Bene
Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene, ¿recuerdas? También ella aparecía en mi sueño. Vestía un traje gris de listas y un delantal blanco, su uniforme. Aparecía muy triste, clavando su mirada en el suelo, entre sus pies, con sus manos juntas, como una colegiala. Tú y yo caminábamos lentamente, y ella permanecía muy quieta a lo lejos. No llevaba la cesta de la merienda y parecía ocultarse de alguien o de algo, quizás de aquellos gritos tan desagradables que tía Elisa, tan dulce y correcta para todos los demás, le dirigía por cualquier insignificancia. Tú habías vuelto para quedarte conmigo aquí, en esta vieja casa donde los dos nacimos y donde yo vivo ahora, envuelta en las sombras de los que os habéis marchado. Venías con la misma edad que tenías entonces, cuando te fuiste. Al ver a Bene entre los eucaliptos, tú me cogiste fuertemente del brazo y me susurraste al oído con sobresalto: «¡Ya sé por qué se ha ido Bene!». Al acercarnos a ella descubrimos un objeto entre sus manos. Era un libro, parecía un misal. Pude ver entonces, en la portada, la huella quemada de una mano humana. Tú ya no estabas a mi lado. Me encontré sola con ella, con una Bene desconocida que levantaba su rostro hacia mí sin gesto alguno. Su mirada parecía surgir de un vacío infinito. Y sus ojos comenzaron a brillar con una intensidad extraordinaria. Intenté escapar a la angustia que me asfixiaba. El resultado de mi esfuerzo fue despertar. Y tú no habías llegado a comunicarme lo que sabías de su marcha repentina.
Aún recuerdo el día que fuimos a buscar a Bene. Mi hermano Santiago no quiso venir. Se había quedado sentado en el jardín, entregado a la lectura con aquella misma concentración que, de niño, solía dedicar a uno de sus juegos predilectos: mientras con la mano izquierda sujetaba cuidadosamente un saltamontes, con la derecha, también con sumo cuidado, clavaba un alfiler en sus ojos. Cuántas veces, al presenciar aquella tortura, le grité desesperada y le llamé asesino. También ahora sentía deseos de gritar para apartarle de aquellos libros que diariamente se interponían entre nosotros. En aquel tiempo él tenía dieciséis años, cuatro más que yo. Pero no era sólo la diferencia de edad lo que entonces nos separaba, sino la nueva vida que él había comenzado, desde hacía dos años, al asistir a un colegio. Yo, en cambio, me había quedado sola, siempre encerrada en casa y recibiendo lecciones de doña Rosaura, la única profesora que tuve de niña.
Vivíamos en Extremadura, en una casa grande y aislada que distaba unos tres kilómetros de la ciudad. Yo no dejaba pasar ninguna oportunidad de salir al exterior, pues estaba cansada de apostarme en la cancela y, a través de sus barrotes, contemplar la carretera, casi siempre vacía. Allí fuera empezaba el mundo, donde yo imaginaba que podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. Claro que sólo conseguía ver las manadas de toros que pasaban con frecuencia, levantando una nube de polvo que los envolvía, y haciendo temblar la tierra bajo los golpes poderosos de sus pisadas. Siempre iban corriendo, y cuando ya los tenía muy cerca, salía disparada a refugiarme tras una columna de la marquesina. Desde allí les contemplaba con terror y entusiasmo. A veces pasaban largas caravanas de gitanos silenciosos y cansados. Conducían sus pesados carromatos, y yo no sabía nunca a dónde se dirigían ni de dónde venían. Siempre ha existido una gran pobreza en Extremadura, pero entonces, a principios de los años cincuenta, la miseria se hacía presente por todas partes. Cuando iba a la ciudad, me fijaba especialmente en todos aquellos desgraciados que pedían unas monedas tirados por las calles, sin casa, sin comida y vestidos con ropas destrozadas. Creo que les prestaba tanta atención porque la única amiga que tuve en mi infancia era la nieta de un mendigo y vivía sola con él. Se llamada Juana y era la hermana de Bene, aunque tenían padres diferentes, según me dijo ella misma. Cada día pasaba con su abuelo ante la cancela de mi casa. Cuando iba sola, se detenía a verme un rato. Manteníamos largas conversaciones a través de los barrotes. Tía Elisa me castigaba si la dejaba entrar o si salía a jugar con ella. Nuestra amistad crecía a medida que Santiago se alejaba de mí para dedicarse por entero a los quehaceres y amigos del colegio. Siempre que podía, me escapaba con ella o la introducía a escondidas hasta la huerta. Un día la vi pasar con su abuelo por la carretera y ni siquiera me miró. Iba vestida de blanco y, aunque la falda era corta, supe que había hecho la Primera Comunión. Llevaba el velo caído sobre los hombros. No se lo podía sujetar en la cabeza, pues la tenía rapada. Su abuelo se la afeitaba para que los piojos no anidaran en ella. Juana tenía mi edad, pero parecía más pequeña que yo. Por eso no me extrañó demasiado que hiciera la primera comunión a los doce años. Recuerdo que pocos días después volvió a pasar por delante de la cancela. Llevaba un vestido nuevo que no era de su talla. Daba una mano a su abuelo y la otra a una mujer joven. Imaginé que era su hermana Bene, de la que tanto me había hablado. Nunca había conocido a su padre, y su madre había muerto hacía ya mucho tiempo; ni siquiera la recordaba. Sin embargo, conocía al padre de Bene y no le quería. Era gitano, y a ella siempre le hablaba con mal humor. Se llevó a su hija cuando ésta cumplió los catorce años. Se la llevó a la fuerza, para que empezase a trabajar. Desde entonces, hacía ya cinco años, Juana no había vuelto a verla. Pero nunca la había olvidado y sus pocas esperanzas dependían todas de ella. La esperaba con perseverancia y la ensoñaba como a una reina que algún día llegaría a rescatarla de la miseria en que vivía. Ahora, al fin, había regresado. Y, sin embargo, Juana iba cogida de su mano, con la cabeza muy inclinada hacia el suelo, como si fuera llorando. No se volvió a mirarme y yo no me atreví a llamarla. Temí que se hubiera enfadado conmigo porque Bene iba a trabajar de criada en mi casa.
Cuando el taxi que nos conducía a tía Elisa y a mí se detuvo ante aquella choza pequeñísima que Juana llamaba su casa, corrí a buscar a mi amiga, gritando su nombre. Aquella vivienda se parecía mucho a las cabañas que Santiago y yo construíamos, años atrás, con palos y hojas secas para jugar. Bene salió a recibirnos y Juana venía con ella. Tampoco esta vez pudimos hablar. Tía Elisa, que ni siquiera se había bajado del coche, me ordenó subir inmediatamente. Bene me siguió y se sentó frente a nosotras, en uno de los sillines plegables, mientras Juana se quedaba llorando en silencio, viendo cómo nos alejábamos. Yo observaba a Bene con curiosidad y con esa impertinencia que sólo los niños y algunos viejos se suelen permitir. Ella contemplaba con entusiasmo el árido paisaje que atravesábamos. Volvía la cabeza de un lado a otro como si cualquier detalle de aquel campo, ya en pleno otoño, la sorprendiera. Recuerdo que llevaba una caja de zapatos entre sus manos, y que ese era su único equipaje. A mi lado, tía Elisa se mantenía rígida, ahogando, por algún motivo que yo entonces no alcanzaba a adivinar, su agobiante necesidad de hablar siempre, en cualquier momento y situación. Pero el tenso silencio que impuso durante el trayecto no parecía incomodar a Bene. En realidad, creo que ésta la ignoraba o, más bien, pienso ahora, fingía ignorarla. Ya entonces presentí que existía entre ambas una clara enemistad.
Cuando llegamos a casa, Catalina nos esperaba tras la cancela y nos saludaba con su discreta sonrisa. Tía Elisa se dirigió a ella con aquel tono enérgico con que solía hablar a las criadas:
—¿Ha venido el señorito?
—Acaba de llegar —respondió solícita aquella vieja mujer que se había ocupado de llevar la casa desde la muerte de nuestra madre. Después saludó con timidez a Bene, que se rezagaba más y más para contemplar cuanto la rodeaba. Caminaba despacio, volviéndose en todas direcciones y haciendo comentarios sobre la casa que incluso a mí, que era sólo una niña, me parecieron improcedentes. Parecía entrar como la nueva dueña y no como una sirvienta. Hizo proyectos para pintar la fachada, pues, según decía, los desconchados y humedades que se apreciaban en ella se multiplicarían con el mal tiempo del invierno. Asimismo decidió rehacer el jardín y sembrar las zonas desatendidas de éste y también la explanada rectangular en que se había ido convirtiendo el campo de tenis, abandonado desde la muerte de nuestra madre, hacía ya diez años. Elogió después la amplitud de las ventanas explicando que necesitaba mucha luz para trabajar y para vivir. Creo que tía Elisa no estaba preparada para responder a una actitud semejante. Se limitó a interrumpirla, desconcertada y colérica, diciéndole:
—¿No puedes andar más deprisa? ¡Y sin moverte tanto!
Y es que en Bene destacaba la gracia enorme de sus ademanes y de los movimientos de su cuerpo al caminar. No era guapa, pero su rostro parecía conmovido por algo indefinible: una vaga tristeza, un estremecimiento, un destello de ternura… Era algo tan inaprehensible como una sombra. No tenía apenas equipaje, aunque lucía un vestido muy elegante sobre el que tía Elisa, más tarde, en su ausencia, al escuchar los elogios de Catalina, comentó con desprecio:
—¡Sabrá Dios quién se lo habrá regalado y lo que la desgraciada habrá tenido que dar a cambio!
Enseguida le ordenó que se lo cambiara por aquel otro de listas grises y blancas, su uniforme, con el que siempre se vistió en esta casa.
Recuerdo que me molestaba enormemente el tono con que tía Elisa solía referirse a Bene. En realidad creo que me incomodaba cualquier opinión que ella aventurase sobre alguien o algo que yo acabara de conocer. Pues, no sé cómo, sus palabras siempre estaban en medio, entorpeciendo mi visión sobre cualquier persona o cosa que llegara a esta casa. Aquella vez le dije irritada:
—Si no te gusta Bene, ¿por qué la traes?
—¡No seas tan descarada, Ángela! —me respondió.
—Pero ¿por qué la has traído? —insistí.
—Eso pregúntaselo a tu padre —me contestó mientras se alejaba.
Y, cuando, poco después, observé a mi padre saludando a Bene, no comprendí sus palabras. Pues para mí era evidente que él acababa de conocerla en aquel mismo instante. Se acercó a ella pronunciando su nombre junto con unas pocas palabras de bienvenida. Y pensé que Bene también le descubría a él por primera vez. Me sorprendió ver que ella perdía su aplomo habitual. Se quedó muy quieta, frente a él, mirándole con asombro y admiración. Incluso olvidó estrechar la mano que él le tendía. Aquel encuentro lo presencié yo sola y, no sé por qué, consideré que debía mantenerlo en secreto.
De alguna manera, la actitud de Bene me pareció natural tratándose de mi padre, tan atractivo, de quien tantas mujeres se enamoraban, como decía tía Elisa. Pero a mí me dolió que él mostrara tanta indiferencia ante la muchacha. Ni siquiera advirtió su turbación, al menos eso pensé yo al ver que cogía unas cartas que había sobre la mesa y se alejaba abriéndolas, sin despedirse de nosotras. Entonces sentí lástima de Bene. Percibí en ella un desamparo absoluto e, involuntariamente, vino a mi memoria la diminuta choza en la que habitaban sus familiares, es decir, su abuelo y su hermana Juana. De pronto se me ocurrió cogerla de la mano e invitarla a conocer la torre, mi lugar predilecto en la casa. Tiré de ella como si deseara hacerle olvidar aquel encuentro con mi padre. Mientras subíamos la escalera, le explicaba cuánto me gustaba escuchar desde allí arriba los silbidos del viento y el temblor que éste producía en los cristales de las ventanas. Y también cómo solía refugiarme allí siempre que me sentía triste o contrariada y cómo nos reuníamos en aquella habitación Santiago y yo cuando teníamos algo secreto que contarnos o deseábamos sentirnos lejos de los demás. Cuántas veces habíamos escuchado desde aquel silencio el sonido de los truenos y habíamos contemplado atemorizados los rayos que nos amenazaban desde el cielo. Con frecuencia oíamos, en noches de calma, sonidos extraños. A veces parecían gemidos y a veces tranquilos murmullos que mi hermano atribuía, asustándome deliberadamente, a rumores de seres desconocidos, moradores de otro espacio, o a espíritus desencarnados que vagaban perdidos por la tierra.
Al abrir la puerta de aquel cuarto, temí que se decepcionara ante el vaho de humedad que se desprendía de su interior. En él se distribuían, sin ningún concierto, una cama turca, una mesa muy grande, varios sillones de mimbre y un gran armario. Una alfombra cubría todo el suelo y parecía no haber sido nunca pisada. Había también objetos de adorno colocados de manera arbitraria, como si hubieran sido dejados allí provisionalmente. Después de un largo silencio, durante el que ella no hizo ningún comentario, como yo esperaba, le dije confidencialmente y con tristeza que ya siempre subía yo sola. Pues Santiago, en aquel tiempo, solía tratarme como si fuera una niña pequeña. Se había alejado de mí, creyéndose ya un hombre y menospreciando toda complicidad conmigo. Y me pareció entonces, de pronto, que Bene ya no me escuchaba. Se había detenido ante una de las ventanas y miraba hacia el exterior, hacia la noche. Se volvió lentamente, como si se sintiera muy cansada, sus ojos vagaron perdidos de un lado a otro, hasta que se fijaron en mí con extrañeza, como si nunca me hubiera visto.
—Tenemos que bajar, es tarde —dijo con aspereza.
Por un instante sentí miedo ante la frialdad de su mirada. De repente aquella habitación que, a pesar de su desorden, siempre había sido para mí un lugar acogedor, se volvió hostil y la luz de su única lámpara me pareció tenebrosa.
Sin embargo cuando, poco después, salíamos a la escalera de mármol que nos separaba del resto de la casa y la miré con temor, la vi animada de nuevo, sin aquella expresión mortal en su rostro. Me pareció entonces que lo que había ocurrido era algo así como si la vida la hubiera abandonado por unos instantes, dejando en ella un vacío de muerte. Deseé con todas mis fuerzas borrar de mi memoria aquel momento inexplicable y continué hablando como si nada hubiera sucedido.
Bene había recobrado su desenvoltura habitual.
—Se está muy bien en la torre. Subiremos otro día con más tiempo, ¿quieres? —dijo.
La idea me entusiasmó y así se lo manifesté. Después le dije:
—Antes, cuando era pequeña, Santiago me contaba muchos cuentos allí arriba. A veces no sabía cómo terminarlos y me dejaba sin enterarme del final. ¡Me daba una rabia…! También nos contábamos los sueños. ¿Tú sueñas mucho?
—Sí, muchísimo —me respondió.
—¿Me contarás tus sueños?
—No sé —dijo desconcertada—. No son muy agradables.
—¿Por qué?
—Siempre me pasan cosas malas.
Nunca llegó Bene a contarme sus sueños. Cuando alguna vez le pregunté, me respondió que no recordaba ninguno en aquel momento. En cambio tú, Santiago, que ya apenas si me hablabas, me llamaste un día para comunicarme que habías soñado con Bene. Recuerdo cómo la conociste. Fue mientras ella servía la mesa. Era su primera noche en casa y papá, cosa extraña, cenaba con nosotros. A nadie se le ocurrió presentaros, ni siquiera a mí. Después, cuando te levantaste de la mesa, yo te seguí hasta tu dormitorio. Estaba impaciente por conocer tu opinión sobre ella. Pero tú te limitaste a comentar con indiferencia:
—No es guapa.
—¡Bueno y qué! —recuerdo que te respondí ofendida. Y enseguida comencé una fantástica descripción de ella para ti. A medida que veía tu rostro impresionado por mis palabras, aventuraba en boca de la muchacha, con descaro, comentarios que nunca hizo, respuestas que ella jamás hubiera dado. Incluso llegué a inventar anécdotas de su vida que pudieran interesarte. Quería obligarte a apreciarla. Quizás porque era la hermana de Juana o porque desde un principio la consideré amiga mía. O es posible, pienso ahora, que yo deseara atraerte de nuevo hacia mí. Pues me habías dejado tan sola… Por eso no puedes imaginar cómo me sorprendiste aquella noche que me esperaste a la salida del comedor para contarme lo que habías soñado. No sucedía nada especial. Bene se mecía en un columpio, el nuestro, ese que aún cuelga, detrás de la casa, de la rama de un viejo árbol. Tú te acercabas a ella como atraído por un hechizo fatal. Llevaba un vestido muy largo que arrastraba por el suelo. Decías que sus ojos, fijos en ti, emanaban una intensa dulzura. Y, cuando te pregunté si era idéntica a la de la realidad, me respondiste que sí, pero que, sin embargo, había en la del sueño algo diferente. Entonces guardaste silencio.
—Sí, ahora recuerdo —continuaste—. Su vestido largo era muy suave y se movía con el viento de una manera extraña, pues no tenía pies. Creo que era eso lo que me daba tanto miedo.
—No me has dicho que te habías asustado —te dije con una reticencia que tú no captaste. Y por eso supe que no me estabas mintiendo, ni modificando tu sueño con detalles improvisados, como tantas otras veces.
—¿No te lo he dicho? —me respondiste con preocupación—. Pues era lo más desconcertante. Porque Bene parece tan dulce y tan buena…
Creo que sólo tía Elisa dudaba de la bondad de Bene o, más bien, estaba convencida de su maldad. Merodeaba por la casa tras ella, observándola vigilante, acechando como un cuervo sus movimientos, sus escasas palabras, sus miradas… A veces se retiraba a su habitación y parecía olvidarla, como si se aburriera de no descubrir nada sospechoso en su conducta. Bene cantaba mientras barría, fregaba, extendía las sábanas de las camas… Yo aprendí algunas de sus canciones. Eran muy alegres y con frecuencia me unía a ella formando un dúo que irritaba a tía Elisa.
—¡Qué escándalo! —dijo una vez desde lejos ordenándonos silencio mientras se acercaba—. Parece música de cabaret —añadió.
El desprecio que se traslucía en sus palabras enojó a Bene y, por primera vez, respondió la muchacha a sus insultos:
—¿Conoce usted bien la música de cabaret?
Creo que fue el tono de su voz, el retintín, la sonrisa burlona, lo que encolerizó a tía Elisa de aquella manera. Yo tuve la impresión de que su cabello, corto y rizado, se erizaba en su cabeza. Sus ojos parecían haber enloquecido y, sin embargo, su voz era contenida, incluso podría parecer indiferente para quien no observara su rostro mientras decía:
—Antes de un mes te has ido de esta casa. ¡Entérate bien!
Recuerdo que Bene, con sus brazos en jarras, le respondió abriendo desmesuradamente la boca:
—¡Ja!
Y aquella exclamación fugaz no recibió contestación alguna.
A mí me indignaba la actitud de mi tía, siempre reticente y suspicaz. A veces parecía conmovida por un odio extraño que me hacía pensar en la existencia de algo que yo desconocía, algo muy grave que pertenecía al pasado de Bene. Aquella sospecha despertó mi curiosidad y trajo a mis días, siempre monótonos, una intensidad nueva.
Una mañana doña Rosaura, tan estricta y puntual, llegó tarde a la clase. Recuerdo que no di importancia a aquella anomalía, a pesar de que volvió a repetirse al día siguiente y al otro. No se me ocurrió pensar que semejante retraso pudiera tener algún motivo. Pero una vez, cansada de esperar en mi habitación con los ojos fijos en un libro abierto y la mente en blanco, salí al pasillo. Escuché entonces un rumor de voces temerosas que venían del cuarto de estar. Me acerqué con sigilo, y un impulso mecánico me obligó a detenerme junto al vano de la puerta entornada. Era mi profesora la que hablaba a media voz con tía Elisa. Doña Rosaura, casi vieja, tan mayor como mi tía, no solía interesarse por los chismes que corrían por la ciudad, entonces sólo un pueblo grande. Era una mujer serena y bondadosa. Jamás mostró malevolencia alguna hacia los otros. Quizás por eso me impresionaron tanto las palabras que pude escuchar de aquella conversación que ellas mantenían creyéndose a solas:
—No puedo creer en semejantes supersticiones —decía tía Elisa irritada.
—Pues yo sí —respondía mi profesora en voz muy baja pero decidida—. Vigílela de cerca, algo notará usted.
—¡Tonterías! Esas cosas existen, naturalmente, pero no suceden así como así. Es una fulana. Eso es todo lo que le pasa. No hay más que ver cómo mira a Enrique mientras sirve la mesa. ¡Qué vergüenza!
—¿Por qué no habla usted con él?
—¡Imposible! Se la recomendó un buen amigo. Y, además, dice que no está dispuesto a dejar a esa desgraciada en la calle. Es la clase de mujeres que él frecuenta desde la muerte de mi pobre hermana.
—Pero aún no ha pasado nada con él, ¿no?
—Podría pasar en cualquier momento. A Enrique nada le importa, ni siquiera el mal ejemplo que puedan recibir sus hijos.
—Le repito que eso no sería lo peor. El mal que arrastra Bene no es de este mundo. Tenga cuidado, doña Elisa, porque su incredulidad puede ser la puerta abierta que deje entrar en esta casa ese mismo mal.
—No se esfuerce usted. Todos sabemos lo que ha sido y lo que es Bene.
—Si se refiere a su mala vida, de eso no tiene ella la culpa, sino ese gitano infame que tenía por amigo o novio o lo que fuera. Creo que no existe maldad alguna en este mundo que él no hubiera sido capaz de cometer. Él fue el único culpable. Era mucho mayor que ella. ¡Hay hasta quien dice que era su padre!
—De esa gente no me extrañaría nada.
—Pero ni siquiera eso sería lo peor. Él era un demonio y lo sigue siendo. Todavía la tiene hipnotizada. Ella es sólo su víctima.
—¡No diga barbaridades, por Dios! ¡Qué imaginación la suya! Ante un caso tan horroroso, aún tiene usted que inventar males sobrenaturales.
—Hay cosas peores, mucho peores, que las que está usted pensando, doña Elisa. Ya se lo he dicho muchas veces.
Hubo entonces un silencio en el que yo imaginé, casi vi, un ademán despreciativo en el rostro de mi tía. De pronto escuché el chirriar de los goznes de una puerta, un crujir de cestas y un rumor de pasos que se me acercaban. Salí corriendo a encerrarme en mi habitación. No quería que Catalina, pues era ella la que llegaba, me sorprendiera escondida, como una ladrona, robando una información que me pertenecía más que a nadie. Pues estaba convencida de que era yo quien más apreciaba a Bene en la casa. Pensé que debí haber tomado la iniciativa y preguntar, obligarlas a esclarecerme todas aquellas oscuridades con las que envolvían la figura de la muchacha. Aunque sabía muy bien que ellas sólo me darían las respuestas que consideraran adecuadas para una niña, es decir, que tergiversarían cuanto creían saber. Claro que aquellas cosas, terribles y extrañas, que les había oído decir me impresionaron de tal manera que ya nunca, en ningún momento, podría olvidarme de ellas.
La palabra «gitano» despertaba en mí imágenes atroces. Me evocaba inevitablemente sufrimientos y peligros. Yo apenas los conocía y, aparte de aquellos que pasaban errabundos por la carretera, reunidos en grupos numerosos y conduciendo sus carromatos, sólo había visto a uno que corría una noche junto a la tapia lateral de nuestra casa. Unos guardias civiles le perseguían disparándole desde lejos. Me quedé temblando en la oscuridad y nunca supe si las balas le alcanzaron o no. Decían que por allí pasaban los contrabandistas que atravesaban clandestinamente la frontera con Portugal. Pensé que él sería uno de ellos. Pero la imagen más dolorosa era otra que yo nunca había visto, sólo la había escuchado. Eran gitanos adolescentes, casi niños, colgados del techo de una comisaría, por los pies, con la cabeza hacia abajo y el cuerpo sangrando por espantosos castigos que yo no me atrevía a imaginar. Y ese horror que yo nunca presencié se convirtió para mí en una de las pesadillas más constantes de mi vida. Claro que, al mismo tiempo, sentía ante ellos un miedo cerval, como si sólo pudieran hacer daños impensables a los que no éramos de los suyos.
Los estrechos vínculos que Bene tenía con los gitanos redoblaban mi interés por ella. Y desde que escuché aquella conversación me dediqué con ahínco a vagar por la casa haciéndome la encontradiza con la muchacha.
No cejaba en mi empeño de vigilarla, a pesar de lo difícil que resultaba mantenerse alerta en medio de aquella grisura con que las horas iban y venían entre nosotros. Sabía, además, que aquel algo terrible a lo que doña Rosaura se había referido, existía de verdad. Ella no era capaz de mentir intencionadamente y, por otra parte, carecía por completo de imaginación para fantasear sobre cualquier dato real. Era una mujer parca en palabras. Su lenguaje parecía destinado sólo a nombrar lo obvio: «Hace calor», «Ya es tarde», «Está lloviendo», «Has estudiado muy poco», «Hoy hace más frío que ayer», eran las frases que solía dirigirme fuera de sus densas lecciones. Quizás por ello mi creencia en sus afirmaciones era total, sin sombra de dudas. Aunque observando a Bene, tan alegre, mostrándome tanta ternura, no podía concebir que anidara en ella algo tan terrible como insinuaban las palabras y las voces temerosas de aquellas mujeres. Y, sin embargo, de pronto, mientras la observaba planchando con diligencia o entregada plácidamente a cualquier otro quehacer cotidiano, vacía de pensamientos malévolos, cruzaba mi memoria, fugaz como un rayo, como un chispazo que prendía fuego en mi cabeza, la imagen de un rostro suyo, frío como la muerte, que yo misma había contemplado y que de ninguna manera podía pertenecer a la muchacha vivaz que se movía por la casa. Y aquella figura suya y tenebrosa, recortada sobre el negro de la noche, en la que ella se había transfigurado durante breves instantes, allí arriba, en la torre, se convirtió para mí en el testimonio de que aquel espanto que se le atribuía existía realmente. Sin embargo, fuera lo que fuese aquello, yo estaba decidida a encontrar una disculpa para ella. Aunque, al mismo tiempo, una vaga desconfianza, un amago de distancia inexplicable, comenzó a ensombrecer mi relación con la muchacha. Todo empezó el día en que, a petición de Santiago, fuimos por primera vez de excursión a los eucaliptos, como cuando éramos niños.
Recuerdo que la noche anterior a nuestra salida había llovido mucho. Hundíamos nuestros pies en el barro siguiendo el curso del río. Caminábamos uno tras otro. Bene, en el medio, se entretenía pisando las huellas de Santiago que avanzaba solitario, como si nos hubiera olvidado. Yo me sentía cansada y tenía la impresión de que la excursión no había empezado todavía, a pesar de que ya estábamos llegando a los eucaliptos. De pronto, mi hermano se volvió para ofrecerse a llevar la cesta de la merienda, como si hasta aquel momento no hubiera reparado en ella. Cuando al fin llegamos, ya se estaba poniendo el sol tras el cerro que, desde allí, ocultaba nuestra casa. Bene extendió un mantel, planchado y limpio, sobre los terrones del suelo, todavía humedecidos. Después sacó de la cesta una sopera blanca y la destapó. Entonces sonó algo que no lograba ser una carcajada. Era Santiago que trataba de hacerse el hombrecito.
—Sólo a Bene se le podía ocurrir traer natillas al campo —dijo con soltura y con cierto paternalismo hacia la muchacha.
A mí me produjo una molesta extrañeza, pues, en aquel instante, me pareció un hombre y no mi hermano de siempre. Ella seguía sacando de la cesta platos de postre, cucharillas, galletas, chocolate… Cuando empezamos a merendar ya era casi de noche. La luz cenicienta de aquellos momentos iluminaba el rostro de la muchacha, enmarcado en un pañuelo rojo, bajo el que había recogido su pelo negro y rizado. Guardaba silencio, pero sus ojos centelleaban al mirar a Santiago. Y no es que su mirada se agrisara al dirigirla a mí, es que a mí ni siquiera me miraba, como si no hubiera reparado en mi presencia. Parecía que yo no participara realmente en aquella reunión, que había esperado con tanto entusiasmo. Pero al fin, en el camino de regreso, tuvieron que atenderme los dos. Tropecé y caí al suelo sin hacerme apenas daño. Entonces un llanto incontenible vino en mi ayuda. Lloré con toda la amargura que había ido acumulando durante la merienda. No sabía qué estaba ocurriendo allí, entre ellos dos, donde no parecía pasar nada. Sólo un silencio tenso y sembrado de comentarios banales. Y, sin embargo, yo intuía que mi malestar no provenía únicamente del olvido que ellos me mostraban mientras intercambiaban miradas largas y cómplices. Había otro motivo, algo turbio, brumoso, que despertaba en mí un sentimiento mezcla de angustia y repugnancia y que sentía como si fuera una morbosa emanación de la muchacha. Aquella desagradable sensación se acentuó en las dos ocasiones en que su rostro, sin justificación aparente alguna, se había tornado sombrío y ausente. De nuevo aquella expresión de muerte que no parecía pertenecerle, como si fuera una espantosa careta impuesta desde el exterior, como si no pudiera surgir del interior de la Bene que yo creía conocer. En aquellos momentos su mirada helada adquiría el poder de convocar a nuestro alrededor un espacio otro, terriblemente vacío y amenazador.
Bene supo enseguida que yo no lloraba por el daño que hubiese podido hacerme en la caída, estoy segura de ello. Pero se acercó a mí y trató de consolarme con ternura. Limpió el barro de mis rodillas con una servilleta y me habló como si yo fuera sólo una niña, con un tono de voz muy diferente del que utilizaba cuando se dirigía a Santiago. Porque él, junto a ella, parecía ya un hombre, con su nueva voz y su nuevo aspecto. Mi hermano propuso con entusiasmo hacer para mí la sillita de la reina. Entrecruzaron sus manos y sus miradas y, además, me ofrecieron un confortable asiento. Y digo «además» porque yo sentí que cualquier cosa referida a mi persona ocupaba para ellos un lugar secundario. Sospeché con rabia que mi lugar en aquel grupo iba a ser ya, definitivamente, el de esperar en un «mientras tanto» interminable.
Pero, no obstante, aquella misma noche pasé yo a ser la protagonista solitaria de algo que ni siquiera hoy sabría decir qué fue realmente. Muchas veces, paralizada por el miedo entre las sábanas de mi cama, había conseguido escapar de las sombras imprecisas, pero malignas, que se tambaleaban por mi habitación, refugiándome junto a Santiago, quien me permitía dormir a su lado. Aquella noche todo parecía reposar en calma. Se había levantado un viento suave y apacible. No se había cortado la luz eléctrica, como con tanta frecuencia solía suceder en esta casa. Del exterior sólo me llegaba un rumor conocido, el de las ramas secas de un rosal arañando mi ventana. Y, sin embargo, me atenazaba un miedo pavoroso que no podía resistir. Salí de mi habitación dispuesta a pedir ayuda a Santiago. El pasillo estaba iluminado por un resplandor que venía del extremo contrario. El dormitorio de Bene tenía la puerta abierta y la luz encendida. Me acerqué lentamente, controlando cada uno de mis pasos para no hacer ningún ruido. En aquel tiempo había aprendido a moverme por la casa como lo haría un auténtico fantasma. Avancé como una autómata, incapaz de retroceder, hacia la luz que Bene tenía encendida. Me lancé abiertamente en el interior del dormitorio de la muchacha, como si hubiera deseado sorprenderla. Pero allí no había nadie y la cama ni siquiera estaba deshecha.
Abrí la puerta de Santiago llena de temores, presintiendo algo oscuro, impreciso. Mi hermano se había quedado dormido con un libro en la mano y la lámpara encendida.
—¿Qué pasa? —dijo con sobresalto al escuchar mi voz.
—Tengo miedo —le respondí, deseando que recordara un tiempo ya pasado en el que yo le despertaba por las noches con esa misma frase. Pero esta vez me respondió fastidiado:
—¿Todavía tienes miedo? ¡Con lo mayor que eres!
—Estoy asustada por Bene. Me parece que le está pasando algo malo en este momento —dije, tratando de justificarme y segura de que aquellas palabras le despertarían de una vez.
—¡¿Qué dices?! —me contestó irritado, pero mostrando al mismo tiempo una gran preocupación.
—Bene no está en su habitación —dije lentamente, como si le notificara algo muy grave.
—¡Qué tontería! —me respondió—. Estará en el cuarto de baño.
—No, no está allí, ni tampoco en el jardín. La he buscado por todas partes, también en la torre. No está en ningún sitio.
—¿Y a ti qué te importa dónde está Bene? —me dijo malhumorado, y después añadió—: Vete ya a dormir y deja de espiarla o te llevarás un susto.
—¿Por qué?
—Por nada, niña. Pareces tonta.
Recuerdo que me hirió su brusquedad y, sin pensarlo mucho, le dije:
—¡Lo que pasa es que estás enamorado de Bene! Por eso te enfadas tanto, porque te preocupa más que a mí saber dónde está.
—No digas más tonterías, anda. A mí no me importa absolutamente nada. Y, además, yo sé dónde está y me da igual.
—¿Sí? ¿Dónde?
—Con papá.
—¡Eres un imbécil! —le grité—. ¡Papá no es como dice tía Elisa!
—¿No? Pues si te atreves, búscala en su cama.
Entonces me marché ofendida, sintiendo un repentino malestar. Y recordé los tacones altos de Bene retumbando en el pasillo aquella misma noche, y a tía Elisa que la detenía muy cerca de la puerta cerrada de nuestro padre.
—¡Dame la bandeja! —le ordenó—. Tú no tienes que entrar para nada en ese dormitorio —le dijo después con su despotismo habitual.
—¡No me diga! —respondió la muchacha, alzando la cabeza y mirándola insolente desde arriba. Fue una escena insignificante y había sucedido en mi presencia, hacía apenas unas dos horas. Recordé también a Bene marchándose airada, sin despedirse, contoneándose sobre unos altísimos tacones que llevaba con asombrosa naturalidad.
A pesar de mi corta edad, podía comprender perfectamente el sentido de aquella prohibición. Ya antes había advertido cómo tía Elisa procuraba alejarla de nuestro padre y cómo la vigilaba si su presencia ante él era inevitable. Ahora me preguntaba con asombro si ella se habría enamorado de él. En realidad yo no sabía de una manera precisa en qué consistía ese sentimiento. Se me aparecía como envuelto en una nebulosa y despertando en quien lo padeciera un impulso desconocido e incontrolable. Era para mí algo misterioso y casi diabólico que, sin embargo, veía nimbado por un aura de inocencia que irresponsabilizaba a los amantes. Y me preguntaba si nuestro padre se habría enamorado también de ella. Me daba cuenta de que apenas le conocía. Solía viajar con frecuencia, tardando a veces en regresar meses enteros. Y no eran las suyas salidas de trabajo, sino de placer, como aseguraba tía Elisa dejando caer sobre la palabra «placer» un peso morboso que a mí me asustaba y, de alguna manera, me atraía. No obstante, se me presentaba como algo sombrío, innecesario, caprichoso. Recuerdo que nuestro padre acostumbraba tomar bebidas alcohólicas a cualquier hora del día o de la noche. En más de una ocasión, si no podía disimular su estado de embriaguez cuando volvía a casa, se refugiaba en su habitación para que no le descubriéramos. A su manera trataba de mantener una imagen respetable ante nosotros, sus hijos, sin saber que eso tía Elisa no lo iba a permitir. Ahora, intentando ser benévola con su recuerdo, como es costumbre hacer con los que ya han muerto, pienso que quizás sufriera tanto con la muerte de su esposa, nuestra madre, que necesitó crearse refugios y artificios donde apoyarse permanentemente. A veces pienso que le dábamos miedo, pues parecía huir de nosotros. No sabía cómo tratarnos y, mucho menos, cómo educarnos. O quizá fuera sólo la inercia la que se encargó de perpetuar un abandono creado por descuido. Sin embargo, por aquellos días empezó a volver más temprano a casa. Cenaba con nosotros. A mí me parecía un invitado; incluso la mesa se adornaba de una manera festiva. A veces lucían sobre el mantel unas margaritas blancas, otras aparecía una vajilla nueva que nunca se usaba o una delicada jarra de cristal esmerilado. Naturalmente todos veíamos en aquellos detalles la mano y el atrevimiento de Bene. Ella revoloteaba a nuestro alrededor poniendo y retirando platos y fuentes y sonriendo de vez en cuando con sus labios pintados de un rojo intenso.
A pesar de ello me negaba a creer en la afirmación de Santiago. Sospechaba que me había mentido para que le dejara dormir y porque, como ya sabía, disfrutaba asustándome. Entré en mi habitación decidida a dormir y a olvidarme de aquella aventura sin sentido. Quería convencerme de que Bene estaría sola, dando un paseo por el jardín o por cualquier otra parte, como se suele hacer cuando se sufre de insomnio. No encendí la luz y, en medio de la oscuridad, un impulso mecánico me llevó hasta la ventana. Hice un hueco en el cristal limpiando con la mano el vaho que lo enturbiaba. Fuera no había nadie. Sólo un silencio denso, profundo, que parecía surgido de las entrañas mismas de la tierra. De pronto, como una sombra más, recortada en la claridad de la luna, descubrí a un hombre mirando hacia adentro. Mantenía, por detrás de la cancela, la misma rígida quietud de las cosas inanimadas. Pensé en el gitano, el novio de Bene. Supe que era él. No podía distinguir en la noche el color de su piel ni los rasgos de su cara. Pero que era el gitano fue para mí como una revelación instantánea, de la que no podía dudar. Vestía una camisa blanca y unos pantalones oscuros, y nada más le defendía del frío de la noche. Parecía un hombre mayor y cansado, sus brazos le caían a lo largo del cuerpo como si los hubiera abandonado. Y, sin embargo, a pesar de las apariencias, supe al mismo tiempo que aquello no era exactamente un hombre, sino otra cosa, algo impensable a lo que yo no podía nombrar con palabra alguna. Le observaba paralizada tras los cristales, sin atreverme a hacer el menor movimiento. Pensé de nuevo en la desaparición de Bene. ¿Estaría ya en su habitación? Seguramente habían estado juntos. Esa era la única explicación de su ausencia. Decidí asomarme al pasillo para averiguar si su lámpara ya estaba apagada. Pero continué allí clavada sin poder moverme. No podía apartar mi mirada del gitano y del espacio que le rodeaba, convertido con su presencia en escenario sombrío y fantasmal y del que, estaba segura, acababa de salir Bene. Esperaba que él se retirara de un momento a otro. Pero él no parecía venir de ninguna parte ni tampoco ir hacia ningún lugar. Era como si la tierra, misteriosamente, se hubiera abierto para permitirle emerger y fijarse allí, como si fuera un vegetal. No sé cuánto tiempo esperé tras la ventana, agarrotada por un miedo insoportable, atrapada por aquella visión inmutable que yo relacionaba íntimamente con la muchacha.
Al fin logré retirarme de los cristales. Me fui acercando lentamente a la puerta, soportando sobre mí el peso atroz de la mirada del gitano. Sentía que él me vigilaba a mí, a pesar de las paredes y de la oscuridad de mi dormitorio. De pronto distinguí en el pasillo un rumor de pasos cautelosos que se me acercaban. Era Santiago. Le reconocí enseguida. Abrió la puerta con sigilo y me habló en voz muy baja. No escuché sus palabras, sino que me abracé fuertemente a él, casi enloquecida, sintiéndome ya salvada.
—¿Qué te pasa? —me preguntó alarmado—. ¡Estás temblando! —añadió. Como respuesta le empujé hacia la ventana.
—¡Mira! —le dije señalando la cancela.
—¿Qué quieres que mire?
—¡Estaba allí! ¡El gitano! ¡El novio de Bene! —grité decepcionada al ver que ya había desaparecido.
—¿No estarás soñando? —me dijo con asombro. Después cerró los postigos y encendió una lámpara.
—Bene no tiene novio. Me lo ha dicho ella —añadió. Enseguida se dedicó por entero a tranquilizarme. Creo que no le costó mucho conseguirlo. Cuando se marchó, yo ya me había dormido. Le prometí que no le diría nada a tía Elisa, ni a nadie, sobre la ausencia de Bene. Pues Santiago había venido precisamente a eso, a protegerla, y yo, en aquellos momentos, después de conocer esa presencia que parecía estar esperándola, decidí ayudarla por encima de cualquier obstáculo.
Al día siguiente corrí por toda la casa de un lado a otro. Sentía la necesidad de mirar a Bene, como si su imagen fuera un espejo que pudiera reflejar, iluminándolas, todas aquellas oscuridades que la acompañaban. Pero la encontré en el lavadero con las mangas remangadas y las manos enrojecidas por el frío del agua y la cáustica del jabón. Era, en aquel trance, una mujer terrenal, sin secretos, entregada de lleno a un quehacer cualquiera. Me saludó con una sonrisa franca, sin dejar de cantar ya a una hora tan temprana. Exhibía una vitalidad y alegría imposibles para quien ha pasado la noche en vela, entregada a oscuras intensidades que yo no lograba adivinar. Recuerdo que entonces le dije:
—¿Has dormido bien?
Suponía, no sé por qué, que aquella frase dejaría traslucir mis pensamientos: «lo sé todo», «le he conocido a él y tú sabes que yo lo sé». Pero era evidente que aquellas certezas mías no llegaban a la muchacha.
Más tarde, al terminar las clases, salí al jardín. Sabía que Juana solía pasar a esas horas por allí camino de la ciudad. Esperaba que ella pudiera aclararme algo sobre su hermana. La aguardaba con mi cabeza encajada entre dos barrotes de la cancela, mirando cautelosamente a mi alrededor por si hubiera quedado alguna huella de la visita nocturna que yo había descubierto. Pero, naturalmente, no había nada. Al fin vi a Juana que se acercaba muy despacio, entreteniéndose en coger no sé qué cosas del suelo. Por suerte venía sola. Le hice una señal alegre con la mano y ella se dirigió hacia mí, muy seria, sin responder a mi sonrisa ni a mi saludo. Vestía una especie de baby colegial verde opaco y una vieja cesta colgaba de su brazo.
—¿Adónde vas? —le pregunté, sabiendo muy bien que iba a la ciudad para buscar comida y ropa de puerta en puerta.
—A un recado —me respondió ella secamente, mientras se detenía al otro lado de la cancela y me miraba interrogante con sus ojos pequeños y tristes. A través de aquellos barrotes negros se reflejaba en su rostro todo el desamparo de un preso. Aquella niña, abandonada a un mundo en el que todo le estaba prohibido, fue para mí, durante mucho tiempo, la imagen viva del dolor. La recuerdo siempre cansada, mirándome fija, ensimismada. Ni siquiera le estaba permitido lucir su propio cabello. Yo era su única amiga y, a veces, me esperaba cantando una canción, como señal de su presencia, o asomando su cabeza rapada por los triángulos que dibujaban los ladrillos en la balaustrada.
—¿Qué quieres? —me preguntó.
—Nada en especial. ¿Podemos hablar un rato?
—Tengo muchas cosas que hacer.
—Es sólo un ratito —le insistí.
—¿De qué quieres hablar? —me preguntó ella con desgana.
—No sé… ¿Vas a venir a ver a Bene?
Juana se encogió de hombros ante mi pregunta, fingiendo una indiferencia que no sentía. Parecía ofendida y, sin embargo, al oír el nombre de su hermana casi sonrió.
—¿Estás mucho con ella?
—Sí —le respondí temerosa, sabiendo que podía herirla. Pues era precisamente eso, estar con Bene, lo que ella más había deseado en los últimos años. Recordé entonces todos aquellos sueños que ella había ido fabulando en voz alta, ante mí, y que tan ligados estaban al regreso de su hermana. Ahora se habían destruido. Ya no podía esperar que la llevara a un colegio, ni tener esas amigas que, según decía, me iba a presentar a mí, para que yo no estuviera tan sola. Tampoco podría llevar preciosos vestidos, ni dejar que su pelo le creciera hasta la cintura. Parecía enfadada conmigo, como si, de alguna manera, también yo fuera culpable de haber roto sus esperanzas. Quise entonces distraerla de sus pensamientos y le pregunté:
—¿Quieres que juguemos a algo?
—Me da igual. Hoy me da todo igual —me respondió.
—¿Por qué hoy? ¿Te ha pasado algo?
—No. Nada. Pero es así. Mañana no sé cómo será.
La sentía huraña, lejana, más antipática que nunca. Pero, de pronto, le lancé la pregunta que, desde el principio, deseaba hacerle:
—¿Conoces al novio de Bene? —dije, rompiendo aquel absurdo protocolo en el que nos estábamos enredando.
—Mi hermana no tiene novio —me respondió.
—Pues yo he oído decir que sí. Y, además, que es gitano.
—Pero ya no lo tiene.
—¿Se han enfadado?
Juana guardó silencio y, enseguida, con una expresión enigmática, me dijo:
—No.
—¿Tú le conoces? —insistí.
—Sí.
—¿Cómo es?
—Era muy guapo. Y también muy malo.
—¿Por qué? ¿Le pegaba?
—No. Le hacía cosas peores.
—¿Qué cosas?
Recuerdo que le hice esta pregunta alarmada y que me indigné cuando ella, en vez de responderme, se echó a reír y me dijo:
—No puedo contártelas. A ti no.
Entonces le grité:
—¡Pareces una vieja!
Al menos eso veía yo en aquellos momentos en sus ademanes y en su sonrisa llena de sobreentendidos que, poco a poco, se fue convirtiendo en una escandalosa carcajada, que yo, bruscamente, corté diciendo:
—Anoche vino a verla, ¿sabes? Yo le vi. Era gitano y llevaba una camisa blanca y unos pantalones negros.
Al escuchar mis palabras, enmudeció. Su rostro adquirió una tensa rigidez y, después de unos instantes, me gritó mirándome sobresaltada:
—¡Eso es mentira! ¡Me estás mintiendo! ¡Tú no le has visto!
—¡Sí, le he visto! ¡Estaba ahí, detrás de la cancela, donde tú estás ahora mismo!
Entonces, acercándose a mí y mostrándome al fin su rostro amigo, me dijo:
—Él se vestía de esa manera. Pero tú no has podido verle, porque está muerto. Se ahorcó este verano.
No sé qué se reflejaría en mi rostro para que Juana cogiera mi mano con toda su ternura, que era mucha, y apretándola me dijera:
—No te asustes. No le va a pasar nada a nadie. Yo te protegeré.
Yo me quedé mirándola asombrada, sin poder decirle nada y esperando de aquella niña frágil, indefensa, la explicación imposible de lo que a mí me parecía un misterio innegable y en el que ella, lo supe enseguida, también creía.
—¿Quieres que te cuente un secreto?
No pude responderle tampoco a estas palabras, pero naturalmente que quería conocer su secreto. Ella, que debió de leer tal deseo en mis ojos, continuó:
—Mi hermana no es como los demás. Pero júrame que no le contarás a nadie lo que te voy a decir. ¡Anda!, ¡júramelo!
Y esperó hasta que yo hice ante ella un solemne juramento.
—Por las noches —continuó— los ojos de Bene se convierten en otra cosa. Yo los he visto y me parece que se hacen de cristal. Pero es un cristal de otro mundo. Con ellos lo puede ver todo, hasta las cosas invisibles. Me lo ha dicho ella, ¿sabes? Y también me dijo que, algunas veces, ve cosas de las que no se puede hablar.
—¿Tú has estado con ella cuando le pasa eso?
—Sólo una vez. Y me dio tanto miedo que salí corriendo por el campo hasta el río y allí me quedé toda la noche.
—¿Y yo, puedo verla así también?
—Me parece que no. Sólo deja que la vean de esa forma los hombres, y yo, porque soy su hermana.
—¿También dejará a Santiago?
—No. Santiago no es todavía un hombre —me respondió con la obvia intención de tranquilizarme y mostrando al mismo tiempo cierto desprecio hacia mi hermano.
Cuando Juana me hablaba de aquella manera, con su voz persuasiva y con todo su cuerpo y su rostro en tensión, mostrándome una intensidad que me contagiaba y que daba vida a las fantasías que iba creando, fueran cuales fueran, en mí no surgía la más leve duda sobre lo que ella quería hacerme creer. Pero después, cuando desaparecía en la lejanía y yo me retiraba sola de la cancela, otro fantasma, el de la sensatez, me atrapaba, como si sólo la realidad declarada por una mayoría pudiera ser válida. Esta vez se me apareció en forma de sospecha. Sí, el culpable podía ser Santiago, ¿por qué no?
¿Acaso no pudiste ser tú, Santiago, el que representara para mí el papel de un aparecido? No te hubiera resultado muy difícil, escondido en la lejanía, apoyado por ese terror mío de siempre que tú tan bien conocías. Recuerdo aquellas figuras lóbregas que tú me mostrabas interpretándolas para mí. Buscabas para ello escenarios aislados, perdidos en la noche, donde nadie pudiera socorrerme. Aún no he olvidado aquella vez que caminabas decidido delante de mí, conduciéndome a tu juego tenebroso y con el absurdo aliciente de sorprender a un topo en su agujero. Lo que no puedo recordar son las persuasivas palabras que utilizarías para que yo te siguiera en la noche por toda la huerta, entre las cenicientas matas de alcachofas que bordeaban el camino. Y fue ya casi en la alambrada cuando te volviste de repente, mirándome con ojos enloquecidos y abriendo tu boca hasta desfigurarte y convertirte en una bestia infernal ante mis ojos. Lucías unos largos colmillos de vampiro, salidos de tu propia artesanía y destinados a la representación que me dedicabas. Nadie escuchó mi grito de horror, ni siquiera tú, que enseguida te alejaste indiferente, volviéndome la espalda y abandonándome a la duda sobre tu verdadera identidad. Pero aquella ligera esperanza de que tú pudieras ahora jugar a aparecerte desde la cancela se desvaneció enseguida. De alguna manera, yo supe desde el principio que aquel hilo no había sido movido por tus manos, sino por otras incomparablemente más poderosas y que yo nunca supe cómo llamar.
Santiago y yo habíamos sido durante mucho tiempo «los niños». Nuestra orfandad provocaba en las mujeres que nos rodeaban, incluso en tía Elisa, un sentimiento protector. La mayoría de nuestros caprichos eran atendidos con prontitud. Y recuerdo que nuestro mayor deseo era salir de la casa. Visitábamos la ciudad, alguna rara vez íbamos al cine, asistíamos a las ferias y, sobre todo, nos llevaban de excursión a los campos cercanos. Ahora habíamos crecido y aún nos seguían llamando «los niños». Santiago iba al colegio, pero yo seguía llevando la misma vida de siempre. Claro que ahora era Bene quien programaba y guiaba nuestras salidas. Y, según parecía, sólo le interesaba un lugar: los eucaliptos. Nuestras excursiones en nada se asemejaban ya a aquellas otras, luminosas y alegres, en las que nos entregábamos a inocentes ocupaciones. Con Bene todo se había hecho diferente. Santiago, por su parte, dirigía su propio juego, en solitario, ajeno a la indiferencia con que la muchacha respondía a sus gestos y palabras de admiración, a pesar de exhibir ante él una coquetería mecánica y que quizás fuera la mejor de sus representaciones. Pero yo, como no tenía cabida en aquella relación, me limitaba a observarles y veía cómo, por debajo de los detalles de seducción que ella dirigía a mi hermano, se entregaba en cuerpo y alma a otro juego muy diferente. Aún recuerdo con claridad la que fue nuestra última excursión.
Bene se retrasaba, entretenida, como de costumbre, en preparar complicadas meriendas. Llegué a pensar que lo hacía deliberadamente, que tenía un interés especial en que se nos hiciera de noche en los eucaliptos. Pues ella se retrasaba siempre, a pesar de que tía Elisa la reprendía con violencia y le ordenaba regresar al oscurecer. Santiago, impaciente, se entretenía en afilar un palo cualquiera con su navaja. Era evidente que estaba malhumorado. Yo le miraba con impertinencia, sentada junto a él y sabiéndome con pleno derecho a esperar también a la muchacha.
De pronto me preguntó crispado:
—¿Tú vas a venir con nosotros?
Aquello me pareció insultante.
—¡Pues claro! —le respondí. No se me había ocurrido pensar que alguien pudiera cuestionar mi asistencia a tales excursiones.
—Pues no está tan claro —me dijo él—. La verdad es que te aburres con nosotros y, además, no sé por qué tenemos que ir a todas partes juntos.
—Pues si no quieres ir conmigo, ¡quédate tú en casa!
—¡Bah! —me respondió él con su mayor desprecio y continuó afilando el palo. En aquellos momentos deseé retirarme y dejarles solos, pues sin duda eso era lo que él quería. Pero no lo hice, porque estaba segura de que se cernía sobre mi hermano una amenaza tan confusa como tremenda. Aquella intuición había sido ratificada por Catalina la tarde anterior, cuando le pregunté:
—¿Sabes qué son los sonámbulos?
Ella me miró desconcertada, como si no comprendiera del todo mi pregunta.
—Sí —le aclaré—, los que dicen que se levantan por las noches como si estuvieran despiertos, pero siguen dormidos.
Como tampoco esta vez me respondió, le pregunté:
—¿Tú crees que Bene es sonámbula?
—¿Por qué iba a serlo? —me dijo ella alarmada.
—El otro día pasó por mi lado, a media noche, y ni siquiera me miró. La luz del pasillo estaba encendida y yo me acercaba a ella en dirección contraria. Casi nos tropezamos. Pero ella no me vio, y eso que llevaba los ojos bien abiertos.
—¡Dios mío! —se le escapó a Catalina como un suspiro mientras se santiguaba mecánicamente.
—¿Qué pasa? —le pregunté asustada.
—Nada, niña, pero tú no salgas de tu habitación por las noches. Tienes que dormir bien: si no, te vas a poner enferma.
—Santiago también la ha visto —le mentí con la intención de dar más fuerza a mi afirmación y para provocar en ella alguna reacción descontrolada que pudiera aclararme algo. Pero Catalina se limitó a ordenarme:
—Tú no dejes nunca solo a tu hermano.
—¿Por qué? ¿Hay algún peligro?
Ella no quiso responderme y se marchó después de decirme:
—Hazme caso, niña, y no preguntes tonterías.
Yo ya sabía que «tontería» era la palabra con que Catalina solía nombrar, tratando de exorcizar, aquello que se le apareciera como una amenaza e irremediable. No pude olvidar aquella breve conversación en la que logró transmitirme todos sus temores. Y precisamente por eso, sentada al día siguiente junto a Santiago, guardé silencio, mostrándole con terquedad mi decisión de asistir a la excursión por encima de todo.
Cuando al fin llegó Bene, con su pañuelo rojo en la cabeza y con la cesta de la merienda colgada del brazo, yo fui la primera en iniciar la marcha. Recuerdo que al levantarme me sentí envejecida y cansada, como si hubiera caído sobre mí un peso excesivo. Santiago me siguió con gesto huraño y apenas si habló durante el camino. Se limitó a responder con monosílabos esquivos a las preguntas que Bene le hacía. Se había levantado un viento desapacible y, sin embargo, a ninguno de los tres se nos ocurrió proponer el regreso. Cuando llegamos al río, ya era muy tarde, el sol se había ocultado tras el cerro y nuestra ropa no era suficiente para protegernos del frío del atardecer. Aquel paisaje umbrío no tenía nada que ver con el pañuelo rojo de Bene, ni con sus ademanes risueños, ni con su voz forzada a una alegría que estaba muy lejos de sentir. Me veía arrastrada por aquella marcha que yo misma, tontamente, había creído iniciar y que ahora no me atrevía a interrumpir. Para mí era evidente que aquello había dejado de ser una excursión.
Cuando llegamos a los eucaliptos, Bene parecía no advertir que la noche nos envolvía, que ya no era hora de extender el mantel sobre los terrones del suelo. Pero ella desplegó una vez más todos sus gestos repetidos en las excursiones anteriores.
Santiago se mostró más sensato al decir:
—Creo que es demasiado tarde y hace mucho frío. ¿No sería mejor volver y tomar un bocadillo por el camino?
—¡Después de todo lo que hemos andado! —respondió Bene—. No hay que echarse atrás por tan poca cosa. Sólo hace un viento de nada. ¡A ver si os gusta lo que he traído!
Yo ni siquiera miré los paquetes que ella desenvolvía sobre el mantel. Nos hablaba con esa voz, risueña y franca, que exhibía siempre que quería hacernos ver que no pasaba nada, que vivíamos una escena normal. Santiago, taciturno y ensimismado, guardaba un tenso silencio y parecía hundido en un dolor nuevo para él, del que, sin duda alguna, Bene era la responsable, al menos eso pensaba yo mientras clavaba mi mirada acusadora en la muchacha. Recuerdo que me escocían los ojos por culpa del viento y del esfuerzo que hacía para no pestañear siquiera. Pero ella no pudo advertir la concentración que yo le dedicaba, pues ya entonces estaba entregada a otro asunto que le interesaba mucho más. Y, sin embargo, aún tuvo valor para decir:
—¡Qué bien se come aquí, con este aire tan bueno!
A mí me estremeció escuchar una frase tan sana en un rostro sin vida como era en aquellos momentos el suyo. Pues otra vez se había vaciado su mirada y se había apoderado de ella un gesto helado de muerte que nunca vi en ninguna otra persona. Me volví bruscamente, siguiendo la dirección de su mirada. Las dos vimos lo mismo: era como una sombra transparente con forma humana. Su rostro se borraba en la penumbra, pero reconocí en aquello al gitano, el novio de la muchacha. Su aparición, a varios metros de distancia, apenas duró el tiempo de un parpadeo. Y, sin embargo, presentí con horror que él no se había ido a ningún lugar, que podía estar allí, discretamente alejado de nosotros, aunque yo no le viera. Me bastaba como presagio de su presencia la expresión sin aliento de la muchacha, aquel rostro del que parecía haber quedado suspendido hasta el más leve signo de vida, como si cristalizara en un extraño sueño de encantamiento. Un aullido salvaje y salvador brotó de mi garganta. Recuerdo que Santiago me abrazó alarmado y pronunció mi nombre con desconcierto, interrogándome. Él no había visto nada y jamás, si yo se lo contara, podría llegar a creerme, lo supe entonces. Bene estaba junto a mí jadeando y fingiéndose sobresaltada después de abofetearme con odio, pretextando que era necesario para sacarme de aquel trance. Todavía estoy convencida de que aquellos golpes se los había dictado una momentánea maldad. Yo no había dicho qué me había ocurrido y ella cuidó de no preguntármelo. Ahora sabía que yo había visto y, sin embargo, eso no parecía preocuparla lo más mínimo. Se quedó pensativa, simulando que deseaba ayudarme. Se dirigía a mí suponiendo, en voz alta, algún rasgo enfermizo de mi mente. ¡Qué habilidad desplegó durante el camino de regreso! Se dedicó a consolarme con toda su ternura, aconsejándome y preguntándome.
—¿Duermes bien?
—Sí —le respondí—. Pero poco tiempo. Me gusta levantarme por las noches y pasear. A veces se ven cosas raras, ¿no crees?
Yo trataba ingenuamente de intranquilizarla, pero ella no se daba por aludida.
—Haces muy mal —me respondió con energía—. Por eso tienes los nervios así, destrozados. Pero bueno, ya pasó todo. Hoy vas a dormir bien y durante toda la noche, ¿me lo prometes?
—No sé —le dije bruscamente y mostrándole mi deseo de acabar con aquella conversación. Pues me indignaba que ella me hablara como si yo fuera una niña pequeña, como si no supiera nada, incluso como si nada hubiera que saber.
Durante el camino de regreso me encerré en un silencio terco, deliberado. Temí que Santiago nunca pudiera llegar a comprender lo que estaba ocurriendo. Ahora nuestra separación era insalvable. Me sentía desoladoramente sola, junto a Bene que me conducía cogida de la mano. Habíamos abandonado el camino y marchábamos campo a través, lejos del curso del río. Tratábamos de encontrar un atajo para llegar antes a casa y escapar de aquella noche, densa y fría, que nos había caído encima. Me entristecía pensar que Santiago pudiera interpretar mis gritos atribuyéndome alguna forma de perturbación mental. Pero ni siquiera podía intentar darle alguna explicación. Pues en realidad, ¿qué sabía yo? La verdad era que sólo veía y que estaba muy lejos de comprender lo que veía.
Había llegado el momento de abordar a Bene abiertamente, sin testigos, y exigirle una aclaración definitiva. Porque ella sí sabía, de eso yo no tenía ninguna duda. Pero, a partir de aquella tarde, siempre la encontraba compartiendo sus ocupaciones con Catalina. Y, si no era así, o bien no la veía siquiera o aparecía cuando yo no estaba sola. Al fin pudimos vernos frente a frente, sin nadie que nos observara. Pero no fui capaz de articular palabra alguna. Una noche ella entró en mi habitación mientras yo dormía. No sé cuánto tiempo llevaría allí, vigilando mi sueño de cerca. Cuando me desperté, de repente, y la descubrí reclinada sobre mí, quedé paralizada de espanto. Ella se levantó enseguida y salió tan sigilosa como había entrado. Traté de tranquilizarme pensando que, quizás, había venido impulsada por un sentimiento protector. Claro que, al mismo tiempo, sabía que eso no era cierto. Desde la última excursión nuestra relación se había enrarecido extraordinariamente. Ella me esquivaba durante el día y, por las noches, yo no me atrevía a abandonar mi habitación, ni siquiera logré asomarme a la ventana. Con frecuencia esperaba despierta el amanecer desde un largo infierno que, sin embargo, olvidaba con las primeras luces de la mañana.
Un día decidí buscar ayuda en Juana. Me aposté tras la cancela llena de temores; pues si bien ella era mi amiga, también era la hermana de Bene. Además, me había mentido ya tantas veces… Pero si había alguien que supiera algo sobre las actuales relaciones entre Bene y el gitano, era ella, al menos eso creía yo. Claro que también sabía lo difícil que me iba a resultar deslindar, en sus informaciones, lo que pudiera ser real de lo que inevitablemente ella inventaría. Al fin la vi venir. Regresaba de la ciudad y, al descubrirme, se acercó a mí corriendo. Había encontrado unos zapatos muy viejos, de tacón alto, en un charco de agua. Los sacó de su cesta para mostrármelos. Aquello me impacientó, pues yo no comprendía del todo que semejante hallazgo pudiera hacerla tan feliz. Se sentó en el suelo y se calzó con ellos. Después, sujetó con una mano el vuelo de su vestido. Y así, simulando que llevaba una falda estrecha, dio algunos pasos nerviosos por la carretera, hasta que se salió de los zapatos pues eran enormes para sus pies. Mientras tanto yo la miraba muy seria, sin acompañarla en absoluto en su juego.
—Cuando sea mayor, llevaré siempre tacones —me dijo acercándose de nuevo a mí.
—Yo también —le respondí animada, al verla dispuesta a hablar. Después añadí—: Me gustan mucho los de tu hermana.
—¿Se los pone ahí dentro? —me preguntó extrañada.
—¡Claro! Para eso los tiene. Pero sólo algunas veces.
—¿Cuándo?
Quise entonces responderle que siempre que servía la mesa a la hora de cenar, cuando mi padre podía verla. Pero no dije nada. Me limité a encogerme de hombros dándole a entender que aquella cuestión no me interesaba. Lo cual era cierto, pues yo no había estado esperándola para hablar de cualquier cosa, sino para tratar con ella un asunto muy especial.
—Quiero pedirte una cosa —le dije con gravedad.
—¿Qué es?
Y, al decir esto, cambió bruscamente para concentrar toda su atención en mi respuesta, como si ya intuyera lo que quería de ella.
—Antes tienes que saber algo que es verdad.
—¿Sí? ¿Qué es?
—Que el novio de Bene, el gitano, viene a verla casi todos los días.
—¿No será otro?
—No. Es él. Estoy segura.
—¿De dónde viene?
—Eso no lo puedo saber yo.
—Pero ¿tú le ves?
—¡Claro! Aunque no siempre. Porque no sólo se ven cuando yo les veo.
—Y ¿qué hacen cuando tú les ves?
—Nada. Sólo se miran desde lejos.
Entonces Juana se echó a reír, repitiendo mis palabras, burlándose de lo que ella consideraba mi ingenuidad. Después, como si viviera desde siempre familiarizada con semejantes realidades, me dijo:
—¿Que sólo se miran desde lejos? Eso es lo que tú crees.
—Eso es lo que yo veo —protesté.
—No importa lo que veas. La verdad es que no ves nada.
—¿Todavía te parece poco?
—Lo que pasa es que las cosas que ellos hacen son invisibles. Tú no puedes ni imaginarlas.
—¿Estás segura?
—¡Claro!
—¿Por qué lo sabes tú?
—¡Ah, no! Eso sí que no puedo decírtelo.
Entonces sentí deseos de pegarle. Pues Juana se revestía en momentos así, siempre que se negaba a revelarme algo, de una gravedad que me irritaba. Su rostro adquiría un aire trágico. Era como si desde muy lejos se le hubiera impuesto la sagrada obligación de ocultarme algo.
—¡Estás mintiendo! —le grité irritada. No estaba dispuesta a permitirle que me tratara como a una ignorante en un asunto en el que, indudablemente, yo era la protagonista y no ella, pues por más que se empeñara en mostrarse como una autoridad en aquel misterio, la verdad era que ella aún no había visto nada.
—Me da igual lo que tú creas —me respondió con indiferencia, como si pensara en otra cosa, como si aquello no le importara demasiado. Entonces, en un intento de reconciliación, le propuse que nos reuniéramos las dos en el jardín aquella misma noche.
—Quiero que tú también le veas —dije.
Ella guardó silencio, me miró sorprendida, y yo temí que se negara. Pero no fue así.
—Vendré cuando mi abuelo se duerma —me dijo con aire de gran preocupación.
Aquella noche esperé pacientemente hasta que desapareció el último ruido de la casa. Después, cuando el silencio se hizo profundo, salí con sigilo de mi habitación. Era una noche desapacible, había una niebla baja que impregnaba la atmósfera de una humedad pegadiza. Salí al jardín y el aire mojado se agarraba a mi garganta. Juana aún no había llegado. Deseé volver al calor de mi cama y a la relativa seguridad que me proporcionaban los objetos familiares de mi dormitorio. De pronto vi algo que parecía una cabeza ajustada en uno de los triángulos de la balaustrada. ¿Y si no es Juana?, pensé. Recuerdo que temblaba de pies a cabeza y que me detuve sin poder dar un solo paso. No sé qué habría sucedido en aquellos momentos si la cabeza no se hubiera asomado por encima de la tapia y yo no hubiera reconocido en ella a mi amiga. Nos cogimos de la mano y corrimos a buscar un buen escondite. La luna, casi llena, iluminaba el jardín a pesar de la niebla.
—No me gusta estar aquí —éstas fueron las primeras palabras de Juana. Yo le hice una señal para que guardara silencio, pero ella continuó:
—Creo que a Bene no le va a gustar que la vigilemos.
—Ella no se va a enterar.
—¿Y tú qué sabes?
Me pareció que Juana hablaba para ahuyentar el miedo, pues las dos estábamos temblando y no era sólo por el frío. Nos sentamos en la tierra de un sendero del jardín y nos empapamos con la humedad del suelo. Unas matas de romero nos ocultaban al mismo tiempo de la cancela y de la puerta de la casa. De pronto le pregunté:
—¿Por qué se ahorcó el gitano?
—No sé —me respondió ella desconcertada.
—¿Sufría mucho?
—Ya te he dicho que no sé.
—¿No has oído decir nada?
—He oído mentiras.
—¿Cuáles?
—¿Para qué lo quieres saber, si son mentiras?
—Bueno. Pero ¡dímelas!
—Decían que Bene tenía más novios.
—¿Estás segura de que no era verdad?
—¡Claro que lo estoy! Ella vivía con él en la misma casa. Estaban siempre juntos. ¿Cuándo iba a ver a los otros novios?
—¿Él no trabajaba?
—No. Trabajaba ella.
—¿En qué?
—No sé. Pero ganaba mucho dinero. Tenía bastante para los dos y, algunas veces, también nos mandaba a nosotros.
—Eso es muy raro.
—No, no es raro. A los gitanos no les dan trabajo en ningún sitio.
—Pero ella es medio gitana, ¿no?
—Sí, pero casi no se le nota.
—¿Y por qué crees tú que se mató él?
—No sé. A lo mejor se volvió loco de repente.
—Y el padre de Bene, ¿no la veía nunca?
—De él no sé nada —dijo Juana secamente, dándome a entender que sobre ese tema no podía preguntarle.
—La gente dice que su novio era su padre.
—¡Eso es mentira! —dijo asustada—. La gente es muy mala y odia a los gitanos. Además, a nadie le importa lo que haga mi hermana. Ella es especial.
Juana me ordenó silencio apretando, de pronto, mi mano entre las suyas. Yo sentí que se estaba agarrando a ella y, cuando descubrí a Bene bajando los escalones de la marquesina, comprendí que nos estábamos asomando a un mundo que no nos pertenecía y que encerraba un peligro indescifrable. La noche, iluminada por luces frías y espectrales, parecía envolvernos a ella y a nosotras en un mismo misterio. Estábamos allí, en aquel escenario fantasmagórico, y era inevitable esperar hasta el final. Bene se sentó en un escalón y, apoyándose en una columna, miró hacia arriba. Yo seguí su mirada hacia millones de estrellas que brillaban lejanas y profundas. Después, inclinándose hacia adelante, hundió el rostro entre sus manos. Pensé que quizás estuviera llorando e imaginé que nos había ocultado un insoportable dolor. Cuando se levantó para dar un corto paseo por delante de la casa, tenía la espalda ligeramente encorvada y el desaliento que desprendía su figura parecía formar parte de ella, como si le perteneciera igual que sus piernas, sus manos, su rostro… Entró en la casa sin mirar hacia atrás, sin que pareciera importarle quién llegara hasta la cancela.
—¿Crees que estaba sola? —pregunté a Juana con temor al verla silenciosa y rígida.
—No sé. Sólo la he visto a ella. ¡Y no quiero ver a nadie más! ¡No me importa quién venga a verla! ¡Y a ti tampoco te importa!
Hablaba precipitando sus palabras, subiendo el tono de la voz sin miedo a ser descubierta, hasta que se echó a llorar con una amargura que me conmovió. La abracé sin saber qué decirle.
—Yo la quiero. Bene es buena —me dijo entre sollozos.
—Sí, claro que es buena —añadí yo intentando tranquilizarla.
Desde entonces no quise hablar más con Juana de aquel tenebroso asunto. Supe que estaba sola o, más bien, sola con Bene, y que yo era su única cómplice.
Pocos días después, nuestro padre se levantó de la mesa mientras cenábamos. Pretendía alejarse de nosotros, una vez más, sin dar ninguna explicación, fiel a su costumbre. A la mañana siguiente salía de viaje. No nos dijo a dónde pensaba ir, y nadie se lo preguntó. Bene le escuchaba muy atenta, aunque imperturbable, como si de verdad a ella no le concerniera. En aquellos momentos yo habría asegurado que la muchacha había guardado siempre con mi padre la misma distancia. Sin embargo, Santiago parecía haber confirmado ya sus primeras sospechas.
—¿Para quién has encargado flores? —preguntó de repente.
—¿Me estás espiando? —le respondió nuestro padre con buen humor.
—No; te escuché sin querer mientras hablabas por teléfono.
—Pues son para una señora.
—¡A cualquier cosa llamas tú señora! —intervino despectivamente tía Elisa y él le respondió con una sonora carcajada. Ella guardó silencio, aunque sin dejar de figurar en la discusión con sus ademanes trágicos, sus suspiros, y, sobre todo, con aquellos movimientos de cabeza que con tanta habilidad sabía ella combinar con esbozos de sonrisas y miradas acusadoras.
—¿Qué va a pasar con Bene ahora? —preguntó Santiago con crispación.
—Nada que yo sepa. Seguirá donde está, como siempre.
—¿Y dónde ha estado hasta ahora?
—La verdad, no te entiendo.
—¡Sí me entiendes! —Santiago se había puesto de pie y su rostro había enrojecido de cólera en un instante.
—¡Cálmate, niño! No sé qué te ocurre. ¡Qué preguntas más absurdas haces! ¿Que dónde ha estado Bene? Pues últimamente trabajando en esta casa, y aquí seguirá, porque lo hace muy bien.
—¿Qué es lo que hace muy bien? —le dijo Santiago mientras le impedía el paso, pues él se había levantado y se dirigía a la puerta mirando con insolencia su reloj.
—¡No digas más sandeces, anda! ¡Déjame ahora, que mañana tengo que madrugar! A mi regreso hablaremos de lo que tú quieras.
Santiago se dejó caer entre nosotras, sentándose de nuevo a la mesa, ignorándonos. De sus labios, ligeramente contraídos por una amargura nueva en él, escapó una sonrisa taciturna, como un amago de esperanza, dedicada a Bene, quien ni siquiera le miró, mientras iba y venía recogiendo la mesa, amparada en una firme distancia que parecía haber venido a socorrerla. Había escuchado con la mayor naturalidad aquella desagradable conversación en torno a ella.
Nuestro padre se marchó al amanecer, como había anunciado. Ni siquiera se despidió de nosotros. Siempre era así, de golpe desaparecía de nuestra vida en la que, por otra parte, tan poca importancia tenía. Pero esta vez fue diferente. Aunque ni siquiera hoy podría afirmar que aquellos cambios que sucedieron a su marcha estuvieran relacionados con su ausencia. En el interior de esta casa se declaró una tormenta incontrolable incluso para tía Elisa, quien parecía haber sometido a la realidad bajo una lógica inconmovible. Al terminar aquella cena, fue ella quien propuso rezar un rosario, cosa que estaba muy lejos de sus costumbres. Yo me preguntaba qué habría averiguado para mostrarse así, humilde e indefensa, pidiendo a un poder superior que nos protegiera. Claro que nuestros pobres rezos no lograron conjurar la catástrofe que ya habíamos presentido y que, a raíz de aquella noche, se fue mostrando poco a poco hasta encarnarse abiertamente en la persona de mi hermano. Todo empezó cuando éste regresó un día de la ciudad a media mañana. Había salido de casa, como siempre, camino del colegio. Pero esta vez se volvió sin haber entrado en él. Como única justificación de su conducta alegó que necesitaba un largo descanso.
Recuerdo, Santiago, que te vi de pronto como un cuerpo con el alma ausente. Tus ojos, hundidos en el llanto y el insomnio, ya sólo miraban hacia dentro, hacia aquella pena extraña que te consumía. ¡Qué edad más difícil tenía yo entonces! Doce años. Conoces el dolor y, sin embargo, aún no llegas a comprenderlo y, mucho menos, a remediarlo. Tus lágrimas, tu silencio, tu abandono, eran para mí la condena a una soledad sin defensas. Cuando supe que tu olvido de mí era irremediable, descubrí en la lejanía un vacío feroz que se me acercaba. Era como una inmensa boca abierta dispuesta a devorarme. Ahora miro hacia aquellos años que fueron nuestros, y me parece que todo ha sido barrido por aquel mismo viento terrible que escuchábamos tú y yo, cogidos de la mano y contemplando sobrecogidos, desde la ventana de la torre, las ramas de los árboles azotadas por el vendaval. Ya no queda nada. El tiempo se diluye continuamente. Ahora ya estoy sola sobre la tierra y tu rostro amigo se me acerca desde sombras remotas. Si tú pudieras recordar… Entonces no existía el tiempo en nuestra vida. O, quizás, aquella eternidad de nuestra infancia sólo fuera nuestra primera ficción. ¡Cómo te he esperado! Pero tú no has podido regresar, de visita, como otros lo hicieron, cruzando la linde que me separa de tu mundo imposible. No sé qué extraño poder ejerce sobre mí lo que ya ha dejado de existir. Especialmente sobre mí, hundida ya para siempre en una existencia desvaída, donde lo real desaparece de tanto estar ahí, mostrándose y repitiéndose con avidez. Todavía me pregunto qué pudo ser lo que te sucedió y no hallo respuesta. Pues no puedo creer que fuera sólo el amor lo que te derrotó de aquella manera. Claro que tu amor por Bene era como una posesión sobrehumana y parecía venir de la misma muerte. ¿Recuerdas? Ella se reía cuando yo le hacía aquellas preguntas que tú considerabas tan extrañas. Se negaba a responderme. Pero sus máscaras empezaron a terminarse. Un día le faltó la risa y la palabra. Ella nunca habitó de verdad entre nosotros. Simulaba su alegría y su ternura. Pero un dolor mortal subía por su cuerpo como una gangrena que la iba debilitando, hasta que un vacío espantoso se incrustó en su alma y en su rostro ya para siempre. Y entonces, sólo entonces, se apiadó de ti, para tu desgracia y la mía.
—¡El diablo ronda esta casa! —dijo doña Rosaura y, aproximándome a ella, me preguntó mientras atenazaba mis brazos entre sus manos:
—¿Has visto a algún extraño en los últimos días?
—No —respondí yo, fingiendo indiferencia.
—Pues de ahora en adelante no te asomes a la cancela, ni hables con desconocidos. El diablo ronda esta casa, ya lo sabes. Puede tomar cualquier forma para engañarnos: un perro manso, un mendigo desgraciado, una niña indefensa, un sacerdote, un hombre justo, una mujer honesta… El puede aparecerse como lo crea conveniente, según la situación. Así que, hasta que yo te avise, tú no escuches ni mires a nadie, ya sea persona o animal. Y si encuentras en tu habitación algún objeto que no reconozcas, me lo traes inmediatamente. Pues también las cosas sin vida pueden estar bajo sus órdenes.
Yo no necesitaba escuchar aquellas palabras para percibir que una atmósfera enrarecida brotaba a mi alrededor. Allí donde mirase descubría señales de su existencia. Él habitaba ya de alguna manera entre nosotros. Porque yo sabía que era a él, al gitano, al que ellas identificaban como al demonio. Y a mí no me extrañaba, pues era lo más parecido al diablo que yo había podido ver en mi vida. A defendernos contra él parecía haber venido doña Rosaura, quien ahora vivía con nosotros. Y no es que ella se considerara con poder suficiente como para enfrentarse a las fuerzas perversas que palpitaban por nuestra casa. No era ése el motivo que la trajo, sino el miedo de tía Elisa, quien no tenía a dónde acudir ante la nueva actitud de Bene. Pues la muchacha, después de la marcha de nuestro padre, dejó de lado sus sonrisas y sus canciones. Ahora se movía por la casa sin rumbo fijo, perezosamente, provocando a tía Elisa con su sola presencia. Ya no hacía nada. Se negaba a cumplir cualquier mandato. Estaba allí, simplemente, y no se iba porque no quería. Claro que nuestra tía todavía no se había atrevido a expulsarla. Yo entonces no comprendía el motivo de su paciencia. Después supe que sólo el miedo la impulsaba a esperar y a empequeñecerse ante la presencia de la muchacha, quien en su desmesura, en el descaro con que hacía uso de su libertad, se asemejaba a una reina, incapaz de soportar orden alguna. Su mirada, lenta y densa, poseía la virtud de confundir a quien se le enfrentara. Tanto su quietud como sus movimientos emanaban una profunda gravedad. Revoloteaba entre nosotros pesada y poderosa como un águila. Sólo hablaba con Santiago; se les veía juntos a cada instante. Él se negaba a volver al colegio. Tía Elisa no quiso dar importancia a sus faltas. Pensaba que al finalizar las vacaciones de Navidad, ya cercanas, él mismo volvería por su propia voluntad.
Recuerdo que en aquellos días yo pasaba largas horas caminando tras ellos por la huerta o por el jardín. Les seguía desde lejos fascinada y atemorizada al mismo tiempo. Mantenía cuidadosamente la necesaria distancia para que no me descubrieran. A veces la vi a ella entrar sola en el dormitorio de nuestro padre, coger uno de sus cigarrillos y encenderlo. Fumaba cada vez más y nadie en la casa se atrevía a decirle que aquello era impropio de una mujer y más aún de una criada, como sin duda estaban pensando. Por las noches daba largos paseos por el jardín. Yo observaba con atención las sombras que la rodeaban. Nada se movía junto a ella. Nadie la miraba desde la cancela. Y, sin embargo, cuando ella desaparecía, en la soledad de mi dormitorio y desde aquel perfecto silencio, me sentía empujada hasta el borde mismo de un siniestro territorio. Era el lugar que habitaba el gitano. Los signos que me anunciaban su llegada se multiplicaban a mi alrededor haciéndome guiños desde todos los rincones. A veces era un ligero vaho sobre el cristal de mi ventana, otras un crujido de madera, un aliento helado sobre mi nuca o el roce apagado de un solo paso. Sus señales eran inaprehensibles. Sólo mi pánico era preciso, incuestionable. Y, no obstante, me atraía la idea de que aquel monstruo viniera a buscarme a mí y no a Bene. No quería saberme excluida del todo de aquel mundo en el que Santiago estaba en trance de ingresar. Pues él se aproximaba peligrosamente a ellos, sin sospechar adónde le iban a conducir. Él ya no era el mismo, y yo, desde mi desconcierto, me preguntaba, ¿el mismo que quién? Y es que ya no sabía quién era él ni tampoco quién era yo. Me sentía empujada hacia una transformación inevitable.
Un día le descubrí junto a Bene en el jardín. Les vigilaba, como otras veces, desde una discreta distancia. Él ni siquiera advirtió mi presencia. Ella, en cambio, me miró clavando sus ojos en mí con desprecio, mientras rodeaba con su brazo el cuello de mi hermano igual que lo haría una serpiente. En un esfuerzo supremo, me mantuve muy quieta, sin retroceder ni acercarme a ellos. Hice frente a su mirada con la mía. Por primera vez, la descubrí como mi enemiga. Pero esta impresión sólo duró un instante, pues de pronto asomó a su rostro una mirada tan desoladoramente triste que no la pude resistir. Era evidente que ella no me odiaba a mí. Me tuve que retirar sin decir nada. Una vez más me había vencido.
Aquella misma noche escuché desde mi cama un revuelo de pasos y murmullos por el pasillo. Las puertas se abrían y cerraban con nerviosismo. De vez en cuando el nombre de Santiago, pronunciado con voz sofocada, forzadamente baja, llegaba hasta mis oídos. Mi hermano no estaba en su habitación, ni Bene en la suya. Doña Rosaura y mi tía se habían detenido al pie de la escalera que conducía a la torre. Estaban tan exaltadas que no advirtieron mi presencia junto a ellas. Tía Elisa fue la primera en ascender por los escalones. Subía indecisa pero solemne, segura de estar cumpliendo un incómodo deber. Nosotras la seguimos hasta la puerta de la torre. Ellos estaban allí y habían cerrado por dentro.
—Santiago, abre, por favor —suplicó tía Elisa a su sobrino, sin fuerzas para reprenderle o mostrarle autoridad alguna.
La puerta se abrió y el ligero resplandor de una vela iluminó a mi hermano. Se nos acercó hasta encuadrarse en el marco de la puerta, impidiéndonos deliberadamente el paso. Sentí su mirada hostil sobre todas nosotras por igual. En aquel instante yo constituía para él una sola cosa junto a las otras mujeres.
—¿Queréis pasar? —dijo él sonriendo, extraño y cínico.
—¡Dios mío, ayúdale! —rogó tía Elisa con voz temblorosa.
—Ten cuidado —aconsejó él en son de burla—: si no sabes muy bien dónde está Dios, a lo mejor te equivocas y envías tu súplica al diablo.
Yo no podía reconocerle con aquel descaro y cinismo.
—¿Está ella ahí? —preguntó colérica doña Rosaura. Pero él no le respondió y, cuando la tuvo enfrente, empujándole con violencia para que la dejara pasar, nos cerró la puerta a todas.
Entonces tía Elisa, recuperando su autoridad, gritó:
—Sé que estás ahí, Bene. Recoge tus cosas y márchate enseguida de esta casa. Si no te vas ahora, mañana vendrá la Guardia Civil por ti.
Ellos no respondieron. Las dos mujeres se retiraron tranquilas por haber tomado al fin una determinación. A mí me obligó doña Rosaura a encerrarme bien en mi cuarto, en la más cruda soledad. Claro que para aquello que yo temía una puerta cerrada no suponía ningún obstáculo, al menos eso pensé yo con una complacencia que brotaba del mismo miedo que me invadía ya por completo. Tampoco necesitaba contemplar la cancela desde mi ventana, pues tenía la clara sensación de que el rostro del gitano flotaba en el aire rodeándome y vigilándome. Me envolvía una atmósfera maligna nacida de su invisible presencia, cuyos signos yo reconocía enseguida.
Al día siguiente era domingo. Hacía frío, pero el sol brillaba desde las primeras horas de la mañana.
—Está esperando a que vuelva Enrique —decía tía Elisa refiriéndose a Bene.
—Pero ¿todavía puede usted pensar de esa manera? —le respondió doña Rosaura, dispuesta ya para asistir a la misa dominical.
—¿Entonces…? —interrogó tía Elisa.
—Lo que está esperando es otra cosa.
—¿Qué?
—No lo sé. Por muchas vueltas que le doy, no consigo averiguarlo. Espera algo, quizás una señal del exterior o sabe Dios de dónde. Porque a esa criatura de su sobrino ya lo tiene en sus manos.
—¡No diga usted eso, por Dios! Tenemos que separarles. ¡Hay que llamar a la policía!
—No sea ingenua, doña Elisa. Las autoridades de este mundo no tienen ningún poder en una situación como ésta.
—¿Qué podemos hacer entonces?
—Ya lo verá —contestó enigmática doña Rosaura. Después, propuso que fuéramos todos juntos a misa. Iríamos andando, decía, y así nos serviría, además, para dar un saludable paseo por la carretera.
Cuando le comunicó a Bene su decisión, yo estaba delante. De pronto le tendió a la muchacha un misal. Su mano temblaba sosteniéndolo, suspendida en el aire y sin encontrar respuesta. Pues Bene la miró inexpresiva, sin darse por aludida. El libro estaba encuadernado en piel y tenía el canto dorado, pero a ella no le atraía.
—¡Tómalo! ¡Tómalo! Es tuyo. Te lo regalo.
Recuerdo que el rostro de Bene se transformó al coger el libro. Sus ojos brillaron con ferocidad y un ataque de cólera la conmovió de pies a cabeza.
—¡Qué estás pensando, bruja! —dijo ella, tuteándola con desprecio y lanzando el misal contra una de las paredes.
—¡Le quema las manos! —gritó asustada tía Elisa.
—Esta prueba es definitiva —sentenció emocionada doña Rosaura.
Bene se había dejado caer abatida en un sillón. En aquellos momentos ofrecía el aspecto de una mujer extremadamente frágil. Su mirada se perdía sin aliento en lo único que tenía enfrente, el hueco de la escalera que conducía a la torre. Las dos mujeres la rodearon entonces, moviéndose en torno a ella como si fueran movidas por un mismo resorte. La acosaban con preguntas incomprensibles para mí y creo que también para ella, quien se limitaba a soportarlas sin responder con el menor gesto ni en su rostro ni en su cuerpo.
—Dios está con nosotras —dijo doña Rosaura, concluyendo aquel interrogatorio que había dejado fuera de juego a Bene.
Las luces del día se fueron oscureciendo poco a poco, hasta desencadenarse una de aquellas tormentas que tantas veces habíamos contemplado Santiago y yo desde la torre. Y, después de un tenso silencio que duró hasta el atardecer, Bene salió de la casa. Yo estaba sola cuando la descubrí desde mi ventana. Sentí una lástima insoportable por ella. La veía ahora igual que al principio. Se había puesto el elegante vestido con que la conocí y, como único abrigo, llevaba una ligera rebeca de lana. Ni una sola vez miró hacia atrás. Caminaba lentamente, con la espalda algo encorvada y la cabeza hundida entre sus hombros, como si quisiera defenderse de la densa lluvia que caía con violencia sobre ella. Su equipaje seguía siendo sólo aquella caja de zapatos que ahora apretaba bajo su brazo derecho. De su figura se desprendía tal desamparo que deseé correr tras ella y ofrecerle la poca protección que yo pudiera darle. Pero alguien se me adelantó. Era Santiago.
—¡Espérame! —le gritó.
Cuando la alcanzó la cogió con energía de un brazo y la obligó a correr a su lado. Parecía que era él quien se la llevaba de casa. De su otra mano colgaba una maleta, señal inequívoca de que su marcha había sido deliberada.
Salí de mi habitación y, por primera vez, vi a tía Elisa derrumbarse en un llanto desesperado. También ella les había visto marcharse.
Dos semanas más tarde volvió Santiago. No sé cuántas veces había salido yo a vigilar la carretera. Le esperaba atemorizada, adivinándole a lo lejos, esposado entre dos guardias civiles. Pues tía Elisa, al no poder localizar a nuestro padre, había notificado su huida a la policía. Al descubrirle de nuevo en casa, salvado de todo peligro, le miré sorprendida y emocionada. Me pareció un soldado cualquiera que regresaba, derrotado, de una guerra que no le concernía. Subía la escalera de la torre sigiloso como una sombra. Corrí tras él, llamándole en voz muy baja para que todavía nadie le descubriera. Dejó la maleta en el suelo y me abrazó tierna y largamente. Supe entonces que ahora sólo me tenía a mí.
—Todo va a cambiar —le dije, sin saber muy bien qué era lo que tenía que transformarse en nuestras vidas. Él sonrió y su sonrisa me pareció la de un extraño. No había en ella alegría sino cansancio y resignación.
—Voy a dormir. Esta noche ni siquiera me he acostado.
—¿Hablaremos después? —le pregunté con ansiedad.
—Sí, si tú quieres.
—¿Le digo a tía Elisa que has vuelto? Está muy preocupada.
—No, no le digas nada.
—¿Por qué? ¿Es que piensas irte otra vez?
—No, ya no es posible. Anda, baja y después hablaremos un rato.
Sentí que éramos compañeros otra vez, que me hacía un lugar a su lado, como si nada hubiera pasado, ni siquiera el tiempo que nos había ido separando. Pero, de repente, como un chirrido desapacible, sonó la voz de tía Elisa.
—¡Cómo! ¡¿Ya estás aquí?! ¿Y entras así, como si no hubieras hecho nada? ¡Baja inmediatamente, que me vas a contar todo lo que ha pasado con esa fulana!
—¡Cállate! —le gritó Santiago fuera de sí.
Entró en la torre y se encerró allí, sin escuchar los insultos y amenazas que ella le dirigía. Tía Elisa se retiró dejando escapar su irritación y sus morbosos pensamientos en voz sofocada. Sabía que yo la seguía desde muy cerca y no le importó dejarme escuchar todas aquellas indecencias y barbaridades que atribuía a nuestro padre. Pues le consideraba el mayor culpable de cuanto había sucedido. Yo no pude perdonarle nunca que destruyera aquel entusiasmo que acababa de brotar en mí. Pues tras su violenta aparición, Santiago se encerró definitivamente en la torre. No quiso abrir la puerta a nadie, ni siquiera a mí, que pasaba las horas al otro lado, sentada en el escalón más alto y suplicándole que me respondiera, aunque fuera a través de la puerta cerrada.
Después de varios días de encierro, tía Elisa cambió el tono de su voz al dirigirse a él. Ahora parecía enternecida y temerosa ante aquella desmesura. Doña Rosaura ya no vivía en casa y Catalina subía y bajaba la escalera a cada instante, suplicándole que comiera algo. Pero tantos ruegos y cariños llegaron demasiado tarde. Al fin hubo que forzar la puerta y entonces descubrimos a Santiago dormitando, hundido en una debilidad de muerte. Nada, absolutamente nada, pudo ya devolverle a la vida.
Cuando supe que mi hermano estaba tan enfermo pensé que quizá Bene pudiera hacerle desear la vida y obligarle a intentar salir de aquel estado. Sólo Juana podía ayudarme a encontrarla. Esperé durante varias mañanas a que pasara ante la cancela. Al fin la vi acercarse un día y salí a su encuentro gritando su nombre. Pero ella no sólo no respondió a mi llamada, sino que echó a correr huyendo de mí. Cuando la alcancé, la sacudí furiosa por los hombros.
—¿Qué te pasa conmigo? ¿Qué te pasa? —le grité enloquecida.
Ella se echó a llorar desesperada, negándose a hablar y apartándome con violencia si yo trataba de consolarla.
—¡Dime por lo menos dónde está Bene! ¡Santiago está muy enfermo, tiene que verla!
De pronto cambió su actitud. Dejó de llorar y, mirándome sumisa, como si ya no le quedaran fuerzas para seguir rechazándome, me dijo en voz muy baja, en un triste murmullo:
—Su padre se la ha llevado otra vez.
—¿Adónde?
—Adonde él está.
—Y ¿dónde está él?
—Está muerto.
Ante aquellas palabras sentí miedo. Era como si un círculo se completara y Santiago quedara atrapado para siempre en su interior.
—Entonces, ¿Bene ha muerto? —le pregunté con ansiedad.
—Sí. También ella se ha ahorcado.
—¿Por qué?
—Porque él se la ha llevado.
—¿Él? ¿Quién? ¿Su padre o su novio?
—Su padre.
—¿Era él su novio?
—Yo de eso no sé nada.
Y ya no le hice más preguntas. Bene había muerto. Eso era lo que, en aquel momento, ocupaba mi pensamiento por completo. Lo demás ya no tenía importancia.
—Bueno, me voy —dijo Juana de pronto.
No quise retenerla por más tiempo. Parecía muy enfadada conmigo y con todo el mundo. Pensé que tenía motivos para estarlo. La dejé marchar, incapaz de pronunciar una sola palabra. Pero ella se volvió desde lejos y me gritó:
—¡Ellos se llevarán también a Santiago! ¡Yo lo sé!
Pensé que su intención no era la de hacerme daño, sino la de acercarse a mí, seguir hablando un poco más conmigo. Pero no pude responderle nada. Me sentía vacía de toda palabra. Le volví la espalda y regresé a casa caminando muy despacio, deseando que todo cuanto me había dicho fuese mentira, pues ella era tan embustera… Subí mecánicamente hasta la torre para sentarme de nuevo junto a Santiago. No creí a Juana. Estaba convencida de que mi hermano no moriría.
Cuando aún podías hablar, no quisiste abrirme la puerta, Santiago. Rechazabas mis visitas como cualquier otra. Estábamos enloqueciendo, tú desde dentro y yo desde fuera. Y, cuando al fin pude verte, ya toda palabra había desaparecido entre nosotros. Me permitían permanecer a tu lado, día y noche, a condición de que no te hablara. Decían que necesitabas un silencio total para recuperarte. Siempre recordaré cómo te fuiste. Aquella noche todo parecía haberse detenido en el exterior. Una quietud de encantamiento se había apoderado de la casa, del jardín, de la carretera, de todo cuanto yo podía mirar desde la torre. No quería fijarme en la luna llena a través de los cristales. Pensaba que eso podía traerme una suerte desgraciada. Pero su imagen me asaltó en un descuido. Estaba inmensa, fría y perfecta. Desde aquel momento una sombra cayó sobre mí. Me senté a tu lado, vigilándote. ¡Qué serenidad emanaba tu rostro! No podía apartar mi mirada de él, ni mi pensamiento de la más negra sospecha. ¡Había tanta quietud en tu cuerpo…! Parecías una figura de piedra. De pronto advertí que en el interior de la torre sólo se escuchaba mi respiración. Supe entonces que mi corazón era el único que latía en aquel lugar. Al rozar apenas tus manos, sentí un frío mortal. Tú ya te habías ido. Habías muerto en mi presencia sin que yo lo advirtiera.
Después de morir Santiago, corrí enloquecida hacia el jardín, como si una poderosa voluntad me llamara desde allí. Mi único deseo era irme con mi hermano, y sabía que él estaba ya con ellos, con Bene, con el gitano, quien ahora me esperaba a mí también. Enseguida le descubrí. Me miraba intensamente desde lejos. Yo sólo podía verle a él, como si, en aquellos momentos, fuera la única imagen de la noche. Estaba en la cancela, pero esta vez no tras ella, sino delante, y se movía de manera casi imperceptible, avanzando lentamente hacia mí. Pude ver con toda claridad los rasgos de su cara y su mirada feroz clavada en mis ojos. Era el horror mismo que se asomaba a este mundo a través de un rostro humano. Me pareció que no podría resistir la visión de aquel espanto. Y, sin embargo, al tenerle junto a mí, acerqué mi mano a su hombro. No sé si llegué a tocarle o no. Fue un instante de tal intensidad que no logré retenerlo en mi memoria. Pero sí sé que me entregué voluntariamente a aquella manera de muerte. A mi alrededor todo se fundió en una negrura perfecta, y le sentí a él envolviéndome con dulzura, abarcando todo el espacio que me rodeaba.
Capileira, enero-febrero 1981
y Madrid, marzo 1984