Pasan siete años hasta que abro las cajas que me llevé de la casa de Ellen. Estamos en 2005 y sigo en la misma página, sigo preguntándome qué ocurrió exactamente.
«Moribunda en el sofá»: ¿qué quería decir eso? ¿Medio muerta, muerta, a punto de morir? ¿Estaba en coma? ¿Supo que alguien había ido a buscarla? ¿Confiaba en que la salvaran? ¿Cómo llega alguien a los sesenta y acaba tan solo? Reviso los pocos papeles que tengo: su certificado de defunción dice que murió a las tres de la madrugada en la sala de urgencias del hospital. ¿Quién llamó a la ambulancia? ¿Cuánto tiempo estuvo en la sala de urgencias? Debió de llegar aún con vida, pues de lo contrario habrían comprobado el certificado de que ingresó muerta. Pienso en llamar al 911 de Atlantic City para pedir una copia de la llamada. ¿Y por qué me acuerdo de alguien diciendo algo de que la había encontrado un repartidor chino?
Han pasado siete años y sigue fresco como cuando ocurrió. Parece que así es la naturaleza del trauma: no cambia, no se suaviza, no se atenúa, no se transforma en algo menos agudo, menos peligroso.
Incluso ahora tengo ganas de llamar a Ellen y preguntarle cómo fue todo aquello. ¿Se suicidó? En cierto modo. Eligió marcharse del hospital en contra de la opinión de los médicos y se fue a su casa para morirse sola en un sofá. Su miedo a tener miedo, su aversión a los médicos, su inquietud subyacente fueron sin duda factores coadyuvantes.
Recuerdo la tarjeta de cumpleaños: «Te la mando pronto porque no sé seguro si seguiré aquí el día de tu cumpleaños. Van a operarme, no sé con qué resultado.»
Recuerdo que la llamé, mitad enfadada, mitad preocupada.
«He anulado la operación», dijo.
Nunca entendí de qué la operaban; lo más cerca que estuve de obtener una respuesta fue algo de un flujo de sangre a un riñón y de que había visto a un montón de médicos ―entre ellos uno de Atlantic City que la mandó a ver a otro en Filadelfia―, pero tenía miedo de lo que le hicieran allí, de estar sola en el hospital, y supe que yo debería haber dicho que iría a ocuparme de ella.
Por una parte pienso que si me lo hubiera pedido «como es debido» la habría ayudado, y estoy enfadada conmigo misma. ¿Qué importa cómo intentó pedirlo? Estaba asustada y probablemente nunca había conseguido nada con pedirlo: es probable que en parte porque no sabía cómo. Así que en vez de obtener lo que quería, una y otra vez lograba lo contrario: ahuyentaba a la gente.
Y no puedo huir de la conexión casi bíblica con el riñón: mi familia me adoptó porque Bruce, el hijo de mi madre, murió de una insuficiencia renal. ¿Es culpa mía que Ellen muriera? ¿Esperaban de mí que le donara un riñón? Justo después de su muerte, llamé a su médico de Atlantic City; muerta, fui para ella lo que no pude ser en vida.
―Soy la hija de Ellen Ballman y desearía cierta información.
Hice una pausa, esperando que él me dijera: «Ellen Ballman era soltera y no tenía hijos. No sé quién es usted.»
―Un trasplante la habría salvado ―dijo, sin tomar partido. Nada en su voz sugería que debería haberlo donado yo. Sin que yo le incitara, prosiguió diciendo que el riñón que ella necesitaba no tenía que haber sido necesariamente el mío. ¿Habrían hablado ellos de esto? ¿Sabía él quién era yo? ¿Le habría preguntado a Ellen si tenía familia?
―No sé por qué se marchó del hospital. No sé en qué estaría pensando. Su dolencia era tratable; podrían haberla salvado.
Después de su muerte escribí algunas cartas: a la breve lista de amistades que me dio su abogado, a la amiga que llamó para decir que había muerto, a su sobrina en California, etcétera. Les escribí diciendo quién era yo y que me gustaría muchísimo saber más cosas de Ellen, los recuerdos y las experiencias que conservaban de ella y cualquier cosa que quisieran contarme. Eché las cartas al buzón y no hubo respuesta. La única que contestó fue la asistenta polaca de Ellen..., que no hablaba inglés. La mujer para la que trabajaba los martes me llamó y las dos juntas me dejaron un mensaje en el contestador. Era un mensaje traducido por la mujer para quien trabaja los martes: la asistenta está desconsolada, quería a Ellen, no sabía que estuviese tan enferma. La asistenta había ido a Polonia a visitar a su familia; «estaba ausente pero ya ha vuelto». Debería llamarla algún día. Debería ir a verla. Me quiere muchísimo. La mujer para quien trabaja los martes también dejó su nombre y su número de teléfono: «Llame cuando quiera», dijo. No he tenido fuerzas para hacerlo.
Es propio de la naturaleza humana huir del peligro, pero ¿por qué yo tenía que ser tan humana? ¿Por qué no había sido una hija biológica mejor y más capaz? ¿Por qué no tenía la fuerza y la perspectiva para protegerme y a la vez dar? Le fallé a Ellen: estaba tan ocupada en protegerme de ella que no acerté a ver el apuro en que se hallaba. Esperaba que ella pidiese lo que necesitaba de la manera que yo consideraba adecuada. No veía su egoísmo con perspectiva, no veía que era una mujer que sufría muchísimo, no pude huir de mí misma, de mis propias necesidades, de mi propio deseo atrapado. ¿Qué más daba cómo lo pidiese? Yo debería haber dado. Debería haber dado a pesar de que no quería hacerlo. ¿Y qué ego estaba yo protegiendo? ¿Qué clase de protección ofrece el prepararse contra algo?
La gente me dice cómo debo sentirme. «Debes de estar aliviada», dicen. «Debes de estar confusa.» «Debes de tener sentimientos contradictorios.»
Le fallé. No presté suficiente atención a las últimas cartas, a la última vez que hablamos. Me había llamado para decirme que «date prisa en llamar a tu padre, puede que no dure mucho».
Fue mortificante la idea de que llamase para hablarme de él, de que ellos dos tuvieran una relación que iba más allá de mí. Y que él fuese mi padre y me hubiera empujado a demostrarlo para después no hablar más conmigo, y que ahora tuviese que darme prisa en llamarle porque quizá no durase; que aquellas dos personas que habían llegado tan de repente pudiesen desaparecer con igual celeridad era demasiado para mí.
Mi madre ha muerto. ¿Mi madre llamó para decirme que mi madre había muerto? Es la discordancia, la escisión, la imposibilidad de vivir dos vidas a la vez.
Yom Kippur, otoño de 1998. Estoy en Saratoga Springs, estado de Nueva York, en Yaddo, una colonia de artistas. Hace sólo unas semanas que se celebró el funeral. Voy a las ceremonias que se ofician en el templo local. Estoy sola entre extraños, en un lugar a salvo de la congoja, y para mí esto es el funeral de Ellen: «Que Él recuerde.» Hay una parte del oficio del Yom Kippur que se llama Yizkor, y durante el cual leen los nombres de todos los relacionados con la congregación que han muerto ese año. Añado el nombre de Ellen a la lista. Los nombres se leen en voz alta. Hay otros que le preceden y le suceden. Dicen el suyo, se oye: es igual que los otros, no está solo. Dicen su nombre en voz alta, ofrecido a todos. Veo que otras personas lloran y piensan que he hecho algo, que le he dado algo que ella deseaba, que la reconocieran, que le hicieran caso. Esto es su funeral judío. Estoy celebrando un oficio conmemorativo para una madre a la que nunca conocí en una sala llena de extraños. Estamos abarcando la historia y la aflicción y todo lo que ha venido y se ha ido, y tiene más sentido que nada.
Pienso en Adantic City, en el paseo por el muelle y en cómo las nubes se abrieron y empezaron a caer rayos de luz vespertina con los colores del arco iris. Pienso en la vez en que le envié pétalos de rosa del jardín de Yaddo. Pienso en cómo ella lo quería todo y en lo insaciable que era. Me alegro de estar aquí, sola, entre extraños. Lloro durante toda la ceremonia. No sólo lloro por ella, por cada accidente que ha formado parte de esto, por cada flaqueza por parte de todos, por la maldita fragilidad de ser humanos, por tener miedo y vergüenza. Esto es mi expiación; estoy confesando mis pecados, me golpeo el pecho, pido perdón por lo que he dicho y por lo que no he dicho, por lo que he hecho y por lo que no he hecho, por aquellos a quienes he herido u ofendido a sabiendas o sin saberlo, por mis errores de omisión: esta confesión se denomina viduy en el judaismo. Lloro por lo aislada que estoy, por lo sola, y porque tengo que pasar así la vida.
¿Alguna vez he dicho lo precaria que siento mi posición: en el borde de la tierra, como si pudieran revocarme el permiso de existir de un momento a otro?
Las cajas. Vuelvo de Yaddo y las cajas me están esperando en mi apartamento, me saludan, me dan un codazo para recordarme lo que no puedo olvidar. No puedo abrir las cajas. Me dan miedo, como si contuvieran algo que pudiese hacerme daño. Desprender la cinta adhesiva podría liberar una bacteria virulenta, sólo con tocarlas Ellen podría infectarme de algún modo. Vivo con ellas como si fueran muebles, me cuido de sortearlas, de no dejar que nada que yo aprecie entre en contacto con ellas, y por fin, más de nueve meses después, las llevo a un guardamuebles. Las destierro al averno de un almacén; antes de que se las lleven las marco meticulosamente con un rotulador por los cuatro lados, Ellen difunta, 1-4. Me dio en adopción, yo la envío a un guardamuebles. Se reunirá con mis declaraciones de impuestos, mi colección de discos de vinilo, mi impresora de matrices, mi vieja máquina de escribir; se convertirá en una parte de mi vida de la que no me quiero deshacer por completo pero que vale más poner a buen recaudo.
¿Qué vida media tiene una caja tóxica? Cuando esté preparada para examinar su contenido, ¿disminuirá con el tiempo su potencial de estremecer y vibrar?
En la primavera de 2005 me prometo a mí misma ocuparme de una vez por todas de la difunta Ellen. Saco las cajas de su encierro y mando que me las traigan a mi apartamento. Con el tiempo han madurado; despide un olor propio: el de una desintegración activa. Y de nuevo se asientan, perduran, se convierten en muebles. Amontono cosas encima de ellas: maletas, libros, objetos muy pesados. Es una forma subrepticia de mantenerlas cerradas.
En el otoño de 2005, doce años después de que Ellen me encontrara, un fin de semana me llevo las cajas conmigo a Long Island: yo sola y los cuatro contenedores de cartón de la difunta Ellen. Llevo las cajas a la misma casita en cuyo patio oí a mi madre comunicarme que mi madre había muerto. La casa, que entonces estaba alquilada, ahora es mía; un pedazo de algo que la gente llama hogar. Llevo cuatro cajas a la casa de Long Island, un lugar controlado y seguro donde proyecto explosionarlas como si fueran una bomba. Las pongo encima de la mesa de la cocina: la mesa de mi abuela. No hay forma ya de eludirlas, no hay escapatoria.
Pido a mi familia que no venga. No puedo hacer esto en presencia de testigos, tengo que estar sola, afrontar lo que encuentre. Necesito no tener que explicar lo inexplicable, todo eso que ahora, por supuesto, trato de explicar. Me siento delante de las cajas, dispuesta a hacer el inventario, atolondrada como una niña que juega a revolver dentro del bolso de su madre, y luego también siento un peso más serio: soy la guardiana, la custodia de lo que queda, y si no pude conocer a Ellen en vida, quizá ahora pueda aproximarme a ella en la muerte. ¿Existe algo como una intimidad después de los hechos? ¿Encontraré a Ellen en estas cajas, la conoceré algo mejor cuando haya terminado? Una parte de mí desearía haber traído más cajas: quizá si hubiera traído diez habría algo más, no sólo más de lo mismo.
Caja 1: encima de todo hay una partitura. Hail to the Redskins[1]. No sé por qué exactamente me sorprendió tanto que esto fuera lo primero que encontré: ¿porque mi padre biológico fue un futbolista universitario, o porque puedo representarme con toda facilidad a los dos asistiendo a partidos de los Redskins mientras la mujer de mi padre se quedaba en casa con los niños? Pero era especialmente interesante a la luz de otra información que descubrí: la detención de Ellen por juego ilegal en 1971 ―instalar una mesa de juego en el Sheraton Park Hotel y admitir apuestas durante un partido entre los Cowboys y los Redskins― y una denuncia antimonopolio que mi padre presentó contra los Redskins y el fútbol profesional cuando él quiso traer a la ciudad a un nuevo equipo y tuvo dificultades. Y en cuanto veo la partitura me veo también a mis trece años con tirantes en mi dormitorio, en la casa de mis padres en Chevy Chase, y a mi profesor de clarinete, el señor Schreiber, sentado a mi lado mientras yo emitía bocinazos y chirridos y me detenía a lamer la lengüeta de mi instrumento alquilado para que sonara bien. Schreiber era el director de la banda de los Redskins ―el jefe indio[2], que con un largo tocado sobre su espeso pelo blanco la sacaba al campo en el intermedio.
Debajo de la partitura hay un portafolios de fotos, de piel falsa. Aspiro hondo, pensativamente ―preparándome para lo que viene―, pero a causa del polvo tengo un acceso de tos y me veo obligada a ir a beber algo. Las fotos son de Harris and Ewing, el estudio fotográfico más importante de Washington, que son fotógrafos de presidentes y de la alta sociedad; y al parecer hay varias de mi madre cuando era niña. En los dos primeros retratos tiene unos cuatro meses ―en uno está seria, en el otro sonríe―, y después hay una foto en la que tiene unos dos años, con un vestido blanco y un lazo grande en el pelo, zapatos blancos de cordones, delicada y encantada, de nuevo y siempre mirando de lado. Y otra un poco mayor, quizá tres o cuatro años, posando con un dálmata grande y bonito. Y de nuevo ―quizá forma parte de la misma serie― con un lederhosen[3] o un pichi. Es palpable que se siente como la niña de papá ―un destello pícaro en los ojos, es tímida y encantadora y desafiante―, y da la impresión de que sabe más de lo que puede comprender realmente. No es una niña sino una chica, y aun así siempre hay indecisión y una necesidad de confirmación: todo esto se ve. Y para mí hay una familiaridad gris, un parentesco ineludible, innombrable: no nos parecemos, pero tenemos algo en común. Hay cierta similitud en los brazos, las mejillas y los ojos; tenemos los mismos ojos.
Hay un retrato de Harris and Ewing de la madre de Ellen: impasible, seca, fría, más segura de sí misma que nadie. El hecho de que estas fotos existan revela cierto tipo de prosperidad. La gente ordinaria a principios de los años cuarenta no se hacía retratos ni los hacía a sus hijos. Esto también me recuerda algo que una vez me dijo Ellen: «Vamos a que nos pinten un retrato.» Cuando lo dijo, las palabras me parecieron que venían de otro mundo. ¿Alguna vez le habían pintado un retrato? ¿Era una promesa que nunca llegó a cumplirse? Hay otra foto sacada a bordo de un barco por otra persona, de la madre de Ellen y de una mujer que supongo que es la madre de su madre, Mary Hannan: allá por la década de 1930. Y hay otra de Mary Hannan hace mucho tiempo: una muchacha juvenil y hermosa.
Mezcladas entre las páginas hay fotografías sueltas: Ellen jugando en la playa, con su hermano muy en segundo plano. Hay una de quienes supongo que son su padre y su hermano en el traspatio de su casa. Y una de Ellen con siete u ocho años de pie con su hermano delante de casa ―él viste el uniforme del colegio militar, con los puños cerrados al costado, y la sombra de su madre, la fotógrafa, forma un contorno oscuro en la acera―, y por entonces el padre ha desaparecido. Y luego Ellen está en un sofá junto a su madre: adolescente, regordeta y espantosamente incómoda. Las imágenes son momentos congelados de la relación familiar, son documentos sacados para servir de prueba y recuerdo cuando ya no queda nadie que pueda contar la historia.
Caen cosas del portafolio. Docenas de facturas sin abrir, con las pegatinas amarillentas de correos: Comuniquen la nueva dirección al remitente. Ellen vivió una vida en movimiento, que baja en espiral, corre, apenas un paso por delante de sí misma. Unos sobres se deslizan al suelo: avisos de impagos de seguros por un importe de 530 dólares y otro de una agencia recaudadora, por una suma de 13.043,75 que se adeuda a la oficina del interventor de Hacienda. Hay un conjunto de documentos jurídicos relativos a la reapertura de una demanda presentada por una familia en nombre de sus hijos a causa de los daños sufridos por un envenenamiento causado por pintura de plomo en edificios que son propiedad de los acusados y administrados por ellos: en concreto y en especial Ellen Ballman.
Hay una carta del Security National Bank: «Por la presente le informamos de que, debido a una relación insatisfactoria con su cuenta, tenemos que pedirle que la cancele en el plazo de quince días a partir de la fecha de esta carta.» Hay un recibo comercial de gas y electricidad que asciende a más de diez mil dólares. Y un sobre con un catálogo del otoño de 1995 de Mark, Fore and Strike, Ropa divertida e informal desde 1951. El olor que se eleva de la caja apesta: es una mezcla de naftalina, de jaula de hámster y de viejo, pero sobre todo de algo que se ha agriado. Hay una carta del Ministerio de Obras Públicas de Maryland, con fecha de 6 de junio de 1984, una citación judicial por incuria general, estado de un solar infestado de altas hierbas y maleza, botellas desperdigadas, latas, papel y una rata que corre por delante del terreno. La dirección: 4709 Langedrum Lane, Chevy Chase, Maryland. Está a pocos kilómetros de donde yo me crié, y no es lugar conocido por sus ratas. Hay un aviso de cancelación de un seguro y otro de un recargo por impago de impuestos de una propiedad en la calle Siete de Washington, D.C.
Debajo de las fotos y por todas las cajas hay notas, pedazos de papel con pequeños poemas rimados, garabateados a lápiz y firmados siempre «JC» (Jack). ¿Qué fue para ella: un amante, un viejo amigo, un amigo de su padre? Sé por mi investigación que él fue detenido más de una vez por cosas relacionadas con el juego, que era dueño de una tintorería y que más tarde vivió en Atlantic City. Y sé lo triste que estaba Ellen cuando él enfermó y murió. ¿Cómo se conocieron? El estaba casado con una tal Katherine: veo su nombre en algunos de los documentos y encuentro una tarjeta de ella a Ellen. Sin duda él le tenía un gran afecto; en una ocasión me escribió una carta certificando la veracidad de las historias que Ellen contaba de su madre.
Las cajas son como una versión documentada de Ésta es su vida. Dentro de una de ellas hay un caja más pequeña con la inscripción Dormitorio principal. Despego la cinta adhesiva. Dentro hay un archivador metálico: en cada compartimento hay una carpeta de papel manila, cada carpeta es un problema, un caso en sí y de sí mismo, literalmente. El casillero está lleno de un archivo tras otro de transacciones fallidas de bienes inmuebles, edificios comprados y vendidos, préstamos postergados, fondos de inversiones, escrituras, docenas de cartas a abogados, mucho tira y afloja, peticiones de réplica, declaraciones, petición de permiso para retirarse como asesor del demandante y del demandado. No hay nada en este apartado que sea positivo. En el reverso hay una vieja libreta de mensajes telefónicos, con duplicados. Llama a Rudy al trabajo. Señora Watson: importante. Asunto Rose, se envió la semana pasada verificación sobre la esposa. Para Alex, asunto Lackey, podría venir hoy a las 3 de la tarde? Hace años de esto pero me entran ganas de devolver las llamadas. Hola qué tal, ¿puede hablarme de Ellen Ballman? ¿Cómo la conoció? ¿Era agradable? ¿Era guapa? ¿Era buena persona? Y hay todavía otro archivo con una nota encima. ¡Por favor, hable de esto con Ellen! Me está dando una lata tremenda. ¡¡¡Qué más quiere que haga aparte de comunicárselo a usted!!! Hay un papelito en el que alguien ha garabateado «Para tu información», y una anotación que parece decir «EB horas 300 a partir de 8-8-89». (Supongo que esto significaba que ella había prestado trescientas horas de trabajo comunitario, pero podía equivocarme: quizá le faltaban esas trescientas horas.) Figura adjunto a un documento que dice:
En el Tribunal del Distrito de Montgomery
Condado de Maryland
caso n.° *****
Considerando la petición de la acusada de modificación y reducción de la sentencia, el estado ha solicitado el fallo del tribunal y se ha recibido la verificación.
Que la declaración de culpabilidad de la acusada en este caso sea, y por la presente quede, SUPRIMIDA, y se ORDENA otrosí que se presente una disposición de libertad provisional antes del juicio en virtud del artículo 27 de la Sección 641, y se ORDENA otrosí que la libertad provisional supervisada, por la presente, CESE y el caso se cierre, y se ORDENA otrosí que la vista prevista para el 5 de agosto de 1989 se retire del calendario del tribunal.
No creo que este documento se refiriese a Ellen. Creo que se refería a la mujer que fue condenada junto con ella, y se lo enviaron a Ellen para instarla a completar su trabajo comunitario. Curiosamente, la mujer que fue condenada con ella era la misma que llamó a mi madre para decirle ―decirnos― que Ellen había muerto.
Hay recetas de farmacia. Apunto los nombres de los medicamentos y tomo nota de que debo consultarlos. Meprobamato, para aliviar a corto plazo la ansiedad. Tenormin, un betabloqueante que se utiliza para tratar la hipertensión y la angina de pecho. Se utiliza también después de un ataque cardíaco para aumentar la probabilidad de supervivencia. Dyazide, un reductor de potasio, y un diurético tiazida, utilizados para tratar la hipertensión y la hinchazón causada por la retención de líquidos. Wygesic, una combinación de analgésico para aliviar el dolor, Premarin: estrógenos conjugados para reducir los síntomas de la menopausia. Imipramine, un antidepresivo tricíclico para tratar la depresión.
Sólo repasar la lista me hace sentir dolores en el pecho. Quizá su padre murió realmente de un infarto; su abuelo paterno murió a los cincuenta y tres años. Tuviera lo que tuviese, su estado emocional parece complicarlo: ¿sufría hipertensión, sufría una dolencia cardíaca? «Eran todas aquellas malditas pastillas», dijo mi padre. «Ya podían decirle lo que fuera, que no dejaba de tomar sus pastillas para adelgazar.» Estaba deprimida, inquieta y moribunda cuando se marchó del hospital, y podrían haberla salvado.
¿Me conmociona algo de esto? En realidad, no. Parte de los primeros datos que tuve de mi madre me los proporcionó la investigadora privada ―interesante: era una mujer adoptada que nunca había buscado a su familia―, que dijo: «En pocas palabras, la juzgaron y la expulsaron de la ciudad.» Nunca supe exactamente de qué me estaba hablando, pero empieza a tener sentido. Encuentro artículos sobre Ellen en el Washington Post: crónicas sobre sus prácticas comerciales, que consistían en que ella y una amiga tenían un «chiringuito» con documentos en los que cambiaban declaraciones de la renta, falsificaban impresos fiscales y, sin conocimiento de los clientes, los acreditaban para créditos superiores a los que de otro modo hubieran podido solicitar. En el juicio, ella reconoció que había falsificado documentos para hipotecas por valor de decenas de millones de dólares, y fue condenada a una pena de prisión de dieciocho meses que no tuvo que cumplir, tres años de libertad provisional y quinientas horas de trabajo comunitario.
Lo que me sorprendió fue que aquello pareció prolongarse durante años. La detención y la sentencia sólo eran el epílogo. No todo lo que hacía era ilegal, pero incluso lo que no lo era lo hacía del modo más difícil posible: carecía de encanto. ¿Eran ideas suyas? ¿Estaba siempre tramando alguna cosa? ¿Sentía una necesidad patológica de hacer negocios de una forma determinada? ¿O era simplemente que no sabía hacerlo de otro modo? Se diría que hacer algo de la manera que en teoría había que hacerlo iba totalmente en contra de sus principios. Hay veces en que me la imagino como una especie de Robin Hood y me parece bien, pero luego pienso que no era así. La posibilidad de que fuera patológico me impulsa a saber más de su padre. Escribo al FBI y solicito su ficha en virtud de la Ley de Libertad de Información, y lo único que descubro es que fue destruida en 1971, como estipulaban las normas del gobierno referentes a la conservación de documentos. Pero al menos confirma algo: que existió una ficha.
Mi madre como una especie de Bonnie y Clyde: siempre huyendo, una Bonnie sola siempre buscando a Clyde, siempre buscando a su padre. Y así como uno se preocupa de una predisposición genética al infarto, yo me inquieto por una predisposición genética al juego, al descalabro en la mediana edad. ¿Me convertiré de pronto en una delincuente? Pienso en Ellen en relación con su padre: él también tuvo un descalabro profesional en la madurez, no exactamente delictivo pero sí indecoroso. El banco del que era presidente quebró debido en gran medida a una especie de mala gestión de amiguetes: el consejo del banco favorecía los créditos a empleados, a directores y a los parientes de ambos en detrimento de las responsabilidades contraídas con los clientes. Me pregunto si ella y su padre se sentían eximidos de las normas que les habían unido. ¿Eran inteligentes y hábiles juntos? ¿Les complacía su situación de forajidos, pensaban que saldrían de algún modo del atolladero, fuera lo que fuese lo que eso significaba? Pienso en Ellen en la madurez: una mujer que afrontaba como podía sus problemas físicos y emocionales y que vivía sola en una especie de versión posmoderna del Atlantic City retratado en la brillante película de Louis Malle de 1981.
Y al final encuentro una carta sin abrir del Hogar Hebreo de Greater Washington en Rockville, Maryland, con fecha de 29 de marzo de 1989. Abro la carta: «No hay palabras que puedan expresar plenamente mi sincera gratitud por sus tan generosas donaciones al Hogar Hebreo. Los ordenadores nos permitirán hacer nuestro trabajo de un modo más eficiente, lo cual, en última instancia, beneficiará a nuestros residentes.» La carta expresa su agradecimiento por la donación de cuatro ordenadores, cinco monitores, cinco teclados y una impresora. Me pregunto si éste es uno de los momentos de la fase Robin Hood, tanto más convincente por cuanto la carta no había sido abierta.
No hay fotos de ella a los diecisiete años, la edad en que mi padre le pidió que se casara con él. No hay fotos de cuando tenía veintidós, embarazada de mí, ni fotos de ella en el hospital, conmigo en brazos, poniéndome la ropa de «ir a casa». ¿Existen esas fotos, estaban en otra caja que no encontré? ¿Cómo vestía en los años cincuenta, cuando trabajaba para mi padre en la Princess Shop? Después de aquello, fue la época de la imitación del modisto francés: el vestido línea A de Dior, el vestido saco de Givenchy, la chaqueta cuadrada de Chanel, el abrigo ancho, perfecto para ocultar un embarazo. ¿Le gustaban los tejidos «modernos» como el nailon, el Crimplene y el Orion? ¿Llevaba sujetadores cónicos o sujetadores faja? ¿Era de las adolescentes que se visten como una adulta o se ponía faldas acampanadas, calcetines cortos, y veía películas en autocines? ¿Qué pensaba? Fue la época del temor atómico, de Perry Como, de Dean Martin, de Connie Francis y de los moños altos. Fue la época de las sirenas antiaéreas y los refugios antinucleares, de la ejecución de los Rosenberg en la silla eléctrica y de los interrogatorios de McCarthy. Eran los años cincuenta en Washington, D.C.: y era la flor de la vida para mi madre.
Había confiado en encontrada en estas cajas, encontrar una descripción de su infancia, las cosas a las que jugaba, pistas sobre la relación problemática con su madre y lo que en realidad pensaba de su padre, sus recuerdos, las baratijas que guardaba como talismanes para protegerla o guiarla. Esperaba hacerme una idea de cómo se veía ella, qué sueños y esperanzas había tenido. Quería conocer sus secretos.
Llevo las cajas vacías al vertedero, las parto por la mitad y las tiro en el cubo de reciclado: estoy esparciendo una vez más a Ellen muerta. Quizá retorne en forma de servilletas o de papel o en algún formato de bolsa de la compra. Arrojo a uno de los cubos el viejo archivador de metal. Aterriza con estruendo, como el sonido de la explosión de una granada; todo el mundo se vuelve a mirar. Me encojo de hombros. Me deshago del correo viejo, los pedazos de papel, los retales, y guardo lo suficiente para llenar una caja, una caja que me sirva de recordatorio. La meto en el coche y vuelvo a Nueva York, donde aguarda en un rincón de mi piso, y después la envío de nuevo al guardamuebles.
Estamos en 2005 y lo único que pienso es que no es así como a una mujer tan preocupada por las apariencias le hubiese gustado que la vieran, no es así como la mujer con treinta y dos barras de labios Chanel habría querido que la presentaran: pero así es ella y lo que dejó detrás.
Imaginando a mi madre.
Pienso en mi madre y me imagino a una mujer joven que ambicionaba algo más. Pienso en mi madre y trato de revivir su experiencia.
En los años cincuenta, las mujeres aún llevaban sombreros y guantes y los hombres abrigos. Los hombres y las mujeres jóvenes se reunían en bailes sociales, organizados y con carabina. Los hombres esperaban ir a la universidad; las mujeres esperaban y basta.
En la escuela católica las monjas le hablaron a Ellen muy poco de los pájaros y las abejas y mucho del pecado y de todo lo que podía salir mal. A ella ya le había salido mal casi todo, pero nadie quería reconocerlo. Estaba rodeada de gente que no quería saber y pronto aprendió que la fe no la llevaba a ninguna parte: de hecho, su creencia de que algo la salvaría la metió en un aprieto. En la escuela católica se protegía diciéndose a sí misma que era judía. Su madre era católica, su padre era judío y ella siempre se describía como la niña de su padre.
Dinero de bolsillo. Su madre no tenía mucho: lo que recibía de su nuevo marido, y no quería compartirlo. Ellen consiguió un trabajo en la tienda de ropa : una noche entre semana, los fines de semana y en vacaciones, y un buen descuento. Le gustaba trabajar, le gustaba comportarse como una adulta, ayudar a las señoras en sus compras. La trataban de un modo maternal, como le habría gustado que la tratase su madre.
Ellen abrió una cuenta en un banco; se juró ahorrar la mitad o, como mínimo, parte de lo que ganaba. Tenía un futuro por delante. Su jefe se ofreció a llevarla en coche a casa: ella aceptó. En el trayecto hablaron. Su jefe se ofreció de nuevo a llevarla a casa, ella aceptó y él le preguntó si quería que cenasen juntos. Y una vez más su jefe se ofreció a llevarla, la llevó a cenar y después de la cena aparcaron en algún lugar donde pudieran hablar. Ella le hizo preguntas sobre qué deseaba ser, qué sueños tenía: a él esto le pareció halagador. Ella parecía interesarle: a ella le atrajo esto. Ella estaba ejercitándose: se hacía la niña y la seductora. Él lo tomó como una invitación. Imagínense los titubeos. Él quiere pero no quiere decir qué quiere; ella no quiere eso pero no sabe cómo poner un límite.
¿Dónde empezó: en un coche, en un hotel, en la trastienda, en una casa prestada? ¿Qué le dijo él? ¿Se lo creyó él mismo, lo creyó ella? ¿Cuántas veces ocurrió? ¿Se siente él como un ladrón? ¿Como si estuviera probando algo que no debería? ¿Qué parte prefiere del cuerpo de ella? Imaginen su figura recién formada, lozana, tierna, perfecta. Imagínense a él. ¿Le preocupa a ella quedarse embarazada..., sabe siquiera cómo se quedan encinta las chicas? ¿Le preocupa a él?
Es el noviazgo; ella espera, le espera, le espera mientras él trabaja, mientras está con su familia. Mientras espera hace maldades; se lo dice a sus amigas, se cerciora de que su madre lo descubra, piensa que le confiere un prestigio el hecho de ser la jovencísima novia de un hombre mucho mayor. Ella quiere algo distinto, algo más ―más de lo que le quiere a él―, pero lo que obtiene es sexo y luego él desaparece. Él la posee de formas que su mujer nunca le consentiría, obtiene de Ellen cosas que nunca se le ocurriría pedir.
Salen a tomar martinis, gimlets o Tom Collins, mai tais, Singapore slings y brisas de mar. Toman frutos secos salados de cóctel, costillas excelentes y ensalada de lechuga iceberg con un aliño de queso azul Maytag.
Él se ofrece a instalarla en un lugar para ella; ella piensa que van a poner casa juntos, él está pensando en un lugar donde verla a solas. Ella piensa que es una salida, una forma de escapar de su madre... y del marido de su madre. Acepta con una actitud desafiante, a medias enfadada y a medias deseando que la madre la detenga..., sabiendo que no consentirá que la detenga.
A los diecisiete años es dueña de sí misma; se alegra de huir de la frialdad de su madre, de los años de oposición, huir de la mirada y la mano de su padrastro.
―Es bueno conmigo..., me quiere ―le dice a su madre.
―No te quiere..., los hombres casados no quieren a las chicas como tú ―dice su madre.
―Va a alquilar un apartamento para los dos.
―Nunca dejará a su mujer.
―Va a casarse conmigo.
―Ya está casado.
Ellen empieza a hacer la maleta.
―A ti te pasa algo ―dice la madre.
―Lo que me pasa eres tú ―dice Ellen.
―Te mandaría a un internado, pero ahora que te han echado a perder las monjas no te admitirían..., nadie quiere mercancías usadas.
La madre agarra la maleta.
―Es mía, no te he dado permiso para utilizarla.
Ellen coge bolsas de papel, bolsas de comestibles en la cocina. Mete sus ropas en bolsas de papel. Su madre abre los cajones de su tocador y le arroja lo que hay dentro. Ellen sube al desván y encuentra un viejo maletín de viaje que había pertenecido a su padre: más tarde descubre dentro un ratón muerto, una cáscara arrugada y peluda. Llena las bolsas de ropa, de chucherías de encima del tocador, de animales de peluche que su padre le regaló hace muchos años. Se dirige a la puerta.
―Si cruzas esa puerta, ni se te ocurra volver ―grita su madre tras ella.
Él no la está esperando fuera; tiene miedo de la madre. Está al final de la calle, al doblar la esquina. Ella avanza a trompicones y se le van cayendo cosas por el camino.
El apartamento está en un edificio alto de Connecticut Avenue, un pisito de un dormitorio en la parte de atrás, con vistas a otro apartamento. Está «amueblado».
¿De quién eran los muebles? De la mujer que vivía allí, que al final se casó, que encontró un empleo en Ohio, que volvió a su pueblo para vivir en casa de su madre, que murió solitaria de vejez a los cuarenta. ¿De quién eran realmente? Había un poco de todo, cosas que dejaba la gente, lo que nadie quería.
Se lo pasan bien; él puede jugar con ella, bromear y empujarla como nunca ha podido. Siempre ha sido ella la que le gastaba bromas. Ella lo tolera porque es algo conocido y se lo devuelve con creces. Él la enseña a conducir; le toma el pelo, ella se enfada y él se ríe aún más.
Cuando él no está, ella duerme con los peluches que se llevó de casa.
Hay un silencio increíble. Tiene una radio, después un televisor de segunda mano y más adelante un teléfono. Hay unos cuantos platos disparejos en los armarios de la cocina, cosas que él ha cogido del sótano de su madre, diciéndole que son para que jueguen los niños o necesarias en casa. Hay alfombras de ganchillo en el suelo; todo es un poco tosco, un poco oscuro y deprimente, un eco de la Segunda Guerra Mundial, pero compra plantas y a veces flores y se siente una adulta, una mujer con un hogar propio. Duerme con la luz encendida. Si una de sus amigas del instituto se queda con ella ―ellas mienten y dicen que van a dormir a casa de otra chica que no es Ellen―, asan malvaviscos, cenan golosinas, van al cine y desayunan café. Otras veces es ella la que va a la casa de una amiga..., y se acuerda de lo que están haciendo la mayoría de las otras chicas, que viven en casa de sus padres, cenan en el comedor, llevan ropa que les lavan y planchan y se sienten protegidas. Las madres la compadecen y les preocupa que pueda ser una mala influencia. Ella va andando al zoo, va en autobús al centro y trabaja en la tienda.
Forman una buena pareja, sólo que él está casado y no va a divorciarse y que ella ya está emocionalmente desequilibrada. Son dos personas que han perdido su infancia, dos personas que de un modo u otro fueron abandonadas por sus progenitores, dos personas un poco perdidas. Veo cómo Ellen lo entretiene, le tienta, le provoca. Veo que él se comporta de manera paternal, sosegada y comedida, y veo que los dos salen a beber y a descontrolarse. Veo que él se disculpa, se lava y vuelve a su casa. Veo cómo ella, enfadada, se lo reprocha: tiene una vena dramática y es buena actriz.
La veo con suéter de cachemira. Veo su cuerpo, nuevo, fresco y sin ninguna marca. Les veo a los dos a la vez, descubriéndose a sí mismos. Les veo salir a la ciudad. Veo cierto grado de fanfarronería y de bravuconada.
Y a veces él no tiene tiempo: su mujer le necesita, sus hijos le necesitan. A veces se lleva a uno de ellos. El hijo mayor aguarda en el cuarto de estar mientras ellos hablan en privado unos minutos en el dormitorio; en la conversación hay risas y suspiros. Y entonces él le dice que ya no puede seguir así, que está haciendo demasiado daño a su familia. Le dice que esta vez habla en serio.
Ella llora. Se siente morir. Está segura de que se morirá, tiene náuseas y nota dolor en el pecho. Pasa toda la noche levantada. Bebe. Llama a un amigo de él, su compadre: no soporta estar sola.
Él vuelve, promete que será totalmente suyo. Ella finge que no va a reanudar la relación: finge que se ha enamorado del amigo. Éste le da algún dinero; también le da algo que pica.
Está sola. Sale a la hora del cóctel para encontrarlo, para recordarle que está sola y él está casado y tiene hijos. Los hombres la invitan a copas, a veces la invitan a cenar. Él está furioso. Intenta estar en dos lugares a la vez. Su mujer lo ha descubierto. Le dice que la chica no puede seguir trabajando en la tienda.
Cuando está sola, come mantequilla de cacahuetes y bebe el licor que él ha dejado. De noche, dormida, en ocasiones oye el sonido de los hombres que llevaron a su padre a casa; oye sus voces, sus pasos. Recuerda que estaba dormida cuando sucedió, que se despertó y tuvo miedo de abrir la puerta. Recuerda que miró por la mirilla y vio el brazo fláccido de su padre colgando. Recuerda que tuvo mucho miedo.
Su mujer le ha ordenado que la deje. Él le ha dicho a ella que ya han roto; le dice a Ellen que han terminado. Se escabulle. Está enfadado con las dos por exigir tanto; por exigir más, por exigirlo todo.
Hay veces en que ella quiere dejarle. Le dice que ha encontrado a otro; y en parte es verdad. Intenta sustituirle, se esfuerza en hacerlo, pero nunca dura mucho. Pasa tiempo con amigos de él: quizá tengan mujer, quizá no. Una vez pasó la noche con un amigo y su mujer.
Me imagino a Norman enfurecido y celoso.
Ella y su mujer están en la misma fiesta: se ven a través de la habitación, saben quiénes son. Él está allí con su mujer y hace caso omiso de Ellen, o lo intenta. Ella bebe más de la cuenta y vomita en la alfombra nueva, de color verde mar, del comedor. Alguien tiene que llevarla en coche a casa.
―¿Qué hacía ella allí?
―La invitaron.
―Debería habérselo pensado.
―Él también.
La cara colorada.
¿Qué piensa ella? Quiere ser una niña, quiere que la cuiden, que la amen; piensa que la mujer de él podría cuidarla si quisiera. Es una idea extraña, pero para ella tiene cierto sentido: quiere formar parte de una familia.
Y entonces se queda embarazada.
¿Se da cuenta por sí misma o tiene que decírselo alguien?
¿Confía sus síntomas a una amiga que le dice: «Estás embarazada»?
¿Va al médico creyendo que está enferma?
¿Sabe que la mujer de él también está embarazada?
Ellen aguarda para decírselo. El día en que él la llama para comunicarle que su madre ha muerto, ella le suelta: «Vamos a tener un hijo.» No es que lo hubiese planeado así, pero le sale.
Ella piensa que es una buena noticia, que le hará feliz a él, que ahora por fin estarán juntos.
Él se queda sin habla.
Su madre ha muerto, su mujer está encinta y ahora Ellen también.
Lo que en teoría iba a ser el momento que les uniría inexorablemente ―compartir la aflicción por la muerte de la madre, compartir la noticia del hijo en camino― resulta aplastante.
Ella se enfada con él por no mostrar su alegría. Él se enfada con ella por no tener más cuidado.
Riñen.
Ella está enfadada consigo misma y enfadada, como es comprensible, con el mundo. ¿Está enfadada con el bebé?
Él la manda a Florida y le promete que la seguirá. Ella le espera; él nunca aparece. Cuando ella vuelve a Maryland alquilan un piso juntos; él se queda cuatro días y después vuelve a su casa.
Se ofrece a llevarla de compras para el bebé.
Su mujer descubre que Ellen está embarazada y emite órdenes.
En un momento dado Ellen se lo dice a su madre, o quizá su madre lo adivina. La mira y dice: «Estás embarazada, ¿verdad?»
Ella asiente, deseosa de que alguien le diga algo agradable. Le gusta estar encinta, le gusta sentir el bebé que crece dentro, pero no sabe qué hacer. Habla con su bebé, le pregunta: «¿Qué debo hacer?»
Conforme avanza su embarazo ya no puede encontrar trabajo y se va a vivir con su madre, que se ha divorciado de su segundo marido.
Al final, durante el parto, está sola en el hospital. Y aún tiene la fantasía de que él irá, de que se liberará de golpe y correrá a su lado. Quiere llamarle. Cien veces tiene ganas de decirle a la enfermera que marque su número.
«¿Dónde está su marido?», pregunta alguien, y ella llora histéricamente.
La niña es preciosa. Las enfermeras la instan a no cogerla en brazos. «Al fin y al cabo, no volverá a verla», dice una de ellas.
«Lo estás inventando», me dice alguien. Quizá sí y quizá no. Lo estoy imaginando, desde luego. La única alternativa es que alguien me diga cómo fue, qué sucedió en realidad.
Pienso en Ellen y Norman antes de esto, me los imagino en la primavera, recorriendo la orilla del río Potomac, en Washington, D.C., en un Cadillac descapotable azul pastel, con la radio encendida, el viento revolviéndoles el pelo y pensando: «Esto es, esto es la vida.»