Capitulo 9

 

 

Transcurrieron casi quince días en el aeródromo de Buñuel sin acciones importantes, aunque sí con muchos rumores de que nos iban a trasladar a otro más cerca de Guadalajara. Daba la sensación de que el Generalísimo por fin decidía iniciar la ofensiva para tomar Madrid y la capital, cercada, tendría que rendirse. ¡Pronto podría reunirme con mamá y las niñas!

Mis ilusiones se vinieron abajo cuando el día 15 de diciembre nos llegó la noticia del ataque a Teruel. El Ejército Rojo literalmente arrolló a las escasas unidades que la defendían. lo que demostró que las fuerzas de apoyo enviadas a sus defensores habían resultado claramente insuficientes. La ciudad quedó rodeada y todos temíamos que Franco decidiera correr en defensa de Teruel antes que proseguir con su plan de atacar y tomar Madrid. Yo, como todos mis compañeros, estaba deseando intervenir en aquel conflicto, pero el tiempo, terriblemente malo, con frío y lluvia, complicaba mucho las cosas a la aviación y nos obligaba a permanecer recluidos en un aeródromo cercano a Zaragoza.

Al cabo de cuatro días dieron finalmente la orden de trasladarnos a Alfamén, un aeródromo mejor y más cercano al frente donde se libraba una dura batalla. Por fin pudimos volver a salir protegiendo a los Heinkel-45 y 46, pero el mal tiempo y la niebla nos obligaron a volar a Zaragoza para aterrizar en Sanjurjo junto con las Pavas. Aquello me trajo a la memoria mi ‘Gentil Ramona’, lo que me llevó a pensar las mujeres de mi familia, solas en aquel Madrid hosco y frío… ¡Vaya Navidades las de este año!

Durante algunos días seguimos acompañando a los bombarderos, soportando una meteorología cada vez más agresiva. La Nochebuena la pasamos ateridos, alrededor de una estufa. Pocos tenían ánimo para cantar villancicos alrededor de un Misterio recortado por Pepe Rubio, que era muy piadoso, y prácticamente nos limitamos a musitar una oración a la Virgen y al Niño. Y, por fin, el último día del año cayó una nevada impresionante; la helada del siglo, según decían los lugareños: casi veinte grados bajo cero, hasta en Alfamén.

Los mecánicos se las veían negras para poner en marcha los motores. Echaban agua hirviendo en los radiadores y calentaban los cilindros con soplete. Incluso ¡había que picar el hielo en las alas! Despegábamos abrigados con todo lo que podíamos, quitando la escarcha de las gafas, y volábamos casi a tientas, entre la nevisca, intentando descubrir la ruta al aeródromo. Los combates eran tan difíciles que aunque creo que en uno de ellos acerté a un Rata la nieve y la niebla me impidieran comprobarlo. De regreso en la Base nos calentábamos alrededor de una estufa sin poder evitar pensar en aquellos soldados en tierra que estarían muriendo congelados…

El día 6 de enero de 1938, triste día de Reyes, nos comunicaron que finalmente los defensores de Teruel se habían rendido y los rojos habían ocupado la ciudad. La noticia nos afectó terriblemente, aunque sabíamos que aquel temporal de nieve y hielo había sido determinante en la derrota. Pero su triunfo duró bien poco, apenas diez días, el tiempo que tardamos en reorganizar nuestras fuerzas, tanto las de Tierra como las de Aire. Nuestro grupo se escindió y con otros pilotos se creó el 3-G-3, quedando El Ché y yo desgraciadamente en grupos separados, aunque de momento siguiéramos juntos en Alfamén.

Atacamos de forma brutal el día 17, en los montes al Este de Concud, cerca de Teruel. La artillería marcaba nuestros blancos y pronto la tierra quedó envuelta por el humo de las explosiones ocasionadas tanto por los obuses de los cañones como por nuestras bombas. Se consiguió romper la tenaza al nordeste de Teruel y las divisiones rojas que guarnecían aquella zona se deshicieron dejando que nuestra infantería ocupara Celadas y la orilla del Alfambra ante el Muletón, casi en paso de marcha. Hubo muchas bajas, pero también deserciones, y fueron muchos los militares rojos fusilados por orden de los mandos del Ejército Popular. Así terminó enero, con ataques y contraataques en tierra apoyados por los combates aéreos.

Justo antes de la batalla del Alfambra, decisiva para la reconquista de Teruel, fui derribado y estuve a punto de morir. Me perdí la que sería probablemente la última triunfante carga de Caballería de la historia militar pero me salvó la vida un enemigo que aquel día dejó de serlo, y gracias a él estoy escribiendo esta historia. Ahora me propongo relatar con detalle como sucedió, porque durante mucho tiempo fue la única ocasión en que estuvimos reunidos tres de sus principales protagonistas.

***

Helaba en el aeródromo de El Toro. Los mecánicos sufrían para poner los motores de los Chatos en marcha, ayudándose incluso del camión del mecanismo que hacía girar las hélices. Hacía mucho frío, el cielo estaba cubierto de nubes grises y empezaba a lloviznar.

Todos los pilotos de la 3ª Escuadrilla aguardaban pateando el suelo detrás de Comas y de Hervás. Esperaban con el puesto el casco, sus ropas de vuelo y los paracaídas ya colocados el rugido conjunto de los doce motores para saltar inmediatamente en ellos. Si allí en el suelo se congelaban, ¿qué sería en las cabinas descubiertas, a cuatro o cinco mil metros de altura?, pensaba Juan. Menos mal que su madre le había enviado a través del capitán Menéndez un jersey de cuello alto que abrigaba mucho. Quiso distraerse pensando en Albacete: en el bueno de Fernando… que conocía casi desde el principio el mal que aquejaba a Lola y que no le había dicho nada por no preocuparle y en aquella voz temblorosa que le dijo “espere” cuando telefoneó a su casa le recordaba algo muy querido, algo que no podía ser verdad... ¡Le había evocado la dulce voz de Amparo! Pero no podía ser ella, debía ser la joven del semisótano… Por fin los doce motores Cyclone de los Chaikas I-15 atronaron mientras el sol, apenas sobre el horizonte, hacía tímidos esfuerzos por calentar el ambiente. ¡¡Vamos ya, rápido!!, se oyó gritar al teniente Comas y todos corrieron hacia sus respectivos aviones.

Juan subió a su nuevo avión, el CA-218, un Chato sustituto del sufrido y baqueteado CA-159 que había quedado destrozado tras tomar tierra en un barrizal. Ayudado por su mecánico se sentó sobre el paracaídas y se ajustó los cinturones. Comprobó rápidamente el breve panel de instrumentos y metió gases al tiempo que lo hacía el jefe de la escuadrilla. A sus costados rodaban ya Redondo y Briz y juntos despegaron, hacia la panza de burra de las nubes.

Llovía dentro de la densa capa de estratos y el viento parecía clavar en la cara miles de agujas de hielo. La formación se abrió paso hacia el sol brillante, que incluso a aquella altura parecía que podía calentar, y una vez sobre el mar de nubes Comas levantó un brazo y dio orden de formar en ala a la izquierda, con él de primer punto.

Las nubes fueron deshaciéndose y ya cerca del frente, sobre las ruinas de Teruel, lucía el sol. Toda la formación de la 3ª viró a la derecha hacia el curso del Alfambra, los de Hervás a mil metros sobre los de Comas. En ese momento vieron la formación de Fiat que venían desde la Sierra Palomera y dos grupos de Chatos rompieron la formación, picando a todo gas para hacerles frente.

***

Despegamos de Alfamén cuando una luz dorada trataba de abrirse paso sobre una lejana y abigarrada capa de nubes. El frío de la madrugada era tan intenso que se agradecía el equipo de vuelo italiano, con su chaquetón-cazadora forrado de piel hasta el cuello. Formábamos veintiocho aviones Fiat CR-42, los del 2-G-3 y el 3-G-3 completos, más dos de otro grupo que habían salido con nosotros; el Ché y yo juntos otra vez en el aire.

El viento casi de cola nos permitió llegar al punto de cita con los Heinkel-70 con unos minutos de adelanto. Estábamos sobre el Alfambra cuando el Chirri de Muntadas levantó el morro y empezó a mover las alas ganando altura y girando hacia el noroeste. Inmediatamente vimos a un numeroso grupo de puntos oscuros, biplanos enemigos, Chatos I-15 sin duda. Algunos de ellos picaron sobre nosotros, que volábamos a menor altura, por lo que Muntadas, con Salas y dos compañeros más, se elevaron casi en vela a la izquierda de nuestra formación intentando ganar altura desesperadamente, y yo hice lo mismo por la derecha.

Uno de los Chatos se desplazó a su izquierda y comenzó a disparar. Sus trazadoras silbaban a mi alrededor pero yo me zafé como pude de su trayectoria, tratando de virar en redondo para cogerle la cola. A partir de ese instante, ya no recuerdo bien las rápidas maniobras que hicimos, solo sé que en un momento dado me lo encontré ligeramente ladeado delante de mis narices Estaba muy próximo, con su pintura verde bosque, su franja roja en las alas y en el puro, un número en negro CA-218. Apreté con decisión el disparador y una ráfaga discurrió desde el morro al timón de cola, sobre el fuselaje rojo, amarillo y morado. Esquivé como pude al Chato que reducía la velocidad y echaba humo. ¡Mi segunda victoria!

Pero mi euforia desapareció al oír crepitar una ametralladora detrás de mí y sentir los impactos de las balas en mi aparato. ¡Me había dejado sorprender por el enemigo, por no estar atento a mi espalda, como mil veces me dijeron mis instructores! Sentí de repente un golpe en mi pierna izquierda, sobre la rodilla y un dolor agudo al moverla para apretar el pedal de aquel lado. Esta vez el humo negro era de mi motor… y me envolvía mientras otro Chato se apartaba de mi cola y me pasaba por mi derecha.

Un escalofrío me recorrió la espalda al pensar que iba a ser abatido. Mi avión ardía y podía hacer explosión de un momento a otro. Tenía que saltar… Me solté a toda prisa de mi cinturón de sujeción, pero al intentar mover mis piernas para levantarme, otro terrible dolor me inmovilizó. Lo único que podía hacer mientras los mandos me respondieran era volcar y dejarme caer al vacío.... Empujé la palanca a un lado y después fuerte hacia delante. Mi Chirri se dio la vuelta despacio, incluso demasiado despacio, y yo caí aullando de dolor al chocar mi rodilla y mi pie con el borde la carlinga.

Descendía a gran velocidad, casi desvanecido. El viento en mi cara me volvió a la realidad y, tras buscar vivamente la anilla del pecho, tiré con toda mi alma. Una brutal sacudida me zarandeó en un volteo que terminó torturándome la pierna de un modo espantoso y el aullido salvaje que salió de mi garganta se confundió con el ruido atroz de la explosión de mi avión que se precipitó envuelto en llamas, muy cerca de donde yo iría a caer. El suplicio de mi pierna parecía suavizarse por el hecho de estar colgando del paracaídas, pero la sentía mojada y caliente y cuando miré hacia abajo vi la pernera izquierda empapada en sangre. Si la bala me había perforado la arteria femoral estaba listo… Tendría que cortar la hemorragia al llegar a tierra, aunque la sola idea de caer con aquella pierna rota me hiciera estremecer.

Dos Chatos descendían hacia tierra. Uno de ellos dejaba una estela de humo y se dirigía a un barranco que terminaba en un sembrado bastante llano. Podía ser el que yo había ametrallado... y ahora intentaba tomar tierra sin motor y con la hélice en bandera. El otro, el que seguramente me había acribillado, se me acercó y temí que me rematara, como había oído que solían hacer. Pero no fue así. Viró a mí alrededor y vi a su piloto señalar con la mano hacia el otro avión que aterrizaba entre el polvo y el humo. Éste dio tres saltos cada vez más cortos y rodó hasta en final del rastrojo, evitando capotar con gran habilidad. ¡Buen piloto, lo había logrado!

En aquel momento una ráfaga de viento me empujó a mí en aquella dirección, sobre un terreno lleno de rocas y matas de carrasca. Intenté agarrarme a las correas para frenar el arrastre, pero no pude evitar caer a tierra sobre mi pierna herida. Mi alarido debió oírse en toda la comarca y yo perdí el sentido por unos momentos, gracias a Dios, al golpear mi cabeza con una roca.

***

Corbalán seguía a Juan en el picado sobre los Fiat italianos mientras varios de ellos subían casi colgados de las hélices. Su amigo se dirigió derecho hacia ellos, enfilando al más próximo y comenzando a disparar sus ametralladoras. ¡Este Juan siempre se precipita, demasiado pronto y lejos!, pensó. Entonces sucedió lo que temía: el italiano viró en redondo al ver las trazadoras del otro, picó para ganar velocidad y acercarse a la cola del atacante. Corbalán metió gases a fondo y cambió su trayectoria para acercarse a Juan y al otro, que se perseguían muy juntos. Ese piloto es muy bueno, se decía al tiempo que disparaba ráfagas de ametralladora.

Juan empezó a soltar humo y se alejó a toda prisa al tiempo que Pepe, ya con el otro a tiro, disparó una larga ráfaga que le acertó de lleno. Siguió apretando el disparador, acribillándolo hasta ver el humo negro que salía del motor y se apartó. Al pasarle vio el círculo azul de los “morato” en el fuselaje. ¡No era italiano! Buscó entonces a Juan y vio que su avión iba muy tocado; no podía saltar, tendría que intentar aterrizar sin motor, así que Corbalán decidió acompañarle hasta un lugar apropiado dentro de sus líneas. Viró para seguir a su amigo y vio al “morato” invertirse, envuelto en humo y llamas, y salir despedido el piloto, cayendo como un muñeco desarticulado. ¡Ya tenía un derribo contabilizado! Luego se puso al lado de Juan y siguió toda la maniobra de aterrizaje. Respiró hondo al verle aterrizar sano y salvo, tomó nota del lugar para que pudieran recogerlo y se remontó para reunirse con sus compañeros.

Entonces sonó una explosión a su izquierda. Era el Fiat enemigo cuyo piloto descendía medio desvanecido. Le rodeó con su avión y le saludó, sabiendo que le harían prisionero nada más tocar tierra. Luego volvió a remontarse a toda prisa aunque la pelea arriba había terminado.

Juan había sido derribado, pensaba mientras volvía al aeródromo de El Toro, aunque había caído en terreno propio, ¡menos mal!. Peor había sido para Briz, cuyo avión vio incendiarse y explotar… y no se abrió ninguna flor blanca de paracaídas en el aire.

***

Juan luchaba por mantenerse en vuelo. Estaba herido en el pecho; había sentido un golpe en un costado y ahora le dolía al respirar. Pero no debía ser muy grave porque todavía podía manejar bien el avión para llevarlo planeando hasta el barranco que había elegido. Allí, al final, el terreno tenía la suficiente pendiente como para permitirle bajar con velocidad y no volcar.

Cuando llegó a la rastrojera se dio cuenta de que, ¡menos mal!, iba a coger los surcos a lo largo. Tirando de la palanca redujo velocidad, tocó tierra bruscamente y tras unos saltos se dirigió hacia unos árboles y matorrales que marcaban el límite de aquel bancal. Llegó a ellos con el Chato casi parado, pero a pesar de todo, el choque con uno de los árboles fue muy brusco, se dobló la hélice, y de alguna parte del motor saltó un chorro de gasolina mezclada con aceite que empezó a desparramarse por el suelo. Izo un esfuerzo por soltarse a toda prisa el cinturón, a pesar del dolor punzante en el pecho. Tenía sangre un poco por todos lados y estaba más herido de lo que pensaba, sin duda, pero era urgente abandonar el avión.

Saltó como pudo de la carlinga al suelo, gruñendo de dolor. El esfuerzo le hizo toser y notó sangre en la boca, pero continuó aprisa avanzando tambaleante hacia un ribazo empinado. Cruzó el bancal, un barranco, y subió entre rocas a un terreno más alto, donde se detuvo, jadeando agotado. Desde allí, seguramente, podría llamar la atención a alguno de sus camaradas.

De repente se oyó un fuerte estrépito seguido de un alarido terrible. Volvió la cabeza y vio, detras de unas rocas un paracaídas colgando cerca del suelo. Se escuchaban gemidos y palabras entrecortadas y pensó que podía ser Briz, cuyo avión vio incendiarse y explotar. ¿Habría tenido tiempo de saltar? El paracaídas salió violentamente empujado por el viento y cruzó frente a él: claramente alguien lo había soltado.

Sin saber bien que hacer, Juan sacó la pistola reglamentaria que llevaba ceñida a su cinturón y se asomó cuidadosamente por encima de las carrascas y las rocas… No era Briz, era un piloto con ropas italianas y casco de vuelo marrón claro, con las gafas todavía sobre la frente. El “facha” italiano tenía muy mal aspecto. Estaba malherido, con el pantalón empapado de sangre y una pierna doblada de forma rara, .

—Ayúdame… por favor... estoy herido… Necesito hacer un torniquete… —Se habían observado mutuamente hasta que el “facha”, con rostro pálido y ojeroso, habló con voz débil, en perfecto español y con deje madrileño.

Aquel chico podía morir en los próximos diez minutos si seguía perdiendo sangre, pensó Juan. Pero era un enemigo… ¿Y si le engañaba? ¿Y si tenía una pistola escondida? Agarró firmemente la suya y se acercó con cuidado. No, claramente no fingía; estaba a punto de desmayarse. Dejó la pistola sobre una piedra y empezó a sacarse el cinturón de cuero negro de su uniforme de vuelo ruso.

—No eres italiano, ¿verdad? Te había tomado por un ‘macarroni’, por tu uniforme —quería que hablara, que hiciera un esfuerzo para no perder el sentido—¿Cómo te llamas?... Voy a intentar hacerte un torniquete y te va a doler… creo que tienes el hueso roto. ¿No tendrás un cuchillo para rasgar el pantalón? —El chico no contestaba; había que darse prisa—. No importa, te lo haré sobre la tela, apretando lo que pueda... Yo también estoy herido… y has sido tu ¿lo sabías? ¡tú me has derribado, cabrón!... —Y por fin sonrió.

***

Aunque me dolía terriblemente, apretaba las mandíbulas con fuerza. Aquel rojo estaba haciendo lo que podía, y yo se lo agradecía, pero no le daría el gusto de verme perder el control. Bromeaba, pero sin duda estaba tan asustado como yo por su propia herida.

No sé cómo pero esbocé una sonrisa e intenté decirle mi nombre y el grupo de caza al que pertenecía mientras le veía maniobrar con las manos llenas de sangre. Se quitó el cinturón y lo colocó bajo el muslo. Luego puso un pañuelo bajo la hebilla y estiró con todas sus fuerzas del resto de la tira de cuero, apoyando el pie en el muslo para hacer fuerza. Cada vez que tiraba de la correa tosía escupiendo sangre por el esfuerzo y mi sangre se juntaba con la de él. Cuando terminó se apoyó en una roca respirando entrecortadamente.

—Me da la impresión de que nos tienen abandonados... —dijo rompiendo el silencio— Seguro que los míos habrán visto caer mi avión, pero no creo que se molesten en averiguar donde…

Fue entonces cuando se oyó el motor de un avión. Volaba bajo, rozando las copas de los árboles y describiendo un amplio círculo. Me incorporé sobre un codo y vi a una patrulla de dos Chirris que identifiqué inmediatamente: eran el 3-93 del Ché y el 3-87 de Antonio López Sert. Se dirigieron hacia el barranco donde estaba el Chato, lo inspeccionaron en una pasada a unos veinticinco metros de altura y viraron hacia donde estábamos los dos heridos.

Yo me quité el casco y saludé un pañuelo que en su momento fue blanco y ahora era rojo. El piloto enemigo escondió la pistola y también levantó los brazos. Ellos hicieron un ligero picado sobre nosotros, con gases al mínimo y casi en pérdida, haciendo gestos de que esperara. Unas ráfagas de ametralladora brotaron desde los árboles de otro barranco próximo obligándoles a elevarse y virar hacia poniente. Saludaron por última vez y desaparecieron tras las cumbres de la Sierra de Lidón, al otro lado del valle.

—Vaya, por lo menos los tuyos se han ocupado de ti… —comentó, indignado mi enfermero ocasional— Aunque no te hayan podido recoger, saben que estás vivo. Los míos, ya ves, ahí al lado les tienes, escondidos, disparando sobre unos aviones pacíficos y lentos, ¡y sin acertarles! —Se puso en pié tosiendo, con la pistola en la mano, y volviéndose furibundo hacia donde habían disparado las ametralladoras gritó con todas sus fuerzas— ¿Dónde estáis, mamones? ¿Tenéis tanto miedo que no os atrevéis a recoger a dos pilotos heridos? ¡Soy el teniente Requejo…, de la Aviación de la República…, 3ª Escuadrilla de Caza, PO I-15…!

Tuvo que parar para toser, expectorando unas flemas ensangrentadas y sin más, levantó el brazo y empezó a apretar el gatillo hasta vaciar medio cargador. Luego, agotado, se sentó en la roca y dejó caer el arma al suelo.

Un rato después oímos un ruido de pasos entre los matorrales. Varios hombres, armados con fusiles, nos miraron hoscamente y uno de ellos, con dos barras de teniente, se acercó presentándose ceñudamente como el Mayor Flores, al mando del 2º batallón de la 61ª Brigada Mixta. Vestían uniformes sucios, cascos, gorrillas o boinas de color negro verdoso. El que empuñaba una pistola no hizo ademán de presentarse, pero la estrella roja dentro de un círculo sobre una barra también roja revelaba el grado que tenía: comisario político de compañía.

—¡Ya era hora! —les recibió Juan de muy mal humor— Seguramente no habréis visto ni mi avión ni el paracaídas caer, ¿verdad?

Entre los recién llegados no venían sanitarios ni camillas por lo que Juan, exasperado intentó hacerles ver que necesitábamos una evacuación rápida a un hospital. El esfuerzo le pasó factura y el Mayor corrió a sujetarle, llamando a voces a los camilleros mientras explicaba que no habían acudido antes porque no sabían si habían llegado por allí tropas enemigas.

—¿Y éste quién es? —preguntó entonces el comisario señalándome con la pistola.

—Es un piloto enemigo, ¿no lo ves? —contestó Juan con sorna— A los dos tenéis que llevarnos a que nos curen… ¿Está claro?

—¡Pues juntos no va a poder ser! Ése es un prisionero… —se apresuró a decir el comisario sin dejar de mirarme.

—¡Es prisionero del teniente Requejo! —le interrumpió el Mayor—, y yo estoy de acuerdo en que se les traslade juntos al hospital. ¿Está claro, comisario? Y guarde esa pistola, que se puede disparar...

Sin mirarlo siquiera se volvió de nuevo hacia Juan para explicarle que en cuanto llegaran los camilleros una ambulancia nos llevaría inmediatamente a una clínica de sangre a unos pocos kilómetros, en Alfambra. Allí nos harían una primera cura para poder viajar al hospital más próximo, a unos treinta kilómetros cruzando el río, en la Puebla de Valverde

—Dentro de doce horas, con suerte, estaréis en vuestras camas, doloridos pero vivos. Sois jóvenes y no me cabe duda que lo resistiréis —dijo el Mayor demostrando algo más de sensibilidad que el comisario y recogiendo del suelo la pistola de Juan para devolvérsela. Luego esperó a que llegaran los sanitarios y saludó militarmente hasta que desaparecimos, lo cual me demostró que también en las filas rojas había caballeros.

Los médicos en Alfambra tuvieron que emplearse a fondo con ambos, dada la gran cantidad de sangre que habíamos perdido. Juan, medio inconsciente durante la transfusión y respirando con dificultad, me susurró algo sobre una tal Amparo, en Albacete. Quería que la buscara y que le dijera que la quería. Claramente no se encontraba con fuerzas para sobrevivir. Yo le animaba como podía. Se lo dirás tu mismo, le decía, pero él insistía. La buscaré, descuida…, y claro que se lo diré, dije finalmente para que se tranquilizara. Pobre chico, pensé, mientras me giraba en la cama para mirar al techo. No era justo, no teníamos edad para morir, y menos así. Caíamos estúpidamente miles de jóvenes en esta maldita guerra… Tendrás, Señor, mucho trabajo perdonando, pero yo solo te pido ahora: ¡Qué salves a estos dos!...

De pronto fue creciendo dentro de mí una sensación de rebeldía y de angustia que salió como un chorro de gas cuando se abre una espita.

—¡Pero tú no te me mueras, coño, rojo de mierda, que me has salvado la vida y tenemos mucho de qué hablar! —grité incorporándome en la cama.

El médico, sorprendido, se acercó a nosotros.

—Pero bueno, ¿hablar de qué? ¿No os habéis derribado el uno al otro? —decía divertido.

—Pues por eso… Para saber de una cochina vez por qué tenemos que matarnos...

***

Acababa de llegar un convoy de ambulancias y Elena ayudaba a instalar a los heridos. Carlos se le acercó y le comentó por lo bajo, hablando muy deprisa: —Vienen dos pilotos heridos, uno faccioso y muy grave, y otro rojo. Me ordena Ramírez que los pongamos juntos; arréglatelas como puedas, para que luego podamos separarlos… cuando sea necesario.

Ella se apresuró a ir a la sala 12 donde los facciosos podían permanecer día y noche vigilados para preguntar a la enfermera jefe si se podía hacer sitio en un extremo de la sala a dos enfermos más, ya que sólo seis de las nueve camas se encontraban ocupadas. Mediante unas mamparas móviles los separarían del resto de los heridos y todavía quedaría espacio para el aburrido centinela. Luego las dos enfermeras, ayudadas por dos sanitarios, colocaron las mamparas y esperaron hasta que aparecieron los doctores Rosens y Mendoza encabezando el grupo de los camilleros y sanitarios que traían a los dos pilotos heridos.

El doctor Rosens examinó primero al faccioso y decidió que exigía una intervención urgente si quería conservar la pierna. Hicieron un buen trabajo cortando la hemorragia, le comentó a Carlos. Eso y la transfusión de sangre en Alfambra le habían salvado la vida. Mendoza se ocuparía del teniente Requejo y su pulmón, con la ayuda de Malena, mientras él operaba urgentemente la pierna del faccioso. Cuando salieron médicos y enfermeras los dos pilotos se miraron y se desearon suerte.

***

Juan, tendido en la cama, al lado de Enrique, tenía mucho tiempo para pensar. Ambos habían recibido las ráfagas desde el mismo lado, pero mientras él había salido del trance sin muchos daños, a su compañero por poco le cuesta la pierna… y la vida. Le quedaba la satisfacción de haber oído al médico decir que el torniquete le había salvado la vida… y recordó haber leído en alguna parte cómo une a las personas un hecho de este tipo. Le sorprendía pensar que éste chico y él estaban obligados a odiarse en esta guerra absurda e hizo memoria para recordar su nombre… Enrique, sí, eso era…

Cuando vio que el médico se alejaba, se incorporó un poco haciendo una mueca de dolor y le habló:

—¡Eh, tú, Enrique!, ¡que estoy aquí, enemigo!

—Yo también estoy aquí…, jodido por estos dolores y esta mierda de escayola…, pero vivo... Oye…, me alegro de no haberte matado, así puedo darte las gracias por lo de aquel cinto negro…, ¿ruso no?..., aunque me hiciste ver las estrellas, rojo mamón.

—De nada… Por cierto…, ¿Qué edad tienes?

—En junio cumpliré diecinueve.

—Soy seis meses mayor que tú, los cumplí en agosto pasado, así que…, si somos los dos tenientes, yo soy tu superior, me tienes que obedecer. ¡Ya te estás curando… y rápido!

Unos pasos apresurados y una resuelta voz femenina le hicieron callar.

—¿Qué hacéis hablando como cotorras y moviéndoos, cuando tenéis que estar en reposo absoluto? ¡Callados y quietos! ¡Tú, teniente Requejo! —dijo Malena mirando a Juan y sacando un termómetro— ¡échate del todo en la cama, estate quieto, abre la boca, y póntelo debajo de la lengua!

Luego se volvió hacia Enrique, sacando otro termómetro del bolsillo de la bata.

—Tú eres también teniente, ¿no?, pues te digo lo mismo. ¡Quietos y sin hablar ninguno de los dos!... Por favor...

Los dos la observaban embobados mientras ella miraba el reloj con el ceño fruncido. Cuando llegaron, hacía dos noches, estaban medio atontados y apenas se fijaron en ella. Ahora, en mejor estado y con la luz del día entrando por las ventanas, la joven era una visión deliciosa. Estaba claro que intentar someter su pelo castaño a la disciplina de la cofia era una batalla perdida, por lo que algún indisciplinado mechón escapaba sobre su sien. Cada uno de ellos veía un lado de su perfil clásico, con marcados pómulos que le daban un cierto aire eslavo. Pero lo que más llamaba la atención eran esos ojos verdes rasgados, inconcebibles en aquella clínica destartalada, llena de heridos quejumbrosos.

Malena examinó el termómetro y, sonriendo, les dijo que podían hablar poco y sin excitarse, luego comprobó la estabilidad del ‘andamiaje’ de Juan y dio media vuelta para ir a atender a otros.

—¿Has visto eso, compañero? ¿Es un espejismo… o es una enfermera?

Enrique pareció volver en sí y se echó a reír quedamente.

—Es lo mejor que tiene esto… De vez en cuando hay una visión maravillosa… y casi merece la pena estar herido para que te cuide.

Debía tener nuestra edad... ¿De dónde habría salido? Parecía educada… podría ser la hija de un alto cargo, o algo así, aportando su grano de arena a la causa de la República. Tenía verdaderos modales aristocráticos y eso no cuadraba por ahora... estaba prohibido.

***

El doctor Rosens luchó para recomponer mi fémur destrozado; reunió los trozos y los sujetó como pudo. La arteria femoral se había salvado de milagro y el corte de la safena, que había sido la causa de mi larga hemorragia, estaba ya solucionado hacía horas. Estaba claro que el torniquete con la correa de cuero de Juan había jugado un papel decisivo.

El teniente Requejo sufrió una intervención bastante más sencilla. Tuvo suerte y la bala que le hirió dio en el borde del ‘muñeco’ de protección, se desvió, le rompió una costilla, atravesó un borde del pulmón y salió por el pecho si dañar otros órganos. Le trataron el neumo y hemotorax y suturaron satisfactoriamente las perforaciones. Una vez finalizada la intervención médicos y enfermeras, cansados pero satisfechos, comentaron delante de una taza de café los detalles. El doctor Mendoza le pronosticaba una rápida recuperación, con cuidado hasta que le retiraran los drenajes y estuviera restaurada la pleura. Quedaba entre ellos, eso sí, una sensación de frustración: aquellos dos pilotos habían sobrevivido a sus heridas y ellos los habían curado, por lo que estarían listos en unas semanas para retornar a la lucha. Así era la guerra…

Aquella noche Requejo y yo, pasamos por la sala de recuperación. Los pacientes que salían del quirófano eran reunidos en aquella habitación donde permanecían entre quince minutos y media hora bajo los efectos del éter. La escasez de analgésicos permitía medir el tiempo que llevaba allí cada operado ya que a medida que se pasaba el efecto y se hacía presente el dolor de sus heridas los enfermos protestaban. A los más escandalosos se les daba por lo general una aspirina y se les decía que debían aguantar las ‘molestias’.

Yo estaba escayolado y con una pierna suspendida de un artilugio metálico que me impedía cualquier movimiento. Tenía fiebre y terribles dolores que amenazaban con no dejarme dormir en toda la noche por lo que me suministraron morfina. El doctor Rosens vino a verme cinco veces hasta que, más tranquilo, comprobó que la fiebre disminuía.

—Ha sido difícil recomponerte ese fémur, muchacho, pero estoy seguro de que vas a quedar bien y podrás andar en unas semanas.

***

Las heridas mejoraban y en la sala 12 tres de los soldados republicanos, uno de ellos un anarquista baturro llamado Ulpiano y dos muchachos manchegos, fueron autorizados a caminar, aunque cojeando, por el pasillo. Otro de los heridos, un alférez de la Legión llamado Juan José, burgalés y muy callado, mejoraba muy despacio porque su herida en un pulmón estaba alterada por el bacilo de Koch que ya debía tener de antiguo.

—Sois como los toreros —decía Rosens asombrado mientras Malena cambiaba los vendajes con sus airosos movimientos de ‘ballerina’, seguida por los ojos de todos. Su porte digno imponía y nadie le hablaba…—. Parece que os han dejado medio muertos y en unos días podéis estar otra vez pegando pases. —Juan en siete u ocho días tendría el alta y podría marcharse a casa de su madre a terminar de reponerse. —Dentro de tres o cuatro meses os podréis matar mutuamente en el aire, si eso os divierte. —Rosens había notado la complicidad entre los dos, algo que parecía imposible y lamentaba que Enrique tuviera que acabar recuperándose en un campo de concentración o en una cárcel—. Ojalá sigas prisionero hasta el fin de la guerra… y no creas que lo digo por predilección política…, sino porque prefiero que vivas —dijo, expresando así el sentimiento generalizado del personal médico en un hospital de guerra.

Unos días después, llegó a la sala 12 un oficial de aviación preguntando por el teniente Requejo. Era Corbalán, su amigo y compañero de escuadrilla, que había conseguido un permiso de cuarenta y ocho horas. Ambos se fundieron en un fuerte abrazo, con las consabidas precauciones por la herida de Juan.

—Aquí tienes al faccioso que derribaste, el teniente Gándara, de la escuadrilla Morato —Juan se volvió hacia Enrique guiñándole un ojo. Ambos estallaron en una sonora carcajada al ver a Pepe tan azorado.

—¿Eras tú, entonces, el que me saludaba desde un avión cuando yo creía que me iban a rematar? —dijo Enrique alargando su mano para saludarle.

—Bueno… quería tranquilizarte —Pepe creía que aquel que vio descendiendo en paracaídas era italiano; ahora se alegraba de que fuera español—. Eres un buen adversario... —dijo estrechando su mano.

Pasaron un buen rato charlando sobre el combate. Corbalán les miraba sombrado; no se explicaba aquel compañerismo entre enemigos. Al principio parecía casi escandalizado por ello, pero, al cabo de un rato se olvidó de los uniformes que les separaba en dos bandos diferentes y, solo veía a dos muchachos intentando olvidarse por un rato de la guerra y de sus heridas. Le divirtió entonces contarle a Enrique el mote de Juan, ‘Mancha’, porque no hacía más que hablar de la Mancha y de don Quijote.

—¿Y tú por qué cuentas secretos al enemigo? —gruñó Juan.

En eso apareció Mendoza preguntando por el dueño del automóvil aparcado a la puerta de la clínica. Le habían dicho que era de un compañero de su paciente Requejo y venía a proponer la posibilidad de que éste recibiera el alta de inmediato, si su amigo podía acompañarle, claro. Necesitaban camas… Por mí encantado, pero tendremos que ir a la Base…, dijo el alférez Corbalán mirando a su sorprendido amigo. Así que, después de firmar los papeles del alta y de algunas recomendaciones del médico, Juan quedaba libre para marcharse a su casa.

—¿No me das, enfermera, un beso de despedida, aunque sólo sea para desearme suerte... y darle algo de envidia a mis compañeros? —dijo con descaro Juan al despedirse de Malena mientras ésta le alargaba una bolsa con sus pertenencias. Ella, poniéndole las manos en los hombros, se empinó ligeramente y se lo dio, pero no en la mejilla, sino casi en la comisura de los labios, mientras sonreía para disimular el brillo húmedo que asomaba en sus ojos.

En el viaje de vuelta hacia El Toro, Corbalán conducía con cuidado, por la lluvia que había empezado a caer y los muchos vehículos militares que tenía que esquivar en aquella estrecha carretera. Juan iba pensativo mientras su compañero hablaba de su permiso en Albacete y de la ilusión que le haría a su madre tenerle allí unos días. Pero la sola idea de llegar con un balazo en el pecho le causaba a Juan más inquietud que otra cosa. Su madre estaría preocupada y eso podría empeorar su estado de salud… No iba a ir, interrumpió Juan. No podría soportar ver a su madre enferma, consumiéndose día tras día… Acabaría con los nervios deshechos.

—Quiero demasiado a mi madre para verla sufrir sin poder hacer nada. Volveré a darle un beso, pero de momento la escuadrilla es mi auténtica familia.

—Me parece bien que te vengas a la base, pero te voy a dar un consejo: no comentes que te has hecho amigo del piloto fascista que te derribó. Algunos te pueden considerar traidor, o fascista camuflado. Además, hay un comisario político que tú ya conoces y te preguntará muchas cosas. ¡Ojo con él!…

Juan y Pepe llegaron a la base muy cansados. La distancia entre La Puebla y El Toro no era larga pero el conductor no era muy experimentado y su acompañante estaba convaleciente. El jefe de la escuadrilla, Comas, decidió trasladar al herido a la enfermería para que un médico revisara el estado de sus cicatrices, y para que pudiera descansar tranquilo sin el bullicio del dormitorio común. Esa noche Juan volvió a sentirse un chiquillo de diecisiete años, dolorido y solo, con súbitas ganas de llorar. Añoraba a sus padres, a su ‘enemigo’ Enrique, y por supuesto, se acordaba mucho de Amparo, de la imagen de aquel día en que la vio por última vez en El Tomillar, desde el coche, su bella cara sonriente… ¡Ella no podía haberse esfumado con toda su familia! La buscaría con ayuda de Pepe, que tenía parientes en Valencia… y volvería a llamar a su madre ¡seguramente sabría algo! Finalmente se durmió y tuvo un sueño agitado en el que Amparo, Enrique y Malena se mezclaban por igual.

La luz de la mañana y el rugido de los motores de los aviones le despertaron. Se levantó precipitándose hacia la ventana para ver cómo sus camaradas levantaban el vuelo. Ya no llovía y el sol lucía entre nubes deshilachadas por el viento. Fue caminando a la cantina respirando a pleno pulmón, caminando junto a la pista embarrada marcada por las rodadas de los aparatos que habían acabado de despegar. Allí encontró a Pepe, que no había podido salir con los otros por tener reparando su Chato, con gesto de disgusto.

—¡Estoy seguro de que Comas no es comunista! Nuestro capitán, además de ser un gran piloto es un buen republicano… —dijo apesadumbrado y bajando la voz—. Él cree, como todos, y aunque no lo diga claramente, que esto no va a durar mucho. Se ha perdido la confianza en Negrín y con ello la guerra... Nuestro ejército y el gobierno han quedado desmoralizados tras la pérdida de Teruel. Y aquella ofensiva por Extremadura que a todos nos parecía fundamental… ¡ha sido desestimada! En cambio, ya están avanzando las tropas de Franco por el sur y el norte del Ebro... Anoche me dijo el jefe que en tres días, casi sin encontrar resistencia, han recuperado Belchite, ¡la gran victoria del Ejército Popular! Y siguen presionando por el Maestrazgo… —Tal y como estaban las cosas él le daba a la República no más de seis meses de vida. Franco sería el nuevo dictador, dijo con un tonillo sarcástico—. Eso sí, tú podrás reunirte con tu Amparito y yo con mi familia en Murcia. Mi padre es republicano, pero como no ha hecho nada malo confío que no sufrirá represalias.

—En mi caso no será así. ¡Lo primero que harían conmigo los facciosos es fusilarme! Alguien dirá que yo formé parte de un pelotón de fusilamiento…

—No, Juan, ¿Acaso has matado tú algún cura o alguna persona de derechas? ¿Eras un alto mando y te enfrentaste armado a los sublevados cuando se inició el alzamiento? Eso es lo que consideran traición y por lo que fusilan a la gente. Si lo que has hecho ha sido alistarte y combatir obedeciendo órdenes, como tanta gente lo ha hecho, si ganan ellos… ¡no van a ejecutar a más de un millón de prisioneros! tardarían muchos años en liquidarnos… En todo caso nos tocará estar unas semanas en un campo de prisioneros mientras comprueban si hemos sido buenos, y luego ¡a casita con la familia, para que nos paguemos nosotros la comida! Hay que tener paciencia, muchacho.

Estaba también el tema de la familia de Amparo. No entendía por qué no llamaban y daban noticias. Pepe le sugirió la posibilidad de preguntar a sus tíos de Játiva por si habían oído hablar de una familia de Albacete que hubiera llegado de improviso, sin investigar más, no fuera a ser peor, dado que Pablo Carrasco estaba amenazado. Juan de repente se acordó del capitán Menéndez. Él podría investigar en los centros oficiales de la capital manchega, es decir, en la antigua Guardia Civil, ahora Guardia Nacional Republicana, en el Gobierno Civil, e incluso en los servicios de información del Ejército. Cuando fuera a Albacete hablaría también con Fernando.

El alta médica definitiva le permitió reanudar sus vuelos en la patrulla. Fue recibido con gran entusiasmo tanto por sus nuevos compañeros como por el jefe de escuadrilla. Aunque nadie hacía alusión a ello, se veía que le necesitaban con urgencia al haber perdido ya tres pilotos. Él y Corbalán estrenarían dos flamantes Chatos I-15 en la patrulla de Comas. No pudo evitar una sonrisa de satisfacción, ¡volar en la patrulla del jefe era un honor! Estaba considerada como el grupo de los mejores pilotos de Chatos, o al menos eso decía Comas. Por eso seguía insistiendo cerca del Estado Mayor para que la 3ª escuadrilla al completo fuera dotada de los Moscas I-16, aunque probablemente tuvieran que esperar a que los fabricaran en Sabadell.

—Supongo que los que hay se guardan para Tarazona, Claudín, Meroño..., ya que nosotros somos de segunda clase… —refunfuñó uno del grupo poniendo de manifiesto el sentir general del grupo.

—Precisamente por lo contrario, nosotros los hacemos más eficaces que los Fiat… —se apresuró a contestar Comas.

Corbalán le susurró a Juan al oído: —¿Y no será que todos ellos son comunistas…?

La aviación enemiga era cada día más numerosa y agresiva lo que producía numerosas bajas en el bando republicano, que a su vez esan sustituidas por pilotos inexpertos. Juan tenía esperanzas de que el Ejército Popular pudiera ganar la guerra gracias a la ayuda rusa. Seguía llegando mucho armamento de Rusia, como los nuevos aviones cada vez más perfeccionados, los Super-Moscas, semejantes a los Messers de los rebeldes, esos que Comas quería para su escuadrilla. En esos días se combatía sobre el Maestrazgo, al sur, y Bujaraloz, al norte contra los Fiat italianos y españoles del grupo ‘Morato’ y contra los Messers alemanes de la Cóndor. Juan comenzó a volar en cabeza de la formación, cada vez más seguro; incluso derribó dos aviones enemigos. Se producían grandes pérdidas en ambos bandos, tanto de aviones como de pilotos.

Pepe Corbalán entró un día en el alojamiento furioso, quitándose el traje de vuelo. —El ‘radio’ acaba de darme las últimas noticias: los facciosos están a punto de tomar Lérida, por el norte, y Morella por el sur. Si llegan al mar y cortan la República en dos zonas... ¿Qué posibilidades tendríamos?

—¡De momento, no acobardarnos! —replicó Juan— No vamos a ceder, si queremos no caer en una tiranía fascista. Yo por mi parte no olvido que ellos mataron a mi padre y seguiré peleando hasta el fin…, sea cual sea éste.

***

Después de intentarlo varias veces, por fin pudo Juan hablar con Fernando. Ambos se alegraron mucho al saber uno de otro, aunque Juan notó al capitán Menéndez un poco bajo de moral, como él. Los dos militares eran conscientes de que la República perdía batalla tras batalla y el talante de ambos no era muy alegre. Hablaron de la salud de su madre y Fernando comentó que la veía muy bien, incluso de ánimo.

Juan suspiro aliviado y decidió hablar de los Carrasco, de cómo habían desaparecido camino, según creía, de algún pueblo de Valencia. Le pedía que investigara discretamente y que llamara enseguida si descubría algo.

—Descuida, muchacho, lo haré sin falta, ahora tengo tiempo de sobra hasta que vengan por aquí los restos de una nueva Brigada que he de recomponer.

Juan se despidió contento pensando que podría descubrir el paradero de su chica. Fernando, en cambio, quedó preocupado por lo que pudiera averiguar. Tendría que decidir por donde empezar ¿Policía, Guardia Nacional Republicana, Guardia de Asalto, Gobierno Civil? Seguiría ese orden.

En la Comisaría de Policía, el comisario jefe decidió colaborar encargando a uno de sus inspectores que buscara antecedentes de la familia Carrasco. En cambio, en el cuartel de la Guardia Nacional le informaron de que no tenían nada perteneciente a la anterior Guardia Civil, que los archivos habían sido destruidos, cosa que no creyó.

En Asalto se produjo hartazgo de Menéndez. Allí sí había documentos guardados de los años 1936 y 1937 pero era difícil buscarlos, o al menos esa excusa dieron. Fernando hizo alusión a su labor militar de organización de Brigadas Mixtas y obligó a cuadrarse a su interlocutor, después de hacerle prometer que al día siguiente le enviaría los datos pedidos.

En el Gobierno Civil esperaba encontrar algo más. Iría a ver al nuevo gobernador, Jesús Monzón, un comunista petulante que le respetaba y le trataba con cierta amabilidad gracias a haber estado encargado de organizar las Brigadas. Lo encontró en la puerta de su despacho despidiéndose muy enfático del que había sido funcionario en la etapa anterior, Mariano Pérez Urrutia. Al verle, Monzón se despidió de Urrutia, le saludó con forzada cortesía y le invitó a pasar a su despacho. Antes de entrar pudo ver el capitán que Urrutia se reunía en el pasillo con una mujer joven y le hacía discretamente seña para que le esperara luego.

—Me alegro de verle capitán Menéndez —le saludó el jefe del Gobierno Civil—. ¿Cómo va la formación de las nuevas Brigadas?

Durante unos minutos hablaron del trabajo de Fernando hasta que en una pausa éste pudo cambiar de tema hacia el que le interesaba y contar la historia de los Carrasco: una familia desaparecida desde julio de 1936 que podría estar por Valencia o Alicante. Fernando notó un leve gesto de desagrado en su interlocutor al oír el nombre de la desaparecida familia, y en el acto se arrepintió de haberle hablado de aquella familia. Don Pablo era dueño de una finca cerca de Valdeganga, El Tomillar, que fue asaltada y quemada por los anarquistas y eso, para alguien que pertenecía al sector duro del PCE, podría se grave.

—Déjeme que haga algunas investigaciones y le llamaré… Pero no ahora, que tengo que resolver algunos asuntos urgentes— dijo despidiéndose del capitán con una prisa inusitada y traspasando el tema al capitán Urrutia que, según dijo, conocería la historia mejor que él.

Menéndez no podía evitar su cara de disgusto al salir del despacho; tenía la sensación de que no iba a conseguir nada por ese lado y de haber cometido un gran error. Urrutia le esperaba en la calle y vino a confirmarlo:

—Ese individuo estaba ayer investigando la forma de requisar El Tomillar. Si quiere usted saber algo sobre la familia de los Carrasco hoy precisamente ha llegado don Justo de Valencia, podemos verle ahora mismo, si le parece, y él le informará. Creo que él también está interesado por esa familia.

Ahora parecía que las cosas cambiaban, iba pensando de camino al despacho de don Justo. Fernando no imaginaba, y Urrutia no se lo dijo, que un rato antes había visto a Amparo sin saber que era ella. Tampoco podía imaginar los problemas que sus investigaciones crearían al exgobernador, ni la preocupación de Lola y Amparo. Sólo le extrañó, y sobre todo intrigó, el creciente nerviosismo de éste último a medida que le iba poniendo en antecedentes.

—Yo ya he comenzado a hacer algunas averiguaciones —fue la escueta respuesta—. Mañana por la mañana vuelva por aquí sobre las diez y le diré lo que he encontrado.

Como consecuencia de aquella entrevista, aquella noche Don Justo se trasladó con Santos a casa de Lola. Allí les esperaba también Amparo que, nada más enterarse del motivo de la visita, opinó en contra de contarle la verdad a Juan.

—No me puedo presentar ante Juan así, de pronto, aunque bien sabe Dios que lo estoy deseando —dijo ruborizándose—. Prefiero que me recuerde tal y como me conoció, que no conozca todos los horrores por los que he pasado. Yo misma tendré que terminar por aceptarlos…

Quería esperar a que terminara la guerra y se lo explicaría todo. Era mejor dar la noticia de la muerte de sus padres y hermanos, y decir que ella pudo escapar con uno de los mozos fieles y llegar a casa de algún familiar en alguna aldea de Valencia o de Murcia, donde seguía escondida. La historia les convenció a todos, y eso decidieron contarle al capitán Menéndez.

Al día siguiente Urrutia dio a Fernando detalles del informe de la Guardia Civil del 21 de julio sobre el asunto, donde se decía que todos los miembros de la familia habían sido asesinados y la finca incendiada. Luego continuaba el relato de la huida de Amparo con uno de los trabajadores leales a su padre, Miguel el guarda, que la llevó a Valencia, al pueblo de Picassent donde vivía una tía suya.

—Ella es la única que se salvó y sabemos que está viva. La tía de Miguel ha jurado guardar silencio y no dirá nunca donde está, sólo asegura que se encuentra bien de salud y de ánimo.

Le pedía que él también guardara silencio, por seguridad de Amparo, y que a Juan le dijera que toda la familia había huido al extranjero, o algo así… Era preferible que se enterara de ello cuando hubiera dejado de volar y combatir.

—¡Pero si Juan me dijo que don Pablo había llamado por teléfono a su madre! ¿Está usted seguro de ese informe?

Fernando que se había quedado sobrecogido al escuchar la terrible historia. Del informe no había duda, era Lola la primera interesada en que nada de esto se supiera de momento. Ella había estado enterada de todo desde un primer momento pero no quiso decir nada a su hijo porque sabía que le afectaría mucho. Fernando estaba perplejo.

¡Tendría que mentir a Juan! Dos días después le llamó y le dijo que había averiguado que todos estaban bien, aunque no se conocía la localidad exacta en la que se refugiaban. Sí sabía que Amparo estaba perfectamente de salud, pero no podía decirle más.

—¿Qué diablos significa todo este embrollo, Fernando? ¿Por qué están escondidos y en qué estaba metido don Pablo para no poder salir de su escondrijo?

—No tengo ni idea. Supongo que algo tendrá que ver con los de la CNT, que son unos salvajes... ¡Qué sé yo!

Fernando colgó el auricular meditabundo. Era cierto que por aquellos días asaltaban fincas, pero era la primera vez que oía que mataran a toda una familia. Allí había algo extraño... Decidió, entonces, hacer algunas averiguaciones por su cuenta. Sabía que Pablo Carrasco era de Tobarra y él tenía que pasar por allí, para inspeccionar unos locales que dedicarían a talleres de reparación de tanques. Conocía al comandante jefe de la guarnición de aquel pueblo así como al alcalde, Andrés Relaño, un viejo republicano rudo pero franco, honesto y con voluntad de cooperación.

Se reunió con él en el ‘casino’ del pueblo, tomando café y fumando un grueso cigarro que Fernando sacó de su bolsillo. Tras una bocanada de humo la respuesta vino rápida, sin vacilaciones.

—Claro que era de aquí Pablo Carrasco, el guacho de ‘El Chalán”… Así llamábamos a su padre, porque iba mucho a las ferias. Era muy buena persona, que hizo mucho bien al pueblo, pero no tuvo suerte: le asesinaron con toda la familia un día antes de estallar la guerra, en su finca, en Valdeganga. ¡Una bestialidad y un injusticia, porque él trataba bien a sus jornaleros y peones, y les pagaba mejor que nadie! Un crimen que cometieron los cabrones de la FAI… —Dio otra chupada al cigarro y volvió a envolverle la humareda, luego bajó la voz y se inclino hacia su interlocutor—. ¡Y yo sé porqué… y quién los dirigió allí!

Siguió entonces una historia increíble: había un primo hermano suyo, Julián ‘El Zancajo’, un mal bicho, envidioso y ladrón, que mentía diciendo que Pablo había vendido unos bancales que eran de sus padres cuando su primo se los había comprado y pagado hacía tiempo. El Zancajo era avaricioso, retorcido y odiaba a su primo, que era cien veces mejor que él... y antes de las elecciones de febrero se hizo de derechas, primero conservador y monárquico y luego de la Falange, y empezó a decir que su primo Pablo era socialista y que había que matarlo.

—Pero como era tan mal bicho le echaron de todos esos partidos y entonces cambió de chaqueta y se hizo amigo de los anarquistas. Se fue a Zarra a buscar a los más bestias que pudo encontrar, los de la partida de los Tomasones, unos alpargateros criminales, que ya habían ocupado e incendiado varias fincas. ¡Y les dio dinero, puede creerme, para que asesinaran a su primo y a todos los suyos! Quería quedarse con El Tomillar, que es lo que más envidiaba… —Hizo una pausa teatral, torció el gesto y después de chupar de nuevo el cigarro prosiguió—. Pero con lo que no contaba ese animal era con la puntería de la Guardia Civil… ni con la sinrazón del borracho que mandaba la partida, Elías Tomasón, que además de liquidar a todos los Carrasco que encontró, se entretuvo prendiendo fuego a la casa. Eso dio tiempo a que llegara la Guardia Civil que se lió a tiros con ellos y como los civiles apuntan mejor, pues claro, le mataron a él y a varios más de la banda. Los demás huyeron en los camiones… Al volver a Tobarra contaron que habían quemado la casa y los sembrados, y El Zancajo se puso hecho una fiera y le dijo a Tomás, el Tomasón hermano del muerto, que no les pagaba ni un duro…, que había dicho que no pegaran fuego a nada. Hubo una gran pelea, me dijeron, en la finca de Julián y en ella el Tomás se lo cargó… Me solucionó un problema, que quiere que le diga, porque yo hubiera tenido que denunciarlos a los de Asalto y como todos habían cometido delitos, pues los habrían detenido a todos…

—Y… ¿murió toda la familia Carrasco?

—No, toda no. La hija, Amparito, que se debió esconder cuando los vio llegar, se pudo escapar.

—Pero… ¿eso cómo lo sabe? —dijo rápidamente Fernando— Porque no se sabe nada de ella…

El alcalde le miró sorprendido. «Pues yo la vi hace dos días en Albacete, cuando la reunión de los alcaldes con el gobernador». Fernando se quedó estupefacto. «¡No es posible, ella está…!» Pero se calló a tiempo: allí pasaba algo raro.

¿Seguro que era ella? El hombre no tenía duda. La vio en un callejón, al lado de la plaza y como había estado con Pablo en Valdeganga en marzo con la niña, ¡guapa, la zagala!, la reconoció en seguida. Claro que ahora iba de morena clara. «Pero mi nuera me dice que se debe teñir. Será la moda de hoy día…».

El capitán volvió de esa entrevista más desconcertado de lo que se fue. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué le había mentido Mariano Urrutia, contándole aquel cuento, si él y don Justo sabían que la chica estaba con ellos allí mismo? Entonces se acordó de su visita al gobernador y de la joven que vio con Mariano antes de entrar en el despacho… ¿Podría ser ella…? Sólo la había visto un instante… Pero si resultaba que era Amparo, ¿se lo debía decir a Juan?

Ante aquel cúmulo de interrogantes decidió que no volvería a hablar con su amigo aviador hasta que no hubiera comprobado que aquella muchacha era quién suponía y la causa de que quisieran ocultarlo. Iría, eso sí, a hablar con don Justo.

Le encontró en su despacho bastante agitado, y supuso que tenía problemas con su ministro. No le extrañaba, porque él también los tenía con el suyo; la presencia de Negrín a la cabeza del gobierno, con su tolerancia y consideración con el PC, no hacían más que crear conflictos. Comenzaron comentando vivamente sobre estos temas que preocupaban a ambos pero acabaron hablando de Amparo y de la investigación que Fernando había llevado a cabo en Tobarra. Éste salió finalmente del despacho con el compromiso de don Justo de que esa misma tarde sabría toda la verdad.

La reunión tuvo lugar en un despacho que Fernando no conocía y al que le acompañó Mariano en su automóvil. Era la casa de don Pablo Carrasco y ahora era propiedad de su hija Amparo. Al ver la cara de sorpresa de Fernando Urrutia explicó:

—Ella también habita en esta casa. Sí, comprendo su asombro… pero había que guardar silencio sobre ello.

Cuando ella fue a ver a Justo éste, ante la duda de que pudiera ser una impostora, una espía enviada por algún servicio enemigo, decidió investigar. Dieron con los Vargas, Miguel el guarda y Alonso, el comerciante y éste último les confirmó la dramática historia de Amparo. Ella fue la que impuso el silencio a todos y la que decidió empezar a trabajar en el Gobierno Civil...

En ese momento entró don Justo disculpándose por la tardanza y acompañado de la misma bonita muchacha a quién Fernando había visto días atrás. Ella era la protagonista de la historia que acababa de oír… Era tan hermosa como Juan se la había descrito... aunque tenía el pelo castaño claro en lugar de rubio, y era muy joven. Pero, ¡qué ojos azules!

—Amparo, aquí tienes al capitán Menéndez, buen amigo de Juan —dijo don Justo. Fernando estrechó la mano de la joven y ella le agradeció con cálidas palabras su interés por ayudar a Juan. Luego, con un rápido ademán le besó en la mejilla y dándose media vuelta se encaminó hacia la escalera mientras se excusaba para ir a atender a su hijo.

***

El capitán Comas había reunido, puntero en mano, a todos los pilotos de la 3ª escuadrilla en el cuarto de mapas.

—Hemos de salir inmediatamente hacia este pueblo, Gandesa —y señaló con el puntero un punto del mapa, en la provincia de Tarragona—. Por esta zona están atacando desde anoche las brigadas navarras. Vamos a encontrar oposición aérea, sin duda, pero nos guiarán en nuestro ataque los Rasantes, que ya están en camino. Nos reuniremos con la escuadrilla de Duarte, que viene de Valls, dentro de diez minutos sobre esta zona —de nuevo señalaba otro punto con el puntero—. Nosotros cubriremos desde arriba, a cuatro mil metros, y por encima, a cinco mil, nos protegerán a todos los Moscas de Claudín. Y ¡ojo con los Messers!

Juan recordaría toda la vida aquel combate del 2 de abril. Volaban, ya cerca de su objetivo, sobre los barrancos salpicados por las explosiones de la artillería, cubriendo a los Chatos y Rasantes que volaban un tanto desperdigados, cuando descubrieron una formación de casi cincuenta Fiats que inmediatamente se lanzaba como gavilanes sobre ellos. Comas picó sobre los cazas enemigos y tanto él como Pepe le siguieron, tejiendo sobre los montes, coronados por el humo de las granadas y las bombas, un tapiz de trazadoras, volteos rapidísimos, giros increíbles y subidas en vela. De vez en cuando surgía una llamarada, una estela de humo y un avión que entraba en su última barrena. Los Moscas cruzaban como rayos por entre Fiat y Chatos, enzarzados en peleas furiosas y tras ellos, bajaban los Messershmitt alemanes, persiguiéndolos como mastines.

Comas y Pepe habían desaparecido en la barahúnda pero Juan no tuvo tiempo de buscarlos ya que se enzarzó con un Fiat y por suerte lo acertó. Vio al piloto saltar en ‘para’; ¡otro derribo confirmado! y salió de nuevo escapado, huyendo por los pelos de un Messer enemigo que venía disparado hacia su cola. Se metió en una nube providencial y al volver al cielo claro no vio cerca a ninguno de los suyos, solo a algunos cazas italianos persiguiendo a tres de los Chatos que se retiraban a todo motor hacia el norte. Estaba corto de combustible y se había quedado solo por lo que decidió volver a su aeródromo.

Ya en El Toro, Juan se acercaba al grupo de aviones y pilotos para detenerse cara al viento, contando solo cuatro aparatos donde debía haber seis. Un escalofrío recorrió su espina dorsal al no ver a Corbalán ni a Elías. Paró el motor y corrió hacia ellos, sospechando la terrible noticia al ver sus caras.

—¿Pepe? —preguntó solamente al quedarse parado delante de su jefe. Comas asintió y explicó que el avión explotó en el aire, que él no debió darse de nada.

Juan tenía dificultades para escuchar lo que estaba oyendo. Veía a sus compañeros y a Comas diciendo que lo sentían, sabían que eran muy amigos… y se suponía que todos debían estar preparados para algo parecido. Pero no era así; nadie podía acostumbrarse a ello.

El jefe seguía hablando, intentando tranquilizarle. Elías también había estado a punto de ser derribado… Además él había derribado a un Fiat… y Zambo a otro. Juan miraba al suelo, concentrado en la punta de sus botas, intentando distinguirlas a través de unas lágrimas que se empeñaban en nublarle la vista. Comas le echó un brazo por encima de sus hombros.

—Y ahora vamos a la cantina, muchacho… Tomaremos una copa por Pepe, que seguirá entre nosotros. Créelo, Juan.

Al acostarse aquella noche no podía mirar la litera vacía de Pepe. Por fin hizo un esfuerzo y obedeció la orden que le había dado Comas, deliberadamente, para que venciera su dolor: recogió las escasas pertenencias de su amigo, su uniforme y su maleta, que llenó con todas las pequeñas cosas que sabía que estaban bajo el colchón. Encontró un pequeño crucifijo en el fondo de una bolsa de aseo, cosa que ignoraba y le sorprendió. Lo besó a hurtadillas, y se lo guardó, mirando a todos lados para que no le vieran, sintiendo que lo hacía por él. Esto le hizo sentirse extrañamente tranquilo y al meterse en la cama, dominando sus lágrimas, pudo decir: «Hasta siempre, Pepe Corbalán, querido camarada, hermano, ve con tu Dios».

***

Al amanecer del día siguiente, tras la reunión en la cantina, donde se comentó de mal humor que el enemigo les superaba en número, Comas ordenó salir hacia la misma zona. Seguirían atacando sin descanso, protegidos a mayor altura por los Moscas de Zarauza y Claudín. En los días siguientes los combates fueron tan violentos que, una vez sucumbió Gandesa, la 3ª escuadrilla se preparó para el traslado a Salou, a fin de reorganizarse, reparar y sustituir los maltratados aviones. Allí escucharon desmoralizados la noticia de que las fuerzas enemigas habían llegado al mar el día 15 de abril por Vinaroz y Benicarló y el 17 a Amposta y todo el margen sur del Ebro. La unión con Cataluña quedaba así anulada y la zona republicana cortada en dos, ocupando los ejércitos de Franco casi cincuenta kilómetros de costa.

Uno de los compañeros, Pedro Clavijo, de Alcantarilla, a quien llamaban El Moro porque era muy moreno y tenía pelo negro ensortijado, sintió especialmente la muerte de Pepe. Hablaba a menudo con Juan y un día comentó que parecía que los murcianos estaban de mal fario.

—El otro día los del SIM se llevaron detenido a uno de la base de Cieza, de la escala de tierra porque estaba pasando información al enemigo para que atacara nuestros aeródromos.

—¡Qué cabrón! ¿Y porque hacía eso?. —A Juan le parecía increíble que alguien cayera tan bajo como para traicionar a la República de esa manera.

—Cuentan los que le conocían que en la navidad del 36, mientras él estaba en el frente luchando por la República, unos milicianos mataron a su padre y a un hermano en su casa en Cieza porque estaban cantando villancicos. Desde entonces se pasó a Franco… y cometió traición, sí, pero no sé como juzgarle…

Este relato le dio que pensar a Juan durante un largo rato. ¿Por qué y por quién estaban todos ellos luchando…, por sus ideas, o por venganza y odio? Él creía que lo hacía por defender la democracia republicana, pero, ¿lo hubiera hecho si no hubiera muerto su padre por la agresión de un militar exaltado? ¿Qué haría él ahora si todo aquello no hubiera ocurrido? En el fondo pensó que haría lo mismo: él era republicano y demócrata, y los otros no. ¿Pero…, había que matarse por eso? Decidió apartar esas dudas de su mente.

***

Transcurrieron dos semanas de inacción, sin poder hacer otra cosa que probar en vuelo algunos aparatos a medio reparar. Los aviones nuevos que les habían prometido un mes antes no llegaban, para frustración de todos e indignación de Comas. Juan, sin avión que tripular, ni posibilidad de luchar en más de una semana, intentó librarse del desánimo que le habían causado tan malas noticias y decidió ir a ver al jefe a pedirle una licencia de dos días para acercarse a Albacete a ver a su madre.

—De momento no puede ser, pero dentro de unos días te voy a dar un permiso de dos semanas… y un consejo. Creo que primero deberías ir a Madrid para soltar la tensión y descansar. Luego te marchas a Albacete, si quieres, para estar con tu madre, pero ya sin sentirte deprimido. ¿No te parece? —Juan le miraba sorprendido—. Bueno, haz lo que quieras con tus quince días. Comprendo que quieras ver cuanto antes a tu madre y espero que la encuentres mejorada. ¡Pero luego vete a Madrid, hazme caso! Mientras tanto, nosotros iremos a Salou para recibir nuevo material y reorganizar la escuadrilla; tardaremos seguramente más de dos semanas. Te lo digo para que no pienses que estás faltando a tu deber, Mancha. Con estar aquí el 30 de junio es suficiente.

Juan habló con su madre al día siguiente para avisarla de que podría estar con ella tres días. La notó más animada e ilusionada por verle. «Yo estoy mucho mejor de salud, es increíble, ya lo verás… ¡Tengo unas ganas de verte, mi niño!» expresión que hizo sonreír al teniente Requejo, ya curtido piloto de guerra. Lo que Juan no le dijo a su madre es que tras su breve estancia en la capital manchega se iría durante una semana a Madrid a divertirse, como le había recomendado su jefe. Lo cierto es que la buena intención del jefe de su escuadrilla al aconsejarle ir a la capital iba a influir en su vida como ninguno de los dos podía sospechar.

***

Era 1 de marzo de 1938 y habían pasado nueve días después de la marcha de Juan. Todavía recordaba Malena sorprendida como la ausencia de este joven piloto enemigo le hizo llorar. Tendría que hacer un esfuerzo por olvidarle... Rosa interrumpió sus pensamientos al entrar corriendo en la silenciosa sala del hospital.

—¡Nos vamos…! —dijo acercándose a ella y bajando la voz— ¡Hay que trasladar el hospital, creo que a Sagunto…, más cerca de Valencia! Ya decían en la radio que había caído Teruel…. —Intentaba no hacer ruido pero en las camas cercanas se revolvieron intrigados—.Nos lo ha dicho el jefe, el doctor Ramírez. Esta indignado y quiere que corramos la voz. ¡Menuda mala leche tiene encima!

Ahora sí que se produjo una algarabía de voces. El furioso vozarrón de Ulpiano, un anarquista que llevaba bastante tiempo allí y estaba a punto de recibir el alta, se oía por encima de todas.

—¿Otra heroica retirada ante el enemigo? —gritaba, sarcástico.

—Pues pué que sí, Ulpi —asintió Rosa, que también era anarquista y un tanto chula, cuando se acalló el griterío—, porque he oído decir que los facistas están llegando por la Sierra de Camarena y acercándose al puerto del Escandón, a un paso de aquí.

El grupo de heridos ‘nacionales’, un legionario, Enrique y dos chicos navarros, sonreían silenciosamente, contentos por las noticias. Los dos oficiales, en cambio, estaban preocupados por lo que podía suponer el traslado para ellos.

Elena fue rápidamente a ver si podía enterarse de algo más. En la sala 2, la pequeña destinada a jefes y oficiales, estaba el Mayor Nilamón Toral, Jefe de la 70 Brigada Mixta, un hombre duro que en la cura de su herida resistió sin anestesia y casi sin pestañear. Se trataba de un tipo extraordinario, antiguo boxeador y ferviente comunista, enemigo feroz de los anarquistas y de los socialistas de Largo, especialmente de Prieto y su protegido el coronel Rojo. Seguro que éste sabría más que nadie…

Lo encontró soltando una retahíla de sonoros tacos, al tiempo que andaba a grandes zancadas por la habitación y agitaba los brazos en su airado discurso dirigido a una audiencia compuesta por dos oficiales de su estado Mayor y los doctores Ramírez, Mendoza y Roséns.

—¡La culpa de todo esto la tiene el cabrón del coronel Rojo, que está retirando tropas para mandarlas a Andalucía! Cree que Franco, tomado Teruel, se va a parar aquí tres meses para atacar luego por Aragón, pero eso no me lo creo yo. Rojo tiene la idea, que no es que sea mala, de atacar por Extremadura para cortar en dos la zona facciosa —gritaba—. ¡¡Pero no ahora, coño!! Porque puede dejar abierta la ruta hacia Valencia, después de perder Teruel. ¡Me cago en la leche! Estamos sin una brigada para oponerse al enemigo y seguro que Franco quiere tomar Valencia. Mi Brigada ya está yendo para Andalucía… ¡me tiene que curar, doctor Roséns, tengo que ir al frente…!

Un ataque de tos le impidió seguir lo que aprovechó el aludido para intentar disuadirle. El capitán médico de su Brigada podría cambiarle el apósito si le molestaba demasiado y si tenía fiebre...

—¡No me molestará! Lo que me molesta es que no sólo ha trasladado mi Brigada, sino a casi todo el 20 y el 12 Cuerpos de Ejército, la Brigada 68ª desde el sector del Alfambra y la 32ª que estaba defendiendo el Puerto de Escandón. ¡Esto es de locos, doctor, ese hijo de puta le va a dejar libre el camino a Franco, a sus legionarios, a sus regulares y hasta a los italianos! —El Mayor Nilamón volvió a sentarse en la camilla, agotado—Lo último que sé es que después de Teruel los facciosos han tomado Castralbo, y están en la línea del Alfambra, amenazando a Corbalán, Valdecebro y Cedrillas. Nadie va a detenerles. Estarán ‘de paseo’ por aquí en menos de diez días.

Elena se había quedado quieta y silenciosa junto a la puerta, como una enfermera solícita, intentando fijar en su cabeza todos los datos que acababa de oír. Salió de la habitación tras los médicos, les vio entrar en el despacho de Ramírez y continuó sola por el pasillo inmersa en sus pensamientos. Tenía que hablar inmediatamente a solas con Carlos y buscar ambos el medio para trasmitir aquella información.

Vio acercarse por el corredor a un grupo formado por el comisario político y dos militares sin graduación. Rosa decía que eran agentes del DEDIDE, una especie de policía militar de contraespionaje. Era extraño, hablaban muy excitados y parecían tener prisa. ¡Algo ocurría! Se metió en la sala más próxima donde se detuvo mirando alrededor como buscando a alguien, mientras escuchaba los pasos de aquellas tres personas pasar por delante de la puerta y seguir pasillo adelante. Volvió al pasillo y les vio entrar en la sala 2. Un momento después oyó prorrumpir en gritos a Nilamón, soltando imprecaciones tan fuertes y escandalosas que los doctores salieron alarmados del despacho y acudieron con dos enfermeras a la sala. Helena se acercó corriendo e iba a entrar con todos en la habitación cuando Carlos la cogió de un brazo y le dijo en un susurro que le esperara en la sala 12.

***

Juanjo, el teniente legionario y yo, nos acercamos a Elena y al médico dispuestos a enterarnos de lo que estaba ocurriendo; los gritos de aquel militar se oían por todo el edificio. Ulpiano, el anarquista, se acercó también y ellos no tuvieron más remedio que confesarnos que el Mayor se había enfrentado vociferante a los del SIM.

—Venían dispuestos a detener a varias personas del personal sanitario. Dos capitanes entonces han sacado sus pistolas y han encañonado a los agentes levantando el percutor… aunque el Mayor, simplemente, quería fusilarlos.

Había sido entonces cuando sus gritos habían llegado hasta nosotros. Les llamaba socialistas lacayos de Prieto y Largo, y decía que eran unos traidores al pretender eliminar a unos médicos que habían curado «a cientos de nuestros combatientes». Luego les amenazó con formarles un Consejo de Guerra y fusilaros por traición, pero acabó degradándolos y obligándoles a alistarse en su brigada. Uno de los agentes, el más viejo intentó protestar diciendo que eran funcionarios del Gobierno y tenían órdenes y facultades para investigar y detener a los que consideraran sospechosos, aunque fueran médicos o enfermeras, pero Nilamón le interrumpió diciendo: «¡Aquí el que manda soy yo… y éste es el ejército, no un burdel donde puede entrar la policía de Prieto o de Largo a meter en la cárcel a quienes están curando y seguirán haciéndolo!»

—Ha dado un puñetazo en la mesa tan fuerte que todos hemos corrido a sujetarle, pero él se revolvía furioso gritándoles: ¡he tenido bajas y vosotros las vais a cubrir!. —Todos estábamos pendientes de los labios del médico que siguió contando como salieron de la sala el comisario, blanco como la cal, y los agentes escoltados por los militares, oyendo al Mayor recomendarles que no se les ocurriera usar un teléfono, ni hacer tonterías—. Luego se volvió hacia nosotros y nos dijo que no nos preocupáramos por esos mequetrefes, que se creían los agentes nazis de la Abwehr de Canaris. Él ya diría a Saravia que vigilase para que no se hicieran estupideces como estas.

***

Elena y Carlos aprovecharon para ir a ocultarse en el almacén. Tenían que pensar algo… porque estaba claro que estaban “quemados”. Era cuestión de horas que los del SIM fueran por ellos.

—El comisario no nos ha quitado ojo desde el día que nos encontró hablando aquí mismo —decía Carlos—. Pero estoy seguro de que sospecha también de Roséns... Se habrá enterado de que le expulsaron de la universidad por haber autorizado un mitin falangista poco después de las elecciones de febrero. —¡Querían detenerlos a los tres! Nilamón había parado el golpe, pero sólo hasta que se fuera esa misma noche. Había que agradecerle que, de momento, aquellos tres se fueran al frente, pero era de suponer que ya estarían buscando venganza—. Así que, después del rancho de mediodía, recoge y empaqueta tus cosas que nos largaremos de alguna forma aprovechando el desbarajuste de mañana. Ya buscaremos la forma. El doctor comandante Ramírez quiere que salgamos de aquí mañana a primera hora del día.

Ella estaba de acuerdo pero no tenía claro lo que debían hacer. Debían marcharse lo antes posible, sí… pero no podían abandonar a sus camaradas. Si les descubrieran… ya sabían lo que ocurriría. Ella sospechaba desde hacía tiempo que había una razón para tener juntos a los heridos ‘nacionales’ en una sala con una puerta, condenada pero que se podía abrir…

—Supongo que la única forma de escapar es aprovechar el desconcierto del traslado para robar una ambulancia simulando vamos a recoger otros heridos, esconder a los prisioneros con mantas en el suelo del vehículo e intentar llegar lo mas cercano posible a las avanzadillas nacionales.

—Robar una ambulancia por las malas es difícil y peligroso. Lo mejor sería contar con un conductor que nos ayudara —dijo el médico—. Yo conozco a un muchacho que puede hacerlo. Es de toda confianza y chofer de Sanidad Militar. Lo conozco del LINA ODENA. Era miembro de las JAP pero ahora trabaja para nosotros como enlace para mandar mensajes. El plan es perfectamente realizable, sobre todo teniendo en cuenta que, como cuenta Nilamón, las Brigadas que guarnecían esta zona se están retirando y mañana no habrá nadie.

Los ojos de Carlos brillaban de excitación y entusiasmo, lo mismo que los de Elena.

—¡Ya estás saliendo a ver las ambulancia que han venido! Yo voy a preguntar a Rosa que seguro que sabe por donde andan nuestras tropas y quedamos aquí de nuevo dentro de una hora.

Por fin, a las cinco y media de la mañana la enfermera y el médico terminaban de preparar las camillas donde se iban a trasladar los prisioneros heridos de la sala 12. Lo hacían con la ayuda del conductor de ambulancias, un chico madrileño, de unos veintitrés años, de aspecto serio y espabilado, que aceptó en el acto el riesgo que entrañaba la operación. Su ambulancia había llegado de las últimas y estaba situada al final de la fila, a pocos metros de la puerta trasera de la sala. Alguien se había ocupado de entreabrirla y los heridos salían disimuladamente por ella para entrar en la ambulancia y colocarles acurrucados y tapados con mantas, que servirían tanto para esconderles como para combatir el intenso frío. Enrique había sido el más complicado de acomodar ya que hubo que sostener la escayola con un montón de mantas dobladas. Le dolía si se movía pero así tendría que aguantar todo el viaje.

Ulpiano, el anarquista, se unió al grupo en el último momento. Se acercó a Elena en medio de toda esa actividad frenética para decirle que había descubierto el plan y que no les delataría si le aceptaban a él y a dos compañeros más. Él era un republicano a la fuerza, dijo, como los otros dos. Podían matarles al ser anarquistas, como ya habían hecho con otros camaradas o con los del POUM.

—Prefiero estar con vosotros; sé que hablareis en nuestro favor. ¡Estoy harto de tanta política y de tanta guerra! —dijo, y a Elena no le quedó más remedio que acceder.

Ahora había otro problema: la 70ª Brigada iba a mantener una compañía de retaguardia un par de kilómetros detrás del final de la columna de evacuación para que nadie pudiera caer en manos del enemigo. Es decir, no sólo iba a haber tropas en el camino sino que, si volvían, podrían detenerlos. No quedaba más remedio que cambiar el plan.

—Tengo buena memoria, Carlos, y creo recordar que Nilamón dijo que Rojo había retirado ya la Brigada 32ª que defendía el Puerto de Escandón y que el enemigo había tomado Castralbo. También dijo que las tropas de Franco se estaban acercando a Cedrillas y Valdecebro.

Se había hecho con un mapa de los que había dejado la 70ª Brigada en la sala 2 y Juanjo había señalado a lápiz el lugar donde podían estar los nacionales. Los tres dejaron la ambulancia y a la carrera entraron de nuevo en la sala. Elena sacó el plano de debajo de una cama y lo extendió.

—Mirad, tenemos que separarnos del convoy en algún momento para ir a Castralbo. Iremos los últimos con todos hacia Sagunto, pero y al llegar al cruce de la carretera de Teruel todos girarán a la izquierda, hacia Valencia, y nosotros dejaremos que se alejen y lo haremos a toda marcha a la derecha, hacia Teruel. Nos separaremos en el primer recodo y allí, escondidos, esperaremos hasta que pasen los de la columna de retaguardia. Luego seguiremos, pasaremos por la estación minera del puerto de Escandón, que está a unos tres kilómetros y medio, y continuaremos ¡hasta Castralbo! Es arriesgado… pero no creo que nadie mire atrás. Todos irán pendientes del delantero.

—Pero si queda alguien en la estación del puerto con un teléfono, avisarán si nos ven pasar. No creo que los de la 32 lo hayan dejado totalmente abandonado.

—Ya inventaremos algo —dijo Elena impaciente dirigiéndose a la ambulancia. Carlos se sentó en el asiento delantero con Elena y Paco. Llevaba arrollado el plano con el sello de la 70ª Brigada, por si con él fuera posible justificar sus correrías. Paco esperó a que se alejaran los de la larga fila y después arrancó. El conductor de uno de los camiones de la retaguardia que se había adelantado para comprobar que la expedición del hospital salía sin dificultades, se acercó y le preguntó a Paco si tenía algún problema. Éste, muy tranquilo, le contestó:

—Este motor está muy cascado y tarda en coger las marchas… pero luego anda muy bien.

—Entonces sigue a los demás, yo tengo que esperar a los míos que tardarán por lo menos un cuarto de hora. Luego os seguiremos, vigilando por si hay averías o problemas. ¡Buena suerte! —gritó al alejarse.

—¡Estupendo, tenemos diez minutos hasta la salida a la carretera, y otros cinco para esperar y subir al puerto sin que nadie nos vea! —exclamó Elena alegremente— ¡Vamos, rápido, no deben vernos los de la retaguardia!

***

El día estaba nublado y soplaba un viento frío que amenazaba lluvia. Todos íbamos embutidos en abrigos y tabardos militares, con guantes los que los tenían. Cuando vimos al penúltimo vehículo de la fila dar la vuelta por el camino que bajaba hacia La Puebla de Valverde y tomaba la carretera que cruzaba el pueblo, Paco aceleró ligeramente para seguirlos a cierta distancia. Elena y Carlos, hablaban de lo que dirían si les detenían en el puerto, discutiendo muy nerviosos, pero sabiendo que no tenían otra salida.

—¡Hay que hablar con autoridad y seguridad de su jefe, el Mayor!

Yo conocía bien la zona por haberla visto desde el aire y por haber estudiado el mapa. Sabía que desde el centro del pueblo apenas había más de un kilómetro hasta el cruce, y desde allí hasta el puerto, cerca de cuatro kilómetro escasos, con unas pronunciadas curvas al principio y una recta hasta la cota más alta. Fuimos despacio para llegar al punto en el que nos desviaríamos con una cierta ventaja con el de delante. Una vez que pudimos desviarnos del resto, Carlos dijo al conductor que se embalara a fondo hasta la primera curva, donde podríamos escondernos tras un talud de la carretera. Los de los camiones pasaron sin vernos y sólo entonces comenzamos a subir hacia la estación de ferrocarril del puerto.

Íbamos a la máxima velocidad que podía alcanzar la ambulancia, a pesar de los baches y entre muecas de dolor y gemidos apagados, hasta que llegamos a la explanada de la estación. La niebla cubría los amplios andenes vacíos. Se veían varios edificios pequeños y entre ellos unas trincheras bordeadas de sacos terreros con ametralladoras antiaéreas. De ellas salieron varios soldados armados con fusiles y metralletas que nos dieron el alto.

Paco frenó en seco y detuvo la ambulancia mientras Carlos ordenaba bruscamente a Elena que no se moviera del asiento, que permaneciera callada, con las manos juntas y con la cabeza baja, como si estuviera prisionera. Le pidió la bandera de la Cruz Roja y bajó a toda prisa, seguido de Paco, agitándola con los brazos en alto y preguntando a gritos dónde estaba el oficial que les mandaba. Todos oímos como dos de los soldados llamaban a un sargento, que enseguida apareció con un ‘naranjero’ al hombro.

—¿Quiénes sois vosotros, y de donde venís? ¡Por aquí no podéis seguir, los faciosos están a menos de ocho kilómetros! —decía con suspicacia acercándose a la ambulancia. Elena se acurrucó aún más en el asiento.

—¡Pues de donde vamos a venir! ¡Del hospital de sangre de la Puebla, a buscar a unos heridos!

—¿Qué heridos? ¡Aquí no hay heridos desde hace días!

—Sargento, soy el teniente doctor Mendoza —dijo Carlos al tiempo que agitaba unos papeles que llevaba en la mano y hablaba con energía. Dos estrellas doradas, que desde hacía un mes llevaba cosidas en su bata blanca, asomaban bajo el tabardo y la bufanda—. Venimos del Hospital donde curamos ayer al Mayor Nilamón Toral. Este es mi ayudante sanitario —añadió señalando a Paco—, y vosotros ¿a qué unidad pertenecéis?

—Al segundo batallón de la Brigada 70ª, Sargento Peral y cabo Gómez —contestó inquieto el sargento que le miraba indeciso, sin entender muy bien lo que pasaba.—. El teniente Martínez nos dejó aquí al irse los de la 32ª y volverá mañana por la mañana a recogernos.

El teniente médico respiró hondo pensando: ¡todavía hay tiempo…!. Luego extendió el mapa sobre la aleta del vehículo y golpeando con un dedo sobre él dijo con toda la seguridad de que fue capaz:

—En este plano que me dio anoche el Mayor… antes de salir para su nuevo destino, llevo señalado el lugar donde uno de sus hombres dejó heridos y escondidos a dos de sus oficiales. Me encargó… que fuéramos por ellos al evacuar el hospital, ya que los facciosos han ocupado Castralbo.

Carlos se ocupaba de hacer pausas melodramáticas que dejaban al sargento tan sorprendido que no hacía más que mirar alternativamente a él y al plano, totalmente desconcertado.

—¡Mi teniente, este debe ser el sitio —decía Paco señalando con un dedo el lugar donde se juntaba la carretera con la línea del tren—. Bajo un puente sobre el que pasa la vía del antiguo tren! El Mayor dijo que están en una caseta, a un lado de la carretera. Dígales doctor por qué es tan urgente…

El médico intentaba imaginar lo que se le podría haber ocurrido al chico. «Explíqueselo usted, sargento» dijo con cara de hastío. Paco le miró muy serio y prosiguió, respirando agitadamente.

—Pues eso… que uno de los heridos ¡es hijo de un ministro del Gobierno Republicano... y el Mayor Toral tiene orden de hacer lo posible por salvarle! Si lo cogen los fascistas… ¡Figuraos! —Hizo una breve pausa para respirar, poner cara de circunstancias y añadir— Esto no debéis contárselo a nadie… ¡Esta misión es secreta!

Carlos empezaba a considerar que la conversación se alargaba demasiado y decidió cortar por lo sano.

—¡Y se nos puede caer el pelo a todos por no saber defender a la República ni haber cumplido la orden de tu Jefe! —dijo mirando fijamente al Sargento Peral y comenzando a doblar el plano con prisa—. Nos amenazó con dar parte de nosotros si no la cumplíamos. ¡Así que, o nos dejas pasar o nos firmas por escrito, aquí sobre el plano, con tu nombre y grado, que no podemos hacerlo y así sabrá el Mayor por qué no hemos pasado! Tu decides si salvamos a ese chico… o nos volvemos de vacío… ¡No podemos perder más tiempo!

Todos aguantábamos la respiración dentro de la ambulancia, hasta Elena que continuaba con la mirada baja, sin atreverse a levantar la vista. ¿Sería posible que se lo creyeran? El sargento callaba y se notaba que estaba hecho un lío, pero entonces se oyó otra voz, seguramente la del cabo Gómez.

—¡Mi sargento, que pasen y nosotros no hemos visto a nadie! Cuando la ambulancia vuelva ya nos habremos largado de aquí y ninguno de nosotros hablará. ¡Pues no es nadie Nilamón cuando se cabrea…, sería capaz de fusilarnos!

¡Se lo habían creído!

Ahora empieza la aventura, pensamos todos al ponerse el coche en marcha de nuevo. Teníamos que encontrar ¡y pronto! a las avanzadillas nacionales. El sargento, antes de marcharnos, advirtió a Paco que la carretera tenía mucha pendiente. «¿Lleváis buenos frenos, verdad?» preguntó y a Carlos, muy serio, le recomendó que si topábamos con desertores no nos paráramos, «son malas personas, mi teniente». Se despidieron deseándonos suerte y diciendo entre risitas nerviosas que nunca nos habían visto.

La carretera hacia el valle del Turia, bajaba entre un extraño arbolado desconocido para nosotros pero que luego supimos eran sabinas. Se alternaban tramos llanos con otros llenos de curvas con fuerte pendiente. A unos tres kilómetros de recorrido, ocultos por los desniveles y el sabinar, pasamos bajo el puente del ferrocarril y encontramos las ruinas de una choza próxima a la cuneta, entre matas de romero y espliego.

—Este debe ser el punto de cita, según el mapa —dijo Elena mirando a Paco. Carlos decidió que era un buen sitio para descansar un poco y comer algo. Todos estábamos cansados de permanecer encogidos bajo las mantas y necesitábamos estirar las piernas. Tendríamos un cuarto de hora para disfrutar del aire libre y comernos el pan con chorizo que Paco, encargado de la intendencia, sacó de algún lugar.

—Por cierto Carlos, ¿por qué no me cuentas la razón por la que yo tenía que parecer como secuestrada? —preguntó Elena con curiosidad.

—¿No te lo imaginas? Yo soy un agente faccioso que te lleva detenida. Piensa en las misiones futuras... Yo ya estoy quemado pero tú no. —y ella asombrada, se echó a reír.

Mi pierna rota me obligaba a permanecer en el vehículo. Elena me acercó la comida y la bota de vino y se sentó un rato conmigo. «¿Y tú con las chicas, qué me cuentas?» dijo ella de repente con coquetería. Me pilló tan por sorpresa que me azoré sin remedio y entre balbuceos le solté que me había enamorado de ella en cuanto la vi. Ahora fue ella la que me miró sorprendida. «Yo me refería a antes de la guerra…». No me pude resistir a su hechizo y le relaté el terrible episodio de Lupita, que le hizo reír, y otro con una señorita de la buena sociedad, jerezana, recién estrenado mi título de piloto.

—Celebrábamos en Sevilla, el recién estrenado título de piloto y yo iba bastante borracho. Un compañero sevillano me presentó a una amiga bastante guapa, por cierto, aunque no te llega a ti ni a la suela de tu sandalia, muy moderna y lanzada a pesar de su título. Acabamos en la cama, claro… Pensarás que soy un fresco, pero fueron sólo esas dos veces.

—¡Tú que vas a ser un fresco! —dijo mirándome con ternura—. ¡Dos veces, con diecinueve años! Eres un buen chico, además de guapo y buen mozo, con un corazón que para mí lo quisiera, y que desea recibir y dar amor. Cuando encuentres a la mujer de tu vida, porque creo que eres de esos pocos hombres que son ‘de una sola mujer’, serás para ella y solo para ella.

Carlos se acercó a nosotros diciendo que todavía quedaba mucho camino que recorrer. Teníamos que proseguir el viaje hacia Castralbo hasta que encontráramos las líneas nacionales.

Decidimos salir de la carretera y tomar un camino que llevaba hacia el suroeste, donde se suponía que debía situarse el pueblo. Era poco más que una senda por el fondo de un barranco, entre altos matorrales, sabinas y pinos y Paco tenía que conducir con gran cuidado para que la ambulancia no volcara. Empezábamos a pensar que estábamos perdidos cuando de entre un grupo de árboles y matorrales salieron súbitamente al camino dos hombres armados. Se plantaron ante la ambulancia y apuntando con sus fusiles nos dieron el alto.

Paco paró en seco. Los tres ocupantes del asiento delantero reconocieron inmediatamente a los hombres de los que hablaba el sargento. Vestían con ropa entre militar y de paisano y sus pies estaban vendados seguramente por haber perdido o roto el calzado. Uno de ellos llevaba un casco sobre un vendaje repugnante en la cabeza y el otro, un gorro de piel mugriento. Pero, eso sí, apuntaban sendos fusiles largos hacia la ambulancia.

Por un rato nadie hizo ni dijo nada, estudiándose mutuamente. Ulpiano, que veía por una rendija lo que pasaba en el exterior, nos mantenía a los de atrás informados. Loa asaltantes hablaron entre ellos por lo bajo en un idioma que no entendíamos y se acercaron sin bajar los fusiles. Carlos decidió entonces salir del vehículo llevando la bandera blanca con la cruz roja y Elena le siguió. Ambos se aproximaron a los hombres armados, brazos en alto y gritando deprisa la misma cantinela sanitaria: que llevaban heridos. Pero lo único que consiguieron fue que los dos tipos accionaran los cerrojos cargando sus armas para hacer fuego. Luego, uno de ellos, el más próximo, vociferó roncamente en un español rudimentario que les diéramos comida o que nos mataban a todos.

Elena, asustada, se volvió hacia la ambulancia gritando: «¡dadnos lo que tengáis, deprisa!» al tiempo Carlos se dirigía hacia la puerta abierta del vehículo llamando también a gritos a Paco, que había desaparecido. De pronto sonaron cuatro disparos sucesivos. Todos se agacharon instintivamente, viendo a Paco con un arma humeante en la mano. ¡Eran tiros de metralleta!

—¡Tirad las armas y los dos al suelo, con los brazos en la cabeza, cabrones, u os dejo secos; esto es un ‘naranjero’ y aún tiene dieciocho balas! ¿Entendéis? ¡¡Al suelo os he dicho!! —decía con voz potente, furiosa y amenazadora.

Apuntaba a aquellos desgraciados con un fusil de asalto Schmeisser del ejército republicano al que llamaban ‘el naranjero’ por haber sido hecho en Valencia. Era una excelente y pequeña ametralladora ligera… ¿De dónde habría sacado el conductor su arma?, se preguntaban todos, incluso Ulpiano, que se había bajado por la puerta de atrás, cojeando pero armado con un palo en la mano.

Los dos individuos, sorprendidos y aterrados al ver el arma, se habían arrojado al suelo, boca abajo junto a sus fusiles, con las manos unidas sobre la nuca y farfullando palabras ininteligibles. Paco indicó a Carlos y a Elena que les recogieran las armas y las cartucheras mientras apuntaba el arma amenazadoramente. Luego se dirigió a Ulpiano:

—Tú, anarquista, tráete unas sogas que están debajo que vuestras literas. —El chico parecía el amo de la situación. Mientras maniataban a los asaltantes Paco relataba cómo había encontrado el arma abandonada por la Brigada 32ª en la estación y su decisión de guardarla debajo del asiento por lo que pudiera pasar—. Todavía tengo que aprender a manejarla porque apenas apreté el gatillo los cuatro tiros que salieron casi me tumbaron. Mi idea era liquidarlos… aunque me alegro de no haberlo hecho.

— Y ahora… ¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Elena.

Hubo un silencio. La verdad es que nadie sabía qué hacer. Parecían extranjeros y seguramente eran desertores. Uno de ellos sólo había contestado con un “yes” apenas audible a las preguntas de Carlos, y el otro empezó a lloriquear murmurando “no matar, no balas, no matar”. Habían huido del frente y no habían podido comer ni dormir en cuatro días…

—A estos pobres también les han engañado con la propaganda y ahora están medio muertos de hambre, sin ropa ni calzado; no podemos dejarlos así… —dijo Elena conmovida.

—¡No te dejes engañar, enfermera! —interrumpió Ulpiano—. Esos fusiles, si no llega a ser por este chaval y su ‘naranjero’, nos hubieran matado. Tienen munición de sobra para liquidarnos y con eso hubieran tenido ropa, zapatos y transporte. Yo sé lo que buscan… ¡Son delincuentes, no idealistas! ¡Los conozco bien! Estos se enrolaron en las Brigadas Internacionales para saquear, robar y asesinar… —Se detuvo, jadeante. Él era partidario de dejarlos allí maniatados, aunque la decisión correspondía al teniente médico—. Tendríamos que largarnos. Pronto se hará de noche… y deberíamos encontrar patrullas nacionales cuanto antes.

Hubo un breve silencio roto enseguida por los airados comentarios de los heridos. Todos queríamos desesperadamente llegar, especialmente Juan José, el teniente legionario y yo, los dos inmovilizados y doloridos. Ambos gritábamos desde nuestras camillas, y éramos coreados por los demás, dando la razón al anarquista.

Reanudamos la marcha dejando a los hombres bien atados entre sí y, no había pasado ni media hora, cuando al coronar un repecho los tres ocupantes del asiento delantero soltaron un grito de alegría: se veía un poblado a la izquierda, al norte de la ruta que ellos habían estimado.

—Es Castralbo, estoy seguro; no hay otro pueblo por aquí. ¡Éste era el camino! No creo que tardemos en encontrar un puesto avanzado de los nuestros.

Elena, sin embargo, consultaba el mapa y opinaba que todavía andábamos lejos. Apenas diez minutos después, desde una pendiente hacia una llanada que cruzaba el camino, vimos a unos quinientos metros unos hombres marchando en formación abierta alrededor de un extraño vehículo chato y verde grisáceo que Paco identificó en el acto: ¡un tanque!

—¡Sí que lo es! —dijo Carlos, excitado—. Es un ‘Panzer II, ‘El Negrillo’ alemán, yo los he visto en Salamanca! ¿Veis las boinas verdes de los soldados y las rojas de los oficiales que van sobre el tanque? ¡Son navarros, estamos en casa!

—¡Toca fuerte el claxon, Paco! —gritaba Elena mientras se asomaba por la ventanilla, sacando medio cuerpo fuera y agitando la bandera blanca con la cruz roja.

Los soldados, aún estando a medio kilómetro, pudieron oír el estruendo de los “Viva España”, los himnos militares y la ensordecedora bocina. El teniente que mandaba aquel pelotón explorador de la 3ª Brigada Navarra y que iba en la torreta del tanque, dio orden de parar. Se acercó los prismáticos para examinar aquel camión cerrado que bajaba alborotando por el camino y lo primero que vio fue a una mujer agitando furiosamente una bandera con la cruz roja. «¿Qué demonios…?» Parecía una ambulancia repleta de heridos de guerra.

—Ésta debe ser la ambulancia de la que nos han hablado, la que se pasa a nuestras filas. De todos modos mande desplegarse a la tropa y tomar posiciones cuando lleguen, por si acaso. —dijo al alférez sentado a su lado.

Saltó al suelo desde el tanque y esperó a que se detuviera la ambulancia. Carlos, Elena y Paco se presentaron como agentes del Servicio de Información, y después de indicar y exponer quienes eran los heridos que traían, hubo abrazos entre todos ellos. Luego, la ambulancia, precedida por el rápido carro de combate salió apresuradamente, primero a Castralbo y por fin hasta Teruel.

***

Una vez que médico y enfermera comprobaron que sus pacientes quedaban bien atendidos, se dirigieron al Cuartel General para trasmitir la información obtenida veinticuatro horas antes. Allí recibieron la orden de presentarse al día siguiente en Burgos pero antes, aquella noche, serían invitados a cenar por los altos jefes que habían mandado los ejércitos en la ocupación de la ciudad.

Antes de retirarse a sus respectivos alojamientos, Elena pidió permiso para ver al teniente Enrique de la Gándara en el hospital. Quería despedirse ya que lo más probable era que no lo volviera a ver en mucho tiempo. Intentó animarle diciendo que pronto volvería a andar... y a volar.

—Creo que ya sabes que tanto Juan como yo estamos enamorados de ti, pero tú le prefieres a él, ¿no es así, Helena? —Ella no dijo nada, pero suspiró—. Has elegido lo más difícil, y lo siento por ti, porque mi ‘amigo rojo’ está en el otro bando y va ser difícil y largo soportar vuestro alejamiento. Pero yo te quiero y te querré siempre, tenlo en cuenta, aunque solo seas un recuerdo entrañable...

—La verdad es que os quiero mucho a los dos —dijo ella moviendo la cabeza con tristeza—. Es una tontería lo que voy a decir, porque ya sé que es un sueño imposible, pero me hubiera gustado teneros a ambos siempre a mi lado, tal como erais entonces en aquel gélido hospital. En cuanto a ti, quiero que sepas que no te olvidaré nunca, y si puedo, entre nuestras misiones me gustaría verte, porque estarás en mi parte de España. Ahora tengo que irme a pesar de lo que me duele dejarte. Se que encontrarás una mujer que te quiera, serás feliz y yo me alegraré y también lo seré… pensando en ti ¡Hasta siempre, mi querido, querido Enrique!

Se inclinó y le besó suavemente en los labios, levantándose enseguida para marcharse y que él no viera las lágrimas temblando entre sus pestañas. Desapareció en la penumbra de la sala y Enrique se quedó con una opresión en el pecho y en la garganta que no nada tenía que ver con sus heridas físicas. Se alejaba de su lado un sueño, ese sueño precioso de los diecinueve años.