Una de las cosas que más excitaba nuestra curiosidad al venir a Norteamérica era recorrer los confines de la civilización europea y, si el tiempo nos lo permitía, visitar incluso algunas de las tribus indias que han preferido huir hacia las soledades más salvajes a plegarse a lo que los blancos llaman «las delicias de la vida social». Pero hoy en día llegar hasta el desierto es más difícil de lo que se cree. Habíamos salido de Nueva York y, a medida que avanzábamos hacia el Noroeste, el objetivo de nuestro viaje parecía alejarse cada vez más. Recorríamos lugares célebres en la historia de los indios, atravesábamos valles a los que habían dado nombre, cruzábamos ríos que aún llevan el de sus tribus, pero, en todas partes, la choza del salvaje había dado paso a la casa del hombre civilizado; los bosques habían sido arrasados, la soledad cobraba vida.
Sin embargo, parecíamos seguir el rastro de los indígenas.
—Diez años atrás —nos decían— estaban aquí; allá, hace cinco años; más allá, hace dos.
—En aquel lugar, donde se alza la iglesia más hermosa del pueblo —nos contaba uno—, tiré abajo el primer árbol del bosque.
—Aquí —nos contaba otro— estaba el gran consejo de la Confederación de los Iroqueses.
—¿Y qué ha pasado con los indios? —decía yo.
—Los indios —proseguía nuestro anfitrión— se han ido más allá de los Grandes Lagos, ¡quién sabe dónde! Es una raza que se extingue; no están hechos para la civilización: ella los mata.
El hombre se acostumbra a todo. A la muerte en los campos de batalla, a la muerte en los hospitales, a matar y a sufrir. Se habitúa a todos los espectáculos: un pueblo antiguo, el primero y legítimo dueño del continente americano, se deshace día a día como la nieve bajo los rayos del sol y, a la vista de todos, desaparece de la faz de la tierra. En sus propias tierras, y usurpando su lugar, otra raza se desarrolla con rapidez aun mayor; arrasa los bosques y seca los pantanos; lagos grandes como mares y ríos inmensos se oponen vanamente a su marcha triunfal. Año tras año, los desiertos se convierten en pueblos; los pueblos, en ciudades. Testigo cotidiano de estas maravillas, el norteamericano no las considera dignas de asombro. En esta increíble destrucción, y en este crecimiento aun más sorprendente, no ve sino el curso natural de los acontecimientos. Se acostumbra a ello como al orden inmutable de la naturaleza.
Así fue cómo, siempre en busca de los salvajes y del desierto, recorrimos las millas que separan Nueva York de Buffalo.
Aquello que primero llamó nuestra atención fue una multitud de indios reunidos ese día en Buffalo para recibir el pago por las tierras que habían entregado a los Estados Unidos.
No recuerdo haber sentido jamás una decepción tan grande como la que sentí a la vista de estos indios. Lleno de recuerdos de mis lecturas de Chateaubriand y de Cooper, esperaba que los indígenas de Norteamérica fueran como esos salvajes en cuyo rostro la naturaleza ha dejado la huella de algunas de esas virtudes altivas que el espíritu de libertad engendra. Creí que serían hombres cuyos cuerpos, desarrollados con la caza y la guerra, no perderían mérito alguno al ser vistos en su desnudez. Será fácil imaginar mi sorpresa si se compara esta imagen con lo que sigue: los indios que vi aquella tarde eran de estatura pequeña; sus miembros, a juzgar por lo que dejaban ver sus ropas, eran flacos y poco robustos; su piel, en vez de presentar un tono cobrizo, como se cree habitualmente, era como de bronce oscuro, de modo que a primera vista, se parecían mucho a los mulatos. Sus cabellos negros y brillantes caían con singular rigidez sobre el cuello y los hombros. Sus bocas, por lo general, eran desmesuradamente grandes; y la expresión del rostro, innoble y malvada. Su fisonomía anunciaba esa profunda depravación que sólo un largo abuso de los beneficios de la civilización puede engendrar. Cualquiera hubiese podido creer que esos hombres provenían del último estamento de nuestras ciudades europeas. Y sin embargo aún eran salvajes. Los vicios que habían tomado de nosotros se confundían en ellos con algo bárbaro e incivilizado que los hacía cien veces más repulsivos. Estos indios no llevaban armas, vestían ropas europeas, pero no las usaban como nosotros. Era notorio que no estaban acostumbrados a ellas y parecían estar presos entre sus pliegues. A los ornamentos europeos, añadían los productos de un lujo bárbaro: plumas, enormes aros y collares de caracoles. Estos hombres tenían movimientos rápidos y desordenados; su voz era aguda y discordante; sus miradas, inquietas y salvajes. A primera vista, podía creerse que eran bestias del bosque a las que la educación había dado una apariencia humana, sin dejar de ser animales. Esos seres débiles y depravados pertenecían, sin embargo, a una de las célebres tribus del antiguo mundo americano. Teníamos ante nosotros —y da pena decirlo— a los últimos vestigios de aquella célebre Confederación de los Iroqueses, cuya noble sabiduría no era menos célebre que su coraje, y que durante mucho tiempo se mostraron ecuánimes entre las dos grandes naciones europeas.
Sin embargo, sería un error querer juzgar a la raza india por aquella muestra informe, ese brote de un árbol salvaje crecido en el barro de nuestras ciudades. Sería reincidir en el error que nosotros mismos cometimos y que tuvimos ocasión de reconocer más tarde.
Por la noche, salimos de la ciudad y, a poca distancia de las últimas casas, percibimos un indio tirado en el borde de la ruta. Era un hombre joven. No se movía y creímos que estaba muerto. Unos gemidos ahogados, que salían penosamente de su pecho, nos indicaron que aún vivía y que luchaba contra una de esas peligrosas borracheras causadas por el aguardiente. El sol ya se había ocultado, la tierra estaba cada vez más húmeda. Todo anunciaba que el desdichado expiraría allí, a menos que alguien viniera en su ayuda. Era la hora en que los indios dejan Buffalo para volver a su pueblo; cada tanto un grupo de indios pasaba a nuestro lado. Se acercaban, volvían brutalmente el cuerpo de su compatriota para reconocerlo, y luego proseguían su marcha sin dignarse siquiera responder a nuestras observaciones. En su mayoría, estos hombres también estaban ebrios. Por último, llegó una joven india que en un principio pareció acercarse con cierto interés. Creí que era la mujer o la hermana del moribundo. Lo observó detenidamente durante unos segundos, lo llamó en voz alta por su nombre, palpó su corazón y, tras asegurarse de que aún vivía, procuró sacarlo de su letargo. Pero, como sus esfuerzos eran inútiles, la vimos descargar toda su furia contra ese cuerpo inanimado que yacía a sus pies. Le golpeaba la cabeza, le pellizcaba el rostro con las manos, le pateaba los tobillos. Mientras se entregaba a estos actos de ferocidad, lanzaba unos gritos inarticulados que aún resuenan en mis oídos. Finalmente, creímos necesario intervenir y le ordenamos perentoriamente que se retirara. Obedeció, pero, mientras se alejaba, la oímos lanzar una carcajada salvaje.
De regreso a la ciudad, hablamos con varias personas acerca del joven indio. Mencionamos el peligro inminente al que estaba expuesto; incluso ofrecimos pagarle un albergue; todo eso fue inútil. No logramos que nadie se moviera. Algunos decían: «Esos hombres están acostumbrados a beber en exceso y a dormir sobre la tierra. No se mueren por accidentes como ése». Otros reconocían que probablemente el indio moriría; pero podía leerse en sus labios la expresión velada del pensamiento siguiente: «¿Qué valor tiene la vida de un indio?». Ése era, en el fondo, el sentir general. En el corazón de esta sociedad tan civilizada, tan mojigata, tan pedante de moralidad y de virtud, se ocultaba una insensibilidad total, una suerte de egoísmo frío e implacable en todo lo referente a los indígenas de Norteamérica.
Los habitantes de los Estados Unidos no persiguen a los indios a voz en cuello, como hacían los españoles de México. Pero el mismo sentimiento despiadado anima aquí, como en todas partes, a la raza europea.
Cuántas veces, en el curso de nuestros viajes, habremos cruzado honestos ciudadanos que por las noches, sentados apaciblemente junto al fuego, nos decían: «El número de indios disminuye día tras día. Pero nosotros no les hacemos la guerra seguido: el aguardiente que les vendemos a bajo precio se lleva cada año más indios de los que podrían matar nuestras armas. Este mundo nos pertenece —añadían—; Dios, al negar a sus primeros habitantes la facultad de civilizarse, los ha destinado de antemano a una destrucción inevitable. Los verdaderos dueños de este continente son aquellos que saben sacar partido de sus riquezas».
Satisfecho de su razonamiento, el hombre de Norteamérica se va para el templo, donde escucha a un ministro del Evangelio repetirle que los hombres son hermanos, y que el Ser eterno que los ha creado a todos sobre un mismo modelo les ha impuesto el deber de ayudarse los unos a los otros.
El 19 de julio a las diez de la mañana, nos embarcamos en el Ohio, el vapor que habría de llevarnos hasta Detroit. Una fuerte brisa soplaba del Noroeste, y daba a las aguas del lago Erie la apariencia de un océano. A la derecha, se extendía un horizonte sin límites; a la izquierda, bordeábamos las costas meridionales del lago y, por momentos, nos acercábamos tanto que podíamos tocarlas. Estas costas eran perfectamente chatas, a diferencia de cualquiera de los lagos que he tenido ocasión de visitar en Europa. Tampoco se parecían a la orilla del mar. Inmensos bosques proyectan en él su sombra, y forman alrededor del lago un cinturón espeso y raramente interrumpido. Sin embargo, por momentos, la región cambia súbitamente de aspecto. Detrás de un bosque se percibe la elegante flecha de un campanario, casas deslumbrantes de blancura y limpieza, algunas tiendas. Un poco más allá, el bosque primitivo y en apariencia impenetrable recobra su imperio, y vuelve a reflejar su follaje en las aguas del lago.
Aquellos que han recorrido los Estados Unidos hallarán en este cuadro un sugestivo emblema de la sociedad norteamericana. Todo en ella es contrastado, imprevisto. En todas partes conviven, y en cierto modo se enfrentan, la civilización extrema y la naturaleza abandonada a sí misma. Nada semejante puede imaginarse en Francia. En lo que a mí respecta, en mis ilusiones de viajero —¿qué clase de hombre no tiene alguna?— me representaba otra cosa. Había notado que, en Europa, el estado más o menos retirado de una provincia o de una ciudad, su riqueza o su pobreza, su pequeñez o su extensión, tenía una enorme influencia sobre las ideas, las costumbres, el grado de civilización de sus habitantes, y a menudo generaba una diferencia de varios siglos entre las diversas partes de un mismo territorio.
Me imaginaba, con mayor razón, que las cosas también serían de ese modo en el Nuevo Mundo, y que un país poblado de manera incompleta y parcial, como Norteamérica, sin duda presentaría todas las condiciones de existencia y ofrecería la imagen de la sociedad de todas las épocas. Así, en mi imaginación, Norteamérica era el único país en el que se hubiera podido seguir paso a paso todas las transformaciones a las que el estado social somete al hombre, y donde era excepcionalmente posible percibir dicho proceso, como una vasta cadena que descendiera de eslabón en eslabón, desde el opulento patricio de las ciudades hasta el salvaje del desierto. Allí, en suma, esperaba encontrar, contenida en unos pocos grados de longitud, toda la historia de la humanidad.
Pero ese cuadro era absolutamente irreal. De todos los países del mundo, Norteamérica es el menos adecuado para presentar el espectáculo que venía a buscar. En Norteamérica, aun más que en Europa, hay una sola sociedad. Puede ser rica o pobre, humilde o distinguida, comerciante o agrícola, pero se compone siempre de los mismos elementos. Sobre ella ha pasado un mismo nivel de civilización. El hombre que usted ha visto en las calles de Nueva York, podrá hallarlo en medio de las soledades casi impenetrables: misma ropa, mismo espíritu, misma lengua, mismas costumbres, mismos placeres. Ningún elemento rústico o ingenuo, nada que evoque el desierto, nada que se parezca siquiera a nuestros pueblos. La razón de este singular estado de cosas es fácil de comprender. Los territorios más antigua y cabalmente poblados han alcanzado un alto grado de civilización; la instrucción se impartió profusamente; el espíritu de igualdad, el espíritu republicano, ha difundido un tinte singularmente uniforme en los hábitos de la vida privada. Ahora bien, nótese que esos hombres son los que año tras año llegan para poblar el desierto. En Europa, cada cual vive y muere en la tierra que lo ha visto nacer, pero en ningún lugar de Norteamérica podrán encontrarse representantes de una raza desarrollada en la soledad del desierto después de haber vivido en él durante mucho tiempo, ignorada por el mundo y librada a sus propios esfuerzos. Aquellos que viven en sitios aislados, se han instalado allí en época muy reciente. Llegaron junto con las costumbres, las ideas, los hábitos, las necesidades de la civilización. Sólo entregan a la vida salvaje aquello que la imperiosa naturaleza de las cosas les exige. De ahí los contrastes más extraños. Se pasa sin transición de un desierto a la calle de una ciudad, de las escenas más salvajes a los cuadros más risueños de la vida civilizada. Si la noche, al sorprenderlo en el campo, no lo obliga a guarecerse al pie de un árbol, es muy probable que llegue a un pequeño pueblo donde podrá encontrar de todo, hasta moda francesa y caricaturas de boulevards. El comerciante de Buffalo o de Detroit está tan bien abastecido como el de Nueva York. Las fábricas de Lyon trabajan tanto para uno como para el otro. Si se aleja de las grandes rutas y se adentra por senderos apenas trazados, llegará a un campo desbrozado, una cabaña construida con troncos mal escuadrados, donde una luz escasa entra por una estrechísima ventana. Creerá entonces haber llegado a la morada del campesino norteamericano. Error. Penetre en esa morada, semejante al asilo de todas las miserias, y descubrirá que el dueño del lugar está vestido con las mismas ropas que usted, y que habla el lenguaje de las ciudades; sobre su mesa podrá observar libros y diarios; él mismo querrá llevarlo aparte para informarse acerca de lo que está pasando en la vieja Europa y preguntarle qué es aquello que más le ha llamado la atención de su país. Sobre un papel, trazará un plan de campaña para Polonia, y le enseñará gravemente aquello que aún resta por hacer en pos de la prosperidad de Francia. Tendrá la impresión de estar frente a un rico propietario temporalmente instalado —un par de noches apenas— en un coto de caza. Y, en los hechos, para el norteamericano la cabaña de madera no es sino un refugio transitorio, una concesión temporal impuesta por las circunstancias. Cuando los campos que la rodean estén totalmente conectados entre sí, y el nuevo propietario pueda ocuparse libremente de las cosas agradables de la vida, una casa más espaciosa y adecuada a sus hábitos reemplazará la log house y servirá de refugio a sus numerosos hijos, que algún día también habrán de fundar su morada en el desierto.
Pero, volviendo a nuestro viaje, navegamos con dificultad durante toda la tarde en dirección a las costas de Pensilvania, y más tarde a las de Ohio. Nos detuvimos unos instantes en Pensilvania. Allí desembocará el canal de Pittsburg. Gracias a esta obra, cuya entera ejecución es, según dicen, simple y, ahora, indudable, el Mississippi quedará comunicado con el río del Norte, y las riquezas de Europa podrán circular libremente a través de las cincuenta leguas de tierra que separan el golfo de México del océano Atlántico.
Por la noche, como el tiempo era propicio, nos dirigimos rápidamente hacia Detroit cruzando por el medio del lago. Por la mañana, avistamos una pequeña isla llamada Middle-Sister en cuya cercanía el comodoro Perry ganó en 1814 una célebre batalla naval contra los ingleses.
Poco después, las costas uniformes de Canadá parecían acercarse a gran velocidad; vimos el río Detroit abrirse delante de nuestros ojos, y aparecer a lo lejos las casas del Fort Malden. Ese lugar, fundado por los franceses, aún conserva numerosas marcas de su origen. Las casas tienen la forma y posición de las de nuestros campesinos. En el centro del caserío, se alza el campanario católico coronado con un gallo. Pacería un pueblo de los alrededores de Caen o de Evreux. Mientras observábamos, no sin emoción, esta imagen de Francia, nuestra atención fue desviada por un espectáculo muy singular: a nuestra derecha, sobre la orilla, un soldado escocés montaba guardia. Llevaba el traje que los campos de batalla de Waterloo hicieron célebres. No faltaba nada: el gorro con plumas, la chaqueta; el sol hacía resplandecer el uniforme y las armas. A nuestra izquierda, como contrapunto, dos indios desnudos, el cuerpo de todos los colores, la nariz perforada por un aro, dejaban en ese mismo momento la orilla opuesta. Iban en una pequeña canoa de corteza que tenía una frazada a modo de vela. Abandonando esa frágil embarcación al esfuerzo del viento y de la corriente, se dirigieron como una flecha hacia nuestro barco, y lo rodearon en menos de un segundo. Luego se fueron tranquilamente a pescar cerca del soldado inglés que, resplandeciente e inmóvil, parecía estar ahí como representante de la radiante y armada civilización europea.
Llegamos a Detroit a las tres. Detroit es una pequeña ciudad de dos o tres mil almas, fundada por los jesuitas en medio de los bosques en 1710, que aún alberga una enorme cantidad de familias francesas.
Habíamos cruzado todo el Estado de Nueva York y recorrido cien lenguas sobre el lago Erie; esta vez habíamos llegado a los confines de la civilización. Pero ignorábamos completamente hacia qué lugar debíamos dirigirnos. Obtener información al respecto no era tan fácil como podría creerse. Cruzar bosques casi impenetrables, atravesar ríos profundos, desafiar pantanos pestilentes, dormir expuestos a la humedad de los bosques: todos éstos son esfuerzos que un norteamericano concibe sin dificultad cuando se trata de ganar un escudo… Pues de eso se trata. Ahora bien, que alguien haga semejantes cosas por mera curiosidad es algo que su entendimiento no llega a comprender. Añádase que, en tanto habitante del desierto, sólo aprecia la obra del hombre. Con total naturalidad, lo invitará a visitar una ruta, un puente, un hermoso pueblo. Pero que se dé valor a los inmensos árboles o una agradable soledad, eso lo excede por completo.
Nada más difícil, pues, que encontrar a alguien en condiciones de comprenderlo. «¿Quieren ver bosques? —nos decían, sonriendo, nuestros anfitriones—. Sigan derecho, sin duda podrán satisfacer su deseo. Precisamente, en los alrededores hay rutas nuevas y senderos bien trazados. En cuanto a los indios, verán más de los necesarios en nuestras plazas públicas y en nuestras calles, no hace falta ir demasiado lejos para verlos. Y ésos, al menos, comienzan a civilizarse y tienen un aspecto menos Salvaje». No tardamos en comprender que sería imposible lograr que nos dijeran la verdad atacándolos de frente: debíamos pensar en una estrategia más adecuada.
Así pues, nos presentamos en casa del funcionario a quien los Estados Unidos había encomendado la venta de tierras aún desiertas en el distrito de Michigan; nos presentamos como personas que, sin tener la firme voluntad de fundar un establecimiento en el país, podían sin embargo sentir un remoto interés por conocer el precio de las tierras y su situación. Esta vez, el Mayor Biddle —ése era el nombre del funcionario— comprendió perfectamente lo que queríamos hacer, y en el acto nos dio una infinidad de detalles que escuchamos con avidez. «Esta parte —nos dijo mostrándonos en el mapa el río Saint Joseph, que después de dar largas vueltas desemboca en el lago Michigan— me parece la más apropiada para su proyecto. La tierra es buena; ya se han fundado hermosos pueblitos y la ruta que conduce allí está tan bien mantenida que los transportes públicos la recorren a diario». ¡Bueno, pensamos, ya sabemos por dónde no debemos ir, a menos que queramos visitar el desierto por la ruta del correo! Dimos las gracias al señor Biddie por sus comentarios y le preguntamos, con aire de indiferencia y una suerte de desprecio, en qué sector de ese distrito la corriente inmigratoria tenía menor influencia hasta entonces. «Por ahí —nos dijo, sin asignar más importancia a sus palabras de la que nosotros dimos a nuestra pregunta—, hacia el Noroeste. Hasta Pontiac, y en los alrededores de ese pueblo se fundaron, no hace mucho tiempo, unos establecimientos bastante agradables. Pero ni sueñen con establecerse más allá; la zona está cubierta por un bosque casi impenetrable que se extiende sin límites hacia el Noroeste, donde sólo pueden encontrarse animales salvajes e indios. Los Estados Unidos proyectan abrir una ruta dentro de poco. Pero aún no la han comenzado y, reitero, se ha detenido en Pontiac. No deben tener en cuenta ese distrito». Agradecimos una vez más los buenos consejos del señor Biddle, y salimos determinados a hacer exactamente lo contrario. Nos sentíamos desbordantes de alegría, pues al fin conoceríamos un lugar al que la civilización europea no había llegado.
Al día siguiente, el 23 de julio, nos apresuramos a alquilar dos caballos. Como planeábamos quedarnos con ellos casi diez días, quisimos dejarle un adelanto al propietario, pero éste se negó a recibirlo diciendo que pagaríamos a nuestro regreso. El hecho es que no tenía motivos de preocupación. Michigan está íntegramente rodeado de lagos y desiertos; nos soltaba en una suerte de picadero cuya puerta él mismo controlaba. Así, tras haber comprado una brújula y municiones, nos pusimos en marcha, fusil al hombro, tan despreocupados del porvenir y con el corazón tan liviano como dos estudiantes que dejan el colegio para pasar las vacaciones en casa de sus padres.
Si, en efecto, sólo hubiésemos querido ver bosques, nuestros anfitriones habrían tenido razón al decirnos que no hacía falta ir demasiado lejos, pues a una milla de la ciudad la ruta se introduce en el bosque y ya no sale de él. El terreno sobre el que se encuentra es totalmente chato y a menudo cenagoso. De cuando en cuando, se encuentran en el camino nuevos terrenos desbrozados. Como esos establecimientos son sumamente parecidos entre sí —ya sea que se encuentren en el fondo del Michigan o en la entrada de Nueva York—, intentaré describirlos aquí de una vez por todas.
La campanilla que el pionero tiene el cuidado de colgar del cuello de sus animales para encontrarlos en la espesura del bosque anuncia desde muy lejos la cercanía de un terreno desbrozado. Muy pronto se escuchan los golpes del hacha derribando los árboles del bosque; y, a medida que uno se acerca, los rastros de destrucción anuncian con mayor certeza la presencia del hombre; ramas cortadas cubren el camino, troncos calcinados por el fuego o mutilados por el acero siguen, no obstante, de pie a nuestro paso. Por ese mismo camino, se llega a un bosque cuyos árboles parecen haber sufrido una muerte súbita. En pleno verano, sus ramas secas evocan la imagen del invierno. Al examinarlos de cerca, puede verse que un círculo profundo, tallado en la corteza, detuvo la circulación de la savia hasta matarlos. Esa es, en efecto, la primera tarea del plantador. Como no le es posible, en el transcurso del primer año, cortar todos los árboles que pueblan su nueva propiedad, siembra maíz debajo de sus ramas y, para impedir que den sombra a su cosecha, los daña de muerte. Detrás de ese campo, esbozo incompleto, primer paso de la civilización en el desierto, vemos de pronto la cabaña del propietario. Por lo general, está emplazada en el centro de un terreno cultivado con mayor cuidado que el resto, pero donde sin embargo el hombre aún está en lucha desigual con la naturaleza. En ese lugar, los árboles fueron cortados, pero no arrancados; los troncos todavía recubren y obstruyen el terreno, que en otro tiempo recibía su sombra. Alrededor de estos restos resecos, trigo, brotes de roble, plantas de todas las especies, yerbas de toda clase, crecen en desorden y se desarrollan, juntas sobre un suelo indócil y aún semisalvaje. En el centro de esta vegetación vigorosa y variada, se alza la casa del plantador o, como la llaman en la región, la log house. Al igual que el campo circundante, esta morada rústica anuncia una obra nueva y precipitada. Su longitud excede raramente los treinta pies. Tiene veinte de ancho y quince de alto. Tanto las paredes como el techo están construidos con troncos de árboles no escuadrados, entre los cuales se ha puesto musgo y tierra para impedir que el frío y la lluvia penetren en el interior de la casa. A medida que el viajero se acerca, la escena cobra vida. Alertados por el ruido de nuestros pasos, unos niños que se revolcaban entre algunos materiales de los alrededores se levantan precipitadamente y huyen hacia la casa paterna, como asustados por la presencia de otros hombres, mientras dos grandes perros semisalvajes, con las orejas paradas y el hocico alargado, salen de la cabaña y se acercan gruñendo para cubrir la retirada de sus jóvenes dueños.
En ese momento, el pionero en persona aparece en la puerta de su vivienda; echa una mirada escrutadora al recién llegado; llama a sus perros para que vuelvan a entrar en la casa, y él mismo se apresura a darles el ejemplo, sin que nuestra presencia parezca despertar su curiosidad o inquietud.
Llegado al umbral de la log house, el europeo no puede evitar sorprenderse ante el espectáculo que presenta.
Por lo general, en esa clase de cabañas hay una sola ventana, de cuyo marco cuelgan unas cortinas de muselina: suele abundar lo superfluo donde falta lo necesario. Sobre el hogar de tierra batida chispea un riego resinoso, e ilumina el interior de la vivienda mejor que la luz del sol. Sobre el hogar rústico, puede verse trofeos de guerra o de caza: una larga carabina rayada, una piel de gamo, plumas de águila. A la derecha de la chimenea, suele haber un mapa desplegado de los Estados Unidos, y el viento que se introduce por los intersticios de la pared lo levanta y agita sin cesar. Cerca de la chimenea, sobre un estante solitario de planchas mal cortadas, figuran algunos volúmenes desparejos: allí puede encontrarse una Biblia cuyos bordes y cuya tapa han sufrido el desgaste de la piedad de dos generaciones, un libro de plegarias y, algunas veces, un canto de Milton o una tragedia de Shakespeare. A lo largo de las paredes están alineados algunos asientos groseros, producto de la industria del propietario; arcones en lugar de armarios, instrumentos de agricultura y algunas muestras de la cosecha. En el centro de la habitación se alza una mesa coja cuyas patas todavía cubiertas de hojas parecen haber crecido solas en la porción de suelo que ocupa. Allí se reúne a comer toda la familia. Puede verse también una tetera de porcelana inglesa, cucharas de madera, algunas tazas ajadas y periódicos.
El aspecto del dueño de esta vivienda no es menos llamativo que su refugio.
Músculos angulosos y miembros delgados permiten reconocer a primera vista al habitante de la Nueva Inglaterra. Este hombre no ha nacido en las soledades que habita. Su sola constitución lo anuncia. Sus primeros años han transcurrido en el seno de una sociedad intelectual y razonadora. Su voluntad lo arrojó en medio de las tareas del desierto, para las que pareciera no estar preparado. Sin embargo, aun cuando sus fuerzas físicas no estén a la altura de su empresa, en sus rasgos, surcados por los duros esfuerzos que requiere esa vida, reina un aire de inteligencia práctica, de fría y perseverante energía, que llama la atención desde el primer momento. Su andar es lento y acompasado; sus palabras, medidas; y su apariencia, austera.
La costumbre, y aun más su orgullo, ha impreso en su rostro una rigidez estoica que sus acciones desmienten: el pionero desprecia, es cierto, aquello que suele agitar con mayor violencia el corazón de los hombres; sus bienes y su vida no seguirán jamás el azar de un golpe de dados o los destinos de una mujer; sin embargo, para obtener cierto bienestar, ha tenido que enfrentar el exilio, la soledad y las miserias sin nombre de la vida salvaje; ha dormido sobre la tierra desnuda; se expuso a la fiebre de los bosques y al tomahawk del indio. Hizo ese esfuerzo una vez, lo renueva desde hace años, y quizá lo siga haciendo durante veinte años más, sin pesar ni quejas. ¿Acaso un hombre capaz de semejante sacrificio es frío e insensible? ¿No deberíamos, por el contrario, reconocer en él una de esas pasiones mentales tan ardientes, tan tenaces, tan implacables? Concentrado en el único objetivo de hacer fortuna, el inmigrante acabó creándose una existencia individual; los sentimientos de la familia se han confundido en un profundo egoísmo, y es dudoso que vea en su familia y en sus hijos algo más que una extensión de su propia persona. Privado de las relaciones cotidianas con sus semejantes, aprendió a disfrutar de su soledad. Al presentarnos en el umbral de su vivienda solitaria, el pionero viene a nuestro encuentro; nos tiende la mano, como es de costumbre, pero su fisonomía no expresa benevolencia ni alegría alguna. No toma la palabra sino para hacer preguntas; se trata de una necesidad intelectual, no del corazón; y no bien ha obtenido las noticias deseadas, vuelve a sumirse en el silencio. Parece un hombre que se ha retirado, por la noche, a su morada, harto de los inoportunos y del rumor del mundo. Interróguelo a su vez: le dará inteligentemente la información que necesite, incluso podrá satisfacer sus necesidades, velará por su seguridad mientras esté bajo su techo. Pero sus procedimientos revelan tanta reserva y tanto orgullo, dejan traslucir una indiferencia tan profunda por el resultado de sus esfuerzos, que resulta difícil sentirse agradecido. Pese a todo, el pionero es hospitalario a su manera; pero su hospitalidad no es en absoluto conmovedora, pues al ponerla en práctica, él mismo parece sometido a una penosa necesidad del desierto. Ve en ella un deber que su posición le impone, no un placer. Este hombre desconocido es el representante de una raza a la que pertenece el porvenir del Nuevo Mundo; raza inquieta, razonadora y arriesgada que ejecuta fríamente aquello que sólo puede ser explicado por el ardor de la pasión; raza que de todo hace un negocio, sin exceptuar siquiera la moral y la religión.
Nación de conquistadores que se somete a la vida salvaje sin dejarse llevar por sus aspectos agradables, que sólo aprecia de la civilización y de las luces aquello que puede ser útil para su bienestar, y que se adentra en las soledades de Norteamérica con un hacha y algunos periódicos: pueblo que, como todos los grandes pueblos, tiene un solo pensamiento, y que avanza en pos de la adquisición de riqueza, único objetivo de sus esfuerzos, con una perseverancia y un desprecio por la vida tales que podríamos llamarlo heroísmo si ese nombre pudiera designar otra cosa que la virtud. Es el pueblo nómada al que ni los ríos ni los lagos pueden detener; frente al cual los bosques sucumben y los prados se cubren de follajes, y que, una vez llegado al océano Pacífico, volverá sobre sus pasos para perturbar y destruir la sociedad que habrá formado en su camino.
Si hablamos del pionero, no podemos olvidar a quien lo acompaña en la miseria y en los peligros. Observe, en la otra punta del hogar, a esa joven que mece sobre las rodillas a su hijo menor, al tiempo que se ocupa de la cena. Como el inmigrante, esa mujer está en la flor de la edad: como él, puede recordar el bienestar de sus primeros años de vida. Por su manera de vestir, se adivina que su gusto por el arreglo personal no ha desaparecido del todo. Sin embargo, el tiempo ha dejado hondas marcas en ella. A juzgar por sus rasgos prematuramente ajados, por sus miembros debilitados, es fácil adivinar que la existencia ha sido una dura carga para ella. En efecto, esa frágil criatura ha estado expuesta a increíbles miserias.
Apenas comenzada su vida, se vio obligada a dejar los brazos de su madre y los tiernos lazos fraternales, que una joven nunca abandona sin derramar algunas lágrimas, aun cuando lo haga para compartir la opulenta morada de un joven esposo. La mujer del pionero es arrancada, en un instante y sin esperanza de retorno, de la inocente cuna de su juventud; pero ha trocado los encantos de la sociedad y las alegrías del hogar por la soledad de los bosques. Su lecho nupcial fue preparado sobre la tierra desnuda del desierto. Consagrarse a deberes austeros, someterse a privaciones hasta entonces desconocidas, abrazar una existencia para la cual no estaba hecha, tal fue el uso que dio a los mejores años de su vida, tales fueron para ella las delicias de la unión conyugal. La indigencia, los sufrimientos y el tedio alteraron su organización frágil, pero no vencieron su coraje. En medio de la profunda tristeza grabada en sus delicados rasgos, se advierte sin dificultad una resignación religiosa, una paz profunda, y no sé qué firmeza natural y tranquila capaz de enfrentar todos los males de la vida sin temor ni temeridad.
Alrededor de esta mujer, pueden verse niños semidesnudos, rebosantes de salud, despreocupados del mañana: verdaderos hijos del desierto. Por momentos, la madre los mira con melancolía y felicidad; al confrontar la fuerza de los hijos con su debilidad, podría decirse que se ha agotado al darles la vida, pero que no lamenta lo que le han costado.
La casa habitada por los inmigrantes no tiene separaciones internas ni granero. En la única habitación que posee, la familia entera se refugia por la noche. Esta morada constituye una suerte de mundo en miniatura. Es el arca de la civilización perdida en medio de un océano de follajes, es una especie de oasis en el desierto. Cien pasos más allá, el eterno bosque extiende a su alrededor la sombra de los árboles; allí comienza la soledad.
Llegamos a Pontiac de noche, cuando ya había atardecido. Veinte casas muy limpias y bonitas, que formaban otras tantas tiendas bien surtidas, un arroyo transparente, un claro de un cuarto de legua cuadrada, y el eterno bosque alrededor: he aquí una fiel representación del pueblo de Pontiac, que dentro de veinte años quizá sea una ciudad. Al ver este pueblo, recordé aquello que, un mes antes, me había dicho en Nueva York el señor Gallantin: «No hay —me decía— pueblos en Norteamérica, no al menos en el sentido que dan a esta palabra en su país. Aquí las casas de los cultivadores están dispersas en medio de los campos. Si se reúnen en algún lugar, lo hacen sólo a los fines de establecer una especie de feria, para uso de la población de los alrededores. En esos supuestos pueblos, sólo se ven hombres de ley, impresores o comerciantes».
Pedimos ser conducidos a la mejor posada de Pontiac (pues hay dos) y nos introdujeron, como suele hacerse, en lo que llaman el bar-room. Se trata de una sala donde se expenden bebidas y donde el obrero más humilde y el comerciante más rico del lugar fuman, beben y hablan de política juntos, en un aparente y total pie de igualdad. El dueño del lugar o landlord era, no diré un grueso campesino —no hay campesinos en Norteamérica—, sino, al menos, un señor gordo cuyo rostro reflejaba esa expresión de candor y simplicidad propia de los chalanes normandos. Era un hombre que, por temor a intimidar, nunca miraba de frente a su interlocutor al hablar, sino que esperaba, para observarlo abiertamente, a que éste estuviera ocupado conversando con otro. Por lo demás, era un político sagaz y, siguiendo las costumbres norteamericanas, un inquisidor despiadado. Este amable ciudadano, así como el resto de la asamblea, nos observó con asombro. Nuestro traje de viaje y nuestros fusiles no anunciaban emprendedores de industria, y viajar para ver constituía un hecho absolutamente inconcebible. Para evitar las explicaciones, declaramos que veníamos a comprar tierras. No bien pronunciamos estas palabras, comprendimos que buscando evitar un mal nos habíamos metido en uno mucho peor.
Dejaron, por cierto, de tratarnos como a seres extraordinarios, pero todos quisieron hacer negocios con nosotros; para sacarnos de encima a estos hombres y sus granjas, dijimos a nuestro anfitrión que antes de concluir trato alguno deseábamos que nos diera información útil sobre el precio de los terrenos y sobre la manera de cultivarlos. De inmediato nos introdujo en otra sala, extendió con adecuada lentitud un mapa de Michigan sobre la mesa de roble, que se hallaba en medio de la habitación y, tras colocar la vela entre los tres, aguardo en un impasible silencio lo que teníamos para comunicarle.
El lector, sin tener como nosotros la intención de establecerse en una de las soledades de Norteamérica, puede no obstante sentir curiosidad por saber cómo operan los miles de europeos y norteamericanos que cada año llegan al lugar en busca de asilo.
Por consiguiente, transcribiré aquí las informaciones proporcionadas por nuestro anfitrión de Pontiac. A menudo, desde entonces, tuvimos ocasión de verificar directamente su absoluta exactitud.
«Las cosas aquí no son como en Francia —nos dijo nuestro anfitrión tras escuchar pausadamente todas nuestras preguntas y cortar la mecha quemada de la vela—; allá la mano de obra es barata; y la tierra, cara; aquí comprar la tierra no cuesta nada y el trabajo del hombre no tiene precio. Digo esto para dar a entender que para establecerse tanto en Norteamérica como en Europa hace falta un capital, aunque en cada caso se lo emplee de manera diferente. En lo que a mí respecta, no le aconsejaría a nadie venir en busca de fortuna a nuestro desierto, a menos que tenga a su disposición una suma de 150 a 200 dólares (800 a 1000 francos). El acre, en Michigan, nunca cuesta más de 10 chelines (alrededor de 6,50 francos) cuando la tierra todavía no ha sido cultivada. Ése es más o menos el precio de una jornada de trabajo. Por consiguiente, un obrero puede ganar en un día la cantidad necesaria para comprar un acre de tierra. Pero, una vez hecha la compra, comienzan las dificultades. He aquí cómo suele hacerse para sobrellevarlas: el pionero se presenta en el lugar que acaba de adquirir con algunos animales de carga, un chancho salado, dos barriles de harina y un poco de té. Si hubiere una cabaña en los alrededores, se presenta a su puerta y recibe hospitalidad temporaria. En caso contrario, levanta una tienda de campaña en medio del bosque que habrá de convertirse en su campo. Su primera responsabilidad es derribar los árboles más cercanos, con los que rápidamente construye la casa rústica cuya estructura usted ya ha podido observar. Aquí el mantenimiento del ganado no cuesta casi nada. El inmigrante los suelta en el bosque después de haberles colgado del cuello una campanilla de hierro. Es muy raro que estos animales, así puestos en libertad, se alejen de la morada. El gasto más importante corresponde al desbroce. Si el pionero llega al desierto con una familia en condiciones de ayudarlo en sus primeros trabajos, su tarea es bastante más fácil. Pero es raro que así sea. Por lo general, el inmigrante es joven y, en caso de ya tener hijos, estos últimos suelen ser pequeños. Entonces debe subvenir solo a todas las necesidades de su familia, o contratar en forma temporal los servicios de sus vecinos. Desbrozar un acre cuesta entre tres y cuatro dólares (es decir, entre quince y veinte francos). Una vez preparado el terreno, el nuevo propietario siembra un acre de papas, y el resto en trigo y maíz. El maíz es la providencia de estos desiertos, crece en el agua de nuestras ciénagas y debajo del follaje del bosque aun mejor que bajo los rayos del sol. Ese maíz es lo que salva a la familia del inmigrante de una destrucción inevitable, cuando la pobreza, la enfermedad o la incuria le impidieron desbrozar lo suficiente durante el primer año. No hay nada más penoso que los primeros años que transcurren después del desbroce. Más tarde viene el bienestar, y luego la riqueza».
Así hablaba nuestro anfitrión; por nuestra parte, escuchábamos estos simples detalles casi con tanto interés como si nosotros mismos hubiésemos querido aprovecharlos; y cuando calló, le dijimos:
—El suelo de todos los bosques abandonados a sí mismos suele ser cenagoso e insalubre; el inmigrante que se expone a las miserias de la soledad ¿no tiene nada que temer por su vida?
—Todo el desbroce es una empresa peligrosa —prosiguió el norteamericano—. Y es prácticamente excepcional que el pionero o su familia se salve, durante el primer año, de la fiebre de los bosques. A menudo, cuando se viaja durante el otoño, es muy común ver a todos habitantes de una cabaña enfermos de fiebre, desde el inmigrante hasta su hijo más pequeño.
—¿Y qué ocurre con esos desdichados cuando la Providencia los golpea así?
—Se resignan y esperan un futuro mejor.
—Pero ¿pueden esperar alguna ayuda de sus semejantes?
—Casi ninguna.
—¿Pueden, al menos, procurarse el auxilio de la medicina?
—El médico más cercano vive, en muchos casos, a sesenta millas de su casa. Hacen como los indios: se mueren o se curan, según la voluntad de Dios.
Insistimos:
—¿La voz de la religión llega hasta ellos alguna vez?
—Raramente. Aún no se ha podido prever nada en nuestros bosques para asegurar la observancia pública de un culto. Casi todos los veranos, es cierto, algunos sacerdotes metodistas recorren los nuevos establecimientos. Con una prontitud increíble, corre, de cabaña en cabaña, la voz de su llegada. Es la gran noticia del día. Cerca de la fecha establecida, el inmigrante, su mujer y sus hijos se dirigen, a través de los senderos apenas trazados del bosque, a la cita indicada. La gente llega de cincuenta leguas a la redonda. Los fieles no se reúnen en una iglesia, sino al aire libre, bajo el follaje del bosque. Un púlpito compuesto de troncos mal escuadrados, asientos hechos con grandes árboles derribados: ésos son los únicos ornamentos de ese rústico templo. Los pioneros y sus familias acampan en los bosques cercanos; allí, durante tres días y tres noches, la multitud practica ejercicios religiosos rara vez interrumpidos. Hay que ver con cuánto ardor estos hombres se entregan a la plegaria, con qué recogimiento la voz solemne del sacerdote es escuchada. En el desierto, todos parecen sedientos de religión.
—Una última pregunta —dijimos—. Entre nosotros existe la creencia de que los desiertos americanos se pueblan gracias a la inmigración europea. ¿Por qué motivo, entonces, desde que recorremos sus bosques, no hemos visto a ningún europeo?
Una sonrisa de superioridad y orgullo satisfecho se dibujó sobre el rostro de nuestro anfitrión al oír esa pregunta:
—Sólo un norteamericano —respondió con énfasis— puede tener el coraje de someterse a semejantes miserias, y saber adquirir el bienestar a semejante precio. El inmigrante europeo se detiene en las grandes ciudades que bordean el mar o en los distritos vecinos. Allí, se convierte en artesano, mozo de labranza o criado. Lleva una vida más apacible que en Europa y, satisfecho de dejar a sus hijos la misma herencia, se siente feliz. La tierra, en cambio, pertenece al norteamericano; pues le fue dado apropiarse de las soledades del Nuevo Mundo, someterlas al hombre y así construir un inmenso porvenir.
Tras pronunciar estas últimas palabras, nuestro anfitrión se detuvo. Dejó escapar de su boca una enorme voluta de humo, y pareció dispuesto a escuchar lo que tuviéramos para decirle acerca de nuestros proyectos. Ante todo le agradecimos sus valiosas opiniones y sabios consejos, y le aseguramos que los aprovecharíamos algún día; luego añadimos:
—Antes de establecernos en su distrito, estimado anfitrión, tenemos la intención de ir a Saginaw y deseamos consultarlo sobre ese punto.
Al oír la palabra «Saginaw», se produjo una singular revolución en la fisonomía del norteamericano; parecía empujado violentamente fuera de la vida real, arrastrado contra su naturaleza al ámbito de la imaginación; sus ojos se dilataron, entreabrió la boca y la sorpresa más profunda se dibujó en su rostro:
—¡Quieren ir a Saginaw! —exclamó al fin—. ¡A Saginaw Bay! ¿Dos hombres razonables, dos extranjeros educados quieren ir a Saginaw Bay? No puedo creerlo.
—¿Y por qué no? —replicamos nosotros.
—Pero ¿acaso no comprenden —prosiguió nuestro anfitrión— lo que están por hacer? ¿Acaso ignoran que Saginaw es el último punto habitado hasta el Océano Pacífico? ¿Que de aquí hasta Saginaw sólo hay desierto y soledades no desbrozadas? ¿No han pensado que los bosques están llenos de indios y de mosquitos? ¿Que deberán dormir, al menos una noche, en la humedad del follaje? ¿No han pensado en la fiebre? ¿Saben, acaso, cómo salir de un apuro en medio del desierto y cómo encontrar el camino en el laberinto de nuestros bosques?
Tras esta extensa parrafada, nuestro anfitrión hizo una pausa para evaluar mejor la impresión que había causado; nosotros respondimos lo siguiente:
—Todo eso puede ser cierto. Sin embargo, partiremos mañana por la mañana hacia Saginaw Bay.
Nuestro anfitrión reflexionó un momento, inclinó la cabeza y al fin, con tono pausado pero terminante, declaró:
—Sólo un interés muy grande puede llevar a dos extranjeros a intentar semejante empresa: sin duda alguna, ustedes han imaginado, erróneamente, que lo más ventajoso era establecerse en los lugares más alejados de toda competencia.
No respondimos. Prosiguió:
—Quizá la compañía de peletería de Canadá les ha encargado establecer relaciones con las tribus indias de las fronteras…
Mismo silencio. Como nuestro anfitrión ya no tenía conjeturas, acabó por callar; no obstante, siguió reflexionando profundamente acerca de la extravagancia de nuestro proyecto.
—¿Ha estado en Saginaw? —dijimos.
—Sí, estuve allí —respondió—, para mi gran desgracia, cinco o seis veces; pero yo tenía un motivo para hacerlo; y a ustedes no he podido descubrirles ninguno.
—No pierda de vista, estimado anfitrión, que no estamos preguntándole a usted si debemos ir a Saginaw, sino tan sólo cuál es la manera de llegar al lugar con mayor facilidad.
Devuelto así a la pregunta original, nuestro norteamericano recobró toda su sangre fría y toda su claridad de ideas; nos explicó, en pocas palabras y con un sentido práctico admirable, cómo debíamos hacer para atravesar el desierto; nos dio todo lujo de detalles, e incluso previó las circunstancias más inopinadas. Al término de sus descripciones, hizo una nueva pausa para ver si al fin se develaba el misterio de nuestro viaje; pero, viendo que ninguno de nosotros tenía nada más para agregar, tomó la vela, nos condujo a una habitación y, tras darnos un democrático apretón de mano, volvió a la sala común para terminar allí su velada.
Nos levantamos al alba y nos preparamos para la parada. También nuestro anfitrión madrugó aquel día. La noche le había revelado los motivos de nuestra conducta a su juicio extraordinaria. Sin embargo, como parecíamos absolutamente decididos a actuar contra todos sus consejos, no se atrevía a volver a la carga, pero no cesaba de dar vueltas alrededor de nosotros. De cuando en cuando, decía a media voz: «Me es difícil comprender qué puede llevar a dos extranjeros a Saginaw». Repitió esa frase varias veces, hasta que al fin le dije, con un pie en el estribo: «Son muchas las razones que nos conducen allí». Se detuvo en seco al escuchar esas palabras y, mirándome de frente por primera vez, pareció prepararse para escuchar la revelación de un gran misterio. Pero yo, mientras montaba tranquilamente a mi caballo, a modo de conclusión le dediqué un saludo amistoso y me alejé a gran trote. Cuando, cincuenta pasos más lejos, volví la cabeza, todavía estaba delante de su puerta, plantado como un almiar de heno. Poco después, lo vi entrar a la casa sacudiendo la cabeza; imagino que seguiría repitiendo: «No entiendo qué pueden hacer dos extranjeros en Saginaw».
Nos había recomendado dirigirnos a un tal Williams que, como durante mucho tiempo había tenido comercio con los indios Chippeways y además tenía un hijo en Saginaw, podía darnos informaciones útiles. Tras haber recorrido unas cuantas millas en el bosque, cuando ya comenzábamos a temer haber pasado la casa de nuestro hombre, encontramos a un anciano que trabajaba en su pequeño jardín. Lo abordamos. Era el señor Williams en persona. Nos recibió con gran amabilidad y nos entregó una carta para su hijo. Le preguntamos si teníamos motivos para temer a las comunidades indias cuyos territorios íbamos a atravesar. El señor Williams rechazó la idea con cierta indignación:
—¡No! ¡No! —dijo—. Pueden andar sin temor. En lo que a mí respecta, dormiría más tranquilo entre indios que entre blancos.
Anoto esto como la primera impresión favorable que he recibido sobre los indígenas desde mi llegada a Norteamérica. En las zonas muy pobladas, sólo se habla de ellos con una mezcla de temor y desprecio. He dicho antes lo que yo mismo pensé al cruzarme con los primeros indios en Buffalo. A medida que avancen en este diario, y que me sigan en medio de las poblaciones europeas de las fronteras y de las tribus indias mismas, podrán formarse una idea de los primeros habitantes de Norteamérica más honorable y a la vez más justa.
Tras despedirnos del señor Williams, seguimos nuestro camino en medio de los bosques. De tanto en tanto, un pequeño lago (abundan en este distrito) aparecía como un manto de plata bajo el follaje de los árboles. No es fácil imaginarse el encanto que rodea a estos hermosos lugares, donde el hombre aún no ha establecido su morada y donde todavía reina una paz profunda y un silencio nunca interrumpido. He recorrido en los Alpes terribles soledades donde la naturaleza se resiste al trabajo del hombre, pero donde despliega hasta en sus horrores una grandeza que arrebata el alma y la llena de pasión. Aquí la soledad no es menos profunda pero no despierta las mismas impresiones. Los únicos sentimientos que se experimentan al recorrer estos desiertos florecidos, donde todo, como en El Paraíso de Milton, está preparado para recibir al hombre, es una admiración tranquila, una emoción dulce y melancólica, un vago hastío de la civilización; una suerte de instinto salvaje que hace pensar, dolorosamente, que muy pronto esta deliciosa soledad habrá cambiado de aspecto. En efecto, la raza blanca ya ha comenzado a avanzar hacia los bosques que la rodean y, en pocos años, el europeo habrá talado todos los árboles que se reflejan en las aguas límpidas del lago, y forzado a los animales que pueblan sus orillas a retirarse hacia nuevos desiertos.
Siguiendo nuestro camino, llegamos a una comarca cuyo aspecto era totalmente nuevo. El suelo ya no era liso, sino que lo interrumpían valles y colinas. Estas últimas por momentos presentaban un aspecto sumamente salvaje. En uno de esos parajes pintorescos, nos detuvimos para contemplar el espectáculo que dejábamos atrás; y, para nuestra gran sorpresa, vimos cerca de la grupa de nuestros caballos a un indio que parecía seguir nuestros pasos. Era un hombre de unos treinta años, alto y admirablemente proporcionado, como son casi todos los de su raza. Sus cabellos negros y relucientes caían sobre sus hombros, excepto dos trenzas que llevaba atadas sobre su cabeza. Tenía el rostro embadurnado de rojo y de negro. Estaba cubierto con una especie de blusa azul muy corta. Llevaba un mitta rojo —una suerte de pantalón que llega hasta la parte superior del muslo— y calzaba mocasines. De su flanco colgaba un cuchillo. Con la mano derecha sostenía una escopeta y con la izquierda dos pájaros que acababa de matar. A primera vista, ese indio nos causó una impresión poco agradable. No era el lugar adecuado para resistir a un ataque: a nuestra derecha, se alzaba un bosque de pinos inmensos. A nuestra izquierda, se extendía una hondonada profunda en cuyo fondo rocoso corría un arroyo que la oscuridad del follaje nos impedía ver. Él también se detuvo. Nos quedamos en silencio durante medio minuto… Su figura presentaba todos los rasgos característicos que distinguen a la raza india de las demás. En sus ojos perfectamente negros brillaba ese fuego salvaje que aún anima la mirada del mestizo, y que no se pierde sino a la segunda o tercera generación de sangre blanca. Su nariz se arqueaba a la altura del tabique, y era ligeramente chata en la punta; los pómulos de sus mejillas eran muy altos, y su boca profundamente hendida dejaba ver dos filas de dientes de una blancura radiante, lo cual daba clara cuenta de que el salvaje, más limpio que su vecino norteamericano, no pasaba sus días mascando hojas de tabaco. Ya he dicho que, al voltear con la mano sobre nuestros fusiles, el indio se había detenido. Soportó el rápido examen que hicimos de su persona con una impasibilidad absoluta y una mirada firme e inmóvil. Al ver que no mostrábamos ningún sentimiento hostil, comenzó a sonreír; probablemente se diera cuenta de que nos había alarmado. Ésa fue la primera vez que pude observar hasta qué punto la expresión de alegría cambia por completo la fisonomía de los hombres salvajes. Desde entonces, he tenido cientos de ocasiones de observar este hecho. Un indio serio y un indio sonriente son dos hombres absolutamente distintos. En la inmovilidad del primero domina una majestad salvaje que imprime un sentimiento involuntario de terror. Si ese hombre comienza a sonreír, todo su rostro adquiere una expresión de ingenuidad y benevolencia que le da un encanto real.
Al verlo sonreír, le dirigimos la palabra en inglés. Nos dejó hablar cuanto quisimos, y luego nos hizo seña de que no entendía. Le ofrecimos un poco de aguardiente; aceptó sin dudar ni agradecer. Comunicándonos mediante señas, le pedimos los pájaros que llevaba consigo, y él los entregó a cambio de una moneda. Tras este primer contacto, lo saludamos con la mano y partimos al galope. Al cabo de un cuarto de hora de marcha rápida, al darme nuevamente vuelta, sentí gran confusión al constatar que el indio seguía detrás de la grupa de mi caballo. Corría con la agilidad de un animal salvaje, sin pronunciar una sola palabra ni aligerar el paso. Nos detuvimos, él se detuvo. Seguimos, él siguió. Nos lanzamos a toda carrera. Nuestros caballos, criados en el desierto, franqueaban con facilidad todos los obstáculos. El indio aceleró el paso sin esfuerzo; lo divisaba ya a la derecha ya a la izquierda de mi caballo, saltando por encima de los arbustos y volviendo a caer sobre la tierra sin ruido. Parecía uno de esos lobos del norte de Europa que siguen a los jinetes esperando a que caigan de sus caballos para devorarlos con mayor facilidad.
Esa figura inmóvil, que alternativamente se perdía en la oscuridad del bosque y luego resurgía a plena luz, no cesaba de revolotear a nuestro lado y acabó por resultarnos molesta. Como no podíamos concebir los motivos que lo animaban a seguirnos con un paso tan ligero —tal vez nos seguía ya cuando lo descubrimos por primera vez—, imaginamos que podía estar llevándonos a una emboscada. Estas reflexiones nos ocupaban cuando percibimos que del bosque se asomaba la punta de otra escopeta. Muy pronto estuvimos junto a su dueño; en un principio lo confundimos con un indio, vestía una especie de levita corta y ajustada a la altura de los riñones, que delineaba una cintura recta y bien ceñida; su cuello estaba desnudo, y calzaba mocasines. Cuando llegamos junto a él, levantó la cabeza y en el acto percibimos que era europeo; entonces nos detuvimos. Se acercó a nosotros, nos dio un apretón de mano cordial y entablamos una conversación:
—¿Vive usted en el desierto? —le preguntamos.
—Sí, ésa es mi casa —respondió, señalando entre las hojas una choza mucho más miserable que cualquier log home.
—¿Solo?
—Solo.
—¿Y qué hace aquí?
—Recorro los bosques y cazo aquí y allá las presas que encuentro en mi camino, pero hay pocos buenos tiros para hacer en este momento.
—¿Le gusta esta clase de vida?
—Más que ninguna.
—Pero ¿no le teme a los indios?
—¡Temerle a los indios! Prefiero vivir entre ellos que en compañía de blancos. ¡No! ¡No! No le temo a los indios. Valen más que nosotros, a menos que los hayamos embrutecido con nuestros licores, ¡pobres criaturas!
Señalamos entonces a nuestro nuevo conocido el hombre que nos seguía con tanta obstinación y que ahora se había detenido a unos pasos y permanecía más inmóvil que una estatua.
—Es un Chippewai —dijo— o un «saltador», como lo llaman los franceses. Apuesto a que regresa de Canadá, donde recibió el obsequio anual de los ingleses. Su familia no debe de estar muy lejos de aquí.
Dicho esto, el norteamericano le hizo una seña al indio para que se acercase, y comenzó a hablarle en su lengua con suma desenvoltura. Era notable ver el placer que esos dos hombres, tan distintos por su origen y costumbres, sentían al intercambiar ideas. La conversación versaba, evidentemente, sobre el mérito de sus respectivas armas. El blanco, después de haber examinado atentamente la carabina del salvaje, declaró:
—Ésa es una hermosa carabina. Los ingleses se la habrán dado para que la use contra nosotros. Y lo hará sin duda en la primera guerra que se presente. Así es como los indios atraen las desgracias que pesan sobre ellos. Pero no entienden demasiado, pobre gente.
—¿Los indios —pregunté— saben utilizar con destreza estas carabinas tan largas y pesadas?
—No hay mejor arador que un indio —prosiguió con vehemencia nuestro nuevo amigo, con un tono que revelaba la más viva admiración—. Examine, señor, los pequeños pájaros que le ha vendido; los atravesó una sola bala, y estoy seguro de que no ha hecho más de dos disparos para tenerlos. ¡Oh! —agregó— nadie es más feliz que un indio en aquellos lugares donde aún no hemos espantado a las presas de caza. Pero los animales grandes nos huelen a más de trescientas millas; y, al retirarse, dejan a nuestro alrededor un desierto en el que los pobres indios no pueden seguir viviendo sin cultivar la tierra.
Cuando nos disponíamos a retomar nuestro camino, nos gritó nuestro nuevo amigo:
—Cuando regresen por aquí, golpeen a mi puerta. Da gusto encontrar un rostro blanco por estos lugares.
He relatado esta conversación, que en sí misma no contiene nada digno de señalarse, para dar a conocer una clase de hombre que desde entonces hemos vuelto a encontrar muy a menudo en los confines de las tierras habitadas. Son europeos que, pese a los hábitos de su juventud, acabaron por descubrir un inefable encanto en la libertad del desierto. Ligados a las soledades de Norteamérica por su gusto y sus pasiones, y a Europa, por su religión, sus principios y sus ideas, mezclan, el amor por la vida salvaje con el orgullo de la civilización, pero prefieren a los indios antes que a sus compatriotas, sin por ello considerarse sus iguales.
Reanudamos nuestra marcha y, siempre avanzando con la misma rapidez, al cabo de media hora llegamos a la casa de un pionero. Delante de la puerta de esa cabaña, una familia india había establecido su morada transitoria. Una anciana, dos muchachas y varios niños estaban en cuclillas alrededor de un fuego, cuyo calor doraba los restos de un corzo entero. A unos pasos del lugar, sobre el pasto, un indio desnudo se calentaba al sol mientras un niño retozaba a su lado en el polvo. Allí se detuvo nuestro silencioso compañero; sin despedirse, nos dejó solos y fue a sentarse gravemente en medio de sus compatriotas. ¿Qué podía haber llevado a ese hombre a seguir de esa manera la carrera de nuestros caballos durante dos leguas? Nunca pudimos adivinarlo. Tras haber almorzado en el lugar, ensillamos nuestros caballos y reanudamos nuestra marcha en medio de una alta y poco espesa plantación de árboles. El bosque bajo había sido quemado hacía años, como lo evidenciaban los restos calcinados de árboles tumbados en el pasto. Hoy en día el suelo está cubierto de helechos que se extienden hasta perderse de vista bajo el follaje del bosque.
Algunas leguas más lejos, mi caballo se desherró, y quedamos sumamente preocupados. Por fortuna, cerca de allí encontramos a un plantador que logró herrarlo de nuevo. Sin ese feliz encuentro, sospecho que no hubiésemos podido seguir adelante, pues en ese momento nos acercábamos al límite extremo de la zona desbrozada. Ese hombre que nos había ayudado a seguir nuestro camino nos sugirió que apuráramos el paso, pues el sol comenzaba a bajar y dos extensas leguas nos separaban todavía de Flint River, donde queríamos pasar la noche.
Muy pronto, en efecto, una profunda oscuridad comenzó a rodearnos. La noche era serena pero glacial. En el fondo de esos bosques reinaba un silencio tan profundo y una calma tan plena que parecía que todas las fuerzas de la naturaleza estuvieran paralizadas. Sólo se oía el zumbido incómodo de los mosquitos, y el ruido de nuestros pasos. De cuando en cuando, percibíamos a lo lejos el fuego de un indio, cuyo perfil austero e inmóvil se dibujaba en el humo. Al cabo de una hora, llegamos a un sitio donde el camino se bifurcaba. Dos senderos se abrían en ese lugar. ¿Cuál de los dos debíamos tomar? La elección era delicada; uno desembocaba en un arroyo cuya profundidad desconocíamos; el otro, en uno escampado. La luna, que entonces comenzaba a salir, nos revelaba que delante de nosotros había un valle lleno de vestigios. Un poco más lejos divisábamos dos casas. Era tan importante que no nos extraviáramos en un lugar como ése, y a esas horas, que resolvimos informarnos antes de seguir adelante. Mi compañero se quedó para cuidar a los caballos y yo, echando mi fusil al hombro, descendí hacia el pequeño valle. Pronto comprendí que ingresaba en una zona recientemente desbrozada; inmensos árboles que aún conservaban sus ramas cubrían la tierra. Logré, saltando de un tronco a otro, llegar con cierta rapidez no muy lejos de las casas, pero el mismo arroyo que ya habíamos visto me separaba de ellas. Afortunadamente, en ese punto, su curso estaba obstruido por grandes árboles que sin duda el hacha de algún pionero había precipitado allí.
Logré deslizarme a lo largo de esos árboles hasta llegar a la otra orilla. Me acerqué con precaución a las dos casas, temiendo que fueran wigwams indios; estaban sin terminar, las puertas estaban abiertas y ninguna voz respondió a la mía. Al regresar a la orilla del arroyo, sentí la imperiosa necesidad de admirar durante algunos minutos el sublime horror del lugar. Ese valle parecía una inmensa palestra; el bosque, como una negra colgadura, la envolvía por completo; los rayos de la luna, proyectados en su centro, chocaban con las cosas y creaban miles de seres fantásticos que parecían reírse en silencio entre los desechos del bosque. En esa soledad, era imposible escuchar ruidos o sonidos que revelaran alguna forma de vida. Finalmente, me acordé de mi compañero: lo llamé a gritos para comunicarle el resultado de mi búsqueda e invitarlo a cruzar el arroyo para que se reuniera conmigo. Pero no obtuve ninguna respuesta. Grité una vez más y callé para escuchar. El mismo silencio de muerte reinaba en el bosque. La inquietud me invadió y corrí a lo largo de arroyo para encontrar el camino donde sabía que podía cruzar el curso. Una vez allí escuché a lo lejos los pasos de los caballos, y muy pronto vi aparecer a Beaumont. Asombrado por mi larga ausencia, había decidido avanzar hasta el arroyo; ya se había adentrado en el bajío cuando lo llamé.
Por eso mi voz no había podido llegar hasta él. Me contó que también había hecho todos los esfuerzos posibles para hacerse escuchar, y se había asustado como yo al no obtener respuesta. Sin el vado que nos sirvió de punto de encuentro, podríamos haber estado buscándonos gran parte de la noche. Reanudamos la marcha jurando que no volveríamos a separarnos; a tres cuartos de hora de allí, distinguimos una zona desbrozada, dos o tres cabañas y —para nuestra gran alegría— una luz. El río, extendiéndose como un hilo violeta en el extremo del valle, acabó de probarnos que habíamos llegado a Flint River. Muy pronto, en efecto, unos ladridos resonaron en el bosque, y nos encontramos frente a una log house de la que tan sólo una barrera nos separaba. Cuando nos disponíamos a cruzarla, la luna alumbró del otro lado a un enorme oso negro que, de pie sobre sus patas traseras y agitando su cadena, indicaba tan claro como podía su intención de darnos un abrazo muy fraternal.
—¡Diablos! —exclamé—. ¿En qué clase de país se tienen osos como perros guardianes?
—Debemos llamar —dijo mi compañero—. Si tratamos de pasar la barrera, luego será difícil hacer entrar en razones al portero.
Llamamos, pues, a viva voz, a tal punto que un hombre se asomó al fin a la ventana. Tras examinarnos a la luz de la luna, nos dijo: «Pasen, señores. ¡Trine, a dormir! ¡A la cucha, le digo! No son ladrones». El oso retrocedió balanceándose, y nosotros entramos. Nuestros caballos estaban extenuados; preguntamos a nuestro anfitrión si podía darnos avena. «Cómo no» —respondió—; y enseguida comenzó a segar el campo más próximo con la consabida serenidad americana, como lo hubiera hecho en pleno mediodía. Entretanto, desensillamos y atamos nuestros caballos, a falta de caballeriza, a las tranqueras por las que acabábamos de pasar. Así como habíamos pensado en nuestros compañeros de viaje, comenzamos a buscar un lecho para descansar. Sólo había una cama en la casa. Como la suerte la había adjudicado a Beaumont, me envolví en un abrigo y, acostándome en el piso, dormí tan profundamente como corresponde a un hombre que acaba de recorrer quince leguas a caballo.
Al día siguiente, el 25 de julio, nuestro primer cuidado fue procurarnos un guía. Un desierto de quince leguas separa Flint River de Saginaw, y el camino que conduce allí forma un sendero estrecho, apenas identificable a ojo. Nuestro anfitrión aprobó el proyecto y, al cabo de unos minutos, nos trajo dos indios en quienes, según él, podíamos confiar. Uno de ellos era un niño de trece a catorce años. El otro un joven de dieciocho. El cuerpo de este último, sin haber adquirido aún las formas vigorosas de la edad madura, ya daba, sin embargo, la idea de agilidad y fuerza. Era de estatura mediana; su talla era estrecha y estilizada; sus miembros, flexibles y bien proporcionados. Largas trenzas caían de su cabeza descubierta; además había tenido el cuidado de pintar sobre su rostro unas líneas negras y rojas bastante simétricas. Una argolla atravesada en el tabique de la nariz, un collar y unos aros completaban su atavío. Su aparejo guerrero no era menos llamativo. A un lado, el hacha de batalla, la célebre tomahawk al otro, un cuchillo largo y afilado con el que los salvajes arrancan la cabellera de los vencidos. Del cuello colgaba un cuerno de toro que le servía de receptáculo para la pólvora, y en su mano derecha tenía una carabina rayada. Como en la mayoría de los indios, su mirada era esquiva y su sonrisa afable. A su lado, como para completar el cuadro, caminaba un perro, las orejas paradas, el hocico alargado, mucho mas parecido a un zorro que a cualquier otra especie de animal, cuyo aspecto arisco se adecuaba perfectamente a la actitud de su guía. Tras examinar a nuestro compañero con una atención que pareció no percibir ni un solo instante, le preguntamos qué deseaba a cambio del favor que nos haría. El indio respondió algo en su lengua y el norteamericano, tomando de inmediato la palabra, nos transmitió que aquello que el salvaje pedía equivalía a dos dólares. «Como estos pobres indios —añadió caritativamente nuestro anfitrión— no conocen el valor del dinero, ustedes me darán los dólares, y yo con gusto me encargaré de proporcionarles el equivalente». Sentí curiosidad por ver a qué llamaba este buen hombre el equivalente de dos dólares y, sin hacer ruido, lo seguí hasta el lugar donde se llevaba a cabo la transacción. Lo vi entregar a nuestro guía un par de mocasines y un pañuelo de bolsillo, objetos cuyo valor total ciertamente no llegaba siquiera a la mitad de esa suma. El indio se retiró satisfecho y yo me volví sin ruido diciendo como La Fontaine: «¡Ah, si los leones supieran pintar!». De hecho, los pioneros norteamericanos no sólo engañaban a los indios. Nosotros mismos, a diario, éramos víctimas de la extrema avidez de ganancias que los caracteriza. Es muy cierto que no roban; tienen demasiadas luces para cometer una imprudencia semejante; sin embargo, jamás he visto a un posadero de una gran ciudad poner precios tan exagerados y con tanto impudor como hacen estos habitantes del desierto, entre quienes creía poder hallar la honestidad primitiva y la simplicidad de las costumbres patriarcales.
Ya estaba todo listo; montamos sobre los caballos y, tras vadear el arroyo que constituye el límite último entre la civilización y el desierto, penetramos en la más absoluta soledad.
Nuestros guías caminaban, o más bien saltaban delante de nosotros como gatos salvajes, sorteando los obstáculos del camino. Si un árbol talado, un arroyo o un pantano se interponían, señalaban el mejor desvío, pasaban ellos mismos al lugar indicado y ni siquiera se daban vuelta para vernos salir del mal paso; acostumbrado a no contar con la ayuda de nadie, el indio no concibe fácilmente que otro pueda necesitarla. Sabe hacer un favor en caso de necesidad, pero nadie le ha enseñado aún el arte de resaltarlo con cuidados y atenciones. Y, si bien esa manera de actuar podría haber dado lugar a un comentario de nuestra parte, no logramos que nuestros compañeros entendieran una sola palabra. De hecho, sentíamos que nos tenían en su absoluto poder. Pues, en efecto, la escala se había invertido: sumido en una oscuridad profunda, reducido a las propias fuerzas, el hombre civilizado andaba a ciegas por esas regiones, incapaz no sólo de guiarse en el laberinto que recorría, sino incluso de procurarse en él medios de subsistencia. En esas mismas circunstancias, el salvaje triunfaba; para él, el bosque no tenía secretos, se sentía como en su patria; caminaba con la cabeza en alto, guiado por un instinto más certero que la brújula del navegante.
En la cima de los árboles más altos, debajo de los follajes más densos, su ojo podía percibir la presa junto a la cual un europeo hubiese pasado y vuelto a pasar cien veces en vano.
De cuando en cuando, nuestros indios se detenían, ponían el dedo sobre sus labios en señal de que debíamos guardar silencio, y nos hacían un gesto para que bajáramos del caballo. Guiados por ellos, llegamos a un sitio donde pudimos distinguir las presas. Era un espectáculo singular ver la sonrisa desdeñosa con la que nos guiaban de la mano, como a niños, hacia aquello que ellos mismos distinguían desde hacía largo rato.
Sin embargo, a medida que avanzábamos, las últimas huellas del hombre se iban borrando. Muy pronto, todo dejó de anunciar incluso la presencia del salvaje, y delante de nosotros surgió el espectáculo que buscábamos desde hacía tanto tiempo: el interior de una selva virgen.
En medio de un bosque bajo y poco espeso, a través del cual podían percibirse los objetos a gran distancia, se alzaba de una sola vez una plantación de árboles compuesta casi totalmente de pinos y castaños. Obligado a crecer en un terreno muy circunscrito y casi totalmente privado de luz solar, cada uno de esos árboles asciende por el camino más corto en busca de aire y de luz. Tan recto como el mástil de un barco, se eleva rápidamente por encima de cuanto lo rodea y, tras alcanzar una región superior, despliega tranquilamente sus ramas y se envuelve en su sombra. Otros lo siguen en esa esfera elevada, y todas las ramas entrelazadas forman como un inmenso dosel por encima de la tierra de la que nacen. Por encima de esa bóveda húmeda e inmóvil, el aspecto cambia y la escena adquiere un nuevo carácter. Un orden majestuoso reina sobre las cabezas. Cerca de la tierra, todo presenta, por el contrario, la imagen de la confusión y del caos. Troncos que apenas podían sostener sus ramas se han partido a la mitad, y sólo presentan a quien los mira una cima puntiaguda y desgarrada. Otros, largamente sacudidos por el viento, se precipitaron en bloque sobre la tierra; arrancadas del suelo, sus raíces forman murallas naturales detrás de las cuales varios hombres podrían protegerse sin dificultad. Arboles inmensos, sostenidos por las ramas que los rodean, permanecen suspendidos en el aire y se reducen a polvo sin tocar el suelo. No existe, entre nosotros, país tan poco poblado donde un bosque esté lo suficientemente abandonado a sí mismo para que los árboles, después de haber seguido tranquilamente su curso vital, mueran de decrepitud. El hombre es el que los derriba en la plenitud de la vida y el que despeja el bosque de sus restos. En las soledades de Norteamérica, por el contrario, la naturaleza, en su omnipotencia, es el único agente de ruina y el único poder de reproducción. Aquí, como en los bosques sometidos al dominio del hombre, la muerte no cesa de golpear; pero nadie se encarga de sacar los residuos que deja. Cada día hay más; caen, se acumulan unos sobre otros; el tiempo no alcanza a reducirlos a polvo y a dejar espacio para otros. Ahí se hallan, recostadas unas juntas a otras, varias generaciones de muertos. Aquellos que han llegado al último estadio de disolución no presentan, a simple vista, más que un largo trazo de polvo rojo esbozado en el pasto. Otros, consumidos a medias por el tiempo, aún conservan sus formas. Por último, algunos, recientemente caídos, aún extienden sus largas ramas sobre la tierra y detienen el paso del viajero como un obstáculo imprevisto. En medio de estos múltiples restos, el trabajo de la reproducción no se acaba nunca. Retoños, plantas trepadoras, hierbas de todas las especies emergen venciendo los obstáculos. Trepan a lo largo de los troncos caídos, se insinúan en el polvo, levantan y resquebrajan la corteza que todavía los cubre. Aquí conviven la vida y la muerte; ambas han querido, al parecer, mezclar y confundir sus respectivas obras.
A menudo tuvimos ocasión de admirar, sobre el océano, una de esas noches silenciosas y serenas, mientras que la vela, flotando apacible a lo largo de los mástiles, impedía al marinero prever de qué lado habría de elevarse la brisa. Ese reposo de la naturaleza en su conjunto no es menos imponente en las soledades del Nuevo Mundo que sobre la inmensidad del mar. Cuando, en pleno día, el sol clava sus rayos sobre el bosque, a menudo se oye en sus profundidades el eco de un largo gemido, un grito, una queja, que se prolonga en la lejanía. Es el último esfuerzo del viento que expira. Todo lo que nos rodea se sume entonces en un silencio tan profundo, en una inmovilidad tan absoluta que el alma se siente penetrada por una suerte de terror religioso. Entonces el viajero se detiene; mira: apretados los unos contra los otros, entrelazadas sus ramas, los árboles del bosque parecen, formar un todo, un edificio inmenso e indestructible bajo cuya bóveda reina una oscuridad eterna. Dondequiera que dirija su mirada, no verá sino un campo de violencia y de destrucción; árboles quebrados, troncos desgarrados, todo en el lugar anuncia la perpetua lucha de los elementos entre sí. Pero esa lucha está en suspenso, el movimiento se ha detenido súbitamente por orden de un poder ignoto. Ramas semiquebradas siguen suspendidas a troncos que al parecer ya no ofrecen sostén alguno; árboles arrancados de raíz no tuvieron tiempo de llegar hasta la tierra, y quedaron suspendidos en el aire. El viajero escucha; retiene, temeroso, su respiración para captar mejor las mínimas repercusiones de la existencia que puedan llegar a sus oídos; ningún sonido, ningún murmullo, llega hasta él. Más de una vez, en Europa, nos hemos perdido en las profundidades de un bosque: pero siempre algunos ruidos de vida resonaban en nuestros oídos.
Podía ser el tañido lejano de la campana del pueblo vecino, el paso de un viajero, el hacha del leñador, el disparo de un arma de fuego, los ladridos de un perro, o cuando menos el confuso rumor propio de un país civilizado. Aquí no sólo falta el hombre, sino que tampoco la voz de los animales llega a escucharse. Los más pequeños dejaron estos parajes para acercarse a las viviendas humanas; los más grandes, para alejarse de ellas. Los que se quedaron permanecen ocultos, al resguardo de los rayos del sol. Así, todo es quietud en los bosques, todo está en silencio bajo el follaje. Se diría que el Creador ha desviado por un instante su mirada y que las fuerzas de la naturaleza se han paralizado.
Éste no es, de hecho, el único caso en que notamos la singular analogía que existe entre el océano y el aspecto de una selva virgen. En ambos espectáculos, la idea de la inmensidad se nos impone. La continuidad de idénticas escenas, la monotonía misma, asombra y confunde a la imaginación. El sentimiento de aislamiento y abandono, que me había parecido tan pesado en medio del Atlántico, me ha resultado quizá más intenso y desgarrador en las soledades del Nuevo Mundo. En alta mar, el viajero al menos puede contemplar el vasto horizonte hacia el cual siempre dirige una mirada llena de esperanza. Pero, en este océano de follajes, ¿quién puede indicar el camino? ¿Hacia qué objeto volver la mirada? Sería inútil tratar de alcanzar la cima de los árboles más altos, otros aun más altos se imponen siempre alrededor. En vano se atraviesan las colinas, en todas partes el bosque sigue nuestros pasos, y ese mismo bosque se extiende delante de nosotros hasta el polo Ártico y el océano Pacífico; pueden recorrerse miles de leguas debajo de sus ramajes con la impresión de estar caminando siempre por el mismo lugar.
Pero es tiempo de volver a la ruta de Saginaw. Andábamos desde hacía ya cinco horas sin saber siquiera dónde nos encontrábamos, hasta que de pronto nuestros indios se detuvieron; el mayor, que se llamaba Sagan-Cuisco, dibujó una línea sobre la arena. Mostró uno de los extremos exclamando «Miché-Couté-Ouinque» —el nombre indígena de Flint River— y el extremo opuesto pronunciando el nombre «Saginaw»; y, marcando un punto en medio de la línea, nos indicó que habíamos llegado a mitad de camino y que debíamos descansar unos instantes. El sol ya estaba alto sobre el horizonte, y hubiésemos aceptado con gusto la invitación que nos hacían de haber percibido algún curso de agua a nuestro alcance. Pero, como no veíamos en los alrededores ninguna fuente de agua, hicimos señas al indio de que queríamos comer y beber al mismo tiempo. Comprendió de inmediato y se puso nuevamente en marcha con la misma rapidez que antes. A una hora de allí, volvió a detenerse; y, señalando a treinta pasos un punto en el bosque, mediante señas, nos dio a entender que había agua; sin esperar nuestra respuesta y sin ayudarnos a desensillar nuestros caballos, él mismo se dirigió hacia el lugar. Nos apresuramos a seguirlo. El viento había derribado recientemente un árbol grande. En el hueco dejado por las raíces arrancadas había un poco de agua de lluvia. Esa era la fuente a la que nos condujo nuestro guía sin tener en cuenta, según parece, que podríamos haber tenido alguna reticencia a tomar semejante brebaje. Abrimos nuestro bolso: ¡otra desgracia! El calor había echado a perder completamente nuestras provisiones, y nos vimos reducidos a cenar un exiguo pedazo de pan, el único que pudimos encontrar en todo Flint River. Añádase a esto —si se quiere tener una idea de lo que puede ser una cena campestre en medio de una selva virgen— una nube de mosquitos, atraída por la cercanía del agua, a la que combatíamos con una mano al tiempo que, con la otra, llevábamos el pedazo de pan a la boca. Mientras comíamos, nuestros indios estuvieron sentados, de brazos cruzados, sobre el tronco caído ya mencionado. Cuando vieron que habíamos terminado, nos hicieron señas de que ellos también tenían hambre. Le mostramos nuestro bolso vacío. Sacudieron la cabeza sin decir palabra. El indio no tiene horarios fijos para las comidas. Se llena de alimento cuando puede hacerlo, y ayuna hasta que vuelve a encontrar con qué satisfacer su apetito. Los lobos actúan de la misma manera en semejantes circunstancias. Pronto pensamos en volver a ensillar, pero nos dimos cuenta, con horror, de que nuestros caballos habían desaparecido. Picados por los mosquitos y aguijoneados por el hambre, se habían alejado del sendero donde los habíamos dejado; con gran esfuerzo, logramos traerlos nuevamente al camino. Quince minutos más de distracción, y nos habríamos despertado, como Sancho, con la silla entre las piernas. De todo corazón agradecimos a Dios la existencia de mosquitos, pues sin ellos no habríamos pensado tan pronto en seguir nuestro camino; al fin reanudamos la marcha. Sin embargo, cada vez era más difícil reconocer la huella del sendero por el que íbamos. A cada instante, nuestros caballos tenían que forzar el pasaje a través de espesos arbustos o saltar por encima de troncos de inmensos árboles caídos que cortaban el paso. Al cabo de dos horas, tras seguir esta ruta tan ardua, llegamos a la orilla de un río poco profundo pero muy encajonado. Lo vadeamos y, desde lo alto de la otra orilla, pudimos ver un campo de maíz y dos cabañas que se parecían bastante a las log houses. Al acercarnos, nos dimos cuenta de que estábamos en un pequeño establecimiento indio. Las supuestas log houses eran wigwams. Sin embargo, allí reinaba la más profunda soledad, como en el bosque cercano. Al llegar hasta la primera de esas viviendas abandonadas, Sagan-Cuisco se detuvo; examinó atentamente todos los objetos que la rodeaban; luego, tras apoyar su carabina en tierra, se acercó a nosotros y trazó una línea sobre la arena para indicarnos, como lo había hecho antes, que hasta ese momento habíamos recorrido apenas dos tercios del camino; luego, levantándose, nos mostró el sol e hizo señas de que descendía rápidamente hacia su ocaso. Por último, miró el wigwam y cerró los ojos. Su lenguaje era sumamente inteligible: quería que durmiéramos en ese lugar. Confieso que la propuesta nos sorprendió mucho y nos entusiasmó poco. No habíamos comido desde la mañana y no nos preocupaba demasiado acostamos sin cenar. Sin embargo, ni la majestad oscura y salvaje de las escenas que presenciábamos desde esa mañana, ni el absoluto aislamiento en que nos hallábamos, ni la actitud esquiva de nuestros guías, con quienes era imposible relacionarse, podían darnos confianza. De hecho, había algo singular en la conducta de los indios, algo que nos generaba inseguridad. La ruta que seguíamos desde hacía dos horas parecía aun menos transitada que el camino anterior. Nadie nos había informado que habríamos de pasar por un poblado de indios; por el contrario, todos juraban que podía llegarse de Flint River a Saginaw en un solo día. Por consiguiente, no comprendíamos los motivos por los cuales nuestros guías querían retenernos toda una noche en ese desierto. Insistimos para seguir adelante. El indio hizo señas de que la oscuridad nos sorprendería en el bosque. Obligarlos a seguir en camino hubiera sido peligroso.
Decidimos tentar su codicia, pero el indio es el más filósofo de todos los hombres. Tiene pocas necesidades y, por ende, pocos deseos. La civilización no ejerce imperio alguno sobre él; ignora o desprecia sus placeres. No obstante, ya había notado la particular atención prestada por Sagan-Cuisco a la botellita de mimbre que yo llevaba colgando de mi flanco. Una botella no se rompe. El indio había percibido la utilidad del objeto; despertaba en él una verdadera admiración. Mi carabina y mi botella eran los únicos elementos de mi atavío europeo que podían despertar su codicia. Le hice seña de que le daría mi botella si nos conducía de inmediato a Saginaw. El indio pareció estar violentamente dividido: volvió a mirar el sol y luego la tierra. Finalmente, tras tomar su decisión, agarró su carabina y, golpeando su mano contra la boca, gritó dos veces: «¡Uh! ¡Uh!» y se lanzó delante de nosotros entre la vegetación. Lo seguimos a gran trote; abriéndonos paso a la fuerza, muy pronto perdimos de vista las viviendas indígenas. Nuestros guías corrieron así durante dos horas, a una velocidad aun mayor que la que habían llevado hasta ese momento; entre tanto, poco a poco la noche nos alcanzaba, y los últimos rayos de sol habían desaparecido detrás de los árboles del bosque; fue entonces cuando Sagan-Cuisco se detuvo debido a un violento sangrado de nariz. Por muy acostumbrados que él y su hermano estuvieran a los ejercicios físicos, era evidente que el cansancio y la falta de alimento habían comenzado a agotar sus fuerzas. Nosotros mismos comenzábamos a temer que renunciaran a la empresa, y se echaran a dormir al pie de un árbol. Tomamos, pues, la decisión de hacerlos subir alternadamente a nuestros caballos. Los indios aceptaron nuestro ofrecimiento sin asombro ni humildad. Era extraño ver a esos hombres semidesnudos sentados gravemente sobre una silla de montar inglesa, llevando nuestros morrales y nuestras carabinas en bandolera, mientras nosotros caminábamos con gran dificultad delante de ellos.
Al fin, llegó la noche; una humedad glacial comenzó a expandirse debajo del follaje. En ese momento, la oscuridad daba al bosque un aspecto nuevo y terrible. El ojo tan sólo distinguía a su alrededor masas confusamente apiladas, sin orden ni simetría, formas extrañas y desproporcionadas, escenas incoherentes, imágenes fantásticas que parecían engendradas por la imaginación enferma de un hombre victima de una violenta fiebre (lo inmenso y lo ridículo convivían allí, tan cerca el uno del otro, como en la literatura de nuestra época). Nunca antes nuestros pasos habían despertado tantos ecos; nunca antes el silencio del bosque nos había parecido tan fantástico; el zumbido de los mosquitos parecía ser la única respiración en ese mundo dormido. A medida que avanzábamos, las tinieblas se hacían más y más profundas; muy de vez en cuando, alguna luciérnaga atravesaba el bosque e iluminaba brevemente esa honda oscuridad. Tarde nos percatábamos de la exactitud de los consejos del indio: ya no podíamos retroceder. Seguimos, pues, andando tan rápido como nuestras fuerzas y la oscuridad de la noche nos lo permitían. Al cabo de una hora, nuestros guías lanzaron tres gritos salvajes, que retumbaron como las notas discordantes de un tam-tam. Alguien respondió en la lejanía. Cinco minutos más tarde, habíamos llegado a la orilla de un río, pero la oscuridad nos impedía distinguir la vera opuesta. Los indios se detuvieron allí; se envolvieron con sus mantos, para evitar la picadura de los mosquitos, y se recostaron en el pasto; de ellos sólo quedó un amasijo de lana apenas perceptible, en el cual no era posible reconocer una forma humana. Nos apeamos y esperamos pacientemente el desarrollo de los acontecimientos. Pocos minutos habían transcurrido cuando oímos un ligero ruido; algo se acercaba a la orilla: era una canoa india, de diez pies de largo, pintada de curiosos colores y construida con el tronco de un solo árbol. Había un hombre agachado en el fondo de esa frágil embarcación; llevaba un traje pero tenía la apariencia de un indio. Se dirigió a nuestros guías; y éstos, siguiendo sus órdenes, sin tardanza desensillaron nuestras monturas y las dispusieron en la piragua. En el momento en que yo me disponía a embarcar, el supuesto indio avanzó hacia mí, puso dos dedos sobre mi hombro y dijo con un acento normando que me sobresaltó: «No vaya tan rápido; algunos a veces se ahogan por aquí».
Si mi caballo me hubiese dirigido la palabra, creo que no me hubiese sorprendido más. Miré al hombre que me había hablado, cuyo rostro iluminado por los primeros rayos de la luna brillaba entonces como una bola de cobre: «Pero ¿quién es usted? —le dije—. El francés parece ser su lengua y tiene el aspecto de un indio». Me respondió que era Bois-Brülé, es decir, hijo de un canadiense y de una india. Ya tendré ocasión de hablar de esta singular raza de mestizos que pueblan todas las fronteras de Canadá y una parte de las de los Estados Unidos. Por el momento, sólo pensaba en el placer de hablar mi lengua materna. Siguiendo los consejos de nuestro compatriota salvaje, me senté en el fondo de la canoa y traté de mantener el equilibrio lo mejor que pude. El caballo entró en el río y comenzó a nadar mientras el canadiense empujaba la barquilla con el remo, cantando a media voz sobre una tonada francesa la copla cuyos dos primeros versos pude captar:
Entre París y Saint-Denis
Había una muchacha…
Así, llegamos sin incidentes a la otra orilla. La canoa volvió de inmediato a buscar a mi compañero. Toda mi vida habré de recordar el momento en que por segunda vez se acercó a la orilla. La luna, que estaba llena, se alzaba en ese preciso momento por encima de la pradera que acabábamos de atravesar. Sólo la mitad de su disco aparecía en el horizonte, como si fuera una puerta misteriosa por la que se derramaba hacia nosotros la luz de alguna otra esfera. El rayo que salía de ella se reflejaba en las aguas del río y llegaba hasta mí centelleante. Sobre la misma línea en que vacilaba esa pálida luz avanzaba la piragua indígena; no se distinguían los remos ni se escuchaba su ruido en el agua; se deslizaba rápidamente y sin esfuerzo, larga, estrecha y negra, semejante a un aligátor del Mississipi, que se extiende hacia la orilla para atrapar a su presa. Acuclillado en la punta de la canoa, Sagan-Cuisco tenía la cabeza apoyada sobre sus rodillas, y sólo podían verse las trenzas relucientes de su cabellera. En el otro extremo, el canadiense remaba silenciosamente, y detrás de la barca el caballo hacía saltar el agua del Saginaw bajo el esfuerzo de su poderoso pecho. En ese espectáculo, había tanta grandeza salvaje que produjo —y grabó para siempre— una profunda impresión en mi alma. Tras ser depositados en la otra orilla, nos dirigimos directamente hacia una casa que la luna acababa de revelarnos; quedaba a cien pasos del río, y el canadiense nos aseguró que podríamos refugiarnos en ella. Logramos, en efecto, instalarnos con cierta comodidad en su interior; y ciertamente podríamos haber recuperado nuestras fuerzas gracias a un profundo sueño reparador si hubiésemos podido desembarazarnos de la miríada de mosquitos que invadía la casa. Pero jamás logramos tal cosa. El animal que en inglés se llama mosquito y maragowin en francés canadiense es un pequeño insecto semejante en todo al cousin de Francia, del cual difiere únicamente por su grosor. Por lo general, es más grande y su trompa resulta tan poderosa y aguda que sólo las telas de lana pueden proteger de sus picaduras. Esa pequeña mosquilla es la plaga de las soledades de América. Su presencia podría bastar para volver insoportable una larga estadía. En lo que a mí respecta, juro no haber padecido jamás un tormento semejante al que a causa de ellos sufrí durante ese viaje y, en especial, durante nuestra estadía en Saginaw. De día, nos impedían dibujar, escribir, quedarnos un solo momento quietos; por la noche, circulaban de a miles alrededor nuestro. Cada parte del cuerpo que quedaba al descubierto se convertía instantáneamente en una cita. Cuando nos despertaba el dolor por una picadura, nos tapábamos la cabeza con nuestras sábanas, pero sus aguijones las atravesaban. Así, cazados, perseguidos por ellos, nos levantábamos e íbamos a respirar el aire del exterior, hasta que el cansancio al fin nos procurara un sueño penoso e interrumpido.
Salimos de la casa muy temprano, y la primera escena que nos llamó la atención entonces fue ver a nuestros dos indios durmiendo, enrollados en sus mantas cerca de la puerta, junto a sus perros.
Veíamos entonces, por primera vez en pleno día, el pueblo de Saginaw al que tan lejos habíamos ido a buscar.
Una pequeña llanura cultivada —bordeada hacia el Sur por un hermoso y tranquilo río; hacia el Este, el Oeste y el Norte, por el bosque— constituye actualmente todo el territorio de la ciudad naciente.
A unos pasos de nosotros, se alzaba una vivienda cuya estructura anunciaba la riqueza de su propietario. Era la casa en la que habíamos pasado la noche. Una vivienda del mismo tipo podía verse en el otro extremo del terreno desbrozado. En el intervalo y en el linde del bosque, dos o tres log houses se perdían a medias entre los árboles. En la orilla opuesta, la pradera se extendía como un océano sin límites en un día apacible. Una columna de humo salía de la casa y ascendía serenamente hacia el cielo. Al seguir su rastro en dirección a la tierra, la mirada descubría dos o tres wigwams cuya forma cónica y puntiaguda se confundía con las hierbas de la pradera.
Un arado volcado, bueyes que regresaban solos a la labranza y algunos caballos semisalvajes completaban el cuadro.
Dondequiera que se explayara la mirada, el ojo buscaba inútilmente la flecha de un campanario gótico, la cruz de madera que indica el camino o el umbral cubierto de musgo del presbiterio. Esos venerables restos de la antigua civilización cristiana no fueron trasladados al desierto; nada en él despierta aún la idea de pasado ni la de porvenir. No pueden encontrarse siquiera moradas consagradas a los que ya no están. Ni la muerte ha tenido tiempo de reclamar sus potestades o hacer delimitar sus campos.
Aquí el hombre parece introducirse en la vida furtivamente. Alrededor de su cuna, las generaciones no se reúnen para expresar anhelos a menudo engañosos ni para entregarse a dichas prematuras que el porvenir desmiente. Su nombre no se inscribe en los registros de la ciudad. La religión no mezcla sus solemnidades conmovedoras con los cuidados de la familia. Las plegarias de una mujer, algunas gotas de agua vertidas sobre su cabeza por la mano de su padre, le abren sin ruido las puertas del cielo. El pueblo de Saginaw es el último punto habitado por los europeos hacia el Noroeste de la vasta península de Michigan. Puede ser considerado como un puesto de avanzada, una suerte de garita que los blancos situaron en medio de las naciones indias.
Las revoluciones europeas, los tumultuosos clamores que sin cesar se elevan del universo civilizado, apenas repercuten aquí, como el eco de un sonido cuya naturaleza y cuyo origen el oído ya no puede discernir.
Quizá un indio relate al pasar, con la poesía del desierto, algunas de las tristes realidades de la vida social; un periódico olvidado en el morral de un cazador, o tan sólo ese vago rumor que propagan voces desconocidas y que no deja de advertir a los hombres que algo extraordinario sucede bajo el sol.
Una vez al año remonta el curso del Saginaw un barco gracias al cual este eslabón desprendido vuelve a insertarse en la gran cadena europea cuyos pliegues ya envuelven al mundo. Trae al nuevo asentamiento los productos varios de la industria y, a cambio, se lleva los frutos de la tierra.
Sólo treinta personas, hombres, mujeres, ancianos y niños, componían, cuando nosotros pasamos, esta exigua sociedad, embrión apenas formado, germen naciente confiado al desierto para que éste lo fecunde.
El azar, el interés o las pasiones habían reunido en ese espacio reducido a estas treinta personas. De hecho, no existían entre ellas puntos en común, y diferían profundamente unas de otras. Había canadienses, estadounidenses, indios y mestizos.
Ciertos filósofos han creído que la naturaleza humana, idéntica a sí misma en todas partes, sólo variaba en función de las instituciones y las leyes de las distintas sociedades. Cada página de la historia del mundo parece desmentir esa clase de opinión. Tanto las naciones como los individuos se muestran en esa historia con una fisonomía propia. Sus rasgos característicos se reproducen en todas las transformaciones que esas naciones experimentan. Las leyes, las costumbres, las religiones cambian; el poderío y la riqueza se desplazan; la apariencia varía, los atuendos difieren, los prejuicios se borran o se sustituyen por otros. Sin embargo, a través de todos estos cambios, siempre podemos reconocer a un mismo pueblo. Algo inflexible aparece en la gran flexibilidad humana.
Los hombres que habitan esta breve llanura cultivada pertenecen a dos razas que, desde hace más o menos un siglo, coexisten en suelo norteamericano y obedecen a las mismas leyes. No tienen, sin embargo, nada en común entre sí. No han dejado de ser ingleses o franceses, tal como se los puede ver a orillas del Sena o del Támesis.
Ingrese a una de esas cabañas, debajo del follaje, y hallará a un hombre cuyo recibimiento cordial, cuyo rostro franco, cuyos labios entreabiertos, le anunciarán de entrada el gusto por los placeres sociales y una vida despreocupada. En un primer momento, quizá lo confunda con un indio; sometido a la vida salvaje, ha adoptado voluntariamente su manera de vestir, sus usos y, en cierta medida, también sus costumbres. Calza mocasines y lleva un gorro de nutria y un tapado de lana. Es un cazador infatigable, duerme al acecho, se alimenta de miel salvaje y de carne de bisonte. Sin embargo, este hombre sigue siendo un francés, alegre y emprendedor, orgulloso de su origen, amante apasionado de la gloria militar, más vanidoso que interesado, hombre de instinto que obedece a su primer impulso antes que a su razón, que prefiere el ruido antes que el dinero. Para venir al desierto parece haber roto todos los lazos que lo ataban a la vida: no se le conoce mujer ni hijos. Ese estado es contrario a sus costumbres, pero se somete a él fácilmente como a todo lo demás. Si fuera por él, se entregaría naturalmente a su humor hogareño, pues nadie tiene como él ese gusto por lo doméstico; nadie disfruta más que él a la vista del campanario paterno; a pesar suyo, fue arrancado a sus tranquilas costumbres; su imaginación fue conmovida por cuadros novedosos; se ha trasplantado bajo otro cielo; ese hombre de pronto se sintió poseído por una insaciable necesidad de emociones violentas, de vicisitudes y peligros. El europeo más civilizado se ha convertido en un adorador de la vida salvaje. Preferirá la sabana antes que las calles de las ciudades; la caza antes que la agricultura. Se reirá de la existencia y vivirá despreocupado de su futuro.
«Los blancos de Francia —decían los indios de Canadá— son tan buenos cazadores como nosotros. Al igual que nosotros, desprecian las comodidades de la vida, desafían los terrores de la muerte. Dios los ha creado para habitar la cabaña del salvaje y vivir en el desierto».
A pocos pasos de ese hombre, vive un europeo que, sometido a las mismas dificultades, se rebela contra ellas.
Este último es frío, tenaz, argumentador despiadado; está muy ligado a la tierra, y toma de la vida salvaje todo cuanto pueda arrebatarle. Lucha sin cesar contra ella; la despoja cada día de sus atributos. Traslada al desierto, pieza por pieza, sus leyes, costumbres, usos y, cuando puede, incluso el más insignificante refinamiento de su avanzada civilización. El inmigrante de los Estados Unidos valora la victoria únicamente por sus resultados; considera que la gloria es un rumor vano, y cree que el hombre viene al mundo tan sólo para conquistar el bienestar y las comodidades de la vida. Valiente pese a todo, pero valiente por cálculo, valiente porque ha descubierto que había muchas cosas más difíciles de soportar que la muerte. Aventurero rodeado de una familia, sin embargo aprecia poco los placeres intelectuales y los atractivos de la vida social.
Situado del otro lado del río, en medio de las cañas del Saginaw, de cuando en cuando, el indio echa una mirada estoica a las viviendas de sus hermanos de Europa. No vayan a creer que admira sus obras o envidia su suerte. Hace ya casi trescientos años que el salvaje de Norteamérica lucha contra la civilización que lo apremia y rodea, pero aún no ha aprendido a conocer ni a estimar a su enemigo. Las generaciones se suceden en vano entre las dos razas. Como dos ríos paralelos, fluyen desde hace trescientos años hacia un abismo común; un breve espacio las separa, pero jamás mezclan sus aguas. No se trata, sin embargo, de que el indígena del Nuevo Mundo carezca de aptitud natural; por el contrario, su naturaleza parece rechazar obstinadamente nuestras ideas y nuestras artes. Recostado sobre su abrigo en medio del humo de su choza, el indio observa con desprecio la cómoda vivienda del europeo; en cuanto a él, se complace orgullosamente en su miseria, y su corazón se enardece y exalta ante las imágenes de su independencia bárbara. Sonríe amargamente al vernos penar en pos de riquezas inútiles. Aquello que nosotros llamamos «industria», él lo llama «sujeción vergonzosa». Compara el labrador al buey, que con tanto esfuerzo traza los surcos. Lo que nosotros llamamos «comodidades de la vida», él lo denomina «juegos de niños» o «necesidades de mujer». Sólo envidia nuestras armas. ¿Qué más podría pedirle un hombre al Ser eterno cuando por la noche puede cobijarse en su tienda de follaje, cuando sabe encender un fuego para espantar a los mosquitos en verano y protegerse del frío en invierno, cuando sus perros son buenos y su comarca fértil?
En la otra orilla del Saginaw, cerca de los terrenos desbrozados por los europeos y, por así decir, en los confines del Antiguo y del Nuevo Mundo, se alza una cabaña rustica más cómoda que los wigwans del salvaje, más grosera que la casa del hombre civilizado. Es la morada del mestizo. Cuando nos presentamos por primera vez en la puerta de esta choza semicivilizada, nos sorprendimos mucho al oír en el interior una voz suave que salmodiaba en una tonada india unos cánticos de penitencia. Nos detuvimos un momento. Las modulaciones de los sonidos eran lentas y profundamente melancólicas; se reconocía claramente esa armonía quejumbrosa que caracteriza todos los cantos de los hombres en el desierto. Entramos. El dueño de la casa no estaba. Sentada en medio de la habitación, de piernas cruzadas sobre una trenza, una mujer joven trabajaba en la fabricación de unos mocasines, y con el pie acunaba a un niño cuyos rasgos y tez cobriza anunciaban el doble origen. Esa mujer vestía como una de nuestras campesinas, excepto por el hecho de que sus pies estaban descalzos y sus cabellos caían sueltos sobre los hombros. Al vernos, calló con respetuoso temor. Le preguntamos si era francesa.
—No —respondió ella, sonriendo.
—¿Inglesa?
—Tampoco —dijo.
Y, bajando la mirada, agregó:
—Sólo soy una salvaje.
Hijo de ambas razas, educado en el uso de las dos lenguas, nutrido de creencias diversas y acunado por prejuicios contradictorios, el mestizo constituye un compuesto tan inexplicable para los demás como para sí mismo. Las imágenes del mundo, al reflejarse en su cerebro inculto, se le aparecen como un caos inextricable del que su espíritu sería incapaz de salir. Orgulloso de su origen europeo, desprecia el desierto; y, sin embargo, ama la libertad salvaje que reina en él. Admira la civilización pero no puede someterse plenamente a su imperio. Sus gustos están en contradicción con sus ideas; sus opiniones, con sus costumbres. Como no sabe guiarse bajo la dudosa luz que lo alumbra, su alma se debate en medio de una duda universal; adopta costumbres opuestas; reza en dos altares; cree en el Redentor del mundo y en los amuletos del brujo; llega al final de su vida sin haber podido desentrañar el oscuro problema de su existencia.
Así pues, en este rincón de tierra olvidado por el mundo entero, la mano de Dios ha arrojado las semillas de naciones diversas; ya muchas razas diferentes, varios pueblos distintos se encuentran aquí reunidos.
Ciertos exiliados de la gran familia humana se han reunido en la inmensidad de los bosques. Comparten las mismas necesidades; tienen que luchar juntos contra los animales del bosque, contra el hambre y la inclemencia de las estaciones. Son apenas treinta en medio de un desierto donde todo se resiste a sus esfuerzos, y se lanzan unos a otros miradas de odio y sospecha. El color de la piel, la pobreza o la riqueza, la ignorancia o las luces, ya han establecido entre ellos clasificaciones inquebrantables; prejuicios nacionales, prejuicios de educación y de nacimiento los dividen y aíslan.
¿Dónde hallar, en un marco más estrecho, un cuadro tan completo de las miserias de nuestra naturaleza? Sin embargo, aún resta una característica. Las profundas divisiones que el nacimiento y la opinión han trazado en el destino de estos hombres no cesan con la vida, sino que se prolongan más allá de la tumba. Seis religiones o sectas diversas se reparten la fe de esta sociedad naciente.
El catolicismo —con su admirable fijeza, sus dogmas absolutos, sus terribles anatemas, y sus enormes recompensas—, la anarquía religiosa de la Reforma y el antiguo paganismo tienen representantes aquí. Se adora de seis maneras diferentes al Ser único y eterno que ha creado a todos los hombres a su imagen. Se disputa con fervor el cielo que cada cual reclama como herencia exclusiva. Más aun, en medio de las miserias de la soledad y los males del presente, la imaginación humana no ha dejado de engendrar inenarrables sufrimientos para el porvenir. El luterano condena al fuego eterno al calvinista; el calvinista, al unitario; y el católico los envuelve a ambos en una reprobación común.
Más tolerante en su fe grosera, el indio se limita a desterrar a su hermano europeo de los felices campos que reserva para sí. En lo que a él respecta, fiel a las confusas tradiciones que le han legado sus padres, se consuela sin dificultad de los males de la vida y muere tranquilo, soñando con bosques siempre verdes a los que jamás ha de estremecer el hacha del pionero, y donde el gamo y el castor se brindarán a él sin resistencias los innumerables días de la eternidad.
Después del almuerzo, fuimos a ver al propietario más rico del pueblo, el señor Williams. Lo hallamos en su tienda ocupado en vender a unos indios una multitud de objetos de escaso valor, tales como cuchillos, collares de vidrio y aretes. Daba pena ver cómo esos desdichados eran tratados por sus hermanos civilizados de Europa. En verdad, todo cuanto pudimos observar, hacía maravillosamente justicia a los salvajes. Eran buenos, inofensivos, mil veces menos propensos al robo que el hombre blanco. Sin embargo, era una pena que comenzaran a comprender algo en materia de precios. ¿Por qué digo esto? Porque los beneficios del comercio con los indígenas eran cada día menos rentables. ¿Percibe usted aquí la superioridad del hombre civilizado? El indio hubiese dicho, en su tosca simplicidad, que cada día le costaba más engañar a su vecino. Pero el hombre blanco descubre en la perfección de su lenguaje un feliz matiz que expresa la cosa y lo salva de la vergüenza.
De regreso de lo del señor Williams, se nos ocurrió remontar el curso y alejarnos un poco para cazar los patos salvajes que pueblan sus orillas. Mientras cazábamos, una piragua surgió de entre las cañas del río, y unos indios se acercaron para examinar mi fusil, pues lo habían visto de lejos. He notado que, pese a no tener nada de excepcional, esta arma me daba ante los salvajes una especial consideración. Un fusil que puede matar a dos hombres en un segundo y desaparecer en medio de la niebla constituía para ellos una maravilla invaluable; una obra maestra sin precio. Aquellos que nos abordaron dieron, como de costumbre, muestras de gran admiración, y me interrogaron acerca del origen de mi fusil. Nuestro joven guía respondió que había sido hecho del otro lado del Gran Océano, donde habitan los padres de los canadienses; lo cual no los volvió, como podría creerse, menos preciosos para ellos. Sin embargo, nos hicieron notar que, como el punto de mira no estaba situado en medio de cada cañón, no era posible asegurarse de que el tiro fuera certero; confieso que no supe dar una respuesta adecuada a este comentario.
Como la noche había llegado, subimos nuevamente a la canoa y, entregados a la experiencia adquirida esa mañana, partimos solos para remontar un brazo del Saginaw que apenas habíamos entrevisto.
El cielo estaba despejado: la atmósfera era pura e inmóvil El río hacía rodar sus aguas a través de un inmenso bosque, pero tan lentamente que hubiese resultado casi imposible decir en qué sentido iba la corriente. Siempre tuvimos la impresión de que, para hacerse una idea de los bosques del Nuevo Mundo, había que seguir algunos de los ríos afluentes que circulan bajo sus follajes. Los ríos son como grandes caminos gracias a los cuales la Providencia ha procurado, desde los orígenes del mundo, infiltrar el desierto para hacerlo más accesible al hombre. Cuando uno se abre camino a través de los bosques, en la mayoría de los casos la visión es muy limitada. De hecho, el sendero mismo por donde se camina es obra de los hombres. Los ríos, por el contrario, son caminos que no guardan huellas, y sus orillas dejan ver libremente todos los inmensos y curiosos espectáculos que una vegetación vigorosa y abandonada a sí misma puede presentar.
El desierto estaba ahí, tal como sin duda se presentó hace seis mil años ante las miradas de nuestros primeros padres; una soledad florida, deliciosa, perfumada; magnífica morada, palacio vivo, construido para el hombre, pero donde sus dueños aún no habían ingresado. La canoa se deslizaba sin esfuerzos y sin ruido; a nuestro alrededor reinaban una serenidad y una quietud universales. Muy pronto, nosotros mismos nos sentimos como apaciguados a la vista de semejante espectáculo. Nuestras palabras comenzaron a hacerse cada vez más esporádicas; muy pronto ya no expresamos nuestro pensamiento más que en voz baja. Acabamos por callarnos; levantando simultáneamente los remos, poco a poco nos sumimos en una ensoñación serena y llena de inexpresables encantos.
¿Por qué motivo las lenguas humanas, que siempre encuentran palabras para expresar todos los sufrimientos, tropiezan con un obstáculo insalvable a la hora de transmitir las más agradables y naturales emociones del corazón? ¿Quién podrá describir alguna vez, con fidelidad, esos momentos tan raros en la vida, en que el bienestar físico nos prepara para la tranquilidad moral y en que se presenta ante los ojos una suerte de perfecto equilibrio del universo? Mientras el alma, adormecida, se mece entre el presente y el porvenir, entre lo real y lo posible, el hombre, rodeado de una naturaleza admirable, respirando un aire tranquilo y tibio, en paz consigo mismo en medio de una paz universal, presta oídos a los latidos regulares de sus arterias, cuyas pulsaciones marcan el paso del tiempo, que parece fluir, gota a gota, en la eternidad. Es probable que muchos individuos hayan visto acumularse años de una vasta existencia sin haber experimentado jamás algo semejante a lo que acabamos de describir. Esos hombres no podrán comprendernos. Pero hay otros, y eso nos tranquiliza, que sabrán hallar en su memoria y en el fondo de su corazón con qué dar vida a nuestras imágenes; y así, al leernos, sentirán despertar el recuerdo de horas fugaces que ni el tiempo ni las necesidades positivas de la vida habrán podido borrar.
Un disparo de fusil que repercutió en los bosques nos sacó súbitamente de nuestra ensoñación. En un primer momento, el ruido rodó con estrépito sobre las dos orillas del río; luego se alejó rugiendo hasta perderse del todo en la profundidad de los bosques cercanos. Parecía el temible e interminable grito de guerra de la civilización en su marcha.
Una noche, en Sicilia, nos perdimos en un enorme pantano que ahora está situado donde antes se alzaba la ciudad de Hymene; la vista de esa famosa ciudad convertida en desierto salvaje nos causó una profunda y violenta impresión. Nunca antes habíamos hallado en nuestro camino un testimonio tan magnífico de la inestabilidad de las cosas humanas y de la miseria de nuestra naturaleza. Este lugar seguía siendo solitario, pero la imaginación, en vez de ir hacia atrás e intentar remontarse hacia el pasado, se lanzaba, por el contrario, hacia delante y se perdía en un inmenso porvenir. Nos preguntábamos por qué singular permiso del destino, nosotros, que habíamos podido ver las ruinas de imperios que ya no existían y andar por desiertos de factura humana, nosotros, hijos de un pueblo ya viejo, habíamos sido llevados a asistir a una de las escenas del mundo primitivo y a ver la cuna aún vacía de una gran nación. Éstas no son previsiones más o menos aventuradas de la sabiduría. Son hechos tan certeros como si ya hubiesen ocurrido. En pocos años, estos bosques impenetrables habrán sido derribados. El ruido de la civilización y de la industria romperá el silencio del Saginaw. Su eco enmudecerá… Los muelles aprisionarán sus orillas; las aguas que hoy fluyen ignoradas y tranquilas a través de un desierto sin nombre serán invadidas por la proa de los barcos. Cincuenta leguas separan todavía estas soledades de los grandes establecimientos europeos, y quizá nosotros seamos los últimos viajeros a quienes haya sido dado contemplarlas en su primitivo esplendor, tan poderoso es el impulso que lleva a la raza blanca hacia la plena conquista de un nuevo mundo.
Esta idea de destrucción, esta muda certeza de un cambio próximo e inevitable es aquello que, a nuestro parecer, imprime un carácter tan original y una belleza tan conmovedora a las soledades de Norteamérica. Las miramos con un placer melancólico; en cierta forma, es difícil no apresurarse a admirarlas. La idea de esta grandeza natural y salvaje pronta a extinguirse se mezcla con las soberbias imágenes engendradas por el triunfal avance de la civilización. Se siente de pronto el orgullo de ser hombre, al tiempo que se experimenta una suerte de pesar amargo por todo el poder que Dios nos ha dado sobre la naturaleza. El alma se debate entre ideas y sentimientos contrarios, pero todas las impresiones recibidas son grandes y dejan profundas huellas.
Queríamos dejar Saginaw al día siguiente, el 27 de julio; pero como uno de nuestros caballos estaba lastimado por la silla de montar, decidimos quedarnos un día más. A falta de pasatiempo, nos fuimos de caza a las praderas que bordean el Saginaw, más allá de las zonas desbrozadas. Esas praderas no son cenagosas, como podría creerse. Son llanuras más o menos vastas, donde no llega el bosque, y cuya tierra es excelente. La hierba es dura y tiene de tres a cuatro pies de alto. Encontramos muy pocas presas y regresamos temprano. El calor era asfixiante, como si se acercara una tormenta, y los mosquitos estaban más molestos que de costumbre. Caminábamos rodeados por una nube de insectos contra los que debíamos librar una batalla perpetua. ¡Ay de aquel desdichado obligado a detenerse! Detenerse allí significaba entregarse sin defensa alguna a un enemigo despiadado. Recuerdo haberme visto obligado a cargar mi fusil mientras corría, a tal punto era difícil permanecer quieto un segundo.
Al regresar, en el momento en que atravesábamos la pradera, notamos que el canadiense que nos servía de guía tomaba un sendero trazado y miraba con mucho cuidado la tierra antes de apoyar el pie.
—¿Por qué toma tantas precauciones? —le pregunté—. ¿Tiene usted miedo de mojarse?
—No —respondió—. Pero me he acostumbrado a mirar siempre dónde pongo los pies cuando cruzo las praderas, para no pisar una serpiente de cascabel.
—Pero ¿cómo diablos es posible —proseguí dando saltos por el sendero— que haya serpientes de cascabel?
—¡Oh! Sí, las hay en verdad —replicó mi normando de Norteamérica con una sangre fría imperturbable—. Está lleno.
Le reproché entonces no habernos avisado antes. Alegó que, como teníamos botas y la serpiente de cascabel no mordía nunca por encima del tobillo, le había parecido que no corríamos gran peligro.
Le pregunté si la mordedura de la serpiente de cascabel era mortal. Respondió que causaba infaliblemente la muerte en veinticuatro horas si no se recurría a los indios. Éstos conocen un remedio que, ingerido a tiempo, salva, según dicen, al enfermo.
Sea como fuere, durante el resto del camino, imitamos a nuestro guía y miramos, como él, nuestros pies.
La noche que siguió a ese día ardiente fue una de las más pesadas que haya padecido en mi vida. Los mosquitos se habían vuelto tan molestos que, pese a estar agotado por el cansancio, me resultó imposible pegar un ojo. Cerca de la medianoche, la tormenta que venía anunciándose desde temprano al fin estalló. Ya sin esperanzas de conciliar el sueño, me levanté y fui a abrir la puerta de nuestra cabaña para respirar al menos la frescura de la noche. No había comenzado a llover; el aire parecía calmo; pero el bosque ya se agitaba, y del interior salían gemidos prolongados y clamores profundos. De cuando en cuando, un relámpago iluminaba el cielo. El curso tranquilo del Saginaw, el pequeño terreno desbrozado que bordea sus orillas, el techo de cinco o seis cabañas y el cordón del follaje que nos envolvía aparecían entonces, durante unos segundos, como una evocación del porvenir. Después todo se perdía en la más profunda oscuridad, y la terrible voz del desierto se hacía oír nuevamente.
Asistía con emoción a ese espectáculo impresionante, cuando escuché junto a mí un suspiro, y el resplandor de un relámpago de pronto iluminó a un indio apoyado, como yo, contra la pared de nuestra vivienda. Sin duda la tormenta acababa de interrumpir su sueño, pues paseaba un ojo fijo y perturbado sobre los objetos que lo rodeaban.
¿Este hombre le temía a los relámpagos? ¿O veía en el choque de los elementos algo más que una convulsión pasajera de la naturaleza? ¿Estas fugitivas imágenes de civilización que surgían espontáneamente en medio del tumulto del desierto tenían para él un sentido profético? Estos gemidos del bosque que parecían debatirse en una lucha desigual, ¿llegaban hasta sus oídos como una secreta advertencia de Dios, una solemne revelación del destino final de las razas aborígenes? No puedo afirmarlo. Pero sus labios agitados parecían murmurar algunas plegarias, y la expresión de sus rasgos revelaba un terror supersticioso.
A las cinco de la mañana, comenzamos a preparar la partida. Todos los indios de los alrededores de Saginaw habían desaparecido; se habían ido a recibir los presentes que anualmente les hacen los ingleses, y los europeos se entregaban a los trabajos de la siega. Tuvimos, pues, que resolvernos a volver a cruzar el bosque sin guías. La empresa no era tan difícil como creíamos. Suele haber un solo sendero en esas vastas soledades, y hay que procurar no perder su huella para llegar al término del viaje.
Así pues, a las cinco de la mañana, volvimos a cruzar el Saginaw, recibimos los saludos de despedida y los últimos consejos de nuestros anfitriones y, al volver la cabeza de nuestros caballos, vimos que ya estábamos solos en medio del bosque. Debo confesar que adentrarnos en esas húmedas profundidades nos produjo cierta aprehensión solemne. Ese mismo bosque que entonces nos rodeaba se extendía detrás de nosotros hasta el Polo y el océano Pacífico. Un solo punto habitado nos separaba del desierto sin límites y acabábamos de dejarlo atrás. De hecho, esta clase de pensamientos no nos condujo sino a apresurar el paso de nuestros caballos y, al cabo de tres horas, llegamos cerca de un wigwam abandonado a la orilla del río Cass. Una punta de pasto que avanzaba hacia el río, a la sombra de los grandes árboles, nos sirvió de mesa y almorzamos con la perspectiva del río, cuyas aguas límpidas como el cristal serpenteaban a través del bosque.
Al salir del wigwam de Cass-River, encontramos varios senderos. Nos habían indicado cuál debíamos tomar. Sin embargo, aquel día pudimos comprobar que es fácil olvidar ciertos puntos de una explicación o incurrir en malentendidos. Nos habían mencionado dos caminos, pero eran tres; es cierto que dos de esos tres caminos se reunían un poco más arriba en uno solo, tal como descubrimos más adelante, pero lo ignorábamos entonces y nuestra duda era considerable.
Tras analizar la situación y evaluar la mejor opción, hicimos como todos los grandes hombres y actuamos un poco al azar. Vadeamos, como pudimos, el río, y rápidamente tomamos la dirección Sudoeste. Más de una vez, tuvimos la impresión de que el sendero se perdía en el bosquecillo; en otros sitios, el camino parecía tan poco frecuentado que nos costaba creer que condujera a otro lugar que no fuera un wigwam abandonado. Nuestra brújula nos mostraba, es cierto, que seguíamos la misma dirección. Sin embargo, no nos sentimos plenamente tranquilos hasta descubrir el sitio en que habíamos cenado tres días antes. Lo reconocimos por un gigantesco pino cuyo tronco desgarrado por el viento yo había admirado aquella noche. Con todo, no disminuimos la velocidad de nuestra carrera, pues el sol comenzaba a bajar. Muy pronto llegamos al claro que, por lo general, precede a las zonas desbrozadas; y, cuando la noche comenzaba a sorprendernos, divisamos el río Flint. Media hora después nos hallábamos en el umbral de nuestro anfitrión. Esta vez el oso nos recibió como a viejos amigos y sólo se alzó sobre sus patas para celebrar con alegría nuestro feliz regreso.
Durante todo ese día, no cruzamos ninguna figura humana. Los animales habían desaparecido; sin duda, se habían retirado debajo del follaje para protegerse del calor. Muy de vez en cuando descubríamos, bajo la solemnidad despojada de algún árbol muerto, un gavilán que, inmóvil sobre una sola pata y tranquilamente dormido bajo los rayos del sol, parecía esculpido en la madera misma que le servía de apoyo.
De pronto, en medio de esta profunda soledad, recordamos la Revolución de 1830, cuyo primer aniversario acababa de cumplirse. No puedo expresar con cuánto ímpetu los recuerdos del 29 de julio se apoderaron de nuestro espíritu. Los gritos y el humo del combate, el ruido del cañón, los redobles de la mosquetería, los tañidos más horribles aun del rebato; ese día, con su atmósfera inflamada, parecía salir de pronto del pasado y reubicarse como un cuadro viviente delante de mí. Ésa no fue sino una iluminación súbita, un sueño pasajero. Cuando, al levantar la cabeza, miré a mi alrededor, la visión ya se había desvanecido; sin embargo, nunca antes el silencio del bosque me había parecido más gélido, sus follajes, más sombríos, ni su soledad, tan absoluta.