Capítulo
5
LA GUERRA TROPICAL
Los aliados estaban convencidos de que
Barrera hacía labor a favor de los alemanes que, todavía no
vencidos del todo, procuraban reorganizarse con el fin de
contraatacar a franceses e ingleses en las costas de Camerún y
Togo. Era un sueño; la guerra se decidiría en Europa y al mando
alemán no le importaba en absoluto la suerte adversa de unos
territorios africanos sin trascendencia para el futuro de la nación
en armas. Pero los acontecimientos adjudican a cada bando temores e
ilusiones que se fabrican como espuma y se deshacen en un soplo,
como proyectos de perezoso o como inversiones de pobre. Y el
atribulado gobernador de Fernando Poo ignoraba qué interpretación
dar a cada uno de los actos, de las insinuaciones, de los
telegramas cuidadosamente redactados con medias frases o
diplomáticas indicaciones que le llegaban de los aliados. En el
ministerio apenas conocían la existencia de la colonia de Guinea y
nadie acudía a resolver las dudas de un neutral funcionario en
mitad del fuego enemigo. Ya estaba acostumbrado a buscar solo las
soluciones a los conflictos abiertos y, mitad instinto mitad
ciencia, iba resolviendo según le dictaba su prudente entender,
que, atendiendo a los antecedentes de la experiencia, resultaba más
que suficiente para dilucidar satisfactoriamente sus cuitas.
El caso es que aquella mañana de octubre de
1916 amaneció Santa Isabel con una novedad preocupante. Desde las
ventanas de los edificios elevados sobre la plaza de España, los
que orientaban sus luces a la bahía, se podía divisar un colorido
nuevo en las aguas del fondeadero. Dos buques aliados alardeaban
sin disimulo de potencia de tiro en advertencia a los habitantes y
visitantes de la pequeña población: las portas de los reductos
estaban abatidas para mostrar un núcleo grande de marinería armada
que se ejercitaba, a las órdenes de sus oficiales, en torno a la
imponente artillería. El que prestaba atención y entendía de barcos
de guerra sabía que eran dos buenos cruceros: el Astrea era inglés y desplazaba cuatro mil
toneladas, y el Surcouf francés, de tres
mil toneladas. Suficiente para destruir Santa Isabel en un par de
horas y de hundir cualquiera de los viejos vapores intercoloniales
en cuestión de minutos. El gobernador pensó en un primer momento
que venían a por dos pequeños vapores alemanes que estaban
fondeados en el puerto, aunque eso iría contra la Convención de La
Haya. Por lo demás, el Putkamer y el
Ydumata eran dos trastos que estaban
descuidados y sin entretenimiento, que carecían de carbón y
permanecían varados sin tripulación ni bagajes.
—Mártires, ¿cómo es posible que los aliados
nos manden esas dos naves a este lugar tan pacífico? Esto es algo
hostil que no cabe en mi cabeza. Aquí han sido recibidos siempre
con buen trato y cordialidad y jamás se les ha puesto impedimento a
sus averiguaciones. Yo no soy capaz de comprender que aparezcan
ahora dos cruceros con sus cañones apuntándonos. ¿Qué cree que
quieren hacer con esos dos cruceros en Santa Isabel?
—Advertir y asustar.
—¿Y lo dice usted así?
—No pensará usted, almirante, que nos vayan
a declarar la guerra. Están preocupados por los rumores sobre
contrabando de armas y nada más...
—Pero si demostraran que existe el
contrabando, seríamos nosotros los que habríamos roto la
neutralidad...
—Pero no hay contrabando.
—¿No pueden utilizar cualquiera de las
comunicaciones diplomáticas? ¿Quieren amenazar a los alemanes o a
nosotros?
—Supongo que a todos...
—A esto no hay derecho.
—Lo sé, almirante, lo sabemos todos, pero
¿qué podemos oponerles a esta máquina tan grande? Una sección de
fusileros de la Guardia Colonial y una compañía de infantería de
marina en funciones de carceleros.
—No hay que oponer nada porque no estamos en
conflicto con nadie. Lo que me parece es que su acto está en contra
de cualquier norma de derecho internacional y de amistad. Han
venido de visita y se dedican a abatir las portas. ¡Que se dediquen
a organizar un baile de gala como es habitual...!
—Están temerosos de que desde aquí se esté
organizando un contraataque.
—Eso es una barbaridad. Es imposible. No
cabe en cabeza humana tal sospecha.
—No sabemos, almirante, cuáles son las
noticias que ellos manejan. La información en esta región está
siempre llena de falsedades; unas queridas y otras involuntarias. Y
eso hace muy dificultoso tomar decisiones.
—Pero eso lo sabe todo el mundo.
—Pero nadie se resigna a no comprobarlo.
Están en guerra.
—Esto me va a enfermar.
—No hay que darle importancia. Creo que lo
mejor es actuar con disimulo.
—Ya lo sé; pero no es difícil construir
pruebas. Mire, arme usted cualquiera de las cañoneras que tenemos
en servicio y acuda a Duala en comisión mía para saber qué es lo
que se está cociendo.
Cuando Barrera se quedaba pensando miraba la
fimbria cimera de su labrado mueble librería, pesada labor
encargada a un conocido ebanista toledano con maderas de la
colonia. Se lo habían regalado los comerciantes y finqueros
radicados en Guinea, pero él lo donó al Gobierno Colonial, que lo
inventarió con el resto de las pertenencias del caserón de la plaza
de España. Así, al elevar la mirada, aprovechaba para estirar la
garganta aprisionada por la corbata. Todo el mundo llevaba chaqueta
y corbata en el lugar más caluroso del planeta y nadie osó nunca
faltar a esta norma de etiqueta isabelina; incluso los negros, en
su presunción de gala, añadían un chaleco de lana al atuendo formal
como si estuvieran al margen de la temperatura pero dentro del
compromiso social.
—Pero ¿alguien puede pensar que yo esté
conchabado con los alemanes para introducir armas? Además, ¿a quién
dan miedo? Si no tienen medio alguno de salir de esta isla. Todo
esto es una locura de visionarios. Es más, ya he señalado al mayor
Rammstadt que se reforzará la vigilancia exterior de los
campamentos para evitar que los europeos que llegan intenten vender
armas allí, ya sabe usted que son muchos los que se pagan el viaje
vendiendo revólveres y pistolas en los puertos de escala...
Simpatías aparte, en lo puramente militar,
Barrera no soportaba el aire de superioridad de los oficiales del
ejército imperial alemán; ni el aire frío, ni la distante altanería
al tratar del despacho ordinario de los asuntos de los campamentos;
ni la eficaz precisión y el resultado idóneo con que los levantaron
en un tiempo récord; ni la disciplina sin brecha de sus fusileros
indígenas... Los británicos descendieron de los buques con el
consentimiento del gobernador, se acercaron a los campamentos
aunque no se les autorizó la entrada en ellos, y pudieron observar
desde fuera el orden con que los disciplinados cameruneses
ejecutaban los trabajos que se les encomendaban, que, por cierto,
nada tenían que ver con instrucción militar.
Dos días más tarde, los cruceros
desaparecieron de la rada; un día después volvieron a aparecer.
Mientras De los Mártires acudía a Duala para entrevistarse con el
comisario Fourneau, alguien en Madrid dio explicaciones suficientes
al embajador francés sobre el inminente traslado de los mandos
alemanes a Europa. La tensión se disolvía y nada quedaba del juego
de apariciones y amenazas veladas que se urdía en Fernando Poo.
Nunca nadie pensó, ni por asomo, que los aliados pudieran disparar
la artillería de los buques, pero no era disparatado temer que se
provocara intencionadamente un incidente. El Astrea y el Surcouf, con
sus imponentes siluetas de metal oscuro, desaparecieron para
siempre de las proximidades de la isla española y nadie los volvió
a ver por la costa africana porque las necesidades de la guerra los
llevaron a otro punto. Pero la imagen de fuerza, de poder bélico en
la aldea de tablas que era Santa Isabel, quedó durante mucho tiempo
en la memoria de la localidad, como medida de comparación, cada vez
que otro barco, mercante o de guerra, echaba el ancla en el agua
tranquila de la caldera apagada donde se proyecta la silueta
imprecisa, modesta, de una ciudad naciente.
* *
*
La selva destruye rápidamente lo que el
hombre obra despacio y por eso se vive con precaución y se deja
transcurrir el tiempo sin sobresaltos, como una filosofía oriental
que informara la existencia pausada de los que habían llegado a
morar en los rincones despejados del verde vientre de la Tierra.
Salvo los bisoños recién llegados, nadie tuvo nunca la ocurrencia
de vencer los obstáculos con premura sino con paciencia. Y los
mismos recién llegados que sobrevivían a las primeras fiebres se
volvían veteranos cuando retrasaban los negocios, aplazaban los
deberes y calmaban el ímpetu de reventar los términos con los que
los emprendedores pioneros quieren vencer al destino. Al final, el
metal queda amollentado y se templa el ánimo cuando se estima, sin
vacilación, que el tiempo es mucho y, al finalizar, nadie se lleva
trabajo para hacer ni deudas por pagar. Así que las jornadas
transcurrían con una demoranza que a nadie espantaba, sino que
acogían lo bueno de cada etapa y disfrutaban con lo que les
ofrecían las paradas y los descansos. Dictaba la experiencia que
los pies son el medio de traslado y había que cuidarlos porque el
sudor y la humedad atraían toda clase de hongos y más vale llegar
después que no llegar nunca. El reposo a la sombra de los cafetos
de hojas fibrosas, de los bananos con los racimos creciendo, un
vaso de limonada, un abanico y la tarde discurriendo sonora en la
memoria colonial de los españoles.
Buiza conocía las exigencias del bosque y no
apuraba los plazos. Se hacía acompañar por indígenas de su
confianza a los que trataba con el látigo y premiaba, en muy pocas
ocasiones, con licor y unas pocas monedas con las que dotar a una
nueva mujer. Su autoridad contrastaba con su pequeña figura frente
a sus soldados hercúleos. Se decía que había matado a varios y que
los que aún quedaban tenían más miedo a la muerte de Buiza que a
cualquier otro enemigo natural o sobrenatural. Por eso nunca
equivocaban el camino, ni perdían la carga, ni erraban de espacio
donde vivaquear. Del teniente sospechaban que no era humano como
los otros españoles sino un poseso del mal, un ser tan espantoso al
que no podían engañar ni tolerar. Pero el teniente no tenía nada de
sobrenatural, sino una voluntad de hierro impuesta sobre los
fracasos. Una ejemplar firmeza en las empresas, constante en sus
objetivos, incapaz de renuncia. Sin embargo, hay a quien le gusta
la autoridad y se enorgullece de ella como los hay santos o
atletas. Paredes sospechaba que las guerras las ganaban los buizas
y las perdían los paredes y que, llegado el caso, más le valía
cambiar de temperamento o buscar destino en retaguardia. Buiza iba
seguro, dos o tres pasos detrás del par de pamues que abrían
camino, casi sin hablar. Bebía a menudo y se secaba el sudor con un
pañuelo largo que llevaba bordadas en rojo sus iniciales. Paredes
emulaba al jefe de la expedición con la única preocupación de no
saber cuánto les faltaba ni cuándo iban a llegar. Sabía que Buiza
ya no era el joven sano que llegó muchos años atrás y que su cuerpo
agotado por la malaria soportaba peor las largas caminatas. Pero
nunca se quejó; marcaba el mismo ritmo de marcha y descansos que
quince años atrás y se resistía a dar ventaja a la edad o a la
enfermedad.
—¿Ves aquella gándara, Paredes? —Llamaba a
las cosas como si estuvieran en Castilla.
—Sí —dijo el otro, que dedujo a qué se
refería porque estaba señalando con el dedo una planicie sin
árboles donde empezaban a brotar nuevas plantas.
—Eso fue un poblado. Nos recibieron con
lanzas y no tardé más de media hora en reducirlo todo a ceniza.
Desde entonces hay paz.
Supuso Paredes que era la paz de los
muertos. Las miradas de los negros que entendían las palabras
castellanas se ensombrecieron, porque sobre aquellas cuestiones era
mejor no hablar y dejar que el olvido sanara las heridas de los
hombres. A veces el mal es mayor cuando se recuerda que cuando se
hace. Doloridos, evitaron aproximarse a la tumba de llamas de sus
parientes para abrir camino por lugar apartado. «¿Por qué —pensaba
Paredes—, no se vuelven contra nosotros y con los machetes nos
destrozan la cabeza en un santiamén?». El mando se sustenta en
designios secretos que están en el instinto gregario y es mejor no
razonar sobre la jerarquía, porque se corre el riesgo de perder el
puesto y hasta la vida.
Andando el camino llegaron a la hacienda de
Morote y Cía., según rezaba un letrero que colgaba de dos altos
postes en la entrada al patio de la finca. La estructura era
similar a la de todas las concesiones de Guinea continental, pero
en ésta la casa era más grande y parecía más nueva. Levantaba su
planta sobre grandes pilares de madera del país, lo que dejaba los
bajos como oficinas y con un amplio porche cubierto donde el piso
alto daba resguardo contra el sol que sorbía el líquido humano a
través de la piel y, en ocasiones, la misma piel se dejaba ir por
efecto de los rayos. Entraron a tiempo de librarse de una nueva
tormenta que ya empezaba a descargar, cuando pasaron delante del
secadero de cacao y café donde se amontonaban azafates de la
recolección sobre un manto sucio de fusca y aserrines que el aire
llevó desde el bosque y la serrería. Sentados sobre unos tuecos
organizados en semicírculo, unos cuantos negros holgazaneaban al
descubierto, mientras la lluvia se llevaba el polvo acumulado
durante la jornada y les dejaba en la cara churretes de color
chocolate. No hizo falta que nadie les ordenara; se acercaron a los
visitantes por si se les ofrecía colaboración con el equipaje o el
armamento, pero Buiza no dejaba su fusil ni al ángel de la guarda,
si es que todavía le acompañaba. Acedo, sin palabras, los despidió.
Y ellos, acostumbrados, volvieron a su lugar de arrancada para
refrescar el cuerpo con el agua del cielo.
No esperaba Paredes que el dueño de la finca
fuera conocido de antes, pero en la embocadura de la gran escalera
que subía a la planta principal de la casa estaba don Sandalio,
aquel compañero de viaje del que ahora descubría el apellido cuando
Buiza, por primera vez obsequioso con alguien, saluda con cierta
sumisión. Recordó entonces su traslado de Madrid a Cádiz en un
expreso lento, agotador, que proporcionaba largas jornadas de
conversación a los pasajeros. Lo había visto montar en Alcázar,
gordo, cansino, acompañado de un equipaje abultadísimo que facturó
en parte mientras conservó otro tanto en el departamento que le
asignaron para él solo. Paredes iba de uniforme, como le exigieron
en el ministerio, y aquello llamó la atención del orondo señor, que
buscó su conversación en el vagón restaurante. El destino sureño
del tren le hizo pensar que el militar iría a Marruecos y le
explicó sus sueños mineros en los alrededores de Alhucemas, donde
unas montañas peladas, imposibles de acceder por pertenecer a las
peores kábilas rifeñas, reflejaban los rayos de la puesta del sol:
brillaban como el metal amarillo. Era oro sin explotar y él estaba
interesado en adquirir, al precio que fuera y previo soborno al
cabecilla que dispusiese del territorio, la concesión de las
cuadrículas necesarias para que su empresa se hiciera productiva.
Recordaba Paredes algunas leyendas sobre el oro del Rif que nunca
ningún pueblo obtuvo, ni siquiera los romanos. Y recordó algunas
lecciones sobre pizarras bituminosas que reverberan al sol con el
brillo de lo falso. Pero no dijo nada: estimó que eso también lo
sabía el interlocutor y que su negocio consistía en comprar un
erial para vender ilusión. Sin embargo, no habló don Sandalio —todo
el mundo lo conocía en el tren y lo trataban con obsequiosa
servidumbre— de Guinea. Sólo de Marruecos, de la paz y de la
guerra, como cuando se les unió a la conversación un diputado
liberal de Ciudad Real entusiasta de la penetración pacífica y del
dominio del protectorado para el bien de la civilización cristiana
y la tranquilidad en las aguas del Mediterráneo.
Don Sandalio poseía la plantación que
pisaban por concesión del Gobierno y la explotaba hasta donde
podía, que era más allá de los límites del decreto orgánico de
1904, sin descuidar ninguno de sus frutos ni dejar de proyectar
nuevos usos. Don Sandalio, acostumbrado a las maneras del forjador
de fortuna, desconocía las lindes señaladas en el mapa del catastro
porque estaba seguro de que nadie acudiría nunca a medirlas y de
que, cuando el expediente de un improbable celoso funcionario
acabara en firme, ya habría él consolidado por usucapión toda la
demasía. Llevaba agujereado medio monte en busca de mineral y sólo
encontraba tierra y tosca. Pero entre el cacao, que era de una
calidad excepcional; el café, malo pero protegido por el arancel, y
la madera iba disfrutando de unas buenas rentas. Dejaba de
encargado de la sociedad a Eutimio Alonso, un hombre siniestro a
quien había sacado de la cárcel porque necesitaba a un bruto
inclemente mejor que a un justo o a un santo. Tenía Alonso poderes
notariales para comprar y vender, negociar el precio futuro pero no
para tomar dinero a crédito ni para hipotecar, porque don Sandalio,
que nació en el arroyo, no quiso darle facultades para el juego.
Con los mismos poderes le dio, esta vez de manera verbal y
reservada, amenaza de muerte para el caso de engaño grueso o
malversación. Don Sandalio era Morote y Compañía él solo, poseía
todas las acciones de la sociedad a su nombre o por persona
interpuesta. Era tan gordo que se había convertido en una persona
jurídica. Pero era el entusiasmo en persona: si Beltrán suponía el
esfuerzo, Morote era la iniciativa. Jamás practicaba él ninguna
tarea manual, pero nunca dejó de dar instrucciones, ordenar en el
sentido más amplio, diseñar planes de expansión y mejora. No había
rincón en sus fincas que no hubiera recorrido miles de veces,
ideando en cada visita una nueva utilidad más productiva. Todos los
frutos de su ingenio productivo eran el orgullo de un hombre que
presumía de sacar pan de la nada, de hacer fértil el desierto y de
poblar los rincones inhóspitos de la selva tupida. Donde fuera
relataba sus prodigios, el milagro de la multiplicación del capital
inicial hasta extremos infinitos. La riqueza no como éxito, sino
como satisfacción. Y un carácter inagotable que siempre buscaba la
oportunidad nueva allá donde fuere, donde nadie se atrevía a
llegar, donde nadie esperaba nada.
Don Sandalio imponía en su dominio hasta a
los invitados. Recibía recio, ordenaba seco, sólo tenía caridad
para el pobre y comprensión para el bracero cuando entendía que se
la habían merecido, no creía en la suerte sino en el esfuerzo
suficiente o insuficiente. Sólo con los huéspedes observaba cierta
amable sonrisa que no le impedía gastar con generosidad y hacer la
demora grata con excesos innecesarios y lujos infrecuentes en la
verdura desaguisada del lugar. Dentro de la selva se puede beber el
mejor champán francés helado gracias a una fábrica de hielo que el
manchego instaló aprovechando un motor de la serrería. Pero la
autoridad natural es un don y se profesa como quien es religioso o
supersticioso: sin darse cuenta. Un rictus mandón, la cara alegre
para casi todos, una sonrisa al gesticular que evitaba que el
hierro de su carácter asomara a su trato. Pero ni un entendimiento
en los recados ni una familiaridad excesiva, esto se comprendía
desde el principio y evitaba familiaridades, perezas y faltas de
comportamiento y de medida. Así mantenía a su tropa de
desgraciados, muchos de ellos reclutados por ser obligatorio el
trabajo en las selvas de España, empezando por su apoderado y
sustituto. Tenía el patio, arrinconadas pero esbeltas, como cierre
de la esquina de poniente, una escuela abierta con techo de nipa y
una capilla de piedra —tal vez la que sacaba de profuso cateo— con
huecos enfrentados para hacer corriente. Allí era donde, cuando
podía, oficiaba un misionero claretiano que llegaba de Campo o de
Benito según la época o la disponibilidad eclesiástica. Y a los
oficios acudían todos los habitantes del caserío, don Sandalio el
primero, ordenados por categorías que comenzaban con los blancos y
acababa en un tumulto de negros sin asiento. La celebración acababa
siempre en fiesta.
Vivía don Sandalio en la casa orientada al
poniente, con un gran mirador en forma de luneta cerrado con
cristales, del que sobresalía el alzado de la planta baja, desde
donde vigilaba las tareas del patio y divisaba en el horizonte el
cambio de cielo. Como todas las casas coloniales, la cocina y los
aseos estaban en otro edificio paralelo, comunicado por un corredor
cubierto, porque había hecho fortuna la especie de que era la
proximidad del agua lo que llevaba la malaria a los blancos. A los
visitantes les reservaba una agradable casita de madera y techo de
chapa, con porche alrededor, que llamaban «la fonda» porque era
donde iban a parar los transeúntes. Al lado, en otra casa igual
vivía el encargado y dicen que solo, a pesar de haberse casado por
poderes con una joven que tenía alcoba en casa de don Sandalio. Un
jardín de flores del país entornaba la entrada. Una jaula de
pájaros y otra de monos completaban el esparcimiento natural, que
era como cerrar con barrotes un trozo de la selva inmensa que los
rodeaba.
—Es normal que a los blancos les gusten las
negras y tengan dos o tres que actúan como amantes, barraganas o se
pillan en ocasión —le decía a Paredes el teniente Buiza, experto
consumado en la cuestión—. Ya verás que a nosotros nos las
ofrecerán donde vayamos, pero a don Sandalio sólo le apetecen las
blancas y ha tenido que recurrir a este expediente para engañar a
los que quieren ser engañados y disimular ante su familia, aunque
ésos ya no se creen nada. Los hijos son iguales. Nadie sabe a
ciencia cierta cómo este hombre consigue hacer tanto dinero y
obtiene crédito y contratas donde otros no encuentran más que
desprecio. ¿Cuánto le pasará al ministro de la Guerra?
Paredes no dijo nada porque un hombre así
bien hubiera podido ser de su misma familia, ejemplos tenía
presentes en imagen y sabía que algunos legados de sus abuelos lo
eran de cosa podrida. En el mundo se compra la posición con el
ardid, la mentira o el crimen y, tras unos años, todo el mundo lo
olvida o lo comprende. El dueño les tenía preparada una cena y un
balele, que es como los del lugar denominan sus bailes. Pero el
tiempo no dejaba encender hogueras. El cielo descargaba agua y
rayos, se oía el viento romper las ramas altas y los tallos más
verdes. Los ríos iban crecidos y los caminos se volvieron, en unas
horas, intransitables por el barro. Se suspendió el baile por lo
impracticable del terreno. A Paredes le daba igual: no le gustaban
las jotas, ni las seguidillas, ni el folclore de ninguna
especie.
El concesionario era carnívoro y preparó el
agasajo con caza porque no pudo hallar vacuno, apenas lo había en
la colonia y se acababa nada más llegar a los mercados. Los cerdos
estaban desterrados por miedo a la fiebre amarilla. Sin embargo, la
caza era fácil, bastaba con andar un poco y apuntar. A veces las
presas cobradas eran de especies desconocidas en Europa pero que
allí comían los naturales sin ningún reparo. Por suerte había caído
un elefante tres días atrás y estaba ya a punto. Sólo Buiza había
probado esa carne; los otros no. Y no le gustaba ni le dejaba de
gustar: se había hecho al lugar y apuraba lo que le ponían sin
asco, pero sin aprecio, porque comía para seguir tirando y nada
más. Cuando algo sabía demasiado a animal o no sabía a nada, lo
bañaban con salsas espesas de cacao o de cacahuete donde dejaban
trozos de ñames cocidos. En el clima aquel todo se echaba a perder
pronto y se consumía lo que había del día, fuera reptil, mamífero o
ave. No era de hambre de lo que se moría en Guinea.
Don Sandalio bendecía la mesa como recuerdo
de una infancia cristiana. Después comía con fuerza porque sólo lo
hacía una vez cada día, al atardecer, cuando la jornada se agotaba
y no tenía que acudir de aquí a allá trasegando con la recluta. El
concesionario no tenía aún finalizado el diseño de la finca, pero
pensaba que en el futuro los monopolios africanos rentarían más que
las manufacturas europeas y consiguió aquella porción de colonia
sobornando a unos y engañando a otros, tal y como sabía hacer desde
que el mundo le obligó a buscar de día la comida de la noche. Ahora
mostraba, orgulloso, los límites del cafetal señalando con el dedo
los altos árboles que dejó de pie como hitos de la propiedad cuando
taló todo lo viejo para el plantío de las nuevas especies y para
obtener el primer dinero colonial que necesitaba para semillas y
aperos.
Amaneció el día siguiente con la misma
tormenta que impedía ponerse en camino hacia el puesto de N'Gonde.
No cesó de llover con la furia incontenida de la estación. El agua
formaba arroyos que se teñían de la tierra roja como de sangre y se
perdían buscando la pendiente que desaguaba en un torrente pequeño,
en otro más grande y, más allá, en un río oculto tras los mangles.
Buiza entretenía las horas limpiando las armas, comiendo lo que le
llevaban y mirando a una joven mestiza que le servía de criada y le
llevaba café o zumo. Paredes leía unas revistas atrasadas que se
procuró en el salón de don Sandalio y se fijaba, hurtando el celo
que puso en el principio, en la mujer del encargado que cortaba un
vestido en el alpende de la casa principal; la mujer blanca le
respondía con miradas esquivas, hurtadas, disimuladas. Trataba de
sorprenderla con rápidos gestos de cabeza, pero los dos sabían que
los ojos astutos del dueño estarían detrás de alguna celosía, de
algún cierre, o entre las cortinas.
En el tercer día, igual de lluvioso que los
anteriores, el aburrimiento se empezaba a hacer incómodo y
sopesaban la posibilidad de asumir el agua, pero no se pusieron en
marcha porque los caminos no dejaban andar, ni los ríos
remar.
Pasaban las horas sin alarma en espera de
los hechos corrientes que rompen la monotonía exasperante del día.
Generalmente eran las comidas las que marcaban los encuentros
porque, a falta de incendios, calamidades o accidentes, nada
convocaba a las voluntades varadas de la pequeña expedición. En la
cena, el finquero presidía una larga mesa que adornaba con
candelabros de plata para ayudar a la vista ensombrecida. El
plantador ejercía la ceremonia con rituales caducos para darle
mayor figuración a su imaginada existencia. No era de los que
hablaban mucho, pero era de los que escuchaban mucho, y anotaba en
la memoria cada palabra, cada desliz, en el acta del recuerdo donde
todo conocido tenía un registro. Don Sandalio vestía con corbata y
los militares tuvieron que adecentar sus uniformes para estar en
consonancia con el protocolo del anfitrión. Sentó a su derecha a
Buiza; a la izquierda, a Paredes; a continuación de Buiza emplazó a
Eutimio Alonso, que sólo comía con el concesionario cuando había
invitados, y al lado de Paredes dispuso que se sentara Águeda, la
mujer de Alonso, que se desenvolvía familiarmente con el jefe y
mandaba a los menestrales que les servían las viandas. Era una
pareja de negros que aprendieron mal los secretos del servicio y
que, continuamente, confundían el orden, el lugar, la
prelación...
Don Sandalio adoraba a Buiza. Por el decreto
de 1904 sobre régimen de la tierra en Guinea le habían dado la
máxima extensión de terreno que se permitía, pero que no bastaba a
sus ambiciones. A la vez se respetaban las tierras que rodeaban los
poblados fang, varios de los cuales lindaban con la finca o estaban
dentro de la concesión. Algunos indígenas tenían, además,
concesiones personales de cuatro hectáreas que ahogaban la posible
expansión del fundo de don Sandalio. Sin más ley que la voluntad,
ni más juez que el diablo, se extralimitó cuanto le vino en gana y
provocó la reacción de los pueblos esamangones, que le cortaron la
salida al mar de sus maderas y atacaron sus caravanas de cacao en
los caminos hacia Campo. Fue Buiza el encargado de reprimir el
desorden con un destacamento de fusileros bujebas. Desde entonces,
sometidos y humillados, sin capacidad de respuesta ante la muerte
brutal de los disidentes, los fang dejaron sus poblados más
cercanos y abandonaron la idea de volver a la guerra desigual que
era el camino más próximo al lugar más lejano. Buiza tampoco
hablaba, pero no era de los que tomaban nota o indagaban sobre los
demás, simplemente no le gustaba hablar porque no le interesaban
las conversaciones y se distraía en sus pensamientos, en sus
proyectos remotos, en sus ilusiones, si es que le quedaba alguna
después de varios años en la selva. Buiza, además, no disfrutaba
con la comida, ni apreciaba la bebida; era tan delgado que se
saturaba enseguida. A Buiza le sobraba la política parlamentaria y
no hablaba de la guerra sino con militares que tuvieran un mínimo
entendimiento de las cosas bélicas. Así que callaba, sonreía,
contestaba, bebía un pequeño sorbo de champán, masticaba mucho por
tener la boca ocupada, esperaba que el postre terminara para poder
excusarse de la sobremesa y poder irse a la cama lo antes posible
porque, si escampaba, saldrían de amanecida para la última etapa
del viaje. Buiza no comprendía el ocio entretenido; cuando gozaba
de algún tiempo sin ocupación, la buscaba a su manera para no tener
que depender de otros. Tanto tiempo en la selva en contacto sólo
con fusileros indígenas y con sargentos sin lustre lo habían hecho
un solitario intransigente al que molestaban el ruido y la
camaradería. Tampoco comprendía que a la hora de comer se pudiera
hacer otra cosa. En fin, el teniente no era una persona sociable y
presumía de no ser socio de ningún club, ni hermano de ninguna
cofradía, ni cantante de orfeón o comparsa de carnaval.
—En Guinea hace falta más inversión —decía,
como siempre, el anfitrión, exigiendo gasto público para
multiplicar sus beneficios particulares—. No hay desarrollo sin
inversión.
—Y mucha mano dura —apostillaba el capataz
Alonso, convencido de que todo lo importante de este mundo se ha
hecho a palos.
Paredes asentía porque, como invitado, se
veía obligado a complacer al dueño. Paredes no tenía carácter para
contradecir, casi ni para opinar. Su pie tropezaba con el de Águeda
sin que ésta lo retirara. Ni él tampoco. Era un mensaje en cifra
para el sentimental ignorante. Como si todos supieran que estaba en
contacto profundo con ella, simulaba interesarse por todas las
conversaciones sobre el futuro agrícola, sobre la crisis
parlamentaria y sobre la guerra.
—Usted, teniente, ¿cree que la guerra se
inclinará definitivamente al lado de los aliados?
Paredes no quería comprometerse y dijo que,
al menos en África, parecía que así era. Debajo de la mesa estiraba
las piernas para cambiar la postura y miraba disimuladamente si el
marido estaba al tanto, sospechaba, o seguía interesado en los
cruentos métodos laborales. Sin duda, el marido sólo se interesaba
por el vino y por un excelente coñac francés sacado de un baúl que
hacía las veces de despensa de licores. Los muebles estaban
trabajados con maderas nuevas de la tierra, en ebanisterías
españolas, siguiendo modelos antiguos. La estancia podía ser de
casa solariega leonesa, de castillo de La Mancha o de cortijo de
rico andaluz, pero era una plantación africana que espesaba el
gusto de la madera y exigía ventilación, colores pálidos y agua de
limón. La vajilla sajona y una cristalería de Bohemia donde los
comensales se servían procedían del hurto que los negros hicieron a
un convoy de alemanes huidos y que, a cambio de dos o tres gallinas
y un bocoy de amontillado embocado, receptó el concesionario sin la
más leve duda, porque la vida está hecha de ocasiones y el que las
desaprovecha ni se enriquece ni prospera y tendrá que conformarse
con ser filósofo de aldea, cura rural o empleado de banca.
Al bisoño Paredes le sudaba el cuerpo como
si estuviera hecho de río de deshielo. Ahora era la mano de Águeda
la que buscaba su rodilla, sin mirarlo, con el cálculo certero de
una mujer sabia que entiende que no hay mejor disimulo que no
disimular. El teniente mantenía rígida la posición de bebedor y
trataba de averiguar complicidad o conocimiento en cualquiera de
los presentes, pero de estas cosas sólo se enteran los
criados.
—En Guinea también hacen falta brazos. Y, si
no vienen voluntarios, habrá que traer presidiarios o vagabundos,
como se hace en otras partes —explicaba don Sandalio en funciones
de reformador social.
—Lo que falta es autoridad —le dijo el
atrabiliario Alonso, que hasta en su casa era un mandado del
amo.
Don Sandalio, como cada cual, al beber
perdía un tanto su natural controlado y se explayaba a gusto sobre
sus obsesiones. Era crítico con las medidas que el Gobierno tomaba
acerca de Guinea; sin embargo, cuando era consultado por el mismo
Gobierno, adulaba al ministro del ramo y sólo dejaba caer leves
sugerencias sobre caminos y suministros. Pero en la sobremesa
regada dejaba volar al estadista que cada lugareño lleva dentro y
explotaba en planes de desarrollo y mejoras del sistema como si él
mismo fuera capaz de realizarlos todos, atacaba a los
administradores y soltaba impías referencias a los políticos en
general.
—¿Saben lo que pasa aquí? Pues que España no
tiene política colonial. Sólo tenemos colonialistas pedantes que no
saben lo que es África y gobernadores frívolos que creen que esto
son unos juegos florales permanentes. Pero no sólo son cursis los
colonialistas, son, además, rapaces. ¿Usted ha leído el informe de
don Diego Saavedra? Pues eso es lo que escribe un escolar en
Inglaterra hablando de la India. Simplezas ordenadas, vaguedades
sin destino y ni una sola idea para llevar a la práctica. Aquí, en
vez de política colonial, hay improvisación colonial. ¿Saben cómo
se hace política colonial?
Dejó pasar un largo silencio, pero nadie
respondió a una pregunta tan comprometida. El finquero aprovechó
para encender su apagado habano, bebió un largo trago de coñac,
suspiró y siguió:
—Pues con el presupuesto. No hay más
misterio. Pero el presupuesto, me refiero al gasto público, no voy
a engañar, hay que elaborarlo teniendo en cuenta las necesidades
reales y disponiendo de créditos con generosidad. De aquí no vamos
a recoger nada si no sembramos abundantemente. Pero si lo hacemos
así obtendremos en pocos años un beneficio pródigo. —Volvió a
chupar el cigarro—. Miren, en España no hay ni un Instituto
Colonial ni nada parecido donde formar funcionarios coloniales.
Aquí llegan sin saber dónde tienen la mano derecha y sin conocer ni
un ápice del lugar. Ni les digo del idioma...
—Vienen con buena intención —terció
Buiza.
—Algunos sólo tienen la buena intención de
enriquecerse como sea y muchos parece que vienen condenados:
siempre de mal humor y rehuyendo el trabajo. Y saben qué es lo que
hacen: expedientes. Millones de expedientes de cualquier negociado
en vez de procurar que de una vez por todas se dicten leyes
especiales que impulsen el desarrollo de la colonia. Estamos
dejados por el Gobierno y así poca cosa podemos hacer.
—Tenemos ahora un buen gobernador —volvió a
terciar Buiza.
—¿Bueno?, bueno lo será para su familia.
Barrera es tan obtuso que no atiende a nada de lo que le decimos, y
cuando dice que ha comprendido algo es mucho peor porque hace lo
contrario. Algo tan sencillo como cuidar la sanidad y aquí, en el
continente, seguimos sin médicos, ni dispensarios, ni hospitales,
ni nada. Cuando uno se constipa teme que pueda morir porque no
tenemos ni un auxilio. Sólo la abominable quinina que comemos por
kilos y que nos matará despacio.
—Vamos poco a poco, don Sandalio, que hace
unos años, muy pocos, no había nada de nada y ahora ya disponemos
de algo de algo. Yo veo a mucha gente esforzada a mi
alrededor.
—Puede ser que los militares que combaten el
desorden y la guerrilla, pero poco más. No hay en Bata un solo
funcionario diligente que haga las cosas en su tiempo natural. Aquí
todo es dilación y espera. Yo, que aprovecho el tiempo al minuto y
lo saco de donde no hay, tengo que aguantar a unos indolentes que
nunca encuentran el momento de dar trámite a una petición.
—Pero podemos vivir apartados de la
autoridad y sus agentes.
—Alguna ventaja tiene la selva, Buiza, no lo
voy a negar. Si no fuera así, yo seguiría en La Solana.
—Usted es de las personas a las que debemos
la obra de civilización.
—No se confunda, Buiza, lo de civilizar
corresponde al Estado. Yo sólo soy un creador de riqueza que
aprovecha, en primer lugar, a mí mismo.
Después calló, apuró el trago y terminó el
cigarro. Buiza bostezaba; se atrevía a hacerlo delante de todos
porque un buen soldado tiene privilegios y dispensas. Don Sandalio
se dio cuenta pero no levantó la reunión hasta el tercer o cuarto
bostezo; en su casa no estaba bien entender al primer aviso y, como
dueño del solar, era él quien mandaba poner fin.
—Parece que ya estamos cansados y mañana
será un día duro —dijo, se levantó y desapareció camino de la
alcoba. Esta vez no hizo falta que Alonso proclamara la necesidad
de estricta autoridad.
La lluvia obligaba a todos a aguardar las
horas de las comidas: se pasaban la jornada comiendo o esperando
para comer como en las malas obras de teatro. Los días se
reproducían en sus mismas mañas: todo era matar el rato para no
languidecer. El revólver de Buiza resultó el más limpio de la
Tierra, y las pocas revistas que se amontonaban en el salón ya
habían sido leídas hasta en los anuncios; casi se las habían
aprendido de memoria. Paredes se acostó sin sueño. Encendió una
lámpara de petróleo, que decían que espantaba a los mosquitos, para
leer una novela romántica de las que tomó prestadas al dueño,
escuchando el murmullo comprensible que procedía de la habitación
de Buiza. Se distraía repasando los hechos diarios, pero era
distracción para poco porque el día se fue en un sillón. Creía
comprender que los blancos procuraban llenar el tiempo y los negros
trataban de tener el tiempo sin llenar. Pero estaba verde para
hacer comparaciones y no sabía nada de los africanos; ni siquiera
los entendía cuando hablaban. Sonreían, a su manera de apreciar,
como lo hacen los pueblos salvajes. Después apagó la lámpara y
cerró los ojos. Los abrió queriendo reconocer las sombras disformes
que los árboles proyectaban en los muros cuando un rayo iluminaba
la plantación. Volvió a cerrarlos para llamar al sueño. Quien vino
fue una mujer que abrió la puerta y la cerró sin ruido, retiró el
mosquitero de gasa y, con un camisón de seda, se introdujo junto a
Paredes.
La vida es una sucesión interminable de
oportunidades perdidas, de ocasiones falladas, de intentos vanos,
de méritos sin apreciar y de algunos premios que compensan los
esfuerzos o se cosechan por azar. La vida sin sobresaltos es
aquella en la que los anhelos no se frustran porque no existen. La
vida de lucha es esa otra que te ofrece un resultado de éxito y
diez de rechazo. Por eso muchos tenientes de infantería se debaten
íntimamente, proyectan y rectifican, arriesgan y salvan. Los
tenientes de infantería sueñan con ser generales de división porque
de lo contrario hubieran sido abogados, médicos o profesores
mercantiles. Pero, por lo demás, no se diferencian del resto de los
humanos de su tiempo. Paredes tomó lo que le ofrecieron, disfrutó
como supo, deseó seguir cuando se acabó el juego y esperaba repetir
cuando la ocasión lo facilitara. Águeda se volvió con el mismo
sigilo con el que había llegado, desapareció en la noche tormentosa
al cuidado de una criada que aguardaba en el alpende con un
paraguas y una manta mientras la noche se oscurecía porque la
tormenta se alejaba y sólo el ruido del aguacero rompía el chillar
incesante de la fauna.