VIAJE A LA CARA BRILLANTE

Cuando Jam Barton llegó aquella tarde al Red Lion, no se sintió alegre de saber que le había buscado un visitante desconocido. No tenía estómago para misterios, ni grandes ni pequeños, y por entonces disponía de cosas importantes en que pensar. Sin embargo, el portero le espetó al llegar:

—Mil perdones, Mr. Barton. Ese caballero no ha dejado su nombre. Sólo ha dicho que usted se sentiría encantado de verle. Volverá a las ocho.

Barton hizo tamborilear sus dedos sobre la mesa, mientras contemplaba el tranquilo salón. Allí no llegaban los negocios corrientes de la calle, y los que pretendían introducirlos eran despedidos con mucha finura, pero persuasivamente. Los parroquianos no eran numerosos. Enfrente de él, a la derecha, se encontraba un grupo de hombres; conocía vagamente a algunos de ellos. Escaladores de los Andes, o por lo menos dos de ellos lo eran. Luego reconoció al viejo Balmer, que se encontraba cerca de la puerta. Balmer había dibujado el mapa del primer camino hasta el corazón del cráter de Vulcano, en Venus. Ahora contestó a su sonrisa con una inclinación de cabeza. Acto seguido, Barton se retrepó en su sillón y esperó impaciente al intruso que le iba a robar su tiempo sin justificación alguna.

Poco después, un hombrecillo gris cruzó la habitación y tomó asiento a la mesa de Barton. Era bajo y delgado. Su rostro no delataba su edad; tanto podía contar treinta años como mil. Pero tenía aspecto de cansancio y era terriblemente feo. Su frente y sus mejillas, muy morenas, estaban arrugadas, llenas de cicatrices aún no curadas.

El desconocido dijo:

—Me alegra que me esperase usted. Me he enterado de que está planeando un viaje al lado brillante.

Barton miró fijamente al hombre durante un momento.

—Veo que puede usted leer los telecasts —dijo fríamente—. La noticia es cierta. Vamos a hacer un viaje a la cara brillante.

—¿En el perihelio?

—Naturalmente. ¿Cuándo si no?

El hombre grisáceo miró a Barton con rostro inexpresivo. Luego, lentamente murmuró:

—No, temo que no van ustedes a hacer el viaje.

—Dígame quién es usted, si no tiene inconveniente —pidió Barton.

—Me llamo Claney —repuso el desconocido.

Hubo un momento de silencio.

—¿Claney? —exclamó de pronto Barton—. ¿Peter Claney?

—Así es.

Excitado, Barton abrió los ojos de par en par. Todo asomo de enfado había desaparecido de él.

—¡Caramba, hombre! ¿En dónde se había metido? Durante meses he estado intentando ponerme en contacto con usted.

—Ya lo sé. Pero abrigaba la esperanza de que dejase usted de buscarme y no pensara más en ello.

—¡Dejar de buscarle!

Y Barton se inclinó sobre la mesa.

—Amigo mío —continuó—, no teníamos ya esperanza, pero nunca hemos dejado de buscarle. Vamos, beba algo. Es mucho lo que usted puede decirnos.

Los dedos de Barton temblaban, pero Peter Claney sacudió la cabeza.

—No puedo decirle nada sobre lo que usted desea saber —contestó.

—Pero usted lo consiguió. ¡Es usted el único hombre de la Tierra que intentó un viaje al lado brillante y después siguió viviendo! Y todo lo que usted contó a los periódicos… no era nada. Ahora necesitamos detalles. ¿Dónde se destruyó su equipo? ¿Dónde cometió usted un error de cálculo? ¿Cuáles fueron los sitios peligrosos? —Barton blandió un dedo ante el rostro de Claney—. Por ejemplo, eso del epitelioma… ¿Por qué? ¿Qué es lo que estaba mal en sus cristales, en sus filtros? Tenemos que conocer todo eso. Si nos lo explica, nosotros podremos salir airosos en donde usted fracasó…

—¿Quiere saber por qué fracasamos? —preguntó Claney.

—Claro que queremos saberlo. Tenemos que saberlo.

—Es sencillo. Fracasamos porque se trata de una cosa que no puede llevarse a cabo. Nosotros no pudimos y tampoco podrán ustedes. Ningún ser humano cruzará vivo el lado brillante, por mucho que lo intente durante siglos y siglos.

—¡Tonterías! —declaró Barton—. Nosotros lo conseguiremos.

Claney se encogió de hombros.

—Estuve allí y sé lo que digo. Usted puede echar la culpa al equipo o a los hombres; en ambas cosas había defectos. Pero la realidad es que no sabemos contra qué luchamos. Es el planeta lo que nos anuló, el planeta y el sol. Y les anularán también a ustedes si intentan la hazaña.

—Nunca —dijo Barton.

—Permítame que le explique —contestó Peter Claney.

Me sentí interesado por la cara iluminada desde que tuve uso de razón, según puedo recordar. Sospecho que tendría unos diez años cuando Waytt y Carpenter hicieron el primer intento… Creo que eso sucedió en el año 2082, y yo leí los artículos de los periódicos como si se tratara de un serial de la televisión y tuve un gran disgusto cuando desaparecieron.

Sé ahora que se trataba de un par de idiotas, ya que partieron sin un equipo apropiado, prácticamente sin ningún conocimiento sobre las condiciones de la superficie, sin mapa… No habrían podido avanzar ni un centenar de millas… Pero yo no sabía eso entonces y para mí constituyó una terrible tragedia. Después seguí los trabajos que Sanderson llevó a cabo en el laboratorio crepuscular de allá arriba, y empecé a tener en la sangre, tan seguro como que tenía que morir, el lado brillante.

Fue idea de Mikuta lo de intentar un viaje. ¿Conoció usted a Tom Mikuta? Supongo que no. No, no era japonés, sino polacoamericano. Fue mayor del Servicio Interplanetario durante algunos años y continuó con su graduación cuando dejó el servicio activo.

Estuvo en Marte, en compañía de Armstrong, durante sus años de servicio e hizo un buen trabajo en lo de dibujar mapas y cuidar de la colonia instalada allí. Me encontré por primera vez con él en Venus; pasamos juntos allí cinco años realizando el más desagradable trabajo de exploración que se ha efectuado jamás desde que se exploró el Matto Grosso. Luego él hizo un intento en relación con el cráter de Vulcano, cosa que preparó el camino a Balmer, que fue allí pocos años después.

Siempre sentí simpatía por el mayor… tan robusto, tan tranquilo, tan sereno… la clase de individuo que iba siempre, con el pensamiento, un poco más allá que ningún otro, y que siempre sabía lo que se tenía que hacer en un momento de apuro. En este ambiente hay demasiados hombres todo nervios y suerte, pero sin juicio. El mayor poseía ambas cosas. También tenía la clase de personalidad que podía hacerse cargo de una tripulación de hombres alocados, haciéndoles trabajar como una máquina bien engrasada a lo largo de mil millas de la jungla de Venus. Yo le tenía simpatía y deposité toda mi confianza en él.

Se puso en contacto conmigo en Nueva York y, al principio, la cosa pareció ocurrir por casualidad. Pasamos una velada aquí, en el Red Lion, hablando de los viejos tiempos. Me explicó el asunto del cráter de Vulcano, y cómo había ido a visitar a Sanderson en el laboratorio de Mercurio, y también que prefería un viaje a un país ardiente que un viaje a un país frío… A continuación quiso saber lo que había estado haciendo desde lo de Venus y también cuáles eran mis planes.

—No tengo planes —le contesté—. ¿Por qué?

—¿Cuánto pesa usted, Peter?

Le contesté que ciento treinta libras.

—¿Tanto? —exclamó—. Bien, pero de todos modos no tendrá usted demasiada grasa. ¿Cómo soporta usted el calor?

—Usted ya debería saberlo —repuso—. Venus no era ninguna nevera.

—No, quiero decir verdadero calor.

Yo empecé a sospechar de lo que se trataba.

—Está usted planeando un viaje.

—Es cierto —contestó sonriendo—. Un viaje muy caluroso. Podría incluso significar peligro.

—¿Qué viaje?

—Al lado brillante de Mercurio.

Lancé un silbido de sorpresa.

—¿En afelio?

Echó la cabeza hacia atrás.

—¿Por qué intentar una excursión en afelio? ¿Para qué serviría? Cuatro mil millas de calor criminal sólo para tener algo ingenioso que contar, anotar cuidadosamente todos los detalles y luego, cuarenta y cuatro días después, bañarse en la gloria de haber visitado aquello en perihelio, ¿no es cierto? No, gracias. Yo deseo la cara brillante sin ninguna otra tontería —se inclinó con viveza hacia mí—. Deseo visitar aquello en perihelio y andar sobre la superficie. Hasta que no se logre eso, no podrá decirse que se conoce Mercurio. Yo quiero conocer Mercurio… Pero necesitaré ayuda.

Yo había pensado en ello un millar de veces, pero nunca me atreví a considerar la posibilidad. Desde que Wyatt y Carpenter desaparecieron, nadie se había atrevido. Mercurio da una vuelta alrededor de su eje en el mismo tiempo que la da alrededor del sol, lo que significa que la cara brillante está siempre enfrente del astro rey. Esto hace que sea, durante el perihelio, el lugar más ardiente del sistema solar, con una sola excepción: la superficie del mismo sol.

Sería un viaje infernal. Sólo unos cuantos hombres habían sabido con certeza lo infernal que era el viaje, y esos hombres jamás regresaron para contárnoslo. Se trataba de un viaje realmente infernal, pero yo pensaba que alguien, algún día, lo llevaría a cabo.

Y yo deseaba ser ese alguien.

El laboratorio crepuscular, situado cerca del polo norte de Mercurio, era el lugar adecuado para comenzar el viaje. Las instalaciones no ocupaban demasiado espacio: un lugar de aterrizaje para cohetes, los laboratorios y dependencias para los hombres de Sanderson, todos ellos cavados en el interior de la roca, y la torre que albergaba el telescopio solar que Sanderson había instalado allí diez años antes.

El laboratorio crepuscular no estaba particularmente interesado en la cara brillante, naturalmente… Lo que le interesaba a Sanderson era el Sol, y había elegido a Mercurio porque este planeta era el trozo de roca más próximo donde podía alzar su observatorio. Eligió, además, una buena localización. En Mercurio, la temperatura de la cara brillante sube a los 410°C en el perihelio, y la de la cara opaca se mantiene casi constantemente en los 210.º. Una instalación permanente para seres humanos no podría sobrevivir a estos extremos. Pero, debido al balanceo de Mercurio, la zona crepuscular que se extiende entre la cara brillante y la cara opaca se acerca más a las temperaturas de supervivencia.

Sanderson construyó el laboratorio cerca del polo, donde existe una zona de cinco millas aproximadamente en que la temperatura, por el balanceo, sólo varía de 10 a 15 grados. El proyecto solar valía la pena de que ellos se tomaran la molestia de vivir allí, para así poder observar con toda exactitud al Sol durante setenta de los ochenta y ocho días que tarda el planeta en efectuar su rotación.

El mayor contaba con que Sanderson realizaría también investigaciones sobre Mercurio al mismo tiempo que sobre el Sol cuando acampáramos en el laboratorio para llevar a cabo los preparativos finales.

Sanderson las hizo. Pensaba que habíamos perdido la cabeza, y así nos lo dijo; pero nos prestó toda la ayuda que necesitábamos. Pasó una semana dando instrucciones a Jack Stone, el tercer miembro de nuestro grupo, que había llegado pocos días antes con suministros y equipo. El pobre Jack, cuando se encontró con nosotros en el lugar de aterrizaje de cohetes, empezó a hablar casi de un modo balbuceante, tan terrible era el cuadro que Sanderson le había pintado a propósito de lo que era el lado brillante.

Stone era joven, me parece que apenas contaba veinticinco años, pero ya había estado con el comandante en el cráter de Vulcano y luego había solicitado hacer también este otro viaje. Yo tenía la extraña sensación de que a Jack no le importaba mucho el explorar mundos, pero pensaba que Mikuta era algo así como un dios y le seguía como un cachorrito.

Eso no me importaba, ya que el joven sabía de sobras de lo que se trataba. En este ambiente uno no pregunta a la gente por qué hace las cosas… Si se les pregunta, se muestran inquietos y ninguno pueda dar una respuesta con sentido. Sea por lo que fuere, Stone tenía a su lado a tres hombres del laboratorio y todo el equipo y los suministros preparados, listos para ser utilizados, cuando llegamos allí.

Les pasamos revista. Dada la abundancia de dinero —el de tres cadenas de televisión y algún dinero más que el mayor había sacado al Gobierno—, nuestro equipo era bueno y nuevo. Mikuta hizo los dibujos y probado las cosas por sí mismo, recibiendo gran ayuda de Sanderson. Disponíamos de cuatro Bugs, tres de ellos del modelo con neumáticos ligeros de almohada y con motores especiales para el calor, y el cuarto un tractor del modelo pesado para arrastrar a los trineos.

El mayor los inspeccionó como un niño de visita en el circo. Luego dijo:

—¿Conocen ustedes a McIvers?

—¿Quién es? —quiso saber Stone.

—Va a reunirse con nosotros. Es un hombre eminente… goza de un gran renombre como alpinista allá en la Tierra. —El comandante se volvió hacia mí—. Usted sí habrá oído hablar de él.

Yo había oído hablar mucho sobre Ted McIvers y no me sentí muy complacido al saber que se nos reuniría.

—Es algo… atrevido, ¿no es verdad? —pregunté.

—Quizá. Pero tiene suerte y es muy hábil. ¿Se hace usted cargo? Tenemos necesidad tanto de la suerte como de la habilidad.

—¿Ha trabajado alguna vez con él? —pregunté.

—No. ¿Le preocupa algo?

—No es eso exactamente. Pero la cara brillante no es un lugar donde cuente mucho la suerte.

El mayor se echó a reír.

—No creo que debamos preocuparnos a propósito de McIvers. Nos entendimos mutuamente cuando le hablé del viaje, y ahora nos vamos a necesitar mucho el uno al otro para poder pensar en nada. —Se volvió de nuevo hacia la lista de suministros—. Mientras tanto, vamos a dejar todo esto numerado y empaquetado. Necesitamos andar ligeros de peso y tenemos poco tiempo. Sanderson dice que deberíamos partir dentro de tres días.

Dos días más tarde, McIvers no había llegado aún. El mayor no hablaba mucho de ello. Stone tenía los nervios de punta, y yo también. Pasamos el segundo día estudiando los mapas de la cara brillante, tal como los teníamos. El mejor de ellos era muy pobre; estaba basado en tomas desde tan lejos que los detalles se disolvían en sombras. Mostraban las más grandes hileras de picos, cráteres y barrancos, y eso era todo. Sin embargo, lo íbamos a utilizar para planear someramente nuestro viaje.

—Esta cadena de aquí —dijo el mayor, cuando todos nos hallábamos agrupados alrededor de la mesa— es más bien inactiva, según Sanderson. Pero hacia el sur y hacia el oeste, podría ser activa. Los sismogramas sugieren una gran actividad en esa región, que aumenta hacia el ecuador… y no se trata sólo de actividad volcánica, sino de movimientos subterráneos.

Stone afirmó con la cabeza.

—Sanderson me ha dicho que probablemente habrá constante movimiento en la superficie.

El mayor se encogió de hombros.

—Bien, es un sitio traicionero, no hay la menor duda. Pero lo único que puede hacerse para evitar eso es viajar por el polo, lo que nos haría perder días y no ofrece ninguna garantía de que exista menos actividad que en el oeste. Claro que podremos evitarlo si encontramos un paso a través de esta cadena que nos conduzca en seguida al este…

Parecía que a medida que más pensábamos en el problema, más lejanos nos hallábamos de una solución. Sabíamos que existen volcanes en actividad en la cara brillante… e incluso en la cara oscura, aunque en ésta la actividad de la superficie estaba más amansada y, además, completamente localizada. Pero también había problemas de atmósfera en la cara brillante. Había una atmósfera, y un constante flujo de gases iba de la cara brillante hacia la cara oscura. No es que fuera muy grande; los gases más ligeros alcanzaron la velocidad de escape y desaparecieron del lado brillante milenios atrás. Pero había anhídrido carbónico, y nitrógeno, y trazas de otros gases más pesados. Había también abundancia de vapor sulfúrico, así como sulfato de carbono y dióxido de azufre.

La ola atmosférica iba hacia la cara oscura, donde se condensaba, llevando con ella las suficientes cenizas volcánicas para que Sanderson, analizando las muestras, pudiera hacerse cargo de la profundidad y la naturaleza de la superficie cubierta de cataclismos de la cara brillante. La solución estribaba en encontrar pasos que evitasen en lo posible esos cataclismos. Pero, en realidad, después de tantos análisis, no conocíamos la superficie. La única manera de saber lo que sucedía en ella era ir allí.

Finalmente apareció McIvers, que vino en un cohete rápido procedente de Venus en el tercer día. Había perdido por pocas horas la nave que tomamos el mayor y yo, y entonces marchó a Venus con la esperanza de poder dar un salto desde allí. No dio la menor importancia a la cosa, como si éste fuera su modo de proceder habitualmente, y no comprendía por qué estábamos todos tan excitados.

Era un hombre alto y delgado, con largos cabellos rizados prematuramente grises y la clase de ojos adecuados para un escalador: medio cerrados, soñolientos, casi indolentes, pero capaces de adquirir súbita viveza. Y nunca se estaba quieto, siempre andaba moviéndose, siempre hacía algo con las manos, o hablaba, o paseaba de arriba a abajo.

Evidentemente, el mayor no quiso hacer hincapié sobre el asunto de su tardía llegada. Había aún mucho trabajo por hacer, y una hora más tarde nos dedicábamos a las pruebas finales de nuestros trajes a presión. Aquella tarde, Stone y McIvers quedaron cargados como ladrones, y todo quedó preparado para iniciar la marcha en cuanto hubiéramos tomado algún descanso.

—Y eso —dijo Barton, acabando su bebida y haciendo al camarero signos de que trajera otras dos—, y eso fue su primer error.

Peter Claney enarcó las cejas.

—¿McIvers?

—Naturalmente.

Claney se encogió de hombros y miró hacia las pequeñas y tranquilas mesas que les rodeaban.

—Hay aquí muchas destacadas personalidades, y algunas de las mejores parecen, a primera vista, que no son muy de fiar. Sea lo que sea, el problema de la personalidad no era entonces nuestro más importante problema. Primero nos preocupó la cuestión del equipo, y después la cuestión del camino.

Barton asintió con la cabeza para mostrar su acuerdo.

—¿Qué clase de trajes tenían ustedes?

—Los mejores trajes aislantes que se han hecho nunca —contestó Claney—. Tenían un forro hecho con una fibra de cristal, al objeto de evitar la tosquedad del amianto, y llevaban un sistema de refrigeración y un depósito de oxígeno que podía ser repuesto, sacando el recambio de los trineos cada ocho horas. La capa exterior de los trajes estaba provista de una capa de cromo monomolecular que reflejaba todo lo del exterior y nos hacía brillar como árboles de Navidad. Y entre las dos capas llevábamos un espacio muerto de dos centímetros de espesor, colocado bajo presión positiva. Llevábamos termómetros de advertencia, naturalmente… Pero a cuatrocientos grados no tardaríamos mucho en quedar fritos y reducidos a cenizas si por algún motivo los trajes fallaban.

—¿Qué hubo a propósito de los Bugs?

—También los aislamos, pero no podía contarse mucho con la protección que nos pudieran proporcionar.

—¿No? —exclamó Barton—. ¿Y por qué no?

—Salíamos de ellos demasiado a menudo. A veces nos proporcionaban facilidad de movimientos, y llevaban las provisiones. Pero sabíamos muy bien que tendríamos que hacer a pie una gran cantidad de camino. Esto significaba —continuó— que teníamos un centímetro de fibra de cristal y dos más de aire muerto entre nosotros y una temperatura donde el plomo fluía como agua, el cinc alcanzaba casi el punto de fusión y los charcos de azufre, aun a la sombra, hervían como una olla de gachas en la hoguera de un campamento.

Barton se pasó la lengua por los labios. Sus dedos manosearon el frío y húmedo vaso antes de depositarlo sobre el mantel.

—Continúe —dijo, tensamente—. ¿Salieron ustedes con puntualidad y cumpliendo todo lo previsto?

—¡Oh, sí! —contestó Claney—. Salimos así. Pero no acabamos así. Eso es todo. Precisamente a eso voy.

Volvió a retreparse en su asiento y continuó.

Partimos del Laboratorio Crepuscular a su debido tiempo, rumbo al sur, con treinta días por delante para llegar al centro de la cara brillante. Si avanzábamos a una media de sesenta millas al día, podíamos llegar al centro exactamente en el perihelio, el punto en que Mercurio se halla más próximo al Sol… lo que hace que el centro sea la parte más caliente del planeta en la época en que adquiere su mayor calor.

Cuando salimos, el Sol aparecía ya enorme y amarillo en el horizonte, alcanzando dos veces el tamaño con que se le ve desde la Tierra. Desde allí en adelante, el Sol sería más grande y más blanco, y la superficie del planeta se haría, de día en día, más ardiente. Pero una vez hubiésemos llegado al centro, nuestra tarea estaría ya realizada a medias. Ya no tendríamos sino que viajar otras dos mil millas para llegar a la zona crepuscular del otro lado. Sanderson saldría a nuestro encuentro allí en la nave exploradora del laboratorio, y esto sucedería aproximadamente a los sesenta días de nuestra partida.

Este era el plan, delineado de forma sucinta. Quedaba para nosotros la tarea de hacer sesenta millas al día, hiciese el calor que hiciese y estuviese como estuviese el terreno. Detenerse sería peligroso y nos atrasaría. Una detención podía costarnos la vida. Todo lo que sabíamos era esto.

El mayor puntualizó todos los detalles una hora antes de la partida.

—¿Está usted de acuerdo, Jack?

Stone se encogió de hombros.

—No tengo inconveniente. McIvers quería…

McIvers hizo con sus manos un ademán de impaciencia.

—Lo que quiero no tiene importancia: es que me siento mejor cuando me muevo. ¿Supone eso alguna diferencia?

—Me parece que no —contestó el mayor—. Entonces usted flanqueará a Peter junto conmigo. ¿De acuerdo?

—Sí, sí —repuso McIvers, tirando de su labio inferior—. ¿Quién se encargará de explorar en vanguardia?

—Creo que yo —contesté—. Me gustaría, dentro de lo posible, encargarme del Bug ligero que hará de guía.

Mikuta asintió con la cabeza.

—Eso se hará. El Bug de Peter está equipado para el caso desde el marco hasta las ruedas.

McIvers sacudió la cabeza.

—No, me refiero al trabajo de exploración. Ustedes necesitan alguien que vaya delante… por lo menos cuatro o cinco millas… para que descubra las grandes fallas y los cambios de la superficie activa, ¿no es cierto? —Miró al comandante—. Quiero decir que… ¿cómo sabe en qué especie de agujero vamos a caer, a menos que tengamos un explorador en vanguardia?

—Para eso tenemos los mapas —replicó el comandante vivamente.

—¡Los mapas! Ahora estoy hablando del trabajo de detalle. No necesitamos preocuparnos sobre la topografía del mayor. Son las pequeñas fallas que no se encuentran en los mapas las que nos pueden matar. —Excitado, dejó los mapas en la mesa—. Escuche, déjeme llevar un Bug en plan de reconocimiento a unas cinco, quizás diez millas por delante de la columna. Yo podré estar en terreno sólido, naturalmente, pero observaré con todo cuidado y cuando note alguna falla se lo comunicaré a Peter por radio. Entonces…

—No estoy de acuerdo —interrumpió el mayor.

—Pero… ¿por qué no? ¡Así podríamos ahorrar días!

—No me interesa ahorrar días. Permaneceremos juntos. Cuando lleguemos al centro, quiero hombres vivos conmigo. Eso significa que permaneceremos uno a la vista del otro en todo momento. Cualquier escalador sabe que todos están más seguros yendo en grupo que uno a uno… Y eso funciona en todo tiempo y en todo lugar.

McIvers, con las mejillas rojas de ira, le miró fijamente. Pero al cabo asintió con tristeza.

—Muy bien. Como usted diga.

—Bien. Lo digo así y así será. No quiero la menor fantasía. Llegaremos al centro juntos y acabaremos el viaje juntos. ¿Comprendido?

McIvers asintió con la cabeza. Mikuta nos miró entonces a Stone y a mí y nosotros asentimos también.

—Muy bien —dijo lentamente—. Ahora que estamos de acuerdo, marchemos.

Hacía calor. Aunque olvide alguna cosa sobra aquel viaje, nunca olvidaré aquel enorme sol amarillo que brillaba incesantemente, sin conceder el menor respiro, más ardiente a cada milla que avanzábamos. Sabíamos que los primeros días serían los más llevaderos y, además, nos encontrábamos descansados y frescos cuando salimos del Laboratorio Crepuscular a través de la larga garganta que llevaba hacia el sur.

Yo marchaba en primer lugar. Por encima de mi hombro podía ver al mayor y a McIvers, que avanzaban tras de mí con sus neumáticos de almohada deslizándose con suavidad por el rugoso suelo de la garganta. Tras ellos, Stone arrastraba los trineos.

Aunque allí sólo existía el treinta por ciento de la gravedad de la Tierra, los trineos fueron una fuerte carga para el gran tractor hasta que los esquíes llegaron a la vaporosa ceniza volcánica que blanqueaba el valle. Incluso tuvimos un camino a seguir durante las primeras veinte millas.

Yo permanecía con los ojos tras de los grandes binoculares polarizados, escrutando el camino que los primeros equipos de investigación habían trazado hasta donde comenzaba la cara brillante. Pero dos horas después pasamos ante el pequeño observatorio de avanzada situada allí por Sanderson, y el camino se acabó. Nos encontrábamos en territorio virgen y el Sol estaba ya empezando a morder.

No es que sintiéramos mucho el calor durante aquellos primeros días. Sólo lo veíamos. Los trajes acondicionados conservaban nuestra piel a unos agradables y cómodos veintitrés grados, pero nuestros ojos observaban sin cesar aquel resplandeciente sol y las calcinadas rocas ante las que pasábamos, y nuestro ánimo decaía un tanto. Sudábamos como si nos encontrásemos dentro de un horno.

Avanzábamos durante ocho horas y luego dormíamos cinco. Cuando nos tocaba el período de sueño, colocábamos juntos los Bugs, formando un cuadrado, extendíamos un ligero quitasol de aluminio y nos echábamos en el polvo, sobre las rocas. El quitasol hacía bajar la temperatura hasta unos quince grados, lo cual era un alivio. Y luego comíamos de lo que llevábamos en el primer trineo, aspirándolo por un tubo: proteínas, carbohidratos, abultados montones de gelatina y vitaminas.

El mayor racionaba el agua con mano de hierro, ya que si hubiéramos bebido ampliamente habríamos muerto de nefritis en una semana. Sentíamos una sed constante e incesante. Pregunte usted el porqué a los fisiólogos y a los psiquiatras; le darán una docena de interesantes razones. Pero todo lo que entonces sabíamos, o nos preocupaba, era que así sucedía.

Como consecuencia de la sed, no dormimos en las primeras paradas. Nuestros ojos ardían a despecho de los filtros, y sufríamos de terribles dolores de cabeza. El caso era que no podíamos dormir. Nos sentábamos formando círculo y nos mirábamos el uno al otro. Entonces McIvers solía hablar de lo bien que nos sabría una cerveza fresca, y este pensamiento nos sacaba de tino. Hubiéramos matado a nuestras abuelas por una botella de cerveza fría como el hielo.

Después de algunos períodos de marcha, tuve que poner mis cinco sentidos en el volante. Avanzábamos por un paisaje tan desolado que hacía que el Valle de la Muerte pareciera un jardín de rosas japonés. Enormes grietas calcinadas por el sol se abrían en el suelo de la garganta, mientras negros acantilados se alzaban a cada lado. El aire estaba lleno de una niebla amarillenta apenas visible, hecha de gases sulfurosos.

Aquél era un agujero ardiente y maldito, un lugar no apropiado para que lo pisara el hombre, pero el reto era tan poderoso que uno parecía incluso oírlo. Nadie había cruzado aquella tierra y escapado con vida. Los que lo habían intentado fueron cruelmente castigados. Pero la tierra estaba aún allí y tenía que ser cruzada. Y no de una manera fácil: tenía que ser cruzada de la manera más difícil posible. Por encima de la tierra, a través de todo lo que se podía alzar contra nosotros, y con la más dificultosa prisa.

Sin embargo, sabíamos que incluso aquella tierra podía haber sido conquistada mucho antes a no ser por el sol. Habíamos luchado antes contra el frío más absoluto y habíamos vencido. El único calor peor que aquél en nuestro Sistema Solar era la superficie del mismo sol. La cara brillante era digna de que se intentase todo por ella. La venceríamos, o bien nos vencería a nosotros. Éste era el trato.

Aprendí mucho sobre Mercurio en aquellos primeros períodos de marcha. La garganta concluyó después de un centenar de millas y llegamos a la vista de una hilera de desiguales cráteres que corrían hacia el sur y hacia el este. Estos volcanes en hilera no habían mostrado la menor actividad desde que el hombre aterrizó en Mercurio cuarenta años antes, pero más allá existían otros muy activos. Un humo amarillo se alzaba de estos cráteres constantemente; y en sus alrededores se amontonaban las cenizas.

No notábamos el menor viento, pero sabíamos que había una brisa sulfurosa y ardiente que barría en grandes olas continentales toda la cara del planeta. Sin embargo, no era lo suficientemente fuerte para que se produjera erosión. Los cráteres se extendían junto a gargantas picudas, enormes lanzas de roca y de grava. Más allá había vastas planicies amarillentas, humeantes y silbantes por efecto de los gases que brotaban de debajo de la corteza. Sobre todas las cosas había un polvo gris hecho de silicatos y sales, piedra pómez y piedra caliza, cenizas de granito… llenando huecos y declives y ofreciendo una superficie suave y traicionera a los neumáticos de los Bugs.

Aprendí a leer el terreno, a distinguir, por el color del polvo, un pozo disimulado. Aprendí a distinguir entre una hendidura posible de transitar y un corte insalvable. De cuando en cuando deteníamos los Bugs y explorábamos un pasaje a pie, atados unos con otros mediante un ligero cable de cobre, cavando, avanzando, cavando de nuevo, hasta que estábamos seguros de que la superficie soportaría el peso de los vehículos. Era un trabajo cruel; luego de eso dormíamos exhaustos. Pero lo llevamos a cabo, al principio, con facilidad.

Con demasiada facilidad, según creía yo. Y los otros parecían pensar lo mismo.

La inquietud de McIvers empezaba a atacar los nervios de todos los demás. Hablaba demasiado cuando estábamos descansando o cuando conducíamos. Hablaba por hablar; contaba chistes e ingeniosidades sin gracia que solía repetir una y otra vez. Tomó la costumbre de dar pequeños paseos de cuando en cuando. No se iba nunca lejos, pero cada vez se apartaba un poco más.

Jack Stone reaccionó completamente al revés: aparecía más reservado, más callado y cauteloso en cada parada. A mí no me gustaba esto, pero supuse que pronto desaparecería. Yo mismo me hallaba bastante preocupado, pero me las arreglaba para disimularlo.

A cada milla, el Sol se hacía más grande y blanco, estaba más alto en el cielo y era más ardiente. A no ser por nuestras pantallas de ultravioleta y los filtros de resplandor, habríamos quedado ciegos. De todos modos, los ojos nos dolían constantemente y la piel de nuestros rostros se apergaminaba y se resquebrajaba después de los períodos de ocho horas.

Pero le tocó a uno de esos paseos de McIvers la tarea de asestar el penúltimo golpe a nuestros ya excitados nervios. Se había metido por una rama lateral de un largo cañón, que corría por el lado oeste de nuestra ruta y se hallaba casi fuera de nuestra vista, envuelto en una nube de cenizas, cuando oímos, a través de nuestros auriculares, un agudo grito.

Con el corazón en la garganta, hice dar media vuelta a mi Bug y, con ayuda de los gemelos, logré ver a McIvers, que desde el techo de su coche agitaba frenéticamente los brazos. El mayor y yo nos pusimos en movimiento, metiéndonos por el pasaje todo lo deprisa que podían avanzar los vehículos. Por nuestras imaginaciones danzaban mil horribles escenas.

Le encontramos. Estaba inmóvil, de pie, señalando un punto de la garganta. Y, por una vez, no tenía nada que decir. En el punto que señalaba se alzaba el fantasma de un Bug, un modelo anticuado que hacía años que ya no estaba en uso. Se hallaba empotrado en una grieta de la roca, con un eje roto, la carrocería partida por la mitad, y todo ello medio enterrado bajo un borde de la roca. Una docena de pies más allá se veían dos trajes aislantes con blancos huesos que brillaban a través de los cascos de fibra de cristal.

Aquello era lo que Wyatt y Carpenter habían sacado de su viaje a la cara brillante.

Durante el quinto período de avance el terreno empezó a cambiar. Parecía el mismo, pero de cuando en cuando uno lo sentía diferente. En dos ocasiones noté que mis ruedas patinaban, al tiempo que el motor lanzaba un aullido de protesta. Luego, súbitamente, el Bug pareció saltar. Yo aceleré y no sucedió nada.

Podía ver el oscuro polvillo gris que saltaba por encima de los cubos de las ruedas, espeso y tenaz, esparciéndose alrededor cuando las ruedas daban la vuelta. Comprendí entonces lo que había sucedido cuando las ruedas patinaron. Unos minutos después el tractor fue enganchado a mi coche y me sacaron del atasco. Aquello parecía un espeso barro gris, pero era en realidad un hoyo de plomo fundido que ardía bajo una suave capa de cenizas.

Desde entonces avancé con más cautela. Nos adentrábamos en una zona cuya superficie había sufrido reciente actividad. La superficie era realmente traidora. Pensé entonces que acaso hubiera sido mejor que el mayor hubiese aprobado el plan de McIvers sobre lo de un explorador avanzado. La cosa habría sido más peligrosa para ese individuo, pero yo andaba ahora a ciegas y esto no me gustaba.

Un error de juicio nos podía hundir a todos, pero yo no pensaba mucho en los demás. Estaba preocupado por mí, muy preocupado. Pensaba: «Esto lo debía hacer McIvers y no yo». No era muy caritativo mi pensamiento; lo sabía, pero no podía remediarlo.

Fueron unas ocho horas de prueba, y luego dormimos poco. De nuevo en los Bugs, avanzamos aún más lentamente —sobre una ancha llanura que mostraba una telaaraña de profundas grietas—, yendo continuamente hacia atrás y hacia adelante, en un esfuerzo por mantener los coches sobre sólida roca. Yo no podía ver el terreno que se extendía delante de mí a causa del polvo amarillo que se alzaba de las grietas, así que me sentía bastante fastidiado.

De pronto, observé que la superficie por la que avanzaba caía bruscamente unos seis pies más allá de una ancha grieta. Grité a los otros que se detuvieran. Luego acerqué mi Bug un poco y miré hacia la hondonada. Era ancha y profunda. Fui cincuenta metros hacia la derecha y luego cincuenta más hacia la izquierda.

Tan sólo había un lugar, que ofrecía débiles posibilidades de ser cruzado. Era una estrecha banda de materia gris que corría como una rampa a lo largo del fallo. Mientras la observaba, sentí que la corteza sobre la que se hallaba mi Bug temblaba y que a pocos pies se abría una grieta.

La voz del mayor resonó en mis oídos.

—¿Qué pasa, Peter?

—No lo sé. Esta corteza parece que corre sobre patines —le contesté.

—¿Qué hay sobre esa banda?

Yo titubeé.

—Me da miedo, mayor. Vamos a retroceder a ver si encontramos un camino mejor.

En mis auriculares se oyó una exclamación de disgusto y el Bug de McIvers empezó de pronto a andar. Pasó por delante de mí y ganó velocidad, con McIvers inclinado sobre el volante como un corredor de carreras. Se dirigía directamente a la franja gris.

Un grito quedó ahogado en mi garganta. Oí que el mayor gritaba:

—¡Mac! ¡Párese, loco!

Pero McIvers ya se encontraba en el borde de la estrella franja, corriendo como un poseído. Las cenizas del camino saltaron cuando los neumáticos se posaron sobre ellas. Durante un horrible momento el camino pareció hundirse bajo el coche. Pero el Bug siguió avanzando envuelto en una nube de humo, y yo oí en mis oídos la voz de McIvers que gritaba alegremente:

—¡Vengan, rezagados! ¡Yo les sostendré!

Algo imposible de imprimir estalló en mis oídos mientras el mayor pasaba a mi lado avanzando con su Bug, lentamente, por el camino de cenizas, hasta llegar al otro lado. Luego dijo:

—Tómelo con calma, Peter, y eche una mano a Jack. Ayúdele a traer los trineos.

Su voz sonó tan tensa como un cable.

Diez minutos después, nos hallábamos todos al otro lado de la franja. El comandante revistó toda la columna. Luego, enfadado, se volvió hacia McIvers.

—Un truco más como éste y le ato a una roca y le dejo aquí —gritó—. ¿Me entiende usted? Si lo hace otra vez…

La voz de McIvers vibró con acento de protesta.

—¡Dios mío! Si hubiéramos hecho caso a Claney nos habría tenido parados ahí para siempre. Cualquier tonto y ciego podía ver que esa cinta de cenizas nos podía sostener.

—Yo la vi moverse —repliqué.

—Muy bien, muy bien, así que tiene usted muy buena vista. ¿Por qué todo este jaleo? Pasamos, ¿no es verdad? Lo que digo es que tenemos que tener un poco más de nervio si hemos de atravesar este maldito lugar.

—También tenemos que hacer uso del buen juicio —afirmó el mayor—. Muy bien, vamos a seguir.

Dejó que pasara un minuto y luego puso de nuevo su Bug junto al mío.

En la parada siguiente, el incidente no fue mencionado, pero el mayor me hizo señas de que me acercase a él cuando yo me preparaba para dormir.

—Peter, estoy preocupado —me dijo en voz baja.

—¿Por McIvers? No se preocupe. No es tan alocado como parece. Sólo impaciente. Llevamos un centenar de millas de retraso y nuestro avance es terriblemente lento. En el último tramo sólo hemos hecho cuarenta millas.

El mayor sacudió la cabeza.

—No es McIvers quien me preocupa. El que me preocupa es el muchacho.

—¿Jack? ¿Qué pasa con él?

—Échele una ojeada.

Stone estaba temblando. Se hallaba cerca del tractor, apartado de los demás, echado sobre su espalda, pero sin dormir. Todo su cuerpo temblaba convulsivamente. Vi que se agarraba fuertemente a un saliente de la roca.

Tomé asiento junto a él.

—¿No ha encontrado buena el agua? —le pregunté.

No me contestó. Sólo continuó temblando.

—¡Eh, muchacho! —dije—. ¿Qué le pasa a usted?

—Hace calor —contestó entre sacudidas.

—Claro que hace calor, pero no se deje amilanar por ello. Nos encontramos realmente en buena forma.

—No, no nos encontramos en buena forma —contestó—. Nos encontramos en mala forma, si quiere usted saberlo. No vamos a lograr lo que pretendemos. ¿Se ha dado usted cuenta de ello? Ese loco nos llevará a la muerte, es seguro… —De repente, se puso a balbucear como un niño—. Estoy asustado. Yo no debía estar aquí. Estoy asustado… ¿Qué es lo que intento probar, por amor de Dios? ¿Soy yo acaso una especie de héroe? Le digo que estoy asustado…

—Escuche —contesté—. Mikuta está asustado, yo estoy asustado. ¿Y qué importa eso? Lo lograremos, no se preocupe. Y nadie trata de ser un héroe…

—Nadie, sino el Hombre de Piedra —repuso Jack amargamente, y lanzó una pequeña carcajada que sacudió todo su cuerpo—. Es un héroe, ¿verdad?

—Lo lograremos —repetí.

—Seguro —murmuró Jack finalmente—. Verá, lo siento. Mañana estaré bien.

Yo me aparté, pero permanecí vigilándole hasta que se quedó tranquilo y quieto. Entonces intenté dormir a mi vez, pero no lo logré del todo. Permanecí pensando en aquella extraña franja. Yo sabía, por su aspecto, de lo que se trataba: un amontonamiento de cinc, a propósito de lo cual nos había hecho advertencias Sanderson, cuando nos habló de los peligros que íbamos a encontrar. Una ancha cinta de cinc casi puro que había llegado arriba reblandecido por el calor, procedente de abajo, en fecha reciente, para esperar en la superficie que el oxígeno o el azufre la pudriera.

Yo sabía lo bastante sobre el cinc para comprender que, bajo aquellas temperaturas, se tornaba tan quebradizo como el cristal. Si se corre un albur como el que McIvers había corrido, podía suceder que todo el camino saltara como una palanca con resorte. No era por algún talento de McIvers el que no hubiera sucedido así.

Cinco horas más tarde nos hallábamos de nuevo en camino, pero apenas avanzábamos. La quebrada superficie era casi intransitable; grandes rocas picudas cubrían la planicie. El suelo parecía deshacerse al momento en que los neumáticos lo tocaban. Largos y abiertos cañones se transformaban en ciénagas de plomo o en hoyos llenos de azufre.

En una docena de ocasiones salí del Bug para tantear el terreno, a pie y con mi bastón de alpinista. Cada vez que lo hacía, McIvers venía tras de mí y aun me adelantaba, tan contento como un niño en una feria. Luego regresábamos encarnados y jadeantes y avanzábamos con las máquinas una o dos millas más.

El tiempo nos apremiaba ahora y McIvers no me permitía olvidarlo. Habíamos recorrido tan sólo trescientas veinte millas en seis períodos de camino, así que llevábamos un retraso de un centenar de millas o más.

—No lo lograremos —se quejaba McIvers, enfadado—. El sol estará en afelio para el tiempo en que lleguemos al centro…

—Lo siento, pero no puedo ir más de prisa —le contesté.

Me estaba poniendo nervioso. Sabía muy bien lo que él quería, pero no me atrevía a dejárselo hacer. Bastante asustado estaba yo con la tarea de mantener el Bug alejado de los pozos de plomo, aun sabiendo que era yo quien llevaba a cabo las decisiones. Si tuviéramos de andar sobre el plomo, no habríamos durado las ocho horas. Aunque las máquinas hubiesen resistido, nuestros nervios no lo habrían hecho.

Jack Stone, tras contemplar los mapas de aluminio, levantó la cabeza y dijo:

—Otro centenar de millas y tendremos ya hecho bastante camino. Quizá podamos cubrir esa distancia en un par de días.

El mayor se mostró de acuerdo, pero McIvers no podía refrenar su impaciencia. Permaneció mirando fijamente al sol como si sintiera un rencor personal contra él. Luego se paseó bajo el quitasol, de un lado para otro.

—Eso será muy hermoso si vivimos para entonces —dijo.

La conversación acabó aquí, pero el mayor me habló aparte cuando estábamos a punto de subir a las máquinas para la siguiente etapa.

—A ese individuo le va a dar un ataque si no corremos más, Peter. No quiero que él guíe. Pero tiene razón sobre lo de ganar tiempo. Manténgase sereno, pero… tiente un poco a la suerte. ¿Conforme?

—Lo intentaré —contesté.

Aquello era pedir lo imposible, y Mikuta lo sabía. Nos encontrábamos en lo alto de una cuesta que hervía a todo nuestro alrededor, como si algo se estuviera fundiendo debajo de la corteza. La ladera se rompía en enormes resquebrajaduras, en parte cubiertas de polvo y cinc fundido, como un vasto glaciar de piedra y metal. La temperatura exterior señalaba 286° C, y llevaba camino de subir. No era sitio para aumentar la velocidad.

Lo intenté de todos modos. Anduve por una docena de extraños pasajes, bordeando los charcos de cinc, aunque a veces pasaba también sobre ellos. La cosa pareció fácil durante un tiempo e hicimos progresos. Llegamos a un terreno liso y aumenté la velocidad. Pero de pronto salté sobre mis frenos e hice que el Bug se detuviera envuelto en una nube de polvo.

Había ido demasiado lejos. Nos encontrábamos en una ancha, llana y gris superficie aparentemente sólida… hasta que de súbito, con el rabillo del ojo, vi la resquebrajadura que se estaba abriendo bajo las ruedas. El terreno temblaba debajo de mí cuando paré el Bug.

En mi oído sonó la voz de McIvers.

—¿Qué pasa ahora, Claney?

—¡Atrás! —grité—. Esto puede atraparnos.

—Pues desde aquí parece sólido.

—¿Es que quiere usted discutir? La capa es demasiado delgada y no resistirá. Retrocedan.

Yo empecé a retroceder. Oí un juramento proferido por McIvers. Luego vi que su Bug echaba a andar hacia adelante. Esta vez no avanzaba deprisa y descuidado, sino lentamente, dejando tras de él una suave nube de polvo.

Quedé mirándole fijamente, sintiendo que la sangre me subía a la cabeza. Parecía que el calor no me dejaba respirar al tiempo que le veía avanzar y avanzar, cada vez más lejos…

Oí el crujido antes de ver nada. Mi propio Bug dio un respingo. Una larga y negra hendidura se había abierto en el banco de arena… y aumentaba de tamaño por momentos. Entonces la banda de cenizas empezó a ascender. Oí un grito a la vez que el Bug de McIvers ascendía por el aire… antes de caer dentro de la grieta envuelto en un atronador montón de roca y de metal, hecho añicos.

Permanecí mirando sin ver durante todo un minuto, según creo. No pude moverme hasta que oí un gemido de Jack y la voz del mayor, que gritaba:

—¡Claney! No puedo ver nada. ¿Qué ha sucedido?

—Le ha envuelto. Eso es lo que ha sucedido —grité.

Puse en marcha el motor de mi Bug y con el mayor cuidado me acerqué al borde del agujero recién abierto. El cegador polvo surgía de lo más hondo produciendo ruido.

Los tres permanecimos mirando el hoyo. Me pareció ver, por un momento y a través del casco, el rostro de Jack Stone. Confieso que no resultaba agradable de ver.

—Bien —dijo el mayor tristemente—. Ya está hecho.

—Así lo creo —contesté, sintiéndome tan mal como él.

—Espere —dijo Stone—. Oigo algo.

Era cierto. Se oía algo. En nuestros auriculares sonaba un grito… débil, pero inequívoco.

—¡Mac! —gritó el mayor—. ¡Mac! ¿Me oye usted?

—Sí… sí… Le oigo.

La voz llegaba muy débil.

—¿Está usted bien?

—No lo sé… Me parece que tengo una pierna rota. Y… hace mucho calor. —Se produjo una larga pausa. Luego la voz se oyó de nuevo—: Creo que mi refrigerador no funciona.

El comandante me echó una mirada y luego se volvió a Stone.

—Saque cuanto antes un cable del segundo trineo; se va a freír vivo si no le sacamos pronto de ahí. Peter, necesito que usted me ayude a bajar. Emplee el cabrestante del tractor.

Yo le ayudé. El mayor permaneció abajo sólo unos momentos. Cuando le subimos vimos que su rostro reflejaba la mayor consternación.

—Aún está vivo —dijo jadeando—, pero no lo estará por mucho tiempo. —Titubeó sólo un instante. Luego añadió—: Hemos de intentarlo.

—No me gusta este lugar —dije—. Se ha movido dos veces desde que estamos aquí. ¿Por qué no nos apartamos y le echamos un cable?

—No serviría de nada. El Bug está hecho un acordeón y él se halla en el interior. Necesitaremos linternas y que uno de ustedes me ayude.

Me miró a mí y después echó a Stone una larga ojeada.

—Lo mejor es que venga usted conmigo, Peter.

—Espere —dijo Stone con el rostro muy blanco—. Déjeme bajar con usted.

—Peter es más ligero.

—Yo no soy pesado tampoco. Déjeme bajar.

—Bien, así será si lo desea —dijo el comandante, entregándole una linterna—. Peter, vigile la máquina y bájenos lentamente. Y si viera algo malo, algún peligro, apártese de este lugar, ¿comprende? Todo esto puede hundirse.

Asentí con la cabeza.

—Buena suerte —dije.

Desaparecieron por la abertura. Yo fui soltando el cable poco a poco hasta que llegó a doscientos pies y dejó de bajar.

—¿Qué tal se presenta el asunto? —grité.

—Malo —contestó el mayor—. Tendremos que trabajar de prisa. Todo este lado de la resquebrajadura está a punto de hundirse. Denos un poco más de cable.

Transcurrieron unos minutos sin que se oyera nada. Yo intenté tranquilizarme, pero me fue imposible. Sentí que el terreno se movía y el tractor cambió de posición.

El comandante gritó:

—¡Esto se derrumba, Peter! ¡Tire del cable!

Coloqué el tractor al revés e hice que avanzara, separándole del borde. El cable se rompió, enroscándose frente a mí como una cuerda rota de reloj. Toda la superficie que había debajo de mí temblaba ahora locamente; las cenizas se alzaban formando enormes nubes grises. Luego, con un rugido, el interior de la grieta se alzó a su vez, echándose hacia un lado. Todo aquel promontorio tembló en el borde durante segundos antes de volver a caer en el interior de la resquebrajadura, arrastrando en su caída las paredes de los lados, que se vinieron abajo con una caída de cataclismo. Yo me alejé con el tractor hasta que lo detuve mientras el polvo y las llamas se alzaban pavorosas.

Los tres…, McIvers, el mayor y Jack Stone, habían desaparecido… enterrados bajo una tonelada de rocas, cinc y plomo derretidos. No había riesgo de que nadie encontrara nunca sus huesos.

Peter Claney se retrepó en su silla. Había terminado su bebida y se frotaba su estropeado rostro sin dejar de mirar a Barton. Lentamente, Barton aflojó algo la tensión con que se agarraba al brazo de su sillón.

—Pero usted regresó —dijo.

Claney asintió con la cabeza.

—Claro que regresé. Contaba con el tractor y los trineos. Y tenía siete días para retroceder bajo aquel sol amarillo. Dispuse de mucho tiempo para pensar.

—Llevaron ustedes a un hombre inadecuado —contestó Barton—. Ese fue su error. Sin él, habrían logrado ustedes su objetivo.

—Nunca —contestó Claney sacudiendo la cabeza—. El primer día pensé igual que usted: que todo había sido culpa de McIvers, que era a él a quien se tenía que echar la culpa. Era alocado, inquieto y demasiado nervioso.

—Y además no tenía buen juicio.

—Su juicio no podía ser más excelente. Intentaba no retrasarse aun a riesgo de matarnos, pues nuestro retraso significaba asimismo la muerte.

—Pero un hombre como ése…

—Un hombre como McIvers era necesario. ¿No lo comprende usted? Nuestro enemigo era el sol, bajo aquella superficie. Podíamos haber sido absorbidos el mismo día que partimos. —Claney, con los ojos suplicantes, se inclinó sobre la mesa—. Nosotros no nos dábamos cuenta de ello, pero era cierto. Existen lugares adonde los hombres pueden ir, condiciones que los hombres pueden soportar. Y otros tienen que morir antes, para que aprendan los que irán después. Yo tuve suerte y regresé. Pero ahora estoy intentando decirle a usted lo que encontré… y que nadie cruzará nunca la cara brillante.

—Nosotros lo haremos —afirmó Barton—. No será una excursión agradable, pero lo lograremos.

—Suponga usted que lo logran —dijo de pronto Claney—. Suponga que estoy equivocado y que ustedes lo logran. Y luego… ¿qué? ¿Qué es lo que vendrá a continuación?

—El sol —contestó Barton.

—Sí. Eso es lo que sigue, ¿no es verdad? —Se echó a reír—. Hasta la vista, Barton. Que les vaya bien y todo lo demás. Gracias por escucharme.

Cuando hizo un ademán para ponerse en pie, Barton le cogió por una muñeca.

—Sólo una pregunta más, Claney. ¿Por qué vino usted aquí?

—Para intentar disuadirles. Para que no se maten ustedes —repuso Claney.

—Miente usted —dijo Barton.

Claney le miró fijamente durante un largo momento. Luego se dejó caer de nuevo pesadamente en el asiento. En sus pálidos ojos azules había una expresión de derrota, de derrota y algo más.

—¿Y bien? —continuó Barton.

Peter Claney extendió las manos con un ademán de desesperanza.

—¿Cuándo marcha usted, Barton? Deseo que me lleven con ustedes.