Aquel día estaba lloviendo en Middenheim, lo que a nadie le causaba una gran sorpresa.
La lluvia primaveral, fría como agujas de hielo, caía torrencialmente sobre la vieja ciudad, que se alzaba, meditabunda, en lo alto del risco de granito, desde donde contemplaba los sombríos bosques que la rodeaban. Se retiraba con lentitud otro largo invierno, y la ciudad, además de todos sus habitantes, estaba mojada, fría y se sentía desdichada.
En el patio encharcado que se encontraba detrás de la taberna de El Águila Voladora, Morgenstern daba los últimos cuidadosos retoques a unos rechonchos nabos que había dispuesto en hilera sobre las losas de piedra; cada uno estaba colocado encima de un cubo puesto boca abajo. Luego, avanzo hasta el extremo del patio, eructó delicadamente con una mano sobre la boca y el dedo pequeño curvado, se escupió las carnosas palmas y levantó el enorme martillo de guerra, que se encontraba recostado contra los fangosos ladrillos.
Lo hizo girar, cruzando los brazos con destreza y desplazando la poderosa cabeza del martillo de un lado a otro para trazar un número ocho en torno a sus hombros, mientras el arma zumbaba en el aire. Pero Morgenstern se encontraba un poco demasiado cerca de la pared trasera y, tras completar el primer circuito, la cabeza del martillo impactó contra la piedra. Varios bloques se hicieron pedazos y cayeron, y el martillo de guerra rebotó en el suelo.
Morgenstern maldijo repetidamente y se tambaleó un poco al inclinarse para recobrar el arma. De su enorme cabeza peluda, caían gotas de lluvia. Luego se desequilibró aún más al recoger la jarra. Se enderezó, sorbió un tanto y, después, intentó colocar en su sitio los trozos de piedra, afanándose como si nadie fuese a reparar en el destrozo si lograba disimularlo. Cayeron varios bloques más.
Al cabo de un rato, renunció al intento, se volvió otra vez hacia la hilera de cubos y comenzó nuevamente a girar el martillo, aunque esa vez comprobó el espacio que tenía para moverlo.
–¿Vas a tardar mucho más? – preguntó Aric desde la puerta de la taberna, en cuya jamba se apoyaba.
Era un hombre alto y joven, de casi veintidós años y poderosa constitución, con una melena de cabello negro y brillantes ojos azules. Llevaba con elegancia la armadura de bordes de oro y la piel blanca como la nieve de los templarios del Lobo Blanco.
–¡Calla! – respondió el caballero de más edad, concentrado en seguir girando el martillo, sin volver la cabeza.
Morgenstern ajustó la posición de su propia piel de lobo para que no restringiera los movimientos de sus brazos acorazados.
–Observa, joven amigo mío, cómo exhibe su destreza un maestro del martillo de guerra. ¡Mira! ¡Ante mí, las cabezas de los enemigos!
–¿Los nabos que hay sobre los cubos?
–Ya lo creo. Es, en efecto, lo que representan.
–Y esos enemigos, ¿cómo están?: ¿tumbados?, ¿enterrados hasta el cuello?
–Son guerreros grandes y físicamente capacitados, Aric -respondió Morgenstern con sonrisa paternal-. Yo, de todas formas, estoy sobre un caballo.
–Por supuesto.
–Para la demostración, imagina que lo estoy.
Sin dejar de darle vueltas al martillo, Morgenstern comenzó a cabriolar en el sitio como un hombre-caballo de teatro que representara un misterio. Hacía con la boca los ruidos de los cascos del caballo, que intercalaba con frases como: «¡Quieta ahí! ¡Sooo, muchacha!». Aric cerró los ojos.
–¡Arre! – gritó Morgenstern, de pronto, y se lanzo hacia adelante, con la cabeza echada atrás, cuando su corcel imaginario dio un salto.
Su gran masa acorazada y retumbante, con el martillo girando a su alrededor en un gran círculo, avanzo con pasos atronadores por el patio, haciendo saltar agua. Varias losas del suelo se soltaron cuando cargó contra los cubos. El golpe aplastó el nabo que había sobre el primer cubo y, luego, sin alterar el paso, galopó entre los restantes y decapitó a cada nabo por turno, serpenteando entre ellos, balanceando y cruzando el martillo con asombrosa precisión.
Para entonces, Aric había vuelto a abrir los ojos. A despecho de toda la idiota pantomima, a pesar de la borrachera y del hecho de que Morgenstern ya hubiese superado los cincuenta y cinco años y pesara noventa kilos de más, el joven quedó impresionado por la destreza del hombretón.
Con un bramido y una elegante floritura, Morgenstern mató al último enemigo, con cubo y todo; de hecho, el golpe los hizo pasar por encima del hastial del tejado. Entonces, sus botas resbalaron sobre los lustrosos guijarros, él tropezó a toda velocidad y se precipitó de cabeza a los establos… a través de una puerta que no había abierto antes de entrar.
Aric hizo una mueca de dolor, dio media vuelta y regreso al interior de la taberna. Aquél iba a ser un día muy largo.
Dentro de El Águila Voladora, se reunió con Anspach. Gruber y Von Glick ante la mesa pequeña situada en el rincón.
–¿Lo hizo? – preguntó Gruber.
–Acabó con todos -respondió Aric al mismo tiempo que asentía con un gesto de cabeza.
Anspach dibujó su maliciosa y melódica risilla entre dientes. Era un hombre apuesto, de casi cuarenta años, con ojos diabólicamente traviesos y una sonrisa capaz de encantar a los cinturones de castidad y lograr que se abrieran de modo espontáneo.
–Eso son seis chelines de cada uno de vosotros, su pongo.
–¡Por el Lobo, Anspach! – gruñó Von Glick-. ¿Es que no hay nada por lo que no seas capaz de apostar?
–En realidad, no -replicó el interpelado a la vez que aceptaba las ganancias obtenidas-. De hecho, eso me recuerda que tengo apostada una bolsa de oro por una cierta cabra que corre esta tarde en Bernabau.
Von Glick sacudió la cabeza, consternado. Lobo veterano de la vieja escuela, Von Glick era un hombre delgado y anguloso, de sesenta años de edad. Su cabello canoso era largo y lozano, y en su mentón afeitado se veía la sombra de una espesa barba. Era un tipo estirado, que todo lo desaprobaba. Aric se preguntó si habría algo de lo que Von Glick no pudiera quejarse. En cierto modo, dudaba que el remilgado anciano hubiese sentido alguna vez pasión por ser un noble guerrero.
–¿Y dónde está Morgenstern ahora? – quiso saber Gruber, que jugaba con la jarra.
–Se ha tumbado -respondió Aric-. Ya sabes, creo que… ha bebido demasiado.
Los otros tres profirieron bufidos.
–Hermano templario -le dijo Anspach-, eres demasiado nuevo en esta noble orden para haber tenido la ocasión de comprobarlo, ¡pero nuestro Morgenstern es famoso por su prodigiosa capacidad para beber! Algunas de sus más grandiosas victorias en el campo de batalla…, como aquella escoria de ogros con los que acabó en la batalla de la Puerta de Kern…, ¡fueron atizadas por Ulric, y alimentadas por la cerveza!
–Tal vez -respondió Aric con tono dubitativo-, pero creo que lo está afectando. Sus reflejos, su coordinación…
–Mató a los nabos, ¿no es cierto? – inquirió Von Glick.
–Y a la puerta del establo -replicó Aric con tono triste, y todos guardaron silencio.
–Sin embargo, nuestro Morgenstern… -comenzó a decir Anspach-. Apuesto a que podría…
–¡Venga, cállate! – gruñó Von Glick.
Aric se retrepó en la silla y recorrió con la mirada la humosa taberna. Podía ver a Ganz, el nuevo y joven comandante de la compañía, sentado en un reservado lateral, donde el exaltado Vandam le hablaba con actitud ansiosa.
–¿De qué va eso? – le preguntó a Gruber.
El hombre de cabello blanco estaba sumido en profundos pensamientos y, sobresaltado, dio un respingo cuando Aric le dirigió la palabra.
«Ahora mismo parecía casi asustado -pensó Aric-. No es la primera vez que lo sorprendo perdido en pensamientos que no le gustan.»
Gruber era el hombre más respetado de la compañía, un veterano como Morgenstern y Von Glick, que había servido con el viejo Jurgen desde el principio. Tenía cabellos finos, ojos pálidos y una piel delicada, casi translúcida, pero Aric sabía que dentro de aquel guerrero había poder, una fuerza terrible.
Excepto, entonces… Entonces, por primera vez desde que había ingresado en la compañía dieciocho meses antes, Aric sintió que el poder de Gruber estaba mermando. ¿Era por la edad? ¿Era por… Jurgen? ¿Era por alguna otra cosa?
Aric volvió a señalar con un gesto a Vandam y Ganz.
–¿Con qué le está llenando la cabeza Vandam a nuestro comandante?
–He oído decir que Vandam quiere que lo trasladen -respondió Von Glick en voz baja-. Persigue la gloria. Quiere que lo asciendan. Según se dice, considera que nuestra compañía es un callejón sin salida. Quiere que lo trasladen a otra; tal vez a la Compañía Roja.
Los cuatro gruñeron para expresar su desaprobación y bebieron un trago.
–No creo que Ganz se lo permita. Ganz apenas ha tenido tiempo para hacerse valer desde la…, desde ese asunto. No querrá perder a un hombre antes de haber demostrado lo que vale. – Gruber parecía pensativo-. Eso si es que alguna vez vuelven a dejarnos que demostremos algo.
–No falta mucho para Mitterfruhl -comentó Anspach-. Entonces, comienza de verdad la temporada de campañas. Nos tocará algo…, una buena incursión en el Drakwald. Os apuesto a que sí.
Aric guardaba silencio. Tendría que suceder algo pronto, o aquella valiente compañía de Lobos Blancos en particular iba a descorazonarse por completo.
El gran templo de Ulric se hallaba casi vacío. El ambiente era frío, sosegado y olía a humo de vela.
Ganz entró y, con gesto reverente, depositó los guantes y el martillo de guerra en el relicario del atrio.
La acústica era soberbia dentro de la espaciosa sala abovedada, y podía oír las precisas entonaciones de los cuatro caballeros que arrodillados y con la cabeza inclinada, susurraban plegarias al otro lado del elevado altar. También podía oír el suave chirrido de las hilas que un maestro del templo usaba para lustrar los remates de bronce del atril. La grandiosa estatua de Ulric se alzaba como una nube de tormenta y bloqueaba la luz procedente de las altas ventanas.
Ganz inclinó la cabeza e hizo el signo acostumbrado; después atravesó la nave y se arrodilló ante la Llama Sagrada.
Se encontraba arrodillado allí cuando notó que una mano se posaba sobre su hombro, y al alzar la cabeza vio la cara de Ar-Ulric, el sumo sacerdote, cuyo rostro barbudo y de rasgos prominentes reflejaban la luz de la llama.
–Debemos hablar, Ganz. Me alegro de que hayas venido. Acompáñame hasta la capilla del Regimiento.
Ganz se puso de pie y echó a andar junto al venerable guerrero. En ese momento vio que los cuatro caballeros, lanzándoles miradas de curiosidad, se marchaban.
–He venido a buscar… guía, eminencia -comenzó Ganz-. Esta temporada será la primera para mí como comandante, y ya…
–¿Te falta confianza, Ganz?
–No, señor; pero carezco de experiencia, y los hombres están… apáticos.
Descendieron por una corta escalera y llegaron a una puerta de enrejada, donde hacía guardia un templario de la Compañía Gris. Saludó con respeto al sumo sacerdote y abrió el candado para que pudieran pasar. Ganz siguió a Ar-Ulric a través de la puerta, y entraron en la más pequeña y cálida capilla del templo, decorada con estandartes, banderas y trofeos, además de una serie honorífica de placas conmemorativas.
Ambos hombres hicieron una breve reverencia ante la gran piel de lobo que había en la pared y ante el intimidatorio tesoro incrustado en plata situado sobre el altar que se encontraba debajo: las Mandíbulas del Lobo, el icono más precioso del templo.
El sumo sacerdote se inclinó ante él por un momento, murmuró una bendición a Ulric y a Artur, y luego se irguió y se volvió hacia Ganz. Sus ojos destellaron como la primera escarcha de un duro Jahrdrung.
–Tu compañía está más que apática, Ganz. Hubo un tiempo en que la Compañía Blanca era la mejor que este templo podía tener; realizaba hazañas con las que sólo podían soñar los jinetes de otras compañías de Lobos, como la Roja o la Gris. Pero ahora es débil… ha perdido el camino. Durante todo este invierno han haraganeado por la ciudad, malgastando salud, dinero y tiempo. Varios se han convertido en conocidos borrachos, especialmente Morgenstern.
–Es fácil exagerar…
–Se orinó en el frontal del templo de Verena -dijo el sumo sacerdote con triste certidumbre- durante la misa mayor, y luego le sugirió a la sacerdotisa que la propia diosa era una «buena pieza», a la que realmente le vendría bien un buen… ¿Cómo era?
Ganz suspiró.
–Un hombre en su vida, eminencia.
El sumo sacerdote asintió con un gesto de cabeza. A Ganz le pareció que sonreía, pero no podía ser así, y el tono de la voz se lo confirmó.
–Morgenstern es una deshonra, y también Anspach. ¿Estás al corriente de su hábito de juego? Les debe una gran suma a los corredores de apuestas del estadio, y a otros menos oficiales. Y he tenido dos audiencias con el exaltado Vandam, en las que le oí solicitar que se lo trasladara a la Compañía Roja, o a la Dorada, o a cualquier otra.
Ganz dejó caer la cabeza.
–Hay otros que tienen problemas… -prosiguió Ar-Ulric-; cada uno los suyos. No digo que tu puesto sea fácil, Ganz, pues has tomado el mando de una turba muy deteriorada. Y sé que todo se origina en un solo incidente, acaecido el verano pasado en el Drakwald. Aquella manada de bestias acabó con los mejores de vosotros. Eran fuertes. A veces, ¡Ulric nos asista!, los malvados ganan. Fue una tragedia que la Compañía Blanca perdiera a tantos buenos hombres, y que perdiera a Jurgen. No puede ser fácil para ti ocupar su lugar.
–¿Qué puedo hacer, sumo sacerdote? Yo no impongo el respeto que imponía Jurgen. ¿Cómo puedo recuperar a la Compañía Blanca?
Ar-Ulric se encaminó hacia la pared más alejada y descolgó el estandarte de Vess. Era viejo y estaba deteriorado y manchado con noble sangre antigua. Se trataba de uno de los más vetustos y reverenciados estandartes de las compañías de Lobos, pues había sido enarbolado en algunas de las más grandiosas victorias de los templarios.
–Llevarás a tu compañía a los bosques bajo este viejo y venerable estandarte, y destruiréis la manada de bestias que quebrantó vuestro honor.
Con asombro, Ganz cogió el asta del estandarte. Alzó los ojos y se encontró con la acerada mirada de su antiguo comandante, Jurgen, en la más reciente de las imágenes conmemorativas de la pared. Durante un largo instante, Ganz miró con fijeza aquel rostro de mármol al mismo tiempo que recordaba la larga barba blanca, el aspecto de halcón y el famoso parche ocular con tachones. Ganz sabía que el sumo sacerdote tenía razón, que aquél era el único modo de lograrlo.
Era un amanecer frío y llovía otra vez. Los catorce hermanos de la Compañía Blanca se reunieron en los establos situados detrás del templo para ajustar los arreos de sus corceles de guerra, mientras refunfuñaban en voz baja y su aliento se condensaba en el aire.
–¿Una incursión antes de Mitterfruhl? – protestó Morgenstern, a la vez que bebía de un frasco que llevaba en las alforjas que fingía revisar.
–¿Un trago antes del desayuno? – se mofó Von Glick con voz queda.
Morgenstern, al oírlo, profirió carcajadas resonantes y potentes, pero Aric sabía que se trataba de un falso buen humor. Podía ver la tensión en el pálido rostro de Morgenstern y el modo como temblaban sus grandes manos.
Aric miró a su alrededor. Vandam estaba resplandeciente; tenía el rostro encendido por la determinación, y una piel de lobo blanco caía a la perfección sobre los hombros de su armadura incrustada en oro. Gruber parecía remoto, distante y preocupado mientras ajustaba los arreos de su corcel, que pateaba. Einholt, el viejo guerrero calvo que tenía una cicatriz en la cara y el ojo lechoso, parecía cansado, como si no hubiese dormido bien. Aric estaba convencido de que cada noche, sin excepción, algún viejo sueño atormentaba al veterano Einholt.
Anspach reía y bromeaba con sus compañeros, y Von Glick lo miraba con el ceño fruncido. Ganz estaba ceñudo y callado. Los demás, entre bromas y frases farfulladas, comenzaron a montar: el macilento Krieber, el robusto Schiffer, el rubio gigante Bruckner, Kaspen el de la melena roja, el flaco Schell y Dorff, que silbaba otro de sus desafinados estribillos.
–¡Aric! – lo llamó Ganz, y el joven atravesó el patio.
Al ser el más joven de la compañía, era privilegio suyo llevar el estandarte. Se sintió asombrado cuando Ganz le depositó el precioso estandarte de Vess en la mano cubierta por el guantelete de malla. Todos los que estaban en el patio guardaron silencio.
–Por decreto del mismísimo sumo sacerdote, cabalgamos bajo el estandarte de Vess y lo hacemos en busca de venganza -fue cuanto dijo Ganz antes de subir al caballo.
Dio la vuelta al corcel, y la compañía se puso en marcha. Salieron del patio y recorrieron las calles bajo la lluvia.
Descendieron desde la ciudad por el viaducto oeste, a la sombra de la gran roca Fauschlag. En lo alto, las toscas murallas y torres de Middenheim se elevaban hacía los fríos e inhóspitos cielos, como lo habían hecho durante dos mil años.
Dejaron atrás el humo, el hedor y el clamor de la ciudad, y pasaron junto a caravanas de carretillas repletas, que se dirigían a los mercados de Altmarkt, filas de ganado de Salzenmund, y las cargadas carretas de los comerciantes textiles de Marienbeg. Todos se apartaban a un lado del viaducto de dieciocho metros de ancho para permitir el paso de la Compañía Blanca. Cuando una partida de los mejores de Ulric salía a caballo, sólo los idiotas se interponían en su camino.
La Compañía Blanca abandonó el viaducto y entró en el camino de Altdorf, por donde avanzó a medio galope hacia las húmedas tierras forestales. Después, siguió el sendero del bosque durante seis horas, antes de detenerse para que abrevaran los caballos y comer en una aldea del camino. Por la tarde, asomó el sol para arrancar destellos de sus armaduras grises y doradas. A causa del calor, la humedad ascendía de los árboles mojados, que parecían rodeados por humo. En cada aldea por la que pasaban, los habitantes salían para ver a los valientes y temidos templarios, que cantaban en voz baja un himno de batalla mientras avanzaban.
Aquella noche durmieron en la sala comunal de una aldea situada en lo alto de una cascada. Al amanecer, se internaron por los senderos más oscuros, las largas sendas de negro fango que descendían hacia la húmeda oscuridad del bosque de Drakwald, una región que se extendía sobre la tierra como la caída capa de un dios de corazón negro.
Era mediodía, aunque un mediodía pálido y débil, y la gélida lluvia caía a través de las desnudas ramas de los negros olmos y retorcidos arces. El suelo por el que transitaban estaba cubierto por una fangosa y hedionda capa de hojas muertas que habían caído el otoño anterior y entonces se pudrían sobre la oscura tierra. La primavera tardaría mucho en llegar a aquel lugar.
Parecía no haber más señal de vida que los catorce jinetes. De vez en cuando, un pájaro carpintero martilleaba a lo lejos o chillaba un somorgujo o algún otro pájaro. En las ramas bajas, Aric vio telarañas adornadas por gotas de lluvia como ristras de diamantes.
–¡Humo! – gritó Von Glick de pronto, y todos tiraron de las riendas de los caballos y olieron el aire.
–¡Tiene razón! – dijo Vandam con ansiedad al mismo tiempo que deslizaba el largo mango de su martillo de guerra de la silla donde iba sujeto.
Ganz alzó una mano.
–¡Quieto, Vandam! Si nos movemos, lo hacemos como compañía, o no damos un paso. Aric, enarbola el estandarte.
Aric se situó junto al comandante y alzó el viejo pendón.
Tras asentir con la cabeza, Ganz comenzó a avanzar y la columna lo siguió en formación de dos en fondo a través de los árboles, donde los cascos de los caballos chapoteaban entre el fango de hojas y podredumbre, en dirección al humo.
El claro era amplio y abierto, pues los árboles habían sido talados y entonces ardían sobre una losa de piedra situada ante una estatua tosca. Alrededor del fuego había cinco formas peludas que arrastraban los pies y rendían culto.
–¡Por Ulric! ¡Lobos, adelante! – bramó Ganz. Todos salieron al galope y descendieron por la pendiente hacia el interior del claro, donde los caballos hicieron saltar el agua del encharcado terreno con sus pesados cascos.
Los hombres bestia que se encontraban ante el altar volvieron la cabeza con terror, profirieron bramidos y corrieron para ponerse a cubierto.
Al final de la fila, Morgenstern dio media vuelta para mirar a Gruber, que se había detenido en seco.
–¿Qué pasa? – bramó-. ¡Estamos perdiéndonos la diversión!
–Creo que mi corcel ha perdido una herradura -gruñó Gruber-. ¡Continúa adelante, viejo estúpido! ¡Sigue!
Morgenstern se volvió otra vez hacia los demás y bebió un largo sorbo de la botella que llevaba en las alforjas. A continuación, cargó pendiente abajo tras el grupo principal al mismo tiempo que profería un tremendo grito.
La rama baja lo derribó limpiamente de la silla. El resto siguió atravesando el claro con un galopar atronador. Aric bramaba con el estandarte en alto. Tres hombres bestia se separaron y huyeron, y los otros dos cogieron picas y se volvieron para hacer frente a la carga mientras chillaban con voces profundas e inhumanas.
A esas alturas, Vandam lideraba el ataque, y la cabeza de su martillo de guerra destruyó el cráneo de uno de los enemigos; la aberración con cabeza de cabra cayó al suelo.
Ganz, justo detrás de Vandam, erró el golpe sobre la segunda criatura. Intentó dar media vuelta, pero el caballo perdió pie sobre las hojas mojadas y resbaló. El comandante quedó tendido en la tierra.
La bestia se volvió para aprovecharse de la situación; sin embargo, en cuestión de un instante, Aric y Krieber la arrollaron con los caballos y le destrozaron los huesos.
Anspach, con el martillo girando en el aire, pasó al galope junto al altar para perseguir a uno de los fugitivos. Von Glick lo seguía de cerca.
–¡Diez chelines a que soy yo quien lo mata! – rió Anspach.
Von Glick imprecó e intentó darle alcance, pero Anspach lanzó su martillo, que voló girando por el aire tras la criatura fugitiva. El arma decapitó un arbolillo joven que distaba unos diez metros de la bestia. Anspach, maldiciendo, detuvo el caballo.
–¡Los dioses te ayuden para que alguna vez ganes una apuesta! – le gritó su compañero.
Von Glick, mientras, continuó galopando y alcanzó a la bestia en la línea de los árboles. Le lanzó dos golpes, y aunque falló ambos, la criatura se echó atrás y quedó a tiro de Dorff, que le aplastó los sesos.
Las otras dos bestias huyeron bosque adentro. Vandam, sin aminorar la carrera, galopó tras ellas.
–¡Atrás! ¡Vandam! ¡Vuelve aquí! – bramó Ganz mientras se incorporaba y obligaba a levantarse al conmocionado caballo.
Vandam no le prestó ninguna atención. Podían oír sus alaridos resonando entre los árboles.
–¡Schell! ¡Von Glick! ¡Id a buscar a ese idiota! – ordenó Ganz, y los dos jinetes obedecieron.
Todos los demás se habían reunido en torno al altar. Ganz volvió la cabeza y vio que Gruber había desmontado y estaba ayudando a Morgenstern a recostarse contra un árbol. El caballo de Morgenstern estaba trotando por las proximidades, con las riendas caídas. Ganz sacudió la cabeza, blasfemando.
Se encaminó hacia el altar y contempló la tosca estatua durante un momento. Luego, la hizo pedazos con su martillo. Ganz se volvió y miró a sus hombres.
–Ahora ya saben que estamos aquí. ¡Vendrán a buscarnos, y nuestra labor será más fácil!
–¿Vandam? ¿Dónde estás, idiota? – bramó Von Glick mientras cabalgaba con lentitud por los oscuros calveros del bosque.
Entre los árboles mugrientos había lagos hediondos, y por los afloramientos de pizarra caían finos hilos de agua salobre. A través de los árboles, Von Glick podía distinguir a Schell, que cabalgaba en línea paralela a él.
–¡Vandam! ¡Da media vuelta y regresa, o te dejaremos aquí! – gritaba.
Von Glick oyó movimiento entre los árboles cercanos y alzó el martillo en el aire por si acaso, pero fue Vandam quien apareció a la vista.
–¡Has venido a buscarme, Von Glick! – dijo con un bufido-. ¡Pero si eres la gallina clueca de toda la compañía! ¡Te comportas de un modo tan estirado que no reconocerías la valentía aunque proclamara su presencia!
Von Glick sacudió la cabeza con cansancio. Conocía demasiado bien la reputación que tenía entre los miembros más jóvenes de la compañía: estirado, inflexible, un viejo aburrido que refunfuñaba y se quejaba de todo. Una vez. Jurgen le había dicho que él era la columna vertebral de la compañía, pero sospechaba que entonces el antiguo comandante había estado intentando alegrar sus actitudes. Se odiaba por ello, pero no podía comportarse de otro modo. No existía la disciplina en esos tiempos. Los jóvenes templarios parecían toros imprudentes, y el peor de todos ellos era Vandam.
–Ganz me ha ordenado que te buscara -replicó con sequedad mientras intentaba contener el enojo-. ¿Qué sentido tiene alejarse solo, como lo has hecho? ¡En eso no hay gloria ninguna!
–¿Ah, no? – Vandam sonrió afectadamente-. Derribe a uno; le partí la espalda. El otro, sin embargo, se me escapó.
Eso era lo peor del asunto: la arrogancia de Vandam sólo resultaba comparable a su destreza de guerrero. «¡Malditos sean sus ojos!», pensó Von Glick.
–Vamos a regresar. ¡Ahora! – le ordenó a Vandam, el cual se encogió ligeramente de hombros e hizo girar al caballo-. ¡Schell! – llamó Von Glick-. ¡Lo he encontrado! ¡Schell!
Von Glick aún podía distinguir al otro jinete, pero la niebla y los árboles apagaban su voz.
–Continúa tú solo -le dijo Von Glick a Vandam-. Yo iré a buscarlo.
Espoleó el caballo para que avanzara por la orilla de un lago en dirección a Schell, que, por fin, lo vio y cambió de rumbo para encontrarse con él. Von Glick dio la vuelta al caballo.
El hombre bestia salió de los arbustos con un alarido feroz. Impelido por la persecución de Vandam, se había ocultado allí, pero Von Glick acababa de pasar demasiado cerca de su escondrijo, y el pánico lo había impulsado a la feroz acción. La punta de hierro de la lanza atravesó la parte derecha de la cadera del viejo lobo, que bramó de dolor. El caballo levantó las patas delanteras mientras el hombre bestia aferraba la lanza y la sacudía, pero ésta estaba firmemente atascada en el hueso, la carne y la armadura. Von Glick gritaba, ensartado como un pez; estaba tan echado hacia atrás por la lanza que no podía alcanzar el martillo de guerra.
Schell profirió un bramido de consternación y comenzó a galopar. Vandam, al oír el alboroto, se volvió y miró con horror.
–¡Por los ensangrentados puños de Ulric! – jadeó-. ¡Oh, señor, no!
La lanza se partió, y Von Glick, entonces libre, cayó de la silla de montar y aterrizó en un bajo del lago. El hombre bestia se lanzó hacia él.
De un salto, el caballo de Schell salvó el lago por la parte más estrecha, y el guerrero le asestó un golpe con la punta del martillo a la criatura, que murió al instante.
Saltó del caballo y corrió hacia Von Glick, que yacía de lado en las aguas someras y tenía el semblante pálido a causa del dolor. Daba la impresión de que su armadura roja y dorada se estaba destiñendo en el agua.
Vandam llegó a toda velocidad, y Schell alzó hacia el recién llegado unos ojos feroces y encolerizados, que ardían en su delgado rostro.
–Está vivo -siseó.
Ganz atravesó el claro del altar hasta el sitio en que Morgenstern estaba rehaciéndose.
–Hablemos -dijo-. Lejos de los demás. Estoy seguro de que no quieres que oigan lo que voy a decirte.
Morgenstern, que tenía a sus espaldas veinte años más de servicio que Ganz, pareció resentido, pero no desobedeció. Mientras hablaban en voz baja, se alejaron hacia el otro lado del calvero.
Aric se reunió con Gruber, que se encontraba sentado a un lado, sobre un tronco caído.
–¿Estás bien? – le preguntó.
–Mi caballo caminaba mal. Creí que había perdido una herradura.
–A mí me parece que está bien -dijo Aric.
Gruber alzó los ojos y miró al joven con expresión dura, aunque en su rostro flaco y arrugado no había enojo.
–¿Qué se supone que significa eso?
Aric se encogió de hombros. Con su largo cabello oscuro y su perilla negra bien recortada, a Gruber le recordaba al mismísimo Jurgen de joven.
–Lo que tú quieras que signifique -respondió.
Gruber unió las puntas de los dedos de ambas manos en forma de aguja de campanario y pensó durante un momento. Aric tenía algo especial. Algún día sería un líder, y lo sería con muchísimo menos esfuerzo que el pobre Ganz, que lo intentaba con ahínco, aunque le gustaba muy poco ese papel. Aric tenía un natural don de mando. En su momento, sería un gran guerrero para el templo.
–Parece… -comenzó Gruber-, parece que carezco del ardor que tuve en otros tiempos. Junto a Jurgen, era fácil ser valiente…
Aric se sentó a su lado.
–Tú eres el hombre más respetado de la tropa, Gruber. Todo el mundo lo reconoce, incluso los guerreros más viejos, como Morgenstern y Von Glick. Eras el brazo derecho de Jurgen. ¿Sabes una cosa? Aún no he entendido por qué, tras la muerte de Jurgen, tú no tomaste el mando cuando te lo ofrecieron. ¿Por qué se lo entregaste a Ganz?
–Ganz es un buen hombre… Sólido, carente de imaginación, pero buen hombre. Tenía derecho a ello. Yo no soy más que un veterano. Habría sido un mal comandante.
–Yo no lo creo así -lo contradijo Aric al mismo tiempo que sacudía la cabeza.
Gruber suspiró.
–¿Y si te dijera que lo hice porque Jurgen estaba muerto? ¿Cómo podría haber ocupado el lugar del comandante al que había jurado lealtad, mi amigo, el hombre al que le fallé?
–¿Le fallaste? – preguntó Aric, sorprendido.
–Aquel espantoso día del verano pasado, la manada de hombres bestia cayó sobre nosotros de improviso. Nos manteníamos juntos o caíamos, y cada hombre cubría las espaldas de otro.
–Fue un infierno, sin duda.
–Yo estaba justo al lado de Jurgen, luchando a su derecha. Vi al hombre toro que acometía con el hacha. Podría haber bloqueado el golpe, haberlo recibido yo mismo, pero me quedé petrificado.
–¡No se te puede culpar por ello!
–Sí que se puede. Yo vacilé, y Jurgen murió. De no haber sido por mi culpa, hoy estaría aquí.
–No -dijo Aric con firmeza-. Fue mala suerte, y Ulric lo llamó a su salón.
Gruber miró al joven a la cara.
–Mi valentía se ha desvanecido, Aric. No puedo decírselo a los otros… Ciertamente, no puedo decírselo a Ganz… Pero cuando nos lanzamos a la carga sentí que mi valor desaparecía. ¿Qué sucederá si vuelvo a quedarme petrificado? ¿Y si esa vez es Ganz quien paga el precio? ¿O tú? Soy un cobarde y de nada le sirvo a la compañía.
–No eres nada de eso -afirmó Aric.
Intentó elaborar un argumento que sacara al veterano de aquel terrible estado anímico, pero los interrumpieron unos gritos. Morgenstern volvió a entrar a grandes zancadas en el claro, con un Ganz de rostro ceñudo tras él. El enorme hombretón llegó hasta su caballo, sacó tres botellas de las alforjas y las lanzó contra un árbol, donde se hicieron añicos una tras otra.
–¿Satisfecho? – le gritó a Ganz.
–Todavía no -respondió Ganz con estoicismo.
–¡Ganz! ¡Ganz!
Los gritos resonaron por todo el calvero. Schell conducía hacia ellos el caballo sobre cuya silla se encontraba, encorvado, Von Glick, y junto a él cabalgaba Vandam para sostenerlo.
–¡Ay, gran Dios del Lobo! – gritó Gruber al mismo tiempo que se ponía en pie de un salto.
–¡Von Glick! – bramó Morgenstern mientras pasaba corriendo junto al consternado Ganz.
Bajaron al hombre herido del caballo, y la compañía lo rodeó. Kaspen, que había estudiado con un barbero cirujano y con un apotecario, se dispuso a tratar la fea herida.
–Necesita un cirujano de verdad -declaró el hombre de constitución ancha y cabellos rojos mientras se limpiaba la sangre de las manos-. La herida es profunda y está sucia, y ha perdido mucha sangre.
Ganz alzó los ojos al cielo. El anochecer estaba cerca.
–Mañana regresaremos a Middenheim con la primera luz del día. Los más veloces cabalgarán delante para traernos un cirujano y un carro. Nosotros…
–Nosotros no haremos eso -declaró Von Glick con voz débil y amarga-. No regresaremos por mi culpa. Esta misión, esta empresa, es una causa sagrada destinada a restablecer la fuerza de la compañía y vengar la muerte de nuestro líder. ¡No abandonaremos la labor! ¡No te permitiré que abandones esto!
–Pero…
Von Glick, con gran esfuerzo, se incorporó hasta quedar sentado.
–¡Prométemelo, Ganz! ¡Prométeme que continuarás!
Ganz dudaba. No sabía qué decir. Se volvió hacia Vandam, que se encontraba de pie a un lado.
–¡Condenado estúpido! ¡Esto es culpa tuya! ¡Si no hubieses sido tan impetuoso, no habrías conducido a Von Glick a esta situación!
–Yo… -comenzó a decir Vandam.
–¡Cállate! ¡La compañía permanece junta o cae! ¡Has traicionado los cimientos mismos de esta hermandad!
–Él no tiene la culpa -dijo Von Glick, cuyos ojos destellaban con la fuerza nacida del dolor-. No, no debería haberse separado del grupo para cabalgar a solas, pero el único culpable soy yo. Tendría que haber sido cauteloso, debería haber estado atento. Bajé la guardia, como cualquier viejo tonto, y he pagado el precio.
Silencio. Ganz miraba a un hombre y, luego, a otro. Todos parecían incómodos, azorados, desconcertados. El ánimo de la compañía jamás había estado tan decaído, ni siquiera tras la muerte de Jurgen. Entonces, había ira. Ahora sólo había desilusión, y pérdida de fe y de camaradería.
–Plantaremos el campamento aquí -dijo Ganz, al fin-. Con suerte, los hombres bestia vendrán a buscarnos esta noche, y podremos acabar el asunto.
Llegó el alba, fría y pálida. El último turno de guardia -Schell, Aric y Bruckner- despertó a los demás. Morgenstern atizó el fuego, y Kaspen le hizo otra cura a Von Glick. El viejo guerrero estaba tan pálido y frío como la mañana, y temblaba de dolor.
–¡No le digas a Ganz lo mal que estoy! – le siseó a Kaspen-. Júramelo por tu vida!
Anspach iba a abrevar los caballos cuando encontró a Krieber. En algún momento de la noche, una flecha de plumas negras le había atravesado el cuello mientras dormía. El templario estaba muerto.
Todos lo rodearon; en aquella silenciosa mañana, parecían más sombríos que nunca antes. Ganz hervía de cólera y se alejó del grupo.
En el límite de los árboles, Gruber se reunió con él.
–Es mala suerte, Ganz; mala suerte para todos nosotros, mala suerte para el pobre Krieber, que Ulric acoja su alma. No merecíamos esto, y él merecía un final mejor.
Ganz se volvió en redondo.
–¿Qué tengo que hacer, Gruber? ¡Por el amor de Ulric! ¿Cómo podré conducir a esta compañía hacia la gloria si no tenemos ni una oportunidad? Destruí el altar para atraerlos hacia nosotros, para encolerizarlos y empujarlos a un ataque frontal, ¡a una batalla campal en la que nosotros pudiésemos brillar! ¡Pero no! ¡Regresaron, en efecto, y con la típica astucia bestial nos acosan y matan mientras dormimos!
–Así que debemos cambiar de táctica -replicó Gruber.
Ganz se encogió de hombros.
–¡No sé cómo hacerlo! ¡No sé qué sugerir! No dejo de pensar en Jurgen y en cómo ejercía él el mando. Intento continuamente pensar cómo lo hacía él, recordar todos sus trucos y sus ideas. ¿Y, sabes qué? ¡No consigo recordar nada de nada! ¡Con todas las grandiosas victorias que compartimos, y no logro recordar el plan de una sola de ellas!
–Cálmate y piensa, Ganz -dijo Gruber con un suspiro-. ¿Qué me dices de la Puerta de Kern? ¿Recuerdas? El golpe de triunfo, en aquel caso, fue rodear a los orcos y atacarlos por detrás.
–Sí, lo recuerdo. Una táctica sensata.
–¡Exacto! – asintió Gruber-. Pero aquélla fue una idea de Morgenstern, no de Jurgen. ¿No es así?
–Tienes razón -dijo Ganz, y su rostro se animó-. Y lo mismo sucedió con el asedio de Aldobard… Entonces, fue Von Glick quien sugirió el ataque por dos frentes.
–Sí -convino Gruber-. Jurgen era un comandante excelente, sin duda. Reconocía una buena idea cuando se la proponían. Sabía escuchar a sus hombres. La compañía hace la fuerza, Ganz. Nos mantenemos unidos o caemos derrotados. Y si uno tiene una buena idea, un buen líder sabe que no debe ser demasiado orgulloso para adoptarla.
–¿Y bien? – dijo Ganz, que intentaba parecer más alegre de lo que en realidad estaba-. ¿Alguna idea?
El viento de finales del invierno suspiraba entre los olmos. Los miembros de la compañía tosieron y movieron los pies.
–Apuesto a que sé… -comenzó Anspach, y se ovó un gemido general.
–Escuchémosle -intervino Ganz con la esperanza de estar haciendo lo correcto.
–Bueno, por lo que a mí respecta, me gusta apostar -continuó Anspach, como si eso fuese una novedad, a la vez que se levantaba para hablar-, y lo mismo les sucede a muchos… Es la oportunidad de ganar algo, algo importante y valioso, algo más de lo que obtienes normalmente. Estos hombres bestia no son distintos. Quieren vengarse por la destrucción del altar, aunque prefieren no arriesgar su hediondo pellejo en un ataque frontal contra caballería acorazada. ¿Qué probabilidades tendrían si lo hicieran? Quieren vivir. Pero si los tentáramos con algo más…, algo que les hiciera pensar que vale la pena arriesgar el cuello para conseguirlo, podríamos hacer que salieran. Ése es mi plan; que les ofrezcamos una apuesta tentadora. Y apuesto a que eso funcionará.
Algunos asintieron con la cabeza, unos pocos se mofaron, y Dorff profirió un silbido ambiguo. Morgenstern transformó un eructo en una aprobatoria risa entre dientes.
Ganz sonrió. Por primera vez parecía existir cierta unión, pues todas las mentes trabajaban como una sola.
–Pero ¿qué les vamos a ofrecer? – preguntó Kaspen, y Anspach se encogió de hombros.
–Estoy trabajando en ello. Tenemos oro y plata; probablemente una buena cantidad entre todos. Tal vez un bote de monedas…
Vandam lo interrumpió con una carcajada.
–¿Crees que eso les importa? Las bestias no le dan mucho valor al oro.
–Bueno, ¿qué más tenemos? – inquirió Schell mientras se rascaba a conciencia una fibrosa mejilla.
–Tenemos esto -intervino Aric al mismo tiempo que levantaba el estandarte de Vess.
–¡Estás loco! – gritó Einholt, un guerrero silencioso y reservado, que raras veces hablaba, y cuyo estallido los sobresaltó a todos.
Aric titubeó y miró el rostro marcado por una cicatriz de Einholt con la esperanza de ver algo más que desprecio en el ojo sano del hombre.
–¡Piensa! Piensa en el prestigio, la gloria que obtendrían entre la inmunda chusma a la que pertenecen si capturaran esto. Piensa en la victoria que sería -dijo Aric, al fin.
–¡Piensa en la ignominia con que nos cubriríamos en caso de perder esa condenada cosa! – se burló Vandam.
–No lo perderemos -afirmó Aric-. Ahí está la clave. Es lo bastante valioso como para atraerlos en masa…
–Y lo bastante valioso como para asegurar que lucharemos hasta el último de nosotros para retenerlo -acabó Von Glick-. Es un buen plan.
Ganz asintió.
–¿Así que -preguntó Dorff- nos limitamos a… dejarlo a la vista para que lo vean?
–Sería demasiado obvio -dijo Ganz.
–Y yo no lo dejaría -afirmó Aric sin más-. Es mi responsabilidad. No puedo abandonar el estandarte.
Ganz se paseó por el círculo de hombres.
–Así que Aric se queda con el estandarte. El resto de nosotros se pone a cubierto, listos para atacar.
–Aric no puede quedarse solo… -comenzó Gruber.
–Continuaría pareciendo demasiado obvio -añadió Anspach-. Alguien tiene que quedarse con él.
–Yo lo haré -se ofreció Vandam, en cuyos ojos había ferocidad.
Ganz sabía que el joven guerrero estaba ansioso por enmendar los resultados de su anterior temeridad. Estaba a punto de asentir con la cabeza para aprobar la propuesta cuando habló Von Glick.
–Es una valiente oferta, Vandam, pero eres demasiado bueno en la carga para desperdiciarte en eso. Deja que me quede yo, Ganz. Nos quedaremos con el cadáver de Krieber, y dará la impresión de que el portaestandarte ha sido dejado aquí para guardar al muerto y al agonizante.
–Eso sería más convincente -opinó Anspach.
–Yo también me quedaré -añadió Gruber-. Esperarán que haya al menos dos hombres, y mi caballo ha perdido una herradura.
Ganz los miró a todos por turno.
–¡De acuerdo! ¡Hagámoslo! ¡Por la gloria de Ulric y la memoria de Jurgen!
Los diez jinetes montaron y atravesaron el claro entre un estrépito de cascos de caballo para desaparecer en el oscuro bosque. Ganz se detuvo antes de partir.
–Que el Lobo corra a vuestro lado -les dijo a Aric, Gruber y Von Glick.
Aric y Gruber se ocuparon de poner cómodo a Von Glick junto al altar. Cubrieron a Krieber con una manta de caballo, ataron sus monturas a cierta distancia hacia el oeste y encendieron una hoguera. A continuación, Aric clavó el estandarte en el suelo arcilloso.
–No tenías por qué quedarte tú también -le dijo a Gruber.
–Sí, debía hacerlo -fue la respuesta de Gruber-. Necesito con toda mi alma hacer esto.
El anochecer cayó sobre ellos y moteó el cargado cielo con oscuros remolinos de nubes. Comenzó a llover de manera oblicua, y se levantó viento que agitaba el deshilachado borde del viejo estandarte y suspiraba a través del bosque triste.
Los cuatro permanecían junto al fuego: los dos guerreros vivos, el muerto y el hombre que se encontraba a medio camino entre ambos estados. Los ojos de Von Glick parecían turbios y tan oscuros como los cielos.
–Ulric -murmuró al mismo tiempo que miraba a la fría bóveda celeste-, haz que vengan.
Gruber tendió una mano y tironeó de un brazo de Aria El significado del gesto no necesitaba explicación. Ateridos de frío, los dos hombres alzaron sus martillos de guerra, se incorporaron y se quedaron de pie junto a las chisporroteantes cenizas con la vista fija en el otro lado del claro.
–¡Por la Llama Sagrada! Aric, hermano mío -dijo Gruber-, ahora veremos una lucha de verdad.
Los hombres bestia atacaron. Eran, tal vez, unos ochenta, más de los que Aric recordaba de la batalla campal de la estación anterior, cuando los hombres bestia los habían pillado por sorpresa y Jurgen había caído. Los deformes monstruos iban ataviados con hediondas pieles, y sus cabezas de animal estaban coronadas por toda clase de cuernos, colmillos y astas; su piel era escamosa y peluda, o calva y musculosa, o enferma y flácida. Bramaban al cargar hacia el interior del claro, procedentes de la línea oriental de árboles. Los precedía su repugnante aliento colectivo. Tenían ojos desorbitados como de ganado demente, y las babeantes bocas abiertas dejaban a la vista encías ulceradas, dientes negros y colmillos curvos como ganchos. El suelo se estremecía.
Aric y Gruber saltaron sobre sus caballos y galoparon para interponerse entre la carga y el solitario estandarte.
–¡Por Ulric! – gritó Aric cuando su martillo comenzó a girar.
–¡Por los martillos del Lobo! – rugió Gruber al mismo tiempo que mantenía quieto al caballo.
–¡Por el templo! ¡Por el templo! – bramó una tercera voz, y al volverse, los jinetes vieron que Von Glick, martillo en mano, se encontraba de pie junto al estandarte, en cuya asta apoyaba el peso.
»¡Por el templo! – volvió a bramarles.
Con gritos de guerra tan feroces como las propias bestias, Aric y Gruber hicieron saltar a los caballos hacia la primera línea de la manada que se precipitaba hacia ellos, para darse impulso y enfrentarse de cabeza a la carga. Los martillos giraban y volaban. La sangre y la saliva manaba de las cabezas partidas. Los cascos de los caballos destrozaban la carne flácida. Lanzas y espadas soltaban estocadas. Los gritos de guerra de los dos lobos resonaban por encima de todos. Aric se regocijaba; casi había olvidado el éxtasis del combate, la furibunda refriega. Gruber reía con sonoras carcajadas. Acababa de recordar.
Von Glick defendía su posición junto al estandarte, a pesar de que la sangre procedente de la herida abierta chorreaba por su armadura. Mató a la primera bestia que lo acometió, y la segunda se desplomó con el cráneo hendido. La tercera cayó hacia atrás con las costillas partidas. Entonces había tres, cuatro en torno a él, cinco. Estaba tan metido en la lucha como Aric y Gruber.
Aric golpeaba a diestra y siniestra mientras la sangre pintaba su armadura gris y la espuma volaba hacia atrás desde la boca de su frenético corcel. Vio a Gruber que reía, golpeaba…
Caía.
Una estocada de lanza derribó la montura, y Gruber fue lanzado entre las aullantes bestias, blandiendo el martillo a modo de una furiosa negación del final.
Oyeron un trueno. Arriba, en el cielo, estalló la tormenta. Abajo, en el suelo, la compañía de Lobos entró en el claro y acometió a la manada de hombres bestia por retaguardia. Dentro, en sus corazones, Ulric aulló el nombre de Jurgen.
Los caballeros de la Compañía Blanca cargaron en una sola línea, con Ganz en el centro, flanqueado por Vandam y Anspach.
–¡Por los dientes de Ulric, necesito un trago! – gritó Morgenstern cuando acometían.
–¡No, no lo necesitas! ¡En cambio, necesitas este tipo de valentía! – replicó Ganz con tono burlón.
Embistieron a la manada de bestias cuando éstas se volvían, confundidas, para hacerles frente. Segaron las filas de feroces criaturas, derribándolas y pisoteándolas. Los martillos de guerra llovían sobre ellas con tanta furia como la torrencial lluvia del cielo. Los relámpagos iluminaban con sus destellos la grotesca carnicería. Sangre y lluvia saltaban al aire como lanzadas por surtidores. Las aullantes criaturas les volvieron la espalda a sus objetivos primeros y se lanzaron a la lucha contra la caballería. Aric avanzó por el terreno sembrado de cadáveres y ayudó a Gruber a levantarse. El viejo guerrero estaba salpicado de sangre, pero vivo.
–Ocúpate de Von Glick y cuida del estandarte. Dame tu caballo -le dijo Gruber a Aric.
El joven desmontó y regresó junto al estandarte de Vess, mientras Gruber galopaba hacia la brutal refriega.
Von Glick yacía junto al estandarte, que aún permanecía clavado en la tierra, rodeado por casi una docena de cadáveres de hombres bestia.
–Ve…, veamos -jadeó Von Glick-. Así que el atrevido plan de Anspach funcionó… Apuesto a que estará contento.
Aric comenzó a reír, pero luego se detuvo. El viejo guerrero había muerto.
En pleno combate, Morgenstern blandía su martillo de guerra y hacía avanzar el caballo a través de la masa de cuerpos, golpeando a diestra y siniestra, y matando enemigos con tanta facilidad como si hubiesen sido una hilera de nabos sobre cubos puestos boca abajo. Reía con sus características carcajadas estridentes y golpeaba a todos los enemigos que tenía a su alrededor. Cerca, Anspach vio el despliegue de destreza que hacía, y se unió a su risa mientras destrozaba hombres bestia con el martillo.
En el corazón de la refriega, Vandam, el más feroz de todos, con la gloria cantando en sus venas, mataba una bestia tras otra, el triple que cualquiera de ellos. Aún estaba matando monstruos cuando varias lanzas lo derribaron.
Entre el tumulto, Ganz vio al enorme hombre toro, el jefe de la manada, la bestia que había matado a Jurgen. Cargó hacia él, pero su martillo fue arrastrado hacia abajo por el peso de unas criaturas que lo aferraban. El hombre toro blandió su arma para matarlo.
El hacha fue parada por el mango del martillo de Gruber, que, acompañado por su grito de guerra, cabalgó hasta situarse a la derecha del comandante para guardarle el flanco. Ganz logró liberar el martillo y, antes de que el enorme monstruo de cabeza de toro pudiese volver a golpear, le aplastó el hocico contra el cráneo en medio de una explosión de sangre.
–¡En el nombre de Ulric! – gritó Ganz, regocijado, y en los cielos resonó un trueno como un aplauso.
Del campo barrido por la lluvia se elevaba humo y vapor de sangre. Los templarios del Lobo desmontaron uno a uno en medio de la carnicería y se arrodillaron en el fango para darle las gracias al furibundo cielo. La terrible lluvia les lavaba la sangre de las armaduras mientras la plegaria les purificaba el espíritu. De la horda de hombres bestia, no había sobrevivido ni uno solo.
Ganz caminaba en silencio para examinar a los caídos. Von Glick se encontraba a los pies de Aric, y el comandante estaba seguro de que el joven guardaba el cuerpo del viejo guerrero más de lo que guardaba el flameante estandarte.
Vandam, atravesado cuatro veces por toscas lanzas, se hallaba contorsionado sobre una pila de cadáveres.
–Ha encontrado la gloria que buscaba -comentó Morgenstern-. Ha sido trasladado a una compañía mejor, la del propio Ulric.
–Que los lobos guarden su alma valiente -dijo Ganz.
Al otro lado del ensangrentado campo batido por los cascos de los caballos, Dorff comenzó a silbar una tonada que se parecía a un himno de batalla. Anspach se unió a él y se puso a cantar, dando forma y melodía a las notas de Dorff. Einholt se unió a ellos, con voz suave y baja. Era una canción de duelo, de victoria y pérdida, una de las favoritas del viejo Jurgen. Al cabo de tres versos, todas las demás voces se habían sumado al canto.
Volvieron a entrar en Middenheim tres días más tarde, y también entonces estaba lloviendo.
Mitterfruhl ya casi había llegado, pero el sumo sacerdote abandonó los preparativos del templo y salió, atraído por los emocionados susurros. Él y su séquito esperaban en la plaza del templo cuando la Compañía Blanca entró: once jinetes orgullosos tras el estandarte de Vess, con tres nobles muertos atados a sus corceles.
En formación de honor detrás del sacerdote inmóvil, las compañías Roja, Gris, Dorada y Plateada -los destacamentos de guerreros que, junto con la Blanca, conformaban las fuerzas del templo- alzaron sus voces en guturales vítores. Ganz, desde lo alto del caballo, bajó la mirada hacia el sumo sacerdote.
–La Compañía Blanca ha regresado al templo, señor -dijo-, y el ánimo ha regresado a la Compañía Blanca.
Los muertos entre nosotros
El Dios de la Muerte me contemplaba mientras yo preparaba el cadáver para sepultarlo. Sus ojos en sombras no eran visibles, pero podía sentir su mirada fija en mis manos mientras éstas se movían sobre el cuerpo frío que tenía ante mí, y vio que la obra era buena. La atmósfera de la bóveda del subterráneo del templo era quieta y húmeda; olía ligeramente a moho, a cenizas y a los millares de muertos de Middenheim que habían pasado por allí en su viaje final.
Entoné las palabras del ritual en un susurro, con la mente concentrada sólo en el ritmo y el poder que contenían, mientras mis manos se movían según los sagrados gestos de la ceremonia. Había hecho eso muchas veces antes. El cuerpo que tenía delante no era más que un cadáver, pues su alma ya había sido bendecida y liberada, y había volado hacia el otro mundo. Mi cometido entonces era sellar el cuerpo, asegurarme de que ninguna otra entidad pudiese ocuparlo y tomar posesión de aquella envoltura vacía.
Un paso que sonó en los escalones de piedra se entrometió en mi concentración e interrumpió el encantamiento. Morr ya no estaba vigilando; la talla de la deidad patrona situada sobre el altar volvía a ser sólo una talla. Los pasos se detuvieron por un instante, y luego continuaron bajando hacia el Factorum. La alta y madura figura del hermano Gilbertus bloqueó por un instante la débil luz al pasar por la puerta. Sabía que sería él.
–No te molesto, ¿verdad? – preguntó.
–Sí -dije sin más-, me molestas. Es el tercer encantamiento del Rito Funerario que has interrumpido este mes, hermano, y como penitencia ocuparás mi lugar en su ejecución. Se llevarán este cuerpo a mediodía para enterrarlo en el bosque, así que te sugiero que comiences con el ritual en cuanto hayas acabado de decirme por qué has venido.
Gilbertus no protestó.
–Han encontrado un cuerpo -dijo.
–Por si no te has dado cuenta, hermano, éste es el templo de Morr, que es el Dios de la Muerte. Nosotros somos sacerdotes de Morr y trabajamos con cuerpos. Un cadáver más apenas constituye un motivo para irrumpir en el Factorum mientras otro sacerdote lleva a cabo una ceremonia. Es evidente que tu período de aprendiz en Talabheim te ha enseñado bastante poco. Puede ser que tenga que darte más lecciones.
Se quedó mirándome con rostro inexpresivo. Mi sarcasmo le había pasado por alto o no lo había entendido. Yo contemplé su copete encanecido y las arrugas de la edad que le rodeaban los ojos, y por un momento pensé en lo viejo que era para ser un sacerdote novicio. Pero, bien mirado, también yo había ingresado en el templo a una avanzada edad. Muchos lo hacían.
–Se trata de una mujer -explicó él-. Asesinada. Pensé que querrías saberlo.
–¿Dónde? – pregunté tras parpadear.
–En el corazón. Con un cuchillo.
–Preguntaba en que lugar de la ciudad, zoquete.
–¡Ah! En el callejón que está detrás de La Rata Ahogada, en el Ostwald.
–Voy a salir. – Me quité los ropajes rituales y los arrojé a un rincón de la sala-. Comienza ahora con el Rito Funerario, y habrás acabado para cuando yo regrese.
Un frío viento de Jahrdrung silbaba sobre los tejados de pizarra y entre los inhóspitos edificios de piedra de Middenheim. Si hubiese habido hojas en los pocos árboles que crecían en la cumbre de aquella roca, el pináculo en el aire que los hombres llamaban Ciudad del Lobo Blanco, habrían sido arrancadas y lanzadas hacia el cielo. No obstante, nos encontrábamos en los últimos días del invierno, el festival de Mitterfruhl aún no se había celebrado y los pimpollos primaverales todavía no se veían. Pasaría algún tiempo antes de que naciera nueva vida.
El viento atravesaba mi fina túnica mientras yo ascendía a través del parque de Morr, donde la hierba escarchada crujía bajo mis pies, y salía a las calles que se hacían más estrechas y descuidadas a medida que se alejaban hacia el suroeste para internarse en el distrito de Ostwald, abarrotado de gente por la bulliciosa actividad matinal. Hacía un frío tremendo y me maldije por no ponerme una capa antes de salir del templo, pero la prisa era más importante que mi bienestar. Los rumores y las falsedades se propagan con rapidez en una ciudad tan compacta y atestada como Middenheim, y cuando se trataba de una muerte sin explicación, el hecho de que alguien hablase mal del muerto sólo entorpecería mi trabajo.
El callejón situado detrás de la taberna de La Rata Ahogada era estrecho e inclinado, hediondo y superpoblado. Una pareja de la guardia de la ciudad intentaba, sin demasiado éxito, mantener alejados a los mirones, pero la gente retrocedió un poco cuando me aproximé. Los ropajes oscuros de los sacerdotes de Morr tienen ese efecto, que no es debido al respeto. A nadie le gusta que le recuerden su condición mortal.
Cuando la multitud se dividió para permitirme el paso, vi la mollera calva del capitán de la guardia, Schtutt, que se encontraba de pie junto al cadáver. Alzó los ojos, me vio y sonrió al reconocerme. Tenía el rostro arrugado por la mediana edad y la buena vida. Aunque nos conocíamos desde hacía años, no le devolví la sonrisa. Comenzó a decir algo a modo de saludo, aunque yo ya me había acuclillado junto al cuerpo.
Era una mujer…, o lo había sido. Probablemente, tenía apenas veinte años; probablemente, había sido hermosa. El cabello era de un castaño oscuro y ondulado. Algo de su rostro decía que tenía sangre de Norsca, aunque resultaba difícil saberlo con seguridad porque le faltaba un ojo y la mayor parte de una mejilla. Tenía las orejas más delicadas que antes hubiese visto. Sus ropas, llamativas pero baratas, habían sido tajadas en todos los sentidos por una hoja cortante -«un cuchillo de caza o una daga», conjeturé-, antes de que el golpe fatal se deslizara entre sus costillas y le atravesara el corazón. Había sido un asesinato preciso, y alguien había hecho muchos esfuerzos para que pareciese menos perfecto. Le faltaba el brazo izquierdo, y una tosca manta marrón cubría un objeto que había a unos sesenta centímetros de ella. La sangre derramada sobre el empedrado había comenzado a impregnar la tela.
No era Filomena. Filomena había sido rubia.
Recordé dónde estaba y alcé la mirada hacia Schtutt.
–¿Qué hay debajo de la manta?
–No la levantes -murmuró él, con un tono nervioso en la voz. Luego, se volvió hacia el grupo de buitres y chismosos, y habló con voz sonora-. Muy bien, largaos. No hay nada más que ver. Agente, sácalos a todos de aquí. Dejadle lugar al sacerdote de Morr para que haga su magia.
Yo no tenía planeado hacer magia ninguna, pero esa sugerencia, aparejada con el olor a muerte del estrecho callejón, bastó para que la mayoría de los presentes se alejaran en silencio. El bueno del viejo Schtutt…
Bajó los ojos hacia mí durante un segundo, con la expresión colmada por alguna tensión que no pude identificar, y se inclinó para levantar una punta de la manta. Debajo había algo que no era humano: una extremidad que tal vez medía un metro veinte de largo. No tenía ni mano ni huesos, sino grandes ventosas como cuencos en la parte inferior. Olía a podredumbre y a algo amargo y penetrante, como ajenjo y vino rancio.
Me sobresalté. Sentí sobre la espalda la mirada de Schtutt, y también la de un guardia. ¿Estaban mirando la cosa que había debajo de la manta, o me observaban a mí para ver cómo reaccionaba? Me di cuenta de que se me había acelerado la respiración e intenté controlarme. «Respira profundamente. Los sacerdotes de Morr no sienten temor en ningún caso. No pueden verlos en estado de pánico.»
–Bien -dije, y me levanté. «Muéstrate firme, decidido»-. Necesitamos un carro para llevar todo esto al templo. De costados altos, si es posible.
–Cuando venía hacia aquí, vi la carreta de un basurero -sugirió uno de los guardias.
–Eso nos irá bien. Ve a buscarla. – Esperé hasta que se marcharon, y luego hice un gesto hacia la manta-. ¿Cuántos han visto esto?
–Dos o tres.
–Asegúrate de que no hablan del tema. Amenázales, mételes dentro el miedo de Ulric, cualquier cosa menos cortarles la lengua. Lo último que necesitamos es que cunda el pánico porque había un mutante dentro de la ciudad.
–Un mutante -dijo Schtutt.
Su voz carecía de entonaciones, como un eco. Era como si no se hubiese atrevido a usar esa palabra hasta que yo la pronuncié en voz alta y confirmé sus peores miedos. ¿Un tentáculo? Bueno, no se lo habían cortado a un pulpo de los pantanos ni a un kraken del Mar de las Garras, no en un callejón de Osrwald. Pero entonces que había dicho la palabra, tenía que impedir que la repitiera donde pudiese oírlo la gente.
–Habrá que hacer una investigación a fondo, una disección. Si se trata de un…, bueno, lo quemaremos con discreción. Por el amor de Ulric, no vayáis por la ciudad hablando de mutantes. Ni siquiera entre los guardias. Guardáoslo para vosotros. Eso sí: haced circular la descripción de la muchacha: edad, estatura, ropa, todo menos lo del brazo. – Me froté las manos porque se me estaban quedando congeladas-. Tenemos que llevar el cuerpo al templo para que yo pueda empezar a trabajar. ¿Dónde está esa condenada carreta?
Llegó al fin, y el cuerpo fue cargado en el vehículo sin ceremonias; los basureros no estaban muy contentos por el hecho de que su trabajo hubiese sido interrumpido. Nadie quería tocar lo que había debajo de la manta. Por último, yo lo levanté envuelto en la tela, lo dejé junto al cadáver en la parte trasera de la hedionda carreta y luego retrocedí para limpiarme las manos en la fina túnica sin que Schtutt me viera hacerlo.
El conductor hizo restallar el látigo, y el caballo viejo tiró del vehículo, que descendió con estrépito, lentamente, por los mugrientos adoquines de las calles del tugurio hacia el espacio abierto del parque de Morr, con el templo en el centro. Schtutt y yo caminábamos detrás de la carreta.
–¿Tienes alguna idea de quién era? – pregunté.
–Aparte de ser un… -Schtutt captó mi mirada feroz-. No, no lo sabemos. Iba vestida como una moza de taberna, o tal vez una muchacha de la noche; pero no habría conseguido trabajo con un brazo así. Aunque quizá lo camuflaba con magia. Podría haber atraído a alguien a ese callejón, haber anulado el hechizo, y entonces él la mató a causa del horror.
»O tal vez fue un asesinato ritual. Dicen que hay poderosos cultos de adoradores del Caos dentro de la ciudad. Encontramos sacrificios; principalmente, gatos. – Se estremeció-. Si pensara que iba a haber problemas con el Caos, cogería a mi familia y me marcharía de Middenheim. Me iría al norte. Mi hermano tiene una hacienda a unos cincuenta kilómetros de distancia. ¿Crees que cincuenta kilómetros son suficientes para escapar del Drakwald?
No respondí porque estaba siguiendo el curso de mis propios pensamientos. Schtutt pareció contentarse con continuar charlando sin que le contestara.
–No deberíamos aguardar a que ellos actúen. Tendríamos que descubrirlos y quemarlos. Y quemar también sus casas, hasta los cimientos -dijo, y en su voz había un cierto regodeo-. Hacer que viniesen a investigar algunos cazadores de brujas. ¿Recuerdas a los dos que llegaron de Altdorf? Diecisiete adoradores del Caos descubiertos y quemados en tres días. Son el tipo de hombres que necesitamos. ¿Eh? ¿Dieter?
Eso acabó con mi concentración. Nadie me llamaba Dieter por entonces; no, en los últimos ocho años, desde que había ingresado en el templo. Desvié la vista hacia él y lo miré a los ojos, en silencio. Pasado un momento, él los apartó.
–¡Por las barbas de Ulric! – masculló-. Ya no eres el mismo hombre de antes. ¿Qué te han hecho en ese templo de necrófagos?
Se me ocurrieron un centenar de respuestas, aunque ninguna adecuada para ese momento, así que no dije nada. El silencio es lo primero que aprende un sacerdote de Morr, y yo he aprendido bien la lección. Un vacío sin palabras se prolongó entre nosotros, hasta que lo rompió Schtutt.
–¿Por qué lo haces? – preguntó-. Es lo que no entiendo. Recuerdo cuando eras uno de los mejores comerciantes de Middenheim. Todos acudían a ti para todo. No eras sólo rico, eras…
–Era amado. – Schtutt guardó silencio, y yo proseguí-. Amado por mi esposa y mi hijo, que desaparecieron. Ya lo sabes. Todos lo saben. Nunca los encontraron. Gasté centenares de coronas, miles de ellas para buscarlos. Y descuidé mi trabajo, mi empresa quebró y yo renuncié. Ingresé en el templo de Morr y me hice sacerdote.
–Pero ¿por qué, Dieter? – Ese nombre otra vez. No era el mío, ya no-. Allí no podrás encontrarlos.
–Lo haré -respondí-. Antes o después, sus almas irán a reunirse con Morr, y serán recibidas por las manos del dios, y entonces lo sabré. Es la única certidumbre que me queda ya. Era el no saber lo que estaba matándome.
–¿Por eso lo haces? – preguntó él-. ¿Investigar las muertes inexplicadas? ¿Por si se trata de ellos?
–No -repliqué-. No, eso es sólo para matar el tiempo. – Pero yo sabía que estaba mintiéndole.
El carro rodó por la tierra dura del parque de Morr, aún demasiado congelada para cavar sepulturas, y se detuvo en el exterior del templo. La piedra oscura del edificio y las ramas desnudas de los altos árboles que lo rodeaban como manos tendidas que ofrecieran una caja cerrada a un dios invisible estaban silueteadas contra un cielo gris, cargado con la nieve que todavía no había comenzado a caer.
Schtutt y su ayudante transportaron el cuerpo escaleras abajo hasta la penumbra abovedada del Factorum, mientras yo los seguía con la manta y su desagradable contenido en los brazos. No había ni rastro de Gilbertus ni del cuerpo que había quedado preparado para ser sepultado. Bien.
El cuerpo de la muchacha fue tendido sobre una de las grandes losas de granito, y coloqué el tentáculo a su lado, sin desenvolverlo. El hedor de la carreta de basura impregnaba las ropas de la muerta, pero había otro olor, acre y desagradable.
En la quietud y penumbra reinantes, podría haber sido cualquier mujer hermosa que dormía. Contemplé fijamente su forma inmóvil. ¿Quién era? ¿Por qué la habían matado de un modo tan deliberado, tan frío? ¿Por qué habían disimulado el hecho para que pareciese otra cosa? ¿Tendría un enemigo poderoso, o la habían matado por otra razón? ¿Sería más importante muerta que viva? El brazo…
Schtutt arrastró los pies y tosió, y pude percibir su inquietud. Tal vez, los cuerpos que yacían sobre las otras losas tuviesen algo que ver con eso.
–Será mejor que nos marchemos -dijo.
–Sí -repliqué con brusquedad.
Quería quedarme a solas con el cuerpo para hacer el intento de percibir algo que me indicara quién o qué la había matado. No es que me guste la gente muerta. No me gusta. Es sólo que la prefiero a la viva.
–Necesitaremos un informe oficial -añadió él-. Si se trata de un mutante, habrá que decírselo al Graf. ¿Le harás la disección hoy?
–No -respondí-. Primero hacemos los rituales para darle descanso al alma. Los haré yo personalmente. Luego, hacemos la disección, para dejar constancia en los archivos y para aumentar el precioso papeleo del Graf. Después, si no podemos encontrar a un familiar próximo, se le hace un funeral de indigente.
–¿La arrojaréis desde el barranco de los Suspiros? – preguntó Schtutt con voz escandalizada-. Pero seguramente los mutantes deben ser quemados para purificarlos, ¿no?
–¿Acaso he dicho yo que fuera una mutante? – inquirí.
–¿Qué?
Cogí la sección de tentáculo que se encontraba junto al cadáver y la acerqué a él con brusquedad. Estaba fría y húmeda, y tenía un tacto gomoso. Schtutt retrocedió como un perro golpeado.
–Huélelo -le dije.
–¡¿Qué?!
–Huélelo.
Lo olfateó con precaución y, luego, me miró.
–¿Y bien? – pregunté.
–Es… agrio. Como algo rancio.
–Vinagre. – Dejé el tentáculo donde estaba antes-. No sé de dónde ha salido eso, pero sí sé que no se encontraba unido a nadie que estuviese vivo esta mañana. Esa condenada cosa ha sido escabechada.
Finalmente, tras prometer que intentarían averiguar la identidad de la muchacha, Schtutt y su hombre se marcharon. Estuve a punto de pedirles que no lo hicieran. El modo menos probable de averiguar algo sobre una muerte en Ostwald, con sus serpenteantes callejones y oscuros trapicheos, es hacer que guardias de pesadas botas anden por ahí formulando preguntas con toda la sutileza de un ogro que no se ha duchado. Aunque obtuvieran una respuesta, no serviría de nada. Yo continuaba deseando averiguar quién era la muchacha, pero cuanto más pensaba en el asunto más me convencía de que era su muerte, y no su identidad, lo que revestía importancia. Alguien había querido convencer a la gente de que había mutantes en la ciudad, y lo habría logrado si la investigación hubiese quedado en manos de gente como Schtutt.
«No es un mal hombre», reflexioné mientras preparaba el ritual. Nos conocíamos muy bien en la época anterior a mi ingreso en el templo: por entonces, él era un comerciante joven que intentaba abrirse paso hasta las franquicias que poseían familias mucho más antiguas y poderosas que él. Luego, la familia Sparsman lo había denunciado por evasión de impuestos, y una parte de la condena había sido trabajar durante un mes en la guardia de la ciudad. Y allí quedó todo, porque allí encontró su lugar en la vida, y era mucho mejor capitán de la guardia que comerciante, lo cual no significaba que fuese un capitán de la guardia demasiado bueno.
Encendí la última de las velas que había colocado en torno al cuerpo. Con los adecuados gestos rituales, salpiqué un poco de agua bendita sobre el cadáver, respiré profundamente y comencé a entonar el hondo y bajo Rito Innombrable. En mi interior, esperaba. El espíritu de Morr se movió por encima y a través de mí, dentro de las estructuras que había creado con las manos y la mente, y fluyó desde mi interior para envolver el cuerpo de la mujer que tenía delante, para bendecirlo y protegerlo del mal.
Y luego, se detuvo. Algo se resistía. La energía del Señor de la Muerte flotaba en mí, en espera de que yo la utilizase.
Pero me sentía como si estuviese intentando unir dos piedras imán: cuanto más me esforzaba, cuanto más me aproximaba al cadáver, mayor era la repulsión. Continué entonando las palabras del ritual para atraer hacia mí una mayor cantidad de la energía de Morr, al mismo tiempo que intentaba esparcirla sobre el cadáver, pero resbalaba como la lluvia sobre el cuero engrasado. Algo iba mal, muy mal, aunque no estaba dispuesto a renunciar. Seguí entonando el ritual, reuniendo todas mis fuerzas para empujar el poder de Morr sobre el cadáver. La resistencia disminuyó, pero no pude quebrantarla. Había llegado a un punto muerto.
Una de las velas chisporroteó y se apagó, consumida hasta el final. Cuando comencé el ritual tenía unos ocho centímetros de largo, tal vez diez. Debían de haber pasado horas. Interrumpí el canto y el poder divino salió de mí, llevándose consigo las pocas energías que me quedaban. Tenía las rodillas flojas como ramitas verdes y sentía que me balanceaba a causa del agotamiento. A solas entre las sombras, contemplé el cuerpo. En el Factorum, reinaba un silencio absoluto, que sólo quedaba interrumpido por mi suave respiración agitada; la quietud era total…, aunque la atmósfera resultaba tranquila. Había tensión, como si el ambiente aguardara algo. El helor de la primavera y las frías piedras parecían clavarme alfileres a través de la túnica, y me estremecí. Por un momento, sentí lo que la gente normal debe sentir cuando entra aquí: el terror de verse rodeada por los muertos; el terror de no entender.
Apagué con los dedos las restantes velas y me apresuré a marcharme, escaleras arriba, hacia la calidez relativa del cuerpo principal del templo, y sentí que al hacerlo se desvanecía mi miedo momentáneo. Por un instante, consideré la posibilidad de acudir a la nave principal para rezar un rato; pero, en cambio, atravesé la entrada lateral que lleva a las dependencias privadas de los sacerdotes, recorrí el estrecho corredor de piedra y llamé a la puerta del padre Zimmerman. Me sentía incómodo por tener que hacer eso; a veces, sin embargo, la única manera de enfrentarse con un problema es pasárselo a los que están más arriba.
Desde dentro de la habitación me llegó un arrastrar de pies y una voz amortiguada. Luego, alguien abrió a medias la puerta desde el otro lado, y el hermano Gilbertus se deslizó al exterior. Me recordó a un gato que se moviera por un espacio pequeño, o a una serpiente. Me dedicó su suave sonrisa y desapareció camino de la rectoría. Abrí la puerta del todo y entré. El padre Zimmerman se encontraba sentado ante su escritorio y daba la impresión de que había estado escribiendo una carta. La tinta le manchaba los dedos, y en el suelo había plumas rotas. Al volverse para mirarme, vi que también tenía tinta en la blanca barba.
–¿Qué sucede? – preguntó
No creí que la irritación de su voz fuese porque hubiera interrumpido la reunión. Probablemente, tenía más que ver con el hecho de que yo no le gustaba. A mí me parecía bien, porque él tampoco me gustaba.
–Hay un cuerpo nuevo en el Factorum, padre.
–Los cuerpos son nuestro material de trabajo, hermano. Habrás observado eso en los años que llevas trabajando aquí.
Pensé en lo que yo le había dicho antes a Gilbertus, y maldije al de Talabheim. Sin duda, había ido allí con el cuento de mi falta de respeto hacia los muertos.
–He estado intentando bendecirlo para la sepultura -continué-. La bendición no…, no se asienta. Es como si algo se resistiera.
–¿Se trata de la muchacha mutante?
«Maldito el de Talabheim, mil y mil veces maldito.»
–Sí, pero no es…
–Desperdicias demasiado tiempo con la escoria callejera y los residuos de la vida, hermano. No es una buena actitud para un templo como el nuestro, que tiene un cierto prestigio dentro de la comunidad. Deberías pensar en otras cosas y dedicarte más a las buenas obras en las que te he sugerido que te empeñes.
–Yo no trabajo para ti. Trabajo para Morr.
–¿Tal vez serías más feliz si trabajaras para él en un ministerio solitario? Nos han pedido que establezcamos un santuario en una de las ciudades de los Desiertos; para atender a su plaga de víctimas, ya sabes. Podría recomendarte para el puesto.
Hizo un gesto hacia su escritorio. Obviamente, tenía en la cabeza asuntos de traslados y administración, pero siempre había sido un tipo intolerante, arribista y chupatintas, más preocupado por las apariencias que por los auténticos asuntos de la obra de Morr. Yo lo odiaba, pero me di cuenta de que no iba a conseguir lo que quería si no me disculpaba, así que apreté los dientes y transigí.
–Lo siento -dije en un susurro-, pero en el Factorum tengo un cadáver que no puedo purificar y preparar para la sepultura. No sé si está encantado u otra cosa; pensé que tal vez tú lo sabrías y que querrías que te pusiera al corriente del hecho.
–Y pensaste que yo, dado que soy un sacerdote de más edad y experiencia, y con más poder, podría hacer el Rito de Purificación en tu lugar. ¿Es eso?
Eso era, así que asentí con la cabeza… Pero al ver que su expresión cambiaba supe, al instante, que había cometido un error. Era la respuesta que él quería oír. Me miró con rostro ceñudo. Entonces podía sentir su desagrado hacia mí, y acababa de darle una excusa para descargarlo.
–¿Pensaste -siseó- que el sumo sacerdote del templo de Morr, de Middenheim, tiene tiempo para ensuciarse las manos bendiciendo el cadáver de una fulana de la calle?
–Yo no…
–¿Tienes el descaro de pedirme que malgaste mi tiempo con una de tus vidas despreciables, una mutante, para colmo? ¿Te atreves a entrar aquí e insultarme…?
Bajé la cabeza y dejé que las palabras me pasaran por encima. No era nada que no hubiese oído antes. La antipatía que había entre el padre Zimmerman y yo constituía una de las principales razones por las que aún era un sacerdote de segundo grado después de ocho años de servicio en el templo, y probablemente no ascendería más. Eso ya lo había aceptado. Podía ser que el padre estuviese a punto de retirarse, pero su puesto pasaría a alguien que actuara como él, pensara como él y a quien yo le desagradase tanto como a él. Quizá se tratase de Gilbertus, que aún siendo nuevo, en los últimos tiempos parecía estar haciéndole mucho la pelota. Era ambicioso ese Gilbertus. La carta que había sobre el escritorio del padre posiblemente hablaba de él.
De pronto, las palabras aminoraron la velocidad y cesaron. Estaba a punto de comenzar un nuevo párrafo, así que volví a prestar atención.
–Como penitencia, quiero que vayas al barranco de los Suspiros, donde encontrarás al hermano Ralf, que debe oficiar allí un funeral, y que lo reemplaces. Luego, regresa aquí y rézale a san Heinrich, para que tus buenas intenciones no nublen tu sentido común. Empéñate en las oraciones, hermano. Reza hasta la décima campanada. Eso es todo.
Me marché.
Era de noche. Yacía despierto sobre mi estrecha cama y contemplaba los dibujos que la luz de la luna proyectaba sobre la pared de piedra de la diminuta ventana de mi diminuta celda; el duro resplandor del aura de Morrslieb eclipsaba poco a poco la luz más cálida de Mannslieb. Tenía el cuerpo absolutamente exhausto, agotado de energía a causa del ritual que había hecho aquel día, pero sabía que esa noche no podría dormir. Para empezar, tenía demasiado frío, con o sin primavera, y la fina manta no lograba calentarme lo suficiente como para que me sintiese cómodo. Además, no podía apartar a la muchacha muerta de mis pensamientos.
¿Quién había sido? ¿De dónde procedía para morir de modo tan ignominioso en las calles de Middenheim? ¿Su muerte tenía algo que ver con su identidad, o sencillamente había sido casual? Tal vez estaba en la taberna equivocada y le había dicho una palabra amable al hombre equivocado. que la había llevado a un callejón oscuro al aproximarse el alba, y la había apuñalado una y otra vez con un cuchillo corto, inclinando cuidadosamente la hoja para hacer que el ataque pareciese producto del frenesí. Luego le había amputado un brazo para reemplazarlo por algo inhumano y, tras esconder el brazo real -debía llevar un saco consigo, probablemente uno grande e impermeable-, se había marchado.
Podía visualizar el tipo de hombre que debía ser, pero en ese preciso momento no estaba interesado en él. Quería imaginarla a ella.
Había sido hermosa alguna vez. Posiblemente, era hermosa la noche anterior: lo que quedaba de su complexión no tenía las mejillas coloradotas debidas al alcohol que presentaban las prostitutas habituales. Arrugas de risa marcaban apenas la piel fresca que le rodeaba la boca y los ojos, y no llevaba pintura alguna en el rostro. No se trataba de una mujer que se hubiese valido de sus encantos físicos para ganar dinero; no, durante mucho tiempo, en todo caso.
¿Qué había traído a aquella belleza de Norse hasta Middenheim? Los de Norse eran demasiado pragmáticos y realistas para creerse las viejas historias sobre la ciudad de lo alto del risco, según las cuales tenía las calles pavimentadas con el oro extraído de la montaña que había debajo. Hasta allí la había llevado algo más que los sueños de otras ciudades y fortunas fáciles. Probablemente, había sido un comerciante o un viajero -tal vez de Norsca, aunque quizá no, ya que eran leales a los suyos, sobre todo cuando se hallaban en el extranjero-, quien la había abandonado cuando ella miró a otro hombre o quedó embarazada, o sucedió cualquiera de las otras mil cosas por las que un hombre rompe las promesas hechas a una mujer.
¿Cuánto tiempo habría pasado desde que la estabilidad y el amor que ella creía poseer se revelaron como una broma hueca? Las ropas que llevaba parecían bastante nuevas y seguramente demasiado costosas para el tipo de mujer que iba a beber a La Rata Ahogada, así que era probable que no llevase mucho tiempo en las calles, a menos que le hubiese robado a alguien recientemente. No; la gente puede disimular cuando está viva, pero el rostro de un muerto revela el verdadero carácter que hay tras él, y en lo que quedaba de sus rasgos no había visto nada del delincuente de poca monta. Y tampoco había en él nada de la prostituta endurecida y desgastada. Era nuevo, para ella, eso de tener que valerse de sus encantos y de un vestido escotado para ganarse la vida, o al menos demasiado nuevo para que pudiera diferenciar entre el tipo de hombre que sería bueno con ella y el que detestaba a las mujeres así y no quería nada más que hacerles daño.
Alguien de la ciudad tenía que saber quién era, y yo quería bendecirla con su verdadero nombre cuando la sepultara. Alguien lo sabía. Podría ser la persona que la había matado, y eso significaba que debía encontrarla. Nadie de La Rata Ahogada admitiría recordar nada de la noche anterior… Era esa clase de lugar, y ni siquiera el miedo a Morr los persuadiría para que hablaran.
Se oyó un sonido débil, una repentina vibración que recorrió todo el edificio del templo. Volvió a producirse pocos segundos después. Luego, hubo una pausa, y de nuevo se escuchó una tercera vez. Procedente de algún lugar situado más abajo del pasillo, llegó el sonido de un raspar de madera, el golpe de una puerta abierta de súbito y pasos que corrían. Por un instante, pensé en levantarme e investigar, pero decidí que aún estaba demasiado cansado debido al ritual, y me di la vuelta en la cama. Que lo averiguara Zimmerman. Si tanto defendía su condición de jefe del templo, que acarreara con una parte de la responsabilidad que conllevaba el cargo. Volví a sumirme en mis pensamientos.
Ese brazo…, el brazo que no era de ella. Todo se reducía a eso. Había modos más fáciles de propagar el miedo al Caos y la mutación en una ciudad como Middenheim que el de falsear el asesinato de una mutante en un callejón. Así pues, ¿por qué? La única razón que se me ocurría, era que un mutante muerto provocaría una investigación oficial, mucho papeleo y probablemente un ascenso para alguien de la guardia. Quizá se llevaría a cabo una cacería de brujas, y un par de viejas serían quemadas. Y el templo se vería implicado porque nosotros tendríamos que hacer la disección del cadáver y redactar el informe oficial, lo cual significaba que éste sería el primer lugar al que se llevaría el cuerpo. Pero ¿por qué? ¿Y por qué el cadáver de una belleza de Norsca, alta y de piel blanca, tan anónima como yo, en vez de una prostituta local?
Se oyó un alarido y me desperté de golpe; debía haberme quedado dormido. Alguien corría por el pasillo al que daba mi habitación y gritaba algo. Se oyó un estrépito lejano.
Problemas. Salí a toda velocidad y me puse el hábito mientras caminaba. Estaba oscuro y no pude ver a nadie a la débil luz de la luna, pero de la nave principal del templo me llegaba mucho ruido, así que me encaminé hacia allí. La luz oscilante y los gritos me dijeron que iba en la dirección correcta. La puerta de comunicación estaba abierta…; no, había sido arrancada de los goznes y yacía en el suelo. Salté por encima de ella y entré en la nave principal.
Era un desastre, como si por allí hubiese pasado una tempestad. Todo estaba destrozado. Las Llamas Eternas habían vuelto a apagarse, pero a la débil luz de las lámparas de noche situadas en las columnas, pude ver a tres sacerdotes, dos pertrechados con armas improvisadas -una escoba y una vara de oficio-, que se movían en círculos, pero a prudente distancia de alguien. Era ella.
Era ella. El rostro que yo había estado imaginando cuando yacía en mi cama sonreía estúpidamente, con una sonrisa muerta. Tenía un aspecto fatal, como le sucedería a cualquiera a quien hubiesen asesinado el día anterior. Sus movimientos eran convulsivos, bruscos, y no parecía haber luz en sus ojos ni expresión en su rostro muerto, excepto aquella sonrisa alelada. Con el único brazo que tenía aferraba el torso del hermano Rickard; el resto del cuerpo yacía a pocos metros de distancia. Mientras la observaba, soltó el cuerpo y comenzó a volver la cabeza de un lado a otro, como si intentara percibir algo con algún extraño sentido inhumano. Parecía que… No sé qué parecía.
–¡No os acerquéis!
Era el padre Zimmerman. Dudo que ninguno de nosotros tuviese intención alguna de acercarse más. Adoptó una postura teatral y comenzó a entonar una oración. Por el sonido de las palabras se trataba de un ritual, pero no era uno que yo reconociera. La cabeza de la mujer se irguió de repente, como si hubiese encontrado lo que buscaba, y a continuación avanzó con paso lento y rígido hacia él.
–¡Padre! ¡Aléjate! – chillé, mientras buscaba desesperadamente un arma con la que defenderme.
El culto de Morr nunca se ha lucido por su armamento, y sus templarios no están precisamente preparados para la batalla. El cadáver avanzó otro paso hacia el padre. El no cesaba de entonar las palabras, entonces con mayor rapidez, y a su rostro afloraba el pánico. Yo podría haber corrido para arrastrarlo a una distancia segura, pero no lo hice; en cambio, huí hacia el altar mayor. Allí se encontraba el disco plano del gran cuenco, cuyo chapado de oro y el espeso líquido que contenía destellaban en la suave luz. Detrás de mí, se oyó un alarido agudo, como el de una vieja.
Rodeé el cuenco con las manos y lo levanté. Era pesado, y el líquido chapoteaba entre los someros bordes. Al volverme, oí el chasquido, y en un instante vi morir al padre Zimmerman, cuya columna vertebral había quedado partida como si fuese una ramita seca. La muerta soltó el cuerpo, que cayó al suelo entre temblores.
Yo avancé con pasos medidos por el suelo cubierto de baldosas de mármol. El líquido se mecía dentro del gran cuenco y se derramaba un poco a cada paso. El cadáver-marioneta movía la cabeza de un lado a otro en busca de un nuevo objetivo, mientras yo me iba acercando. Los otros dos sacerdotes retrocedieron para alejarse de nosotros. Ya estaba a cuatro metros de distancia, a tres… Su cabeza giró hacia mí. y el rostro destrozado desnudó los dientes para dedicarme una sonrisa muerta.
Le lancé el gran cuenco, y el contenido salió volando hacia ella como un aguacero. No sólo era agua, sino también aceite bendecido para ungir a los deudos. La cubrió y empapó los restos de las prendas que una vez habían sido elegantes. El cuenco se estrelló contra el suelo con estrépito, y rodó hasta quedar boca abajo. Retrocedí de un salto, cogí una lámpara de noche del nicho en que estaba, en la columna más cercana, y se la lancé a la empapada abominación.
Fue como una flor al abrirse, o como el sol cuando sale entre las nubes. El templo quedó inundado por la luz de la mujer en llamas. Ardía. Algo en ella tuvo que percibir lo que estaba sucediendo porque comenzó a debatirse contra las llamas. Cayó, su cuerpo crujió, y percibí olor a asado.
Los otros dos sacerdotes -Ralf, según pude ver, y Pieter- estaban inmóviles a causa de la conmoción y observaban cómo ardían el cuerpo y el templo. Yo no tenía tiempo para eso; me encaminé hacia las puertas principales y salí al feroz frío de la noche. La mente trabajaba a toda velocidad mientras caminaba: mujeres de Norsca muertas, brazos desaparecidos, cadáveres animados. En los escalones encontré a Gilbertus, que subía.
–¿Adonde vas? – preguntó.
–A dar la alarma.
–Ya lo he hecho yo. ¿Qué era?
–Un cadáver animado. Alguien estaba controlándolo. El padre ha muerto.
–¡Ah! – No pareció sorprendido-. ¿Volverás dentro?
–No -respondí-. Para empezar, hay un incendio, y además, sé quién mató a esa muchacha.
–¡Ah! ¿Quién?
–Un nigromante -contesté-. Un nigromante agraviado.
Si uno quiere información sobre agravios, debe hablar con un enano. No me entusiasmaba la idea de tener que ir a ver a aquel enano en particular a tales horas de la noche; no, porque fuese a estar en la cama -sabía que no sería así-, sino debido al lugar en que se encontraba. La zona de Altquartier ya resultaba bastante desagradable durante el día, pero pasada la media noche era de lo peor: las fulanas más tiradas, los delincuentes más insignificantes y la gente más desesperada. Y en el corazón de aquella zona estaba La Casa Bretoniana.
Iluminado por la dura luz de la luna, el lugar parecía tan cochambroso como yo lo recordaba: una pequeña y vieja taberna, con el frente pintado de negro, cristales rajados en las ventanas y olor rancio a col hervida que se filtraba desde el comedor barato de la planta superior. Parecía cerrado, pero sabía que no podía estarlo; los lugares como ése nunca están cerrados si el patrón o dueño te debe un favor. En tiempos anteriores, había pasado allí buenas veladas, había obtenido datos útiles y me había peleado dos veces. Esperaba que eso último no se repitiera esa noche.
Llamé a la puerta que, pasados unos segundos, se abrió con un crujido.
–¿Quién es?
–Estoy buscando a Alfric Medianariz.
–¿Quién lo busca?
–Dile… -hice una pausa-. Dile que lo busca el hombre que fue Dieter Brossmann.
La puerta se cerró. Podía imaginar la conversación que tenía lugar al otro lado. Transcurrido un largo minuto, la hoja volvió a abrirse para dejar a la vista a un hombre bajo y achaparrado, con un corte de pelo en forma de cuenco.
–Entra -dijo.
Lo hice. Hay un truco con los ropajes y vestidos largos que todas las damas bien nacidas conocen y todos los sacerdotes deberían aprender: camina con pasos leves y cortos, y si lo haces bien parecerá que te deslizas por el suelo, no que caminas. En el caso de los hábitos negros de un adorador de Morr, el efecto puede resultar muy inquietante.
El silencio cayó sobre el lugar cuando entré, y la quietud lo cubrió todo como un manto de fría escarcha mientras atravesaba la pequeña sala. Había tal vez unas diez personas, desde matones baratos que bebían cerveza barata hasta los de menos mala fama con su copa de vino o de absenta.
Un hombre tocado con un plano sombrero bretoniano que se encontraba sentado en la barra inclinó la cabeza y alzó su vaso hacia mí. Tenía el rostro arrugado por la edad y la vida dura como si fuera un cuadro antiguo, y sus ojos parecían huevos escalfados inyectados en sangre. Lo reconocí de los viejos tiempos, pero no logré recordar su nombre. Probablemente, tenía varios.
Se oyó un sonido que procedía de uno de los reservados del otro extremo de la sala. Nadie miró hacia allí, por lo que supe que se trataba de quien yo estaba buscando, y me deslicé hacia él. El ancho cuerpo de Alfric estaba encajado allí dentro. Lo acompañaban uno de sus secuaces y un humano gordo, ataviado con ropas opulentas. Éste estaba sentado al otro lado de la mesa, que en el de los enanos se veía cubierta de jarras vacías y monedas de oro. Alfric alzó la mirada. En su barba había más gris de lo que yo recordaba, y las cicatrices que rodeaban su nariz destrozada estaban de color rojo fuego, signo seguro de que había estado bebiendo en abundancia, aunque habría sido imprudente por mi parte suponer que estaba borracho o con la guardia baja.
–Buenas noches, hermano -dijo-. Siéntate. ¿En qué puedo serle de utilidad al templo de Morr esta noche?
Yo no me senté.
–Alfric Medianariz, el nombre de cuya familia es Rompeyunques -dije, en cambio-, he venido para restablecer el equilibrio de honor entre nuestras familias.
–¿Ah, sí?
Alfric no parecía interesado. Advertí, sin embargo, que el humano gordo estaba sudando. No se trataba de un comerciante, al menos no de uno bueno: estaba claro que no tenía el temple necesario para negociar en asuntos delicados. Ociosamente me pregunté quién sería y qué le habría causado tanta desesperación para ir a ver a Alfric después de la segunda campanada de la noche. Parecía preocupado, pero era su problema. Yo tenía los míos que atender.
–Hace cinco años -comencé-. Yo… ¡Oh, qué diantres! Me ahorraré las formalidades. Me debes un favor por la vez en que quemé el cuerpo de aquel tendero al que le disparó tu nieto. Vengo a que me lo pagues.
–Así es, y estás en tu derecho. – Alfric bebió un sorbo de la jarra-. Siempre has sido impaciente. Siempre has querido que las cosas se hagan a tu manera. ¿El nombre y el gusto en el vestir son las únicas cosas que has cambiado desde que desapareció tu familia? – No dije nada-. Entonces, ¿aún no los has encontrado? Bueno, si necesitas ayuda, ya sabes adonde debes venir.
Sabía que intentaba pincharme para demostrarme lo disgustado que estaba por interrumpir sus negociaciones, así que no le contesté.
–El templo fue atacado esta noche -dije-. Alguien animó un cadáver contra nosotros. Al parecer, lo enviaron a matar gente, no a causar desperfectos, pero produjo muchos, de todas formas. Y el padre Zimmerman ha muerto.
Aunque era la segunda vez que decía eso, resultó la primera que lo entendía. De repente, me sentí muy cansado. Junto al comerciante había un sitio vacío, así que me senté.
Alfric me observó con sus oscuros ojos destellando como piedras mojadas a la débil luz de las lámparas.
–Parece el trabajo de un nigromante.
–Eso pensé yo. – Hice una pausa-. ¿Hay alguno de…, de ese oficio en la ciudad?
–Ninguno que yo sepa, y eso probablemente significa que no los hay.
Calló para beber otro sorbo. Yo confiaba en él, ya que los ojos y oídos de Alfric estaban por todo Middenheim. Los enanos habían construido la ciudad, y sus túneles aún la recorrían como los túneles de la carcoma en un mueble podrido. Alfric y sus informadores los conocían bien; escuchando desde las entradas secretas y espiando a través de agujeros, estaban al corriente de todas las idas y venidas de la ciudad. Alfric Medianariz era el mejor informador y el más grande de los chantajistas de la ciudad.
–Así pues, ¿quién podría haberlo hecho? ¿Conoces a alguien que tenga resentimientos contra el templo? – pregunté.
Alfric hizo girar la cerveza por dentro de la boca y tragó.
–Calla. Estoy pensando en nigromantes.
Bebió otro gran sorbo y lo saboreó con detenimiento.
«Nigromancia», pensé. Si se trataba de un nigromante, carecía de sentido preguntar por sus resentimientos. Los nigromantes odiaban a los sacerdotes de Morr tanto como nosotros los odiábamos a ellos. Los dos bandos tratábamos con la muerte, pero mientras nosotros la veíamos como un pasaje, una etapa dentro de un proceso, ellos la consideraban una herramienta. Nosotros estábamos interesados en liberar a las almas; ellos deseaban esclavizarlas con su magia oscura e impía. Por supuesto que estaban resentidos con nosotros. Por supuesto que cualquier nigromante ambicioso querría destruir el poder del templo de Morr. Y si eso significaba matar a sus sacerdotes… Bueno, al igual que en nuestro caso, los cadáveres eran la mercancía de su oficio. No obstante, había algo en la forma en que se había movido el cuerpo de la muchacha, en el modo como había buscado al padre Zimmerman… Me rondaba una idea vaga, pero, cuando intenté asirla, no pude. La voz de Alfric interrumpió mis pensamientos.
–Era uno de vuestros cadáveres, ¿no es así? Uno de los que estaban en el templo.
–Sí -respondí-. Y había algo que…
–Sabré cómo sucedió eso, hermano -e hizo hincapié en esa última palabra-. Ese sacerdote nuevo que tenéis, el de Talabheim…
–Gilbertus.
–Gilbertus. Es un tipo descuidado; no hace las bendiciones del modo adecuado. Las hace con demasiada precipitación, como tú. Algún día deberías observarlo cuando está en el barranco de los Suspiros. Hace bien los gestos, eso sí, al menos lo bastante bien como para convencer a los deudos. Pero créeme si te digo que esos cuerpos son precipitados por el barranco sin estar bendecidos. Es descuidado, y también peligroso si hay un nigromante por aquí cerca: cuerpos sin bendecir, preparados para que se los pueda animar. Si hay un nigromante en la ciudad, y no estoy diciendo que lo haya, te lo advierto, deberíais tener cuidado. Los nigromantes son peligrosos. Mi abuelo se peleó con uno de ellos. Son rápidos. «Si empiezan a entonar un hechizo dirigido a ti, cuenta hasta cinco -me dijo-, y no llegarás a seis porque ya estarás muerto.»
En mi mente comenzaba a formarse algo, una idea relacionada con los nigromantes y el templo, que intentaba abrirse camino a través del agotamiento de la jornada. Me levanté. Mis pensamientos necesitarían algo de tiempo para aclararse y llegaría la mañana antes de que supiera si había oído la respuesta que necesitaba, aunque la larga caminata hasta el templo, en medio del aire frío, me ayudaría.
–Gracias, Alfric. La deuda está saldada. Te dejo con tus asuntos.
Por un momento, pareció sorprendido, pero hacía falta más que eso para alterar de verdad su rostro lleno de cicatrices.
–Me alegro de haberte visto, Dieter -replicó, y se volvió otra vez hacia su sudoroso cliente sin añadir nada más.
Avancé hasta la puerta y salí a la fría noche. Había comenzado a nevar, y me envolví apretadamente con el hábito. No fue hasta que giré la esquina de La Casa Bretoniana cuando me di cuenta de que me había llamado Dieter y de que yo había olvidado preguntarle acerca de la muchacha muerta. Por mi mente pasó una fugaz imagen de su rostro ardiendo con la sonrisa inexpresiva. De algún modo, su identidad no parecía importante en ese momento.
El barranco de los Suspiros es un lugar repleto de contradicciones. Desde el borde, puede verse toda la Middenland que se extiende hasta las Montañas Centrales: colinas, diminutas aldeas y la enorme alfombra verde del bosque de Drakwald, por donde serpentea el camino de Talabheim. En los tiempos en los que aún era capaz de apreciar la belleza, creía que se trataba del lugar más encantador y romántico de la ciudad. Sin embargo, cuando uno se acerca al borde y mira hacia abajo, ve los pedazos de ataúdes partidos, los cadáveres amortajados que yacen sobre las rocas o quedan colgados de las ramas de los árboles tras haber sido arrojados, y a veces el cuerpo no consagrado de un suicida, o también de la víctima de un asesinato.
En ese momento, no obstante, era imposible ver nada porque estaba nevando con intensidad. Me envolví más apretadamente en la capa y observé al séquito fúnebre de media mañana. La voz de Gilbertus quedaba amortiguada por la nieve, pero yo conocía tan bien el sombrío encantamiento que estaba entonando que habría detectado el más ligero error. Hasta el momento, no había pronunciado ni una sílaba equivocada. En torno a él, los deudos se apiñaban para protegerse del frío, de la mutua aflicción y del miedo a la muerte. El ataúd de pino sin barnizar descansaba sobre el féretro. No se trataba de un funeral opulento.
Gilbertus se volvió ligeramente, y yo oculté la cabeza tras la esquina del edificio para que no me viera. Hacía un frío de mil demonios, y el viento cortante estaba insensibilizándome los pies y los dedos de las manos; pero si me movía demasiado denunciaría mi presencia. Así pues, me quedé quieto como una temblorosa estatua y escuché el encantamiento.
¡Allí! Había cambiado algo. Nada tan obvio como saltarse una palabra o un verso, sino sólo un sutil cambio en el ritmo de la oración. Dos versos más tarde, ocurrió otra vez, y una tercera casi de inmediato. Luego, recitó toda una estrofa que no reconocí.
No se trataba de una lección mal recordada, sino que estaba cambiando cosas. Yo no comprendía el idioma de las sagradas bendiciones -casi nadie lo entendía, y nos limitábamos a aprenderlas de manera maquinal-, pero me daba cuenta de que ahí había algo raro. El miedo ascendió con lentitud por mi espalda, y me habría puesto a sudar de no haber sido por el frío que hacía.
Se dijo una última bendición, y el féretro fue empujado hasta el borde del barranco. Tras ser alzado por un extremo, el ataúd resbaló hacia el vacío, y los deudos fueron alejados del límite del precipicio antes de que ascendiera hasta ellos el ruido del impacto final. No se demoraron por los alrededores; el grupo se dispersó con rapidez, ansiosos todos por alejarse de aquel lugar de muerte y regresar a la calidez de sus casas para consolarse los unos a los otros y, según supuse, alimentarse con los tradicionales platos de carne de los funerales. Gilbertus permaneció allí durante un momento, y yo salí para reunirme con él.
–Bien hallado, hermano -le dije.
–Sí, hermano. Hace frío. – Pateó el suelo unas cuantas veces para entrar en calor-. ¿Has venido para oficiar un funeral?
–En cierto sentido -repliqué-, pero quiero hablar contigo acerca del ataque de anoche.
–Sí -replicó- un asunto desagradable. ¿Te han dicho que hay una reunión, después de cenar, para determinar quién actuará como jefe del templo?
Había cambiado algo en su tono, en toda su actitud. Su voz ya no era la de un aprendiz. El día anterior me hablaba con respeto, pero en ese momento lo hacía con arrogancia. Hizo una pausa y se dio la vuelta, y yo me pregunté si lo hacía porque no quería que le viese el rostro mientras hablaba.
–La pasada noche dijiste que creías saber quién estaba detrás del ataque. ¿Es verdad eso?