CAPÍTULO PRIMERO
Román Urálov entró en “El Cisne Rosa”, el club de moda en Madrid. La decoración conseguía combinar con gracia el lujo hortera de este tipo de locales con un toque vintage que le hacía único en toda España.
En el Cisne, como se le conoce popularmente, trabajaban setenta y cinco chicas traídas de todos los lugares del mundo. Había chinas, ucranianas, nigerianas, españolas, colombianas, venezolanas, etc. Román había contribuido llevando él mismo cuatro bellezas provenientes de la ciudad ucraniana de Nikoláyev.
La ostentación era marca de la casa y se apreciaba el lujo asiático por doquier. Suelo y columnas de mármol, vasos y copas de cristal de Bohemia, maderas preciosas en las diferentes barras, etc.
Echó un vistazo rápido haciendo zig zag con la mirada para controlar la sala y a todas las chicas, como le gustaba hacer. De repente, algo llamó su atención. Una de las camareras era nueva... y destacaba incluso entre las putas más guapas. No pudo evitar ir directamente a la barra pequeña, sin saber aún bien qué animales instintos lo atraían de aquella forma.
Se acercó despacio, felino, seguro de sí, mirándola a sus espectaculares ojazos verdes, que competían con las luces más brillantes del local. A pesar de estar en ese momento sirviendo una copa a un cliente, ella notó cómo una mirada se estaba clavando en su persona. De reojo, pudo apreciar cómo un hombre muy alto y musculoso se acercaba a su barra. Sin saber por qué, sintió un escalofrío que recorrió su columna vertebral.
— Buenas noches, caballero. ¿Qué le pongo?— preguntó con su mejor sonrisa, un tanto cohibida por la fuerza de la mirada de aquel hombretón surgido de la nada.
— Buenas noches. Vodka, por favor.
— ¿Con naranja, con cola, con limón?
— Un vaso grande, de vodka solo, el mejor que tengas. Beluga, por ejemplo.
— Sí, sí, claro. Enseguida.
Vodka solo, un vaso grande, pensó ella... “Va a caer al suelo en diez minutos con esa bomba. ¿Quién será este tipo? Guapo es, desde luego, con esos pómulos exóticos. Parece polaco, o ruso”.
— ¿Cómo te llamas?— inquirió serio él.
— Ana.
— Soy Román. Encantado de conocerte. ¿Has empezado hoy? No te había visto por aquí.
— Es mi primer día, en efecto. Estoy un poco nerviosa.
— Sí, lo he notado. Pero trabajas rápido, te mueves muy bien.
— ¿Quiere unas rodajas de limón y sal?— ofreció Ana.
— ¿Cómo?
— Sí, para el vodka. He visto que mucha gente toma así el tequila. Se ponen una pizca de sal en el dorso de la mano, la chupan, después beben el chupito de tequila y a continuación se comen el limón.
— Mariconadas de niñatos. Yo bebo vodka solo— zanjó Román, serio.
— Entiendo, señor.
— Ana, trátame de tú – dijo Román, dulcificando el gesto –. Después de todo, estamos en España, ¿no? Aquí todos os tuteáis.
— De acuerdo, como quieras. Aquí tienes tu vodka.
Al acercarle el vodka, Ana se inclinó un poco hacia adelante, insinuando el comienzo de sus pechos, de un tamaño que Román consideró perfecto. A los ojos verdes, Ana añadía un pelo rojo natural y una piel salpicada de graciosas pecas que le daban un toque inocente, de niña buena.
Cada vez que ella se giraba y se ponía de puntillas para alcanzar las botellas más altas, no podía dejar de mirar su culo, una manzana que ni el escultor más experto habría podido esculpir con más talento. Los pantalones blancos que llevaba, ajustados, marcaban la redondez y firmeza de sus glúteos.
Cuántas mujeres habré visto en mi vida..., pero ninguna como esta, ninguna. Qué preciosa es, qué cuerpo de diosa tiene, cómo sonríe.
Ana estaba consiguiendo, con su irresistible encanto, dulcificar y apagar un poco la dura mirada de Román Urálov.
Se bebió su vodka en cuatro rápidos tragos, lo que no pasó desapercibido a la chica.
— Bebes muy deprisa, továrish.
— ¿De dónde sabes esa palabra? Y ¿por qué has dado por hecho que yo iba a entenderla?
— No lo sabía, pero he querido probar— alegó ella, juguetona—. Verás, por tu aspecto, por tu rostro, he deducido que eras de Europa del Este, quizá polaco, ruso o ucraniano. Pero después, al escucharte hablar, lo he tenido más claro. Tengo una vecina rusa y hablas con una entonación idéntica a ella. Ha sido fácil, como ves.
— Chica lista. Esa vecina tuya, ¿te enseña ruso?
— No, sé algo de ruso. En realidad soy lingüista; hablo cinco idiomas y chapurreo otros tantos, entre ellos el de Pushkin – explicó la chica.
— Una lingüista, tan bella como tú, inteligente, ¿qué demonios hace sirviendo copas a los puteros?
— Bueno, este es un trabajo temporal, espero. En casa hago traducciones, correcciones. Sí trabajo como lingüista, pero no me alcanza para vivir. Por eso estoy aquí. Es la primera vez que hago algo así, pero no me avergüenzo. Pagan más que en cualquier bar.
— Entiendo.
— ¿Puedo hacerte una pregunta? - susurró Ana con una timidez que empezaba a derribar las defensas de él.
— Dispara.
— Con esa altura, esos ojos azules, esos brazos de boxeador, ese español tan bonito que hablas con acento medio eslavo medio italiano...
— Sigue, mujer, sigue.
— Bueno... quería decir... - se atoró y enrojeció por completo.
— Ya, ya, vale. Quieres decir que para qué necesito pagar por estar con una mujer. ¿Es eso? - se adelantó Román con fuego en la mirada, con los ojos clavados en los de ella.
— Bueno, no, no quería decir pagar. Más bien intentaba saber si tenías novia. Eso es todo. Perdona por la indiscreción, no sé qué me pasa. Estoy nerviosa en este ambiente, de verdad.
— Tranquila. Realmente vengo aquí por negocios, para ver a tíos, no a las chicas, para cerrar tratos, etc. De todas formas, es agradable ver a tantas bellezas, no digo que no. Pero hoy no existe ninguna mujer. No hay mujeres aquí, salvo una.
— ¿Una?
— Sí, se llama Ana.
— Claro, y las demás, ¿se han vuelto invisibles?
— Niñas de pecho a tu lado.
— Gracias por el cumplido. En general estoy acostumbrada a recibir frases más soeces como piropo.
— Mira, no me gusta andar con rodeos. Voy directo a un grano.
Ana rió con ganas, tapándose la boca con la mano.
— ¿Qué pasa? Es una expresión correcta, ¿sí? Ir a un grano, al asunto, a lo que interesa, sin los rodeos.
— Es el artículo. Decimos: “directo al grano”. Directo a un grano sería como ir directo a reventar un grano de la cara, de la espalda, ¿entiendes? No te enfades, ha sido muy muy divertido. Perdona.
— Bueno, pues directo AL grano – enfatizó Román la palabra muy despacio, tratando él mismo de contener la risa –. Quiero invitarte a cenar esta noche, cuando termines el trabajo.
— Pero si cerramos a las cuatro de la mañana. Y además, estaré muerta, creo. Es mi primer día, no lo olvides. Eres muy lanzado. Cuando te gusta una chica, siempre haces lo mismo, supongo. Pareces muy seguro de ti.
— No, hace más de dos años que no ceno con una mujer. He estado con pocas mujeres, lo creas o no, no necesito mentir ni excusarme.
Ana tuvo que dejarle por unos minutos para atender a un grupo de chicos que celebraban una despedida de soltero. Se disponían a pedir una ronda de trece copas y tendría que darse prisa en servirlas. A Román le sentó como un tiro la interrupción y se acercó al grupo de jóvenes.
— Señores, discúlpenme. ¿Les importaría pedir en la barra grande? Invito yo.
— ¿A todos? - espetó uno de ellos, ya borracho –. Somos trece, tío. Nosotros encantados, pero piénsalo bien.
— Sin problemas, amigos. Lo que queráis. Y después una segunda ronda. Decid al camarero que paga Román. ¿Está claro?
— Gracias, hombre.
— Es un placer. Que disfrutéis.
Ana contempló la escena con la boca abierta.
— ¿Por qué has hecho eso?
— Lo sabes muy bien, señorita lingüista. Hay una respuesta en el aire que debe ser respondida. Estoy esperando.
— No te conozco apenas. No voy a negar que me atraes, sería una tonta. Pero no sé, aunque eres interesante y diferente a otros hombres pareces peligroso. Noto el peligro en tu mirada.
— Respeto a las mujeres. Dime que no, entonces. No me gustan las excusas para que yo insista. No voy a insistir. A las cuatro vendré a buscarte e iremos a cenar. Solo vamos a cenar. Hay un restaurante en el centro que no cierra hasta las siete. La comida es exquisita. Y enseguida te llevaré a casa. Imagino que acabarás cansada.
— Mira, como quedan aún varias horas, te contesto a las cuatro, si es que vienes. ¿Te parece?
— Trato hecho— zanjó Urálov.
Ana salió a las cuatro y media pasadas. Un espectacular Aston Martin DB7, azul eléctrico, estaba junto a la puerta. Román esperaba fuera del coche, con un gran ramo de rosas rojas.
— Román, ¡has venido!
— Claro, ¿qué esperabas? Un ruso cumple siempre su palabra. Te dije que soy serio y mi palabra es ley.
— Esas rosas tan bonitas, ¿son para mí?
— No, son para la señora de la limpieza, doña Graciela – cortó él.
— Bromista. Muchas gracias. No es habitual para nosotras recibir flores tan pronto, en la primera cita.
— Los españoles tienen complejos muy tontos. No se puede quedar por primera vez con una mujer y no llevarle flores. Ninguna rusa aceptaría tal trato.
— Me empiezan a gustar los rusos, mira por dónde.
— ¿Por dónde qué? - preguntó Román.
— Jaja, es una expresión, hombre. No significa que mires nada.
— No la conocía, mira por dónde. Venga, sube al coche.
— ¿Qué coche es este? Qué maravilla. Ah, ya sé. Aston Martin, el de James Bond, ¿acierto?
— Bingo. Ponte el cinturón, Ana.
— Por favor, no trates de impresionarme con la velocidad. Me da miedo.
— No te preocupes, no pensaba hacerlo. Corro únicamente cuando voy solo. Iremos a velocidad de crucero – aseguró Román.
Román había reservado mesa para dos en el prestigioso restaurante “La Horda de Oro”. El dueño era kazajo, amigo íntimo de Román. La entrada del ruso provocó que todas las miradas se detuvieran en él y en su impresionante pareja. “Román Urálov con una mujer despampanante, ya era hora”, se dijeron algunos. El encargado salió de inmediato para recibirlos y acompañarlos a su mesa, la mejor del restaurante.
— ¿Te gusta el lugar? - preguntó Román con una sonrisa.
— Es interesante, muy lujoso, aunque quizá algo recargado.
— Es lujo asiático. El restaurante es kazajo. El dueño es amigo mío, se llama Timur. Dime, ¿estás muy cansada?
— Un poco, no lo voy a negar, pero mejor de lo que pensaba.
— Eso está bien. Ya tengo todo pedido, para ganar tiempo y no esperar. Me he permitido elegir por ti, ya que la mayoría de los platos te serían desconocidos.
— Qué amable. Perfecto. Me encantan las sorpresas— reconoció Ana.
— Tomo nota— dijo él al tiempo que sacaba una libretita negra y apuntaba algo en ella.
— Eres muy ocurrente, ¿sabes?
— Esto no era una gracia. He dicho que tomo nota y la tomo literalmente. Ana... sorpresas... Ya está.
— Dime, Román, ¿por qué has vuelto a por mí? Tú puedes estar con cualquier mujer, con la que quieras.
— Tus ojos me atrajeron desde la puerta de entrada, fueron como un semáforo de pasión para mí. No pude hacer nada. Fue irremediable. Entré al Cisne para encontrarme con un tipo y al final ni lo busqué, lo olvidé totalmente. He vuelto para poder verlos más tiempo; me refiero a tus ojos. No puedo evitarlo.
— Debo reconocer que tienes respuesta rápida para todo. No titubeas.
— También me gusta mucho tu boca, esos labios finos y elegantes, tus dientes tan blancos, las pecas de alrededor, tu pelo rojo como el fuego. Eres una bomba absoluta, Ana. ¿Quieres que siga contándote qué más cosas me atraen?
— Por favor.
— Me gusta ver cómo te agachas con esos pantalones tan ajustados. Me imagino tus pechos como dos fuentes de maná eterno, listos para saciar mis sedientos labios.
— La verdad es que estoy desconcertada. Debería coger mis cosas y pedir un taxi, pero lo cierto es que quiero seguir escuchándote. Me excitas, Román. Me gusta la manera en que miras, me atrae el deseo animal que hay en ti. Intuyo que esto no va a quedar en una cena.
— Me gustaría que durmieras en mi casa hoy. Tengo un colchón anatómico ideal para cuerpos cansados como el tuyo. Nos espera champán francés, el mejor, las más selectas fresas de Huelva y alguna otra sorpresa que no voy a revelar ahora— enumeró Román.
— Demasiado para una chica como yo, esto es demasiado.
— Esto es solo el principio – dijo él al tiempo que guiñaba un ojo.
Terminaron la cena con rapidez y el Aston Martin devoró los 20 kilómetros que los separaban de la mansión del señor Urálov. Román salió por la puerta del conductor mientras bloqueaba la de ella para que no pudiera salir. Con agilidad, se plantó en un instante en la puerta del copiloto, la abrió para que saliera Ana y se quedó mirándola, inmóvil cual estatua.
Se acercó a su cuello y empezó a besarla ahí descendiendo hasta el hombro, donde se deleitó jugueteando ansioso con los labios sobre la superficie de su suave piel.
Ana se dejó llevar, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Román aplazaba ex profeso el momento de juntar sus labios con los de ella, para avivar el fuego y aumentar las ganas de Ana.
De repente, la agarró por la cintura y la depositó con cuidado sobre el capó del coche, templado aún por el trayecto que habían recorrido desde el restaurante.
Con calma y habilidad, fue subiéndole la camiseta mientras besaba el vientre, introdujo la lengua en el ombligo y la fue subiendo serpenteante hasta que llegó a la parte de abajo del sujetador, de encaje blanco. Saltó este obstáculo y comenzó a besar la parte superior de sus pechos, recorriéndolos con mucha lentitud.
Ana empezaba a gemir débilmente. Se incorporó y trató de besarlo en la boca, pero él se lo impedía girando la cara lo justo para que siempre tocara mejilla en vez de labio. La chica comenzó a agitarse y sujetó con firmeza la cara de él, tratando de impedir que la esquivara de aquella forma que era nueva para ella.
El cuello de Román era el de un luchador grecorromano, ancho como una columna y fuerte como el de un toro de lidia. Este juego excitaba a Ana hasta la locura, que empezó a morderle la barbilla, las mejillas y todo lo que se ponía a su alcance. Él la dejaba hacer, excitado pero controlando la situación. Cuando la tensión llegó a un punto insoportable atrapó los labios de Ana con los suyos y la besó largamente, apretándose contra su cuerpo.
En un momento determinado se retiró y cesó el abrazo. Cogió a Ana por los hombros, le puso la camiseta en su sitio y le dijo, con voz baja y mirada felina:
— ¿Entramos?
— Me estás volviendo loca con estos parones. ¿Te gusta jugar, muchacho? Juguemos entonces.
Pronunciadas estas palabras, comenzó a correr alejándose de Román e incitándole, coqueta, a perseguirla. Román salió como un rayo en pos de su cuerpo de Afrodita.
Para su sorpresa, aunque él estaba en plena forma y había formado parte de un equipo de atletismo, no conseguía darle alcance. Ana volaba, corría como una gacela, esquivaba la mano de Román como una liebre evita la dentellada de un galgo en el último segundo. Román se empezó a dar cuenta de que esa chica lo volvía loco. Jamás había tardado tanto en atrapar a una mujer en un juego similar.
Tras dos minutos de fatigosa persecución, Román la derribó sobre el césped, loco de pasión y un tanto avergonzado por no haber podido alcanzarla con facilidad. Se dijo que ya valía de tanto jueguecito. Jadeantes ambos, comenzaron un abrazo-lucha que incluyó agarrones, mordiscos salvajes, arañazos de ella y besos ardientes, sin mirar muy bien dónde eran dados. Parecían dos felinos enzarzados en una cruel pelea.
Román reventó de un tirón los botones del pantalón de Ana. Ella, por su parte, rompió todos y cada uno de los botones de su camisa de Armani de seda. Román rompió el sujetador con los dientes y agarró sus pechos grávidos con las dos manos, pellizcando fuerte los pezones, lo que provocó el grito de Ana, más de placer que de dolor.
Ana se incorporó de súbito, empujó a Román y comenzó a bajarle los pantalones. Le bajó los calzoncillos y agarró su miembro que palpitaba de excitación, duro y rojo. Le besó en el ombligo, entre las ingles, a lo largo de sus musculosos cuádriceps. Se acercaba al pene y lo rozaba apenas, pero sin besarlo. Román disfrutaba de este juego y sentía que había encontrado a su media naranja, a la compañera perfecta de sexo.
Todo lo hacía exactamente como él imaginaba en sus fantasías que se tenía que comportar una chica. Parecía que había leído en su mente. Tan excitado estaba que no notó el momento en el que Ana se la metió en la boca. Se la lamía con calma, con mucha suavidad, mientras con una mano se la subía y bajaba por la parte baja.
— Jochú tebiá, Ana, jochú tebiá, seichás – le dijo en ruso.
— Yo también te deseo, Román, sí, ahora, ahora mismo— contestó ella, que había entendido perfectamente esas palabras rusas.
Se quedaron dormidos sobre la hierba. Román se despertó entre los brazos de Ana y, con sumo cuidado, para no despertarla, la subió a la habitación, la acostó y se echó él también, durmiéndose a los pocos minutos. El champán esperaba en la cubitera y las fresas empezaban a secarse sobre la bandeja de oro.