En algún lugar de California, 1880
Mark se pasó la palma de la mano sobre la frente sudorosa. Pasaban unos pocos minutos del mediodía, y el calor ya era asfixiante. La expresión “ganarás el pan con el sudor de tu frente” cobraba pleno significado, sobre todo cuando él se ganaba el hospedaje en aquella granja de caballos a cambio de su propio esfuerzo, pegando martillazos sobre las tablas de madera. Porque Tom Gardner, el propietario de la explotación equina, había accedido a dejarle pernoctar unas cuantas noches siempre y cuando se encargara de ciertas tareas de mantenimiento.
Trabajo manual, que en el fondo, cualquier buscavidas como él podía realizar. Para pintar de blanco las paredes exteriores de un establo o sustituir los tablones de madera de una cerca no hacía falta ser demasiado inteligente. Esa era una de las lecciones que Mark había aprendido a lo largo de su corta vida. Hay gente con dinero que no le importa gastar unos dólares para que otro le haga el trabajo sucio. O tal vez, a Tom le apetecía sentirse como un buen samaritano, ayudando al prójimo en vez de contratar mano de obra barata del pueblo.
Mark agarró el martillo y, a golpetazos, hundió otro clavo en la madera. Unos cuantos tablones más serían suficientes para que la cerca pudiera volver a cumplir su función marcando los límites de la granja. Teniendo en cuenta que Mark no tenía ni una moneda en el bolsillo cuando se presentó ante la puerta de la casa para ofrecerse “en lo que fuera menester”, no era un mal trato después de todo. Tom le permitía servirse un poco de comida en la despensa bajo su atenta mirada y dormir en el establo. Aquello era infinitamente mejor que dormir al raso en el bosque y viajar colándose en los vagones de los trenes.
Aparte de una bonita casa, el señor Gardner tenía a su cargo una hermosa jovencita un año más joven que Mark; una hija cuya madre, la esposa del dueño de la granja, había fallecido hacía años por causa del tifus. Linda estaba dejando atrás la pubertad para convertirse en toda una mujer. Tom era plenamente consciente de ello, y por eso era que en las pocas ocasiones en que ella había coincidido con Mark en el salón principal de la casa, le dirigía miradas fulminantes. Para Tom, la honra de su hija debía reservarse para la noche de bodas, y no a cualquier ganapán que en ella despertara los más bajos instintos.
Mark volvió a detenerse. A lo lejos, vio alguien que se acercaba hacia él llevando por el asa una jarra metálica llena de agua fresca del pozo.
Era Linda. Vestía una blusa blanca y una falda marrón oscuro. Mark la dedicó una sonrisa a medida que ella recortaba la distancia. Dejó caer el martillo con un gesto de alivio y cogió la jarra. La mitad de su contenido se lo bebió en dos tragos, y el resto se lo echó por encima, remojando la cabeza, los hombros y el pecho. Para aguantar el calor, sólo vestía los pantalones y las botas.
Mark advirtió que Linda no apartaba su mirada. Le estaba devorando con los ojos. El joven sabía muy bien lo que ella buscaba. Y más en ese momento, con su padre en el pueblo arreglando ciertos asuntos con un personaje que no era del agrado de Linda.
Ella, con la tranquilidad de los que saben que no van a ser vistos, abrazó a Mark y le besó en los labios. Mientras duraba el contacto, exploró con las manos su pecho robusto. Ella sintió como su corazón le latía a mil por hora. Mark no quiso quedarse atrás, y la devolvió el apasionado beso. Ambos querían disfrutar de la fruta prohibida de la pasión, y no perdieron tiempo en ir al establo. Allí, se revolcaron sobre el suelo cubierto de paja mientras ella le susurraba que fuera cuidadoso, ya que era la primera vez que se entregaba a un varón.
A pesar de lo que pudiera pensarse, Mark era un caballero a la hora de tratar con una señorita. Pero aún así, Linda, al principio, sintió gran daño en su interior. El supo como lastimarla lo justo para que ella, convertida ya en mujer, pudiera proporcionar placer a los dos, y finalizar tras el momento supremo emitiendo un leve suspiro.
***
Mark estaba enamorado completamente de ella desde la primera vez que la vio. En eso pensaba mientras estaba de punto de terminar la obra de reparación de la cerca. Tras su apasionado y fugaz encuentro en el establo, caía en la cuenta de que lo suyo no era solo un deseo simplemente carnal. La deseaba, y también la quería. Pero mientras miraba el tablón de madera que quedaba por colocar, también entendía que aquella relación era un callejón sin salida.
Estaba previsto que, al día siguiente, Mark recibiría de Tom el pago estipulado. Sería el momento de volver a su viaje a ninguna parte; a ir de pueblo en pueblo y trabajar en lo que surgiera. No era demasiado difícil encontrar una ocupación. Gracias a muchos como él, gente en busca de oportunidades, los Estados Unidos de América estaban sentando las bases para convertirse en un país próspero y poderoso.
Mark, desganado, colocó el último tablón. Oyó ruidos de cascos de caballos y se fijó en que dos corceles cruzaban la entrada de acceso al rancho. Uno de los jinetes era Tom, hombre que lucía un poblado bigote. Mark pensó que si el señor de la casa se enteraba de que su hija había entregado la honra a alguien como él, su integridad física corría grave peligro. El otro era un hombre de pelo corto y canoso. Vestía un traje y un sombrero cuya calidad delataba que era alguien de posibles. O lo que era lo mismo, un hombre rico.
Se llamaba Gerald Anderson. El hombre más poderoso del condado.
Mark lo sabía gracias a Linda. Después de haber hecho el amor, tuvieron una charla. Ella le puso al corriente de que Gerald era un hombre el cual era mejor tener como aliado que como enemigo. Nadie en el pueblo podía hacer un negocio sin su visto bueno. Era un secreto a voces que el sheriff actuaba más como un asalariado a su servicio que como un auténtico agente de la ley. Por eso era que Tom solía verse frecuentemente con él. La viabilidad del negocio del padre de Linda dependía de no llevar la contraria a Gerald, por lo que aquellas reuniones con el cacique eran bastante frecuentes.
Un momento antes de que la pareja volviera a vestirse y mientras se limpiaban la paja en la que se habían revolcado, Linda le contó a Mark:
—La semana pasada, durante la fiesta del Cuatro de Julio, tuve que ser su pareja de baile. Cuando Gerald deja caer que le apetece algo, sus deseos son órdenes.
Ella lo contaba con expresión de disgusto. Acto seguido, volvió a abrazar a Mark, como si quisiera desprenderse de aquel recuerdo desagradable. El agradecía aquella confidencia, pues le permitió ponerse al corriente de lo que se cocía en aquella apartada región de California. Por el contrario, el padre de Linda era más bien un hombre parco en palabras.
Los dos caballos estaban atados a pocos metros de la casa. Mark entró por la puerta trasera de la vivienda, acceso a la despensa. El duro trabajo matutino y el sexo desenfrenado le habían dejado hambriento. Sobre una mesa de madera, había una hogaza de pan. Arrancó un pedazo y se lo metió en la boca, sabiendo que no había nada mejor hasta la hora del almuerzo.
De repente, oyó la voz de Linda, gritando indignada desde el salón principal de la casa.
—¡Ni hablar! ¡Nunca! ¿Lo oyes, papá? ¡Jamás!
Mark aguzó el oído.
En el salón principal se hallaban Linda, Tom y Gerald. El cacique sacó el reloj de oro de su chaleco y miró la hora, como si la discusión entre el señor de la casa y su hija no fuera con él.
La joven soltaba chispas.
— ¡Papá, esto es lo más ruin que me has hecho en la vida! ¡Nunca pensé que serías capaz de algo así!
El padre de Linda trataba torpemente de tranquilizarla. A Mark le pareció divertido. Nunca imaginó que el señor de la casa, aparentemente tan estricto con el comportamiento de su hija, pudiera verse desbordado.
Pero Tom tenía muy poca paciencia para andar con paños calientes.
— ¡Aquí se hace lo que mando yo!— exclamó el padre, imponiendo su autoridad— ¡Te casarás con el señor Anderson y punto!
Mark se quedó boquiabierto.
¿Linda y Gerald estaban prometidos? Aquella joven era una caja de sorpresas. Ya lo decía la experiencia de la vida; las mujeres no son de fiar.
Pero a medida que la discusión se elevaba de tono, Mark entendió que aquello no era un matrimonio por amor. Si bien el padre de Linda quería presentar al señor Anderson como un buen partido y como la opción más lógica para casarse, estaba claro que lo hacía porque no tenía más remedio. Como había oído de labios de Linda; “cuando Gerald deja caer que le apetece algo, sus deseos son órdenes”
Mientras Linda y su padre discutían, Gerald seguía como convidado de piedra. Parecía que el tema iba para largo. Lo que en otro hogar habría sido una pedida de mano en la que el pretendiente estaría aterrorizado pendiente del “sí” de la novia bajo la atenta mirada del padre, aquello parecía más bien una compraventa. Mark no era un lince para los negocios, pero sabía sumar dos más dos. Y algo le decía que el señor de la casa, entre la viabilidad de su negocio y la felicidad de su hija, había elegido la segunda opción.
Mark partió la hogaza de pan por la mitad para comérsela bajo el porche de la casa. Sorprendentemente, mientras masticaba el último bocado, vio como el señor Anderson cruzaba la puerta principal, saliendo para montar en su caballo y desaparecer en la lejanía.
***
A la mañana siguiente, Tom hizo entrega a Mark del pago estipulado, el cual resultó ser bastante más generoso de lo que esperaba.
—Ojalá hubiera gente tan honrada como tú— dijo Tom a modo de respuesta ante la mirada interrogativa del joven.
Mark se sintió avergonzado, como si hubiera roto la confianza del señor de la casa al tener una aventura con su única hija. No había podido dormir durante la noche, dando vueltas a su cabeza. Hubiera dado cualquier cosa por saber en qué había quedado la discusión sobre el futuro de Linda. Lo que estaba claro es que allí ya no pintaba nada. Unos días remunerados con un lugar donde dormir y comida a cambio de unas horas de trabajo. Era un trato justo, que ya no daba para más, por lo que Mark cogió su zurrón y se despidió de Tom. Este respondió con un susurro, con su mirada fija sobre un retrato familiar que presidía el salón principal de la casa; Tom, su mujer y Linda.
Mark pensó que, tal vez, el padre de Linda, estaba pidiendo consejo a su difunta esposa.
***
Tendría que haber ido directamente al pueblo en vez de ofrecerse a trabajar en la granja de Tom Gardner. Eso era en lo que pensaba Mark mientras cruzaba el bosque. Apenas había media hora de camino andando. Cuando llegó allí, se quedó asombrado; la palabra “pueblo” no hacía justicia a lo que veían sus ojos. Se estaba convirtiendo en una notable aglomeración urbana con todas las de la ley. Había una actividad frenética por doquier; destacaban numerosas casas de madera en pleno proceso de construcción, con los obreros trabajando como hormigas bajo las órdenes de los capataces.
No sería difícil ofrecerse como peón. Pero antes de buscar a algún jefe de obra para ofrecerse, Mark pensó que se merecía un descanso. Tenía derecho a disfrutar del dinero ganado. Siendo ésta una cantidad respetable, podía permitirse un copioso almuerzo en algún restaurante.
Pero poco podía imaginar Mark hasta que punto Gerald Anderson era el amo del pueblo.
Mientras buscaba con la mirada un lugar donde gastar sus dólares, vio al sheriff, que llevaba su estrella plateada colgada en el pecho, agarrando del brazo a Linda, mientras ella, a regañadientes, trataba de resistirse.
—¡Suélteme!—gritaba la joven, con la indiferencia general de los hombres, mujeres y niños que transitaban por la calle principal como testigo.
—Señorita, si se resiste, será peor—decía el sheriff, con tono desganado y agrio.
Mark se ocultó tras una esquina, queriendo convencerse de que realmente era ella. Algo realmente grave debía haber sucedido en su ausencia. Era lógico pensar que el señor Anderson estaba detrás de aquello.
¿Y el padre de Linda? ¿Qué habría sido de él?
El joven recordó el tono con el que le había hablado Tom al pagarle con aquel generoso fajo de billetes. Casi, como si Mark, más que un empleado, fuera su hijo. Y también sintió de nuevo en su interior el deseo que le embriagaba por ella. Debía salvar a Linda de las garras de aquel bellaco. Pero Mark estaba desarmado. Y en el Salvaje Oeste, alguien que intenta hacer Justicia sin un revólver, estaba condenado de antemano. Solo un arma daba la oportunidad de marcar la diferencia.
Mark volvió sobre sus pasos y dio gracias por saber leer, aunque fueran solo unas pocas palabras, las suficientes para saber distinguir el letrero de una tienda de comestibles, una sastrería, una droguería y un establecimiento donde, entre aperos de labranza y herramientas, se vendían revólveres y rifles.
Miró tristemente el fajo de billetes. Debía estar muy enamorado de Linda para emplearlo en adquirir el revólver que le convertiría en un héroe a la vista de ella o en un estúpido. Y en aquel mundo, donde la razón no valía de nada sin armas, un hombre estúpido era un hombre muerto.
***
Linda y el sheriff habían entrado en la oficina del que se suponía que era el garante de la ley y el orden en el pueblo.
El revólver adquirido pensaba más de lo que había imaginado. Desde luego, era un arma pensada para matar en distancias cortas más que para hacer puntería, aunque se trataba de un modelo de dimensiones algo más reducidas de lo que eran habituales en esos instrumentos. Para que no se viera, lo introdujo dentro de la cintura del pantalón, con el frío metal tocándole la espalda y disimulado debajo de la camisa de paño grueso que vestía, impropia para el mes de julio.
Con la mirada fija desde el otro lado de la calle, mientras pasaban carros arrastrados por caballos, Mark trataba de diseñar un plan. Lo importante era poner el pie allí dentro. Pensó en presentarse como un pariente lejano de la familia, un primo tal vez, para poder visitar a Linda y enterarse de lo que sucedía. Pero quedaba la duda de saber si el sheriff era el único hombre armado o si además estaba acompañado por un ayudante. Dos contra uno no era precisamente una pelea equitativa.
Pero entre los carteles de forajidos buscados que cubrían el tablón de anuncios colgado al lado de la puerta de la oficina, había uno que llamó la atención de Mark. Cruzó la calle y tras un minuto intentando descifrar lo que tenía escrito, se le ocurrió una idea.
Según aquel anuncio, el sheriff pedía un ayudante. Mark sería el primer candidato del día que contestaba a la oferta. Adentro, el representante de la ley se hallaba sentado tras un escritorio, bebiendo de una botella de whisky que estaba casi vacía.
—¿Qué se le ofrece, amigo?—preguntó, arrastrando las vocales.
—Venía por lo del anuncio—contestó Mark, pensando en que la suerte estaba de su parte. El sheriff estaba solo, y encima, bebido a aquellas horas de la mañana.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad?
Además, Mark contaba con la ventaja de ser un recién llegado al pueblo. Mientras soportaba la mirada inquisitiva del borracho, se percató de que Linda estaba tras las rejas de una de las dos celdas de la comisaría.
Mark cambió repentinamente de tema.
—¡Vaya por Dios!— exclamó—¿Qué delito ha cometido semejante preciosidad para estar encerrada?
El sheriff iba a decirle a Mark que se metiera en sus asuntos, pero no le dio tiempo. El joven, con un rápido movimiento, le arreó tal puñetazo que le dejó tirado en el suelo, inconsciente. Tras percatarse de que su rival ya no era una amenaza, una rápida exploración le reveló que tenía un manojo de llaves atado al cinturón. Aprovechando que estaba fuera de combate, Mark lo arrancó y metió al sheriff en la celda contigua, cerrando la puerta enrejada con una de las dos llaves. Con la otra, liberó a Linda.
Ambos se abrazaron y se besaron. Mark la preguntó si estaba bien y ella le dijo que sí.
—¿Qué ha pasado?—se interesó él.
Suele decirse que las mujeres son el sexo débil, pero Linda demostró tener mucha sangre fría al explicar, pausada y detalladamente, cómo había acabado allí.
Era un simple chantaje. Resultaba que, poco después de marcharse Mark, el señor Anderson había vuelto con el sheriff a la granja de caballos del padre de Linda. Gerald estaba hecho una furia, ya que no contaba con que ella rehusara a casarse con él. Linda se enteró entonces que el cacique llevaba mucho tiempo tratando de comprar la granja de Tom, y que aquel matrimonio era una forma de contentar al cacique para no malvender la propiedad. Así, cuando Tom muriera, Gerald heredaría la propiedad con Linda y su más preciado recurso; un gran pozo de agua que garantizaba satisfacer las necesidades de los caballos de la explotación.
Ante la negativa de Linda, Gerald, con el sheriff del pueblo a su servicio y la aquiescencia del alcalde, había denunciado a Tom con el peregrino pretexto de “incumplimiento de promesa”, como si su hija no contara para nada. Ella estaría encerrada en la celda mientras Tom, cediendo a las presiones de Gerald y, en la notaría del pueblo, firmaba ante el juez de paz un documento por el que le cedía la propiedad de la explotación por un precio irrisorio.
Linda, a pesar de su aparente temple, estaba aterrada. No sabía que sería de su padre si firmaba aquel documento. Y un matrimonio con un hombre como Gerald sería algo muy parecido al infierno.
Mark se aseguró de que el sheriff seguía inconsciente. Linda insistió en el hecho de que si Tom firmaba el documento, la ley ampararía las pretensiones del cacique y sería imposible hacerle frente. Sin pensárselo, el joven preguntó dónde estaba la notaría del pueblo. Tras asegurarse de que entendía bien las indicaciones, decidió dar a Linda su zurrón y dejarla en un lugar seguro. No había mejor sitio que la iglesia, dijo ella. El reverendo no tragaba al señor Anderson y no tendría reparos en ayudarles.
***
—¡Como ese malnacido ponga un pie en la casa del Señor, se las verá conmigo!—exclamó el reverendo mientras, en actitud protectora, se llevaba a Linda al interior del templo.
Era una carrera contrarreloj. A esas alturas, Mark sentía como si su mente hubiese simplificado lo que debía hacer a unos pasos mínimos y elementales: impedir que Tom firmara el documento al precio que fuera. Y lo gracioso del tema era que lo hacía por ella. Y porque pensaba que era su deber. Y qué demonios, porque en el fondo, la amaba.
Como un relámpago, llegó hasta la notaría. Un recepcionista, con gafas y perilla, le preguntó que quería.
Mark estaba cansado de guardar las formas. Encañonó al chupatintas, que con solo ver el revólver, levantó las manos. Agitando el arma, Mark le ordenó que se echara al suelo y que guardara silencio.
Desde dentro del despacho, se oía la voz del juez de paz, que leía el documento con la voz monocorde de los que tienen como modo de vida los farragosos y áridos textos legales. Terminada la lectura, solicitó a Gerald que estampara su firma. Si Tom lo hacía también, todo habría acabado.
Mark giró el pomo de la puerta y la abrió con violencia.
—¿Quién demonios es usted?—preguntó Gerald, rabioso por aquella súbita interrupción.
Los tres ocupantes del despacho se quedaron paralizados por la repentina aparición del joven, aunque solo fue por un momento. Gerald no se dejó amedrentar por el revólver de Mark. Tenía su propia arma, una pequeña pistola que cabía en el bolsillo de su chaqueta. La sacó rápidamente y encañonó al padre de Linda, urgiéndole para que firmara el documento.
Tom estaba blanco como el papel, con la pluma estilográfica temblándole en la mano.
Gerald no quería correr riesgos, por lo que disparó a Mark para evitar más interrupciones innecesarias.
Y por medio segundo de antelación, Tom le salvó la vida.
Mark nunca creyó que el padre de Linda reaccionaría de tal forma, pero cuando vio como se levantaba del sillón y le clavaba la punta de la estilográfica en el hombro, desviando su disparo mortal, vio su oportunidad. Dos certeros disparos del arma de Mark acabaron con la vida del cacique.
Tom necesitó unos segundos para entender que la pesadilla había terminado. Dirigió una mirada fulminante al juez de paz, el cual hubiese preferido salir huyendo de allí. Sin más, rompió en mil pedazos aquel maldito documento que entregaba, por unos miserables dólares, lo único que estaba a la altura del amor que sentía por su hija; el rancho que tanto esfuerzo le había costado sacar adelante.
—Gracias—murmuró Tom.
—No ha sido nada—dijo Mark, con sincera modestia.
—¿Qué haces aquí?— preguntó el padre de Linda—Pensé que no volvería a verte nunca.
—Es una larga historia—y el joven decidió ser sincero. Le contó en pocas palabras como había rescatado a Linda de la cárcel del sheriff, y también, lo que sentía por ella, omitiendo naturalmente su apasionado encuentro en el establo.
Los dos miraron el cadáver de Gerald. Un charco de sangre empapaba paulatinamente la alfombra del despacho.
—Este ya no volverá a molestar a nadie—comentó Tom, con tono de desprecio—En el pueblo todos estábamos hartos de él. Mucho me temo que el sheriff tendrá que buscar otro amo que le dé de comer. ¿Y dices que estás enamorado de mi hija?
—Sí, señor—dijo Mark, empleando el tono cortés que usaba cuando atendía los requerimientos del padre Linda mientras era su empleado.
—Pues para eso solo hay un remedio—sentenció Tom.
El juez de paz estaba escondido bajo el escritorio, sin decidirse a salir.
Mientras, afuera, en la calle, una multitud de curiosos se arremolinaba deseosa de saber qué estaba sucediendo en la notaría. Al poco de saber que Gerald Anderson, el cacique de la comarca, estaba muerto, un sentimiento de alegría y alivio se extendió entre los habitantes del pueblo.
***
Un mes después, el reverendo que diera cobijo a la hija de Tom Gardner durante los violentos sucesos de mediados de julio oficiaba una boda en la iglesia.
—Mark Brooks, ¿aceptas a Linda Gardner como legítima esposa?
—Sí, acepto—dijo él, maravillado por la visión su amor, vestida de blanco radiante.
Era el turno de la novia. En la iglesia no cabía un alma más. Tom, entre el público que abarrotaba el templo, estaba emocionado al saber que la relación entre aquel joven y su querida hija quedaría bendecida ante los ojos del Señor. Lo único que sentía era que su difunta esposa no estuviera allí presente para compartir aquel día tan señalado.
—Sí, acepto— dijo ella, sonriendo.
El reverendo, tras declararles marido y mujer, dio permiso a Mark para besarla. El público rompió en aplausos, mientras él, cogiendo de la mano a su esposa, pensaba como explicar al padre de Linda que, dentro de ocho meses, se convertiría en abuelo.