ACTO PRIMERO

Don Pedro De Salazar; Soria y Medina, y Doña Marcela, dama.

DOÑA MARCELA.— Aunque no hay acto más propio de la voluntad que el casamiento, en mí es más fuerza que natural deseo y pésame por lo que tiene de cruz de recebille con disgusto, porque con esto no acaben de negarme los que me persiguen la poca parte que de cristiana me conceden.

DON PEDRO.— ¿Luego forzada y no enseñada de tu elección y gusto tomas estado? Más cruel eres contigo que los jueces con los que condenan a galeras, pues tú a ti propia te sentencias por toda la vida y ellos al mayor ladrón por diez años; más hay que no lo entiendo, porque una vida donde está violentada la voluntad es tan breve que la misma pena te sacará della.

DOÑA MARCELA.— Así es, pero ya que al entrar en esta religión áspera y estrecha del matrimonio no se hace por mi parecer, por lo menos quiero que el novio sea medido con mi corazón; busco yo un maridico, un juguete destos de «pasa aquí», «escóndete acullá», «vete fuera y no vuelvas hasta tal hora»; al fin, señor, una buena criatura y un hombre hecho de pies a cabeza en el molde de Diego Moreno, de aquellos de la primera impresión, tan parecido en todo, que te pueda decir por él: «Este es un traslado bien y fielmente sacado y corregido y concertado con su original, etc.»

DON PEDRO.— ¿Y no merecerá contigo tanto nuestra amistad, señora Marcela, que me digas la razón? Sepa yo quién te mete las bodas por las puertas tan a disgusto, quizá cuando más inútil juzgas nuestro consejo te advertirá lo que tú, aunque sabia, ignoras por apasionada.

DOÑA MARCELA.— Hay, señor don Pedro, una persona muy poderosa y a quien todos los mortales miramos con mucho respeto, y las mujeres principalmente: este negro temor de la justicia, cuya sombra, con ser tan pequeña la que hace una vara, me espanta y causa inquietud en mi corazón flaco. ¡Oh, qué arrastrada vida es esta de andarse escondiendo! Hoy como en casa de Juana, ceno en la de Francisca y mañana en la de Inés, con ser mis émulos más conocidos y que se gozarían con mi destierro, porque de su mercadería hubiese una tienda menos en el lugar; y aun no me basta toda esa solicitud, porque les ponen a mis pies tantas espías, que cuando pienso que estoy enterrada en la noche del olvido, el sol de la justicia me descubre, cuyos rayos me dejan con un gentil dolor de cabeza, ya en la afrenta de la honra, ya en el menoscabo de la bolsa; por esto busco yo un esposo que no sea marido entero, sino un leño, un árbol digo, que me defienda con su sombra contra la fuerza deste sol, que yo le habilitaré para ello poniéndole las ramas sobre la cabeza.

DON PEDRO.— Siempre reverencié la virtud y buenas prendas de tu entendimiento desde el primer día que le traté, pero ahora con ojos de mayor admiración le miro. ¡Oh, qué bien has conocido la dificultad! Ves el mal paso y guías por otra senda. Cuando los daños se conocen y se les sabe el remedio, no son tan graves como aquellos que hacen desesperar a la medicina y a sus profesores, porque aunque el dolor se padece, la esperanza de la salud vecina lisonjea la herida, con cuyo regalo se divierte la pena. Agrádame tu discurso, y es de suerte que quiero ser uno de los obreros deste edificio; vamos al caso, pongamos las manos en la masa y no se nos vaya el tiempo en sólo proponer, porque cuando lo que se propone no tiene aprobación, es yerro y culpa de la flojedad no acudir luego a la ejecución. ¿Qué te parece de aquel médico mozo, mi amigo, que ahora empieza a delinquir contra nuestra salud? Si te contenta, habla claro, pues estamos a tiempo, que yo me atrevo a efectuallo, porque el buen Licenciado no escupirá cosa, como entienda que por este camino ha de llegar a verse en mejor mula, pues de muy vieja anda cerca de apealle; y ya que es correo de la muerte, será más afrenta serlo de a pie, demás de que si en su poder muriese dirían que a su propia mula no perdonó; con tal compañero no pierdes tus comodidades, pues mientras él acude a sus visitas puedes tú hacer y recebir las tuyas, de las cuales con el tiempo podrían salir tantos enfermos, que tú sola le dieses bastante ocupación y fuese para casa doblado el provecho.

DOÑA MARCELA.— No das en el clavo, amigo. Por tus ojos, un médico tan mozo, ¿qué visitas ha de tener, sino tan pocas que lo más del día será en casa el mastín de la huerta, y cuando le parezca que no andan los pies al compás de su son levantará un testimonio a mi pobre salud, y haciéndome creer que estoy enferma me recetará la muerte en una bebida? Descarto el médico y mudo mi ropa a otro barrio, además de que tiene madre y hermanas; no quiero marido con adiciones de suegra y cuñadas.

DON PEDRO.— Calla y déjate obligar de las buenas razones. Suegra y cuñadas son muy al uso destas que se hacen a la parte y abriendo la mano cierran la boca, y créeme, que hombre que está enseñado a la flema de su mula espaciosa será un buey, y no te admires, que estos animales días ha que son compañeros.

DOÑA MARCELA.— ¡Oh, señor!, que ese es insufrible tormento, porque seremos todas igualmente a recebir y yo sola al trabajar; entraremos juntas en el coche, veremos de conformidad la comedia, comeremos el almuerzo y la merienda de compañía, y al tiempo del agradecer esto al que lo diere, seré yo sola el banco que ha de aceptar las libranzas; y últimamente, por el menor enojo, por la más pequeña niñería que entre mujeres, y más las que somos deste género de vida, cualquiera ocasión basta, le cantarán a mi marido al oído toda la historia, y quedando ellas por inocentes seré yo la vaca de la boda; y cuando él sea tan buey y tan manso como tú le pintas, no por eso es más seguro, que el refrán dice: «Del agua mansa me libre Dios», y bien puedo yo tomándolo a mi propósito aplicallo al buey, aunque se dijo al agua.

DON PEDRO.— ¿Qué te parece del soldado que jugaba conmigo ayer? Prométote que con los naipes en la mano es cosario de la tierra, y ha entendido el modo de quitar capas a mediodía sin que le puedan hacer causa por ello.

DOÑA MARCELA.— ¡Por mi vida, que quieres meterme en el lodo! ¡Basta, que tienes donaire! ¡A propósito es el hombre, todo fieros: fiero en el rostro, fiero en las razones y fiero en los ademanes! No tengo yo hacienda para que él juegue una hora, ni cara para la menor puñada suya; vengará en mi rostro las ofensas que le hiciere el naipe, y querrá aventurar mi dinero en juegos tan ilícitos como aquellos en que yo le he ganado, y menos seguros; ten advertido para otra vez que los casamenteros de corretaje jamás proponen tahures, porque ya saben que están excluidos en los contratos matrimoniales.

DON PEDRO.— Perdona por Dios, Marcela, y no te enojes, pues yo no te obligo ni fuerzo, solamente propongo, y pues no te tiranizo la libertad del elegir, oye y acomódate con aquello que más te viniere a cuento. Aquel mercader de donde ayer sacaste el gorgorán ¿qué te dice? No le pondrás falta de pródigo; la parte del adquirir también la entiende como todos, y la del conservar, mejor; y esta postrera hace a los hombres, porque la primera sin la segunda es como al que le dieron ojos para volver a cegar, triste género de desdicha.

DOÑA MARCELA.— Ponle en la calle con los demás. ¿No ves que los tales no salen de casa todo el año por guardar mujer y tienda? Yo, señor, hombre de trato le quisiera y mercader, pero tengo de ser yo sola su mercadería, aunque tal vez suele ser la una achaque para la otra, y donde hay muchas mercaderías todos compran, y algunos de todas.

MEDINA.— Estos se presentan por memorial: el primero, un mozo de veinticinco años, que a los veinte se puso anteojos, presumido en el ingenio y avarísimo en la condición.

DOÑA MARCELA.— Todas las partes de ese mozo me contentan: la primera, porque el traer anteojos dice cortedad de vista, gran calidad para marido apacible; la segunda, porque todo hombre presumido es ignorante, con que está muy cerca de ser paciente; la tercera, porque el ser miserable, cuanto es gran defecto para ser galán, es muy a propósito para marido.

MEDINA.— Este es un hombre vano y escrupuloso, sus años cuarenta y con alguna hacienda en viñas.

DOÑA MARCELA.— Ese memorial fue mal admitido, porque hombre que tiene cuarenta años y alguna hacienda en viñas está en edad de beberse su propia hacienda. El ser escrupuloso aun a las mujeres más recatadas ofende, ved qué sentiremos las libres. Sólo el ser vano me hacía al caso, porque cabeza vana peso ha menester, y yo se le pusiera con gusto mío y provecho de entrambos.

MEDINA.— Este es un hombre relojero, digo un hombre que fabrica relojes.

DOÑA MARCELA.— Marido concertado, gran desconcierto, señor Medina, para mi casa, aunque sólo por una cosa le tuviera con gusto en ella, que es porque los relojes es gente dadivosa y hasta en ellos me parece y suena bien el dar, y más por ser a todas horas.

MEDINA.— Este es un hombre que fue a las Indias y perdió en la mar lo que ganó en la tierra; quiere ahora embarcarse en las bodas de una mujer que tenga hermosura y condición al uso, que ya en estos tiempos juzga esta navegación por la menos peligrosa y más rica.

DOÑA MARCELA.— Conténtame su persona, que a cualquier cosa se humillará un hombre que de las Indias viene pobre si aun los que vuelven ricos se valen de la mayor bajeza, como sea en defensa de su dinero: no obstante que esto del beber chocolate y tomar tabaco me desagrada, aunque lo segundo menos, porque es medicina con que se descarga la cabeza, y en esta confianza se la podré yo cargar todo lo que quisiere; venga prevenido de zarza, porque los achaques de nuestro oficio la han menester, advirtiendo que las que somos del jardín Venus necesitamos de estar siempre en semejantes zarzas; traiga contrayerba, contra el veneno de los miserables amantes; agua del río Marañón para mi pecho, que la del de la Plata ofrecerán aquellos que vinieren ocasionados de estotra; la piedra bezar no me la nombre, porque de piedras sólo me agradan las preciosas, como si dijésemos diamantes, y en esta parte más me contentan las Indias de Portugal que las de Castilla, aunque aquel cerro del Potosí me tiene muerta de amores, de quien después que sé que está preñado de oro he deseado ser partera.

MEDINA.— Esta es una carta de un ausente, y ella sirve de memorial. Sus partes son: edad en los años larga, desaliño en la persona, recato grande en la bolsa.

DOÑA MARCELA.— Mucho contrapeso; la última parte es buena, las demás insufribles, porque una mujer de nuestro trato ha menester marido galán y limpio con extremo, y él es una de las partes con que más aficiona a los amantes o los desagrada, porque como cosa tan vecina presumen, y bien, que ha de participar de sus virtudes o defectos. Señor Medina, excusada estuviera a esta proposición, si no es que en sus ojos sólo soy buena para echada al muladar, que tal es este novio, que sólo tiene de bueno, siendo tan malo, el hallarse ausente.

MEDINA.— Advierta vuesa merced que es hombre de grande traza y que piensa con sus arbitrios enriquecer al rey y enmendar al reino.

DOÑA MARCELA.— ¡Jesús, señor! Ese hombre es loco, y de los más incurables. ¡Pobre de mí! Lo que menos me conviene, porque hombre que se entremete en gobernar a la república no tocándole a él este cuidado, ¿qué intentará hacer en su casa, de quien sólo será dueño?

MEDINA.— Cierto que él da un arbitrio digno de alabanza, y es que se eche un tributo en los afeites de las mujeres, por cuya causa los hombres les contribuyen a ellas, y dice que de cualquier manera ha de ser útil, porque si ellas dejaren de gastallos por no pagar tan grandes derechos, nosotros gozaremos mujeres más limpias, y si prosiguieren en su error, el rey aumentará sus rentas.

DOÑA MARCELA.— Lo segundo será lo cierto, y todo en daño de las bolsas de los hombres, porque nosotras las que hacemos este oficio hemos de vender nuestras personas con la costa que nos tuvieren y más nuestra ganancia. Adelante.

MEDINA.— También dice que todos los hombres que entre los de buen gusto fueren condenados por enfadosos paguen un tanto, y los que no tuvieren para satisfacer la condenación, sean puestos en la plaza a la vergüenza, en el mismo lugar que las regatonas que hacen pesos falsos, para que entonces, haciéndose allí ridículos, den al pueblo otro tanto placer como le han causado pesar.

DOÑA MARCELA.— Paréceme que él fuera el primero en quien se ejecutara la ley, porque no sé yo que entre los hombres de buen gusto nadie sea más enfadoso que un arbitrista.

DON PEDRO.— Eso es tan cierto, que las repúblicas no pueden tener mayor alivio que exonerarse de tan perverso linaje de hombres, que las más veces, sin mirar el bien del Príncipe ni el de la República, por el provecho particular, solicitan el daño y perdición común. Vamos a otro.

MEDINA.— Este es un hombre trompeta y que ha servido a Su Majestad en este oficio en Italia y Flandes.

DOÑA MARCELA.— ¡Jesús, señor! Con menos ruido se hace la guerra en casa, aunque si como ese hombre toca instrumento con la boca de metal, fuera de hueso, le admitiera, porque de lo que le sobrara en la cabeza pudiera hacer instrumento para la boca, y la misma música de la boca publicara lo que venía en la cabeza, de modo que el un oficio se diera la mano al otro. Un trompeta, señor, escandalizará el barrio y despertará a los vecinos, habiéndolos yo menester soñolientos y poco curiosos; representaráseme en su música el día del juicio, y aunque temerle es camino de tenerlo, yo quiero con mejor llave abrir puerta a mi conversión.

MEDINA.— Considere vuestra merced que juega muy bien la negra, y que tiene estimación entre los diestros del lugar.

DOÑA MARCELA.— ¿Diestro, señor? ¿Qué viñas me conoce-vuestra merced para que yo pueda matar la sed de hombre semejante? Extraña condición de los valientes, que entre tantos como matan se queda siempre su sed viva; fuego es que ellos le intentan matar con el vino, y como él también lo es, se enciende de nuevo, de modo que aquello que ellos mismos hacen medio para el fin del daño, es su aumento. Con nada aguaré más mis gustos que con meter en casa tanto vino, que yo busco el esposo muy aguado, porque siempre oí decir por último encarecimiento: «bebe más agua que un buey».

MEDINA.— Olvidábaseme otra habilidad, notable por cierto: cura por ensalmo y hace parches para las que tienen mal de madre.

DOÑA MARCELA.— Bueno, no me faltara más sino verle siendo mi marido, perseguido de los médicos y boticarios porque les usurpaba sus oficios. Si como él hace parches para las que tienen mal de madre curara las que tienen mal de marido, por la novedad se hiciera admirable, y por la mucha necesidad que hay de semejante medicina, estimadísimo, que esto de mal de marido ya no se usa. Todas son buenas y como las quieren las hijas, con que heredándose esta costumbre de las unas a las otras, son las unas muy madres de sus hijas y las otras muy hijas de sus madres. Lo del curar por ensalmo tiene algunas veces su parte de embuste, y más cuando cae en hombres de mala vida que quieren hacerse autores de milagros al mismo tiempo que se ejercitan en torpes vicios; a mí, señor, cuando Dios quiera, Galeno me ha de llevar a la sepultura, porque moriré consolada de haber seguido lo más seguro, que es lo que enseña el arte y no lo dudoso que da acaso la fortuna.

MEDINA.— Este es un viudo mediano en la edad, grande en la hacienda y que tiene dos hijas hermosas y niñas.

DOÑA MARCELA.— Mayor es la hacienda de ese hombre de lo que vuestra merced piensa.

MEDINA.— ¿Cómo, señora Marcela?

DOÑA MARCELA.— Porque las hijas hermosas y niñas a mi lado también serán hacienda, y muy grande. El ser niñas me agrada, porque cuando yo sea el sol que se pone serán ellas el que nace, y si ahora fuéramos de una edad todas me estuviera mal, porque se dividieran las ganancias y crecieran entre nosotras las competencias. Criáranse, si no a mis pechos, con la doctrina de mi pecho, y desde luego tendré cuidado de labralles el ánimo con mis costumbres y el rostro con mis afeites; porque para que las tierras den copioso fruto no basta que de su naturaleza sean buenas si no precede primero el cuidado del prudente labrador. ¿En qué tiene la hacienda?

MEDINA.— En casas y en juros.

DOÑA MARCELA.— Las situaciones no me contentan, porque en Madrid bajan cada dia de precio más las casas edificadas con las muchas que de nuevo se edifican; los juros, aunque estén bien situados, el cobrallos cuesta pasos y reverencias, y muchas veces es menester diligencia mayor; la parte de ser viudo hace a nuestro propósito, porque del proceder que tuvo en su primer matrimonio colegiré yo lo que me estará bien en este segundo.

MEDINA.— A mí se me olvidaba el memorial de un hombre astrólogo, destos que el vulgo llama adivinos.

DOÑA MARCELA.— ¡Bueno! ¿Busco yo un hombre que no entienda lo mismo que estuviere haciendo, y dame uno que alcance aun lo que estuviere por hacer?

MEDINA.— Eso ha de ser su mayor seguridad de vuestra merced, porque los tales las más veces yerran los juicios, y en su pinión de él nunca estará más bien ocupada que cuando mal entretenida, que satisfecho con su ciencia creerá más lo que por ella soñare que lo que el amigo más cuerdo le advirtiere.

DOÑA MARCELA.— ¿Y en qué más se ocupa?

MEDINA.— No sé yo en qué más, si la ocupación de un hombre loco como son los semejantes basta a tener entretenidos a muchos.

DOÑA MARCELA.— Al fin, señor, si vuestra merced le confiesa por loco, yo no le busco sino cuerdo y que sepa hacer sombra con sagacidad a mis flaquezas; mas escúcheme, parece que llamaron. Señor Soria, mire quién nos inquieta la puerta; ¿mas si fuese Sánchez, el casamentero?, que sólo un hombre deste ocio puede venir con tanto ruido; verdaderamente que los gritos que dan estos muñidores de bodas en sus conciertos son pronósticos de los que después han de tener los casados, con que son en la república más escandalosos que los médicos, porque sus yerros son mayores y no los cubre la tierra.

SORIA.— El mismo, y pide licencia para entrar con un hombre que le acompaña, lánguido de pescuezo, mesurado de pasos, zonzo en los ojos, desganado en los oídos, que tose y escupe más por mala costumbre, al parecer, que por necesidad; partes loables y que me han puesto codicia.

DOÑA MARCELA.— Pues silencio y atención, por caridad, que éste es el que trae para mi marido, a quien pienso examinar por un camino extraño, porque aunque me lo abona mucho el casamentero, y dice que otra vez ha sido casado y entonces dio bastantes prendas de la nobleza de su condición, con todo eso quiero yo descubrir tierra en su sufrimiento y ver si su mansedumbre es toda la que yo he menester; para esto es necesario pedir auxilio al brazo seglar y que todos me socorráis, y la traza será ésta: yo daré a entender que no gusto de casarme, y a las primeras razones, aunque caiga en el pecado de descortés, me levantaré de la visita y armaré con don Pedro toda la conversación; tal vez le hablaré al oído con risueño semblante, tal le daré la mano y tal los brazos; si en medio destos combates y furiosas olas no se alterare, siendo el honrado respeto ladrón del color de sus mejillas, dará muchos pasos en su pretensión el que se dispone para ser mi novio. El cargo de acechalle las acciones y afectos doy igualmente a Soria y a Medina, y no me le pierdan de vista, por amor de Dios; y con esto háganles franca la puerta para que entren, porque de la tardanza no engendren alguna sospecha. Fiesta hemos de tener de toros en esta sala, y serán toros de particular, como comedia grande de regocijo en sitio pequeño.

SORIA.— Vuestra merced ha dicho admirablemente; yo quiero esta vez obligallos con hacer el oficio de portero, que el abrir una puerta en ocasión granjea amigos; obligaré mucho costándome poco, y es acto de prudencia, aunque sea para obligar en poco, no rehusar el trabajar en mucho.

MEDINA.— Yo con llegalles las sillas para que hallen puestos los asientos cumpliré la segunda parte, y esto más por hacer lo que debo que por obligar a quien no conozco.

SÁNCHEZ.— Beso las manos de vuestra merced mil veces, mi señora doña Marcela.

DOÑA MARCELA.— ¡Oh, señor Sánchez! Vuestra merced sea muy bien venido, que puntual es en verdad, que le agradezco el cuidado, aunque ya corro con diferente opinión, porque a personas a quien yo debo obediencia y me puedo fiar de su parecer más que del mío, porque saben más que yo y no me quieren menos, les parece que no me sujete tan presto, de donde me han nacido tantos escrúpulos y dudas, que si después me resuelvo no habrá sido más que hacer mayor el atrevimiento.

SÁNCHEZ.— ¡Oh mi señora! ¡Y si conociese vuestra merced bien al señor Estacio, no llamaría estas bodas sujeción, sino descanso y libertad! Es insigne varón en la paciencia y el más verdadero hijo de cuantos han engendrado el sufrimiento; ¡qué silencio, qué humildad! En todas partes cabe, para él harta es casa en un rincón, no ha menester más aposento que una manga o una faltriquera de vuestra merced; temblará del menor grito, y será su cara de vuestra merced, enojada para con él, más espantosa que la del juez airado para el triste y miserable reo; saldráse de casa cuando vuestra merced se lo ordenare, y no volverá a ella hasta que entienda que hace gusto y viene a propósito. Marido es que, haciéndose almoneda de él entre los demás bienes que dejó la difunta de su mujer, han llegado a dar por su persona diez mil ducados de dote, y en verdad que los daba de contado sobre un bufete una señora toledana que tiene muy buen ojo en esto de escoger novios con mansedumbre, porque en las rayas de la frente le conocen luego hasta qué cantidad de pesos podrán llevar sobre ella, repartiéndoles con justicia la parte de carga de que son capaces conforme a su suficiencia.

DOÑA MARCELA.— Ahora es tiempo; señor don Pedro, vaya conmigo y no me pierda, que yo, aunque no soy toledana ni me han brindado las musas del Tajo, tengo para estas ocasiones mis reveses, que ésta es la herida con que se deajarretan los toros.

DON PEDRO.— Pienso que ayudaré muy bien al entremés con lo que me tocare del papel; fíate de mi voluntad y cuidado, que el interés del buen suceso es común, a entrambos; mírale bien, que el semblante melancólico descubre en lo mismo que se encubre profunda malicia; grande ceño y frente arrugada, señales son de toro bravo.

DOÑA MARCELA.— Vaya, pues, y digo así: Primo don Pedro, amigo, señor, deme una mano, y muy de voluntad, apretada, vehemente, y tanto que aunque los huesos se quejen, la carne se alegre y el ánimo se engría; solemnicen todos mis sentidos el cumplimiento de mis deseos, que el bien que poseo más le gozo mientras más le celebro.

ESTACIO.— ¡Ah, hidalgo! ¡Ah, gentil hombre! ¿Es este caballero primo desta señora?

SORIA.— Sí, señor, y primo carnal; planetas son los dos que se han visto muchas veces en conjunción.

ESTACIO.— Dichoso mil veces y solo entre los hombres es bienaventurado aquel que mereciese ser su marido, porque si con tanto amor y ternura de corazón trata a su primo, siendo en comparación del marido, que es conjunta persona de la mujer, parte tan distante, ¿qué finezas hará con el que fuere su verdadero esposo? Esta es la mujer que yo busco; enseñada a querer de otros habrá sido suyo el trabajo y mío el fruto.

MEDINA.— ¡Bien, por vida mía! El discurso es como acá le habíamos menester, y ha hecho mal en dárnosle tan de balde. Señor Soria, paréceme que tendremos boda presto, porque con este hombre y un collar se puede hacer un tusón, porque él es un cordero y de los más lindos que vi, rico por el peso y curioso por la hechura.

DON PEDRO.— Déme vuestra merced licencia, prima, suplícoselo, que me llaman unos negocios que por no ser propios me dan más cuidado. Las obligaciones siempre fueron superiores al gusto en los hombres de bien; el que aquí pierdo yo le volveré a cobrar presto con más deseos que pasos, porque los primeros harán que los segundos se den tan largos, que aunque la distancia sea mucha ellos sean pocos.

DOÑA MARCELA.— ¡Jesús, y qué burlas tan pesadas! ¿Es posible que tuvo atrevimiento para decir que quería irse? ¡Muerta soy! ¡Espérese y buscaréme el corazón! ¡Oigan, por mi vida, qué bueno sería esto! ¡No le hallo! ¡Corazón, corazón! ¿A quién digo? ¿Con quién hablo? ¡Pues no me responde, no está aquí, ni bueno ni malo; otros tienen mal de corazón, yo al descorazonado! ¡Aflójenme por ver si suspiro, saldrá el fuego disimulado en el viento, y en el fuego el alma por el último desagravio de mi vida!

SORIA.— Desmayóse con la fuerza del amor. ¡Gran lástima! ¿Quién no se compadece? Ved el estilo deste rey tirano, pues hace papel de un corazón tierno para escribir sus leyes con pluma de acero, que elige instrumento tan duro para labrar materia tan blanda por hacer así tan solemnes el martirio del amante y su crueldad.

DON PEDRO.— Graciosa prolixidad! ¡Ya esto es mucha pesadilla! No falta, por Dios, sino que me echen una cadena o que dentro de una jaula me pongan como a papagayo a la ventana, aunque mal dije que en esta casa las cadenas antes se quitan que se echan.

MEDINA.— Cierto, señor, que vuestra merced huye de la razón; culpa es la de la ingratitud que a los hombres ofende, a los cielos irrita y aun en el infierno no sé cómo generalmente agrada, pues en cualquier república, aunque sea de diablos, conviene que haya correspondencia para su conservación; mas ¡ay!, que en ésta su mayor gobierno es no tenella.

SÁNCHEZ.— No hay quien pueda sufrir las lágrimas, ¡Por amor de Dios, señor don Pedro, que muestre aquí vuestra merced que es hombre noble, y no ponga tanto tiempo en duda su buena naturaleza!

DON PEDRO.— ¿Es posible? ¿Hay tal desdicha? ¿Todos los cuidados a don Pedro? ¿Qué me queréis, señores? Dejadme. ¿Paréceos a vosotros que debo estar sujeto a la voluntad y antojos de mi prima, que mañana se casará, y esto es fuerza que, aunque ello es bueno, se condene y repruebe por malo? Juzgue el señor Estacio y diga lo que le inspirare su corazón, que yo no saldré de lo que su merced ordenare, que me ha parecido la suya una gran cabeza. ¡Qué buen terreno y qué espacioso, si se junta con una mujer plantadora de cabrahigos! ¡Parece tan fértil que corresponderá a ciento por uno!

ESTACIO.— ¡Por esta ánima pecadora, juro, y así Dios la lleve a reinar con los ángeles cuando deste mal mundo vaya, que si yo hubiese de hablar todo lo que siento, que vuestra merced quedaría muy ofendido y mi señora doña Marcela bien satisfecha, pues un amor tan sencillo, nacido de la verdad y pureza de su trato, se corresponde y paga con una pedrada, porque una sequedad como ésta es el tanto monta! A fe que no le hubiera a vuestra merced sucedido tan bien el juego, y si su merced fuera mi mujer, y que le había de amargar el desprecio y poca estimación que de su voluntad hace. Buenos testigos pueden ser las vecinas de aquella mal lograda, cuyos huesos son ya plato y entretenimiento de los gusanos, de lo que por mi ocasión la estimaban sus galanes y primos, y con el respeto y puntualidad que acudían a todas las cosas de su entretenimiento y gusto; esto es verdad: ella sola disfrutó en el mundo enteramente el deudo de los primazgos; más primos tuvo que un escuderón desvanecido; podíase hacer una primavera de todos sus galanes, tanto por la razón referida como por ser muy lucidos.

DON PEDRO.— Suplico a vuestra merced, señor Estacio, pare y repare de ahí un nudo para su tiempo, y óigame: ¿Es cierto que tenía galanes y primos la mal lograda de su mujer y que de primos tan galanes, más galanes que primos, cobraba primicias? Si eso es así, sin duda que ella fue la primera emprimadora, y emprimadora tan primera que ganaría a este juego más que al otro.

ESTACIO.— ¡Jesús, Jesús, y qué mala habilidad tiene para casado quieto y pacífico! Galanes yprimos tenía, y yo si era menester se los buscaba, y aunque no tuviesen gota de sangre de deudo entre los dos, en viendo un hombre liberal y de buen trato le ordenaba de primo hermano y le despachaba el título con mucha facilidad. Bueno es, ¡por vida mía!, según se usan ahora las mujeres melancólicas, recebir con una diez o doce mil ducados en dote y que se muera al segundo año por falta de entretenimiento, y que yo me quede sin mujer y sin hacienda para hacerme tapiz de la horca; pues aun con tener la mía tantos gustos y deleites, como todo el mundo sabe, que no eran cosas que se hacían a puerta cerrada y ventana clavada, se me quedó entre las manos como un pajarito a la primer vuelta de cabeza antes de cumplir tres años de novia, y aunque ha que murió dos, ahora la lloro como el primer día. Venga acá, en hora buena hable a su prima tierno, que parece que ha vuelto ya del parasismo, y sírvale de alivio en su dolor. ¡Oh, qué flema! ¡Oh, qué flema! ¡Señores, este caballero me ha de matar, y temo no sea de una lanzada!

DON PEDRO.— La obediencia es fundamento de todas las virtudes, y quiero bajar el cuello y no replicar. Prima mía, señora mía. ¿Digo bien, señor Estacio? Guíeme como los bueyes cabestros a los demás toros, y perdone lo mal sonante de la comparación.

ESTACIO.— ¡Ay, qué sequedad! ¡Ay, qué hielo! ¿Es posible que con esa poca estimación se trata a una señora en quien yo he puesto los ojos para mujer propia? ¡Vive Dios, que...!

DOÑA MARCELA.— Enséñele vuestra merced, señor Estacio, que no sabe más; hágale alguna seña con la cabeza.

SÁNCHEZ.— De otro cualquier miembro se manda mejor, que en ése tiene ciertos estorbos y embarazos; unos achaques son particulares, no reumas ni corrimientos, porque aunque muchas veces le han silbado, jamás se ha corrido. Señor Estacio, ¿qué hace? Dele buena doctrina.

ESTACIO.— Sí haré por cierto; diga vuestra merced así: ¡Prima mía de mi alma, bien mío y todo mi corazón!

DON PEDRO.— ¡Prima mía de mi alma, bien mío y todo mi corazón! ¿Dije bien?

ESTACIO.— Ahí faltó un abrazo. ¡Por Dios!, que está este discípulo muy en los principios, y si no se corrige, lo menos que puedo perder aquí es la paciencia y lo más cierto será la vida, y aun habiendo perdido lo primero, la falta de lo segundo antes se podrá llamar felicidad que desdicha.

DON PEDRO.— Pues ahora lo enmendaré, que aun estoy a tiempo. No es necio el Estacio; mas ¿si nos engañase? Aunque no, que por eso ha escogido él el oficio más acomodado de la república.

ESTACIO.— No me descontenta; aprovechando va; eso sí es ser persona digna de tener el título de primo y respeto de lo que goza el primado de todos los que lo son.

DON PEDRO.— El buen maestro es padre que engendra y cría al perfecto discípulo en las entrañas de su doctrina. Véngase vuestra merced por acá y repasaremos esta lección, que no querría que se me olvidase; miren con qué ojazos me mira; quiérome quitar la capa porque, si estuviere enojado, vengue en ella su cólera.

ESTACIO.— Culpa sería de vuestra merced, y muy grande, si lección de tanto gusto y que se aprende con la misma naturaleza, la pusiese a las espaldas; en más buen crédito tengo a su buen gusto, y así, le suplico, por lo que de voluntad me debe, haga tan buenos oficios con mi señora doña Marcela que me facilite el paso para que yo merezca el nombre de su dueño, asegurándola que la dispensación de sus primos se las expediré con mucha facilidad, bien que los derechos serán grandes, porque aunque es verdad que han de salir de sus huesos, a mí me han de salir más huesos.

SÁNCHEZ.— Tanta razón tiene que arrastra por esos suelos. ¿Es posible, mi señora doña Marcela, que le haya metido a vuestra merced por las puertas tan buena mercadería y que me vuelva sin ponella precio, siendo vuestra merced el ingenio más celebrado de la Corte? Abra los ojos y no deje salir el pájaro de la red; considere que desobliga a la fortuna, pues no le agradece el bien que liberalmente la entrega. Yo, señora, su negocio de vuestra merced hago, que es la persona a quien confieso más obligaciones, y por eso la importuno para que después no llore lágrimas de arrepentimiento cuando el remedio se haya ido a partes desconocidas, pues estado tan miserable tanto es menos capaz de consuelo cuanto el sujeto es de mayor entendimiento.

DOÑA MARCELA.— ¡Qué corto cordel arroja el señor Sánchez, y con qué prisa que tira para apretar el lazo! Sin duda quiere gastar de una vez todas las fuerzas de su elocuencia y vencer nuestros entendimientos, más con palabras hermosas que con razones eficaces. Pase noche sobre este negocio, que una almohada es grande oráculo que se consulta con descanso y espacio, y de sus resoluciones las más veces se consigue utilidad.

DON PEDRO.— Por mi vida, prima, que eres poco agradable y débesele al señor Sánchez mejor correspondencia; con tales razones desanimarías sus pasos y justamente no quedará obligado a las últimas diligencias, tiempo en que había de estallo más.

DOÑA MARCELA.— Pues mi primo muestra gusto en este negocio, yo bajo la cabeza; pero antes será bien que se reciba esta causa a prueba y que me informe de algunas personas de su condición y costumbres, y principalmente de aquellas que le trataron al señor Estacio en tiempo de su primera mujer; porque yo tengo más disculpa deste atrevimiento, que tal nombre doy al casarse, y pienso que todos los cuerdos firmarán conmigo. Bien será que demos un poco de campo a la consideración, y aun mucha plaza, habiendo de ser tal el novio. Tráigame mañana el señor Estacio un par de testigos que digan en su abono, y véngase aquí con ellos de dos a tres, que yo procuraré estar desocupada y haré la información, y conforme lo que della resultare proveeré justicia.

SÁNCHEZ.— Paréceme bien lo que decreta mi señora doña Marcela, señor Estacio, y pues vuestra merced, gracias a Dios, es persona tan abonada y conocida en todo su barrio y saben la modestia con que procedió en el tiempo de su primero matrimonio, no le faltarán abonadores, que aunque los vecinos siempre son émulos y esta empresa es de tanta codicia, la verdad adelgaza y no quiebra, y más la de vuestra merced, que es tan gruesa como una maroma.

ESTACIO.— Yo me contento y voy deseoso de acertar, y tanto que desde luego pienso encomendarme a la diligencia curial, que sin escribir a Roma despacha breves. Suplico a vuestra merced, señor don Pedro, que mientras yo faltare de aquí me regale y entretenga mucho a este ángel, a esta perla; y mire lo que le digo: guárdese del diablo, porque yo no soy hombre que merezco la comida por gracioso, por si después que fuere mi mujer, si nos llegáremos a ver en eso, no viste de otro color su condición y me la trata más amorosamente que hora, que tengo de... ¡Quédese así! ¿Han visto el primón y qué seco es con la prima? El primer primo descarnal es que he visto en mi vida, porque este deudo de primos entre hembra y varón es tan pegajoso, que aunque en la sangre sean primos segundos, el amor les hace primos carnales, porque para juntallos no faltan primos terceros.

SÁNCHEZ.— Ya pasó los umbrales. ¿Qué le parece desta bienaventurada criatura, deste aposento de sol por el mes de marzo, porque entonces está en el Ariete?

DON PEDRO.— Que nos conviene; vale para el caso el dinero de cuatro flotas; ello se dispone muy bien, Señor Sánchez, váyase vuestra merced con Dios, que a su tiempo le prometo agradecer con la bolsa y enmudecer la lengua, que las palabras descansadas en quien las dice son más premio para los pasos trabajosos en quien los dio.

SÁNCHEZ.— Beso a vuestra merced los pies mil veces, que así lo creí siempre de sus manos liberales, robadoras de los corazones con esta acción, que siempre con ella es más lo que se quita que lo que se da.

(Éntranse y salen DOÑA ISABEL y DOÑA JULIANA con TORRES, escudero viejo.)

DOÑA ISABEL.— Esta es la puerta de la casa de Marcela, y porque viéndose condenado don Pedro por el tribunal de los ojos no pueda hacer mayor su delito negándole, quiero cogello con el hurto, y sé que están dentro y sé que ha de salir, porque la aprieta a estas horas una obligación precisa, y que el paso por donde ha de pasar es éste. Fuerza es que la verdad quede vencedora, yo desobligada y mi fortuna, que ha hecho su interés de mi ofensa, corrida.

DOÑA JULIANA.— Cierto que deseo infinito la resolución en estas bodas, pues a don Pedro, mi hermano, como una vez te resuelvas a desengañalle, no le faltará compañía con quien pueda tomar estado, aunque confieso que en ninguna hará tan gruesa ganancía que se iguale a la pérdida de su persona, y tú también quedarás libre para poder disponer de tu vida, porque ahora perdiendo el tiempo en disgustos se pierde dos veces, y tanto que aún no sólo parece que se pierde, sino que no se vive. Al fin ¿porfías que está dentro?

DOÑA ISABEL.— Téngolo por cierto; mis celos le pusieron las espías, las espías me trujeron las nuevas, con las nuevas se turbó el ánimo que ha hecho jueces a los ojos para que voten este pleito con determinación de obedecer lo que ellos sentenciaren; y porque quiero de camino castigar también su incredulidad, para que de hoy más no abogues por la malicia de tu hermano, siendo abono de sus cautelas y escudo de sus traiciones, te truje en mi compañía. Ahora verás que me salen al rostro los errores de mi ignorancia, pues he levantado altares a la ingratitud haciendo sacrificio necio de mi vida a un ídolo vano, a un dios de mentira, y, finalmente, a un hombre idólatra de la torpeza y que ha hecho precio mis lágrimas sus gustos ilícitos, pues porque me deja a mí llorando le suele recebir Marcela riendo.

TORRES.— En verdad, señora, que sería mejor que nos fuésemos a casa, pues ha dado la hora de hacia comer.

DOÑA JULIANA.— ¿Qué hora?

TORRES.— La de las once, porque la de las doce es la ejecutora de las ollas, la que desentapiza los vasares, puebla los bodegos y alegra los gatos; a todo género de gatos digo, porque al volver de los ojos de un repostero alzan un plato vacío,con que muchos días le tienen lleno. Mi parecer es que nos recojamos a los manteles y allí cada uno pague a la natuleza la deuda que le pide, pues es cierto que la debe, y no hay quien sea tan entero que se atreva muchas veces a negalla, porque hay pena de la vida.

DOÑA ISABEL.— Qué cansadas gracias y qué cosa fuera tan bien excusada que no le animárades vos a decir más con habérselas reído; porque a los criados que gracejando delante sus dueños se les solemniza lo bien que dicen mal, es dalles una permisión tácita para ser libres.

DOÑA JULIANA.— ¿También se peca para con vos en la risa? ¡Qué delicada tenéis el alma! ¿Con qué la mantenéis, amiga, que ha venido a tanta delgadez?

DOÑA ISABEL.— Con pesares, que es el manjar que más cuesta y el que más enflaquece; y vos sois testigo de muchos al modo deste que tenemos entre manos; y como el ciclo no me dio la condición tan anchurosa como a vos, que según es de fresca parece toda patios y corredores, ahógome, porque quien profesa el hábito de los disgustos viste estrecho y ciñe muy apretado.

DOÑA JULIANA.— Esta dice bien, y aunque ella piensa que no, mi fatiga no es desigual a la suya, porque sé que mi hermano está dentro y que es fuerza salir en dando las doce, porque teme y respeta la dura condición de mi padre y no se atreve a faltar de la mesa a las horas de la cena y la comida, y si esta celosa le averigua la culpa no padeceremos dificultad menor. ¿Mas qué silla azul es ésta que acompañada de un escudero entra en casa de Marcela? ¡Cielos, o librad mi ánimo destos temores o acábese en este golpe un amor!, que teniendo los pesares en posesión penden los gustos de la esperanza que por lo que se dilatan estos segundos, cuando lleguen han de venir a ser de la misma naturaleza que los primeros.

TORRES.— Ya el reloj de la Compañía ha dado un cuarto para las doce, y advierto que estos cuartos de reloj son una moneda con que ya que no el comer se compra la gana. De mi consejo será acertado que mudemos los pies, y vamos a velle la cara al pan, que aunque todas horas la tiene buena porque al fin, como dicen, es la de Dios, a ésta es más agradable y hermosa.

DOÑA JULIANA.— Bien me ayuda éste con poner fuego a que nos vamos, pero no le vale, porque mi señora doña Isabel se da por agradada y quiere jugar despacio para ver qué cartas le estará a propósito descartar. ¡Qué presto vuelve a salir la silla! Por lo menos, si como breve el despacho es bueno, feliz el negociante. Aunque Marcela a estas horas debe de dar audiencia como los ministros: en pie y respondiendo generalidades.

DOÑA ISABEL.— Lo que más confirma mi sospecha es haber sido tan corta esta visita, porque la señora doña Marcela sacudirá todas las ocupaciones por habérselas a solas con el señor don Pedro, a quien ella con poca vergüenza llama primo, aunque la de él es mayor culpa, pues de mujer de semejante trato se deja llamar deudo y da permisión, y en un lugar tan ancho como la Corte, donde no todos podemos ser conocidos de todos, pone un hombre en duda lo que se pierde con estar dudoso.

DOÑA JULIANA.— ¿Pues quieres tú que don Pedro sea tan poderoso que haga mudar el estilo y corriente a las semejantes, si todas bautizan sus galanes con el nombre de primos? ¿Qué puede él haber perdido en eso ni ella ganado, pues todos ven la luz de la verdad y se alcanza con pocos cursos de filosofía la razón deste misterio? ¡Por mi vida y por la tuya y por aquélla, te conjuro, de quien tú haces más caudal, que arrimes ese gigante de tus celos, pues con esto darás asiento a tu espíritu, paz a tu deseos, y a las personas que somos interesadas en tu provecho sumo contento y gusto! Yo sé que mi hermano tiene puestos los ojos en sus obligaciones, y, reconocido y apremiado de los nobles beneficios con que le tienes preso, porque de buenas obras y limpio trato como el tuyo se labra la cadena que cautiva los hombres de bien, desea pagar a toda satisfacción, excusándose aun a las ocasiones que traten sombra de tu ofensa; y créeme, que aunque es mi hermano en sangre, tú y yo lo somos en amistad, que es más sagrado parentesco, y que en este negocio, si hubiese de ser el juez yo, me podría él recusar por apasionado, pues bien se ve y nadie hay que lo dude que soy más tuya que suya, aunque por este modo vengo a ser más suya, pues él lo es tanto de ti.

TORRES.— Paréceme que me siento en esta piedra mientras vuestras mercedes están en espera de si sale o no la caza; verdad es que estamos a peligro de encontrar con un juez pesquisidor que ha venido ahora del Parnaso, y si nos halla en ocupación semejante seremos comprendidos en su comisión.

DOÑA JULIANA.— ¿Contra quién es la pesquisa?

TORRES Contra los locos; no aquellos que tiran piedras y que su misma furia los denuncia, que ya éstos tienen casas en el reino para ser curados, sino los que con el exterior cuerdo obran inútil y vanamente.

DOÑA JULIANA.— Yo pienso que estamos tan despacio que es dicha hallarse a vuestro lado para entretener en algo el tiempo. Vaya de novela, que yo escucharé atenta; lo que fuere gracioso, celebraré con risa, y lo no tal disimularé con agrado, que no todas las gracias pueden ser iguales, ni aun las desgracias, que en nuestra opinión siempre es la mayor la víctima.

TORRES.— Digo, pues, que los primeros locos a quien él echa la mano son unos que el mundo llama entremetidos, y los estima por cuerdos porque cansando negocian; él, pues, desde el día de la publicación de sus edictos los manifiesta por defectuosos, permitiéndoles que anden libres, aunque vestidos en traje señalado para ser conocidos, privándoles de todo cargo y oficio; solamente les consienten que puedan ser sacristanes y muñidores de cofradías, y declara que en los enanos y dueñas no se tenga este género de condición por vicio, porque en ellos está muy en su lugar y conviene, porque asistiendo en palacio sirvan de martirizar a los señores con lo mismo que ellas piensan que les entretienen. También ordena que se repartan algunos destos por Asturias, Navarra y Vizcaya, porque los naturales destas provincias, viendo destos la confianza y osadía tan sin fundamento, pierdan alguna parte de su cortedad, y los otros aprendan de la moderación destos templanza, aunque de lo uno y lo otro espera poca enmienda, porque donde ha echado tan hondas las raíces naturaleza, inútiles son las diligencias del Arte; y por cuanto la Corte sin éstos quedará muy sorda, manda que por cada entremetido de los que salieren del lugar se aumenten un par de coches, para que con el ruido de sus ruedas suplan en algo el que ellos hacen con sus lenguas.

DOÑA JULIANA.— Es menester advertille que lo mismo que él da por remedio se sigue mayor inconveniente, porque con el aumento de los coches se acrecienta lo mismo que disminuir procura, siendo como ellos son los portadores de muchos a quien esta comodidad los hace entremetidos; de modo que cada coche vale por ocho que dentro lleva, y así el mayor remedio de acabar con aquéllos seria quitar éstos.

TORRES.— Vuestra merced es la primera mujer a quien he oído votar contra los coches, pero es menester que entienda que los verdaderamente entremetidos no guardan para ir a negociar semejantes comodidades, porque los tales, con el sol, con las aguas, a pie y si es menester descalzos, sin conocer ningún reposo, acuden a quitársele a todos los demás; esotros son unos negociantes ilícitos, que con solicitud moderada tratan de su aumento, y tal ha de ser su nombre.

DOÑA JULIANA.— La declaración me contenta; vamos a ver otro género de personas comprendidos en la comisión del parnasista.

TORRES.— Quiere que también sean declarados por locos todos los mercaderes que en cuanto a los plazos de las pagas que les debieren hicieren sin otro resguardo confianza de la palabra de los señores, y que sean comprendidos debajo del mismo título los señores en cuanto a la bondad y precio de las mercaderías se confiaren de la conciencia de los mercaderes, y que en estos dos géneros de personas, siempre que el caso sucediere, se dé por verificado el refrán: «Todos como locos, los unos de los otros».

DOÑA JULIANA.— ¡Bueno! ¿Hasta en el Parnaso se sabe su descrédito? Sin duda que es verdad, pues ha corrido tantas lenguas, y es cosa ésta que ha llegado a tanto extremo, que no la puede haber aumentado la fama por mucho que haya pretendido encarecella.

TORRES.— ¡La duda es, por Dios, muy buena! ¿Ahora llega a noticia de vuestra merced que en el Parnaso y su Corte se murmuran estas cosas y otras muchas que para el mundo son de mayor importancia y de que nosotros tenemos menos conocimiento? Pues salga de ese engaño y advierta que como aquélla es república de varones doctos y sutiles, y principalmente poetas, con el agudo ingenio todo lo conocen y con la mala condición todo lo dicen; sus plumas son piedras que descalabran y puñales que hieren, para cuya cura no es bastante la medicina del mismo Apolo, su padre.

DOÑA JULIANA.— ¿Eso pasa en el Parnaso, señor Torres? Tierra es muy libre; más bien me hallo en ésta, donde las pocas verdades que se dicen se castigan con tanto rigor, es mérito la mentira, y muchas más si viene acompañada de la lisonja. Diga vuestra merced, pues tiene tanta correspondencia: ¿qué gala usan más nueva las damas en aquella Corte? Porque quisiera yo a su imitación hacer una, con que llevara tras mi los ojos desta.

TORRES.— Señora, aquella es una república tan bien gobernada, que, con ser infinito el número de los hombres, no hay en ella más que nueve mujeres, que son las musas; éstas no rompen galas, sino cabezas, con lo que inspiran a los que las invocan, porque las tales son tan hermosas y bien formadas, que no hallaron más galas para vestirse que desnudarse, con que dan ejemplo a los poetas para sufrir con paciencia sus trabajos, pues ellas andan descalzas y desnudas; de aquí nace que las recitantes, en los teatros, muestren con tanto gusto al pueblo las piernas, por imitar a tan ilustres señoras; demás de que en el Parnaso no se admiten sastres y mercaderes, sino es que los tales sastres sean poetas, que entonces entran por poetas y no por sastres, y cortan de vestir a las honras y no a los cuerpos.

DOÑA JULIANA.— Parece que nos hemos divertido del principal intento. Dígame vuestra merced más particularidades del pesquisidor parnasista.

TORRES.— Declara también por hombres menguados de seso a los que siendo muy viejos y ricos se casan, dando por causa el deseo de la sucesión cuando están más inútiles para ella, porque estos tales son de sus mujeres ayos y no maridos, viven siempre acechando sus celos, incapaces de dar gusto y poderosos para quitalle; son como algunos secretarios con título y sin ejercicio, y últimamente, fantasmas de sus mujeres y soñadores de fantasmas. También quiere que sean comprendidas en el mismo número las mujeres gallardas y mozas que se casan con ellos a título de heredallos, porque ellos, por la mayor parte, viven lo que basta para dejallas viejas y con disposición de dar el mismo martirio que han recibido casándose de segundo matrimonio con hombres mozos, de modo que toda su vida pasan en eterna pena, o ya siendo la persona que hace o ya la que padece, y siempre la que padece, porque es tal este género de desdicha que en el hacer se encierra padecer, y no poco.

DOÑA JULIANA.— En esta última declaración me conformo con el juez que hace esta pesquisa, y celebro mucho en el señor Torres el verle, aunque es viejo, tan poco apasionado que no se ha ofendido de semejante decreto.

TORRES.— Vuestra merced me ha llamado viejo sin dar la causa; aunque ni lo ignoro ni lo niego, ni yo podré dejar de haber recebido pesadumbre ni vuestra merced de parecer descortés.

DOÑA JULIANA.— Señor Torres, ¿sabe que he pensado que, pues todos aborrecen que los llamen viejos, que la vejez debe de ser grande mal?

TORRES.— ¡Y cómo si es, señora! ¡Plega a Dios que antes muera vuesaced rabiando que llegue a ella!

DOÑA JULIANA.— ¡Oh alevoso, caduco! ¿Pensáis que no os entiendo que a título de bendición me echáis dos maldiciones? ¡Plega a Dios que ya que en vos es imposible cumplirse la una, porque es fuerza ya el morir viejo, que no os falte el ser rabiando, y no hará, porque vuestra condición no es para menos!

TORRES.— Hagamos paces, que aunque vuestra merced fue el principio, yo quiero ser el fin de la pendencia y parecer más prudente que vengativo, por ser viejo, en las acciones, ya que lo soy en las canas, y no desmentir las unas con las otras; digo, pues...

DOÑA JULIANA.— Diga vuestra merced, señor Torres, muy enhorabuena, que ya yo sabía que vuestra merced, por no dejar de hablar, se había de rendir a cualquier partido.

TORRES.— Item, declara nuestro venerable pesquisidor por incapaces de razón a todos aquellos que, habiéndolos Dios hecho bien criados de persona, son mal criados de gorra, y, deleitándose en ser descorteses, se consuelan a vivir malquistos, y yo quisiera que fueran también en esto comprendidas unas mujercillas que el día que rúan en coche prestado desconocen a quien más las conoce, dándose más a conocer con esto, y aunque no sea prestado, sino propio, le sustentan algunas por tales medios, que aquellas ruedas más las arrastran que las llevan, y ellas, ignorantes, hacen fundamento de su vanidad su deshonor.

DOÑA JULIANA.— Paréceme que si vuestra merced hace adiciones a los decretos del parnasista de tanta importancia como ésta, que le estaría muy bien el tomarle por su asesor o darle título de fiscal de su audiencia, oficio que vuestra merced haría liberalmente, sin más intereses que los que trae consigo el murmurar. Mas ¡ay, qué divertida y triste está nuestra amiga! No en vano sentían mis ojos soledad de luz a la vista de los rayos del sol, si los tuyos, señora, se han dejado vencer de la tristeza; dejado, digo, porque ella, sin tu voluntad, ni pudiera osallo ni conseguillo, ni aun tú lo permitieras, si no fuera por experimentar los filos de su belleza, que en todos tiempos hieren.

DOÑA ISABEL.— ¡Oh hermosas palabras! ¡Oh curioso lenguaje! ¡Buena es la tela que habéis labrado para adornar la mentira! ¡Qué briosa que viene! Pero, aunque vestida en el traje y hábito de persona principal, la he conocido. Señora doña Juliana, no me deis tanto dulce por los oídos cuando yo espero beber por los ojos este veneno; haced menos gasto de razones, y pues he remitido este negocio a las armas y estamos en el palenque, esperemos la sentencia de la fortuna; mas ya vencieron mis sospechas: aquel que viene es Soria, ¿y quién duda que por su amo? Entrémonos en aquel zaguán de enfrente antes que nos conozca, porque estos escrúpulos de mi amor o han de condenarme a mayor infierno de celos o, según fuere el desengaño, ponerme en la gloria de la quietud.

SORIA.— Muy tarde acordaron vuestras mercedes hacer la retirada; vénganse conmigo, que está don Pedro, mi señor, aguardando en casa de mi señora doña Isabel, donde le han dado razón del intento desta jornada, y pide que vayan luego, porque no puede esperar mucho, en razón de no faltar a su padre. ¡Oh, qué enojado que está el pobre caballero, y aun más que contrito de que se sospeche que acude a semejantes visitas! Tanta fue su cólera, que con nadie estuvo a mayor peligro que consigo propio. Culpó a su fortuna, no tanto por los daños presentes cuanto por la dilación del que es término de todos, mas sosegóse diciendo: «No es posible que el dar tanto bien esté en manos de la que hace a todos mal».

DOÑA ISABEL.— No soy tan ciega como os parece. ¡Basta!, que a medio día me queréis dejar a buenas, mejor diré, a malas noches. ¿Pensáis que no se me alcanza tanto como a vosotros del juego? Queréis que mude puesto para que, no estando a la mira, salga don Pedro; vuestra misma industria os hace más sospechosos en mi desconfianza; mas ya ha llegado el tiempo en que mi alma comprobará con los ojos mentiras que vosotros le queréis persuadir por los oídos.

SORIA.— No perdamos el día, que son ya once media, y aunque es verdad que su casa de vuestra merced y la de don Pedro, mi señor, están de aquí tan cerca que no es necesario torcer segunda calle, sé yo que se abrasa de cólera, y tanto que quiero volverme con él porque no eche juicios vanos, aunque ya su diligencia excusa a la mía.¡Oh, cuánto me alegro, porque en sus pasos viene vuestra reprensión y mi alabanza!

DON PEDRO.— En verdad, señoras, que pudieran vuestras mercedes, y no hubieran perdido nada en ello, antes medrado mucho en reputación y crédito, haber excusado el inquietarse e inquietarnos. ¡Oh mujeres, hermoso error de la naturaleza, necesarias para su aumento y por esto forzosas en nuestro apetito! ¡Feliz aquel que, viviendo para sí solo, aun para vosotras muere, porque, errando las más veces en las elecciones, sois tan fáciles a la resolución que, si acaso acertáis lo sustancial de la materia, erráis el modo! Estos pasos dados en mi persecución disfaman vuestro crédito, y aunque la culpa es común, mi queja en particular a mi hermana se convierte, porque en esta liviandad, como menos apasionada, pecó más advertida que ignorante.

DOÑA ISABEL.— Satisfacer a las quejas de un loco es acompañalle en su mismo defecto, porque como es imposible convencer con razón al que della carece, viene a ser porfía y no disputa lo que con él se arma. Este agradecimiento que les das a mis pasos no me coge desprevenida, porque todo lo que en esta parte te aconsejó tu inclinación profeticé yo con mi sospecha. Hácesme culpada, y yo lo confieso, porque intentar componer la disensión de dos amantes altivos y mal satisfechos es por la quietud ajena buscar la desesperación propia; mas yo te aseguro que aunque el desengaño me ha llegado tarde, que yo le abrace con tanto esfuerzo que ni tú te alabes de lo que hasta ahora has ganado, ni yo me queje de lo perdido. Veníos, Soria, y dejémoslos, que los pesares y gustos entre los que bien se quieren para ellos todos son gustos.

DON PEDRO.— Norabuena, sea así, que yo dejaré en su posada a mi señora doña Isabel y luego seré en casa con vuestra merced y templaremos las iras de su pecho, más significadas en los ojos que en las palabras.

SORIA.— Vamos, señora, y serene vuestra merced el semblante, porque encenderse en tanta cólera ni para vuestra merced puede ser saludable ni para nosotros apacible.

DOÑA JULIANA.— Vamos norabuena, y hacedme tanto gusto que me contéis por el camino el fin deste suceso, porque a mí me pareció que don Pedro, mi hermano, estaba dentro de la casa de doña Marcela, porque al tiempo de entrar por la calle jurara, si mis ojos nos me mintieron, que le vi puesto a la ventana y le hice señas para que se retirase; pues siendo esto así ¿por dónde pudo salir sin que le viésemos, no teniendo esta casa más puerta ni ventanas que las que caen a esta calle, y habiendo estado nosotras siempre con los ojos tan clavados en el umbral que se pudiera tropezar en ellas.

SORIA.— A la que vuestra merced propone por difícil pregunta satisfaré con facilísima respuesta: por esa misma puerta de la calle que vuestras mercedes estaban acechando, que a la vigilancia de los más vivos ojos del cuerpo humano engaña la industria de un mediano ingenio.

DOÑA JULIANA.— Pues decidme el cómo, porque mientras no sé el modo es fuerza dudar del hecho.

SORIA.— ¿Sin dádiva o sin promesa della, que aunque de lo uno a lo otro hay tanta distancia, palabras de tales personas como vuestra merced siempre fueron buenas prendas, quiere salir de las congojas de una duda, martirio de entendidos y verdugo de ánimos devotos? Deme vuestra merced en mi pobreza luz con algunos escudos, porque el oro, como hijo de tal padre, alumbra todo lo que alcanza con sus rayos, para que, declarándome yo entonces en lo que vuestra merced pretende, salgamos todos a un mismo tiempo vencedores de las tinieblas.

DOÑA JULIANA.— Mirad que el trecho desde aquí a casa es corto, y el cuento no parece breve, y si le lleváis por esos rodeos tendrá mucho de infinito.

SORIA.— ¡Qué presto desespera y qué tarde que ha conocido mí ánimo tan enemigo de ser tesorero de secretos! Oficio es que mientras más le ejercito más lo yerro; más nací para pregonero que para secretario, porque tengo buena voz y hago mala letra; de los propios míos soy tan comunicable que de allí saco disculpa de lo que hiciere con los ajenos. Yo, señora, me crié desde niño en las Universidades, y viendo que los maestros, en lo que alegaban, siempre decían: «Así lo dijo Fulano», y nunca: «Así lo calló Fulano», desde entonces, con deseo de verme alejado, es más lo que digo que lo que entiendo, de más que cada vez que me acuerdo de que en la mar están los lenguados y en la tierra todos los deslenguados, quiero que en mí se junten entrambas naturalezas y ser un lenguado deslenguado hablando y sintiendo mal de todo, y no traeré la novedad al mundo porque ya en él no anda lo uno sin lo otro.

DOÑA JULIANA.— Advertida quedo, Soria, de la buena gracia que tenéis en revelar secretos, y creedme que yo soy tan amiga de presumir bien de todo, que pienso que lo hacéis porque aun hasta en eso no queréis quedaros con lo que es ajeno.

SORIA.— Vuestra merced acierta en el discurso y yo más, en que vamos al caso, porque me ahoga a mí con más fuerza un secreto en el pecho que a otro una ventosidad en la boca del estómago. Digo, pues, que don Pedro, mi señor, y yo, que estaba detrás de su merced, vimos desde la ventana que vuestra merced dice venir a los enemigos; el pobre caballero, que es más bien entendido para sastre que para filósofo, porque se viste muy bien y discurre muy mal, se halló embarazado de la dificultad, y como los achaques del alma sean más ásperos de encubrir que los del cuerpo, dio luego noticia lo descolorido de su rostro a mis ojos de su pasión; condolíme de su mal, y buscándole remedio me ofreció la fortuna lo que el ingenio dificultaba, porque como al mismo tiempo entrase doña Ángela de visita, íntima y familiar amiga de doña Marcela, en una silla azul, y nosotros, obedientes a las premáticas de la cortesía, bajásemos a recebilla, aun no bien hubo ella sacado su lozano cuerpo de la silla celosa, cuando hice a mi amo que ocupase su lugar, y sentándome yo en sus rodillas di orden a aquellos hombres de alquiler, pagándolos a toda satisfacción, que nos sacasen de casa, llevándonos por la otra acera, hurtando el cuerpo al paso donde vuesa merced y consortes asistían; y apenas hubimos torcido la esquina y reconocido la calle siguiente, cuando, desembarcando, tomamos tierra, y yo vine con aquella novela, que por lo menos, si no fue verdadera, estuvo bien compuesta, pues todo el auditorio me dio entera fe y crédito; llegó luego mi amo, como vuestra merced bien sabe, y dio otro nudo más al engaño, y ese tan ciego que fuera imposible hallarle el principio al ovillo si yo mismo no me hubiera interpretado; así se valen los hombres de ingenio en los peligros. Este es el fin de nuestra historia, y ésta la puerta de casa, habiéndose acabado el cuento y el camino a un mismo tiempo, y tan iguales que parece que debían de ser de una misma estatura.

DOÑA JULIANA.— Admirada me deja vuestro ingenio, y no menos que admirada recelosa, porque, aunque es verdad que alabo el acto por sutil, miraré siempre con ojos de miedo al actor. Verdad es que en esta ocasión la cautela es digna de gloria y alabanza, pues defendió la entrada a muchos pesares que tuvieran su origen en el conocimiento de la verdad.

SORIA.— En todos tiempos soy de vuestra merced particular devoto, aunque mal dije devoto, teniendo vuestra merced tanto miedo a las rejas y al torno, y andando todo el año antojadiza de bodas.

(Éntranse y salen Don Pedro y Doña Isabel.)

DON PEDRO.— Aún no se habían despedido los manteles de la tabla cuando volví por verte, con deseo de que te dejes obligar de mis verdades, porque desmentillas cuando son tan ciertas, más parece querer negarte a mi obligación que afinar tu seguridad.

DOÑA ISABEL.— Créeme que estas inquietudes de mi ánimo han tenido ocasión, porque traen su origen de tus mocedades, que, aunque tú las llamas tiempo pasado, pienso que te pierdes en la cuesta y que nunca fue más presente; si lo haces así y me engañas, al fin del pleito tú pagarás todas las costas, pues tratando con mujeres que se contentan de tan bajo y torpe ejercicio, acá lo padecerá tu salud cuando tú te imagines eterno, y allá, que esto es lo más considerable, aunque de ti lo menos acordado, tendrá tu alma dificultad en el despacho de tu salvación; yo te pagaría a precio de gracias y reconocimientos, que ésta es la moneda más corriente para un ánimo noble, que acabases de mostrarme el desengaño en limpio de una vez. Háblame por el lenguaje común y no por figuras y rodeos, pues con esta diligencia saldremos todos de la cárcel, yo de aquella en que tú me pones con tan inquietas sospechas y tú de la que yo te doy con tan solícitas persecuciones; a todos nos está bien y tú te debes a ti mismo, si tratas de hacer amistad con el descanso y conservar el crédito de hombre de buenos respetos, desembarazarme destas dudas para que a tiempo me retire que me esté menos mal, pues bien, es imposible, porque la curiosidad maliciosa de más de un celoso ha imaginado que nuestra amistad se atreve a lo ilícito y pasa de la permisión que lo honesto concede, de donde se sigue que mi opinión va perdiendo lugar, y tanto, que es fuerza que abra los ojos aprisa, porque si me descuido, cuando despierte me habrá puesto en la calle la mala fama, y esto con tanto ruido que no suene mayor campana en el lugar que la de mi deshonra.

DON PEDRO.— Siempre que escucho tus quejas y veo que son ahora las que fueron, me admiro de que no te canses de cansarte y cansarme y que des lugar a tantas pasiones y enojos. ¿En qué pequé, que tan ofendida y alterada me buscas? ¿Con qué ocasión mides mis pasos y pones tasa en mía pensamientos y discursos? Aquí me tienes tan hecho a tu voluntad y deseoso de acertarte con el gusto, que por agradarte haré rostro a los imposibles más dificultosos. Enmienda tú mi vida y ponla leyes, si en algo la hallas viciosa y torcida, que yo bajaré el cuello a la obediencia. Confieso que fui mozo y que he dado en aquella edad el fruto que todos suelen, pero ya estoy lleno de luz y temo los pasos por donde anduve; sólo procuro servirte y deseo tanto ver bien logrado el fin de nuestros deseos, que busco todos los medios. Mi padre, como viejo avaro y codicioso, aunque está satisfecho de la nobleza de tu sangre y costumbres, como te considera pobre da espaldas al negocio; pero sus años son muchos y sus achaques más, y los unos y los otros, corriendo a un mismo fin, le dan tanta prisa, que será obra sobrenatural si él escapa de las manos deste invierno, y yo te juro por el cielo y por el autor de su belleza que aun no habrá bien él salido de casa en los pies de Antón Martín cuando los tuyos entren a pisar con desprecio lo que sus manos adquirieron con tanta avaricia.

DOÑA ISABEL.— Tus palabras me vencen y tus obras me venden; bien sabes tú que vienes seguro a juicio en abriéndote yo la puerta de los oídos, paso derecho para el alma y por donde sin dificultad la rindes. ¡Qué de oro gastas en las razones y qué desnudas están tus obras de todo aquello que es virtud y buena correspondencia! Pero ¿qué puedo hacer si estoy jugando y he perdido parte de mi caudal? Picada quedo, pero vete ahora, porque espero la visita de mi tía doña Antonia, y vuélvete a la noche porque juguemos otras dos manos.

DON PEDRO.— Dámelas ahora de amistad.

DOÑA ISABEL.— Nunca fui más tuya que ahora, pues el hacer de tu vida y costumbres tan solícita inquisición nace más de buena voluntad que de mala condición. Mas ¡ay!, ¿qué te detienes? Vete, que estamos rodeados de centinelas, y no querría que las espías de tu padre te denunciasen por haberme hecho esta visita.

DON PEDRO.— ¡Con qué de razones te hallas siempre que quieres despedirme!

DOÑA ISABEL.— ¡Temo tantos fiscales y alguaciles! ¡Adiós, adiós! (Vase.)

DON PEDRO.— Amor ciego, aunque más justamente pudiera llamarte importuno, ¿qué me quieres?; por todas partes me rodeas y prendes. En Marcela tengo puestos los ojos no más de en cuanto aquella parte que mira al deleite, pero es tan fuerte ésta que me tira y arrastra de modo que no puedo pasarme a otro reino aunque haga unión de todas mis fuerzas y se arme el espíritu de tan manifiestos desengaños para tan peligrosa batalla. Por otra parte, la razón me despierta, representándome que ha dado ya la hora de recoger y que será bien tomar estado, y para él no hallo sujeto tan conveniente como el de doña Isabel, rico por las virtudes y valiente por la singular belleza; es cadena de libertades su trato honesto, y más de la mía, como quien de más cerca ha participado de los rayos de su luz, pero mi padre, sin considerar los daños que se siguen de no llegar a ejecución este deseo, aconsejado de su codicia, por verla en pobres paños, resiste y defiende el paso, de donde nace dar yo tantos en mi inquietud y perdición. ¡Oh viejo entre todos los mezquinos avarísimo! Suele decirme algunas veces, cuando nos quedamos sobremesa solos después de la cena y la comida: «Hijo, si tú tienes buen juicio y no te cebas en golosinas de hermosuras pobres y discreciones mendigas, yo te casaré de mi mano con cien mil ducados»; y luego, lleno de risa, me arroja los brazos al cuello; pero yo, ofendido del nuevo lenguaje, huyo dellos por ver que no dice yo te casaré con una mujer, de donde infiero que la que los trujere y él me diere no lo será en las partes importantes, como son nobleza en la sangre, virtud en las costumbres, docilidad en la condición, belleza en el rostro y gentileza en el cuerpo, sino solamente en el nombre. Por cierto que pienso, y es sin duda que en este camino voy alumbrado de la verdad, que fuera lo propio casarme con una estatua de oro y piedras preciosas que tuviera el mismo valor. ¡Oh padre injusto! ¡Oh tirano de mi salud y sosiego! ¡Oh cielo, perdonadme el grave pecado que cometo cuando hago a mi deseo cuchillo para quitalle la vida! Bien sabéis vosotros, cómo aquéllos que tenéis tan larga vista que nada os está escondido ni retirado, que esta petición sangrienta con que tantas veces en vuestro tribunal importuno por su muerte, no nace como en otros hijos del ansia de heredallo. ¡Oh mundo loco! En ti está la vergüenza despreciada, pues ya en tu opinión es un rico dote dispensación para suplir todos los defectos que caben en el sujeto de una mujer imperfecta, con ser tantos los de la más perfecta. Quiero poner punto en este discurso, porque si fatigo mucho el entendimiento podrá ser que el juicio se nos vaya de casa, y tan lejos que con eternas lágrimas paguemos su ausencia.

(Éntrase y salen MEDINA y SALAZAR.)

SALAZAR.— Bien pienso que con la parte que os toca cumpliré muy bien a su tiempo, pero no os pese de que os advierta como hombre que tengo diez años de antigüedad de cortesano. Reconozco muchas obligaciones a doña Marcela, y ninguna mayor que haber fiado su remedio de mi diligencia; la confianza que en mí puso es mi mayor espuela; yo velaré de modo sobre el negocio que si se perdiese vaya más por cuenta de su desdicha que de mi descuido.

MEDINA.— Creed con seguridad que puedo acometer mayores ejércitos; no es la primera vez que me visto de verde para ir a caza, otras muchas ocasiones de más rodeo y dificultad he tocado con las manos; el hierro es duro, pero el fuego y el martillo son su azote y le hacen dócil y blando. Bien creo que este Estacio a quien venimos a buscar para el efecto entre nosotros tratado es tafetán doble, y que aquel exterior manso y suave es capa que cubre un alma de pedernal; pero con el golpe que le daremos esta noche arrojará centellas. Llamad, que ésta es la puerta de su casa; pero, por si acaso fuese el hombre como se nos pinta, abridla con el mismo recelo que si lo fuera de algún toril.

SALAZAR.— Ya la tengo lástima del mal tratamiento que la hago. ¿Cómo no responden? Sin duda que aun no se ha recogido, y sospecho que la misma ocasión porque venimos a buscalle le debe de tener fuera, porque él, engreído con estas bodas, desamparando su casa, inquieta las ajenas.

MEDINA.— No será temeridad aunque os afirméis en ello, porque aquel que entra por la calle se le parece mucho, y éste es hombre tan singular que no puede haber otro que se le parezca si no es él mismo.

SALAZAR.— Él es; no hay que dificultar, salgámosle al camino; mas despacio, no le alborotemos, que hombres de semejantes costumbres siempre viven sospechosos.

MEDINA.— ¡Oh, señor Estacio, vuestra merced y los buenos años!

SALAZAR.— Aquí tiene vuestra merced dos servidores amigos.

ESTACIO.— ¡Oh, mis buenos señores! ¿Tanta merced y favor al que es indigno y desmerecedor del bien? ¿Vuestras mercedes se acuerdan de mí? ¡Sus pasos son el primer fruto de mis oraciones, porque al cielo mil veces alabo y a vuestras mercedes bendigo!

MEDINA.— En verdad, señor, que nos debe vuestra merced más que buena voluntad, y tanta como lo verá presto, pues por darle un aviso importante le hemos aguardado más de dos horas largas, recelando de su tardanza algún grave daño en su persona, considerando que no lleva espada, aunque nadie anda más bien armado, que aquel que, como, vuestra merced, a ninguno tiene ofendido.

ESTACIO.— ¡Ay, señores, y cuánto me pesa de la mala obra que les ha hecho mi detención! Perdónenme por amor de Dios, que el haber yo empezado una novena a la Virgen del Buen Suceso, que es una devotísima imagen que está en el Hospital de la Corte, para publicalla se sirva de alumbrarme en un negocio tan dificultoso como es casarse un hombre, es la ocasión de haber vuelto a reconocer mis paredes tan tarde, y en ver a vuestras mercedes en ellas me parece que ya ha empezado a oírme, pues son parte, y no la menos principal, del bien que solicito y pretendo.

SALAZAR.— Señor Estacio, callen ahora los cumplimientos y cortesías y hablen las obras, que este es el debido lenguaje entre los hombres de bien; palabras vanas son entretenimiento del aire; vengamos a lo sustancial y dejemos razones aparentes, llenas de resplandor y sonido, y faltas de peso, como oro o plata falsa.

ESTACIO.— Mucho me duele que vengan vuestras mercedes a agraviarme a mi propia casa, pues me infaman de lisonjero y culpan de engañoso; mis palabras valen todo lo que ofrecen, y así pongo el desengaño en la experiencia.

MEDINA.— Señor mío, vuestra merced no forme agravio de lo que se dice con llaneza, pues nosotros venimos tan lejos de ofendelle cuanto conocerá por las razones que le limpiarán el ánima de esas dudas y aumentarán nuestro crédito.

ESTACIO.— Entrémonos, pues, en casa, si hemos de tratar negocios de consideración y peso. Vengan vuestras mercedes, suplícoselo, y verán mis aposentos, que para la limitación con que se vive en la corte los hallarán alegres y espaciosos, y tan acomodados que hasta en el precio lo son, y es mucho en este lugar poder acomodarse de casa y sin desacomodarse de bolsa.

SALAZAR.— Por Dios, que goza vuestra merced de aquí una vivienda apacible. ¡Buenas pinturas divinas y humanas! ¿Cómo no está aquí retratado vuestra merced?, aunque ya le veo en aquella de San Marcos.

ESTACIO.— Ahora siéntense vuestras mercedes y vamos a lo preciso del negocio. ¿Mas qué sería si viniesen a darme luz en el caso que traigo entre manos, obligados de su naturaleza noble, ya que no de mis servicios? ¿Tráenme algunas buenas nuevas de aquella mi señora?, de aquélla, digo, que a un mismo tiempo saltea corazones y quita capas, y tan discreta, que no estimara lo primero si viniera lo segundo.

SALAZAR.— Antes venimos tan distantes de su imaginación o cuanto vecinos a su provecho, porque aquello que vuestra merced menos ha pensado es lo que más le ha convenido.

ESTACIO.— ¿Cómo, señores? Llevemos el paso más largo en este discurso y démonos prisa, porque deseo llegar a la postrera jornada.

MEDINA.— Vuestra merced no se altere, sosiéguese y procure no dar parte desta nuestra embajada a sus pasiones, porque un hombre puesto ya en querer bien está sin oídos para el desengaño, y si no se hace muchos esfuerzos primero con la prudencia suelen pagarlo su salud y su juicio, que es daño de mayor costa; vamos, pues, al caso.

ESTACIO.— No me diga vuestra merced cosa que me dé pena, porque soy muy ahogado del espíritu y no será mucho quedarme muerto. ¡Jesús, Jesús! ¿más que me desmayo? Allá lo verán, porque tengo un corazón tan lleno de ajes y tan amigo de dijes, que pierdo el sentido de la picadura de una pulga, y no vuelvo en mí hasta que me ponen en su dedo una sortija de diamantes.

MEDINA.— ¡Bueno es eso, por vida mía! ¿Muerto, señor Estacio? ¿Es posible que a semejante razón la consintió paso por su boca y que no la castigó con ahogalla antes que la sacara a luz? Señor, a lo que nosotros venimos es, obligados de nuestras conciencias, y por no faltar al deber de cristianos y hombres de bien, porque, habiendo visto a vuestra merced esta mañana en casa de la señora doña Marcela con intención descubierta y ánimo dispuesto para ser su marido, y después acá informándonos de sus buenas partes y calidad, y que para merecellas la fama y opinión desta señora está muy baja, acordamos avisarle que éste es negocio que no conviene a vuestra merced, y que así, pues se halla tan a tiempo, saque pies, que no le faltará cosa que le esté muy a cuento en este lugar, y no es justo que un hombre principal atropelle los inconvenientes y, cerrando los ojos a la razón, reciba con los brazos abiertos a su apetito.

ESTACIO.— Nunca suelo yo dar tantos oídos a pláticas de mozuelos, que viven de arrastrar las honras de sus amos y amigos. ¡Ah! Pobre señora, y cómo desta vez quedabais afrentada y ofendida si estas nuevas hubieran llegado a otro pecho que no conociera tan bien como yo el estilo y lenguaje de los criados. ¡Qué de casos destos he tocado con las manos! Señores hidalgos, vuestras mercedes se vayan con Dios y sírvanse de no atravesar mis umbrales con semejantes imaginaciones y fábricas, pues conmigo, pobre de mí, cuando menos... Quédese aquí y no perdamos en esto más palabras, porque si me dejo vencer de la cólera nos perderemos, y aunque la ocasión era muy a propósito para disculpa de cualquiera temeridad, quiero dejarle a la razón las manos libres y que este sea su día, mande y ordene, pues no tiene hijo de obediencia tan seguro como yo. Pues cuando eso fuera así ¿no se doliera del honor de su amo, que era tan honrado caballero, de quien creo que es tan bueno que no les habrá hecho tan grave ofensa que les obligue a tomar tan áspera venganza?

SALAZAR.— Basta, que está sin remedio conocidamente mortal. Señor Estacio, oye que le digo, míreme y abra los ojos. ¡Pobre de mí, ya perdió en las mejillas los colores, en los brazos y sienes los pulsos! Grande lástima le tendría si aquí se nos muriese, y no tanto por su muerte como por el modo de ella, que la de semejante sujeto había de ser más pública, como si dijésemos en día festivo en plaza curiosa y en la presencia de innumerable plebe.

MEDINA.— Con la mucha fuerza que hizo con la cólera, como no pudo ejecutar la venganza, se desmayó. ¡Extraño y poderoso imperio de la voluntad!

SALAZAR.— Tal no creo, ni Dios me lo deje entender así por su infinita misericordia, sino que éste es profundo en malicia y tiene muy hondo el engaño. Todo lo que ves es ficción y carantoña para el vulgacho, como comedia a lo divino, que van todos a ver a la nube, aunque lo escrito no tenga más misterio que, casando los consonantes, descasar las razones. Espera, que ya vuelve del sueño. ¡Oh ladronazo, y qué habilidad tan digna de emplearse en el banco de una galera! Aunque no lo merece hombre tan inclinado al trabajo, que aun del ser marido hace oficio y gana de comer con él.

ESTACIO.— ¿Aun no me han desocupado la casa? ¡Muerto soy!

MEDINA.— Segunda vez le ha preso el desmayo; vámonos, Salazar, por Dios, y no esperemos todo el mal que nos puede venir. Este hombre de su caudal tiene poco juicio, y como sobre la falta de su naturaleza ha cargado la fuerza del amor, que aun a los más sabios anega, está en estado que vendremos a haber sido nosotros autores y testigos de su muerte, y los pasos que al venir dimos con risa a la vuelta serán con llanto, y yo más quiero entretenerme con él vivo y gracioso que llorarle muerto y mal logrado.

SALAZAR.— ¡Vete, vete de ahí, mezquino y miserable, y entre todos los hombres el más inhábil y bajo de entendimiento! ¿Tú eras el que te corrías de que te advirtiese, y, enojado de los avisos y prevenciones de mi industria, burlabas? ¿Pues cómo tan presto te has dejado llevar de la caja y te vas tras la bandera del enemigo? ¡Mal conoces a la zorra que sabe hacerse muerta! Este amigo es, a lo que a mí me parece, un hombre que al olor del grueso dote de doña Marcela se casa, y por esto dispensa en sus manchas pasadas, que no vencido y aconsejado de la pasión que tú dices; y aunque es verdad que muchas veces acontece que los hombres que vuelven tan poco por su decoro que cierran los ojos para lo pasado, corren con la misma ley en lo presente. Hase visto ya en alguno lo contrario, y no es esto lo que le asienta bien a nuestra madama; por esta causa hemos menester descubrir tierra, demás de que ella querría no solamente hallar marido apacible y de verdadero sufrimiento, sino de dos modos que hay desta gente el que fuese por el camino más acomodado y conforme.

MEDINA.— Tú harás de suerte que yo también malogre mi juicio y le vea morir en su tierna edad. ¿Qué dices, demonio? Dame a entender esa diferencia. ¿Dos modos hay de maridos conversables? Cosas te oigo arrojar por esa boca que hasta ahora fui dellas ignorante; o yo no he venido hasta ahora al mundo o soy de aquellos que, tratándole más, le conocen menos, que es lo mismo que no haber venido a él.

SALAZAR.— Pues oye atento y no me pierdas, que se nos ha venido a las manos un punto muy agradable, y es así: dos modos hay de maridos corteses y blandos, unos que de socarrones y demasiadamente letrados en toda bellaquería dan lugar y abren paso, como si no le hicieran, a las liviandades y deshonestas licencias que se toman sus mujeres; estos tales son muy costosos, porque quieren a cuenta de su paciencia y en premio de su cortedad de vista comer el mejor bocado de la plaza, vestir la mejor seda, pasearse en el coche y en el caballo del que les hace la copla, traer de ordinario doscientos escudos sobrados, ya para darlos a otra señora dotada de tantas virtudes como su esposa o ya para tentar su fortuna con el naipe y ver si este juego les dice también como el otro, y el día que esto falta, no todo, sino una pequeña parte dello, granizan sobre el rostro de su mujer, y suelen, sin tener necesidad que la obligue a ello, hacerse sacamuelas y desarmalla las encías; este perverso género de compañeros de cama y mesa aborrece nuestra Marcela. Hay otros que naturalmente son tan inocentes y corderos que todo cuanto ven su casa juzgan piadosamente, pero éstos son tan raros que en cada edad no se hallan dos hombres; así le quiere, y no se engaña, la buena señora, porque varones desta condición son como niños que se han criado con madrastra, que, como poco enseñados a la merienda y al almuerzo, la vez que les hace esta buena obra toman por regalo y reciben con rostro alegre un pedazo de pan, aunque sea seco y duro. Conforme a esto, hay mucha necesidad de abrir los ojos y que no se pase pelota sin jugalla, porque si este Estacio no fuese del modo que tú imaginas, sino el que yo sospecho, sería afrentar a nuestra industria si le metiésemos en casa, donde apenas le hubiésemos dado las llaves de las puertas cuando nos quebrase con ellas los ojos.

ESTACIO.— Señores, ¿qué hacen aquí? ¡Váyanse y no me desconsuelen más!

SALAZAR.— ¿Qué llama vuestra merced o que entiende por desconsuelo? No pensara que hubiera hombre en el mundo que tan ásperamente recibiera al desengaño. ¡Oh, grande es tu malicia, pues los pasos tan bien intencionados juzga por sospechosos, y no es menor nuestro arrepentimiento, pues hace tan mal empleo de joya tan rica!

ESTACIO.— ¡Por su vida, que me desocupen la casa, y adviertan que me aprietan tanto el alma con su conversación que está muy cerca de ahogarse! Créanme que no los creo, y que si presumiera que podía ser el león como le pintan, que soy tan hombre de bien que me arrimara a su parecer, pero en el golpe he conocido la mano y en la flecha la aljaba de donde nació.

SALAZAR.— Aunque pudiera responder con las manos a semejantes palabras, porque a razones libres no se ha de satisfacer con otras, quiero entretener a la cólera y, reprendiendo a los oídos, decirles que no lo oyeron, para que la verdad no quede dudosa en daño de nuestra autoridad y de su provecho. Vuestra merced se venga con nosotros, pues va seguro, porque espero que, haciendo a sus ojos jueces deste desengaño, me pedirá perdón del agravio, y al mismo tiempo, agradecido, con palabras confesará la deuda en que está a mis pasos, aunque yo de ellos no quiero más premio que su enmienda, por no malograr el fruto de tan buena obra.

ESTACIO.— Bastantes señales da de ignorante el que todo lo que oye reverencia por verdadero, y no las muestra menores el que, fingiendo la contraria, cuanto le refieren condena por falso y engañoso. Al fin me habéis convencido, señor Salazar; vámonos donde vos quisiereis, y reconoceremos de qué calidad son esas sospechas y recelos que tanto os embarazan, porque como hay palabras en el mundo equívocas y que hacen cara a dos sentidos, se hallan también muchas cosas que pasan por el mismo rigor; por esto es justo, y aun más, necesario, que el juez tenga el juicio no apestado y aun la voluntad, porque si ella no está sana es fácil pegarle como a vecino la enfermedad al entendimiento. Vámonos por las Descalzas y bajaremos por San Ginés, porque quiero que de paso se lo encomendemos a aquellas ánimas benditas del purgatorio cuyos huesos reposan en aquel sagrado cementerio, devoción antigua que heredé de mis padres y abuelos.

MEDINA.— ¡Basta! ¿Que tiene vuestra merced por sus abogadas y patronas las ánimas de los ahorcados? Mas ¡ay! ya lo entiendo: como vuestra merced es amigo de la paciencia, es devoto de aquellos que aun la tuvieron padeciendo por justicia, y más en plaza pública, como vuestra merced puede temer, aunque es mucha la diferencia, porque aquéllos mueren con música de campanillas y a vuestra merced se le espera de chirimías, siendo lo uno tristeza y escarmiento y lo otro regocijo público.

ESTACIO.— Sí, señor, y porque es opinión piadosa y de muchos recibida que pocas veces yerran el camino de la salud eterna.

SALAZAR.— Oíd, Medina, al oído.

MEDINA.— ¿Qué es lo que queréis? Decid.

SALAZAR.— Despertad, por Dios, porque en este último lance está nuestro juego. ¡Oh, qué buena treta, si no es que, como temo, me la entiende este socarrón y me hace la contraria, que entonces perderé doblado!

MEDINA.— No sé qué responderos en ese particular; mucho os pudiera decir, pero temo que toquéis luego a rebato y me carguéis de más oprobios que un alguacil a una regatona de la plaza; mas ¿qué importa, si digo lo que siento y con eso descanso? Este hombre, en mi opinión, es malo para real y bueno para vino, porque es muy sencillo y puro. Echalde la mano y aun unas tenazas, pues tan conforme persona a lo que busca no se hallará otra en el mundo, porque aunque le oís gastar buen lenguaje y mejores razones, no se contradicen agudo ingenio y corazón manso. Creedme y conoced que tantos casos tiene echados a perder la cortedad como la temeridad, porque la fortuna es padrino de atrevidos y verdugo de cobardes. ¡Oh, qué tal es el Estacio! ¡Qué marido tan holgado y poco apretante llevará a la dichosa que le mereciere! ¡Podrásele calzar por chapín; si ella oye mi consejo, no dejará enfriar las bodas, porque si empiezan a conocelle en el lugar éstas que teniendo título de doncellas tiran los gajes de rameras, habrá muchas que le codicien, y tanto que las que no llevaren la joya procurarán hacer traslados y copias de su condición para que sus esposos imiten. Pienso que si ponen compañía él y Marcela, que en pocos años rodará por su casa la copia, y que será la suya la tienda de más caudal y de cuantas hubiere en la Corte de todos los mercaderes deste trato.

SALAZAR.— ¿De qué sirve fatigarnos con necias disputas, si ya esto consiste, no en prueba de razones, sino con el hecho? Y vamos ahora donde con el toque veremos si este metal es oro, y de cuántos quilates.

MEDINA.— Ya estamos en el puesto, que ésta es la casa y puerta de Marcela, de donde o vuestra merced ha de volver desengañado o nosotros arrepentidos, con que ya es fuerza que estos pasos para una de las dos partes sean provechosos.

SALAZAR.— Señor Estacio, entrémonos en este zaguán de en frente, y verá vuestra merced, con ser ya más de las diez de la noche, la prisa que se dan a salir y entrar, que la puerta desta casa parece en dos cosas de cárcel, que son: en abrirse a todos tiempos y en que ninguno halla la salida sin que pague primero la entrada.

ESTACIO.— Muy bien me parece; veremos el modo y forma y después juzgaremos, que es tanto esta diligencia que ahora se hace como si oyéramos el descargo de la otra parte, para que si acaso la condenáremos no se agravie. ¡Válame Dios, y con qué ruido y prisa viene este coche! ¡Grande virtud será la desta casa si en medio deste furor se detuviere en ella!

SALAZAR.— Pues yo perderé cuatro doblado si no parare a los umbrales desta bendita criatura. Héle que llega, ciertos son los toros; ya llaman a la puerta ¿Oye vuestra merced el lenguaje y estilo con que lo hacen? «¡Abre, Marcelilla, abre presto!», y aun la dijeron el nombre que las criaturas suelen a sus madres cuando las enojan; mire y tenga cuenta con los que desembarcan. No entró más preñado de hombres el Paladión en Troya, y a fe que éstos no vienen menos armados.

ESTACIO.— ¡Ah, señor Salazar, muy bien, muy bien! Vámonos poco a poco y veremos quién lleva el gato al agua. Pregunto, y responda derechamente: ¿es vuestra merced nacido y criado en la Corte?

SALAZAR.— No, señor; pero tengo muchos años de cortesano.

ESTACIO.— ¿Sabe vuestra merced cuánto va a decir ser nacido y criado en la Corte o tener muchos años de cortesano? Sin duda lo ignora; pues advierta: bien habrá visto la ventaja que de ordinario hace el fruto del árbol que es natural en una provincia al que fue transplantado y, dejando su originario asiento, vino a ser sembrado en tierra extraña y desconocida...

SALAZAR.— Mucha, señor.

ESTACIO.— Pues esa confesión que vuestra merced me hace me sirve a mí de respuesta: vuestra merced es transplantado y no natural, y a fe que se luce, pues sabe tan poco de burlas y a las galanterías y donaires cortesanos los escribe con título de pesadumbres. ¡Por mi vida, que es muy bueno que lleguen unos caballeros mozos y de buen gusto a las puertas de una señora principal y bizarra, y que quiera vuestra merced que llamen con la compostura que pudiera un religioso que pide pan para su convento! ¡Oh, señor, y cómo verdaderamente es eso no bailar a compás por no entender el son! ¡Pobre de mí y qué presto que echara a perder el mundo si estuviera en sus manos el gobierno dél! ¡Calle, calle y no sea loco y entienda que la corriente no va por el camino que en otro tiempo solía! Ya todos viven con llaneza y sinceridad, y tan lejos de dar pesadumbre a su prójimo, que por el mismo caso que saben que vuestra merced tiene alguna imperfección rodean mil leguas por no encontrar con ellas, y antes que pronuncialla con la lengua se la cortan con los dientes, porque el camino nuevo que han hallado de burlarse los principales y nobles es jugar con aquello de que más lejos están; verbi gratia: como decir un amigo a otro que tiene bien probada su intención, tanto que trae un hábito en los pechos y todos sus mayores se adornaron de la misma insignia: «¿Cómo está el hebreo?» Así, pues, estos caballeros que llamaron a mi señora doña Marcela aquel nombre por quien se han desnudado infinitas espadas y rompídose tantas cabezas en el mundo, es tanto como decirle la contraria. ¿Sabe vuestra merced, señor Salazar, ¡pobre de mí y desdichado!, lo que yo hubiera sentido más que el golpe de un rayo? Esto sí que me lastimara el alma, y lléveselo aprendido para de aquí adelante: si estos hidalgos cuando llegaron a la puerta dijeran: «¡Abra vuce, sora honrada!» Abra la honrada, digo, porque significaban estas palabras lo propio y mucho más que si la llamaran mujer infame. Por eso, señor, vuestra merced despabile los ojos y advierta que ya todo el mundo habla jerigonza, y que las palabras no valen ya ni suenan por la significación, sino que les presta el sentido la acción y semblante con que se explican. Vámonos a recoger y no se trate más desta plática, antes estimaré infinito que vuestras mercedes hagan el oficio que espero para que yo llegue a aquella deseada gloria,

que solícito procuro y perder infeliz temo.

MEDINA.— ¡Por Dios, qué se va más ciego que vino, y que yo quedo más loco que ninguno de cuantos comen ración en la casa de los orates! ¿Vistes, por vuestra vida, tan extraño modo de entender las cosas? ¡Basta, que después que la filosofía se ha hecho casera y anda en romance, todos se atreven a discurrir por argumentos, subtilizando las materias y sacando nuevas doctrinas, con que no hay cosa que no esté puesta en opiniones, hasta la negra honra, y así cada uno se sigue la que está más bien a su condición haragana y poltrona! ¡Oh, tiempos miserables, en quien tiene tantas fuerzas la malicia que más fácilmente se defiende una paradoja que una verdad! Y esto es ya de suerte que se nos esconde y ausenta y no sabemos adónde la podremos hallar ni descubrir. No sé qué me diga, señor Salazar, deste Estacio; dudoso estoy más que nunca, pero por cierto que si él lo siente como lo dice, que le castiga la fortuna con un grave y nuevo género de infelicidad.

SALAZAR.— Para conmigo ha confirmado todas las sospechas que fueron dudosas y ya son verdades llanas y llenas de certidumbre y seguridad; este hombre fue engendrado de naturaleza muy enferma, sus razones le acusan con lo mismo que parece que le abonan, la diligencia está bien hecha y nuestros pasos, aunque sean infelices, no se podrán llamar inútiles. ¡Oh cortedad de humanos ingenios, pues ninguno es tan largo de vista que enteramente alcance a descubrir lo que está escrito en el corazón del que más trata y comunica!

MEDINA.— Mientras viene nuestro dueño, que le hemos de esperar en este propio lugar, estimaré mucho que me refiráis algunos de aquellos breves y sutiles epigramas, tan agradables por breves como por sutiles y más sutiles mientras más breves.

SALAZAR.— Obedezco luego, por no vender a precio de ruegos lo que aun con menos estimación se paga. Dicen así:

A otorgar un escribano Celio una escritura entró en mi casa, y le mordió un perrillo de Silvano.

Defendióle con razones, y entre ellas las de más juicio fue decir que hizo su oficio, que es morder a los ladrones.

Hoy vi de la cofradía de los sastres el pendón con no poca admiración de ver que más no tenía.

Y así, con muchas razones, Claudio, pregunté importuno: «Teniendo tantos pendones, ¿cómo no lleva más que uno? Lope, en la cárcel dormía una noche, y desperté porque un gran ratón hallé que mis zapatos roía.

Hice mil admiraciones contemplando mis zapatos, de que donde hay tantos gatos haya tan grandes ratones.

Dices que aquel viejo honrado, que bien cien años tenía, expiró este propio día satisfecho y consolado.

Al fin se rindió a expirar; siempre lo quise decir, don Juan, que tanto vivir en eso había de parar.

Aun con el luto y tristeza, Antonia, tus ojos son la última perfección que formó naturaleza.

Todos les pagan despojos como rendidos amantes; diez médicos principiantes no matan lo que tus ojos.

Cuando tú quieres mostrarte, Fili, con extremo hermosa, ¡oh beldad dificultosa!, luego tratas de sangrarte.

Aumentas tus perfecciones, mas ¡qué beldad tan molesta si onzas de sangre te cuesta el aceite que te pones!