E. L., una hermosa muchacha rubia, llegó a Berlín en 1918. Tenía diecinueve años. Había sido aprendiz de peluquera en Brunswick, donde sus padres tenían una carpintería. Pero un día cometió una chiquillada: robó cinco marcos del monedero de una clienta. Luego pasó algunas semanas en una fábrica de municiones y finalmente terminó su aprendizaje en Wriezen. Era una muchacha despreocupada, que disfrutaba de la vida; se dice que en Wriezen no llevaba precisamente una vida de asceta, y que era dada a las francachelas.

Se instaló en Berlín-Friedrichsfelde. El peluquero que la empleó la encontraba aplicada, honesta y dotada de un excelente carácter. La conservó quince meses, hasta que ella se casó. El peluquero también pudo constatar cómo disfrutaba de la vida. En noviembre de 1919, durante sus salidas con una de sus clientas, Elli conoció al joven carpintero Link.

Elli era un tanto especial, sin llegar a ser rara. Poseía una franqueza inofensiva, era alegre como unas castañuelas, juguetona como un niño. Le divertía provocar a los hombres. Quizá se entregaba a éste o aquél por curiosidad, por el placer de observar al otro, al varón, y de armar jaleo entre compañeros. Se asombraba y encontraba extraño, aunque curioso de ver, que los hombres se tomaran esas cosas tan a pecho, que se pusieran tan nerviosos. Ellos se le acercaban, los volvía tarumba y después los rechazaba. Entonces apareció el joven carpintero Link.

Era un muchacho serio y tenaz. Comunista apasionado, hablaba de temas políticos que ella no comprendía. Se aferró a ella. A aquella cabecita de cabellos rubios y ensortijados, de mejillas lozanas, que contemplaba el mundo con una alegría tan desbordante que a él el corazón se le derretía. La quería por esposa. Quería tenerla a su lado.

A ella no le extrañó. Link procedía del ambiente de hombres que ella conocía. Ejercía la misma profesión que el padre de ella, por lo que ella estaba familiarizada con las cosas del trabajo de las que él hablaba. Esto la refrenaba un poco. No podía manejarlo como a los demás hombres. Se sentía honrada y dichosa de que él la pretendiera: estaba en su elemento, pero también tenía que cambiar; él tomó posesión de ella.

Elli tanteó el terreno en casa: les comunicó que tenía un buen empleo y que el carpintero Link, trabajador diligente que se ganaba bien la vida, la cortejaba. La familia la felicitó. Padre y madre estaban encantados. Y Elli, al reflexionar sobre su situación, también notó una sensación agradable. En el fondo, apreciaba a Link. Él tenía la intención de cuidar de ella, y ella tendría su propio hogar. Se le ocurrió que el matrimonio era algo muy extraño, pero agradable: quiere cuidar de mí y está contento. En el fondo le apreciaba. Pero no renunciaba a ocasionales escapadas a escondidas.

Link estaba completamente prendado de ella. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más claro lo tenía Elli. Al principio, ella no le daba importancia. Así se comportaban siempre los hombres. Pero luego le resultó incómodo. En Link el sentimiento era muy fuerte y constante. Poco a poco surgió algo en el interior de Elli: imperceptiblemente fue tomándole inquina a Link por ser así. Él le impedía seguir pensando que se trataba de un hombre serio, como su padre, y de que fundarían una familia. Entonces él cayó al nivel de sus amantes anteriores. No, incluso cayó más bajo, porque se le pegaba mucho, la asediaba de forma muy insistente. Con rabia y con dolor se dio cuenta de que también a él se le podía manejar. Y de que él mismo la empujaba a hacerlo.

Se quedó con él. Las cosas siguieron su curso. Pero con el tiempo se fue amargando. Se reconcomía. Este Link la había engañado con falsas apariencias: Elli lo había presentido. Ahora se avergonzaba, incluso delante de él. Era una decepción subterránea.

De vez en cuando salía a la superficie en accesos de cólera. A menudo ella lo trataba con desafecto. Le hablaba en un tono espantoso, lo regañaba como a un perro. Él pensaba entonces, consternado: me dejará.

Luego ella hacía borrón y cuenta nueva. Se casará conmigo, ¿por qué no? Tener un hogar propio era una cosa nada desdeñable. Además, daba tanta lástima, el pobre; le daba pena. Pronto terminaría con él. Había muchos momentos en que se abandonaba divertida a sus fantasías: era una mujer casada, tenía una familia como la de Brunswick, su marido ocupaba una buena posición, la amaba, era un hombre serio. En noviembre de 1920 se casaron: ella tenía veintiún años y él veintiocho.

Se mudaron a casa de la madre de Link. No era realmente como tener un hogar propio. La madre hubiera querido cambiar de domicilio, pero no lo hizo. Aquella mujer era bastante poco cariñosa con su hijo, y éste, por su parte, no demostraba un gran apego por su madre. Ella no toleraba la competencia de la joven nuera. En los casos de desavenencia, Link tomaba partido a favor de su mujer, le daba su lugar. Insultaba groseramente a su madre. La joven Elli escuchaba. Empezó a tener miedo de que un día la tratara de igual modo. Cuando se lo decía, él refunfuñaba: «¿Qué disparates dices?». Pronto pudo oponerse más abiertamente a su suegra, cuando los ingresos del marido disminuyeron y éste le permitió volver a su oficio de peluquera. Durante la semana cuidaba de la casa, hacía las cosas a su manera. Los sábados y los domingos ayudaba en la peluquería y no le importaba que la vieja la reemplazara en casa.

Luego vino un tiempo en que Link salía solo por la noche a menudo. Pronto fue noche tras noche, dejando en casa a la joven esposa, que se quejaba de lo poco que él se ocupaba de ella. Nada de lo que ella hacía era del agrado de Link. Y, sin embargo, era él quien la había empujado al matrimonio. ¿Qué había ocurrido?

Link se había criado con su madre, en el trabajo y el mal humor. Quería progresar. Su mujer, aquella rizada cabeza de chorlito, no tenía ningún interés en él, no había cambiado en nada, se entregaba a sus caprichos, ora esto ora lo otro. A veces se aferraba a él; otras, lo trataba con indiferencia. Él pensaba: ¿quién se cree que es? Era un hombre rudo al que le gustaba decir que trabajaba como un negro. Y ahora, para tenerla por entero, se acercaba a ella… físicamente.

En otros tiempos ella había frecuentado a muchos hombres. Ahora la acosaba uno del que, divertida o enojada, no podía zafarse. Y éste imponía sus exigencias. Tenía a su favor sus derechos de marido. Aunque a Elli le disgustaba el contacto físico, lo toleraba en silencio. La inquietaba de un modo nada agradable. Se obligaba a soportar al hombre porque sabía que las cosas eran así en el matrimonio, pero hubiera preferido que no lo fueran. Estaba contenta cuando volvía a estar sola en la cama.

Link se había casado con una mujer joven y bonita. Se había considerado feliz de que le hubiera tocado en suerte. Ahora echaba pestes. ¿Qué ocurría? Ella iba demasiado lejos con sus chiquillerías, no era cariñosa con él. Por amable que fuera con Elli durante el día, aun pasando por alto las frecuentes ocasiones en que ella se mostraba hosca, de noche ella era como un cuerpo inerte en sus brazos. Estaba resentido. Y ella no cambiaba: Link no tenía hogar. Por más que la tratara con ternura, como a una muñeca, cuando quería unirse a ella para conseguirla por entero, ella se mantenía extraña, no lo aceptaba.

Elli notaba el malestar de su marido. Y se alegraba. Con la alegría del mal ajeno. Link no podía sino dejarla en paz. Y luego ella volvió a ser una esposa, se esforzó por cambiar sus sentimientos, pero no lo consiguió. Empezaba a comprender con temor que nunca lo conseguiría. La idea se deslizaba poco a poco en su interior y a menudo la empujaba a ceder a las peticiones de Link. Pero cada vez era más fuerte el sentimiento de desamor. Y después, una sensación total de hastío.

De noche, Link se refugiaba en sus reuniones y procuraba que fueran lo más animadas y radicales posible. Un pensamiento lo corroía, un terrible sentimiento de indignidad lo atenazaba: no soy lo bastante bueno para ella, se hace la importante. Pero luego temblaba de ira: la meteré en cintura. Lo que más lo trastornaba era la repugnancia que ella sentía por el sexo.

Con toda aquella hostilidad, sus posiciones habían cambiado. Él estaba desengañado, frustrado por no haber hallado lo que buscaba en el matrimonio: Elli no daba al hombre impetuoso, dividido en dos personalidades, ni alegría ni motivación. No le concedía posibilidad alguna de conseguir el amor cálido y afectuoso que él había experimentado en la primera época y por el que se había decidido a pedir su mano. Era un desengaño parecido al de ella, cuando veía que Link no era el hombre serio al que le hubiera gustado seguir. Con insultos y escenas, él trataba de sacudírsela de encima. Después empezó a luchar. Era vital para él. No renunció a Elli. Primero aprovechó la situación para vengarse de cosas pasadas: se dejó llevar, se enfurecía por nimiedades. El sentimiento de venganza tuvo un lado bueno: casi lo reconcilió con ella. Fue en la primera mitad del año 1921. Llevaban casados unos pocos meses. Él quería retener a esa muchacha: ella era tan bonita y tan alegre; aún conservaba aquella manera de ser que le gustaba y le recordaba los buenos tiempos. Quería quedarse con ella. Quería amarla. Tomó un camino peligroso.

Sin saber por qué ni cómo, y a pesar de una clara repugnancia interior, se le ocurrió desenfrenarse sexualmente con ella. Exigirle actos violentos, desbocados, extravagantes. Se produjo en ellos una auténtica conmoción, y un cambio se operó en él. No podía resistirse a esos impulsos depravados. No se daría cuenta hasta más tarde: era el modo como trataba a las muchachas ocasionales, pero con más ardor, más pasión. Quería enterrar su infortunio con esos excesos. Quería castigar a Elli, degradarla precisamente en aquello que ella rehuía. A ella no le gustaba: tanto mejor; esta misma repugnancia suya lo excitaba, aumentaba el atractivo. Link buscaba el furor. Otro sentimiento furtivo anidaba en él: descubrir ante ella caprichos antiguos y reprobables y someterla también a ellos. Desnudó su alma ante ella. Elli tenía que aprobarlos. Aprobarlo a él. Debía enmendarlo. De una manera o de otra.

Ella comprendió. Captó el gesto perfectamente. Tenía ya una inclinación a soportar ciertas cosas como para castigarse por las deficiencias sexuales de ambos. Pero el hastío que la bloqueaba por completo y hacía aparecer al hombre completamente sucio, despidiendo un olor nauseabundo no siempre la dejaba estar tranquila. Ahora, no obstante su repugnancia, horror incluso, sospechaba que él estaba cambiando y que, a pesar de todo, no la dejaría. Es más: sentía que comenzaba de nuevo a ser el amante de antes, que la solicitaba y se sometía a ella, aunque de una forma diferente. Sospechaba que la cólera, los insultos y los golpes eran una nueva forma de sumisión. Y si ella no podía entregársele en cuerpo y alma, con toda su ternura, mejor para ella. Sentía una angustia no desprovista de placer cuando él se le acercaba. Se alegraba de que acudiera y sufriera por no poder prescindir de ella. En realidad, aquello era una prolongación de sus disputas, una manera curiosa de terminar las peleas. Era más una riña que un abrazo. No eran las maneras tontas y lastimosas de antes, aquellas zalamerías, aquellos susurros amorosos poco viriles. Link había abierto en el alma de la chica un territorio desconocido.

En efecto, sobre esta base se estableció entre ellos una paz vacilante. Link regresó al hogar de un modo nuevo y distinto y, tal como deseaba, volvió a encadenarse a ella. No había podido abandonar a Elli. La había arrastrado consigo. Era innegable que ella se había unido más a él, pero era un camino peligroso.

La cosa no quedó sólo en esos abrazos violentos. El cambio siguió operándose tanto en él como en ella. La violencia destellaba incluso en pleno día. Ambos estaban cada vez más desequilibrados y necesitados de compensación. Se fueron volviendo más hoscos, irritables, poniéndose cada vez más tensos. Ella no lo perdía de vista, pendiente de cómo evolucionaba.

En él anidaba el deseo febril y anhelante de dar rienda suelta a sus instintos. Se embravecía ante ella, rompía vestidos, tiraba al suelo la cesta de la ropa. Y se daba cuenta de que esto le producía placer. Quería que ella lo viera cada día un poco más tal como era. Se descubría cada vez más y ante sus propios reproches se reafirmaba en que ella debía ser castigada y él era el amo y señor en su casa. Y, al mismo tiempo, el hombre desengañado que había querido empezar una vida nueva con Elli constató su recaída sin saber cómo evitarla. A veces lo sacudía un escalofrío, se afligía, sentía lástima de sí mismo, de Elli, de su matrimonio. Pena de ver cómo habían ido las cosas. Todo iba bien cuando no estaba en casa. Durante aquellos meses, hacia la mitad del primer año de matrimonio, noche tras noche vagaba por bares y tabernas, metido de lleno en ideas políticas radicales. Y empezó a beber. En la embriaguez recobró la libertad y la calma de antes. Entonces no había nostalgia. Cuando regresaba bebido a casa, su mujer estaba ahí. Para hacer su santa voluntad. Con o sin golpes. Y todo estaba bien.

Mientras él evolucionaba de ese modo, Elli se volvía cada vez más silenciosa. Quedó relegada a un segundo plano. En realidad, ¿no había sido vencida ya? Un sentimiento de odio surgió en su interior. Él la golpeaba más a menudo. A veces se peleaban hasta las tres de la madrugada. Y esas peleas ya no eran abrazos invisibles. La violencia había perdido casi todo su atractivo. Era pura brutalidad. Y cuando él la acometía, del acto sexual quedaba excluido todo sentimiento; ella no sentía sino un hastío tremendo, una rebeldía acrecentada; y odio. Elli, que había entrado en el matrimonio con una sonrisa burlona, se vio sometida a un amo brutal.

Atenta y complacida, la madre de Link, en cuya casa vivían aún, observaba la evolución. Su hijo ya no tomaba el partido de su mujer; la madre lo instigaba en contra de ella.

La cólera la consumía. Quería alejarse de Link. Cuando le habló de ello durante una de sus peleas diarias, él le lanzó burlonamente el portaequipajes de mimbre a los pies. Su cólera contra la suegra, que la acosaba, era todavía mayor que la que sentía contra Link. Amenazaba diciendo que, si las cosas no cambiaban, pasaría algo. La madre, que tenía mala conciencia, temía a su nuera. Un día que bebía una taza de café servida por Elli, le pareció que desprendía un olor fuerte y picante. Y cuando lo probó cuidadosamente con la punta de la lengua, le escoció con un picor desagradable. Estalló en insultos contra su nuera: «¡Quieres envenenarme!». Elli probó el café a su vez y se encogió de hombros: «Por mí puedes llegar a los cien años». La anciana lo contó por toda la casa, también a su hijo, cuyo semblante se ensombreció aún más.

Elli se dio media vuelta, encolerizada. Poco tiempo después del incidente, en junio de 1921, abandonó la casa para volver a la de sus padres en Brunswick. Como venganza se llevó todo el dinero que logró coger, también el de la bicicleta que su marido acababa de vender, y las monedas del contador de gas.

Pasó quince días en Brunswick. Expuso cuál era su situación conyugal hasta donde le fue posible. Los buenos de sus padres la escucharon meneando la cabeza. No se habló muchas veces del asunto. Los padres consideraban que exageraba, que Elli era muy infantil y debía tranquilizarse. Elli, por su parte, trataba de olvidar aquellas cosas terribles. Intentó casi con desesperación hallar de nuevo un lugar en su antiguo entorno. Sus padres no le daban la razón, pero ella misma estaba dispuesta a acomodarse a la serena opinión de éstos, aunque tuviera que violentarse a sí misma.

Mientras tanto, el malhumorado marido vivía solo con su madre en su domicilio de Friedrichsfelde. Escuchaba los improperios de esta contra la mala mujer que había huido y la regañaba ásperamente. Estaba furioso con su madre y con Elli, apesadumbrado por su suerte. Ni todos los insultos del mundo lo ayudaban a olvidar el rudo golpe que había recibido; estaba decepcionado. Llegaban cartas suyas a Brunswick. A través de una de ellas, Elli oyó la voz de su suegra: habían discutido en Berlín a causa de aquella taza de café, ahora él volvía al asunto. «Prométeme que nunca harás esto a mi madre, y todo cambiará», escribía en un tono vacilante, conciliador sin confesarlo. Los padres la apremiaban para que volviera con él, que la esperaba. Ella se sentía ya algo más libre. El padre se alegró cuando se fue, llena de dudas y vacilaciones. Quería complacer a sus padres. La madre no sabía qué pensar del aspecto indeciso, del semblante tenso de su hija, antes siempre tan alegre.

Apenas volvieron a estar juntos en Berlín, comenzó de nuevo el infierno. Fue como si reanudaran una conversación interrumpida. Apenas se vieron y se reconocieron —no habían cambiado nada—, se enzarzaron con avidez en aquella conversación. Se añadía la cólera de Link por la huida de Elli, la humillación sufrida y la vergüenza de haber tenido que ir a buscarla. Él tenía que esconder todo esto y resarcirse. Ella se le rindió, pero pronto empezó a temblar, a sufrir. Sus padres no habían querido que se quedara con ellos. Él la golpeó: era más fuerte. Ella no quería ese combate, esa tortura interminable. Sentía cada vez más que era extraña para sí misma. Pensaba en tiempos pasados, en su vida de antes, en casa. Recordaba cómo era todo antes, en su casa y en Wriezen, y más adelante. Reflexionaba sobre su suerte, impotente, harta de sí misma, débil, y sin embargo, de pronto, otra vez capaz de todo.

Link advirtió algo de la hostilidad de Elli. Tuvo un sobresalto. Se estremeció. Recordó. Echó pestes. ¿Por qué berreaba? La culpa era suya. Link iba y venía con una mezcla de rencor y mala conciencia, y luchando por momentos contra su antigua ternura. Había que hacer algo. Algo tenía que cambiar. Y puso en práctica la decisión que había tomado ya en ausencia de Elli: aceleró la mudanza, la separación de su madre. Pensó: nos vamos de casa de mi madre, esto nos irá bien.

Se mudaron a la calle W., a una habitación amueblada en casa de una tal señora E. Era a principios de agosto. En esos días a veces salían juntos. El 14 de agosto Link la llevó a la posada de E., un local de reunión de cazadores donde debía encontrarse con un hombre al que había conocido poco antes. Era el revisor de tren Bende. Éste también había llevado consigo a su mujer, Margarete, Gretchen.

Tenía veinticinco años, tres más que Elli. Era de rasgos muy acusados, casi adustos; tenía los ojos castaños y una complexión grande y más bien huesuda. Estaba sentada al lado de su marido, un ex suboficial fuerte y corpulento. Él no era sombrío ni descontentadizo como Link, no iba siempre tras su mujer como éste. Conocía también otros derroteros. Era diestro y arrojado, dominaba a su mujer y de vez en cuando se permitía ciertos extras. Llevaban casados tres años. Gretchen era más reservada que Elli. No era liviana ni vivaracha. Vivía con su madre, a la que estaba muy apegada. Se había enamorado con locura de Bende durante la guerra y se había aferrado a él. En septiembre de 1917 aún escribía a su querido Willi, que estaba en el frente: «Oh, benditas horas, oh, dulce felicidad, ¿cuándo volverás a mí?», y se llamaba a sí misma su fiel Grete. La boda se celebró el 18 de mayo. El matrimonio resultó luego muy poco estable. A ella le era difícil afirmarse frente a su marido. Sin su madre, se hubiera sentido completamente acorralada.

En esa época, Elli miraba con atención a su alrededor, buscaba un punto de apoyo en cualquier parte.

Las mujeres se cayeron bien. Mientras los hombres bebían, gastando bromas groseras, ellas se observaban. Se estudiaban con la mirada. La señora Bende había notado el ceño apenado de Elli, pero todavía más sus maneras infantiles, su figura delicada, sus ensortijados cabellos rubios.

Se entendieron bien. Vivían las dos en la calle W. y quedaron en verse otro día. En casa de la señora Bende, Elli conoció también a la madre de ésta, la señora Schnürer, una mujer amable, de una cierta edad y ojos azules. En aquel apartamento las tres comenzaron a intimar.

Madre e hija repararon en que a Elli le gustaba visitarlas a menudo. Y Elli vio que ambas hacían frente común contra el hombre. La señora Schnürer era una mujer tranquila y maternal, y Gretchen se mostraba cordial con Elli, cariñosa incluso. Después de un rápido tanteo del terreno, a ambas partes les fue fácil abrir el corazón. Elli contó su historia como pudo, convulsamente, a sacudidas; las otras la escuchaban entre suspiros. Elli había conseguido algo: la aceptaban y protegían. No necesitaba ir a Brunswick. Era un verdadero cambio, una liberación. Había recuperado el lado bueno de su alma. Ya no se sentía desamparada ni se echaba a llorar cuando Link se desenfrenaba, aunque supiera que nada podía contra él. Ahora lo veía: era el mismo hombre que se había aferrado a ella al principio, bajo cuyo yugo ella se había vuelto débil, más aún: se había envilecido. Y trataba de alejar de sí los penosos recuerdos. Era a la imagen de la señora Bende a la que se agarraba al volver a casa.

Grete Bende era una criatura singular. Acariciaba sentimientos violentos, confusos. Le gustaban las frases románticas, novelescas. No era muy perspicaz; sabía por experiencia que a menudo irritaba a la gente; se refugiaba tras un torrente de palabras oscuro y afectado. Había crecido junto a su madre, y no había abandonado todavía el hogar, de hecho seguía viviendo con ella. Dado el afecto que le profesaba, Grete había seguido dependiendo de ella; aunque Grete era rica en sentimientos, tanto la madre como ella habían marchitado su afán de autonomía. Había hecho muchos intentos de liberarse, pero nada serio: se quedaba igual: en la infancia. Su enlace con Bende fue una de estas tentativas de libertad. También fracasó. Era demasiado débil para retener a un hombre tan inquieto, o para dominarlo con medios femeninos. Lo decepcionó, a él, que no deseaba sino que lo ataran corto, que lo dominaran. Sólo provocó su violencia y su despotismo. Desamparada, celosa en extremo, Grete se refugió de nuevo en casa de su madre, que siempre la esperaba. Su propensión a indignarse, a quejarse, propia de los infortunados, se había agravado considerablemente. La masa de sentimientos insatisfechos, la agitación de su alma, habían aumentado. Y entonces apareció Elli, esa personita juguetona, con sus divertidas maneras de chiquilla. Grete se sintió emocionada, cautivada, turbada como nunca antes por ese ser que en realidad buscaba apoyo y sostén. A ella, tan severa, serena y triste a la vez, nadie la había cortejado de verdad. Y cuando, halagada, cautivada y embelesada por este ser divertido e igualmente oprimido, dudó sobre la manera de manifestarle sus sentimientos, la propia Elli le indicó el camino. Grete tuvo que consolarla, respaldarla, alentarla. Esto la alejó un poco de su madre, pero al mismo tiempo demostró ser digna hija suya al desempeñar su mismo papel. Atrajo a Elli. Fue su consuelo, una sustituta del mal marido que no podía retener. La señora Bende se escondió en sus sentimientos por Elli, se arropó cálidamente en ellos cuando tuvo necesidad de hacerlo. Había que proteger a la señora Link, que necesitaba ayuda. Y ella se la daría. La señora Link era su niña.

De modo que se acomodaron la una a la otra. La señora Bende vertió sobre Elli todo su caudal de amor retenido. Y Elli, desahogada, seducida por la ternura, se reencontró, suspirando de alivio, en su viejo papel de pequeña y alegre pícara, que encantaba a la señora Bende.

La huida de Elli a casa de sus padres había trastornado a Link. A pesar de sus continuos estallidos de furia, el golpe había sido duro. Tras la mudanza, se sintió inseguro. Andaba a tientas, sabía que se trataba de un momento crítico. Elli había mejorado, pero él se daba cuenta que no había cambiado mucho y sólo pasajeramente. Y él tampoco podía —no quería— reprimirse; algunas cosas, algunos insultos salían, como quien dice, por sí mismos. Le parecía que ella no podía estar tan resentida con él. Pero en la voz de Elli se percibía ahora, cuando se peleaban, un ligero tono provocador, algo extraño, nuevo, que le llamaba la atención. Él se daba cuenta —y esto lo excitaba aún más— de que de alguna forma ella no seguía el juego. Cuando reñían, ella alimentaba la disputa con un encarnizamiento increíble. Y eso lo espoleaba. Él no quería, se quejaba: tenían su propia casa, se ganaba bien la vida, ¿por qué las cosas no iban mejor?

La guerra que Grete Bende libraba contra su marido, estéril y con constantes derrotas, la continuaba ahora sucumbiendo, vencida, más allá de las paredes de su casa. Luchaba contra un mal marido. Contra Link. Que para ella era lo mismo que Bende. Y luchaba con más vehemencia contra Link porque la lucha tenía un premio, un trofeo todavía tácito: Elli. Podía vengarse de su marido y también —algo que la excitaba sobremanera— atraer hacia ella sin obstáculo alguno a un ser vivo, a una criatura, para ella sola. Era capaz de amar.

Elli contribuyó con la cólera todavía caliente de sus disputas a la lucha de su amiga Grete, la cual la aceptó complacida. Link luchaba, alzaba el puño, proseguía el combate. No se daba cuenta de que luchaba contra dos adversarios, o contra uno nuevo, al que la pasión hacía fuerte. Elli tenía una segunda voluntad: la señora Bende. Y esta voluntad era firme, porque no tenía contacto directo con Link, sino que lo embestía de manera abstracta, como saliendo del vacío.

Las dos mujeres se hicieron inseparables. La unión creció a instancias de la señora Bende. Aquella mujer no podía soltar a Elli. Deseaba entrometerse en todo lo concerniente al matrimonio de la amiga. Una señal de su inseguridad y de su ímpetu era su total incapacidad de callarse lo que sentía que tenía que decir a Elli. Celosa, susceptible y quisquillosa, no podía evitar darle órdenes constantemente. La sorprendente resistencia que Elli le oponía le pareció al principio estimulante y también comprensible. Elli odiaba a su marido, aunque con menos saña de la que le hubiera gustado a la Grete. Elli dudaba, como la misma Grete. Un día la rubia acudió nerviosa, lamentándose y echando chispas; Grete la consoló; se sentaron cordialmente una al lado de la otra. Al día siguiente, Elli ya estaba bien, pero no dijo ni una palabra de Link. E hizo oídos sordos a las palabras de desdén, a las habituales injurias contra él. Resultó de lo más triste para la señora Bende. Se desahogó a menudo con su madre hablando de ese tema, pero ocultándole sus sentimientos. Había que liberar a Elli, esa niña, de aquel mal hombre, del miserable que la golpeaba y que no merecía tal esposa. Él acababa embaucándola siempre. Así hablaba Grete, indignada y temblorosa.

Estrechó aún más sus lazos con Elli. Una correspondencia peculiar se inició entre las dos mujeres, que vivían en la misma calle y se veían todos los días, pero que sentían la necesidad imperiosa de proseguir sus conversaciones incluso durante el breve tiempo en que estaban separadas, para comentar sus progresos y movimientos de defensa. Eran el amante y la amada, el cazador y la presa, quienes se expresaban en las cartas. Al principio no escribían mucho. Luego descubrieron los encantos de la escritura. Se dieron cuenta de que había algo especial en continuar en ausencia de la otra el juego llamado amistad, persecución, amor. Era algo particularmente emocionante, un delicioso juego clandestino; medio a sabiendas, medio inconscientemente, ambas siguieron en las cartas el camino que habían iniciado: la señora Bende, el de continuar persiguiendo, seduciendo, reteniendo y luego rechazando al marido; la señora Link, el del gusto por el juego de dejarse capturar y a la vez protestar por su sumisión. Al parecer, las cartas eran un medio de ayudarse mutuamente, de aliarse contra los hombres, pero pronto se convirtieron también, y sobre todo, en un instrumento de autoexaltación. Las dos mujeres se aguijoneaban, se calmaban, jugaban a dárselas de más listas que los otros. Las cartas eran un gran paso hacia nuevas complicidades.

La madre de Grete hacía causa común con las dos mujeres. Elli la acogía con zalamerías y cordialidad. Pronto comenzó a llamarla «mi segunda madre». A la señora Schnürer también le repelía Bende: la hija lo era todo para ella y él la trataba mal. Veía con perspicacia y simpatía cómo su hija luchaba por retener al marido y se sentía ella misma rechazada cuando él rechazaba a Grete. Estaba indignada y la atrajo aún con más fuerza hacia sí, maternalmente. No era éste un sentimiento sólo negativo: en el fondo recuperaba a su hija, que era lo único que tenía. El círculo se ensanchó, Elli entró en él cuando se hizo amiga de Grete. Su destino era como el de las otras dos. Las tres mujeres se aislaron frente a los hombres y se unieron en un cálido sentimiento de amistad. Formaban una pequeña sociedad, a pesar de sus diferencias. Se complacían en ese sentimiento y disponían del triple de seguridad en su rechazo de la brutalidad masculina. Grete Bende escribió en una ocasión a Elli: «Ayer, cuando después de las ocho te esperaba todavía junto a la ventana, mamá me dijo: fíjate en estos tres tulipanes, lo unidos que están. Como ellos estaremos siempre unidas nosotras, Elli, tú y yo, y lucharemos hasta que las tres logremos la victoria».

Así se establecieron las reglas de juego entre las tres mujeres. A la señora Bende la acometió entonces una súbita y dulce fiebre que estaba relacionada con Elli. Poco a poco, muy lentamente, esta fiebre avivó otra parecida en Elli. Se vieron ambas fuertemente arrastradas por el camino de las complicidades que en un primer momento estaban dirigidas sólo contra los hombres. Todavía ocultaban, también a ellas mismas, que el camino había cambiado de dirección.

Entre las brutalidades de los hombres y sus esfuerzos por defenderse de los salvajes ataques de éstos, y aun después: esa ternura, esa comunión de sentimientos, ese escucharse la una a la otra. Era como la madre que arropa al niño. Con la señora Bende, Elli se mostraba divertida y juguetona, alegre y mimosa. Pero la amiga apasionada, movida por sentimientos desbordantes, la alentaba, la tomaba de la mano, la abrazaba. Elli, forzoso era confesarlo, nunca había conocido una ternura tan seductora. En realidad sólo estaba preparada para el papel de gatita melindrosa y de alegre bribonzuela. Ahora, sin buscarlo, y con gran sorpresa por su parte —una sorpresa nada agradable— se sentía cazada y presa. Para justificarse, Elli evocaba a cada momento todas las brutalidades de su marido, origen de aquella amistad. Estaba sumamente avergonzada —sin saber por qué— de compartir secretos con la señora Bende. Y esto debilitaba su posición frente a Link. Por esta razón, a veces se mantenía distante de la amiga, sin que ésta comprendiera por qué. Pero también ocurría que, con irritación y rabia, volvía contra el marido el sentimiento de culpa y vergüenza que nacía de su relación con la señora Bende, ocultándoselo a sí misma ora por ceguera ora por un vago presentimiento: él se lo ha buscado; sin él, yo no hubiera llegado hasta este punto. Y cualquier escena tempestuosa en casa la proyectaba con más violencia en brazos de la señora Bende: era con ella con quien quería estar, tenía toda la razón del mundo de quedarse con ella. El sentimiento que profesaba a su amiga se hacía cada vez más hondo, y como un pulpo atraía a otros.

Link trabajaba, buscando la manera de reconciliarse con su mujer. Volvió a enfurecerse con ella y a beber. Un camino monótono, sólo comparable con una escalada. Lo importante era recuperar a su mujer; sus suegros lo respaldaban: con él, Elli recuperaría la razón. La atacaba sexualmente, como antes; ella lo soportaba con asco manifiesto, con repugnancia e indignación no disimuladas. Quería huir lejos del abismo que él había abierto en su alma, el abismo de la disputa, de la brutalidad, de los odios entreverados.

Tenía la cabeza hecha un lío en medio de tantas emociones relacionadas con la amiga y el marido. Corría a casa de su amiga en busca de sosiego. Desatendía sus pequeños quehaceres domésticos. Cuando por la mañana el marido le daba instrucciones para la casa y le hacía mínimos encargos, ella lo olvidaba todo por culpa de su confusión interior, y sobre todo porque de ninguna manera quería pensar. Tenía que apuntarse las más sencillas órdenes. Y él, que la observaba, encontraba gusto en dárselas, para que tuviera que pensar en él durante el día, para atarla y hacerla pasar por el aro. Y así, luego, por la noche, al regresar a casa, podía demostrarle lo insignificante que era. Ella tenía miedo cuando su marido volvía a casa, la mayoría de las veces borracho. Temía sus arrebatos de locura. Para él ya no se trataba de Elli en particular. Él se enfurecía por ser el amo. Eran los restos, las ruinas de su pasión amorosa. Rompía todo lo que caía en sus manos: la vajilla, la mesa, las sillas de mimbre, la ropa blanca, los vestidos. Ella gritaba: «¡No seas tan severo conmigo! Hago lo que puedo. ¿Qué quieres de mí? ¡Basta de pegarme en la cabeza! Sabes que la tengo frágil». Él: «¡Exprímete un poco la mollera!». Ella: «No conseguirás nada con tu rudeza. Sólo con amabilidad. Lo empeoras cada vez más, si continúas no responderé de mí. Abusas de tal modo que un día colmarás el vaso». «¡Mocosa! ¿Qué vas a hacer? Toma, mira la porra. Esto te sentará bien».

Su odio contra este hombre. Escribía irritadas cartas a sus padres, que la habían rechazado. Quería que supieran lo que pasaba entre ella y Link. Hacía que su hogar fuese tan poco acogedor para su marido que a éste más le hubiera valido irse. Sólo se ocupaba de prepararle la comida. Lo odiaba hasta el punto de que al verle le daban ganas de escupirle a la cara. Su único deseo era que trabajara para pagarle la pensión alimenticia. Quería dejarlo de nuevo y llevarse consigo la cama que él había comprado, así como la ropa de cama de su madre, todo. Entre marido y mujer no podía hablarse de robo.

El odio ciertamente la dominaba, y ella se hundía a propósito cada vez más en él, pero había más irritación en sus palabras que en sus sentimientos: trataba de justificar un apego a la señora Bende que no quería confesarse a sí misma ni a los demás. Hablaba de ella con palabras veladas. Vivía en conflicto consigo misma, y este conflicto se le aparecía cada día claramente en sus relaciones con la Bende. Aquello la tenía realmente en ascuas. Todos los días hablaba con Grete de sus historias con Link, pero se veía obligada a exagerar, a desfigurar algunos hechos, a negar el resto de su relación con Link. Llevaba una especie de doble vida. Aquellas fluctuaciones no eran algo que ella deseara.

Sin embargo, de pronto se produjo un desenlace, al menos momentáneo. El amor entre las dos mujeres se avivó. Las simples protestas de amistad, las palabras de consuelo, los besos, los abrazos y los mimos en el regazo se convirtieron en actos sexuales. Fue Grete quien, más sensible y apasionada, se dejó arrastrar primero, temblorosa. Al principio, Elli había sido la hija que debía proteger. Ahora admiraba a esa mujercita activa y decidida. La metió de lleno en el papel de hombre. Este hombre la amaba, se dejaba amar por ella; como mujer no era muy afortunada con los hombres y menos aún con su marido. Ahora Elli era su marido. Y como tal debía asegurarle constantemente su amor. La señora Bende nunca tenía bastantes promesas y pruebas de amor. Elli, en su repudio de Link, se dejó arrastrar voluntariamente por ese camino. Su carácter activo y su viril determinación encontraron un terreno abonado en la sexualidad y se acrecentaron peligrosamente.

Después de aquellos acontecimientos creció en ellas la sensación de seguridad y la impresión de estar hechas la una para la otra. Había en ello también un sentimiento de vergüenza y de culpa, pero éste se desvanecía frente a los hombres. Elli repelía con más fuerza a su marido. Lo que decía y escribía a la señora Bende era la verdad: que a menudo rechazaba las relaciones sexuales con él y sólo lo toleraba a la fuerza.

En aquella época, hacia finales de 1921, en casa de los Link se pasó rápidamente de las palabras a los hechos. Elli era toda ella odio contra su marido. El hombre era más fuerte: ella salía de los altercados con chichones y pequeñas heridas en la cabeza. Hizo que el doctor L., del servicio de sanidad, levantara un acta de las lesiones.

Eso fue porque en sus conversaciones con Margarete Bende había decidido ya separarse de Link. La señora Bende y ella —llegadas a un estado de embriaguez— habían discutido a menudo un plan fantástico: ir a vivir juntas las tres, la madre, Elli y Grete. Así concibió Elli la idea del divorcio. Pensaba sólo en ser activa, masculina, y en dar pruebas de su amor a la amiga. A estas alturas apenas si tenía una mirada para el hombre. Antes de Navidad, Link trabajó toda la noche; dos veces lo hizo treinta y cuatro horas seguidas. Ella corrió a casa de la señora Bende. El marido de Grete le había prohibido la entrada: no le gustaban los chismorreos ni la camaradería de las dos mujeres. Tampoco Link miraba con buenos ojos la relación de Elli con la señora Bende. No creía que ella visitara realmente a Grete, estaba celoso y pensaba que se trataba de otro hombre. Las dos mujeres tenían miedo de ser sorprendidas por sus maridos y recurrían muchas veces a encuentros relámpago en la calle. La peligrosa correspondencia, que exaltaba los sentimientos, fue en aumento: era una especie de huida de los hombres, una vida en común idealizada, sin varones. Se daban las cartas en la calle y en algunas ocasiones se las hacían llevar. Habían acordado una señal en las cortinas de sus casas para indicar la presencia o la ausencia de los maridos.

La Nochevieja fue terrible. Link, ese hombre triste y taciturno, llegó una vez más al colmo de la exasperación. Encontrándose un momento a solas con Elli, la amenazó: «Vuelve a casa y tendrás que recoger tus pedazos». Elli, muerta de miedo, se lo contó a su cuñada, en cuya casa estaban. Ésta se puso del lado de Elli. Le aconsejó que dejara a su marido si no había otra solución; y que él volviera con su madre. La cuñada lo arregló para que la pareja pasara la noche en su casa. La mañana del primero de enero, Elli volvió a casa. Su marido no regresó hasta la noche, borracho. Chillidos e insultos: «¡Puta, cerda!», y llovieron los golpes.

El 02 de enero Elli huyó a escondidas. Había debatido con la señora Bende y con la madre de ésta los preparativos de la fuga. Le habían conseguido una habitación en casa de la señora D. Elli apareció en casa de esta señora con manchas verdosas y azuladas en la sien derecha. Era libre. Su marido no sabía su paradero.

La señora Bende había triunfado. A decir verdad, ella también había huido, a su manera pusilánime, vacilante. Se sintió aligerada; más fuerte, más segura en sus luchas en casa. Elli era toda suya. Celebró la huida rebosante de alegría. Elli debía mantenerse firme, debían vivir juntas las dos, era el momento de batir el hierro. «Pero, amor mío, si vuelves a casa o amas a otro, desapareceremos para siempre de tu vida». Conocía, por referencia a sí misma, las dudas y las flaquezas de Elli; la puso en guardia contra Link, ese infame granuja. Que no se dejara embaucar por sus cartas, que eran pura burla y parodia del amor. Merecía acabar en el arroyo. «Te lo digo muy en serio: si vuelves con él, me perderás para siempre». La amante amiga vio con temor que Elli había huido como una mujer acorralada y eso, además, únicamente gracias a su ayuda. Si llegaba a calmarse y Link trataba de conquistarla de nuevo sería terrible. Grete escribió a Elli, pues seguía escribiendo por el placer que obtenía de la atmósfera irreal de las cartas: ella y su madre poseían el suficiente pundonor y carácter como para no volver a cruzar el umbral de la casa de Elli si ella regresaba con su marido. Grete no podía siquiera pensarlo: se le rompía el corazón de pena y de tristeza.

Link estaba solo. Su madre no vivía con él. Bebía, blasfemaba, iba a verla, echaba pestes. Era una nueva infamia de Elli. Era una mujer dura. Se daba cuenta de que lo vencería una vez más. Sentía rabia e impotencia al pensar que aquella jovencita se atrevía a jugar con él de esa manera. De nada servía rebelarse. Sería superficial. Él presentía ya otra cosa. Ya estaba vencido y ya trataba de amarla de nuevo. Durante los primeros días, llenos de sed de venganza y de dolor, resistió. Después volvió a ser el de antes, el de la época de los esponsales. Recordó las escenas de los últimos días. Se había comportado de manera espantosa con la pequeña Elli. Se despertó su antiguo sentimiento de inferioridad. Quería enmendarse; lo interpretaba así: la echaba de menos. Y aumentaba su sentimiento de indignidad, su pena, su añoranza, cada día que pasaba sin verla, sin tener noticias suyas. Conversaba con su hospedera, que le confirmaba, viéndolo tan acongojado, que Elli tenía siempre mucha prisa por ir a casa de su amiga y que por eso la casa era un desbarajuste. Resistió todavía unos días, luego depuso las armas. Escribió a sus suegros a Brunswick, feliz de sentir el papel entre sus dedos, y comenzó el diálogo con ella. Se lamentaba: «Cuántas veces no he suplicado e implorado a mi amada esposa: dime unas palabras cuando vuelvo a casa. Cuántas veces no le he pedido: no pases todo el día en casa de los Bende». Y después: «Que pegue a Elli se puede comprender. Pensad que, para poder comprar un buen regalo de Navidad a mi mujer y mejorar nuestra situación, he tenido que trabajar hasta tarde, y vuelvo a casa agotado física y moralmente. Elli quiere salir de compras y, en contra de mi voluntad y la del señor Bende, va a ver a su amiga. No ha dejado de visitarla, a pesar de que el señor Bende le ha prohibido la entrada. Los Bende se han peleado. ¿Por qué Elli actúa así? Me ha abofeteado y yo le he dado unos cachetes». Terminaba la carta con largas protestas de amor.

Su mujer no estaba lejos de él, en casa de la señora D.; se sentía más tranquila, contenta de poder contar con la señora Bende. Esa vez no se había ido a casa de sus padres. Allí tenía a su amiga, estaba claro. Consultó a un abogado, el señor S., y le habló de los malos tratos. El abogado solicitó una disposición provisional por la que se le concedía la separación y se obligaba al marido a pagar por adelantado las costas del proceso y una asignación mensual. El certificado médico y la declaración bajo juramento de la señora Bende y de su madre sirvieron de prueba. El 19 de enero se emitió la disposición provisional solicitada, sin vista oral. Se fijó el 9 de febrero como fecha para tramitar la causa de divorcio.

Ésta fue la batalla de Elli. Estaba en camino de obtener la libertad, de romper los lazos que la ataban a Link. Las cosas habrían seguido ese camino. Pero a pocas casas de distancia estaba Link, atormentado, recriminándose, un ser enfermizo e infeliz que de vez en cuando buscaba alivio en el alcohol y que no deseaba otra cosa que a su mujer. Estaba tan impaciente que dejó de escribir cartas y se vio impelido a subir al tren y presentarse en Brunswick, en casa de sus suegros. Era incapaz de renunciar a ella. Iba en caída libre, nada lo frenaba. Con la misma furia con que antes golpeaba a su mujer, bebía hasta la embriaguez, rasgaba trajes, rompía sillas; tenía que escribir cartas, coger el tren. No era un afán de mejora, de cambio, sino un abandono turbio, desenfrenado. Una deriva chirriante.

La familia de Brunswick no lo acogió con amabilidad. Las cartas de Elli los habían incomodado; la madre no sabía qué hacer. El padre terminó por atenerse a su punto de vista patriarcal: la mujer se debe al marido. Dio a Link la dirección de Elli. Y cuando en respuesta a las cartas suplicantes, casi serviles, llegó una fría negativa, el padre en persona acompañó a Link a Berlín.

Iba a cerrarse el círculo alrededor de Elli y de su marido. Lo cerraron los dos hombres, el padre y Link personalmente. La cuestión era saber cuál de los dos sobreviviría: Link o Elli.

Por iniciativa propia, pero también empujada por la señora Bende, Elli había iniciado el proceso de divorcio. Sin embargo, cuando estaba en su habitación sola o con la amiga, otros pensamientos la asaltaban. Y fueron en aumento, primero cuando empezaron las presiones familiares, y luego con la llegada de Link y de su padre. El terrible Link, la coacción que ejercía sobre ella, sus actos violentos, la atmósfera de cólera que lo rodeaba, todo esto le causaba repulsión, pero ahora era la señora Bende, con su sed de amor, quien la tenía en sus redes. Y allí otras muchas cosas le faltaban. Consideraba que, a fin de cuentas, la señora Bende no podía ofrecerle tanto como su marido. Esto es: un marco doméstico, una dignidad social, por no hablar del aspecto pecuniario y de unas relaciones sexuales normales a las que, a pesar de todo, estaba acostumbrada. Había huido de las cenizas para caer en las brasas. No era lo que se había imaginado. Esos lazos, esa sensación de estar atada a la señora Bende: tampoco quería eso. En su corazón palpitaba sin cesar la vergüenza, el sentimiento de culpabilidad por aquella relación. Con la llegada de su padre, ese sentimiento se hizo más fuerte.

Mariposear frívolamente por el mundo, llevar una vida conyugal poco estable y en cualquier caso mantenerse ligada a los padres: he aquí sus necesidades más imperiosas. Aunque acostumbrada desde muy joven a moverse libremente, no había abandonado del todo el hogar paterno, seguía siendo hija. Y también su alegría era la de una hija de familia que rechaza e incluso teme la sexualidad.

Link llegó con el padre. Ella sabía que él la perseguiría y que se desviviría por encontrarla. Era un auténtico bellaco, la señora Bende tenía razón. Se complació en rebajarlo delante de su padre. A lo largo de las explicaciones que siguieron adoptó el tono de la niña de la casa: ella era la hija de aquel hombre. El sencillo hombre de Brunswick se encontraba en una posición difícil ante ella. Link flaqueó, reconoció su error. Triunfante, descargando sobre él su odio y su venganza, Elli lo cubrió de reproches a causa de sus vilezas y perversiones. Era uña y carne con su padre.

Elli no tardó en correr a ver al abogado para hablar de la demanda de divorcio. En esta ocasión se anduvo con rodeos. El padre se mantenía en sus trece: la mujer pertenecía al marido. El reencuentro con su padre fue de nuevo una experiencia para ella: era su familia, su terreno: se inclinó ante esta evidencia. Se había liberado de la mayor parte de su reciente tensión interior. Quería y debía someterse a la voluntad de su padre. Era su obligación. Y ahora se sentía unida a él más que nunca. Era él quien la unía a Link. Link se le apareció con otro rostro. También su relación con la señora Bende se le mostró bajo una luz más cruda y desagradable. Y, escuchando y observando a su padre, se avergonzó de su comportamiento odioso, de su masculinidad. Link estaba domesticado y sus padres se ocupaban de ella: todo podía arreglarse aún, todo se arreglaría.

El padre se marchó. Ella le prometió que volvería con Link. Persistían en su ánimo, sobre todo después de la marcha de su padre, cierta inquietud y un vestigio de duda vigilante. La decisión de volver le dejaba un resabio amargo de insatisfacción. Sentía que le costaba transigir; en las riñas descargaba su inquietud, su miedo, su repugnancia. Durante dos días conservó aún la habitación en casa de la señora D. Durante dos días estuvo todavía indecisa, dando vueltas al asunto. Se sintió aliviada cuando, al tercer día, su marido, fuera de sí, la amenazó. Entonces regresó al domicilio común. El padre y el marido la habían obligado a decidir. Curiosamente, no se sintió demasiado avergonzada ante la señora Bende; en los últimos días sus sentimientos por la amiga habían perdido intensidad.

En cuanto recuperó a su mujer, Link se sintió mejor. La cólera lo había abandonado, o tal vez ahora estaba satisfecho. Podía estar tranquilo. Podía dormir, trabajar, reír, pasarlo bien con ella. ¡Qué buena mujer tenía! Y ella lo observaba, rebosante de alegría. Iban por la calle cogidos del brazo. Pocas veces se acordaba de la señora Bende. Pensaba incluso dejarla de lado. Fueron unos días casi más hermosos que los de los esponsales. Diez días. Fueron como un eclipse voluntario, casi un ensueño en el que ambos se habían sumido, una escena que en parte interpretaban para sí mismos, pero que no podía durar mucho tiempo.

Se despertaron con las pequeñas cosas cotidianas y se reconocieron en ellas. Todo empezó con el retorno de un cierto tono de voz, de ciertos desacuerdos, de pequeñas disputas. A partir de ahí, la caída fue imparable. Y las cosas volvieron al trillado camino de siempre.

Ambos volvían a tener los pies en la tierra. Ésta era su impresión. No es que se hubieran elevado a las alturas, sino simplemente que habían olvidado. ¡Y qué caída! ¡Qué descalabro! Con la rabia de la decepción, dominada por una cólera terrible, Elli pensaba enfurecida en su padre. Pero no, no era en su padre en quien pensaba ahora. Justo cuando acababa de huir y había iniciado los trámites del divorcio, viene ese Link a buscarla: ¡y sólo para llegar a esto! También él estaba irritado, veía que ni él ni ella habían tenido la voluntad de reconciliarse. Estaba decidido a no consentirle nada nunca más. Había corrido tras ella, había tenido que obligarla a volver: ahora ella las pagaría todas juntas.

A Link le parecía que había recuperado la libertad. Hasta tal punto estaba perturbado. Y ella tenía la impresión de haberse reencontrado a sí misma. Él se desenfrenó completamente. Y contra su mujer. La bebida le daba coraje, fuerza e impulso. El terrible espíritu demoledor que habitaba en él, causándole desengaño y repulsión, lo empujó de nuevo a la cerveza y al aguardiente. De esta manera aflojaba todos los frenos de su interior. Debía someter a la mujer, hacerle sentir quién era él. Debía someterla más y más, humillarla más y más. Aplastarla como a un insecto. Volcaba los platos sobre la cama. Recurrió a los golpes, los puñetazos, los palos. No lo hacía por placer. Era un hombre infeliz. Lo hacía por compulsión, por un ciego afán de destrucción; con amarga desesperación, torturándose a sí mismo. A menudo, después de aquellos momentos de desvarío, después de pegarle e insultarla, de romper vestidos y almohadas, emergía de su bárbara alienación y se sentía cansado y resignado. Pero la mayoría de las veces era un combate estéril consigo mismo. Un sordo impulso de desahogarse. En algunas ocasiones levantaba un puñal contra ella. Y después, cuando ella conseguía soltarse —suplicaba, golpeaba con pies y manos; una noche él quiso tirarla desnuda por la ventana—, él daba vueltas todavía un rato como un loco furioso, salía a la calle y poco después ella lo oía resollar: se había colgado con una cuerda de la puerta de la habitación o del retrete; ya estaba azul. Ella cortaba la cuerda y tenía que tenderlo en el suelo, asustada, llena de asco y repugnancia.

En esa época, el destino del padre de Link, que había acabado ahorcándose, fue imponiéndose con más y más claridad en la vida de éste, y empezó a presidir todos sus actos. Cuanto más bajo caía, más se convertía en la presa de ese viejo destino, en su medio de expresión. En esa época, y sin ayuda de su mujer, había tomado el camino de la muerte. Su perturbación era extrema. Se manifestaron síntomas de degeneración epiléptica.

Su prurito sexual había aumentado. Buscaba cada vez más a menudo y con más intensidad envilecerse a sí mismo y a su mujer. Volvió a arrastrarla a la tenebrosa esfera del odio. Despertó en ella instintos que después se volverían contra él de manera atroz. En el fondo fue el impulso de su propio odio lo que más tarde lo mató. Tenía que hurgar en el cuerpo de Elli, hacer brotar la sensualidad de todos los pliegues de su piel. Sentía la necesidad de devorarla en sentido literal, físicamente. No eran simples palabras cuando, en un abrazo salvaje, le decía que quería sus excrementos, que tenía que comérselos, tragárselos. Estas escenas se producían en momentos de embriaguez, pero también en otros de sobriedad. Era, por una parte, auto-flagelación, sumisión, mortificación, penitencia por su inferioridad y su maldad. Por otra, era un intento de curarse del sentimiento de inferioridad: eliminando lo que era superior. E, independientemente de eso, un deseo salvaje y un furor sanguinario, ocultos en una ternura bestial.

Elli se unió pronto a él en la esfera de odio, de brutalidad, que Link había creado. Exteriormente seguía defendiéndose, trataba de salir de allí: ¿no sentía vergüenza su marido de tales exigencias? Él contestaba cínicamente: «¿Para qué eres mi mujer, pues? No deberías haberte casado con un ganapán». Entonces ella se refugiaba en sí misma, se escondía. Pero lo llevaba, a él, dentro de sí.

¿Qué hacer? ¿Qué ocurriría? A menudo había suplicado a su marido: quería un hijo. Él le había respondido que, si venía uno, en el acto lo pondría en hielo o le clavaría una aguja en el cráneo. Estaba sola. Venciendo su vergüenza ante la señora Bende por haber regresado al hogar, se arrojó de nuevo a sus brazos. Al principio no se sintió muy cómoda, pero necesitaba a Grete para hablar, para desahogarse, y no sabía para qué cosas más. Algo en su interior la agitaba poderosamente. Tan poderosamente que muchas veces se sentía perdida, sin saber dónde estaba ni lo que hacía. La desorientaba la rabia de haber seguido una vez más a Link, de que él hubiera roto la promesa de que vivirían en paz dada a ella y a su padre. Era el odio insondable y turbador contra el hombre que se había servido de la autoridad del padre y que después había abusado de ésta y que durante las peleas le echaba en cara burlonamente: «Ahora nunca volverás a escaparte de mí». Estas palabras le roían constantemente el cerebro, dijo más tarde. Nada podía hacer para evitarlo. La esfera de odio la oprimía, le sorbía todas las energías. Para castigarla por su desmemoria, su carácter pendenciero, su rechazo al sexo, le retiró el dinero para la casa, le prohibió volver al trabajo; por él, podía ganar dinero yéndose con otros hombres.

Grete Bende se había inquietado por Elli cuando Link finalmente fue a buscarla a casa de la señora D. Sintió una gran amargura al enterarse al día siguiente de que Elli había regresado al hogar y de que quizá en aquel mismo instante en que ella se angustiaba, Elli estaba en brazos de Link. Durante la semana siguiente no se vieron mucho: Elli evitaba a su amiga. Y cuando se encontraban en la calle, Elli, tras una breve y tímida conversación, dejaba plantada a Grete, que al punto se instalaba en su papel preferido, y se quejaba del mal que le había hecho, «cuando sólo tú sabes el cariño que te tengo, pegada a ti como una lapa. ¿Por qué me haces sentir de esta manera que te llevas bien con Link? Me echaría a llorar, cariño mío, cuando te veo paseando alegremente con él». La aflicción de la señora Bende no duró mucho. Acogió de nuevo a Elli como a la pecadora arrepentida. Estaba resentida: ¿cómo había podido Elli hacerle esto? Sin embargo, su pasión era demasiado fuerte.

Elli estaba desesperada, confundida, destrozada. Y al tender la mano a la amiga sólo sabía una cosa: la necesitaba, la quería, deseaba tenerla otra vez. En su desesperación no conocía otro pensamiento: castigar al hombre, borrar la ofensa, la ignominia que él había cometido con ella y con su padre. Debía terminar con Link. Él le había inoculado sentimientos desenfrenados. De pronto amaba a su amiga con locura. Hasta el punto de que ella misma se asombraba. Amaba a la señora Bende como el fugitivo ama su escondite o sus armas. Se arrojó a ese amor encendida en cólera, amenazante. Al mismo tiempo se aferraba a su amiga para protegerse de lo peor, pues ya presentía lo que la sed de venganza le inspiraba y quería protegerse con el más ardiente de los amores, volverse sorda y ciega. Elli formulaba ya esas palabras enigmáticas y ofuscadoras que luego repetiría sin cesar: quería demostrar a su amiga el amor que le profesaba.

La pasión amorosa por la señora Bende que se despertó en Elli no era un poderoso instinto adormecido hasta entonces, sino el fruto de aquellas circunstancias especiales. Pusieron en marcha algo atrofiado, latente en ella, un viejo mecanismo casi enmohecido. Eran como náufragos de una catástrofe marina que cometen actos monstruosos de los que difícilmente puede decirse que son propios de ellos. Lo que germinaba en Elli la dominó por completo durante mucho tiempo, y ella no pudo evitarlo. Era aquel hombre terrible que ella había asimilado en su ser y que ahora debía expulsar.

Las dos mujeres alimentaban sus sentimientos amorosos con un odio constantemente renovado contra los maridos; más concretamente, contra Link, pues la señora Bende, respecto al rencor que sentía contra su esposo, se limitaba a seguir la corriente, a alardear. Con ese odio trataban de justificar y enmascarar la singularidad censurable de su amor, que ellas mismas consideraban criminal y punible. Y en sus conversaciones, abrazos y tocamientos, Elli encontraba una seguridad y una confianza especiales. Estaba totalmente de acuerdo con lo que escribió un día la señora Bende: «Es un auténtico drama tener que cargar con esos tipos y reprimirnos de este modo». Para Elli suponía paz y seguridad en una zona particular del alma, una zona en la que se refugió para poderse entender con su marido. Era una zona que le convenía: la agitaban peligrosas ideas de venganza, quería hacer algo secreto, condenable. Arrojarse en brazos de Grete fue el primer paso decisivo hacia un terreno prohibido.

La idea surgió primero de Elli: Link tiene que estar postrado en cama para ver lo que vale una mujer. Era un claro deseo de verlo muerto, pero se lo ocultaba a sí misma: conscientemente no quería eliminarlo todavía. Conscientemente pensaba en la manera de obligarlo a cambiar, de enmendarlo. Las dos mujeres iban completamente a la deriva. Los hombres las separaban; Link se revelaba en toda su brutalidad. No sabían qué hacer. Recurrieron a las cartománticas, que les hicieron las habituales alusiones oscuras sobre el futuro. Elli se planteó divorciarse, luego lo dejó correr. ¿Por qué? En su interior ya estaba preparando otra solución; dudaba, decía, que le concedieran el divorcio. En sus cartas expresaba a menudo la vergüenza que sentiría si tuviera que volver con Link y causar tanto dolor a su amiga: «Pero sólo tú, tú sola, verás, te lo demostraré, que lo sacrificaré todo por ti, aunque me cueste la vida».

La lúcida y prosaica Elli conoció en esas semanas extraños y fantásticos arrebatos románticos con su amiga. Era algo parecido, aunque cien veces amplificado, a lo que durante dos semanas la había unido a Link: un estado de ensueño, ahora semejante a la embriaguez. Se produjo un desplazamiento de todas sus perspectivas anímicas; su timbre interior cambió. Era el efecto de las dos fuerzas fascinantes que operaban en ella: el odio irreprimible contra Link, ese pensamiento que ella quería alejar de sí, y la pasión amorosa por su amiga. Sobre todo esa pasión empujó a Elli al heroísmo, la espoleó a actuar viril y heroicamente; tenía presente en todo momento la promesa hecha: «Te demostraré mi amor». Estos dos sentimientos juntos, robustecidos en exceso, derramaron en su alma una fascinación que la sojuzgó y de la que ya no pudo escapar. A menudo se hallaba en un profundo estado de arrobamiento, y entonces descubría que sólo vivía para la señora Bende: «Cueste lo que cueste, sólo vale la pena ser feliz y consumirse en el amor». Refutó las palabras de Grete cuando ésta dijo que se sentía culpable: «No, yo no te culpo de nada». Y, a renglón seguido, la misma cantinela: «Quiero vengarme, nada más». ¿De quién quería vengarse? ¿A quién quería castigar? ¿Por qué este impulso tomaba formas tan fantásticas? Ya no era esa persona en particular, el Link real, a quien atacaba.

Primero, la esfera de odio que él había creado en ella puso en movimiento las fuerzas más poderosas de su alma; después, algo se extendió espontáneamente y creció en busca de objetos. A esta esfera de odio, este poder extraño, incrustado en ella a fuerza de golpes, se oponían su sensibilidad y sus propias convicciones. Antes vivía en un equilibrio interior al que había llegado no sin dificultad. Con el odio lo había perdido. Se había perturbado el juego sutil de las fuerzas estáticas; el mecanismo intentaba ajustarse, reclamaba volver al antiguo estado de seguridad. Elli debía desprenderse del nuevo sobrepeso y aspirar a un reparto equilibrado de las fuerzas interiores. Tanto más aspiraba a ese equilibrio cuanto que esta esfera de odio le parecía esencialmente extraña, mala, peligrosa, inquietante, como si quisiera destruir su pureza interior, su libertad, su virginidad. Pues, en cierto sentido, Elli había sido y se había conservado siempre virgen. Estaba inmersa en un proceso de purificación; las masas purulentas se acumulaban alrededor de un foco infeccioso. Ya había germinado en ella imperceptiblemente la voluntad de actuar. Esta voluntad necesitaba la fascinación, el estado de somnolencia. Necesitaba crearse este clima. Y Elli, tanto tiempo sin guía, se dejó llevar, incluso se arrojó a él. Para ella fue un éxtasis, un sueño en el que se refugió.

Pero lo más duro para ella no era todo lo relacionado con Link. Era su conflicto interior: la señora Bende. Tampoco ella le convenía. Sí, Link y la señora Bende estaban cortados por el mismo patrón, eso sentía en su fuero interno. La señora Bende la apremiaba y la cortejaba como había hecho Link; ambos eran seres vacilantes, desengañados, sedientos de amor. Con violencia, casi con temeridad, apartó el conflicto surgido en su interior. No quería ni a uno ni a otro tal como eran. Desesperada, escogió el lado seductor, que, sin embargo, ya le repugnaba.

Elli pasaba por una terrible crisis. Como su marido, sufría los golpes del destino. También estaba en peligro de muerte. Después de una furiosa escena con Link, pensó en huir o en envenenarse, pero no sin antes haberle dado veneno a él.

¿Por qué razón escogió el veneno en vez de una muerte rápida? El odio de Elli era enorme; para afirmarse, ella debía hacerse a un lado a sí misma. No fue sólo por debilidad y cobardía por lo que escogió este método femenino de asesinato. Link llevó a cabo varias tentativas de suicidio ahorcándose. ¿No era curioso que fuera ella quien le cortara la cuerda cada vez? El espectáculo la horrorizaba; no podía por menos de descolgarlo y tenderlo en el suelo, así él podía proseguir su existencia miserable. Fueron los mismos instintos que actuaban en ella incluso en estado de embriaguez y que la mantenían apegada a sus padres los que concurrieron en la elección del método de asesinato. Quería matar a Link para deshacerse de él y volver con ellos. La eliminación del marido debía pasar desapercibida. El envenenamiento era un rasgo típico de su regresión hacia sentimientos infantiles y familiares. Concurría a ello el odio inexorable que la ataba a su marido. Él la había incitado a unirse a él en el odio, y ese odio tendía a matar, pero no buscaba la muerte. Se mataban continuamente; ella quería conservarlo para poderlo matar durante más tiempo. Si lo envenenaba lentamente, seguiría apegada a él. Poco a poco se abría camino la idea, un pensamiento sincero, de que Link se enmendaría. Era el pensamiento frecuente, subterráneo, vacilante, que Elli escondía a la señora Bende: para nada quiero matarlo, sólo castigarlo: se enmendará.

Más allá del amor sádico, sentía una inclinación hacia Link que emanaba de su sentido de la familia: al fin y al cabo era su marido. Y, a la vez que guardaba silencio ante Grete, percibía amarga y despectivamente, a pesar de la pasión, los fuertes lazos que unían a Grete y al marido de ésta.

A menudo parecía completamente ausente y cambiada ante su amiga, y tenía que disculparse por estar siempre cavilando cómo conseguir algo. La ansiedad de no «conseguir algo» y la duda de cómo conseguirlo la ponía enferma. Y, luego, el desconcierto, el arrobamiento: «Tú, amada mía, verás cómo lucho por ti. Lo conseguiré. Jamás me dejará tranquila. Pero yo procuraré que él se tranquilice de una vez por todas».

Sería raticida. Más adelante escribiría: «para ratas de dos patas». Era lo más discreto, y sería fácil de encontrar.

La amiga había seguido fascinada la evolución de los hechos. A veces con temor, pero siempre entre escalofríos de amor y felicidad, observaba las maniobras de la otra. Por esa época su matrimonio no iba mal; no prestaba mucha atención a su marido, absorbida como estaba por los asuntos de Elli. Escuchaba radiante de felicidad sus protestas de amor. Consideraba justo que desapareciera ese hombre, ese canalla que casi le había arrebatado de nuevo a la amiga. Pero le suplicaba que fuera prudente, para no tener que sufrir, siendo inocente, durante años. «Mamá y yo nunca te abandonaremos». A partir de entonces, Elli notó menos la brutalidad de su esposo; la fascinación la hacía insensible a los estímulos externos: ya nada más penetraba en su interior. Para ella, ese asunto se había acabado. Miraba sin cesar a su estrella: el asesinato; ahora estaba segura.

La señora Link fue a ver al droguero W. Le pidió veneno para las ratas que tenía en casa. Él le vendió raticida. Un tiempo después volvió, insistiendo en que le diera un veneno más fuerte. Aquella comida para ratas había resultado ineficaz. Muy a la ligera, el droguero le vendió por dos marcos unos diez o quince gramos de arsénico. Elli estaba firmemente decidida a eliminar a Link; era una idea que había engendrado en su alma y que ahora alumbraba. Era el momento de pasar por el horror de llevarla a la práctica. Al principio no tenía ni idea de lo que eso representaba.

Eran los meses de febrero y marzo de 1922. El comienzo fue fácil. Ya fuera que ella lo provocara, ya fuera que simplemente no hizo nada para impedirlo, la noche que Link volvió a casa borracho, tambaleante, Elli le arrojó la comida a la cara, él la tumbó de un golpe sobre la cama y le exigió puré de patatas. Fue allí donde él recibió la primera dosis de veneno. Al cabo de tres días, la segunda. El hombre cayó enfermo; aparecieron trastornos gástricos e intestinales. Guardó cama ocho días; después volvió al trabajo. Los síntomas se fueron agravando. El envenenamiento afectó a todo su organismo. Elli veía cómo trataba en vano de sudar para eliminar el veneno, pero «la cosa se resistía». Todo parecía ir sobre ruedas, el hombre apenas se tenía en pie y ella no quería aflojar. Pero pasaron otras cosas. Poco a poco, a través del velo de la fascinación, Elli se vio obligada a ver lo que estaba haciendo. Un día en que se encontraba mejor, Link no volvió a casa. Ella temió que se hubiera desmayado, que un médico le hubiera practicado un lavado de estómago y hubiera descubierto el veneno. De su amiga escuchó palabras sombrías, nada alentadoras: una persona reventaba por los efectos del veneno. Ella se lo creyó y tuvo miedo. A menudo no sabía por dónde andaba: sentía dentro de sí un desasosiego terrible, tenía ganas de echarse a correr hasta donde las piernas la llevaran. Preguntó a la señora Bende si eso era la mala conciencia.

La amiga se daba cuenta del estado de Elli. Pero también veía que, si le hubiera dado todo el veneno de golpe, todo se habría acabado. Y luego estaba el miedo tremendo a que la descubrieran. «Pero tú, mi único amor, tienes que ser muy prudente, para que después nada salga a la luz. Pues esos canallas no valen la pena».

Y cuando el esposo de la señora Bende supo que Link estaba enfermo, dijo en tono de broma: «Bueno, ¡mientras la señora Link no le haya dado algo! Porque solía jactarse de que un día se vengaría». La mujer: «En ese caso, el médico no habría diagnosticado una gripe que le ha afectado los pulmones». Y una vecina, una tal señora N., dijo a la madre de Grete que, en su opinión, había algo sospechoso en la enfermedad de Link. Seguramente la señora Link tenía algo que ver.

La señora Link vivía en un estado de gran excitación, de total aturdimiento. Extenuada, cuidaba a su marido. Construía, destruía. Él estaba ahí, tendido en la cama, pero no se moría. Aquel hombre le repugnaba de una manera completamente nueva, espantosa incluso. Aquel hombre envenenado. Elli sabía lo que estaba haciendo; a sus ojos, él era un horror, una acusación viviente. Lo cuidaba, a menudo se veía obligada a mostrarse especialmente buena con él. La misión que se había asignado era terrible. Cuando él se repuso una vez más, ella desfalleció. Decidió esperar a la primavera.

La mirada aguda, penetrante, de la amiga captó ciertas cosas. ¿Estaría Elli, quizás, enamorada todavía de su marido? No, no, se respondía, atormentada. ¿Qué más quería de ella? Al fin y al cabo, lo hacía todo por su amiga. Tenía que justificar su preocupación por Link. Si tanto la preocupaba, «¿por qué le daba aquel potingue?». En sus conversaciones con la señora Link, la señora Bende se despachaba a gusto. Llevada por el frenesí de sus sentimientos, se le escapó que también ella envenenaría a su marido. Ella, que por lo general vivía con su marido de una manera soportable, que sentía apego por él y luchaba por su amor. No hablaba en serio, no era sincera en eso del veneno. La señora Link le dio un poco de arsénico. Una vez en la calle, lo tiró, asustada, y dio a su amiga una pobre explicación: su marido ya no volvería a comer en casa si se daba cuenta, y si la cosa trascendía, ella ya no obtendría nada de la «Victoria». Rivalizando con Elli y a fin de recompensarla, mintió una vez más diciendo que lo había pasado muy mal. Había intentado dar ácido clorhídrico a su marido, pero él se había dado cuenta y la había obligado a tragárselo, y ahora se encontraba fatal. Elli se lo creyó. Otras cosas que la señora Bende dijo e hizo en esa época no eran sino imitación ridícula y exaltada de su amiga. Hablaba de la obligación que se imponía en casa, decía que ya no sentía nada por su marido. Pero que de momento era mejor no hacer nada contra él, de lo contrario los demás considerarían extraño que los dos hombres desaparecieran a la vez.

Elli veía el espectáculo horrible del hombre enfermo que, ardiendo de fiebre, recorría la habitación de arriba abajo y se subía por las paredes de dolor. Ella sufría cruelmente. Tenía que refugiarse en las cartas, buscar fuerzas: «No cederé, tiene que expiar sus culpas, aunque al final tenga yo que pagar las consecuencias». De vez en cuando la asaltaba una apatía puramente animal; al exceso seguía una relajación repentina de la tensión. Entonces, indiferente, le llevaba la sopa al enfermo y «le ajustaba cuentas». Y le divertía la manera de hacerlo: ante sus ojos, o por detrás, le vertía el veneno en la comida: «Ojalá reviente ya este cerdo. ¡Cómo resiste! Hoy le he puesto gotas, una buena ración. Le han dado palpitaciones y he tenido que aplicarle cataplasmas, pero no en el corazón, sino bajo el brazo, y él ni lo ha notado».

No eran frecuentes esos momentos de relajado cinismo. Algunos días no podía evitar un sentimiento de culpabilidad y un tormento interior. Entonces se echaba a su lado y le suplicaba que no la abandonara, que ella lo cuidaría. Volvía a ser la esposa, la niña de la familia de Brunswick, y él, el marido que su padre le había dado. Miedo al castigo: «Si Link llega a saber que ha sido envenenado, estoy perdida sin remisión».

¡Cuántas vacilaciones en las palabras y en las cartas que intercambió con la señora Bende en esa época! Elli, la activa, la viril, se imaginaba casi en el papel de una esclava de su amiga. En medio de las nefastas noticias sobre el estado de Link, escribía: «Una vez haya terminado con Link, te habré demostrado ampliamente que sólo lo he hecho por ti, querida mía». Un día, apremiada por los comadreos, las murmuraciones y los falsos recelos, Elli cogió los restos de veneno y los tiró al retrete, y luego no supo qué hacer. La decisión de eliminar a Link la apremiaba, la violentaba. Se devanaba los sesos buscando una salida. «Grete, procura conseguir algo. Me tiro de los pelos. ¿Por qué habré sido tan estúpida? Ahora se ha ido todo al carajo. Gretchen, te lo pido por favor, procúrame algo. Apenas creo que pueda deshacerme de él, y tengo que hacerlo, quiero hacerlo. ¡Lo odio tanto!». Sentadas una al lado de otra, las dos mujeres lloraban; habían emprendido algo superior a sus fuerzas. La desconfiada Grete notaba reproches silenciosos en la actitud de su amiga: le dolía el corazón, escribió un día, sentía la culpa de Elli y temía por su amor.

Elli volvió a la droguería. Compró más veneno. Entretanto, la víctima vagaba por la casa o corría a la consulta de los médicos. Le diagnosticaron gripe. Sus accesos de furor disminuyeron, pero siguió siendo el hombre sombrío y malhumorado de siempre. De vez en cuando descargaba sobre su mujer el fastidio que le causaba su deplorable estado. Era una bestia de carga. Si sólo pudiera salir, trabajar. A veces, mirando a Elli, sentía remordimientos. Estaba sentada junto a él, llorando; él no sabía por qué. Nada serenaba su alma, nada la reconfortaba. El envenenamiento afectó al estómago y a los intestinos provocando graves inflamaciones intestinales. Los vómitos y las diarreas aparecieron después de dosis especialmente fuertes. Se tornó lívido, gris, con dolores de cabeza, neuralgias y debilidad general. De vez en cuando, crisis cardíacas, vahídos, delirios.

Los horribles días de finales de marzo que precedieron a su muerte los pasaron las dos amigas en medio de una tensión enorme. La señora Bende era la más tranquila, a pesar de su temor: estaba fuera de peligro y, sobre todo, veía feliz y encantada que lo que allí ocurría era por ella. Seguían parloteando con sus frases enfáticas: pronto ya nadie podría destruir su felicidad. Con todo, a menudo eran presa de un miedo febril. La señora Bende constantemente recomendaba calma a su amiga, le advertía que no mostrara el más mínimo arrepentimiento ni confesara nada en caso de un eventual interrogatorio. Se sobresaltó de alegría al verla llegar una mañana temprano; enseguida pensó que le traía cierta noticia.

En el alma de Elli rara vez había un sentimiento para Link. Un solo pensamiento la dominaba: acabar de una vez. A veces todavía sentía odio hacia su marido, porque su estado se prolongaba demasiado. A veces renaciendo espontáneamente, otras veces provocada por ella, la inundaba esa dulce fascinación que la aturdía, ese sentimiento benéfico: lo hago por mi amiga, le demuestro mi amor después de haberle causado tanta pena con mi vuelta a casa. En esos días se había precipitado en ese amor casi con violencia, como nunca antes. Pero a veces, y sin ruido, el amor retrocedía ante el deseo de terminar de una vez para siempre. A medida que el odio hacia Link disminuía, el sentimiento amoroso también decrecía. Pero no había marcha atrás. Abrigaba ideas de suicidio. En palabras encubiertas, por pura fórmula, decía que quería evitar una condena: «Si se descubre la verdad y tengo que expiar mi crimen pondré fin a mis días». Y en otra ocasión: «Si se descubre la verdad, cosa que me da igual, mis días estarán contados, tanto como los suyos».

Hacia finales de marzo de 1922 se acabó de nuevo el veneno y ninguna de las dos mujeres, ni la señora Link ni la señora Bende, pudo soportar por más tiempo el sufrimiento, el miedo, la incertidumbre y la zozobra. La señora Bende estuvo de acuerdo en que Elli llevara a su marido al hospital. Las energías de Elli se habían quebrado. Débil y agradecida, escribió a la amiga: sí, lo haría, y si alguna vez volvía a casarse, se casaría con su amiga.

El mismo día en que ingresó en el hospital de Lichtenberg, el primero de abril de 1922, Link murió, a la edad de treinta años.

La mujer se quitó un gran peso de encima. No pensaba realmente en Link. De puertas afuera aparentaba estar apesadumbrada, pero se sentía feliz, aliviada. ¿Por qué? Porque no tendría que volver a matar, porque se había reencontrado a sí misma y porque su propio mal tocaba a su fin. Esperaba que ahora el péndulo de su alma recuperaría el equilibrio. Sí, ¿qué había pasado? Percibía de manera confusa que una gran cantidad de cosas horribles habían desaparecido. En sus sentimientos no anidaba crueldad alguna contra el hombre muerto porque apenas le dedicaba un solo pensamiento. Y si en algunos momentos pensaba en él, lo hacía con cierta nostalgia. En aquellos días escribió una carta a sus padres diciendo que Link se había enmendado, que al final había cumplido su promesa. Ante sí misma y ante los demás no podía sino hablar bien de él. Había tenido suerte: regresar a su medio natural, más puro, más simple. Después de la angustiosa tensión de las últimas semanas, experimentó una gozosa exaltación. La confusión era total: no había previsto las consecuencias.

Frente a la señora Bende reprimía como siempre algunos sentimientos y todo en ella era alegría. Pensaba ya en un futuro más lejano: por el momento no quería casarse, pero quizá más adelante, si se presentaba la ocasión y pudiera formar un hogar con un hombre que tuviera algún dinero. «Ahora soy una joven viuda alegre», se regocijaba, sin consideración hacia los sentimientos de la señora Bende, «mi deseo era ser libre por Pascua. Como no tengo nada que ponerme, podré comprarme alguna cosa. Y si tuvieras un día la misma suerte y mi madre viniera, no nos reconocería. Seremos las viudas alegres de Berlín».

Durante las últimas semanas, la señora Bende había estado tremendamente angustiada, pues no veía llegar el día del entierro. En el asesinato de Link se había encontrado desempeñando el papel del encubridor, tan culpable como el criminal. No asistió al entierro, pero su madre sí. Margarete Bende creía que debía tranquilizar a la amiga: «Es el mayor de los canallas el que hoy yace bajo tierra. Ese individuo no debería tener paz en la tumba». Pero el mismo día escribió: «Querida mía, ¿piensas en mí en este instante en que lo bajan a la fosa? Puesto que, en realidad, yo soy la principal culpable. El rostro me quema como fuego. Ahora son las cinco menos veinte. En un instante, si todo sigue el horario previsto, comenzará la gran ceremonia y el Señor Comunista abandonará este mundo».

Elli no necesitaba que le dieran aliento. Cínica y arrogante, y al mismo tiempo no del todo sincera, se jactó ante la amiga: «He llevado a cabo todo lo que me había propuesto. Así te he demostrado mi amor, te he demostrado que mi corazón sólo latía por ti. He simulado mi amor por Link hasta el último día, cuando a veces tú decías que me compadecía de él. No, amor mío. Sólo ahora soy feliz, feliz de haberlo conseguido con cuatro marcos y de haberle cerrado su impío hocico».

Pero ya entonces Elli iba dando cada vez más muestras de desencanto, de relajamiento. Contó a la señora Schnürer, la madre de Grete, que durante la enfermedad Link sólo pensaba en trabajar, y que ella lloraba a menudo, tan bueno era con ella en aquellos momentos. En su rostro se dibujaban a menudo rasgos melancólicos. La fascinación declinaba. No era el miedo al castigo, como en el caso de la señora Bende, sino el germen de una evidencia terrible, el retorno oscilante al estado de antes. La señora Bende la observaba afligida, notaba que Elli se volvía contra ella: «Me pones ante un gran enigma. No sabes las reflexiones y los reproches que me hago. Incluso cuando estoy contigo, te veo en un embarazoso estado de confusión, como si constantemente me quisieras decir que yo tengo la culpa de lo que has hecho». La aflicción de la señora Bende era inmensa. En una ocasión dijo, desesperada, que se reconocía culpable de todo, que Elli no la amaba de verdad, y que, cuando había vuelto con Link, hubiera podido empezar una vida feliz.

Elli, la viuda, emergió de su vago luto y se defendió ante la amiga: «Mi querida Gretchen, ¿cómo puedes decir que siento pena por Link? ¿No he sido lo bastante cruel? Si todo esto hubiera sido por obligación, no estaría tan contenta. Créeme, ni una fibra de mi ser se ha conmovido. He actuado con indiferencia y todo lo he hecho con corazón frío y no me arrepiento lo más mínimo. Sólo estoy contenta y feliz de verme liberada».

Por esa época la señora Bende, rivalizando con su amiga y tratando de seducirla, fingió que ponía manos a la obra para eliminar también a su marido. Quizá eran sólo pensamientos nacidos del entusiasmo y el delirio. Por esa época la asediaban el dolor y el miedo por su amiga. Pero, cuando daba un paso adelante, retrocedía dos. Visitó a la vieja y arrugada adivina Feist, compró gotas y contó a su amiga que se las daba a su marido. Estaba muy nerviosa y su amor por Elli la empujaba a hacer cosas impropias de su manera de ser. No odiaba en absoluto a su marido, y cuando abrazaba a Elli, a pesar del placer, se entristecía y lloraba, se sentía impulsada hacia su marido. No dejaba de consolar a la amiga: «Espérame y seme fiel. Todavía tendrá que pasar algún tiempo». Paralelamente, palpitaba en ella la idea atrayente de hacer venir a Elli, de vivir con ella y su madre. La señora Bende, esa mujer de sangre caliente y sentimental, se sobresaltó cuando la amiga le espetó un día con insolencia que debía quedar libre a más tardar por Pentecostés. La señora Bende leyó abatida lo que Elli le escribía como señuelo: que era maravilloso estar sola, no tener que correr y jugar a perro de aguas, no estar obligada a tener miramientos por nadie y por nada. Ahora se le revelaron claramente el infantilismo y la dureza de Elli, su carácter despreocupado, alegre y a la vez glacial. La señora Bende vivía ahora un conflicto, poco menos que una crisis. Casi se alegró de que estallara la catástrofe, el descubrimiento.

Los médicos habían dudado, en el caso de Link, entre la gripe, la malaria y una intoxicación por alcohol metílico. En el certificado de defunción se decía que la causa de la muerte había sido esta última: una intoxicación por alcohol metílico. La madre de Link, que sentía hostilidad por Elli, sacó el asunto a relucir. Elli no le había hablado de la enfermedad de Link hasta después de su muerte, y entonces le dijo que había muerto de una intoxicación alcohólica. Fue a la policía y acusó a su nuera. A continuación vinieron los interrogatorios. Los médicos forenses hicieron la autopsia del cadáver. Algunas partes del cuerpo fueron remitidas al doctor B. para ser sometidas a un análisis químico. El análisis no reveló alcohol metílico ni medicamentos, pero sí la presencia de cantidades considerables de arsénico. Esas cantidades hubieran bastado para matar a más de una persona. Los médicos forenses hicieron constar un envenenamiento debido a la absorción regular de dosis inauditas de arsénico.

El registro en casa de la señora Link puso al descubierto un paquete de cartas, precisamente las de Margarete Bende, además de otras de Elli que la señora Bende le había devuelto. La señora Link las había escondido en su colchón. Aquellos días la señora Bende guardaba cama a causa del tiempo borrascoso. El 19 de mayo, un mes y medio después de la muerte de Link, su viuda fue arrestada. También se abrieron diligencias contra la señora Schnürer.

Los breves comunicados de prensa acerca de los hechos levantaron una enorme expectación. La instrucción del caso duró casi un año. El juicio oral tuvo lugar entre el 12 y el 16 de marzo de 1923 en la audiencia regional de Berlín.

Elli Link lo confesó todo desde el principio. Se comportaba como una colegiala intimidada. Después afloró su carácter pertinaz. Resucitó el odio contra su marido; se consideraba inocente: se había limitado a defenderse, a eliminar al malvado.

Grete estaba trastornada, terriblemente asustada. Y aliviada. Su mala conciencia de antes la perseguía. También tenía mala conciencia con respecto a su amiga. Era su manera afectada de sentirse culpable, pero esquivando, escondiéndose tras una indignación ruidosa. Lo negó todo hasta la vista oral; mentiras pobres, transparentes.

En prisión, Elli volvió en sí. La fascinación había desaparecido por completo. No comprendía cómo las cosas habían llegado hasta aquel punto. Durante su detención preventiva escribió: «¿Cómo podría describirlo? Para mí ha sido y es un misterio, todo el asunto me parece todavía un sueño». No había en ella ni la más mínima sensación de peligro. También había desaparecido de su alma la ardiente rabia contra Link, ya sólo albergaba una abulia general y una amargura dirigidas contra el muerto, un rechazo agrio y apático, una profunda aversión que la ayudaba a reponerse. Se aferraba al recuerdo de las brutalidades y las maldades de Link. La familia de Brunswick aunó esfuerzos para ayudarla. Hasta qué punto llegaba la despreocupación de Elli lo demuestra su resentimiento contra la madre de Link, que la había denunciado y que había comenzado a meter mano en las cosas de Elli y en la herencia de Link. Elli alertó al abogado que antes se había ocupado de su divorcio: ¿debía tolerarlo? En una carta de finales de 1922, recriminaba a sus padres y hermanos: tenían que haber velado por sus asuntos. Todo lo que poseía había desaparecido, ¡era como para tirarse de los pelos! «La vieja busca motivos para cargarme el muerto, pero que diga una palabra y seré yo quien hable, pues esto ya colma la medida. Lo único que tenía Link era ropa hecha jirones. Si los abogados no se aplican con más interés, puedo pasarme años encerrada. ¡Ah, esa mujer! ¿Por qué ha criado hijos sin corazón? Quizá yo tendría que ir descalza, eso le gustaría a la vieja». Luego informaba del tiempo, que seguía siendo bueno, y del aire, delicioso. «Sobre todo no os pongáis enfermos, quiero volver a veros a todos sanos y alegres. Por favor, cuidad de mis cosas, que estén en orden. Ya veré lo que hago, pues tengo muchas obligaciones. Muchos besos de vuestra hija y hermana Elli».

Había creído haberse liberado completamente de Link, ser libre al fin. Pero no había recuperado el equilibrio de antes. Ahora que la fascinación del odio y la pasión amorosa habían disminuido, ahora que querían castigarla a causa de su marido, empezó de nuevo a luchar contra él. Lo llevaba consigo a todas partes. Algo más profundo en su interior la unía a él. En la prisión preventiva soñaba mucho, y sus sueños eran angustiosos. Helos aquí.

«Mi marido y yo paseábamos por un bosque y de pronto tuvimos que bordear un precipicio cercado con una valla. Sentimos escalofríos, pues en el fondo del precipicio había leones. Link dijo refunfuñando: “¡Te arrojaré ahí abajo!”. Y enseguida me encontré en el fondo. Los leones se me echaron encima, pero yo los acaricié y mimé, incluso les di mis bocadillos. Aquellas fieras no me hicieron nada. Mientras comían, trepé hacia lo alto y salté por encima de la valla. Pero Link dijo furioso: “¡Carroña, no la vas a palmar nunca!”. Había allí una puerta que sólo estaba entornada. Di un empujón a Link, que se precipitó al abismo. Los leones lo despedazaron. Quedó allí en medio de un gran charco de sangre».

«Yo estaba sentada con una niña en la habitación, jugando, bromeando, haciéndonos mimos. Le enseñaba unas frases que ella repetiría cuando Link volviera a casa. Cuando lo vimos, corrimos a su encuentro diciendo: “Hola, papá, ¿cómo te ha ido el día?”. Cuando la pequeña hubo pronunciado algunas palabras, él dijo: “Esta mocosa es clavada a ti”. Entonces me arrebató la niña, la cogió por las piernas y le golpeó la cabeza contra el borde de la mesa».

«Link había comprado un perrito. Quería adiestrarlo para perro guardián. Cogía el bastón y pegaba al animal con toda su furia. El perro daba alaridos sólo con oír la voz de Link. Yo no podía verlo y le recriminaba que tratara al perro de aquella manera: conseguirás más con un poco de amabilidad y cariño. Como Link no me escuchaba, le arrebaté el bastón y le golpeé en la cabeza hasta que cayó muerto».

«La sala estaba llena de cadáveres. Yo debía lavarlos y vestirlos, pero por descuido tumbé un banco. Todos los muertos cayeron al suelo y al levantarlos sentí escalofríos de espanto. Quería salir corriendo y gritar, pero las piernas no me obedecían y el grito quedó detenido en la garganta».

«Estaba citada ante el juez. La condena fue dura. Mientras me devanaba los sesos para encontrar el medio más fácil de acabar, una vigilante se prestó a ayudarme. Cogió un cuchillo y me cortó en pedazos».

«Oí a mi madrecita gritar y corrí a la ventana. Entonces oí que alguien entraba en la celda. El que entró me arrancó brutalmente de la ventana».

«En mi habitación había una persona completamente helada, no sé si hombre o mujer; tampoco sé si estaba viva o muerta. Me daba mucha lástima que la persona estuviera tan helada. Saqué unos carbones ardientes de la estufa y los metí en la cama para que aquella persona se calentara. Pero en un instante todo se incendió, y yo estaba fuera de mí, como una loca. ¿Cómo podría explicar la sensación de despertarme y comprobar que nada era verdadero?».

«En la habitación había una persona con un cubo que contenía una serpiente. La persona indicó a la serpiente el camino que debía tomar y ésta se enroscó en torno a mí y me mordió el cuello».

«Mientras fumaba un cigarrillo contemplaba una bandera blanca con un águila negra. Por descuido le hice un agujero con el cigarrillo. Por esta razón tuve que comparecer ante un consejo de guerra y fui condenada a cadena perpetua. Desesperada, me colgué».

«Nos ejercitábamos en juegos malabares con cuatro pelotas. Las pelotas cambiaban de color en el aire. De pronto se transformaron en unas cabezas que me miraban de tal manera que tuve miedo. Me dieron escalofríos y me fui corriendo. Pero por más que me esforzara no podía moverme de sitio. Entonces grité: “¡Mamá, socorro!”. Pero también el grito quedó aprisionado en la garganta. Cuando me desperté, estaba bañada en sudor».

«Íbamos por el campo. Al llegar a un molino, entramos para pedir un poco de harina. El molinero era un hombre duro de corazón y nos indicó la puerta. Me enfurecí como una loca, le di un golpe y él cayó en la rueda del molino. Quedó hecho trizas».

«Mi marido siempre había querido migrar al extranjero. Un día el deseo se hizo realidad y me llevó consigo. En el barco me maravillaba de cuanto veía, y quería saberlo todo. Tantas preguntas molestaron a Link, que me tiró por la borda. Alguien lo vio y me rescataron. Verme de nuevo no le sentó nada bien a Link; yo era un estorbo para él. Esto me puso furiosa de nuevo: primero me había embaucado con halagos y ahora quería deshacerse de mí. Entonces le di un empujón, con tan mala fortuna que Link cayó y no reapareció. Pero lo veo constantemente detrás de mí».

«“Me has prometido muchas veces que me comprarías un par de zapatos, ahora podrías darme este gusto”. “De acuerdo, te compraré unos zuecos, son suficientes para ti”. Yo le dije: “No, gracias, en ese caso no quiero nada”. Por este “gracias” recibí un golpe tal en la cabeza que no supe dónde estaba. Al recobrar lentamente el conocimiento, vi que íbamos sentados en el tranvía. Link dijo: “¿Has terminado de hacer pucheros?”. Entonces recordé lo que había pasado. No me pude dominar. Al apearnos, lo empujé delante del tranvía, que lo arrolló, y él quedó allí hecho pedazos en un baño de sangre».

Estando en la cárcel, Elli veía a menudo en sueños o en duermevela objetos y rostros que aumentaban desmesuradamente de tamaño. Decía que le dolían los ojos al verlos; le producían sensaciones de angustia y palpitaciones hasta el punto de que no sabía qué hacer. Se sorprendía dando vueltas como una sonámbula. Temía la llegada de la noche, se daba friegas frías. Le aliviaban, pero las pesadillas no cesaban.

La otra, la señora Bende, a menudo veía también a su marido por la noche. Él la amenazaba con un puñal y un hacha. Entonces la asaltaba un miedo terrible y agobiante. Pero también tenía sueños más insustanciales, agradables. Corría por verdes prados llenos de flores; de vez en cuando veía nieve nítida, paseaba con su perro. Muy a menudo soñaba con su madre y lloraba en sueños, hasta que su compañera de celda la despertaba. Veía a su marido vociferando contra su madre. También soñaba con la señora Link, con su Elli, que lloraba ante ella y decía: «Link me ha vuelto a pegar».

Elli había quedado muy afectada por los acontecimientos, el encarcelamiento, los interrogatorios. No sólo había vuelto a la realidad, sino que además, tal como mostraban sus sueños, en su interior se había operado un cambio. Ahora por primera vez tomaba conciencia plena y clara de su acto: Link realmente había muerto a causa del veneno que ella le había administrado. A ese cambio había contribuido el fin de la fascinación que en ella provocaba su apasionamiento, su sentido de la familia y la interiorización de las exigencias paternas, que el juicio y la prisión habían resucitado y fortalecido. De ahí fluían ahora masas ingentes de impulsos sociales. Mientras que de día parecía actuar con calma y buen humor, de noche y en sueños era objeto de impulsos burgueses profundamente arraigados que se reavivaban. Anhelaba volver con sus padres, con su madre: quería estar con su mamá, que la llamaba, pero la arrancaban de la ventana de su celda. Era su delito lo que la alejaba de su madre.

En vano y sin cesar daba vueltas a este hecho: «Link está muerto y yo lo he matado», y nada ni nadie podía sacarla de ahí. En sus sueños se repetía constantemente la escena del crimen: lo mataba una y otra vez; a eso la empujaban la culpa y la interiorización paterna, y cada vez presentaba nuevos intentos de justificación. Sus sueños eran una lucha constante entre la interiorización paterna que la acusaba e intentaba imponerse sin obstáculos y las otras fuerzas que le quedaban y que se resistían, con el propósito de evitar verse arrastrada por un torrente de terribles fuerzas paralizadoras. Como justificación, se representaba la caída simbólica en la fosa de los leones. En esta imagen, Elli explicaba por qué había arrojado a su marido a los leones. Habían paseado juntos por un bosque: su malogrado matrimonio. Habían llegado a un lugar cercado, prohibido, un abismo de odio declarado, de cólera, de perversión. El hombre había intentado arrojarla al abismo, no lo lograba; ella se salvaba. Era él quien moría. Con justicia. En sueños, para protegerse, sólo hablaba de la perversión del hombre, no de la suya propia.

Elli intentaba demostrarse a sí misma la brutalidad de su marido. El ejemplo más impactante era el de la niña que lo quería saludar y que él agarraba por las piernas y cuya cabeza golpeaba contra el borde de la mesa. Y entonces ella revelaba secretos todavía más profundos. Ella misma había sido esa niña, había visto en Link un parecido con su padre, había buscado en él esta figura paterna. Quería llamarlo padre, salir a su encuentro como la pequeña del sueño. Pero él la decepcionaba de la manera más horrible. Ella lo acusaba de tentativa de asesinato, de haber intentado matar al hijo que llevaba dentro. Así arropada, se volvía hacia sus padres en busca de protección y de testigos: quería que fueran buenos con ella. Fantaseaba: él la arrojaba por la borda, la golpeaba en la cabeza. El desengaño de su unión con Link: le había prometido zapatos y le compraba zuecos, le decía que ya eran suficientes para ella. Las agresiones sexuales volvían disimuladas en la imagen de la serpiente que salía del cubo y se arrastraba por su cuerpo para morderla en el cuello.

Y buscaba la manera de minimizar su propia culpa; simplemente había fumado un cigarrillo y por descuido había agujereado la bandera con el águila negra. De esta manera había infringido la ley.

No quería analizar el asesinato ni su relación con Link. Se lamentaba de haber tenido que matarlo, de haber tenido que ocuparse de él, el muerto, una y otra vez. Su sala estaba llena de muertos, ella tenía que lavarlos y vestirlos. Quería apartarlos lejos de ella, huir, pero estaba clavada en el suelo.

Además, el sadismo continuaba viviendo en su interior y seguía causando estragos en sus sueños: el amor-odio compulsivo que él había despertado en ella. Tales eran los lazos que la ataban todavía al muerto. Las cosas se superponían de manera extraña en su interior: la tendencia a sentirse pura de nuevo, a ser niña, a volver con sus padres, le inoculaba esas fantasías en la cabeza; al mismo tiempo, su inclinación al sadismo bebía y se saciaba en ellas. Se estremecía, pero no podía liberarse de esas fantasías. No podía correr hacia sus padres pasando por encima de la alambrada de púas de su conciencia, pero tampoco quería vivir en el odio. En su trasiego y confusión, pensaba en la muerte como una posibilidad de encontrar la salvación; una vigilante la ayudaba en sueños cortándola en dos. En una ocasión soñó que se colgaba, como había intentado hacer su marido. En el sueño de la bandera de la marina de guerra se identificaba también con su marido, que había sido marinero durante la guerra, y ella se castigó sufriendo la misma suerte.

En suma, se castigaba con todas estas fantasías. Las temía y se condenaba ella misma a padecerlas.

En la expresión de su rostro y en sus gestos parecía la mujer inocente, anodina y alegre de siempre. En su interior, sufría una nueva crisis, luchaba encarnizadamente y reclamaba a sus padres.

No había olvidado a la señora Bende. Las curiosas imágenes de los juegos malabares le recordaban el mundo del sexo. Un día, según cuenta un sueño, había en su habitación «una persona completamente helada», de la que ella se ocupaba ostensiblemente, tratando de calentarla y reanimarla. No era un hombre ni una mujer, según aquel sueño discreto pero revelador. Era notorio el pesar que sentía por aquella persona, ella que, por lo demás, se había abismado tan hondamente en la muerte. No era el cadáver de Link. Por una vez, no era Link el muerto. Seguía apegada a Grete, pero estaba claro que su separación no era sólo física: Elli deseaba liberarse de ella. Se avergonzaba de esa inclinación todavía viva en ella. La rechazaba, como rechazaba el asesinato y al muerto, mostrando así cuán estrecha era la relación que había entre su apego a Grete, a Link y la acción que había cometido. Pero había también una parte dulce en todo ello. Quería reanimar a Grete, aunque sólo en apariencia, simulándolo. Lo hizo con un medio imposible: dándole calor con carbones ardientes. Naturalmente, quemaron a la persona helada. Elli quería a la señora Bende y no la quería. Cuando los carbones incendiaron la cama, Elli perdió el sentido, «se volvió como loca». Era así como se había refugiado en la muerte, huyendo de un dilema aún más impenetrable.

La vida interior de Elli se profundizó durante su reclusión. Con grandes dificultades, evidenciando síntomas próximos a una ligera psicosis, se consumó un cambio que se concretó en un nuevo acercamiento a la familia.

A la otra, a la señora Bende, no le ocurrieron grandes cosas en prisión. Era más simple, interiormente más flexible y mucho más rica en sentimientos. Seguía teniendo buenas relaciones con su madre: este centro se conservaba indemne. Tierna, celosa y sensible, tenía mucho que reprochar a Elli. Pero la amaba; incluso en sueños cultivaba este amor. Elli seguía siendo su niña, a la que ella protegía del malvado marido.

Toda la prensa berlinesa, así como muchos periódicos de ámbito nacional, informaron con gran lujo de detalles del juicio oral celebrado entre los días 12 y 16 de marzo. Los titulares sensacionalistas cambiaban todos los días: «Envenenadoras por amor», «Las cartas de amor de las envenenadoras», «Un caso singular».

Elli Link, rubia y discreta, sentada en el banco de los acusados, respondía intimidada. Margarete Bende, de mayor estatura, llevaba un cinturón de cuero alrededor de su delgado talle, los largos cabellos cuidadosamente ondulados; sus rasgos eran enérgicos. Su madre, en su desazón, lloraba a lágrima viva. Se acusaba a la señora Elli Link «de dos cargos independientes: por un lado, de haber matado con premeditación y alevosía a un hombre, su marido, y por el otro, de complicidad con Margarete Bende e incitación al asesinato del marido de ésta: el señor Bende».

La señora Margarete Bende tenía que responder «de dos cargos independientes: primero, de complicidad con Elli Link e incitación al asesinato en la perpetración del asesinato del señor Link. Segundo, de la tentativa de asesinato en la persona de su marido, el señor Bende, mediante acciones premeditadas que demuestran que el acto criminal tuvo un primer conato de ejecución, si bien finalmente no llegó a realizarse».

La madre, la señora Schnürer, estaba acusada de dos delitos independientes: «De haber tenido conocimiento fidedigno del plan de asesinato, primero de Link y después de Bende, en un momento en el que era posible evitar estos crímenes, y de haber omitido advertir oportunamente, ya fuera a las autoridades, ya a las personas amenazadas, permitiendo así que se cometiera el asesinato de Link y una tentativa criminal de asesinato en la persona de Bende».

Crímenes y delitos punibles según los artículos 211, 43, 49,139 y 74 del código penal.

Veintiún testigos fueron citados, entre ellos el señor Bende, la madre del difunto Link, el padre de Elli, la patrona del matrimonio Link, el droguero y la adivina. Como testigos y expertos comparecieron los médicos que habían asistido a Link en su enfermedad. Después, los médicos forenses que habían practicado la autopsia, el químico que había realizado los análisis del cuerpo, además de expertos en psiquiatría.

A la pregunta inicial del presidente del tribunal a Elli Link de si admitía haber administrado arsénico a su marido, ella respondió que sí. También declaró que había querido librarse de su marido. A menudo volvía a casa borracho, descargaba contra ella los malos tratos que su madre le había infligido y la amenazaba con un puñal y una porra. La golpeaba, ensuciaba la casa y le exigía cosas abominables en su vida conyugal. «¿Quería envenenar a su marido?». «No. Yo pensaba constantemente en que me pegaba, que su corazón ya no era para mí. Y por esta razón noche y día me dominaba un solo pensamiento: ser libre, libre. No tenía cabeza para nada más». El presidente planteó algunas dudas y le preguntó si un día le había mezclado una cucharadita de arsénico en la comida, tras lo cual el marido había caído gravemente enfermo y habían tenido que ingresarlo en el hospital, donde murió. ¿Qué pensaba ella en aquel momento? Señora Link: «Pensaba en los malos tratos. Me había pegado con tanta rudeza que yo ya no sabía lo que hacía». A la indicación del presidente de que no había dicho nada de estas cosas terribles en su demanda de divorcio y nada sobre ellas aparecía tampoco en su correspondencia con la señora Bende, la señora Link respondió: «Nada dije de ello porque me resultaba muy penoso. Pero le hice varias declaraciones a mi abogado». Su interrogatorio terminó después de que, por iniciativa de su defensor, el letrado B., ella entrara en más detalles sobre los malos tratos infligidos por su marido.

El presidente se dirigió a la señora Bende: ¿había intentado contra su marido lo mismo que la señora Link?; ¿había pedido a la echadora de cartas un polvo blanco, por suerte inofensivo? La señora Bende, Margarete: «Estuve varias veces en casa de la señora F. y le pedí que me echara las cartas porque creía en ellas. Al principio yo amaba a mi marido, porque pensaba que sería correspondida. Me casé con él tal como era, con un solo vestido por todo ajuar. Pero el matrimonio fue infeliz porque mi marido trataba con criminales y se burlaba y hacía escarnio de mi amor a la patria y mi fe en Dios, en los que fui educada. Acabó por amenazarme con matarme a puñaladas o a golpes, y cuando le dije que las consecuencias serían peores para él que para mí, me dijo que nadie le haría nada, que se haría el loco». Añadió que le daba vergüenza hablar de estas cosas en las cartas. Trataba de dar un tono anodino a ciertas expresiones insidiosas presentes en la correspondencia. Afirmó con rotundidad que nunca había tenido malas intenciones con respecto a su marido. Era verdad que había tenido sospechas sobre la señora Link, pero no sabía que quería asesinar a su marido. Ellas dos se habían vuelto a ver, por primera vez desde hacía mucho tiempo, en el juicio, en el banco de los acusados, detrás de la barandilla del tribunal. No sabían nada la una de la otra, se interrogaban con la mirada. Se alegraban en silencio. Ninguna de las dos acusaba a la otra.

La tercera acusada, la madre de la señora Bende, lloró: «Yo no sabía nada de todo esto. De haberlo sabido, vieja como soy, habría procurado evitar esta desgracia».

Las seiscientas cartas fueron leídas con algunas interrupciones. Entre los testigos fue citado especialmente el señor Bende, hombre sano y rechoncho. No había notado indicios de envenenamiento en el cuerpo. Fue interesante el informe del experto químico según el cual en marzo habían encontrado arsénico en los cabellos de Bende. Incluso al cabo de dos años era posible detectar arsénico en el cuerpo, sobre todo en los cabellos y en la piel; pero era imposible deducir la cantidad de arsénico ingerido. Se le objetó que, en el curso de una enfermedad, el señor Bende había tomado medicamentos que contenían arsénico. La señora Bende y su madre se apresuraron a declarar que en efecto habían visto esa receta en posesión de Bende, cosa que él negó. Acorralado, no tuvo más remedio que confesar ciertas extravagancias sexuales. Al final del segundo día de la vista oral y tras la enojosa lectura de las cartas, que las retrotrajo a aquella horrible época, las acusadas sufrieron una especie de colapso. Se despidieron llorando a lágrima viva. La señora Bende cayó en brazos de su madre, chillando: «Madre querida, piensa en tu hija única. Dios no nos abandonará».

Antes de terminar la lectura de las cartas, declaró el padre de Elli. Aquella historia, sin que él se diera cuenta, lo tocaba muy de cerca, y ni siquiera ahora sabía lo que había pasado. Era un hombre recto y sencillo. Elli lo amaba, nunca criticaba sus decisiones. Él manifestó que en repetidas ocasiones su hija se había quejado de su marido y de los malos tratos de éste. Un testigo muy importante, un colega del difunto, afirmó con toda certeza que, en estado de embriaguez, el señor Link era un hombre brutal, inclinado a excesos sexuales, de los que se vanagloriaba. Era por este motivo por el que él, el testigo, había roto su amistad con Link.

Cuando, por iniciativa del fiscal, el señor Bende fue llamado a declarar de nuevo sobre el caso de las comidas presuntamente envenenadas, se produjo una escena violenta. Hasta aquel momento, la señora Schnürer se había mantenido bastante tranquila, pero entonces se levantó de un salto y, roja hasta las orejas, espetó a su yerno: «Usted ha dado a mi hija más veneno del que usted jamás podrá recibir. Este hombre ha envenenado a mi hija, y por esta razón estoy agradecida a esta mujer (la señora Link) por lo que ha hecho, porque, si no, mi hija yacería ya bajo tierra».

De los expertos citados a continuación, después del químico y de los dos médicos forenses, el primero en declarar con un exhaustivo dictamen pericial fue el doctor Juliusburger, médico del servicio de sanidad, con una sólida formación en psicología y psiquiatría, y hombre culto y educado. En su opinión, se trataba de un caso especialmente raro y difícil. No se sabía, dijo, dónde empezaba la naturaleza y dónde la enfermedad. La señora Link daba muestras de una sorprendente indiferencia en el vaivén de sus sentimientos. Su superficialidad era extraordinaria. No se observaba en ella ninguna reacción afectiva sana y auténtica. La señora Link era una exaltada tanto en su amor por la amiga como en su odio por el marido. En las cartas no se encuentra indicio alguno de perversión, pues las mujeres prefieren ser maltratadas a insinuar, ni siquiera a un médico, detalles de su vida conyugal. Las cartas revelaban una necesidad de escribir que raras veces se observa con tanta claridad. Las cartas, seiscientas, escritas en cinco meses, a menudo más de una al día, constituyen una prueba de su amor apasionado, rayano en lo enfermizo. El contenido está marcado por una crueldad que corre parejas con una acentuada voluptuosidad. No resulta sorprendente que de vez en cuando aparezcan rasgos de sincera compasión. Una especie de embriaguez de naturaleza sin duda patológica impregna esas cartas. «Percibimos literalmente hasta qué punto la embriaguez del odio y del amor ha hecho estragos particularmente en la acusada Link». Su naturaleza, de constitución infantil, es muy influenciable. Estaba sometida a la señora Bende, dependía de ella, quería darle una prueba auténtica de su amor. No ha destruido las cartas, a pesar del peligro que representaban. Un poco como el niño que desea que lo pongan de cara a la pared. Lo anterior también se puede intentar explicar como síntoma de una debilidad de espíritu. Pero, si se tiene en cuenta el estado de exaltación, hay que decir que para Elli Link las cartas eran alhajas, una especie de fetiche. ¿Dónde se produce, pues, el paso a la morbidez? No hay indicios de inconsciencia. Tampoco los hay de visiones o alucinaciones. En opinión de este hombre prudente, sensible y afable, se trata de un caso límite. En cuanto a la señora Link, se puede decir que se encontraba bajo el hechizo de un afecto sobrevalorado. Se trata en su caso de un temperamento morbosamente exaltado. No se puede decir, pues, que no sea pertinente aplicar en su caso el artículo 51 (exención penal por enajenación mental) y tampoco hay explicación alguna para que se le aplique. El experto sostiene que la señora Bende es la más fuerte y activa de las dos mujeres. Teniendo en cuenta su personalidad y la serie de cartas, no se observa en ella, en opinión del experto, esa exaltación extrema y anormal de los sentimientos que encontramos en la señora Link, sino más bien un fuerte sentimiento de inferioridad. Cree que se trata de otro caso límite.

El segundo experto era el doctor H., médico del servicio público de sanidad, un hombre achaparrado, fornido, con un bigote espeso y caído. Es una persona sobria, precisa, un científico, pero también un luchador. Es hombre que cuenta con la mayor experiencia práctica en estos casos especiales (de relaciones entre personas del mismo sexo). Llegó a la conclusión de que aquel lento envenenamiento fue el resultado de un profundo odio. La acusada Link presentaba un retraso físico y psíquico en su desarrollo; Margarete Bende, una insuficiencia mental debida a una tara hereditaria. Señaló que en aquella obsesión de escribir había una cierta tendencia a la exageración, de modo que no era creíble sin más todo lo que se decía en las cartas. Para él, la causa de aquel odio tan profundo residía sobre todo en la inclinación homosexual de las dos mujeres, las cuales, por lo tanto, hallaban grandes dificultades para someterse a las exigencias de sus maridos, y, en sus esfuerzos por estar juntas, no eran guiadas, como había manifestado la señora Link, sino por una idea fija: ser libres. Ese odio fanático limitaba sin duda alguna su responsabilidad moral, pero ni el odio ni la inclinación homosexual excluían, a su entender, el libre albedrío en el sentido del artículo 51. Sin embargo, el experto reconoció, en respuesta a la pregunta de la defensa, que la opinión del primer experto podía ser válida; él, personalmente, creía que no se daban las condiciones que permitían aplicar el artículo 51.

El doctor Th., médico forense: la acusada Link ha actuado de manera metódica y reflexiva. Pero, dado que no está del todo capacitada física y mentalmente, hay que juzgar el caso de modo diferente que en el de una persona plenamente capacitada.

El cuarto experto, el doctor L., del servicio de sanidad pública, rechazó cualquier circunstancia atenuante. Constató que la acusada Link nunca había mostrado falta de independencia en su conducta. No se la podía considerar en absoluto discapacitada, porque en el fondo todos los asesinos eran disminuidos psíquicos en el sentido de que carecen precisamente de las inhibiciones normales. La desmesura y la irreflexión son típicas de toda pasión; los hay que son susceptibles de pasiones débiles, y los hay que son capaces de pasiones violentas, sin que por ello se pueda hablar de enfermedad.

El primer fiscal pidió entonces al jurado que respondiera con un sí a la pregunta de si la señora Link era culpable de asesinato y a la de si la señora Bende era culpable de intento de asesinato y de complicidad en el asesinato. A tenor del tiempo que requirió el asesinato y a la vista de las cartas, quedaba claro que la señora Link había actuado con total premeditación. La fría crueldad y brutalidad de que daban muestra las cartas desaconsejaban contemplar cualquier tipo de circunstancias atenuantes. Aquellas mujeres habían tenido abierto el camino del divorcio.

Correspondía el turno a la defensa. El abogado defensor de Elli Link, el letrado A. B.: la mujer había entrado en el matrimonio con grandes esperanzas y luego había sido torturada por el marido de un modo deliberadamente repugnante. La brutalidad del marido había acabado por empujarla a buscar a la otra. El afecto que sentía se exacerbó hasta la locura. Así fue como tomó la decisión de actuar. En este estado carecía por completo de capacidad de discernimiento y de claridad de espíritu. Actuaba al parecer de manera coherente, como lo hace el demente dentro de su demencia. La repulsiva crueldad que contenían las cartas, la maníaca necesidad de escribir y el hecho de conservarlas demostraban el acentuado estado de enajenamiento. Ante el juicio emitido por el primer experto —en el sentido de que no podía decidir sobre la cuestión del artículo 51— y la explicación dada por el segundo —dando por eventualmente válida la opinión del primer experto—, sería oportuno juzgar de acuerdo con el principio jurídico del beneficio de la duda a favor de la acusada.

El defensor de la señora Bende, el letrado G., objetó que las acusaciones contra la señora Bende se basaban exclusivamente en el contenido de las cartas, que no eran una prueba admisible. La persona afectada por el intento de asesinato era incapaz de recordar siquiera el pretendido atentado con ácido clorhídrico. Asimismo, no se sostenía la sospecha de complicidad contra la señora Schnürer, que se fundaba sólo en las cartas.

A los miembros del jurado, que habían escuchado con atención, les fueron planteadas veinte preguntas sobre la culpabilidad de las acusadas: respecto a la señora Link, ¿era culpable de asesinato o de homicidio voluntario en la persona de su marido y de haber facilitado veneno y ayudado en un intento de asesinato en la persona del señor Bende?

La señora Bende, ¿era culpable de complicidad con la señora Link y de intento de asesinato o de homicidio voluntario en la persona de su marido y de haber adquirido el veneno? Y la señora Schnürer, ¿era culpable de omisión al no haber denunciado un crimen premeditado del que tenía conocimiento?

Recluidos en su sala bajo llave, los miembros del jurado, hombres graves y silenciosos, se vieron enfrentados a las singulares preguntas que les habían planteado; más de uno se volvió todavía más silencioso. No era una reunión de hombres apasionados, coléricos, impetuosos o vengativos, no eran varones esforzados, con armas y pieles de animales, tampoco eran inquisidores medievales. Ante ellos se había desplegado el gran aparato de la justicia. La instrucción había durado casi un año, durante el cual habían podido remontarse hasta el pasado de las acusadas y esclarecer sus antecedentes. Un pequeño grupo de hombres instruidos había observado la constitución física y psíquica de las mujeres, e intentado hacerse una idea a partir de su vasta experiencia. Las declaraciones del fiscal y de los defensores arrojaron luz sobre los hechos. Sin embargo, no se referían tanto al acto en sí, al envenenamiento puro y simple, como casi a lo contrario de un acto, esto es: a cómo pudo ocurrir dicho acto, cómo fue posible. Se trató de mostrar incluso que era inevitable: las aportaciones de los expertos iban en este sentido.

Ya no se movían en el terreno de «inocente/culpable», sino en otro tremendamente más inseguro: el de las relaciones de causa y efecto, el de buscar comprender y penetrar en las intenciones.

El difunto Link sentía apego por Elli, quien no lo amaba realmente. ¿Había que declararlo culpable por esta razón? A decir verdad, sí: era la causa y, por ende, el responsable de lo que sucedió después. Dos veces había retenido a Elli claramente en contra de su voluntad; la había atormentado y había abusado de ella.

Elli se había dejado inducir por él al matrimonio. No era por naturaleza una mujer plenamente desarrollada, era sexualmente frígida, o cuando menos especial. Sus órganos sexuales no estaban correctamente formados. Rechazó a su marido. Esto a él lo excitaba y a ella la irritaba; en medio estaba el odio, y luego vinieron las consecuencias.

Y lo mismo en cuanto a su amiga. Resultaba difícil, incluso imposible en este nivel hablar de culpabilidad, ni siquiera de culpabilidad plena o atenuada. Los miembros del jurado, encerrados en su sala, se veían ante la necesidad de declarar culpable a un útero, a unos ovarios, porque se habían desarrollado así y no de otra manera. También debían pronunciarse sobre el padre, que había devuelto a Elli a su marido. Y este padre era la encarnación de las virtudes burguesas irreprochables.

Otro pensamiento, sin embargo, ocupaba el primer plano: algo había ocurrido, ¿qué se podía hacer para impedir que se repitiera? Había que intervenir. El tribunal no se preguntaba sobre la complicidad, la «culpa», de Link, del padre y de la madre de Link; destacaba un hecho: el asesinato. Las culpas debían mantenerse dentro de ciertos límites, si alguien los traspasaba había que intervenir. Se instó al jurado a apartar la vista de lo que sucedía en el interior de este círculo, dentro de los límites de este círculo; debían ignorar la cadena de acontecimientos. En realidad, era una inconsecuencia mostrarles primero esta cadena y luego inducirlos a ignorarla. El jurado tuvo estrictamente derecho a apelar a un ligero recuerdo furtivo de la cadena de acontecimientos, puesto que, cuando se interrogara a sus miembros sobre las circunstancias del delito, se les preguntaría si concurrían circunstancias atenuantes.

Tras dos horas de deliberaciones, el jurado volvió a la sala y pronunció su sentencia: la señora Link era culpable de homicidio voluntario sin premeditación y con circunstancias atenuantes. La señora Bende no era culpable de intento de homicidio, pero sí de complicidad en un homicidio; en este caso no había lugar a circunstancias atenuantes. La acusada Schnürer no era culpable de complicidad.

El fiscal, de nuevo en su sitio, con el código delante, solicitó la pena máxima prevista por la ley para este veredicto: cinco años de prisión para la señora Link; para la señora Bende, primero, un año y medio de prisión —por error, pues se le había escapado la desestimación de circunstancias atenuantes— y luego, cinco años de trabajos forzados. El abogado de la señora Bende se levantó perplejo para señalar esta paradoja: condenar a la asesina a prisión y a su cómplice a trabajos forzados. Estaba claro que el jurado no habría escatimado a la señora Bende las circunstancias atenuantes si hubiera tenido idea del grado de la pena. Los miembros del jurado, horrorizados, aceptaron la petición.

La señora Bende y su madre dieron un grito al oír la petición del fiscal. El abogado defensor solicitó al tribunal que se aplicara a la señora Bende el mínimo previsto por la ley.

Elli Link fue condenada a cuatro años de prisión, y su amiga, a dieciocho meses de trabajos forzados. Como atenuante para la conmutación de la pena contribuyó en ambos casos el trato cruel que habían recibido, y como factor agravante se tuvo en cuenta el carácter atroz de su acto. Por esta misma razón se las desposeyó de sus derechos civiles: durante seis años a la señora Link y durante tres a la señora Bende. A las dos se les tuvo en cuenta la prisión preventiva. La madre de la señora Bende fue puesta en libertad.

Los miembros del jurado, sorprendidos por la condena impuesta a la señora Bende y todavía insatisfechos, se reunieron al final de la sesión para interponer un recurso de gracia y solicitar la conmutación de la pena de trabajos forzados por una de prisión.

Las dos amigas que, juntas, habían matado a Klein[1], de treinta años de edad, ingresaron en prisión, donde vieron pasar los años. Allí encerradas, contaban los días, las fiestas, veían llegar la primavera y el otoño, y esperaban. Esperar: éste era el castigo. Aburrimiento: no pasaba nada, nada acaecía. Era un verdadero castigo. No se les quitó la vida, como habían hecho ellas con Klein, pero sí una parte. El poder inexorable e innegable de la sociedad, del Estado, había caído sobre ellas. Al mismo tiempo su amargura, su abatimiento, su debilidad, aumentaban. Link no estaba muerto, ahí estaba el albacea de su testamento: tenían que pagar con la soledad y la espera; y Elli, con los sueños. Era una débil protección la que conseguía el Estado con esta condena. No combatía nada de lo que las pruebas sólo habían tocado de paso, no hacía nada contra el terrible sentimiento de indignidad que había llevado a Link a la muerte: un sentimiento que crecía por doquier. No instruía a los padres, a los profesores ni a los curas a estar atentos, a no unir lo que Dios había separado. Era como el trabajo de un jardinero que arranca malas hierbas a diestro y siniestro mientras las semillas vuelan y se esparcen. Y, cuando ha terminado por delante, tiene que darse la vuelta: por detrás vuelven a crecer.

Noticias de prensa. El doctor M., en un periódico berlinés: «Un asesinato sádico cometido contra el marido e inducido por la pasión carnal hacia una mujer. Esto es lo que se esperaba. Pero no es así. Hubo un asesinato, perpetrado a conciencia, y, sin embargo, si uno mira a esas criaturas modestas, esas pardillas, rubias e inofensivas, si uno sigue esos fríos ojos gris azulado, si escucha el contenido de esas cartas tiernas pero completamente absurdas, uno se limita a menear la cabeza. Un ser cándido que sólo necesita ternura, no amor, tropieza con un hombre que no sabe acariciar y tiene que torturar, maltratar, cuando ama. La infeliz encuentra a una mujer de su misma edad, que tiene que soportar algo parecido, se refugia en la entrega afectiva a esta compañera y encuentra un apoyo en el carácter de la amiga, más fuerte que el suyo propio. De la amistad y del eros reprimido nace una relación sexual. ¿No es lo más natural que de ahí surgiera el plan de librarse de sus bárbaros maridos?».

En los periódicos, según el color político o religioso, se abrió un debate sobre el juicio. El órgano de un partido confesional manifestó: «El jurado de Moabit ha vuelto a pronunciar un veredicto sorprendentemente benigno. Los motivos aducidos fueron desviaciones sexuales y las consecuentes peleas conyugales, que bastan plenamente para explicar el acto. Pero el tribunal se dejó llevar por las criminales, que trataron de justificar su conducta contando toda suerte de malos tratos y de exigencias monstruosas de la víctima. En el colmo de la clemencia, el jurado interpuso un recurso de gracia a favor de las asesinas. Que en este tiempo de depravación general de las costumbres un criminal pueda llegar a inspirar tanta compasión, se comprende. Pero ¿adónde irá a parar la sociedad si los crímenes son juzgados con tanta clemencia? El jurado, los jueces y los abogados defensores, ¿habrían mostrado un corazón tan generoso si ellos mismos hubieran sido las víctimas de la tragedia? ¿No debería una condena servir de escarmiento, o es que los actuales representantes de la justicia se han convertido en enemigos de la teoría de la disuasión?».

El experto H., el médico especialista más versado en el campo del amor homosexual, publicó en una revista, con el título de «Un veredicto peligroso», una serie de reflexiones sobre esta sentencia, «sin duda única por su clemencia en los anales de la criminología». Según él, la inversión sexual no era de por sí el resultado de una voluntad criminal, sino de una desafortunada mezcla de cromosomas. En ningún caso esta predisposición daba derecho a los homosexuales a eliminar por la fuerza los obstáculos o quitar de en medio a las personas que se oponían a sus relaciones. Sin embargo, era justamente lo que había ocurrido. El veredicto del jurado permitía a las jóvenes mujeres poner en práctica, dentro de unos años, su intención de contraer un nuevo matrimonio entre ellas. El doctor H. se oponía decididamente a ver en la inclinación homosexual como tal una justificación para un envenenamiento tan criminal. Era una trágica fatalidad el hecho de que el padre de la acusada Link. que no estaba hecha para el matrimonio ni para la maternidad, la devolviera por dos veces al marido: la mujer pertenece al marido. Las deficiencias intelectuales de las dos mujeres —Elli Link padecía una inhibición del desarrollo, infantilismo, y Margarete Bende una debilidad mental que rayaba en la estulticia— no eran tan pronunciadas como para excluir su libre albedrío. Faltaba saber si la exposición de los tratos brutales infligidos por los maridos correspondía o no a la realidad. Parecía indudable que el neurópata Link amaba a su mujer hasta la humillación; parecía que la vacuidad y la frialdad de su mujer lo ponían fuera de sí, que su cólera azuzaba el miedo de ella y el despecho de la mujer alimentaba su saña. El doctor H. sabía por experiencia de largos años hasta qué punto amigas de esta clase podían emponzoñar la vida de los hombres. Una de ellas le había escrito una vez: «¡Ay del hombre que nos compra en el mercado del matrimonio!: lo defraudaremos en sus esperanzas de felicidad, aun sin querer». Pero en este caso se había dado el paso criminal que va del envenenamiento figurado al real. Y el experto se veía obligado a indicar las peligrosas consecuencias y los efectos nocivos para la sociedad que se podían derivar de un veredicto benigno. Señaló la necesidad de la educación sexual y de la reintroducción de la aversión insuperable hacia el cónyuge como motivo de divorcio: «Un Estado que deja totalmente a la discreción individual las bases del matrimonio, no actúa en consecuencia si, en caso de separación, defiende el punto de vista contrario».

En un breve estudio sobre este caso criminal, K. B., discípulo del experto recientemente citado, planteaba la siguiente cuestión: el odio de las mujeres, ¿surgió sólo de la brutalidad de los hombres, y su amor homosexual era tan sólo la consecuencia de una aversión adquirida hacia el otro sexo?, ¿o la sensibilidad homosexual era una predisposición innata, y por lo tanto la verdadera causa de la desavenencia conyugal? Podemos suponer que la señora Link no había tenido trato con hombres antes del matrimonio: se divertía provocándolos y luego dejándolos plantados. Se había hecho fotografías vestida de soldado; su constitución física y su modo de andar revelaban ciertas características masculinas típicas de las mujeres homosexuales. Margarete Bende era más ambigua. Sin embargo, los rasgos de su rostro y su manera de ser mostraban muchas más características masculinas, de modo que, junto con la amistad homosexual, era plausible la hipótesis de una homosexualidad innata.

Las dos mujeres cumplieron su condena. El divorcio del matrimonio Bende se instruyó sobre la base de una culpabilidad compartida: ella, por el crimen; él, por adulterio.