CAPÍTULO XII
El inspector-jefe Guillermo Austen estaba muy intranquilo. Se enfrentaba con una misión que consideraba la más desagradable de las realizadas en su carrera.
Se encontraba en el insignificante cuartito preparado por los Fitzgerald, meditando lo que tenía que hacer y cómo debía llevarlo a cabo.
Tenía el deber de probar, si podía, que la señora Fitzgerald había asesinado a Esteban Winton; que una mujer de ochenta y cinco años, deliciosa, culta, a quien admiraba como todo el mundo, antigua amiga de su padre, reverenciada, mimada, jefe de una vieja y respetada familia, era una asesina.
Debía demostrar, si le era posible, su culpabilidad en el asesinato de un hombre a quien nadie había llorado, cuya vida había sido una carga para su esposa y un obstáculo para dos personas que merecían la dicha; un hombre a quien nadie apreciaba, al que muchos aborrecían, cuya defunción fue apreciada en general como una bendición divina.
No tenía el menor deseo de acusar a la señora Fitzgerald ni de echarle aquel crimen a cuestas, salvo como un acto de justicia que reclamaba de él no sólo su carrera de policía, sino toda Inglaterra como ciudadano.
No era una asesina ordinaria. No mató en beneficio suyo. Pocas veces se cometía un asesinato por motivos altruistas, pero los de la señora Fitzgerald rayaban casi en lo sublime. No aspiraba a beneficiarse. No esperaba ninguna ventaja con la muerte de Esteban Winton. Su vida y su extinción no le importaban desde el punto de vista personal: había matado —si es que lo había hecho— con la mente puesta en otro ser: su nieta.
Este hecho anulaba la mayor parte de los argumentos ordinarios contra los asesinos, contra las reglas aceptadas para hacer desaparecer de este mundo a todo el que se toma la justicia por su mano.
Los argumentos dicen que el individuo que mata es un peligro para la sociedad, que volverá a matar y que no puede vivir entre sus semejantes quien tenga en tan poco la sagrada vida humana. Pero ninguno de ellos era aplicable a la señora Fitzgerald. Había hecho justicia por su mano, pero no era probable que pensase en repetirla. Existía la seguridad casi absoluta de que jamás tendría la ocasión.
Su nieta constituía lo único por lo que se molestaría en intervenir y su felicidad ya estaba asegurada. Por consiguiente, no tendría más razones para asesinar. No obstante, la Ley reclama ojo por ojo: los asesinos deben ser ahorcados o encarcelados, es decir, alejados de la esfera de las personas honradas y buenas. Austen era representante de la Ley, y no le quedaba otra alternativa que acusar a la señora Fitzgerald desde el instante en que creía en su culpabilidad.
Sus desagradables pensamientos se vieron cortados por un golpe en la puerta. Era Simmons.
—La señora Winton le saluda. Se ha enterado de que está usted en la casa y le suplica que tome el té con ella en la sala.
Austen vaciló.
—¿Está sola? —preguntó.
—No, señor. La acompaña el señor Farrant.
—¿Y la señora Fitzgerald?
—No, la señora no se ha levantado. Estaba muy fatigada; en cuanto le hube dado el masaje, se durmió. Ahora descansa como un niño. No la despertaré para el té. Dudo de que hoy abandone la cama.
—Tendré sumo gusto en reunirme con la señora Winton. Anúnciele que subo dentro de cinco minutos.
Encontró a Valentina y a Duncan ante el hogar. Entre los jóvenes había una mesita de té baja.
La estancia era tranquila y estaba tibia. Las cortinas corridas evitaban la luz y la humedad de la desagradable tarde. Dos lámparas de pantalla la iluminaban suavemente. Las llamas arrancaban brillos a la porcelana y a la plata. La tetera borboteaba agradablemente. El escenario resultaba íntimo, hogareño, sereno y acogedor. Pero el ambiente era muy distinto. Valentina estaba acalorada e impaciente; Duncan desafiador, casi irritado.
“Han reñido”, pensó Austen. “Me han mandado llamar para aflojar la tensión”. Sonrió para sí. ¡Los inútiles tormentos de los enamorados! ¡Qué habilidad tenían para hacer montañas de granos de arena!
Sin embargo, la educación de Valentina se impuso a sus sentimientos.
—Le agradezco que haya venido, señor Austen —comenzó en una sonrisa forzada—. Siéntese y sírvase. Encontrará bollos en ese plato tapado. Conceden inspiración a los detectives. ¿O son los mojicones? Sí, mojicones y el señor Fortune. ¡Adoro al señor Fortune y su carácter afectado, aunque a veces desearía que fuese menos infalible!
Continuaron hablando de aquel tema mientras consumían el té. Austen era el único que se encontraba a sus anchas y gracias a él la tensión se disipó; reinó la cordialidad, en tanto que trataba de libros y escritores.
Terminado el té, Valentina tocó el timbre para que retirasen el servicio y los tres encendieron sendos cigarrillos. La animación pareció disiparse. Por fin, Valentina tomó la palabra.
—Señor Austen, hará un par de días le rogué que persuadiese a Duncan de que no debíamos casarnos tan pronto. Usted me lo prometió. Pero esta tarde me ha puesto entre la espada y la pared.
Austen los miró sucesivamente, sorprendido.
—¿Qué pasa? —indagó.
Duncan se encargó de responder.
—Oye, Guillermo; ya estoy harto. No puedo soportar esta situación. Valentina propone que no nos casemos hasta que este maldito asunto esté resuelto, por si llegara afectar a mi dichosa carrera. Tú me indicaste que una boda precipitada daría que hablar a las malas lenguas. Quizá es verdad, pero no me importa. Tengo derecho a interponerme entre Valentina y todo lo que se presente. Pero ese derecho no me lo concederá más que el matrimonio. Personalmente me tiene sin cuidado la murmuración y todo lo demás, pero, naturalmente, no lo deseo. Por tanto, he insinuado…
—No fue una insinuación, sino una amenaza —le atajó Valentina.
—Llámalo como gustes… —comenzó Duncan.
Austen le interrumpió.
—No estará de más que se me explique de qué se trata —indicó a ambos con imparcialidad.
Valentina tomó la palabra.
—Dijo que o me casaba con él esta semana o presentaba su dimisión.
—Así, en dos palabras —agregó Duncan—. Sólo que hay algo más. Su declaración no ha sido exacta.
Valentina se dispuso a hablar, pero Austen lo impidió. Las disputas de enamorados no eran su fuerte y no se sentía dispuesto a presenciar la que se avecinaba.
—Habla entonces, Duncan —animó.
—No me iré a Roma la semana que viene si Valentina no es mi mujer. Debo tener derecho a intervenir si le sucede algo malo. Si me marcho así, estoy perdido. Todo cambia si nos casamos. Tú mismo lo apreciarás. No me iré dejándola sin protección. Siendo mi mujer tendrá alguien que la respalde. He sido muy razonable. Sólo he insistido en que debemos casarnos, pero se niega. Muy bien. Presentaré la dimisión para poder cuidar de ella. Eso es todo.
Austen no pudo contener una carcajada. Le hacía gracia la idea que tenía Duncan de ser “muy razonable”.
—¿Se da cuenta de en qué aprieto me pone? —preguntó Valentina—. Si me niego, arruina su carrera; si acepto y me arrestan por el asesinato de Esteban, le harán dimitir y su carrera también se arruinará.
—No será tanto —dijo Austen—. Hay otro camino.
—¿Cuál? —preguntaron a la vez ambos jóvenes.
—Una boda secreta. Oídme, hijos míos. Es cierto que dará que hablar si Valentina se casa antes de que se resuelva este misterio, produciéndose cosas que podrían evitarse. Creo, en lo que me concierne, que Valentina no será detenida. Nadie la ha tenido en cuenta muy en serio. Pero si las malas lenguas se ponen en acción… Ya sabéis lo que suele ocurrir en tales casos. Sería muy desagradable para ella. Pero si os casáis en secreto todo cambiará, estando enterado yo, encargado del caso. Apostaría a que Duncan tiene en este instante una licencia especial en el bolsillo.
Duncan sonrió. El ambiente se despejaba.
—Entonces casaos y recibid mi bendición. Duncan se podrá ir la semana que viene; usted, Valentina, se quedará aquí por ahora, sabiendo que él está tranquilo, y más tarde se reunirán, repitiendo la ceremonia o lo que estimen conveniente, ¿qué les parece?
Las caras que tenía delante se iluminaron. Hubo una doble exclamación y Austen comprendió que su presencia obstaba.
Se despidió de los novios. Antes de que hubiese salido, Valentina se arrojó a los brazos de Duncan.
—Una existencia nueva, querida —murmuraba él—. Esperanza y felicidad para los dos… ¡juntos!
* * *
Hasta el día siguiente Guillermo Austen no se sintió con valor para mantener una entrevista con la señora Fitzgerald.
Sabía, por su conversación con el doctor Bright, que debía ser muy prudente. No se atrevió a arriesgarse a someterla a la prueba durante la ausencia de su médico, ni sin su beneplácito. El viernes por la mañana consultó al doctor Bright, que, después de reconocer a la anciana, le informó de que podía hablar con ella con cuidado y discreción.
A las cinco de la tarde del mismo día, Austen subió a la sala, encontrándola sentada junto al fuego como de costumbre.
¡Cuán familiar le era la estancia!, pensó. Todo, personas, sucesos, decisiones y revelaciones, parecían girar fatalmente en torno de aquella habitación y de su propietaria.
La anciana sonrió al verle.
—Señor Austen, ¿viene a cumplir su promesa de hablarme de crímenes?
Austen afirmó.
—Sí, pero de un crimen en particular, señora Fitzgerald; no en términos generales. Sintiéndolo mucho, hoy tendré que referirme al asesinato de su nieto político.
La anciana suspiró.
—¿A ese horrible suceso?
—Sí. No podemos olvidarlo. Es imposible. La policía no tolera misterios no resueltos. Hemos de descubrir quién comete los asesinatos.
—Si fue asesinato —objetó la señora Fitzgerald.
—Lo fue, señora.
—En tal caso, el criminal merece ser felicitado, no castigado.
—Tal vez desde su punto de vista. No en el de la Ley.
La anciana separó y juntó las manos que descansaban en su seno. Los diamantes que adornaban sus dedos destellaron heridos por las llamas.
—Pero ¿por qué desea hablar conmigo de eso? —exclamó después de una corta pausa.
—Porque opino que sabe más de lo que admite.
Con gran sorpresa suya la anciana rompió a reír.
—¿Yo, señor Austen? ¿Qué puede saber una vieja inválida de un asesinato?
El inspector-jefe adelantó el cuerpo levemente.
—Señora Fitzgerald, ¿ignora algo de lo que pasa en su hogar? Toda la vida de esta casa se centra en usted y de usted irradia; en otras palabras, es su alma. Le sorprendería que lo contrario fuera verdad, ¿no?
La miró. Había serenidad y energía en cada uno de los rasgos de su perfil.
—¿Qué insinúa, señor Austen? —preguntó la anciana—. ¿Qué imagina que sé?
—Sabe quién mató a Esteban Winton.
Se le figuró que se ruborizaba imperceptiblemente bajo la delicada capa de polvos, pero no estaba seguro, así como tampoco de si el ritmo de su respiración se había alterado.
Estuvieron unos segundos sin moverse y sin hablar.
—Si lo supiera, no se lo contaría —dijo al fin la anciana dulcemente.
—¿Es un desafío? —inquirió Austen—. ¿Acaso sabe?
—No tengo nada más que añadir. ¿Por qué supone todo eso?
—Porque usted es la única persona que tuvo ocasión de enterarse, señora Fitzgerald. Esteban Winton dormía en la habitación vecina; entre las dos hay una puerta de comunicación. El asesino no pudo hallar mejor medio de acercarse a su víctima que a través de este cuarto. Con la aquiescencia de usted.
Percibió una brusca inhalación. ¿Era de alivio?
—Le entiendo. Insinúa que deseé la muerte de Esteban y que protejo a su asesino.
—O asesina. También puede serlo.
—¿Por qué asesina? —indagó la anciana—. ¿En quién piensa?
Austen titubeó. Aquella era la dificultad; le habían prohibido excitarla. No se atrevió a descargar el golpe que quizá hubiese desenmascarado la verdad… matándola al mismo tiempo. Lo hubiera arriesgado todo de estar convencido de que había asesinado a Winton. Era mejor, mucho mejor, que muriese más tarde de un ataque cardíaco. La Ley habría visto ejecutada su sentencia.
Pero cabía la posibilidad de que fuese inocente, en cuyo caso él se convertiría en un asesino, sí, conociendo su delicada salud, la asustaba fatalmente.
¡Oh! Era repugnante. Pero tenía que hacerlo, aunque con pies de plomo.
—Asesina —repitió—. Lo pudo perpetrar tanto una mujer como un hombre.
—Es posible. Pero ¿quién?
Despacio, se dijo Austen. Con dulzura.
—Yo no la creo culpable —respondió, procurando que se fijase en ello—, pero la señora Winton, por ejemplo.
La señora Fitzgerald rio entre dientes.
—¿Sospecha de ella?
—No, pero otros pueden hacerlo.
Hubiera podido gritar lo que la anciana pensaba entonces.
—Señor Austen… ¿Es verdad? ¿Podrían sospechar de Valentina?
—Sí. Por ejemplo, se podría afirmar que usted, la noche de autos, permitió que cruzase esta habitación para entrar en la de su marido. Y que no se enteró hasta la mañana del motivo de su visita; entonces, al conocer que se trataba de un asesinato, la escudó.
La señora Fitzgerald repuso al punto, sin alterarse.
—El que pensase eso se equivocaría. Nadie entró en mi habitación desde que Simmons me dejó hasta que me despertó al día siguiente. Mi nieta estuvo aquí antes del banquete del sábado. No me visitó hasta bien entrada la mañana del domingo. Estoy dispuesta, en caso necesario, a jurarlo. Es más: juraré que nadie, hombre o mujer, penetró en mi alcoba aquella noche.
Se calló para tomar aliento y prosiguió con acento pausado.
—Señor Austen, ésa es la verdad, aunque diría lo mismo si no lo fuese. Si conociera al autor de la muerte de Esteban no se lo revelaría. Protegería con todas mis fuerzas al que libró al mundo de él. Me repugna mentir; detesto a los mentirosos. Digo la verdad siempre que puedo, pero no vacilaría en ser mendaz a fin de defenderle a ese asesino.
—La creo —contestó el inspector-jefe sonriendo—. Por eso se negó a responder cuando le pregunté si sabía quién asesinó a Winton, ¿eh? Lo sabe, y antes que mentir prefirió guardar silencio. Señora Fitzgerald, usted le conoce. Es la única persona que está en ese caso.
No lo dijo a la ligera. Mientras conversaba había examinado atentamente a la anciana y a su silla. ¿Se había equivocado en sus cálculos? ¿Pudo perpetrar el crimen?
Pero entonces descubrió la prueba que con tanta ansiedad había buscado. El único indicio positivo de que había estado en su silla de ruedas en el cuarto de Winton. Le abandonó la perplejidad. Debía, y lo haría, acusarla, aceptando las consecuencias. Notó asombrado que le sonreía.
—¡Señor Austen! —exclamó casi con alegría—. ¡Usted sospecha de mí! ¡Qué divertido!, pero ¿no exagera? Recuerde que tengo ochenta y cinco años y que estoy inválida. Por mucho que detestase a Esteban, aunque su muerte me quitase un peso de encima, es absurdo pensar que soy la culpable.
—Sí, lo es. Pero…
—¿Pero qué? ¿Me acusa?
Austen sacudió la cabeza.
—No. No llego a tanto. Supongamos que teorizo. ¿Le demuestro que sería posible probar su culpabilidad?
La anciana rio de buena gana.
—¡Por favor! Tenga la amabilidad de hacerlo. Me entretendrá.
—¿Me permite fumar? —preguntó Austen.
Obtenido el permiso, encendió la pipa y adoptó una posición más cómoda en su asiento.
La situación era curiosa y humorística en cierto aspecto, lo que sin duda no se le escapaba a la señora Fitzgerald.
Miró en torno suyo, consciente de la mise en scene; la agradable estancia, al suave luz, el mobiliario elegido con tan exquisito gusto; el brillante fuego en la chimenea de mármol blanco y acero repujado, de acuerdo con el estilo de la morada; flores por todas partes: crisantemos en un jarrón esbelto en la repisa, violetas en un florero de cristal tallado, perfumando el ambiente. Era la habitación de una aristócrata que reclamaba en todo la perfección que poseía.
Y la propietaria resultaba digna del marco, aristocrática hasta la punta de los dedos, segura, majestuosa y culta. ¿Era posible que fuese una asesina aquella serena anciana? ¿No debía abandonar inmediatamente un pensamiento tan grotesco? ¿Podría acusarla de un crimen él, que tenía edad para ser nieto suyo, de educación semejante, compartiendo sus ideas y prejuicios, partidario de la misma tradición?
Era tan fantástico, que tuvo que repetirse varias veces cuál era su profesión, antes de zafarse de la influencia de la personalidad de la anciana.
La señora Fitzgerald intervino por fin, interrumpiendo sus interminables reflexiones.
—¿Bien?
Austen se sobresaltó, sin recordar apenas de qué trataban cuando sus pensamientos comenzaron a vagar.
La anciana le contempló con una sonrisa casi indulgente.
—¿También sueñan los detectives? —se burló cortésmente—. No les creía capaces de esa debilidad. Las novelas los presentan siempre alerta y eficientes. No me desengañe, señor Austen.
—Perdone. ¿Desea que le exponga mi hipótesis sobre la muerte de Winton?
—Si es tan amable.
Austen movió su silla para encararse más directamente con la dama y dejó la pipa en un cenicero cercano.
—Muy bien. Me referiré a un caso hipotético. Presumiremos que fue usted, señora Fitzgerald, la que despachó a ese individuo.
La anciana ni siquiera pestañeó.
—Será muy interesante —aprobó—. Será muy instructivo observar un nuevo aspecto de mi personalidad. Continúe, señor Austen.
El detective se irritó al comprobar que tenía que hacer un esfuerzo para hablar.
—Había una vez una anciana que, a pesar de poseer muchas cosas, sólo amaba a una. Quizá sus hijos la habían desilusionado y concentró su esperanza y afecto en una nieta.
La señora Fitzgerald hizo un ademán.
—Exprésese con más claridad —suplicó—. Se refiere a mí y a Valentina. Demos a las personas y a las cosas su propio nombre.
Austen se inclinó.
—Perfectamente. Será como usted manda.
Hizo una pausa y continuó:
—Valentina era muy desdichada con su marido, un hombre muy desagradable, y quería casarse con Duncan Farrant, pero su esposo se negaba a divorciarse a toda costa. Entonces, señora Fitzgerald, recurrió a usted, y después de exponerle sus penas, reclamó su ayuda. El asunto la tenía destrozada y no encontraba el medio de arreglarlo. Un día gritó desesperada “¡Ojalá muriese Esteban! ¡Sería capaz de matarle por lo que nos hace!”. Esa fue la chispa que encendió la pólvora. En aquel momento usted decidió que mataría a Esteban Winton, si no encontraba otro procedimiento para obtener la libertad y dicha de Valentina.
Calló para recoger la pipa y encenderla.
—Planeó el asesinato con gran cuidado. No se debió a un impulso repentino e impremeditado, sino a un deliberado y concienzudo trabajo mental. Tal vez nadie lo hubiese considerado un crimen, si usted hubiese tenido más experiencia en ese sentido. Usted pretendía que pasara por un accidente. Su mala suerte y sus reacciones de aficionada lo impidieron.
La señora Fitzgerald rio muy bajito. Austen, al mirarla, advirtió que la conversación la regocijaba realmente.
—Procuró que Winton durmiese en la habitación de Simmons —prosiguió—, y lo logró con astucia. El sábado, la noche de su cumpleaños, comprendió que había llegado la ocasión. Todos notaron que Winton había bebido mucho. No estaba ebrio, pero cuando penetró en el salón advirtió usted que estaba pesado y soñoliento.
“En cuanto se hubo acostado, y toda la casa se sumió en la tranquilidad, usted, por medio por mí ignorado, se trasladó a su silla de ruedas y abrió la puerta de comunicación. Como imaginaba, Winton dormía como un tronco. Ni siquiera había apagado la lámpara de la mesita de noche.
“Usted llevaba su pañoleta, o algo similar. Empleándola como un lazo, hizo girar la llave del gas para que éste llenara la alcoba.
“Hasta entonces había tenido éxito; había realizado sus planes al pie de la letra. Pero la suerte le volvió la espalda. Un accidente —el súbito retroceso de su silla—, la obligó a hacer un gesto violento, tropezó con la mesita de noche, derribando un vaso, que se rompió contra la alfombra. Presumo que el instinto le indujo a recogerlo. Pero lo había tocado; conservaría, por tanto, las señales de sus dedos y no se atrevió a dejarlo allí. No tenía tiempo para limpiar cada uno de los trozos. Quizá dudase de su capacidad para hacerlo. Por lo tanto, se los llevó.
“Pero antes de salir del cuarto, se le ocurrió que había de apagar la luz para que no despertase a Winton, inutilizando su obra. Entonces descubrió la nota que Valentina había dejado en la mesita y también se hizo cargo de ella. Era lógico que desapareciera desde el momento en que se había apoderado del vaso. Apagada la luz, borradas las huellas dactilares del interruptor, regresó a su dormitorio, cerró la puerta y escondió la llave. Después se las ingenió para que la encontrasen en la cama al día siguiente.
Miró de hito en hito a la anciana, cuyos ojos se clavaron en los suyos sin vacilar.
—Muy entretenido. Es un cuento estupendo, señor Austen.
—Espere. Aún no he concluido —avisó el inspector-jefe—. La falta de costumbre la obligó a cometer errores. El primero fue no dejar el vaso. De encontrarle roto en el suelo, cualquiera hubiera colegido que Winton tenía la culpa. La nota habría corroborado la declaración de su mujer de haberle llevado el jarabe. Pero no pensó que Valentina lo contaría, ¿verdad?
“La segunda equivocación consistió en limpiar la llave del gas. No se percató de que la frotación de la pañoleta produciría ese efecto. Por desgracia, la carencia absoluta de impresiones digitales me convenció de que se trataba de un asesinato.
La señora Fitzgerald no perdió la serenidad. Sonreía.
—Tiene mucho talento, señor Austen —murmuró—, pero creo que es más bien novelesco que policíaco. Su exposición es tan inteligente que casi deseo que fuese verdadera… para que no se pierda en vano. Pero no se debe ignorar los hechos y los hechos anulan su ingeniosa hipótesis.
—¿Cuáles?
—Parece olvidar que hace doce años un accidente me convirtió en una inválida. Los médicos, cuya palabra no puede ponerse en duda, le asegurarán que desde entonces no he podido moverme sin ayuda. Entonces, señor Austen, explíquese cómo me trasladé a la silla y me levanté de ella sin intervención ajena a fin de asesinar a Esteban.
—Señora Fitzgerald, ¿de veras está absolutamente paralítica? ¿No puede llevar a cabo ciertos movimientos insospechados por los demás?
Se le antojó que las pestañas de la anciana temblaron imperceptiblemente. Pero su contestación fue firme y carente de emoción.
—¡Ojalá fuese verdad! Pero el doctor Bright me aseguró hace un par de días que no me restaba ninguna esperanza. Puede preguntárselo.
—Quizá la levantase aquella noche alguien de su intimidad.
—¿Quién? Le aseguro en serio, señor Austen, que nadie lo hizo. Indague. Todos le dirán que se equivoca.
El inspector-jefe disparó su último cartucho.
—Señora Fitzgerald, si no estuvo el sábado en el dormitorio de Winton, después de romperse el vaso, ¿cómo explica que ese neumático de su silla tenga clavado un pedacito de cristal?
Señaló el trocito que le había llamado la atención hacía un rato.
La anciana tardó una fracción de segundo en contestar.
—Hará unos días se me rompió una copa en esta habitación. Tal vez eso lo aclare.
Separó las manos, depositando una en el brazo de la silla como si aguardase a que continuara hablando.
Pero Simmons se anticipó a Austen.
—¿Llamó, señora?
El ademán de la anciana había sido para tocar el timbre fijo en su asiento.
—Simmons —exclamó antes de que Austen consiguiera hacer uso de la palabra—, di a este caballero qué día de la semana pasada rompí una copa en esta habitación.
—Lo recuerdo, señora. Fue el jueves o el viernes.
Austen intervino.
—Usted dijo que no se había roto ningún vaso en la casa cuando se lo preguntaron.
—Perdone el señor —repuso Simmons—. Se refirieron al domingo por la mañana y dije que no, la pura verdad. Además hablaron de un vaso y no de una copa.
La señora Fitzgerald se encaró con Austen con una dulce sonrisa.
—¿Desea que le informe de algo más?
—No, gracias.
¡De sobra sabía que sería inútil!
—Puedes retirarte, Simmons.
Cuando la puerta se cerró, la anciana se volvió hacia Austen.
—Como Valentina diría —comentó con amabilidad—. Bueno, ¿y qué? La jerga moderna es muy expresiva, aunque deplorable. No, señor Austen, no podrá demostrar mi culpabilidad. Y aunque lo consiguiese, ¿qué saldría ganando? No viviría el tiempo necesario para que me ahorcasen. Incluso si lograse llevarme ante el juez, cosa que no creo posible, ¿quién me declararía culpable? ¿Qué tribunal, qué jurado se convencería de que una vieja paralítica de ochenta y cinco años cometió un asesinato?
“No sobreviviría a mi detención. El médico me comunicó hace unos días que cualquier impresión o esfuerzo me sería fatal. Opino que el intento de probar mi culpabilidad, incluso la simple afirmación de que soy una criminal, le pondría en un brete, le cubriría de ridículo, señor Austen. Dígaselo al mayor Tilling y ya verá lo que responde. No, querido muchacho, será mejor que abandone su fantástica idea y resuelva de otro modo el misterio de la muerte de mi nieto político.
Era verdad y Austen lo sabía. Podía ser culpable, tan culpable como Caín, pero jamás lograría demostrarlo.
—¿Puede indicarme otra solución? —indagó.
—Sí.
—¿Sí? ¿Por qué no lo dijo?
—Nadie me lo pidió.
—¿Es necesario en estos casos?
—A veces —murmuró la anciana—. Esperé no tener que hacerlo, suponiendo que usted decidiría que había sido un accidente, pero ha llegado la ocasión de hablar. Aunque me desagrada infinito. Disgustará muchísimo a mi familia.
—¿Conoce quién mató a Winton?
—Sí.
—¿Quién?
—Nadie, señor Austen. Se suicidó.
Se apagó la emoción que habían encendido sus palabras. Austen había cometido la torpeza de esperar que aquella maravillosa anciana conseguiría ayudarle.
—Pero ya sabe que probamos que el suicidio era imposible.
La señora Fitzgerald negó con la cabeza.
—Lo supusieron sólo. Se equivocaron. Ustedes no le conocían; yo sí. Sus argumentos se basaban, lo recuerdo bien, en la ausencia de huellas digitales en la llave del gas. Un suicida no se habría molestado en limpiarlas después de abrir la llave. Eso es correcto en los suicidas ordinarios. Usted no conocía a Esteban.
—Pero usted misma me aseguró que no se le ocurría ningún motivo para que se quitase la vida.
—¡Oh! lo dije antes de reflexionar. Cuando lo hice —y me ha dado mucho qué pensar este lamentable asunto—, procuré que nuestros asuntos privados no saliesen a relucir para evitar que se pronunciase el nombre de Valentina.
“Atienda, Guillermo Austen. Le explicaré cómo y por qué murió Esteban Winton. Era un hombre orgulloso, vengativo y celoso, concupiscente y cruel. Abusón. Lo suyo era suyo, y nadie debía poseerlo aunque ya no le interesase. Valentina iba a abandonarle. Podría reunirse o no con Duncan, pero no volvería a su lado ni viviría en su casa. Yo se lo dije el viernes por la noche. Presencié sus reacciones. No sospeché lo que se proponía, pero tenía la certeza de que se vengaría de ella si le era posible. Así me lo dijo. Me aseveró que les haría sufrir.
“Creo que se mató con tal propósito. La vida carecía de alicientes si Valentina le dejaba: su orgullo sufriría, públicamente. Le dominó la rabia fría que enloquece a los hombres. Durante el banquete bebió lo suficiente para ceder a la desesperación, aunque sin embotarse. Abrió el gas que le mató, señor Austen, y limpió la llave para que, cuando la descubriesen, la policía se desorientase, hasta el punto de afirmar que fue un crimen. Y sabía que Valentina sería el primer sospechoso. Una venganza perfecta.
Austen estaba boquiabierto. Aquello era más fantástico que todo lo que había pensado, pero… ¡cabía en lo posible! Podía ser verdad.
—¿Y el vaso y la nota? —indagó.
La anciana sonrió.
—Eso es más difícil —reconoció—. Sabía que Valentina reconocería después de su muerte, que los dejó en su dormitorio. Por consiguiente, debía contradecirla, aumentando las sospechas que se cernirían sobre ella. Hizo desaparecer el vaso y la nota. ¿Cómo? Pudo emplear muchos medios. Probablemente rompió el vaso a propósito. Es fácil librarse de los trocitos. Pudo enterrarlos en el jardín o echarlos por una cañería. Lo abandono a su imaginación. Pero, créame, señor Austen, le he ofrecido la única hipótesis sensata sobre la muerte de Esteban Winton.
—Pero no puede probarse —replicó Austen rápidamente.
—No —concedió la anciana con amabilidad—. Ni ser negada. Esteban Winton descansa por toda la eternidad.
Austen la observó.
—No sé, no sé… —masculló despacio.
La señora Fitzgerald volvió a sonreír.
—No se atormente más. Acéptelo, señor Austen. Verá cómo resulta más sencillo… y mejor para todos. Un final feliz. Sé que tengo razón.
Hizo una pausa. Suspiró y relajó por primera vez su cuerpo.
—Estoy muy fatigada. Será preferible que se marche ahora. Mañana, ¿sabe?, Valentina y Duncan se casarán en privado y debo reservar energías para darles mi bendición. Después esperaré con resignación y paciencia que la muerte venga a apoderarse de mí. Ya puedo pronunciar mi nunc dimittis.
FIN
Se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos EDITORIAL MOLINO ARGENTINA, Migueletes 1031, Buenos Aires, el día 29 de septiembre de 1952.
Octubre 2015