Capítulo I
«HABEMUS PAPAM» [2]
La alta y ascética figura vestida de carmesí cruzó lentamente la oscura estancia del tercer piso del Vaticano. Su rostro era deslumbradoramente blanco, en contraste con su pelo oscuro y sus ojos negros y brillantes, que realzaban sus gafas. Eugenio, Cardenal Pacelli, Secretario de Estado y Camarlengo del Vaticano, se dirigió hacia un lecho angosto, cubierto por un dosel de seda escarlata, en el que yacía el cuerpo del Papa Pío XI. Al pie del lecho ardían cuatro grandes candelabros; a la cabecera, dos miembros de la Guardia Noble permanecían en pie con las espadas desenvainadas. La luz de los cirios resplandecía en sus cascos áureos.
El Cardenal Pacelli se arrodilló junto al lecho y entonó el De Profundis. Luego se levantó y alzó el velo que cubría las facciones del difunto. Durante muchos minutos permaneció en pie contemplando la faz inanimada de Aquiles Ratti, el que fuera su amigo y su Papa. Al fin se inclinó y, suavemente, besó sus puras sienes.
—¡Aquiles! —llamó—. ¡Aquiles!
Incorporándose, se volvió al grupo de Cardenales apiñados en la puerta y anunció en voz baja y llena de emoción:
—¡El Papa ha muerto!
Confirmado así, según la tradición, el fallecimiento del Papa Pío XI, Eugenio Pacelli volvió a arrodillarse junto al lecho mortuorio, mientras el Maestresala avanzaba y quitaba el Anillo del Pescador del rígido dedo de Aquiles Ratti, que hasta aquel gesto simbólico había seguido siendo el Papa, incluso muerto.
Tras lo cual Eugenio Pacelli se levantó otra vez y salió lentamente de la estancia.
Ya en los largos corredores del Vaticano, el paso del Cardenal Pacelli se hizo inconscientemente más ligero. ¡Era tanto lo que tenía que hacer! Una vez en su despacho se convirtió en un eficiente poder ejecutivo, dictando las órdenes para poner en marcha el complicado mecanismo de la sucesión papal. Primero firmó el certificado de defunción, luego envió mensajes, adecuados a la urgencia del momento, a los sesenta y dos Cardenales repartidos por cincuenta naciones, para informarles oficialmente de la muerte de su Papa y convocarles para acudir a Roma a fin de participar en la elección de su sucesor. Los mensajes irían por correo, por teléfono o por cable, como fuese más rápido. Los Príncipes de la Iglesia dispondrían sólo de quince días para llegar a la Ciudad Eterna, pues en febrero de 1939 el mundo se asomaba al abismo de la guerra, por lo que la Iglesia —la mejor esperanza de la paz— no debía permanecer mucho tiempo sin su conductor.
En seguida el Cardenal Pacelli hubo de disponer el entierro de Pío XI con toda la fúnebre solemnidad exigida por la tradición y la alta jerarquía del finado. Había que atender a innumerables detalles y planear y medir las complicadísimas ceremonias, a fin de que nada pudiera alterar su grandiosidad.
Al mismo tiempo Pacelli se ocupó de preparar el recibimiento de los Príncipes de la Iglesia, que llegaron a Roma en avión, en barco, en tren o en automóvil. Se señaló la tarde del 1 de marzo para celebrar el Conclave en su sede tradicional: las salas de elevados arcos del Vaticano que dominan el patio de San Dámaso.
Eugenio Pacelli vigilaría los preparativos con el corazón angustiado, pues sabía que el nuevo Pontífice habría de enfrentarse con un mundo lleno de inquietud y con unas dificultades que jamás conocieron los hombres que llevaron el Anillo del Pescador. Sin dejar de pensar en las terribles responsabilidades —que sabía muy bien podían recaer en él—, dirigía a los carpinteros y operarios que transportaban pesadas vigas y tablones sobre los suelos de mármol para construir mamparas de madera en las grandes galerías de San Dámaso, con objeto de dividirlas en sesenta y dos recintos cerrados, cada uno dividido, a su vez, en tres habitaciones, formando pequeñas viviendas, en las que residirían los Cardenales, con dos acompañantes llamados Conclavistas, hasta que se eligiera el nuevo Papa.
Como debían estar totalmente libres de ruidos e influencias externas, las grandes ventanas en lo alto de los muros fueron pintadas de blanco y cubiertas de lonas que envolvían el interior en una niebla gris crepuscular. Las amplias escaleras que partían de las macizas puertas de bronce de la sala del Conclave fueron tapiadas, dejando sólo un pequeño portillo abierto, ante el que hacía guardia, para evitar cualquier entrada o salida ilegal, el Príncipe Chigi, Gobernador del Conclave.
Todo estaba dispuesto para la ceremonia inaugural del 1 de marzo. Aquella mañana los Cardenales asistieron a una Misa del Espíritu Santo, celebrada en la Basílica de San Pedro. Eugenio Pacelli imploró fervientemente al Dador de la Sabiduría que guiase a sus hermanos y a él en la elección. Su rostro delgado y aristocrático estaba pálido y tenso cuando se dirigió con los demás a ocupar su lugar en las celdas recién construidas. Cuando cada uno llegaba a la que le había sido destinada, entraba en ella. Pacelli vio su nombre escrito sobre el número 13, y entró también para rezar y meditar hasta la hora de la ceremonia inaugural.
Por la tarde el Cardenal Pacelli se unió a la procesión que partió hacia la Capilla Sixtina. Vestidos con sus ropajes de púrpura, y con las cruces pectorales de amatistas refulgiendo sobre blanco, los Cardenales se dirigieron con paso lento a la Capilla, mientras el antiguo himno Veni Creator Spiritus subrayaba la tremenda solemnidad de aquel crepúsculo.
Al penetrar en la Capilla Sixtina, Eugenio Pacelli sintió que la emoción realzaba la antigua belleza del recinto. Los largos y estrechos ventanales filtraban la luz desvanecida de un día de primavera sobre las pinturas del techo y las paredes. Detrás, y encima del altar, los resucitados de Miguel Ángel abren sus sepulturas y sacuden sus mortajas, mientras los siete Ángeles anuncian el Juicio Final con sus trompetas. Sobre ellos está Cristo sentado en su trono de Supremo Juez. En el techo en penumbra, y en las altas paredes, el inmortal artista del Renacimiento ha representado la historia de la Biblia, desde la creación del hombre hasta la vida de Jesucristo.
A lo largo de las paredes de la Capilla, dentro del santuario, se alineaban sesenta y dos tronos bajos. El dorado de sus brazos y sus altos respaldos fulguraba con desvaído resplandor, y la madera pulida de los paramentos brillaba con suavidad. Sobre cada trono se extendía un baldaquino de terciopelo violeta ricamente bordado, y ante cada uno un pequeño pupitre en el que había una vela, cerillas, papel, plumas y lacre. En el centro, entre las hileras de tronos, se veía una gran mesa cubierta con un paño verde.
Al fondo de la Capilla se había colocado una estufa de hierro, cuya chimenea salía al exterior por una ventana. Al día siguiente, sesenta mil pares de ojos contemplarían anhelantes el final del cañón, esperando la señal de que se había elegido un nuevo Papa.
El cortejo de los Cardenales, avanzando sobre el suelo de mosaico, con el leve rumor de sus pies calzados con pantuflas, se acercó al maravilloso altar incrustado de nácar, en el que solamente puede oficiar el Papa. Ante él, Eugenio Pacelli se arrodilló y formuló con grave lentitud el juramento sagrado de votar libre y deliberadamente, sin dejarse influir por razones políticas u otras consideraciones mundanas.
Uno por uno, los restantes miembros del Colegio Cardenalicio repitieron el solemne juramento. A continuación, los familiares de los Cardenales, el Gobernador del Conclave, los Mariscales y todos los auxiliares y servidores juraron observar las reglas de la Constitución Apostólica que rige el Conclave.
El Cardenal Pacelli aún tenía un deber que cumplir: inspeccionar la sala de los conclavistas y el espacio reservado, para asegurarse de que no había intrusos y de que estaban aislados totalmente del mundo. Mientras recorría los amplios corredores pudo oír el tintineo de las campanas y el grito de los ujieres: «Exeant omnes». El Conclave había comenzado y ninguna persona extraña podía permanecer en el recinto secreto.
El día siguiente, 2 de marzo de 1939, Pacelli cumplía sesenta y tres años. Desde primera hora de la mañana toda Roma se dirigió a la plaza de San Pedro. Grandes señoras; botones que olvidaban sus recados; seminaristas, cuyos balandranes de diferentes colores indicaban sus nacionalidades; inquietos colegiales y chicas reposadas; viejos y viejas que habían acudido ya otras veces con el mismo objeto, y miles de clérigos de sotana negra formaban la vasta muchedumbre que afluía por la amplia Via della Conciliazione para desembocar en la grandiosa plaza. Del distrito Parioli llegaban los romanos ricos, ceremoniosamente vestidos ellos, ellas cubiertas de pieles y joyas como para una recepción. Desde el Borgo acudían los pobres: madres que llevaban en brazos y envueltos en toquillas a sus hijos más pequeños, mientras los mayorcitos se agarraban con sus manitas a sus modestas faldas negras; ancianos con los ojos húmedos abriéndose paso a codazos; jovenzuelos andrajosos con sus novias, no menos reverentes a pesar de su pobreza.
Del barrio del Trastevere, la ciudad antigua donde las civilizaciones se fueron superponiendo —desde la pequeña aldea de piedra, defendida siglos y siglos de un mundo hostil por la curva del Tíber, hasta el angosto dédalo de callejuelas oscurecido por los altos y sombríos palacios de la Roma renacentista e iluminado ahora por el desacorde neón—, llegaban los más romanos de los romanos, cuyos antepasados vivieron en él desde que Publio Horacio defendió el puente de madera en el saliente recodo del río. Aunque su carácter era tan heterogéneo como la estructura de su ciudad, los deseos de aquella muchedumbre eran sorprendentemente unánimes. Todos esperaban que aquel día, después de muchos siglos, habrían de ver un Papa romano, un hombre que fuera, como ellos, un romano di Roma.
Dentro del Vaticano, aun sin poder verla, el Cardenal Pacelli estaba completamente seguro de que la multitud se agitaba y vociferaba al otro lado de los muros herméticos del edificio. Una vez más recorrió el camino hasta la Capilla Sixtina, donde la votación estaba a punto de comenzar.
Cuando todos los Cardenales estuvieron sentados en sus tronos, el Cardenal más antiguo sacó de una bolsa de terciopelo los nombres de los tres escrutadores. En seguida, en medio de un silencio tan intenso que se podía oír con toda claridad el rasgueo de las plumas sobre el papel, los Cardenales se dispusieron a escribir su elegido. Cada uno había recibido una papeleta en la que figuraban impresas en latín estas palabras: «Elijo como Soberano Pontífice al Reverendísimo Señor Cardenal…»
Aunque la papeleta es secreta y cada Cardenal debe escribir el nombre de su candidato desfigurando la letra, se cree, generalmente, que el Cardenal Pacelli escribió el nombre del Cardenal Vernier en su primera papeleta una vez hecho esto, dobló el papel y lo selló cuidadosamente con lacre. Luego se dirigió a la mesa, ante la que se arrodilló para rezar. Al levantarse, pronunció con voz firme las palabras tradicionales: «Nuestro Señor Jesucristo, que será mi Juez, es testigo de que he elegido a aquel a quien considero debe ser elegido ante Dios.»
Colocó su papeleta en una patena y la inclinó, de modo que el papel doblado se deslizara hacia un gran cáliz de plata dispuesto para recibirla. Antes y después que él, los Cardenales emitieron sus votos por orden de antigüedad. Una vez que todos hubieron votado, los escrutadores tomaron el cáliz y revolvieron y contaron las papeletas. Anunciaron que el número era el debido: se habían emitido sesenta y dos votos. Sentados a la mesa, cubierta por el tapete verde, fueron abriendo las papeletas y dando lectura en voz alta a los nombres escritos en el centro de cada una.
Mientras los leían, el nombre de Eugenio Pacelli se oyó con más frecuencia que los demás. Cuando se hizo el cómputo resultó que los escrutadores habían leído las palabras «Eugenio, Cardenal Pacelli» treinta y cinco veces. Había obtenido más de la mitad de los votos en el primer escrutinio, pero no los dos tercios necesarios para ser elegido.
Fuera, en la plaza, el pueblo se movía, charlaba y miraba a las descoloridas paredes del Vaticano y, sobre todo, a la pequeña chimenea que salía de una ventana de la Capilla Sixtina. De pronto, una pálida nubecilla de humo apareció, y el gentío, enmudecido, se empinó para ver bien si era blanco —lo que significaría que el nuevo Papa había sido elegido— o negro —de las papeletas quemadas mezcladas con paja—, indicando que no se había llegado a una decisión.
La primera voluta de humo carecía de color bajo la luz del sol. La tensión era tangible como la niebla. Luego el humo aumentó y se ennegreció. Un gran suspiro, como una ráfaga de viento que barre el bosque, se oyó en la plaza.
Dentro de la Capilla Sixtina las plumas escribían otra vez; los Cardenales iban de nuevo hacia el altar y depositaban las papeletas, selladas y lacradas, en el cáliz para la nueva votación. Se sabe que esta segunda vez Pacelli votó por el Cardenal Dalla Costa, de Florencia.
Nuevamente los escrutadores procedieron a abrir y a leer las papeletas, pronunciando el nombre del Cardenal Pacelli más de cuarenta veces.
Así, pues, el Cardenal Pacelli quedaba elegido Papa a la segunda votación, ya que el escrutinio arrojaba a su favor, exactamente, los dos tercios de sesenta y dos.
Un murmullo corrió por los endoselados tronos cardenalicios. El Maestro de Ceremonias se dispuso a hacer el anuncio formal. Alguien presente dice que Pacelli, muy agitado, abandonó su trono para suplicar con gran humildad a sus colegas que consultaran con sus conciencias y procedieran a una nueva votación. Los Cardenales accedieron a su deseo.
Pero ya era mediodía y, según la costumbre, hubo una breve interrupción.
Quienes vieron al Cardenal Pacelli durante aquel intervalo, recuerdan su aspecto preocupado, sin duda por darse cuenta de las grandes probabilidades de volver a resultar elegido en la próxima votación. Aun cuando la hubiese previsto antes, la inminente realidad le llenaba ahora de terrible angustia. Algunos vagos pensamientos de renuncia cruzaron su mente, pero se esforzó en desvanecerlos recordando que Cristo había dicho una vez: «No me habéis elegido; he sido yo quien os ha elegido.»
Cuando cruzó el pequeño y cerrado patio de San Dámaso leyendo su breviario, los miembros de la Guardia Noble advirtieron el extraño aspecto de su rostro y su paso vacilante. Algunas veces levantaba los ojos del libro hacia el cielo como diciendo: «Señor: si es posible, haz que pase de mí este cáliz.»
Llegada la hora de reanudar la votación, Eugenio Pacelli volvió hacia la Capilla con paso penoso. Iba tan absorto en sus pensamientos que, sin ver donde pisaba, tropezó y cayó sobre los peldaños de mármol. Algunos Guardias y Cardenales le ayudaron a levantarse. Cojeando un poco, y tembloroso, llegó hasta su trono.
En el profundo silencio de la Capilla las plumas rasguearon de nuevo al empezar la tercera votación. Las papeletas se volcaron sobre la mesa verde, y ahora todas, con una sola excepción, contenían el mismo nombre. Los votos fueron unánimes para Pacelli, salvo el suyo, que esta vez fue para el Cardenal Granito di Belmonte, Decano del Sacro Colegio. Cuando los escrutadores leyeron por última vez su nombre, los que estuvieron presentes dicen que el rostro de Pacelli parecía lleno de angustia.
Una vez verificado el cómputo de papeletas, el Cardenal-Diácono tocó una campana y abrió la puerta de la Capilla. El Secretario del Conclave entró acompañado por el Maestro de Ceremonias y el Sacristán del Vaticano. Con el Cardenal más antiguo se aproximaron al trono de Pacelli. Con tono firme, el Cardenal preguntó:
—Acceptas ne electionem?
Durante un tremendo instante no hubo respuesta. Luego, en un débil susurro, el nuevo Papa contestó:
—Accepto!
Ahora cada Cardenal hizo descender su baldaquino; todos los tronos quedaron descubiertos, menos el del Cardenal Pacelli, que conservó ese signo de soberanía.
De nuevo habló el Cardenal más antiguo:
—¿Qué nombre deseáis llevar?
Esta vez la respuesta se dio con voz más firme:
—Pío.
Tras lo cual el Papa se puso en pie, y con grave dignidad se dirigió a la sacristía. Allí se despojó de la púrpura cardenalicia y se vistió la sotana papal de purísimo blanco, color que nunca habría de dejar, ni siquiera muerto. Regresó a la Capilla, y los Cardenales, que hasta momentos antes habían sido sus iguales, se fueron arrodillando ante él para besar su mano y su estrecho pie en señal de sumisión a su autoridad. Todo el tiempo que duró el besamanos los labios del Papa estuvieron en movimiento, y los Cardenales, arrodillados, le oyeron repetir sin cesar estas palabras: Miserere mei.
El gentío en la plaza había aumentado hasta apretujarse entre las columnas del peristilo circular, apiñarse alrededor del obelisco y abarrotar las calles laterales hasta donde alcanzaba la vista. De pronto adivinó la noticia, como captada por una radio humana supersensible. Incluso antes de que el humo blanco saliera de la chimenea, el pueblo supo que había sido elegido un nuevo Papa, y por esa misma misteriosa comunicación telepática, un nombre brotó a la vez en diez mil labios:
—¡Pacelli!… ¡Pacelli!… ¡Pacelli!… ¡Pacelli!
La nubecilla de humo blanco confirmó lo que ya se sabía. La masa humana encaramada en el obelisco pareció ladearse, y sus ojos se volvieron del cañón de la chimenea a la gran galería bajo la cúpula dorada de San Pedro. De pronto, el silencio se rompió por el cántico:
—¡El Papa! ¡El Papa!
El clamoreo incesante subía y bajaba de tono, hasta que se quebró en medio de un verso y se hizo un silencio asombroso cuando dos figuras vestidas con el brillante uniforme de la Guardia Noble aparecieron a través de los balcones al fondo de la galería. Avanzaron lentamente y colocaron sobre la balaustrada de piedra una colgadura de damasco blanco bordado en oro, que rieló como una tela de araña a la luz de la tarde.
Los dos Guardias Nobles se retiraron en silencio, y avanzó un sacerdote que, reverentemente, llevó una cruz procesional a la izquierda de la colgadura. Le siguió un Cardenal vestido de púrpura, que se dirigió muy despacio hacia un micrófono oculto.
No se oía el menor rumor entre la ingente muchedumbre. Hasta los chiquillos, en pie o en brazos de sus padres, callaban como invadidos por la inmensa tensión emocional.
La clara voz del Cardenal resonó a través de la plaza, penetró en las columnatas y se difundió por el éter hasta el último rincón de la Tierra.
—Os anuncio una gran alegría —dijo—. Tenemos Papa. Su Eminencia Reverendísima Eugenio Pacelli, que ha tomado el nombre de Pío XII.
Hubo un instante de silencio que estalló en un trueno, cuando sesenta mil gargantas rugieron:
—¡Pacelli!
La multitud bullía y se agitaba como la superficie de las aguas en un maremoto.
Romanos y forasteros, llevados por la corriente de júbilo, se volvían unos a otros y se abrazaban, riendo y llorando a la vez, porque Pacelli era Papa. Era uno de ellos. Le conocían bien. Le habían oído predicar. Habían visto su delgada figura andando por las calles. Era un romano nacido en Roma.
El griterío se acalló de pronto, como una orquesta interrumpe la música a una señal de la batuta de su director, una alba figura vestida de blanco apareció en un balcón y se adelantó hasta la balaustrada cubierta por la colgadura resplandeciente. Y de nuevo, como impelida por una señal, una enorme explosión sonora, vibrando por el ímpetu de los corazones:
—¡Viva el Papa! ¡Viva el Papa!
Una y otra vez, como el sonido de las olas, el griterío se rompía contra el viejo edificio de la plaza.
En la galería, el Papa alzó una fina mano blanca. Unánimemente la multitud volvió al silencio, cayendo de hinojos. Hasta donde los ojos alcanzaban a ver, hasta las orillas del Tíber distante, la gente se postraba de rodillas en las calles de Roma. Con su mano alzada en antiguo ademán de bendición, el Papa Pío XII impartía su primera bendición a la ciudad y al mundo.