente. Era tal su convicción que los otros se le quedaron mirando, medio convencidos de que aquel hombre podía ver algo que a ellos les estaba vedado, medio convencidos de que estaba loco—. Se lo prometo, Dr. Jennings.
El viejo le miró fijamente. Luego, la esperanza fue evaporándose de su mirada.
—Es usted una buena persona, amigo mío. Hay que tener fe…
—Los verá en este mundo —le interrumpió Jansci—. Y pronto.
—Llévenselo —ordenó el comandante secamente—. Este hombre ya empieza a volverse loco.
* * *
Michael Reynolds iba volviéndose loco, lenta pero inexorablemente, y lo más terrible era que él se daba cuenta. Pero desde la última inyección, administrada al poco rato de haber sido amarrados a las sillas de aquella celda subterránea, no había podido hacer nada contra la implacable acometida de la locura, y cuanto más luchaba, cuanto más se esforzaba por sobreponerse al dolor y a la angustiosa tensión que le agarrotaba el cuerpo y el espíritu, más profundamente penetraban en su cerebro aquellas garras que le iban despedazando.
Estaba firmemente atado a una silla de alto respaldo por una ancha correa que le rodeaba el pecho y los muslos, y con gusto hubiera dado cuanto poseía por poder librarse de aquellas ligaduras, echarse al suelo y contra las paredes, contorsionarse, retorcerse, encogerse y estirarse en todos los sentidos, contraer y distender todos los músculos de su cuerpo, en un esfuerzo por aliviar aquella intolerable desazón que le producían diez mil nervios saltándole y brincándole por todo el cuerpo. Era el viejo tormento chino de hacer cosquillas en las plantas de los pies multiplicado por mil, con la única diferencia de que, en vez de plumas, se utilizaban los alfilerazos del «Actedron» sobre todos y cada uno de sus nervios, produciéndole un frenesí indescriptible.
Las náuseas no le dejaban. Sentía una sensación como si un avispero se hubiera roto en su estómago y miles de alas zumbaran dentro. Le costaba trabajo respirar, y la garganta se le contraía de un modo aterrador. Cuando le faltaba el aire, le asaltaba el pánico, y luego, en el último segundo, su garganta volvía a abrirse y el aire entraba entrecortadamente en sus exhaustos pulmones. Pero lo peor era la cabeza. Su cerebro estaba embotado y oscuro y a cada momento que pasaba se alejaba más del mundo real, a pesar de sus desesperados esfuerzos por aferrarse a los últimos vestigios de cordura que le habían dejado el «Actedron» y la «Mescalina». Le dolía la nuca como si se la apretaran con unas tenazas, y los ojos le atormentaban horriblemente. Creyó oír voces lejanas y, cuando le abandonaron los últimos vestigios de lucidez, comprendió, a pesar de haber perdido la facultad de comprensión, que la locura le había envuelto completamente en su espesa maraña.
Pero las voces insistían, llegando hasta aquella oscura sima. No, no eran voces: algo le decía que era una sola voz, y no una voz que le hablara desde dentro de su cerebro, atormentándole como las otras voces, sino que gritaba desde el exterior, traspasando la niebla que le envolvía, con una insistencia desesperada a la que ningún hombre que conservara un soplo de vida, por débil que fuera, podía dejar de responder. Se repetía una y otra vez, aumentando de volumen a cada momento hasta que, por fin, consiguió despertar un eco en su cerebro, y Reynolds reconoció la voz. Era una voz conocida, pero que hasta entonces nunca escuchara con aquel acento. A duras penas consiguió identificar la voz de Jansci, que repetía sin cesar, una y otra vez, como una letanía obsesionante:
—¡Levanta la cabeza! ¡Por Dios, levanta la cabeza! ¡Levántala! ¡Levántala!
Despacio, muy despacio, con un esfuerzo agotador, Reynolds fue levantando la cabeza, que había dejado caer sobre el pecho. Tenía los ojos cerrados. Por fin consiguió apoyarla en el respaldo de la silla. Durante un rato, permaneció en aquella posición, respirando trabajosamente, como un corredor después de una carrera de gran fondo. Luego, su cabeza empezó a caer nuevamente.
—¡Levántala! ¡Vamos, levántala! —La voz de Jansci era perentoria, y Reynolds advirtió, de pronto, con sorprendente claridad, que Jansci proyectaba hacia él una parte de aquella fabulosa fuerza de voluntad que le había permitido volver con vida de los montes de Kolyma y de los helados desiertos siberianos.
—¡Levántala, te digo! Eso es… Ahora, los ojos… Abre los ojos y mírame.
Reynolds abrió los ojos y le miró. Los párpados le pesaban como si fueran de plomo. Pero, finalmente, haciendo un esfuerzo, consiguió abrirlos y escudriñó en la oscuridad del sótano. De momento, no vio nada. Creyó que había perdido la vista. Ante sus ojos sólo flotaba un nebuloso vapor. Después comprendió que aquello era realmente vapor. Recordó que el suelo de piedra estaba cubierto de un palmo de agua y que alrededor de la celda discurrían unas conducciones de vapor. Aquel baño de vapor, mucho peor que los baños turcos que él conocía, formaba parte del tratamiento.
Al cabo, distinguió a Jansci. Le vio como si estuviera detrás de un cristal esmerilado. Se hallaba a unos tres metros de distancia, atado a una silla igual a la suya. Le vio mover la cabeza de un lado para otro, abrir y cerrar la boca y las manos para aligerar en parte la tensión de su sistema nervioso.
—No dejes caer otra vez la cabeza, Mi’hail —dijo con ansiedad. Incluso en aquellas circunstancias, Reynolds se dio cuenta de que, por primera vez, Jansci le llamaba por su nombre de pila, y lo pronunciaba exactamente como Julia—. Y, por lo que más quieras, mantén los ojos abiertos. No te dejes vencer. Pase lo que pase, resiste. Hay una crisis en los efectos de estas malditas drogas y, si logras vencerla… ¡Aguanta! —gritó repentinamente.
Reynolds volvió a abrir los ojos, esta vez con menos esfuerzo.
—Eso es, eso es. —La voz de Jansci le llegaba ahora con mayor claridad—. Yo experimenté lo mismo hace unos momentos, pero si te dejas vencer por la droga, no tiene remedio. Mantente firme, muchacho, mantente firme. Siento que va pasando.
También Reynolds sentía disminuir el efecto de la droga. Tenía todavía aquel irresistible deseo de soltarse y estirar los músculos, pero su cabeza se iba aclarando y el dolor de los ojos iba remitiendo. Jansci no paraba de hablar, animándole, distrayéndole y, poco a poco, sintió que sus miembros se tranquilizaban. Sintió frío, a pesar de la tórrida temperatura de aquel sótano, e incontenibles escalofríos empezaron a recorrerle el cuerpo. Luego pasó el temblor, y empezó a sudar y a debilitarse, a medida que la humedad y el calor iban en aumento. Estaba nuevamente a punto de desmayarse —aunque esta vez era un desvanecimiento con la cabeza despejada— cuando se abrió la puerta y entraron chapoteando los guardianes, calzados con botas de goma. Los desataron y los empujaron hacia el exterior, donde se respiraba un aire diáfano y helado. Por primera vez en su vida, Reynolds comprendió lo que debe sentir el que se ha estado muriendo de sed en el desierto al beber su primer trago de agua.
Delante de él iba Jansci, que en aquel momento se desasía de los brazos que le sujetaban. Reynolds, a pesar de sentirse como el que acaba de salir de unas fiebres malignas, hizo lo mismo. Se tambaleó y estuvo a punto de caer cuando dejaron de sujetarle, pero recobró el equilibrio y, haciendo un esfuerzo, salió en pos de Jansci al nevado patio, con el cuerpo erguido y la cabeza en alto.
El comandante les estaba esperando. Al verles salir, entornó los ojos con incredulidad. Durante unos segundos, se quedó sin saber qué decir, y no llegó a pronunciar la frase que tenía preparada. Pero se rehízo pronto y asumió, sin esfuerzo, su tono de profesor.
—A fuer de sincero he de decir, caballeros, que si alguno de mis colegas me lo hubiera contado, le hubiese llamado embustero. Nunca lo hubiera creído. Por puro interés profesional, ¿cómo se encuentran?
—Fríos. Y tengo los pies helados. Tal vez no lo haya advertido, comandante, pero nuestros pies están chorreando. Los hemos tenido en remojo durante dos horas.
Reynolds se apoyó negligentemente en la pared, no porque esta actitud reflejara sus sentimientos, sino porque, sin el apoyo de la pared, se hubiera desplomado sobre la nieve. Pero, más que nada, le sostuvo la mirada de aprobación que le dirigió Jansci.
—Cada cosa en su momento. Periódicas alteraciones de temperatura forman parte del… tratamiento. Les felicito, caballeros. Este promete ser un caso de un interés poco corriente. —Volviéndose hacia uno de los guardianes dijo—: Que pongan un reloj en la celda, donde puedan verlo. La próxima inyección de «Actedron» será… Veamos, ahora son las doce… a las dos en punto. No hay que hacerles esperar más de lo necesario.
Diez minutos después, jadeando, por el repentino cambio de temperatura experimentado al entrar de nuevo en la asfixiante celda, después de dejar el patio helado, Reynolds miró el reloj y luego a Jansci.
—No se le pasa por alto ni el más leve refinamiento de los métodos de tortura, ¿verdad?
—Le horrorizaría oírte mencionar la palabra «tortura» —dijo Jansci, pensativo—. El comandante se ve a sí mismo como un científico que realiza un experimento, y lo único que persigue es la máxima eficiencia desde el punto de vista del resultado. Desde luego, está rematadamente loco, con la ciega locura de los fanáticos. También le escandalizaría oír esto.
—¿Loco? —Reynolds lanzó un juramento—. Es un monstruo de maldad. Dime, Jansci, ¿es éste el hombre al que tú llamas hermano? ¿Sigues creyendo en la unidad de los hombres?
—¿Un monstruo de maldad? —repitió Jansci—. Bien, admitamos que lo sea. Pero no olvides que la maldad no conoce fronteras, ni de tiempo ni de espacio. No puede decirse que sea característica exclusiva de los rusos. Sólo Dios sabe los miles de húngaros que han sido ejecutados o torturados hasta morir por sus propios compatriotas. La SSB checa no tiene nada que envidiar a la NKVD, y la UB polaca, compuesta casi enteramente por polacos, ha cometido atrocidades que los rusos no pueden ni soñar.
—¿Peores que las de Vinnitsa?
Jansci le miró largamente y luego se pasó el dorso de la mano por la frente, como si quisiera enjugarse el sudor.
—¿Vinnitsa? —Bajó la mano y clavó los ojos en un rincón oscuro—. ¿Por qué sales a hablar de Vinnitsa, muchacho?
—No sé… Julia dijo algo… Tal vez no debí mencionar ese nombre. Lo siento, Jansci. Olvídalo.
—No tienes por qué sentirlo. Y yo nunca lo olvidaré. —Guardó silencio durante un buen rato y luego continuó, lentamente—: Nunca lo olvidaré. Yo estaba con los alemanes, en 1943, cuando excavamos un huerto cerca del cuartel general de la NKVD. En aquel huerto encontramos 10.000 cadáveres en una fosa común. Allí estaba mi madre, mi hermana, mi hija, mayor que Julia, y mi único hijo. Mis hijos habían sido enterrados vivos: no fue difícil deducirlo.
Durante los minutos que siguieron, aquella mazmorra oscura y tórrida, de los sótanos de la Szarháza, dejó de existir para Reynolds. Se olvidó de su horrible situación, olvidó el escándalo internacional que produciría su juicio, olvidó al hombre que se había propuesto destruirlos, y ni siquiera oía el tic-tac del reloj. Sólo podía pensar en el hombre sentado frente a él, en la horrorosa simplicidad de su historia, en la impresión que debió producirle su descubrimiento, y en el milagro de que, no tan sólo se conservara en su sano juicio, sino que, además, hubiera podido convertirse en un ser bueno y caritativo, que no odiaba a nadie. Haber perdido a tantos seres queridos, haber perdido casi todo lo que constituía su razón de vivir, y llamar hermanos a sus asesinos… Reynolds le miró comprendiendo que ni siquiera empezaba a conocerle, y que quizá nunca lo consiguiera.
—No es difícil leer tus pensamientos —dijo Jansci suavemente—. Perdí casi todo lo que quería en este mundo y, durante algún tiempo, incluso la razón. Pero el Conde perdió todavía más. Algún día te contaré su historia. Yo aún conservo a Julia y, en el fondo de mi corazón siento que mi esposa vive todavía. *** NO HAY *** lo ha perdido todo en el mundo. Pero los dos sabemos esto: sabemos que fue la violencia lo que se llevó de nuestro lado a los que queríamos, pero sabemos también que ni siquiera toda la sangre que se vierta desde ahora hasta el día del juicio final conseguirá devolvérnoslos. La venganza queda para los locos y para las criaturas del campo. Con la venganza, jamás podrá crearse un mundo en el que la violencia no arranque de nuestro lado a los seres queridos. Tal vez exista un mundo mejor por el que merezca la pena sacrificar la vida, pero yo soy un hombre sencillo y no puedo imaginármelo. —Hizo una pausa y sonrió—. Y, hablando de crueldad en general, no olvidemos este ejemplo específico…
—¡No! ¡No! —Reynolds sacudió violentamente la cabeza—. ¡Vamos a olvidarlo, vamos a olvidarlo!
—Eso es lo que dice el mundo: olvidemos, no pensemos en ello. Su contemplación es demasiado horrible para que podamos soportarla. No carguemos nuestro corazón, ni nuestro cerebro ni nuestra conciencia, pues entonces el bien que hay en nosotros, el bien que hay en cada hombre, podría impulsarnos a hacer algo por remediarlo. Y no podemos hacer nada, dirá el mundo, porque ni siquiera sabemos por dónde hay que empezar. Ni cómo hay que empezar. Pero yo diría, con toda humildad que podemos empezar por no pensar que la crueldad es algo endémico de determinada parte de esta humanidad doliente. Antes hablé de los húngaros, de los polacos, de los checos… También podría hablar de Bulgaria y Rumanía, donde se han cometido atrocidades sin nombre que el mundo no conoce todavía, y que, tal vez, nunca llegue a conocer. Podría hablar de los 7.000.000 de refugiados coreanos sin hogar. Y a todo eso tú podrías replicar: la causa es la misma, el comunismo, y tendrías razón, muchacho. Pero ¿qué me dirías si pasara revista a las crueldades de Buchenwald y Belsen, de las cámaras de gas de Auschwitz, de los campos japoneses de prisioneros, de los trenes de la muerte? Y, otra vez, me responderías: todo eso florece bajo los regímenes totalitarios. Pero también es cierto que la crueldad no tiene fronteras en el tiempo. Retrocedamos uno o dos siglos. Volvamos a los días en que los dos grandes paladines de la democracia no habían llegado al grado de madurez que tienen hoy. Volvamos a los días en que los ingleses estaban edificando su Imperio, con la más despiadada colonización que conoce la historia, volvamos a los días en que enviaban esclavos a América metidos en sus barcos como sardinas en lata, a los días en que los americanos barrían a los indios de su territorio. ¿Qué me dirías entonces?
—Tú mismo has dado la respuesta: éramos pueblos jóvenes.
—Pues también los rusos son jóvenes ahora. Pero incluso ahora, en pleno siglo veinte, ocurren cosas que deberían avergonzar a cualquier pueblo que se respetara. ¿Te acuerdas de Yalta, Mi’hail, te acuerdas de los convenios entre Stalin y Roosevelt, te acuerdas de la repatriación de las gentes del Este que habían huido a Occidente?
—Me acuerdo.
—Te acuerdas. Pero lo que no recuerdas es lo que no has visto, pero que el Conde y yo hemos visto, y nunca podremos olvidar: miles y miles de rusos, de estonianos, de letones y lituanos, a los que se obligaba a volver a su patria, donde sabían que sólo una cosa les aguardaba: la muerte. No has visto a millares de seres, locos de terror, colgarse de cualquier saliente, o echarse sobre navajas abiertas, arrojarse al paso del tren o degollarse con hojas de afeitar. Cualquier cosa, cualquier forma de acabar con su vida, por dolorosa que fuera, les parecía preferible a volver a los campos de concentración y a las cámaras de tormento. Pero nosotros lo hemos visto, y hemos visto cómo los desgraciados que no podían suicidarse eran transportados como ganado, y los que les empujaban blandían bayonetas británicas y americanas. No lo olvides, Mi’hail, bayonetas británicas y americanas… «El que esté limpio de culpa…»
Jansci movió la cabeza para sacudirse las gotas de sudor que le resbalaban por la frente. Los dos hombres empezaban a respirar con dificultad. Cada respiración les costaba un esfuerzo, pero Jansci no había terminado.
—Podría seguir hablando indefinidamente, muchacho, acerca de tu país y del que hoy se considera el verdadero defensor de la democracia: América. Si vosotros y los americanos no sois los mejores guardianes de la democracia sois, por lo menos, los que más gritáis. Yo podría decir muchas cosas acerca de la intolerancia y de la crueldad que acompañan a la integración racial en América, de la aparición del Ku Klux Klan en Inglaterra, país que en tiempos se consideró a sí mismo, erróneamente, por supuesto, muy superior a América en cuestiones de tolerancia racial. Pero no tendría objeto, y esos países son lo bastante grandes y lo bastante fuertes para ocuparse de sus propias minorías de intolerantes, y lo bastante libres para proclamar sus defectos a los cuatro vientos. Lo único que quiero decir es que la crueldad, el odio y la intolerancia no son monopolio de determinado credo ni de determinada época. Están con nosotros desde que el mundo es mundo, y siguen en él, en todos los países. Hay tantos malvados y tantos sádicos en Nueva York y en Londres como pueda haber en Moscú, pero las democracias de Occidente cuidan de sus libertades con el mismo celo con que el águila cuida de sus crías, y la basura de la sociedad nunca podrá alcanzar la cumbre; pero aquí, bajo un régimen político que, a fin de cuentas, sólo puede subsistir con la opresión, es indispensable contar con una policía de absoluto poderío, legalmente constituida, pero completamente ilegal en sí, despótica y, arbitraria. Esa fuerza constituye la piedra imán para la chusma de nuestra sociedad que primero se une a ella y después acaba por dominarla y, al dominarla, domina al país. La policía, en principio, no es ningún monstruo, pero, en virtud de los elementos que atrae, se convierte irremisiblemente en eso, y el Frankenstein que lo construyó se convierte en su esclavo.
—¿Y no se puede destruir al monstruo?
—Es como la serpiente Hidra; le crecen dos cabezas por cada una que se le corta. No se lo puede destruir. Y tampoco se puede destruir al Frankenstein que lo ideó. Es el sistema, el credo por el que se rige ese Frankenstein, lo que hay de destruir, y el mejor medio para destruirlo es hacerlo innecesario. No puede existir en el vacío. Y ya te dije el por qué de su existencia. —Jansci sonrió tristemente—. ¿Fue hace tres noches o hace tres años?
—Me temo que en este momento mis facultades de pensar y recordar no estén muy despiertas —dijo Reynolds, en tono de disculpa. Miró fijamente las gotas de sudor que iban cayendo al agua que cubría el suelo—. ¿Crees que nuestro amigo se propone derretirnos?
—Eso parece. Pero, volviendo a lo que te estaba diciendo, me parece que hablo demasiado y en el momento menos propicio… ¿No te sientes mejor dispuesto hacia nuestro querido comandante?
—¡No!
—¡Ah, bueno! —suspiró Jansci filosóficamente—. Comprender las causas de un alud no consuela de sentirse cogido en él. —Se interrumpió al oír fuertes pisadas en el corredor, y se volvió hacia la puerta murmurando—: Mucho me temo que nuestro retiro va a verse nuevamente invadido.
Entraron los guardianes, los hicieron ponerse en pie, salir de la celda, subir la escalera y cruzar el patio con sus acostumbrados modales bruscos e impenetrables. El jefe del grupo llamó a la puerta del despacho del comandante, esperó la orden y la abrió de par en par. De un empujón hizo entrar a los dos hombres. El comandante tenía visita. Reynolds reconoció inmediatamente al coronel Josef Hidas, segundo jefe de la AVO. Al verlos entrar, Hidas se puso en pie y se dirigió hacia Reynolds, que se esforzaba en dominar el castañeteo de sus dientes y el temblor de todo su cuerpo. Sin contar las drogas, los cambios de temperatura, de más de cuarenta grados, empezaban a surtir un efecto debilitante. Hidas le sonrió.
—Bien, capitán Reynolds. Volvemos a encontrarnos. Siento que las circunstancias sean todavía más desdichadas esta vez que la anterior. A propósito, le alegrará saber que su amigo Coco se ha repuesto y se halla nuevamente en funciones, aunque todavía cojea de mala manera.
—No sabe cuánto lo siento —dijo Reynolds—. No debí darle lo bastante fuerte.
Hidas levantó una ceja, volvió la cabeza hacia el comandante y preguntó:
—¿Les han aplicado el tratamiento completo? ¿Esta mañana?
—Sí, coronel. Una resistencia asombrosa. Su caso constituye un desafío para mí. Hablarán antes de medianoche.
—Estoy convencido de ello. —Hidas se volvió nuevamente hacia Reynolds—. El juicio contra ustedes se celebrará el jueves, en el Tribunal Popular. El anuncio se hará público mañana, y concederemos inmediatamente visados y soberbio alojamiento a todos los periodistas occidentales que deseen asistir.
—No habrá sitio para nadie más —murmuró Reynolds.
—Desde luego, lo cual nos complacerá infinito… Sin embargo, para mí personalmente eso tiene poca importancia, comparado con otro juicio, menos sensacional, que se celebrará antes. —Hidas cruzó el despacho y se encaró con Jansci—. Reconozco que en este momento logro lo que ha constituido mi mayor deseo y ambición durante estos últimos años: enfrentarme, en adecuadas circunstancias, al hombre que me ha causado más quebraderos de cabeza y más noches de insomnio que todos los demás enemigos del Estado que he conocido. Sí, lo reconozco, hace siete años que no ha cesado de cruzarse en mi camino, protegiendo y escamoteando a centenares de traidores y enemigos del comunismo, y entorpeciendo la labor de la justicia. En los últimos dieciocho meses, sus actividades, con la ayuda del infortunado, pero asombroso comandante Howarth, habían llegado a hacerse intolerables. Pero hemos llegado al final del camino. Estoy impaciente por oír su confesión. ¿Cuál es su nombre, amigo mío?
—Jansci. Es el único que tengo.
—Desde luego. No esperaba… —Hidas se interrumpió, sus ojos se dilataron y el color huyó de su rostro.
Retrocedió un paso, luego otro.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
Su voz no era más que un ronco murmullo. Reynolds le miró atónito.
—Jansci. Sólo Jansci.
Transcurrieron quizá diez segundos, en el más profundo silencio, mientras todos los presentes miraban asombrados al coronel de la AVO. Luego, Hidas se humedeció los labios y dijo con voz opaca:
—¡Vuélvase!
Jansci se volvió y Hidas contempló sus manos esposadas. Le oyeron ahogar una exclamación, y Jansci se volvió nuevamente hacia él, sin esperar a que se lo ordenaran.
—¡Está muerto! —La voz de Hidas no era más que un murmullo apagado, y su rostro seguía contraído por el asombro—. Murió hace dos años, cuando nos llevamos a su mujer…
—No morí, mi querido Hidas —le interrumpió Jansci—. Murió otro hombre. Aquella semana en que sus camiones estuvieron tan atareados, hubo docenas de suicidas. Escogimos al que más se parecía a mí, le llevamos a nuestra casa, le disfrazamos y le pintamos las manos. El disfraz hubiera resistido cualquier examen, excepto el médico, naturalmente. El comandante Howarth, como usted ya sabe, es un verdadero genio para estas cosas. —Jansci se encogió de hombros—. Fue algo desagradable, pero, de todos modos, el hombre estaba ya muerto. En cambio, mi esposa seguía viva… y creímos que ella podría seguir viva si se me creía muerto.
—Comprendo, comprendo. —El coronel Hidas había tenido tiempo de recobrar su aplomo, pero no podía dominar su excitación—. ¡No es extraño que consiguiera desafiarnos durante tanto tiempo! No es extraño que no pudiéramos deshacer su organización ¡Si lo hubiera sabido! ¡Si lo hubiera sabido! Es un privilegio tenerle por adversario.
—Coronel Hidas —dijo el comandante con voz quejumbrosa—, ¿quién es ese hombre?
—Un hombre que, por desgracia, no podrá comparecer a juicio en Budapest. En Kief, o quizá en Moscú, pero no en Budapest. Comandante, permítame presentarle al comandante-general Alexis Illyurin, segundo en el mando, después del general Vlassof, del Ejército Nacional Ucraniano.
—¿Illyurin? —El comandante abrió muchos los ojos—. ¿Illyurin aquí, en mi despacho? Es imposible.
—¡Lo sé, lo sé! ¡Pero sólo hay en el mundo un hombre con unas manos como las suyas! Todavía no ha hablado, ¿verdad? ¡Pues hablará! Tendremos su confesión antes de que salga para Rusia. —Hidas consultó su reloj—. Tantas cosas que hacer, y tan poco tiempo. Mi coche, pronto. Guarde bien a mi amigo hasta mi regreso. Estaré de vuelta dentro de dos horas, tres a lo sumo. Illyurin. ¡Por todos los dioses! ¡Illyurin!
De nuevo en su celda de piedra, Jansci y Reynolds tenían poco que decirse. Incluso el optimismo de Jansci parecía haberle abandonado, pero su rostro estaba sereno. Reynolds sabía que todo se había perdido, y que la última carta había sido jugada. Había algo inefablemente trágico en aquel hombre sentado frente a él. Parecía un coloso que se derrumbara, pero sereno y sin miedo.
Y, al mirarle, Reynolds casi se alegraba de tener que herir también, aunque advertía la amarga ironía de su valor. Su conformidad emanaba de la cobardía, no del coraje. Muerto Jansci, y por causa suya, nunca hubiera podido enfrentarse con Julia. Aunque lo que más le atormentaba era pensar lo que inevitablemente ocurriría a la muchacha cuando no tuvieran a su lado a Jansci, ni al Conde, ni a él, pero desechó aquel pensamiento violentamente. No podía dejarse dominar por la debilidad, entonces menos que nunca, y pensar en aquel rostro fino y expresivo, en aquellas facciones delicadas que su mente evocaba con tanta facilidad, era el camino más seguro hacia la desesperación.
El vapor silbó en las tuberías, la humedad llenó la habitación y la temperatura siguió subiendo inexorablemente: 45, 50, 55 grados… Tenían el cuerpo empapado en sudor y el aliento les abrasaba. Reynolds perdió el conocimiento dos, tres veces, y si no le hubiera sujetado la correa, se habría ahogado en un palmo de agua.
Fue al recobrar el conocimiento después del último desvanecimiento, cuando sintió que le soltaban las ligaduras y, antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, los carceleros los habían sacado de la celda a él y a Jansci y les hacían cruzar el patio por tercera vez aquella mañana. La cabeza le daba vueltas vertiginosamente, pero, a pesar de la densa niebla que le oscurecía el cerebro, Reynolds recordó algo y miró el reloj. Eran exactamente las dos. Vio que Jansci le miraba y movía afirmativamente la cabeza. Las dos. El comandante, con su puntualidad característica, les estaría esperando, con las jeringuillas, el café, la «Mescalina» y el «Actedron», que les sumirían en la locura.
El comandante les esperaba, pero no estaba solo. La primera persona que vio Reynolds fue un policía de la AVO, luego dos más, luego al gigantesco Coco que le sonreía diabólicamente y, por último a un hombre apoyado indolentemente en el marco de la ventana, fumando un cigarrillo ruso en una fina boquilla de oro. Y, cuando se volvió, Reynolds vio que era el Conde.