Se sabe que el dictador ecuatoriano Gabriel García Moreno jamás incurrió en el desliz de una sonrisa. Mucho menos en el escandaloso impudor de una carcajada. Como Adolfo Hitler. Como el bondadoso Heinrich Himmler. Como el Ayatollah Khomeini. Como el general Augusto Pinochet. De Asurnasirpal, el Asirio, se tiene noticia de que sólo reía cuando, después de rendir una ciudad enemiga, crucificaba, asaba a la parrilla, escaldaba en calderos de agua hirviente o empalaba sobre agudísimos supositorios a los vencidos. Las únicas risas de Calígula estallaron cuando sus pretorianos degollaban esclavos mientras él cenaba. Y las dos únicas de Nerón ocurrieron cuando mató a coces a su esposa Popea y cuando los obedientes sicarios le informaron que ya habían cumplido sus órdenes de vaciarle el vientre a su madrecita Agripina.

Gabriel García Moreno nació en Guayaquil en 1821, del matrimonio del chapetón indiano Gabriel García Gómez y la linda criolla Merceditas Moreno. Al día siguiente de la batalla de Pichincha, el ibérico se puso furibundo y le propinó a Merceditas una tollina feroz a nombre de S. M. Fernando VII. A esta sazón, Gabrielito tenía un año de edad. Sus primeros recuerdos de niñez fueron las bofetadas y pontocones que recibió Merceditas del desalmado chapetón cuando les llegó la noticia de Junín y los zurriagazos que le cayeron encima cuando llegó la de Ayacucho. Culminó entonces la independencia, cesaron las palizas y Merceditas se salvó de convertirse en una mártir más de la causa americana.

Por supuesto, el nené Gabriel no tuvo infancia. Mientras los otros párvulos jugaban, él repartía su tiempo entre rezar a hurtadillas y estrangular pajaritos con la mayor lentitud posible a fin de disfrutar de los estertores de la agonía. A veces, para variar, metía algún gato vagabundo en un zurrón y lo estrellaba contra las paredes hasta que verificaba que la séptima vida del felino se había extinguido en el fragor de la golpiza.

Cuando Gabrielito apenas llegaba a los quince años, el patrimonio familiar entró en barrena. Pero por suerte no fue difícil conseguirle una beca en cierto afamado colegio religioso de Quito. El jovenzuelo era un estudiante intachable. Siempre el primero del grupo. Lo que en otros tiempos bogotanos llamábamos el chupa de la clase. Fue así como el siniestro adolescente remontó la cordillera para llegar por primera vez en su vida a los luminosos y azules contornos del Pichincha. La beca le daba estudios gratis pero no medios de vida. Sin embargo, el ceñudo mozalbete llevaba buenas recomendaciones y en seguida fue nombrado bedel, cargo que ejerció con un celo encarnizado. En pocos días, su vocación de delator se hizo temible. Tenía los mil ojos insomnes de Argos y ninguna trastada de los estudiantes escapó nunca a su fiera vigilancia. Gracias a sus oportunas informaciones, muchos compañeros fueron zurrados públicamente por el prefecto de disciplina para escarmiento de la comunidad. Cierto día, un estudiante le enrostró las vilezas que a diario cometía en el ejercicio de su ruin ministerio. Gabriel no respondió palabra. Asió al insolente por los cabellos, lo arrastró por la crujía hasta la zona de los excusados, y allí le hundió la cabeza hasta casi asfixiarlo en un retrete cuyo cupo normal ya había sido rebasado por los estudiantes.

Por supuesto, el mozo sin mocedad, el joven de alma seca, pureza litúrgica y mirada de ofidio, gozaba de prestigio —un negro prestigio— en su claustro, pero le estaba vedado el acceso a la esquiva y arrogante aristocracia quiteña. Muy pronto llegó a Caballero de la Inmaculada, Terciario de algunas órdenes, Cruzado de la Juventud Antoniana, Custodio de San Críspulo Pascual y Siervo de la Adoración Perpetua. Por entonces, Gabrielito rozaba la aristocracia pero no la penetraba. Era, como dice Benjamín Carrión un tolerado pero no un admitido. Y, como si esto fuera poco, sus ímpetus de arribista se topaban con el obstáculo ingente de su nula simpatía, de su talante aspérrimo, de la sensación inequívoca de estar chupando cien limones, que suscitaba su presencia.

En estas circunstancias, el joven García Moreno discurrió un arbitrio estupendo para llegar a las encumbradas alturas del poder, a pesar de la vanidosa cúpula social quiteña: hacerse clérigo. No tardó, pues, en recibir las órdenes menores con rango de Lector, Exorcista y Acólito Arzobispal. Simultáneamente, un veterano rapista le trazó en el occipital con su navaja la circunferencia de una tonsura impecable. Gabrielito llegaba apenas a los 17 años de edad.

Pero aún así, el ascenso seguía encontrando dificultades. El muchacho era de un carácter insufrible. Su voz, estridente y cacofónica, prefiguraba las sirenas de nuestros modernos buses intermunicipales. Era cenceño, casi hasta extremos de hetiquez. Se decía que desde temprana edad había adquirido la tisis. Y no hay que olvidarlo: no todos los flacos son malvados pero todos los malvados son flacos. Y lo único que tenía de gordo el pobre Gabriel era la forma en que les caía a los demás. Midió fuerzas. Calculó el tiempo que tardaría dentro del estado eclesiástico para alcanzar la lejana cumbre de la mitra, el báculo y los pomposos ornamentos episcopales, y tomó una decisión radical: dejarse crecer el cabello en la zona tonsurada y tomar la ruta laica para seguir trepando. Y en poco tiempo la encontró. Ya era abogado y tenía buenos contactos con los políticos. Además, veía las cosas con realismo. Era claro que cualquiera de las bellas de la nobleza quiteña se habría mofado de los requiebros de aquel lóbrego vejete prematuro. Pero, por suerte para él, no todas las aristócratas eran hermosas. También las había feas, e inclusive auténticos espantajos. Fue así como el ojo aquilino de Gabriel localizó la candidata ideal. La elegida fue doña Rosa Ascasubi y Matheu, veintitantos años mayor que él, fea con avaricia, y de contera aquejada por innumerables dolamas entre las cuales sobresalían unas bubas purulentas que la cubrían de pies a cabeza y que se manifestaban de manera especialmente repulsiva en la cara. Algunos decían que Rosita padecía el bíblico mal de Lázaro, otros se inclinaban por la peste gálica y los más benignos hablaban de un eczema incurable y maligno. Además, por ser desde niña una almorranienta pertinaz, siempre se sentaba apoyándose en una sola de sus magras posaderas. En todo caso, el impertérrito Gabriel no vaciló. Por cada pústula, Rosita ofrecía una hacienda tupida de cacao y semovientes. Bien valía la pena el sacrificio. En consecuencia, el valeroso aprendiz de dictador, en ceremonia oficiada por un eminente prelado quiteño, dañó la dormida para arreglar la comida, como dicen bellamente nuestros antioqueños. Él tenía 24 años y ella se acercaba con ímpetu a los 50. El día de la boda, la novia hubo de recurrir a gruesos pegotes y emplastos de ungüentos blancos para disimular llagas y apostemas.

García Moreno, una vez asegurado el entronque con la alta sociedad quiteña, trató de permanecer lejos de su nauseabunda señora el mayor tiempo que pudo. Unas veces debido a sus giras políticas y otras por estar confinado o desterrado en pena de sus prevaricatos y fechorías. Sin embargo, tuvo tiempo y redaños para empreñarla. En seguida, no tardó en aflorar su bárbaro machismo en la forma de un terror ciertamente morboso a que su primer vástago fuera una hembra, hasta el extremo de escribir varias veces a la desventurada Rosita que si nacía una niña era preferible que el Señor se la llevara. A algunos amigos les confesó que a menudo despertaba en la alta noche bañado en sudor frío y tiritando de pavor, a causa de una pesadilla reiterativa en la que veía a Rosita dando a luz un pequeño endriago femenino con la misma cara de su madre y con una espantable barba de cerdas que le brotaba en medio de los abscesos. A todas estas, don Gabriel no podía salir a las calles de la ciudad donde estuviera sin toparse con los pasquines infamantes:

No te cases con vieja

por la moneda.

La moneda se acaba;

la vieja queda.

Y Rosita dio a luz. Y para exasperación de Gabriel, fue una bebita. Entelerida, raquítica y macilenta, pero, sin duda alguna, hembra. El padre esperó furioso pero confiado. Se puso al acecho de la oportunidad propicia que aguardaba para solucionar su problema. Durante unas pocas semanas soportó con paciencia intachable la presencia de la longaniza viviente que había engendrado. Los pechos desjugados de Rosita sólo daban un líquido chirle, blancuzco y escaso, pariente muy lejano de la leche. La pequeña iguana languidecía por momentos, hasta que los marchitos zurrones de Rosita rindieron su última gota. Entonces acudió el padre providente y amoroso con la salvación: leche fresca de burra. Antes de administrarle el primer biberón, Gabriel tuvo la precaución de llamar a un presbítero amigo para que la bautizara. Después de recibir el agua lustral en su mollera deforme, la niña-súcubo engulló el tetero con avidez. Después de un fragoroso eructo, murió. Los panegiristas de García Moreno dicen que la niña falleció abatida por las taras heredadas de la madre. Otros, más objetivos y mejor informados, afirman que el bondadoso padre, fiel a su creencia, expresada en una carta a Rosita de que las mujeres están mejor en el cielo porque en esta vida sufren mucho, mezcló la leche asnal con un veneno implacable y despachó así a la criatura recién bautizada a la diestra de su Creador. Acto seguido, Gabriel hizo acopio de valor y fecundó por segunda vez al mamarracho cubriéndole la cabeza con una capucha larga, aferrado a la esperanza de procrear un varón, el cual se logró a los siete meses, pero algo más sano que su hermanita.

Los dos viajes que hizo a Europa el taciturno Gabriel fueron mucho mejor aprovechados por los baúles que por él. Entre los pocos testimonios que se conocen de tales viajes, hay una carta en que dice que en París casi no salió a la calle por quedarse encerrado en el hotel leyendo una monumental historia de la Iglesia y que en Hamburgo pasó por el dolor de no confesarse porque el sacerdote con quien intentó hacerlo no entendía español.

Gabriel García Moreno llegó al poder en 1859, a la temprana edad de 38 años. No bien posesionado, dio para la historia la prueba más contundente de su fervoroso patriotismo: se entregó a la tarea de escribir al encargado de negocios de Francia una serie de cartas mendicantes, genuinas obras maestras de la abyección, en las que le imploraba que intercediera ante S. M. Napoleón III (El Pequeño), para que se dignara, en su infinita magnanimidad, aceptar al Ecuador como colonia o protectorado de esa gran nación, eso sí, dejándolo a él con el cargo de visorrey o procónsul. Pero lo malo para don Gabriel fue que, por esa época, Napoleón, el enano, estaba engolosinado con su desdichada aventura mexicana y miraba al extenso país azteca como una diadema mucho más apetitosa para su corona que el estrecho Ecuador. En consecuencia, ni siquiera consideró las propuestas vergonzantes de García Moreno. Monsieur Trinité dejó la legación y lo reemplazó un señor Fabré, al cual el dictador siguió importunando con sus deprecaciones ominosas, de las cuales el plenipotenciario daba traslado a París, hasta que el Emperador, ya fatigado, le pidió a su representante que no le siguiera quitando tiempo con las súplicas de ese mentecato. Pocos años más tarde, en su espléndido castillo de Chapultepec, o bien horas antes de su ejecución en el Cerro de la Campana de Querétaro, el pobre Maximiliano de Austria no pudo imaginar que parte de su disparatado destino había sido el de salvar, de la manera más involuntaria, la independencia del Ecuador.

Los pajaritos que el nené Gabriel estrangulaba en cámara lenta en el patio de su casa guayaquileña, fueron sustituidos, al llegar el adulto Gabriel al poder, por sus enemigos políticos. Para él, lo más importante no era liquidarlos. Lo esencial era hacerlo de la manera más cruel que le fuera posible. Primero que todo, y aplicando sus notables conocimientos de física y mecánica, diseñó una barra de la cual pendían resortes, a cuyos extremos inferiores eran ligados los reos de las extremidades superiores o inferiores, según la categoría del delito, y dejados en esa posición, hasta que naturalmente expiraban. El general Fernando Ayarza, meritorio y ya provecto veterano de la independencia, inició un conato de sublevación contra el déspota. Fue vapuleado hasta la muerte, y el mismo don Gabriel exigió el privilegio de aplicarle los últimos latigazos cuando ya no era más que un pingajo sanguinolento y acezante. Igualmente, a numerosos ciudadanos ilustres civiles, eclesiásticos disidentes del nuevo papado laico y militares dignos y altivos, los hizo fusilar o morir lentamente en la barra de su invención. Hasta tal punto llegó el paroxismo de terror colectivo que suscitó su permanente actitud «fusilánime», que un día llegó de la manera más cordial y amistosa a visitar a una distinguida familia quiteña. Estando en la sala, apareció una niñita de siete años bañada en lágrimas que le gritaba: ¡Por favor, señor presidente, no vaya a fusilar a mi papito! García Moreno, sonriendo por primera y única vez en su vida con una sonrisa infrahumana de chacal, acarició a la niña en la cabeza y la tranquilizó diciéndole que el motivo de su visita no era exactamente fusilar a su papá.

Entre las aberraciones más truculentas de García Moreno se destacaba una. Siempre que moría una de sus víctimas ante el pelotón o en la barra de los resortes, sus sicarios tenían orden de llamarlo a la hora que fuera. El gran placer del Presidente era acudir al lugar del suplicio con una bayoneta en la mano y punzar al occiso hasta asegurarse de que estaba bien muerto. Entre esas víctimas se contó una vez un niño de once años, hijo de un alto oficial que había conspirado contra el sátrapa. El infante fue obligado a presenciar la ejecución de su padre. A continuación se le fusiló y luego recibió los pinchazos rituales de don Gabriel.

Finalmente, llegó el tiempo en que los abscesos de doña Rosita se multiplicaron, sobrevinieron otros males, y la enferma se hizo intolerable en la mansión presidencial por la diversidad e intensidad de los hedores que despedía y por sus incesantes aullidos de dolor. El médico le prescribió láudano en dosis moderadas para aliviarla. Una noche, Su Excelencia, concibió la idea redentora. Tapándose las narices, entró en la recámara de su pestilente esposa y le hizo beber el frasco entero. La Primera Dama partió al punto a hacerle compañía a su hija mayor en el cielo. A la mañana siguiente regresó el médico y sentenció: Con el contenido de esa botella se habrían podido matar sin dificultad cinco yeguas.

Una mañana, el viudo inconsolable fue a depositar un ramo de flores de muerto, símbolo de su honda tribulación, en la sepultura de doña Rosita. Y estuvo a punto de caer fulminado por un berrinche de ira cuando, al colocar la ofrenda leyó, en letras gruesas y toscas de barniz negro, estas palabras ignominiosas escritas en la marmórea lápida: Hedía peor en vida.

Don Gabriel García Moreno era un sátiro insaciable, pese a su acendrada piedad cristiana. Una avezada buscona quiteña, conocida en la ciudad como la Cajonera Dorotea, le procuraba «cholitas» vírgenes, indigentes pero hermosas y de corta edad, que entraban al Palacio al socaire de la noche y salían al alba, menguadas de la doncellez pero henchidas de la faltriquera. Este tráfico afrentoso, sin embargo, no satisfacía al dictador, que tenía metas más elevadas. Y fue así como una noche llegó el Señor Presidente a la tertulia que semanalmente celebraba con música, viandas y refrescos, la divina Virginia Klinger, señora del connotado aristócrata quiteño Carlos Aguirre y Montúfar. Virginia no tenía flanco vulnerable. Era bella, inteligente, fina, culta y con un atributo complementario que a todos fascinaba: se aburría a morir con su marido. Aguirre era, a su vez, un cornudo paciente y discreto que portaba sus astas con una elegancia sin par y se mostraba siempre amable y hospitalario con los amantes de su esposa. García Moreno se enamoró perdidamente de Virginia y empezó a asediarla con toda la vulgaridad y la torpeza que lo caracterizaban. Por supuesto la bella, pese a la egregia investidura de su pretendiente, lo desdeñó como a cualquier patán. Frenético de celos, el Primer Magistrado de la Nación la sorprendió una noche a solas y le hincó su daga en una de las turgencias pectorales que tanto había apetecido en vano. En el acto se percató de la barbaridad que había cometido y llamó a un médico de su confianza, el cual, por suerte, salvó la vida a la linda coqueta. El galeno atribuyó la salvación de Virginia, no sólo a su pericia, sino al hecho afortunado de que en el momento de herir a su amada, el dictador temblaba como un poseso, gracias a lo cual la daga no penetró muy profundamente, aunque sí dejó una malaventurada chaguala que estropeó para siempre el soberbio panorama que ofrecía la pechuga de la bella quiteña. Pero ahora veamos quién fue el causante de los celos mortales de don Gabriel y qué consecuencias tuvo este melodrama.

Era el año de 1862. En Colombia había triunfado el Gran General Tomás Cipriano de Mosquera en su guerra contra el gobierno del doctor Mariano Ospina Rodríguez. Mosquera había acreditado un representante ante el gobierno ecuatoriano, y otro tanto había hecho el poeta-soldado Julio Arboleda, quien por esa época aún oponía una resistencia tenaz a Mosquera. El delegado de Arboleda era un joven payanés llamado Arcesio Escobar, gallardo, talentoso y simpático, quien ingresó a los salones de Virginia y la flechó en el acto con grave desmedro del Primer Mandatario. Mientras Escobar dedicaba a Virginia unas impecables versiones de Lord Byron que acababa de concluir, el dictador le enviaba estampitas pías con jaculatorias en verso que él mismo componía y que provocaban risas y los comentarios más ácidos por parte de los amantes. Don Gabriel no pudo más con el ridículo y mandó arrestar a su rival con quién sabe qué proditorias intenciones. Pero Virginia se enteró a tiempo y sacó a Arcesio disfrazado de mujer a una legación vecina. Vino luego la puñalada. Pero lo que Virginia no imaginaba en esos trágicos momentos era que su amor apasionado por el garrido popayanejo iba a provocar una guerra internacional. Perdido de celos, don Gabriel denunció una infame agresión colombiana en la frontera y movilizó sus tropas hacia el Norte para vengar el honor nacional ultrajado. Cuando ya iba por Tulcán, Arboleda le salió al encuentro y lo trituró sin mayor esfuerzo. Luego le aceptó una capitulación honrosa a trueque de la promesa caballeresca de situarle una buena cantidad de armas y pertrechos para seguir la guerra contra Mosquera. García Moreno juró sobre los evangelios, pero cuando estuvo a salvo le puso conejo. Poco después Arboleda cayó asesinado en Berruecos y así se consumó la trampa. Pero don Gabriel seguía alimentando el resentimiento más feroz. Los colombianos le birlaban la hembra y luego lo derrotaban en su propia tierra. Y su única venganza era un conejo. Eso no podía ser. En consecuencia, esta vez urdió el desquite con mayor paciencia y minuciosidad. Al año siguiente —1863— ya Mosquera estaba consolidado en el poder. Además, era un diabólico masón que había sacado a subasta las propiedades de Dios. Pero García Moreno, por directa inspiración de la Divina Providencia, había organizado un ejército invencible que cumpliría la doble misión de castigar la impiedad de Mosquera y tomar desquite de la frustración amorosa de su jefe. Fue así como, nuevamente, las huestes de don Gabriel tomaron el rumbo de la frontera colombiana. Muy pronto, Pasto sería la capital de una nueva provincia ecuatoriana gracias al genio militar de García Moreno. Pero el destino adverso de don Gabriel quiso que los pastusos siguieran siendo colombianos. El general Mosquera sólo había sufrido una derrota en su ya larga carrera castrense y no estaba dispuesto a que un abogadillo gazmoño le propinara la segunda. Sabedor Mosquera de la marcha de García Moreno hacia el Norte, avanzó como un rayo hacia el Sur, encontró a su enemigo en Cuaspud, y allí lo derrotó de la manera más humillante. La segunda baladronada bélica de don Gabriel terminaba así cubierta de oprobio. No obstante, el general Mosquera, en un acto de magnanimidad, ofreció la que sería la segunda capitulación honrosa que aceptaba García Moreno en esa lucha empecinada que, más que contra Colombia, era contra el espectro de Arcesio Escobar. García Moreno aceptó los generosos términos de rendición que le ofreció Mosquera en una carta babosa y servil como pocas podrían conocerse en la historia universal de la infamia. Y pasaron los años. En 1867, Mosquera fue derrocado por los «legalistas» radicales. Salió para el exilio en el Perú. En 1870 regresó a Colombia y, en su viaje hacia Buenaventura, pidió un asilo temporal en Guayaquil. García Moreno le envió una misiva en la que le notificaba que si se atrevía a desembarcar en territorio ecuatoriano, lo sometería a un consejo de guerra sumario, lo cual era un burdo eufemismo para anunciarle que tendría el placer de fusilarlo. No se sabe qué han dicho los apologistas de García Moreno acerca de este episodio que, sin duda alguna, habría suscitado la más enérgica condena por parte de Judas de Kerioth.

En 1865, abrumado por la vergüenza de sus dos malogradas aventuras bélicas, don Gabriel se tomó un descanso, y regresó al poder en 1869. Fue entonces cuando promulgó la nueva constitución en virtud de la cual quien no fuera católico perdía la nacionalidad ecuatoriana, y todo aquel a quien se le comprobara estar en pecado mortal y destituido de la gracia santificante, podía ser juzgado y penado como traidor a la Patria.

La tiranía teocrática de don Gabriel se fue haciendo cada día más intolerable. Toda la vesania y el rencor que reprimía desde su fracaso amoroso con Virginia Klinger y las dos malogradas empresas guerreras contra Colombia, tomaron la forma de un espantable terrorismo religioso-estatal, cuya memoria ha perdurado hasta el punto de que aún hoy subsiste un grupúsculo de energúmenos que asedia sin cesar al Vaticano con unas súplicas reiteradas y aburridísimas por la canonización de quien sería el primer San Gabriel áptero de la hagiografía cristiana. Pero la Santa Sede —lógicamente— ha permanecido sorda por más de cien años y seguramente así se mantendrá para siempre, entre otras razones porque, mientras los pecados del frustrado santo son bien conocidos, sus milagros no se ven por parte alguna.

Finalmente, la exasperación colectiva llegó al colmo, y en 1875 un grupo de jóvenes demócratas acordó dar muerte a García Moreno. A los conjurados se unió un colombiano muy extraño llamado Faustino Rayo que había sido un fámulo servil del déspota, bajo cuya tutela medraba usufructuando pequeñas mamandurrias y prebendas. Rayo pasaba una existencia marginada y gris en cierto arrabal de Quito, agradecido con el tirano, gracias al cual había alcanzado la estabilidad, después de haber vivido al estricote en diversas comarcas de Colombia y Ecuador. Pero el afecto de Faustino hacia su protector se trocó en abominación desde el momento en que el todopoderoso le usurpó su mujer, una cholita atractiva y casquivana. Habiendo fallado en su empeño tenaz de arrebatar a Virginia Klinger de los brazos del colombiano Arcesio Escobar, don Gabriel se resignó, buscando una forma de mezquina venganza, con quitarle su modesta barragana a este inmigrante que estaba tan lejos del linaje y la prestancia del popayanejo como lo estaba la cholita de la linda y sofisticada Virginia. Rayo jamás perdonó al dictador este atropello y se puso con toda la paciencia al acecho de alguna oportunidad propicia para vindicar la ominosa cornamenta que le había caído desde las alturas del Palacio Presidencial. Los conspiradores se habían enterado de la historia de Rayo y decidieron utilizar su encono homicida, poniendo en sus manos un machete bien afilado para que aplicara el primer golpe. La misión, además, estuvo bien encomendada, puesto que Faustino había usado largamente ese instrumento como obrero cortador de caña en los latifundios del gran Cauca. En consecuencia, lo descargaba con tino y precisión admirables. El 6 de agosto de ese año, cuando el lúgubre personaje pasaba a pie, con su andadura de vultúrido, de la Catedral hacia Palacio, Rayo le asestó el primer machetazo en el cráneo y se lo hendió como papaya en sazón. En seguida, los demás lo hicieron trizas.

Curioso destino el de este dictador extravagante. Un Don Juan colombiano se le interpuso con arrogancia en el camino hacia el gran amor de su vida. Otros dos, ambos bravos guerreros, le infligieron sendas derrotas en el campo de batalla. Y el cuarto y último, indigente y mediocre, fue el encargado de acabar con su vida. Se cumplieron así sus palabras proféticas: Mis enemigos van a tener que matarme pronto porque de lo contrario los extermino a todos.