38

En 1933, poco después de que le hubieran dado su primer y único trabajo, Phulboni recibió el encargo de viajar a la remota ciudad de provincias de Renupur.

Phulboni trabajaba en una empresa británica muy conocida, Palmer Brothers, que fabricaba jabones y aceites y otros artículos domésticos. La empresa era famosa por su extensa red de distribución, que llegaba hasta las aldeas y ciudades más pequeñas. Cada nuevo empleado de la empresa debía pasar unos años viajando por una región, visitando las tiendas de los pueblos, conociendo a los comerciantes del lugar, sentándose en los puestos de té, visitando ferias y festejos.

Nuevo en el trabajo, Phulboni no había oído hablar de Renupur. Tras hacer algunas consultas, se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que, pese a ser pequeño, el pueblo se ufanaba de tener una estación de ferrocarril. Cada dos días pasaba por allí un tren que unía Calcuta con el mercado algodonero de Barich.

En línea recta, Renupur sólo estaba a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de Calcuta, pero el viaje era lento y bastante tedioso, pues serpenteaba entre Darbhanga y una amplia franja de la gran llanura de Maithil. Pero, lejos de amilanarse ante la idea de pasarse dos días en el tren, Phulboni estaba ilusionado: le encantaba todo lo relacionado con el ferrocarril, estaciones, locomotoras, guías de horarios, el acre olor a creosota de los coches cama. No había nada que le gustara más que soñar despierto junto a una ventanilla abierta con el viento en la cara. En aquella ocasión estaba especialmente entusiasmado porque le habían dicho que en los bosques cercanos a Renupur había buena caza. Dado su carácter, se había gastado la primera mensualidad en un rifle nuevo de calibre 303. Ahora esperaba con ansiedad la ocasión de utilizarlo.

Era mediados de julio. La época de los monzones había comenzado y la lluvia inundaba toda la parte oriental de la India. Varios ríos de la región, célebres por su turbulencia, se habían salido de su cauce desbordándose por las anchas y lisas llanuras. Aquellas aguas, tan cargadas de amenazas para el sustento de muchos, presentaban un aspecto completamente distinto para el espectador que pasaba en tren, mirando desde la seguridad de un elevado terraplén. Las aguas quietas, remansadas en grandes lienzos plateados bajo el oscuro cielo monzónico, ofrecían un espectáculo fascinante y encantador. Phulboni, criado entre las montañas y las selvas de Orissa, nunca había visto nada parecido: aquella interminable y majestuosa llanura reflejada en los cielos turbulentos.

Antes de arrancar de Dharbanga, Phulboni pidió al revisor que le avisara antes de llegar a Renupur. El viaje duró ocho horas, pero al joven escritor le parecieron unos minutos. Mucho antes de haber saciado su apetito de paisaje, apareció el revisor para avisarle de que casi habían llegado a Renupur.

Phulboni se asombró: mirando por la ventanilla, lo único que veía eran campos inundados, las mansas aguas interrumpidas tan sólo por la cuidadosa geometría de terraplenes y diques.

A lo lejos, una ocasional voluta de humo de leña que ascendía en espiral de un bosquecillo sugería un pueblo o una aldea, pero él no veía señal de que hubiese una aglomeración urbana suficiente para merecer una estación de ferrocarril.

Al manifestar su sorpresa al revisor, Phulboni se enteró, alarmado, de que la ciudad (pueblo, más bien) de Renupur estaba a casi cinco kilómetros de la estación que llevaba su nombre. Renupur no era en modo alguno lo bastante grande o importante para merecer un ramal en la línea férrea que unía Dharbanga con Barich. Los habitantes de Renupur que deseaban coger el tren tenían, en cambio, que hacer el viaje hasta la estación en carro de bueyes. De hecho, la estación de Renupur debía su existencia más a las demandas de la industria mecánica que a las necesidades de la población local. El reglamento de ferrocarriles estipulaba que las líneas de vía única como aquélla debían tener apartaderos a intervalos regulares, de modo que los trenes que circulaban pudieran cruzarse sin contratiempos. Así era como Renupur llegó a ufanarse de tener estación: en realidad era poco más que un cartel en un andén añadido a una vía muerta.

No se trataba más que de burocracia y reglamentos, naturalmente, le dijo el revisor. En aquella línea no existía verdadera necesidad de un apartadero. El suyo era el único tren que utilizaba aquel tramo de la vía. Iba traqueteando, parándose siempre que se presentaba el menor pretexto, hasta que llegaba al final de la línea. Y luego simplemente daba la vuelta y regresaba. Jamás se cruzaba con otros trenes hasta llegar a Darbhanga.

El revisor era un individuo de aspecto extraño. Tenía unas facciones curiosamente contraídas: su mandíbula inferior estaba tan mal emparejada con la superior, que mantenía la boca continuamente abierta en una mueca maliciosa y retorcida. Ahora se echó a reír, con su tono seco y áspero. Asomándose por la ventanilla señaló un tramo de vía que corría paralelamente a la línea principal a lo largo de doscientos metros antes de reunirse con ella. Las vías estaban tan oxidadas y llenas de hierba que apenas eran visibles.

—Y ahí tiene el apartadero de Renupur —dijo, acercando la cara a Phulboni y soltándole una rociada de saliva, roja de betel—. Como puede ver, no se utiliza. Dicen que sólo se usó una vez, y de eso hace muchos, muchos años.

Phulboni no le prestó atención: estaba demasiado ocupado limpiándose las manchas de betel de la cara.

El tren se detuvo con un gemido y el revisor abrió una puerta y bajó cargando con el estuche del rifle y la bolsa de Phulboni. Antes de que Phulboni pudiera darle una propina, ya estaba de nuevo en el tren, agitando un banderín verde.

—Espere un momento —gritó Phulboni, desconcertado.

Con un pitido, el tren se fue alejando despacio. Phulboni miró a su alrededor y, para su sorpresa, vio que era la única persona que había bajado en Renupur. Lanzó una última y larga mirada al tren y en una ventanilla vio al revisor, que le observaba con la torcida boca obsesivamente abierta. El tren pitó de nuevo y el rostro extrañamente contraído se perdió en una nube de humo.

Phulboni se encogió de hombros y se agachó a coger el equipaje. Se sintió impaciente por ponerse en camino al pueblo y, de forma instintiva, alzó la mano para llamar a un mozo. Hasta entonces no había notado que no había ninguno a la vista.

La estación era la más pequeña que Phulboni había visto en su vida, aún más que las que a veces se vislumbraban de pronto al pasar medio dormido en un tren a toda velocidad, y que desaparecían de nuevo con la misma rapidez. Porque hasta las estaciones más pequeñas tenían su plataforma, y muchas veces algunos bancos de madera también. Pero el andén de Renupur era un trozo de tierra batida, con la superficie cubierta de hierbajos y unos cuantos adoquines rajados. Dos chirriantes carteles colgaban junto a la vía, separados por unos cien metros, cada uno con la leyenda apenas visible de «Renupur». Entre ellos, sirviendo a la vez de garita de señales y de oficina del jefe de estación, había una destartalada construcción de ladrillo y tejado de hojalata, pintada con el habitual color rojo del ferrocarril. En ninguna parte se veían casas ni cabañas, ni habitantes del pueblo, ni ferroviarios, ni mirones, ni vendedores de comida, ni mendigos, ni viajeros dormidos, ni siquiera el inevitable perro ladrador.

Al mirar en torno, Phulboni se dio cuenta de que no había nadie en la estación, absolutamente nadie. El espectáculo era tan sorprendente que provocaba, literalmente, incredulidad. Las estaciones, según la experiencia del joven escritor, solían estar o llenas o semillenas de gente apiñada. Estaban semillenas cuando uno podía pasar sin impedimento entre la multitud, sin tener que abrirse camino a empujones. En las raras ocasiones en que ocurría eso, uno exclamaba: «¡Pero bueno, si hoy está vacía la estación!», utilizando el término en sentido metafórico, descontando a mozos, vendedores, pasajeros adormilados, parientes a la espera y otras personas que, sin llegar a impedir el paso, estaban presentes de manera innegable. Eso era, según la experiencia del joven escritor, lo que la palabra vacía significaba aplicada a una estación. Pero ¿aquello? Phulboni, pese a sus dotes, era incapaz de pensar en una palabra que describiese una estación literalmente deshabitada y desierta.

Al joven se le cayó el alma a los pies al contemplar aquel lugar desolado. No tenía idea de adónde ir ni cómo. No se veía ni carretera ni camino. La estación, anclada en lo alto del terraplén del ferrocarril, era una islita en el espejeante mar de la crecida.

Le habían hecho creer que habría alguien esperándole en la estación: un tendero o el dueño de algún puesto que comerciara con los productos de Palmer. Pero allí estaba, en Renupur, y por lo que veía, era el único ocupante de la estación. Cogiendo la bolsa, se puso el rifle al hombro y se encaminó hacia la garita de señales para ver si encontraba al jefe de estación. Nada más dar los primeros pasos oyó una voz a su espalda, que gritaba:

Sahib, sahib.

Dándose la vuelta, vio a un hombre menudo y patizambo que subía gateando por el terraplén. Llevaba un dhoti lleno de manchas y una chaqueta de ferroviario, y traía un jarro de latón cogido por los bordes.

Phulboni sintió tanto alivio al ver a un ser humano que de buena gana lo hubiera abrazado. Pero, consciente de su posición como representante de Palmer Brothers, enderezó la espalda e irguió el mentón.

El hombre alcanzó a Phulboni y le cogió la bolsa.

—Arrey, sahib —se presentó, jadeante—. ¿Qué voy a hacer? Cada vez que vienen las lluvias me pasa lo mismo: al campo y otra vez aquí, no paro. Si como algo, aunque sólo sea un plátano, me entra y me vuelve a salir disparado como una bala de cañón. Es una enfermedad. La que tengo en casa siempre me dice: «Arrey Budhhu Dubey, si fueras una vaca en vez de jefe de estación, al menos podría encender la estufa y hacerte la comida con tu estiércol». Y yo le digo: «Mujer, piensa un poco antes de hablar. Sólo pregúntate una cosa: si yo fuese una vaca en vez de jefe de estación, ¿qué necesidad tendrías de hacerme la comida?».

Phulboni movió nerviosamente los labios, pero al ser nuevo en el trabajo no estaba seguro del tono que debía adoptar un representante de Palmer Brothers en situaciones como aquélla. Notando su vacilación, Budhhu Dubey parecía la imagen misma del arrepentimiento.

—Ay, sahib —se lamentó—. Budhhu Dubey es un estúpido, hablando de su estiércol a un gran sahib como usted. Perdóneme, perdóneme…

Se arrojó a los pies de Phulboni. Y el escritor a duras penas logró impedir que le limpiara los zapatos con la frente. Le cogió y le obligó a levantarse con un brusco tirón.

—Ya basta —le dijo—. Dígame, ¿cómo se va a Renupur?

—Ésa es la cuestión —contestó el ferroviario en tono de disculpa—. Ni en barca, si la tuviera, podría llegar hoy a Renupur.

Phulboni se quedó horrorizado.

—Pero ¿y dónde me alojaré? ¿Qué voy a hacer?

—No se preocupe, sahib —le animó el jefe de estación, dedicándole una amplia sonrisa—. Se queda en mi casa.

Le explicó que un tendero de Renupur le había enviado recado de que se ocupase de él.

Phulboni sopesó la invitación con cierto detenimiento.

—¿Dónde vive usted? —preguntó al cabo.

—Ahí mismo, detrás de esos árboles —dijo el jefe de estación, señalando un lejano bosquecillo de mangos situado en lo alto de una suave colina. A Phulboni le pareció que el sitio estaba separado de la estación por unos cuatro o cinco kilómetros de llanura inundada.

—No se tarda más que un momento —aseguró el jefe de estación—. Dejaremos su equipaje en la garita de señales y luego nos pondremos en camino. Ya verá, cuando lleguemos, la que tengo en casa le tendrá preparado algo especial.

Cogió la bolsa de Phulboni y echó a andar hacia la garita, balanceándose sobre las piernas zambas. El escritor fue tras él, con el estuche de lona del rifle. Abriendo la puerta con suavidad, el jefe de estación le hizo pasar. Nada más entrar, una ráfaga de viento cerró violentamente la puerta. Se vieron súbitamente envueltos en una polvorienta penumbra.

La estancia era muy pequeña, y sólo tenía una puerta y una ventana con los postigos echados. En un rincón había un escritorio destartalado. Por lo demás, la garita parecía abandonada y sin usar.

Sólo cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, vislumbró un camastro de cuerdas arrimado a la pared del fondo. Era un viejo charpoy, cubierto con una esterilla desgarrada. Phulboni se acercó y dio una palmada a la estera, levantando una nube de polvo.

—¿De quién es? —preguntó.

—Ah, eso ha estado siempre aquí. Es de las culebras y las ratas —contestó el jefe de estación en tono despreocupado. Abrió la puerta, saliendo rápidamente y añadiendo—: Vámonos, sahib, pronto se hará de noche.

Phulboni echó otro vistazo a la habitación. Esta vez su mirada reparó en un pequeño nicho en la pared. Dentro había un farol de señales. Se acercó a mirarlo mejor y se llevó una agradable sorpresa al ver que lo habían limpiado y pulido hacía poco. La armadura de latón estaba reluciente y el círculo de cristal rojo en la ventanilla lanzaba cárdenos destellos con el reflejo del sol. Phulboni alargó la mano para dar un golpecito con el dedo en el cristal, pero el jefe de estación se lo impidió, precipitándose en la habitación y apartándole bruscamente la mano.

—¡No, no! —gritó—. ¡No haga eso!

Sorprendido, Phulboni dio un respingo y el jefe de estación dijo con vehemencia:

—No, no, eso no hay que tocarlo.

—Pero ¿no lo toca usted? —inquirió Phulboni, aún más perplejo—. ¿Quién lo limpia, entonces? ¿Quién le saca brillo?

El jefe de estación desvió la pregunta con un gesto de la mano, murmurando algo sobre la propiedad del ferrocarril.

—Debemos ponernos ya en camino, sahib —dijo, tratando de conducir a Phulboni hacia la puerta—. Está anocheciendo; tenemos que darnos prisa.

El escritor se encogió de hombros y se agachó a coger su bolsa de viaje.

—No —dijo, tirándola sobre el camastro—. Esta noche me quedo aquí.

El jefe de estación se quedó con la boca abierta. Una expresión de alarma cubrió sus facciones, joviales y un tanto estúpidas.

—No, no, sahib —dijo, alzando la voz—. No puede hacer eso; es imposible. No puede ser.

—¿Por qué no? —replicó Phulboni.

Pese a estar hecho polvo, la perspectiva de una noche en aquella habitación le parecía enormemente preferible a la de vadear cuatro kilómetros de campos inundados.

—No, no. Quíteselo de la cabeza —exclamó el jefe de estación. Había una nota de pánico en su voz, y su frente estaba perlada de sudor.

—Pero aquí estaré perfectamente —protestó Phulboni.

—No, sahib. No debe quedarse aquí —le imploró el jefe de estación—. Venga a casa conmigo; no permitiré que se quede aquí solo.

Eso hizo decidirse a Phulboni.

—Estaré muy cómodo aquí —afirmó—. No se preocupe por mí.

Empezó a abrir la bolsa antes de que el jefe de estación pudiera contestarle.

Como todos los viajeros que utilizaban el tren en aquella época, Phulboni iba enteramente preparado para una eventualidad como aquélla: metido en la bolsa llevaba un colchón ligero, una almohada y varias sábanas y toallas. Al desatar las correas, la bolsa se abrió como una cama ya hecha.

—Fíjese —dijo con un gesto de triunfo—. Aquí dormiré estupendamente.

—No. No puede: no es seguro —insistió el jefe de estación, tirando inútilmente de la bolsa.

—¿Que no es seguro? ¿Por qué? ¿Qué puede pasarme aquí?

—Cualquier cosa. Al fin y al cabo, esto no es la ciudad. En sitios solitarios como éste puede ocurrir todo tipo de cosas: hay ladrones y bandidos y dacoit

Phulboni soltó una carcajada.

—Con tanta agua alrededor, los dacoit necesitarán barcas para venir hasta aquí —objetó, y palmeando el estuche de lona del rifle añadió—: Y si vienen, tendrán que vérselas con esto.

—¿Y las serpientes? —preguntó el jefe de estación.

—No me dan miedo las serpientes —contestó Phulboni, sonriendo—. Donde me crié, la gente utilizaba las serpientes de almohada.

El jefe de estación lanzó un desesperado vistazo a la garita, al mugriento y desvencijado escritorio y a las densas telarañas que colgaban del techo como panales negros.

—¿Y qué comerá, sahib?

—Como su casa está tan cerca —dijo Phulboni en tono ecuánime—, espero que no le cause demasiada molestia traerme algo de su cocina.

El jefe de estación emitió un suspiro.

—Está bien, sahib —concedió de mala gana—. Haga lo que quiera. Pero sólo le digo una cosa: después no eche la culpa a Budhhu Dubey.

—No se preocupe —repuso Phulboni. Se ufanaba de conocer a la gente de pueblo, y sabía que los campesinos solían tener ideas fijas sobre algunas cosas. Con una sonrisa, añadió—: Si me atacan las serpientes o los dacoit, la culpa será mía.

El jefe de estación se marchó y Phulboni se dedicó a deshacer el equipaje para instalarse. Abrió a la fuerza la ventana y el postigo y dejó la puerta abierta. Pronto, tras limpiar el polvo y arreglarla un poco, la caseta empezó a resultar mucho más acogedora.

Animado, Phulboni decidió sacudir y limpiar el camastro también. Quitó la bolsa de la cama, sacó fuera la vieja y raída estera y le dio una vigorosa sacudida. Salió una nube de polvo y, cuando se disipó, Phulboni observó una marca de extraña forma: una mancha desvaída, herrumbrosa y rojiza. Dejó la estera en el suelo y la observó mejor.

Era la huella de dos manos, puestas una junto a la otra. Pero tenían algo inquietante, algo que no llegaba a encajar. Phulboni tuvo que mover la cabeza de un lado a otro hasta descubrir lo que era: la huella de la mano izquierda sólo tenía cuatro dedos. Le faltaba el pulgar.

Había algo un tanto espectral y amenazador en el extraño contorno impreso en el amarillento esparto. Enrolló la estera y la puso en un sitio apartado, fuera de la vista. Volvió a entrar, cogió la bolsa, la puso sobre las cuerdas del camastro y se hizo una cómoda cama. Luego se puso la ropa de dormir y colocó los utensilios de afeitarse en un estante limpio del nicho, junto al farol de señales, ya dispuestos para la mañana siguiente. Volviéndose, echó un vistazo a la habitación: todo estaba ya en orden, pero algo le seguía produciendo mal sabor de boca. Decidió salir a dar un paseo.

Ya estaba cayendo la tarde. Las nubes se habían abierto y el sol brillaba en el cielo limpio de lluvia, arrancando un irisado resplandor a todo lo que se veía. Phulboni caminó por la vía férrea, saltando de traviesa en traviesa, contemplando los raíles paralelos que se perdían en el horizonte, a través de los resplandecientes campos inundados que bordeaban el alto terraplén.

Al llegar al punto donde el tendido se bifurcaba, se volvió a mirar al apartadero cubierto de hierbas. Observó fugazmente que las agujas que unían la vía principal con la vía muerta estaban rígidas y oxidadas por falta de uso. Luego vio que una familia de airones utilizaba las vías cubiertas de hierba como percha para salir de caza. Cautivado, se acercó sigilosamente hacia los pájaros y se sentó en un raíl, a una distancia prudente. Entre los tendidos paralelos se elevaba un montículo, posiblemente una antigua plataforma. El escritor apoyó la espalda en la elevación y pasó casi una hora contemplando los airones, viendo cómo picoteaban entre las ranas que se asomaban a la superficie de los campos inundados de abajo.

Al fin, rebosante de una sensación de paz y bienestar, se levantó y se estiró. Ahora se alegraba doblemente de haberse quedado en la garita de señales en vez de ir a casa del jefe de estación: estaba en uno de esos sitios donde la soledad era una recompensa en sí misma.

Echó a andar, haciendo equilibrio sobre un raíl. Ya se acercaba el crepúsculo, y las nubes lisas y vaporosas se veteaban de festones de color rojo y púrpura. Cuando llegó a las agujas que unían en una sola vía la línea principal y la secundaria, Phulboni decidió volver. Se detuvo a echar una última mirada al espectacular panorama de los campos inundados que destellaban bajo el crepúsculo. Inadvertidamente, sus ojos pasaron por el mango rojo de la palanca de maniobras. Observó, sorprendido, que el mecanismo parecía en buen estado de mantenimiento. No había rastro de óxido en la palanca, ni hierba entre los cables que la conectaban a los carriles de cambio, aunque iban a ras de tierra. Por el contrario, los profundos surcos hechos en el suelo sugerían un mantenimiento periódico y un uso continuado.

Phulboni sentía un instintivo interés por todo lo mecánico. Le gustaba el tacto del metal frío, disfrutaba ante la vista de un objeto de hierro o acero bien fabricado. Cruzó la vía para observar de cerca la brillante palanca metálica: el hecho de ver un dispositivo bien cuidado en aquel entorno tan inverosímil le producía un oscuro sentimiento de satisfacción.

Al agacharse con el brazo extendido, oyó un grito. Incorporándose, vio al jefe de estación, que subía a gatas por el terraplén. Agitaba frenéticamente los brazos, haciéndole señas de que se apartase de la palanca de maniobras. Llevaba un hatillo en una mano y una jarra de arcilla en la otra. Phulboni se percató de pronto de que tenía una hambre voraz. Le saludó con la mano y volvió apresuradamente por la vía.

El jefe de estación lo esperaba a unos cien metros más atrás. Tenía la frente contraída en un ceño de cólera.

—Oiga —dijo al escritor—. Será usted un gran sahib y todo eso, pero si sabe lo que le conviene no toque nada de lo que hay por aquí. —Y, como se le acabara de ocurrir, añadió—: Eso es propiedad del gobierno; pertenece al ferrocarril.

Phulboni había pensado felicitar al jefe de estación por el buen mantenimiento de los mecanismos de cambio. Le escuchaba ahora amedrentado, incapaz de pensar en una respuesta adecuada.

El jefe de estación le puso en las manos el hatillo y la jarra de barro y, en tono brusco, le dijo:

—Cuando termine, póngalo en un rincón. Lo recogeré por la mañana.

Arrastrando los pies, se dirigió rápidamente al terraplén y empezó a bajarlo a gatas, hacia el campo anegado.

Recobrándose, Phulboni gritó:

—¿Por qué no se queda un momento? ¿A comer algo conmigo antes de marcharse?

—Volveré por la mañana —contestó el jefe de estación, mirando por encima del hombro.

Había algo en su apresurada marcha que inquietó a Phulboni. Acercándose al borde del terraplén, gritó:

—¿Hay algo que no me haya dicho, masterji?

—Mañana —contestó el jefe de estación—. Mañana…, todo…, se hace de noche…

Un apresurado chapoteo ahogó el sonido de su voz.

Phulboni se sintió entonces extrañamente perdido, de pie junto a las desiertas vías a la luz mortecina del atardecer. Volvió despacio a la garita de señales y abrió la puerta. Dentro estaba oscuro, pero un destello metálico le hizo mirar al suelo. Era la curva hoja de su navaja de afeitar: junto a ella estaba el cacharro del jabón de afeitar, la brocha y el trozo de alumbre que había dejado en el nicho antes de salir de paseo.

Phulboni dejó la comida y el agua sobre el escritorio y fue a ver si la ventana se había abierto y había entrado corriente o una ráfaga de viento. Pero la ventana estaba bien cerrada. A falta de mejor explicación, decidió que los objetos habían volado al abrir él la puerta. Los recogió y volvió a colocarlos en el hueco de la pared, junto al farol de señales.

Decidió comer fuera, mientras aún había luz. Llevando la comida y el agua, cruzó la puerta, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y abrió el hatillo de tela. Encontró una pila de paratha, una generosa ración de salsa de mango y un montón de doradas patatas bañadas en una densa capa de masala. La comida olía mejor que nada que pudiera recordar y la acometió con deleite.

Iba a la mitad de su tercer paratha cuando oyó que algo se caía en la habitación. Sobresaltado, volvió la cabeza y miró atrás. Por la puerta abierta, vio que la navaja y sus cosas de afeitar estaban en el suelo. Nadie había entrado y el viento se había calmado. Sintió un momentáneo desasosiego, pero el hambre le reclamó y siguió comiendo.

Al terminar, se lavó las manos, bebió un copioso trago de agua y apoyó la espalda en la pared, limpiándose satisfecho los dientes con una paja. Ahora, sentado entre la suave brisa, escuchando el coro de ranas y grillos que ascendía de los campos inundados, había recobrado la sensación de bienestar. Todo estaba tan en calma, tan tranquilo, que hacía falta algo especial: decidió que la ocasión requería uno de sus raros cheroots.

Phulboni no era gran fumador, pero un par de veces a la semana le gustaba encender un cheroot o un puro después de una buena comida. Recordaba haber metido algunos en el equipaje, pero no estaba seguro de dónde los había puesto exactamente.

La garita de señales ya estaba completamente a oscuras, pero tenía a mano una caja de cerillas. Encendió una y al instante sus ojos repararon en el farol, que destellaba en el hueco de la pared. Se le ocurrió una idea. Cogió el farol y lo sacudió. El chapoteo del petróleo le indicó que el depósito estaba lleno. Abrió la ventanilla de cristal y manipuló la rosca que accionaba la mecha. Dándole un par de vueltas, sacó la mecha unos centímetros y la encendió. Cuando cerró la ventanilla, una luz luz rojiza y brillante llenó la habitación.

Satisfecho de sí mismo, se acercó a la bolsa y empezó a hurgar en los compartimientos, buscando la lata de cheroots. Acababa de encontrarla cuando oyó un ruido metálico a su espalda y la luz se apagó. Chasqueó la lengua, molesto por no haber cerrado la puerta antes de encender el farol. Se dirigió al escritorio y prendió otra cerilla. Pero entonces se fijó bien y vio que se había equivocado: la llama no se había apagado por una ráfaga de viento, sino que la rosca había girado y la mecha se había escondido en su alvéolo. Manipuló la rosca, frunciendo el ceño, preguntándose si se habría soltado. Era difícil estar seguro, pero al final logró que la mecha volviese a aparecer y la encendió de nuevo. Esta vez se encargó de poner el farol en un rincón, bien al abrigo del viento.

Luego encendió su cheroot, sentándose en el umbral con las piernas cruzadas, escuchando la miríada de insectos del monzón. Había fumado la mitad cuando oyó que la rosca del farol volvía a girar. Echó una mirada por encima el hombro y vio que la luz se había vuelto a apagar; un escalofrío le recorrió la espalda. Se acordó del rifle y volvió a serenarse. Que él supiese, nada en el mundo se resistía a un calibre 303. Continuó dando chupadas a su cheroot.

Se lo fumó hasta la colilla y luego se puso en pie. Le costó cierto esfuerzo volver a la garita, pero no tenía otra opción. Sabía que no podría llegar a casa del jefe de estación solo y en la oscuridad.

Phulboni se preparó para la noche con mucha calma y determinación. Se puso el pijama a oscuras, racionando las cerillas. Luego quitó del pantalón el sólido cinturón de cuero y atrancó la puerta con él. Sacó el rifle del estuche y lo colocó en el suelo junto a la cama, al alcance de la mano. Después se tumbó en la cama, de cara a la puerta. Tenía la impresión de que permanecería mucho rato despierto, pero había sido un día muy largo y estaba muy cansado: al cabo de unos minutos estaba profundamente dormido.

Le despertaron unas gotas de lluvia en la cara. Se incorporó, sobresaltado, y alargó instintivamente la mano para coger el rifle. La puerta se había abierto, sacudida por el aire, y la lluvia entraba a chorro en la habitación.

Se levantó con esfuerzo, maldiciéndose para sus adentros por no haber cerrado bien la puerta. El cinturón estaba en el suelo junto a la entrada, aún atado. Lo recogió, cerró de un portazo y volvió a atar el cinturón al quicio de la puerta tan fuertemente como pudo. Retrocediendo, encendió una cerilla para ver si el cinturón resistiría.

Entonces fue cuando se dio cuenta de que el farol ya no estaba en el rincón donde lo había colocado. Miró por el escritorio y en el hueco de la pared: el farol no estaba en ninguna parte. Había desaparecido.

Phulboni estaba atontado de sueño y lo primero que se le ocurrió fue que el jefe de estación había entrado para llevarse el farol mientras él dormía; quizá habría una emergencia en alguna parte de la línea. Volvió a abrir la puerta y miró entre la lluvia torrencial. Allí estaba, en efecto: un círculo de luz rojiza, oscilando por la vía de un lado a otro, a unos cincuenta metros de distancia.

¡Masterji, masterji! —gritó Phulboni a pleno pulmón, haciendo bocina con las manos. Pero la luz siguió su camino, y no era de extrañar: el viento aullaba, arrastrando la lluvia a su paso.

Phulboni no lo pensó ni un momento. Se calzó los zapatos, se envolvió en una gruesa toalla y salió corriendo. Por un instante acarició la idea de llevarse el rifle. Pero luego, pensando que la lluvia y el barro podían estropearlo, lo dejó. Encogiendo los hombros, llegó a la vía, guiñando los ojos frente al embate del viento. Sólo cuando estaba a medio camino del apartadero se le ocurrió pensar en cómo había podido entrar el jefe de estación en la garita de señales si la puerta estaba atrancada por dentro.

Phulboni avanzaba a tropezones, alargando el paso para acomodarlo al espacio entre las traviesas. La madera estaba resbaladiza a causa de la lluvia, y tenía que esforzarse por mantener el equilibrio. Le resultaba difícil no perder de vista la luz roja, pero tenía la impresión de que la iba alcanzando. A cada destello que vislumbraba, el farol parecía estar más cerca.

Entonces, entre dos furiosas ráfagas de lluvia, vio que la luz cambiaba de dirección desviándose a la derecha. Ya no estaba seguro de dónde se encontraba, pero calculó que el jefe de estación había llegado al punto donde las vías se bifurcaban hacía el apartadero. Estaba perplejo: cualquiera que fuese la emergencia, era difícil imaginar por qué el jefe de estación había hecho todo aquel camino bajo la tormenta para ir a la vía muerta.

Perdió entonces de vista al farol y aflojó un poco el paso. Oscuro como estaba, fijó los ojos en la vía, tratando de no pasarse del desvío cuando llegara al apartadero. Pero al final lo encontró sólo porque tropezó con las agujas del cambiavía. Empezó a tantear el camino con los pies, a su derecha, siguiendo la curva de la vía muerta.

Al cabo de unos pasos se detuvo y miró al frente, haciéndose pantalla con las manos. Entre un remolino de espesa lluvia, divisó la oscilante luz roja. Ahora estaba mucho más cerca, y casi parecía parada.

Dio unos pasos más y tuvo la seguridad de que el farol había dejado de avanzar. Estaba en el suelo, junto a la vía, probablemente muy cerca del sitio donde se había sentado por la tarde a ver cómo pescaban los airones en el charco. Estaba convencido de que el jefe de estación le había visto y esperaba que le alcanzase. Ahuecando las manos en torno a la boca, volvió a gritar con todas sus fuerzas:

¡Masterji, masterji!

La luz osciló como para animarle y Phulboni echó a correr lo más rápido que pudo, ansioso por alcanzarla. Entonces, cuando la luz no estaba a más de siete metros de distancia, de pronto tropezó. Cayó de bruces, pero se las arregló para poner las manos a tiempo y no aplastarse la frente contra el frío acero.

Aliviado, hizo una pausa para tomar aliento, aferrando los raíles con las manos y sosteniéndose con los brazos en tensión. Y entonces, justo cuando empezaba a respirar normalmente, sintió que los carriles vibraban. Puso ambas manos sobre un raíl. No cabía duda: la vía temblaba, estremecida bajo un tren que se acercaba.

Phulboni se quedó pasmado: las posibilidades de que hubiera un tren en las proximidades rondaban el cero absoluto. El que él había tomado no volvería de Barich hasta la madrugada, y en aquella línea no circulaban otros trenes. Y aunque los hubiera, ¿por qué iban a desviarlos a aquella vía muerta? ¿Y quién cambiaría las vías? Había seguido al jefe de estación durante los últimos minutos, y sabía que no podía estar cerca de las agujas.

Y, sin embargo, la prueba de sus sentidos era innegable: los raíles vibraban bajo sus manos, y la vibración se iba haciendo cada vez más fuerte. Aplicó la oreja a la vía y escuchó con atención. Oyó el inconfundible estruendo de un tren que se aproximaba. Se precipitaba retumbando hacia él, estaba muy cerca. En el último momento se lanzó a un lado y cayó rodando por el terraplén hacia el charco.

Seguía cuesta abajo cuando las luces del tren destellaron por los campos inundados. Agarrándose frenéticamente a un matorral, logró detener la caída, con la cabeza a unos centímetros del agua. En aquel preciso momento oyó un grito, un aullido feroz, inhumano, que desgarró la tormentosa noche. Lanzó al viento una sola palabra —«Laakhan»—, inmediatamente sofocada por el estruendo del tren que pasaba a toda velocidad.

Phulboni estaba pegado al terraplén, cabeza abajo, delante del charco. Desde aquella posición no distinguía el apartadero, pero vio con toda claridad las luces, reflejadas en el agua, sintió el peso del tren sacudiendo el terraplén, oyó el angustiado jadeo de la locomotora y olió el carbón de la caldera. Pero durante todo aquel tiempo sólo pensó que había escapado a la muerte por los pelos.

Se quedó allí unos minutos, temblando de miedo y alivio. Seguía estando oscuro como boca de lobo, pero la tormenta había amainado un poco. Cuando las manos dejaron de temblarle, se puso laboriosamente en pie y empezó a subir a gatas por el terraplén.

Una vez sintió que el terreno se nivelaba bajo sus pies, gritó, por si aún podía oírle el que había chillado antes:

—¿Hay alguien ahí?

No hubo respuesta, así que se puso de rodillas y empezó a tantear el terreno para ver si encontraba la vía. Era consciente de que no encontraría el camino hacia la garita de señales si no era guiándose por el tendido. Al cabo de unos minutos, tocó algo liso y frío. Exhalando un suspiro de alivio, se agarró al raíl con ambas manos.

Como estaba desorientado, tardó unos minutos en darse cuenta de que la vía, que tan vividamente se había animado bajo sus manos hacía unos momentos, estaba ahora absolutamente quieta, inmóvil. Sabía que la línea férrea transmitía durante kilómetros el rumor de los trenes, en ambas direcciones. Hacía muy poco que el tren había pasado por el apartadero: no podía estar a más de dos kilómetros de distancia. Aplicó el oído a la vía y escuchó con atención. El único sonido que oyó fue el repiqueteo de la lluvia sobre el metal. Entonces, una de sus manos tocó unos hierbajos que crecían entre las vías. Empezó a pasar frenéticamente las manos a uno y otro lado de los raíles. Descubrió que la vegetación que tapaba las vías y que había visto por la tarde no mostraba señales del paso de un tren.

Phulboni se asustó entonces; más de lo que nunca lo había estado. El miedo que sentía era tal que le paralizaba el cerebro, le obnubilaba la vista. De pie sobre el raíl, mirando aturdido a su alrededor, volvió a ver la luz roja. Estaba a unos cien metros y se acercaba despacio en su dirección.

Phulboni la saludó con un gran grito de alivio:

Masterji, masterji, estoy aquí…

El grito quedó sin contestación, pero el farol empezó a moverse algo más deprisa. Mientras observaba la luz, se le aclaró un poco la mente; fijó la vista en el farol, tratando de atisbar la cara del que lo llevaba. No vio nada; el rostro siguió envuelto en la oscuridad.

Phulboni se dio la vuelta y echó a correr. Corrió más deprisa que nunca, jadeando, luchando por mantener el equilibrio sobre las resbaladizas traviesas. Volvió la cabeza una vez y vio que el farol corría tras él, acortando distancias. Apretó aún más el paso, impulsándose hacia adelante, gimiendo de miedo.

Entonces vio que la garita de señales cobraba forma frente a él, recortándose en la oscuridad. Se volvió a lanzar una última mirada. El farol ya sólo estaba a unos pasos; con una mano claramente visible sobre el asa de acero.

Con un definitivo y desesperado esfuerzo, Phulboni se precipitó hacia la garita y cruzó la puerta tambaleándose. El rifle seguía donde lo había dejado, junto a la cama. Lo cogió bruscamente y, volviéndose, apuntó el cañón hacia la puerta.

Estaba manipulando el seguro cuando el farol apareció en el umbral. Entró y empezó a aproximarse a él; apareció una mano, bañada en la rojiza luz. El rostro permanecía en la oscuridad, pero de pronto aquella voz inhumana resonó de nuevo por la garita. Sólo dijo aquella misma palabra: «Laakhan».

Y entonces Phulboni disparó, a quemarropa, contra la ventanilla del farol. El estallido llenó la habitación como un cartucho de dinamita que explotara en un sótano: el retroceso del cañón golpeó al escritor en la barbilla lanzándolo violentamente contra la cama.