MILIA DE CANGAS llamaba a la puerta de Pelegrina de Ponte Sampayo:

-¡Abre, Pelegrina, a una mujer que descubre tesoros, adivina el porvenir, encuentra a los perdidos, reconcilia a los enamorados, remedia a los enfermos y resucita a los muertos...! ¡Abre, Pelegrina, por Dios!

          Y lo que se decía Pelegrina, agotada del trajín que había llevado de siete días a esta parte y tratando de calmar al perro que ladraba como poseso, que no abriría aunque llamara a su puerta Nuestra Señora con el Santo Niño en brazos, ni que se presentaran   los dos con hambre voraz; que no se movería  de la cama, ni menos para dejar entrar a Milia... Sin advertir, tanto era su enojo o su cansancio que la voz de su visitante se iba quebrando, hasta quedar en un susurro. No, no le franquearía la puerta   porque siempre estaba queriendo sorprenderla... Cierto que lo de esta vez era para dejar memoria… Lo del demoñejo era de recordar por los siglos de los siglos… Y eso, que pasara la noche al raso, que no fuera continuando cizañas…

          A más, que se decía que, aunque quisiera hacer  esfuerzo  no podría moverse , porque, desde que Milia le echó el demoñejo no había dormido, ni sosegado, ni comido, sólo bebido, pues que el pequeño ser, la pequeña cosa, tal le pareció al principio, a punto estuvo de volverla loca, y ni el perro pudo atraparla, pues le tuvo miedo y se escondió.

          A ver, que, en el momento en que conoció que Milia había salido de su casa y emprendido camino, como hacían cada año el día primero de mayo –uno, iba Milia a casa de Pelegrina, otro, Pelegrina a la de Milia-,  para pasar el verano, juntar sus artes, ganar buenos dineros  y, con las faltriqueras llenas,  llegarse luego a San Andrés de Teixido o a Santiago de Compostela, o a otro santuario a cumplir con los santos o sencillamente a holgar en alguna población de la orilla del mar, en el momento en que se presentó el cormorán el  miércoles de Ceniza, es decir,  mucho antes de lo acostumbrado, con la noticia, presumió que  su buena amiga esta vez no la iba a enviar un conejo que se le comiera los grelos de su huertecillo o un zorro que se la emprendiera contra las gallinas o  con  llenarle la casa de inofensivas culebrillas, por ejemplo,  sino con algo de mayor envergadura. Tuvo por seguro  que esta vez no le iba a hacer una travesura,  siquiera  una  faena, sino una fechoría  de gran enjundia, pues que, el año anterior, saliendo el mes de octubre, la dicha Milia a toda hora se jactaba de  que podía resucitar a los muertos,  además de otras bravuconadas.

Y sí, sí, la sorpresa fue mayúscula porque semejante bicho no lo hubiera esperado nunca, y eso que imaginación no le faltaba. Al principio, lo creyó un sapo, y hasta le hizo gracia  pero, para desdicha suya,  desde que  entró en su casa como una tromba, ya no paró de moverse, de correr por el suelo y por las paredes y techo de la casa, sin caerse, de entrar y salir de su humilde hogar por la ventana, por la puerta o por la chimenea, siempre como una exhalación, como si de una estantigua se tratare...  Cierto que, tras muchos trabajos, sudores y hasta alguna lágrima,  ya lo tenía encerrado en la redoma. Lo había conseguido constreñir en una redoma, porque ella, vive Dios, era una reputada meiga mucho más despabilada que él, y entonces, al tenerlo a la vista,  había descubierto, Dios de los Cielos,  que lo que había tomado por un bicho  no era un animal de cuatro patas precisamente, si no, uno de dos piernas,  un hombrecillo de medio palmo de altura y de dos dedos de grosor por la parte de los hombros, pues tenía las posaderas  más bien escasas.  Fue entonces cuando se le ofuscó el entendimiento.

          Tendida en la cama y sin poder cantearse, recordaba muy bien que una vez que lo redujo, ella sola pues el perro se asustaba, tapó la redoma con un corcho de esos que llevan clavada una espita para dejarle un respiradero, observó el contenido y, con más miedo que otra cosa, la guardó en su arca, bajo llave.  Pensando que quizá no la abriera más,  que quizá dejará que el monstruo, que tal era pese a su pequeñez,  se muriera asfixiado porque ya lo había soportado suficientemente durante aquella semana de frenesí que le debía a la autora del encanto, a Milia, la misma que en ese momento llamaba a su puerta. Que  tomó la cosa por un sapo o ratón, pero luego coligió que no, que era algo más, un espíritu quizá, lo que nunca atinó a pensar es que fuera un hombrecillo que le hizo meiguerías, le movió y le desordenó todo y le dejó la casa patas arriba. Y claro Pelegrina  inició una carrera para reducirlo y ver quién era más poderoso, lo persiguió de día y de noche, no le dio respiro, y ganó  ella, porque lo introdujo en un frasco, como va dicho.

Cierto que al día séptimo de que le avisara el cormorán estaba más que agotada de encorrerlo con la escoba por las habitaciones, de andar por debajo de las camas y, para poder dormir bien, se untó con rosa maldita y otros mejunjes toda la parte izquierda del cuerpo, desde la planta del pie hasta la sien, pasando por el corazón.

Y estaba bajo el efecto de la hierba cuando llamó Milia a la puerta, y no estaba dispuesta a abrirle, pues seguía diciendo que resucitaba a los muertos, no se movió y se dijo que durmiera en el corral o entrara por el ojo de la cerradura, pues, ¿no era la mejor meiga de Galicia? ¿No decía eso y más de ella?

 

 

PELEGRINA OYÓ LO  que oyó, pero, en realidad, escuchó lo que quiso oír, porque Milia se quejaba delante de su puerta: “¡Ay!”, y la llamaba en un susurro, que no tenía más voz, pues venía malherida, arrastrándose  por las veredas, evitando a las gentes, mirando atrás, como si  alguien la persiguiera. Y, en efecto, los soldados del conde de Borbén, a quien según las malas lenguas había convertido en lobo, la habían seguido y casi acorralado, aunque consiguió despistarlos en una encrucijada.  Por eso pedía socorro: “¡Ay, ay!”, pero la otra sólo oía lo que quería oír y la castigaba como nunca haría con su perro, que pasó la noche a cobijo.

Al día siguiente tras descansar bien, Pelegrina abrió la puerta de su casa y salió a recibir a su amiga con la sonrisa en los labios, con un cuenco de leche en las manos, dispuesta a perdonarle la broma del hombrecillo y a devolvérselo, pero la encontró tendida en suelo, con un hilo de vida. Es más, Milia sólo vivió el tiempo justo para decirle que el conde de Borbén le había reventado un ojo y azotado hasta dejarle la espalda en carne viva, todo porque quería suscitar el amor de la condesa de Sotomayor, y ella le había vendido un secreto  para conseguir amores: lo de echar una pizca de sal, aceite, piedra de azufre y piedra de alumbre, poner todo a cocer en una cazuela nueva y decir al fuego: “Así como hierva el puchero, hierva el corazón de Tal”. Pero le falló el conjuro, y el hombre la dejó tuerta de una puñada y la azotó… y a consecuencia de ello se moría:

-Me muero, Pelegrina, reza por mí… Vengo a morir a tu lado…

-No te mueras, Milia, amiga, espera… te haré un bálsamo que ha de aliviarte…

-No hay tiempo, coge el dinero que llevo en mi talego y gástalo en misas por mi alma…

-¡Perdóname, Milia, por no haberte abierto la puerta! Estaba durmiendo y no te oí, me di rosa maldita…

-Oye, tengo para mí… que encanté al hombre que me pegó, al conde, un mozo de poco seso… ¡Entérate, llégate  a Borbén…! ¡Para mí que lo volví lobo…! Si es así lo desencantas, que de otro modo no descansaré tranquila… Que yo no he hecho mal a nadie en mis muchos días y, ahora, mira… ¡Ah, tengo miedo...!

-¿Qué dices, qué dices? ¡Habla más alto! …

-¡A… Dios! …

Milia movió un tanto las manos y murió en los brazos de Pelegrina que, habiendo comprendido perfectamente las últimas palabras de la fallecida, rezó por su alma y lloró amargas lágrimas por su propia inoportunidad, por haberse untado en tan mala hora, por no haber oído los lamentos de su amiga, por haber imaginado lo que no dijo, por ser mujer de lunas, en fin, por su crueldad de dejarla al sereno… Se golpeó el pecho y se arrancó los cabellos, y, luego, para hallar sosiego se puso a cavar una fosa, como enfebrecida, y ya enterró el cadáver, clavó una cruz en la tierra y, pese al esfuerzo realizado, no encontró la serenidad que hubiera deseado, porque, aunque estaba agotada de cuerpo, su mente era un hervidero. Rememoró cómo salió tan contenta de su casa y cómo, viendo a Milia tan malherida, se le cayó el cuenco de  leche y el corazón le dio un bote, que le hizo retroceder un paso.  No obstante acudió y le tuvo las manos y le acarició su destrozado rostro, y aún quiso moverle el apósito que se había puesto en el ojo tuerto para curarle, pero su amiga, comprendiendo que era inútil cualquier acción, se lo impidió y se fue al otro mundo bastante asustada, vive Dios, con tanto miedo como cualquier persona que se da cuenta de que se va para no volver, porque los prestes mucho hablar de Dios y de sus cosas, pero del otro mundo se sabe más bien poco; además, con el pesar de haber hecho mal, de haber encantado al conde. Y se tiraba de los cabellos, pues pensaba que Milia estaría ya en el Infierno, lugar a dónde iría ella también, pues que las dos eran grandes meigas.

Y estaba Peregrina en aquellos negros pensamientos y, a ratos, recriminaba a su amiga, porque, ¿cómo estando herida de muerte no le había enviado un ave para avisarle del suceso? De haberlo hecho, ella hubiera salido corriendo a su encuentro y la hubiera atendido, curado y tal vez sanado, pues en principio no eran mortales aquellas lesiones. Fue que se le infectó el ojo, pues lo llevaba supurante,   le vino calentura y, sin talego, no pudo aplicarse ningún remedio, a más que es posible se aturdiera por la mucha fiebre, pues muy entontecida había de estar aquella mujer que había convertido a un hombre en lobo, y que le había enviado a un hombrecillo para hacerle broma y que, vaya por Dios, se murió sin poder contarle cómo lo había conseguido, cómo había encantado al mozo y sin aclararle si el engendro  era obra suya o de otro, o si era el conde u otro hombre. Y se lamentaba: “¡Ay, Milia, ay, te has ido sin hablarme del secreto del humúnculo, y me has dejado sola con él! ¿Qué hago para desencantar al lobisome?”, y recorría el prado  de delante de su casa gritando,  muy alocada, tan alocada que espantaba a las gallinas.

Y no sólo a las gallinas sino a la gente que le venía a consultar, que se volvía a sus casas, asustada, dispuesta a confiarse a otra meiga. Así estuvo Pelegrina durante dos días, perdiendo dinero y creándose mala fama en la comarca.

 

 

APENAS ACABABA DE enterrar a su difunta amiga, la noticia de que el conde Arias de Borbén había sido convertido en lobo por una bruja muy poderosa, también se la llevó a Pelegrina un águila pescadora, cuando ya se conocía en toda Galicia.

La mujer se detuvo un instante para tomar aliento y continuar el llanto por la fallecida, y escuchó netamente al ave decirle lo de la licantropía y que la madre del dicho Arias pagaba a la meiga que desencantara a su hijo grandes dineros,  pues que el mozo estaba prometido con la hija del conde de  Sotomayor, que a la vista de lo que había, se había apresurado a romper el compromiso matrimonial, con el alivio consiguiente.

De ese modo Pelegrina pudo corroborar la veracidad de las palabras de Milia, y enseguida hizo cuentas para acudir al llamado de la condesa viuda, dispuesta a satisfacer el último deseo de su buena amiga, y a ganarse unos dineros y aún a mala a no ganarse nada, a estudiar el caso de un licántropo, que siempre le había suscitado interés. Se dijo que  le vendría bien alejarse unos días de su casa, porque en ella tenía un problema, un grave problema, nada menos que a un hombrecito de medio palmo de altura, encerrado en una redoma y en un arca bajo llave.

 Así las cosas, tan mal las cosas, llenó un morral  con hierbas de sanar, comida, una cuchareta y un cuchillo; un justillo para cambiarse y un par de jubones y, sin echar una mirada al arca, salió rápida, eso sí se santiguo ante la tumba de su amiga. Para regresar otra vez porque se había dejado las bragas y, además, fue que, al echar la llave, decidió llevarse  la vasija y su contenido, no fuera a necesitarla, pues que pensó que siendo el demoñejo regaló de Milia, la poderosa encantadora que convertía a unos hombres en lobo y reducía de tamaño a otros y hasta quizá resucitara a los muertos, tal vez le sirviera en el futuro y envolvió la redoma, sin atreverse a mirarla, en un paño prieto, la metió en el talego dejando el cuello al aire para que respirara el bichejo, y ya tomó el sendero de Borbén.

E iba ni contenta ni descontenta, a buen paso, dejando correr su imaginación. Diciéndose que su buena amiga Milia de Cangas, sabedora de que estaba en el umbral de la muerte, en razón de que las meigas lo saben,  le envió, para no dejarla sola en este mundo cruel, lo mejor que tenía: su demonio particular, sin duda el que le sacaba de aprietos, el que le decía cómo hacer tal conjuro, cómo utilizar una hierba  o un talismán, el que le avisaba si estaba ante un peligro o no y el que le hacía salir airosa de las muchas pruebas que pasó a lo largo de su vida. Y se lamentaba de que no hubiera confiado en ella, que no le hubiera contado antes que tenía un “familiar”, cierto que convino consigo misma en que es preferible guardar silencio de las cosas que no se pueden explicar. Y recordaba cómo en varias ocasiones Milia se alejó de ella, revolvió en su talego, habló sola, con el demoñejo, vamos, hizo lo que le dijo y salió triunfante y sanó o conjuró o encantó o ensalmó o predijo o desdijo lo que fuere. Y también supo por qué siempre fue más poderosa que ella, y le tuvo envidieta, y claro, ante semejantes artes,  dudó de que ella fuera capaz de  manejar el demoñejo y sacarle beneficio, pues que hasta la fecha no había hecho más que incomodarle.

E iba en eso, pero en cuanto entró en lugares poblados, como si llevara una marca en la frente, le paraban las gentes a consultarle sobre tal y cuál, y hubo de interrumpirse. Miró a un hombre las manos; a otro le cambió el secreto de alcanzar amores por una escudilla de sopa, y le mandó repetir el hechizo durante tres miércoles, diciéndole que, además,  debería platicar con la elegida y halagarla para le tomara amor, y le recomendó  que no anduviera con putas sabidas, por lo del mal francés, vaya, que le cayó bien el sujeto y le hizo un barato.  Y hasta hizo una caridad a una vieja, muy alunada, que tomaba el sol sentada en un poyete a la puerta de una casa en la población de Redondela, pues le regaló el secreto para entender lo que dicen las aves con sus gorjeos, porque la anciana, de ponerlo en práctica, podría pasar alegremente los últimos días de su vida.    

A la salida de la villa,  un niño cojuelo y desarrapadillo le fue a vender unto de culebra y manteca de niño muerto, a más de secretos contra venenos, hechiceros, meigas y otros pavores, y claro ella que vendía otro tanto lo echó de su lado con aspereza y se quejó de la competencia. No obstante, continuó andando ligera hacia el  castillo de Borbén.

 

 

A LA PUERTA de la fortaleza, ay Dios, había mucha más competencia de la que había imaginado, nada menos que veinte meigas con sus talegos, sus saberes, sus piedras, sus hierbas, sus ungüentos y sus maldades, dispuestas a ofrecer sus servicios a la condesa viuda. Y más vinieron, hasta tres más, después de Pelegrina, lo cierto es que muy acaloradas todas.

Porque una había visto un montón de piedras, otra se había encontrado con un gato, y otra, habiendo observado una piedra cruzada adrede en el centro del camino, en vez de retirarla, la muy necia, la apartó de una patada y, a saber, a quién, a qué espíritu, a qué fantasma, le había propinado el golpe. Y aquellas conductas causaron un pequeño revuelo entre las meigas, que acusaron a las  recién venidas de inexpertas, aunque a Pelegrina no, pues que era sobradamente conocida. Es más, algunas de las presentes, antes incluso de que dijera su nombre,  la saludaron con una inclinación de cabeza y pretendieron besarle la mano, pues que la habían visto en las reuniones que celebraban para la Virgen de Agosto en Santa María de la Lanzada.

Y ya, quitándose una a otra la palabra de la boca, le informaron de la situación. De que la condesa, la madre del licántropo, daría de comer a todas hasta el hartazgo y dos áureos a cada una por el hecho de venir, y a la que eligiera, a una sola: comida, posada y una bolsa de cien áureos cuando le quitara a su hijo el aspecto de lobo. A más, le dijeron que corría sovoz que el licántropo tenía encuentros con su prometida, con doña Ximina, la hija del conde de Sotomayor, sujeto que, por otra parte, había organizado varias partidas de caza para matar al conde-lobo, sin que un atisbo de compasión despertara en su corazón, mientras su hija lloraba como doncella enamorada.

Pelegrina, oído lo antedicho, pidió aclaraciones a sus compañeras:

-¿El conde anda de lobo perpetuamente o se torna en fiera las noches de luna llena? ¿Se sabe quién es el encantador? ¿Qué se ha hecho para desencantarlo? ¿Se han rezado misas? ¿Qué dice el preste?

Las otras la interrumpían:

-No sé.

-No se sabe…

-Quizá haría mejor un exorcista…

-Ya nos dirán tengan paciencia sus mercedes…

 Al caer la  tarde, la condesa mandó sacar vino rosal y bandejas con ricas viandas. Las meigas que eran de buen comer, se aplicaron al condumio y,  presto,  animadas por el caldo, comenzaron a decir groserías, a vocear, a gallear; a sostener que la hechicera que se precie nunca suplica a ningún poder superior, que no se humilla ante la divinidad  y hace los ensalmos por su propia sabiduría y virtud; a presumir de las meigas que son  siempre la séptima hija de otra meiga, sin que hubiera mediado varón en el proceso engendrador, y a fanfarronear cada una del  último portento que había realizado.

 Nada interesante para Pelegrina por otra parte, aunque  sí donoso, sobre todo lo que contaba una vieja, más que nada por cómo lo decía, pues tenía mucho gracejo: “En la ciudad de La Coruña comenzó a correr tanta agua por las calles, que pensaron ser hundidos los que vivían en lo bajo, comenzó el temporal  a las once de la mañana del Nadal y duró hasta las dos después del mediodía; subió tanto el agua que daba a las sillas de los caballos, sacaban a las mujeres en acémilas, en caballos, mal vestidas, desmelenadas, con los pechos fuera, las criaturas abrazadas consigo, gritando que había vuelto el diluvio de Noé y que se había de anegar el mundo”.

 Una carcajada se presentó en la boca de la Pelegrina al oír aquello, pero, vive Dios, la reprimió porque era de noche, no fuera a atraer a la Santa Compaña. Y siguió prestando atención a la anciana que se ufanaba de haber retirado la lluvia de una población prendiendo hogueras en los cuatro puntos cardinales. Y luego escuchó a otra, vieja también, que decía que convocaba espectros gigantes en cada novilunio y que, muy borracha, explicaba que para llamar al lobisome lo mejor era hacer el cerco y ofrecerle el brazo derecho.

Ante las palabras de la segunda vieja, Pelegrina, que no sabía nada de licántropos, aguzó el oído y aún escuchó algo de hacer el silbo de la  serpiente.

Y estaban en eso, diciendo más sandeces que otra cosa, cuando la condesa, que, al parecer, se acostaba muy tarde, mismamente como su hijo el conde-lobo, comenzó a llamarlas, entrada la madrugada, de una en una, en riguroso orden de llegada.

A Pelegrina le preguntó, sin otro preámbulo, qué saberes tenía. La meiga le respondió que cataba en cosa luciente, aunque hubiera nublado; que hacía hechizos contra hechizos y pruebas de fuego para averiguar pecados ocultos;  que vendía secretos para bienquerer y  malquerer; que era maestra en afeites y ungüentos,  revelandera, partera, curandera y, alguna vez, alcahueta; que sabía quitar las víboras; que tenía en su talego excelentes talismanes, que la preservaban de todo daño con lo cual podía hacer los mayores conjuros que se pudiere imaginar, incluso  crecer flores en enero y berros en una artesa en cualquier época del año… Y no continuó porque la condesa viuda, que la miraba con los ojos abiertos como platos, la interrumpió:

-¿Qué experiencia tienes en hombres-lobo?

-¡Ninguna!

-¿A qué has venido, pues?

-Un águila me avisó que su merced daba grandes dineros por volver al hijo que tiene lobo en la persona que era…

-¿Un águila?

-¡Sí! –respondió Pelegrina como si no dijera nada de particular, como si fuera natural que las gentes hablaran con las aves.

-¿Hablas con las aves?

-¡Oh, sí!, con las aves, con los peces y con los monstruos de la mar…

-¿Y qué te dicen?

-Muchas cosas… Lo de vuestro señor hijo que anda de lobo por ahí; que viene tormenta y dónde descargará, cuánto tiempo lloverá o lucirá el sol; si llega plaga de langosta, si los árboles padecen melosilla o añublo, y mil cosas que me son útiles, pues  aviso de ellas y de ello vivo, y me llaman de acá y de allá… Y, en ocasiones, los pájaros me trinan al oído y me regalan…

-¿Cómo te llamas?

-Pelegrina de Ponte Sampayo.

-¿Eres meiga?

-Sí, señora.

-¿Qué has hecho de notar en tu vida?

-He servido a los que me han venido con el mayor empeño, a veces con éxito, otras veces sin éxito, a cambio de la voluntad…

-¿Y no has hecho grandes cosas, no has vaciado de agua la ciudad de La Coruña, por ejemplo?

-No, no, señora.

-¿Y que vas a hacer contra el lobisome?

-Eso es negocio mío y no he de decirlo…

-¡Ah, pardiez, es negocio tuyo…! Pues has de saber que el lobo parece que es mi hijo y que mi propio hijo se come mi ganado y aterroriza a mis vasallos, además que estaba prometido…

-Lo sé, señora.

-Y que, poco ha,  ha degollado a un niño y se lo ha  comido  dejando sólo un pie… y hube de pagar a sus padres buenos dineros para que no se alborotaran… aunque no conseguí nada, pues que me gritaron todos los villanos como no se trata a señora, aunque cuando llamé a las meigas remitió el asunto.

-Lo sé, señora.

-¡Bueno,  tu serás la que torne a mi hijo a su ser! Te daré casa, comida y una bolsa de  cien áureos cuando termines… -Y volviéndose a sus camareras, la condesa dijo que despidieran a las otras meigas y les abonaran lo acordado, que se quedaba con Pelegrina.

 

 

LA MEIGA SE holgó con la decisión de la señora, aunque no sabía adónde habrían de llevarla el negocio de la licantropía,  el último regalo y la petición de su amiga muerta, por eso suspiró varias veces moviendo la cabeza. Se dejó conducir a una habitación, tomó posesión de ella, tentó el mullido del plumazo, abrió el embozo de la cama,    sacó sus cosas del talego y las dispuso sobre un arca; se tendió en el lecho y, a poco, se quedó dormida porque llevaba muchas horas de trajín.

Al levantarse a mediodía  se santiguó, tuvo un recuerdo para Milia y le dijo: “¡Milia, amiga, ya estoy en tu mandado,  dime qué he de hacer!”, pero, como previó antes de hacer la invocación, la muerta nada le respondió, pues los muertos se hacen harto de rogar, como bien sabía Pelegrina. Entonces destapó la redoma y le preguntó otro tanto al hombrecillo, que estaba muy adormecido y ni se canteó, por eso fue  a pedir información a la condesa, que desayunaba en la gran sala, en la misma que había recibido a las meigas el día anterior.

-¡A los buenos días, Pelegrina! ¿Dispuesta al trabajo?

-¡Sí, señora!

-¡Camareras dadle de desayunar a esta buena mujer!

Las mujeres sentaron a meiga en otra mesa más chica y le acercaron vino, huevos, pernil, pollo y dulces. La condesa, una mujer de mediana edad que todavía conservaba buena parte de su belleza, le hablaba sin parar:

-Pelegrina, ¿qué vas a hacer? ¿Qué necesitas? Tú pide por esa boca… Oye, come más despacio que te vas a atragantar, que no se acaba, que en este castillo no se acaba la comida… tengo las despensas llenas… Oye, ¿en qué te gastarás los cien áureos? ¡Cien áureos!, podrás comprarte tres mulas, un caballo, dos esclavas,  una casa con pastizal, o pagarte una sepultura en la iglesia de tu pueblo y hacerte rezar misas para   todos tus aniversarios hasta que se acabe el mundo… ¡Ah, estoy exagerando, comprando muy barato…! Es que a mi edad, todo resulta caro… Bueno, dejémonos de alegrías porque, en realidad, estoy muy triste… Yo no me lo creo, pero dice todo el mundo que mi hijo el conde Arias recorre el monte en figura de lobo, porque, según las malas lenguas, le ha venido la licantropía; aunque tengo para mí que las personas que padecen ese encanto viven bajo su apariencia normal, salvo en las noches de luna llena que se tornan fieras. Pero, mira, Pelegrina, es imposible esto que se cuenta de mi hijo porque tuve un sueño en el que mi hijo raptó  a su prometida, la condesa Ximina, y se casaron ambos en Pontevedra, haciendo matrimonio de juro, pues que el padre de la doncella se negó al casamiento, antes incluso de esta infamia, alegando que mi hijo es demasiado putero y que él tiene una hija única a la que quiere darle buen marido, y como es  hombre viejo y le ha entrado la moralidad que nunca ha tenido.

-¿Cómo es eso, pues no anda por los montes destrozando el ganado y hasta se ha comido un niño?

-¡Quiá!

-Pues, ¿cómo es eso?

-Yo, sí alguna noche se ha trocado en lobo, no te lo  puedo decir, que no lo he visto… Se trata de que las gentes dicen… Por decir dicen que una bruja a la que desairó lo trocó en lobo… Oye, en otro orden de cosas, ¿tú qué harías, despedirías a las meigas sin los dos áureos que  les prometí, o les pagarías...? Es que mis camareras me dicen que no les dé dineros, que ya comieron de mi pan...

-Les pagaría… Mejor les deis buena paga o seréis muerta…

-¿Tan poderosas sois las meigas, eh?

-¡Oh, sí…!

-¡Ve a tu trabajo, Pelegrina!

-¿La doncella está en su casa, señora?

-¡Su padre dice que sí, pero miente…! ¡Se fue con mi hijo, muy contenta!

-¿No habéis mandado gente a Sotomayor a enterarse?

-¡Sí!, he enviado a cuatro soldados y el conde los ha hecho prisioneros y no me los ha devuelto!

-¡Ah, carallo…! ¡Lléveme su merced al aposento de su hijo, empezaré por allí!

-¡Escoltad a esta mujer a la habitación de don Arias! –ordenó la dama a sus camareras

Pelegrina encontró el aposento vacío, limpio, ordenado y la cama  hecha, y preguntó a las dos mujeres que le  acompañaban:

-¿Durmió aquí el conde la noche en que desapareció?

Pero no tuvo respuesta, las criadas se encogieron de hombros y no quisieron o no supieron decirle nada, cierto que no parecían muy preocupadas  porque el conde se hubiera marchado. 

La meiga se ofreció a leerles la mano, a regalarles el secreto para ligar al hombre amado y el  de vivir muchos años, pero sólo consiguió arrancarles escueta frase:

-La señora nos tiene prohibido hablar de su hijo… 

A la vista de que nada conseguiría de ellas, Pelegrina  revisó el suelo palmo a palmo por si hallaba algún rastro, deshizo la cama, movió el plumazo; abrió los arcones,  desplegó los jubones y las bragas de don Arias, y, como no encontró ninguna señal, pidió cosa luciente para hacer agüero.

 

 

EN SU HABITACIÓN, cató en la espada del conde Arias, lo que le dieron. Y se sorprendió, vaya, que no podía hacer agüero, que en el hierro le salía nublado. Pues que pretendía averiguar dónde podría haber ido el conde, al parecer desaparecido o trocado en lobo en carnaval, y veía nublo… ¡Ah, no, no veía nublado, observaba perfectamente lo mismo que vio con sus ojos: que  la estancia estaba vacía! Y claro salió en busca de la condesa.

La encontró en la gran sala, bordando.  Doña Isabel  hizo un mohín de desagrado pero interrumpió  su labor y le preguntó:

-¿Qué quieres Pelegrina?

-¡Señora, dame permiso para llegar a Sotomayor y preguntar por doña Ximina!

-Ve, si quieres, pero no te lo aconsejo…

-He de saber si van una o dos personas.

-¡Pelegrina, van dos: mi hijo y su esposa! ¿No te enteras?

-¡Disculpe su señoría!

La meiga salió y volvió a catar en la espada del joven Arias,  y estaba en ese menester cuando llamaron a su puerta. Abrió naturalmente. Era un paje que venía a decirle que, en la noche del jueves lardero, próximo pasado, acompañó al conde a la taberna, que bebieron sin tino y aullaron con otras gentes, todas borrachas, como los lobos, que les entró la manía de imitarlos y anduvieron a cuatro patas;  a ver, quién daba el grito más feroz, haciéndose competencia, aullando a cuál más, y que llegó un momento  en  que, sin ponerse de acuerdo, todos los que se arrastraban por el suelo del tugurio se alzaron a la vez, menos  el conde que continuó a gatas sin dejar de proferir aullidos y que de esa guisa regresó al castillo, lastimándose las manos con los guijos del camino. Que él, entonces, lo metió en la cama vestido y con los borceguíes, y se acostó en la alcoba de al lado y cuando fue a despertarlo al día siguiente no estaba y nadie, ni hombre ni mujer, sabía nada de él en el castillo, ni en la villa ni en las cercanías. Y añadió que, la condesa  cuando le narraron el suceso gritó más que lloró, gritó que había tenido un sueño y  visto cómo su joven hijo abandonaba la casa a caballo, emprendía galope, escalaba las murallas del castillo de Sotomayor, raptaba a doña Ximina, y los dos en una misma bestia tomaban el camino de Pontevedra, lugar donde se casaban y volvían a emprender viaje a saber a dónde; que tal había visto entre grandes señales en el aire, estrellas nunca vistas  y muchas lumbres haciendo bultos en el cielo.

-Veamos, veamos, no entiendo…

El hombre volvió a empezar por el principio.

-Veamos, comprendo que el conde hiciera chirigota porque para eso era carnaval y le diera por hacer de lobo, pero, ¿cómo su señora madre gritó todo eso de los aires, las estrellas y las llamas?

-Doña Isabel tiene sueños.

-Todos soñamos…

-Ella más, sueña casi todas las noches y pasa los días tratando de interpretar sus sueños, y aún nos pide a los sirvientes que le contemos los nuestros...

Carallo, carallo!    

-Se entretiene y no hace daño…

-Oye, ¿y eso, que tengo oído, que tu señor desairó a una meiga?

-¿Desairarle?, ¡le sacó un ojo de una puñada y la azotó malamente!

-¿Y qué hizo la bruja?

-¡Lo convirtió en lobo!

-¿Le echó conjuro?

-¡Claro!

-¿Lo viste, se tornó lobo delante de ti?

-¡No, pero anduvo a cuatro patas! Lo de la meiga sucedió también el jueves lardero, a la mañana…

-Oye, ¿tú por qué vienes a contarme todo esto?

-Porque, dado lo borracho que andaba mi señor, es imposible que  raptara a su prometida esa noche. Y no me creo lo de los sueños, a más deseo salir con un piquete de soldados en su busca. ¡Además, yo creo que anda de lobo por los montes, porque la meiga lo conjuró...

-Doña Isabel se ha ajustado conmigo. Yo lo encontraré…

-Quisiera ayudarte…

-Me valgo sola… ¿Cómo te llamas?

-Mingo.

-Oye, Mingo, ¿de la doncella que se cuenta? …

-Su padre asegura que está en su casa, eso sí encerrada en su habitación…

-Bueno, a Dios, Mingo…

Cuando salió el paje, Pelegrina recorrió el aposento, deteniéndose a cada momento para exclamar: “¡Ah, carallo, la madre gusta de interpretar los sueños…!  ¿Qué enredo es este? ¡Aquí, hay mentira, carallo!” .

Y, a fe, que había gran embrollo… El conde de Sotomayor, padre de la presunta esposa de don Arias, negaba que su hija se hubiera ido con él; la madre del desaparecido aseguraba lo contrario y contaba con todo lujo de detalles lo que había sucedido, sosteniendo que lo había visto en un sueño; la meiga Milia, siguiendo su arte, había encantado al conde, personaje que, por otra parte, había resultado su asesino; y ella, Pelegrina que, bajo los humores que rezuma la rosa del regaljar, dicha también maldita, había dejado morir a su buena amiga en la puerta de su casa, estaba con cargazón de cabeza y muy confusa, sin saber si buscar a un hombre, a un hombre y a una mujer, o a un lobo. Por otra parte, había dineros; meigas que venían a buscar los dineros; lobos que devoraban a criaturas; hombres que habían jugado a ser lobos en una taberna; un conde que se había marchado a alguna parte sin avisar y sin criados; una novia que echaba a faltar a su prometido y lloraba; unos prometidos en paradero desconocido; un padre de la novia que perseguía al novio o al lobo por los montes dispuesto a matarlo… Un caso de licantropía que podía ser mera enfermedad, mera locura… En fin, todo un jaleo… Y ella, que no podía catar de tantos nervios, tenía un hombrecillo en una redoma: “¡Ah, el enano, me he olvidado de él…! ¡Ah, no, tente Pelegrina, lo primero es catar!”

 

 

A ESO SE puso Pelegrina a hacer agüero en cosa luciente, en la espada del conde lobo, ido, enamorado, desaparecido o muerto, a saber. Se detuvo en su caminar, se irguió, respiró hondo, se pasó las manos por la frente como para quitarse otros pensamientos, acercó el hierro a la ventana y cató lo cercano.  Lo que estaba en el castillo: vio a los criados trajinar en las caballerizas, corrales, despensas, cocinas y habitaciones, barrer el gran comedor, echar heno en el suelo; y a la condesa  en una salita  con su bastidor a la mano, platicando con sus camareras. Nada le llamó la atención a no ser que, como el ama de la fortaleza estaba hablando como descosida, seguramente de su sueño de la noche anterior,  los criados, aprovechando su distracción,  abrían la espita de los toneles y bebían buenos tragos de vino; o se llenaban los bolsillos de uvas pasas,  o robaban monedas de una arquilla que su ama tenía en el salón o jugaban a los naipes, riendo y haciendo pamemas. Diríase, en fin, que aquella gente de servicio estaba sin gobierno como si no hubiera mayordomo, y lo que pensó que el ama estaba tan enfrascada en lo que le decían sus sueños que no se enteraba de lo que sucedía en su casa, y no le dio la menor importancia, aunque  se adujo que ese ritmo la hacienda  de la condesa viuda habría de mermar.

Y ya cató lo lejano y el hierro le mostró: bosques, prados, ganados, caminos, ríos, fuentes, montes,  cuevas;  cielo y mar, embarcaciones de pesca; ciudades, villas, aldeas, lugares; gentes, labradores que araban pequeños campos, pastores; mujeres que faenaban en sus fogones, doncellas que iban a las fuentes con sus cántaros, niñas que jugaban a las tabas, niños que se entretenían  persiguiendo a los perros con  tirachinas, en fin, lo corriente. Lo que había en Galicia, lo que había en las Españas a media mañana en un día cualquiera… Pero, ay, que en esto, junto al guardamanos de la espada, observó una sombra en lo profundo de una cueva y, clavando la vista, descubrió otra sombra más pequeña, y se estremeció, pese que no buscaba cuevas, sino a dos seres humanos cabalgando o a un lobo haciendo de las suyas.

 Y estuvo tan suspensa ante las imágenes que contemplaba en el filo de la espada, que acabó agotada de catar y admirada  de su poder, de que fuera capaz de ver dos sombras en la oscuridad de una cueva profundísima, cuando doña Isabel irrumpió en su habitación, seguida de sus camareras, con mala cara, gritando:

-¡Me he pinchado con esta aguja! ¡Mi hijo está en peligro…!

-¡He visto dos sombras en una cueva! –cortó Pelegrina- ¡Es posible que una sea vuestro señor hijo, pero  no se encuentra en peligro, eso os lo aseguro yo...!

 La condesa se quedó suspensa, pensando en qué rápidamente catan las meigas, cuando a ella le costaba mucho tiempo encontrar alguna luz en los sueños que soñaba, e iba a responderle, cuando entró un criado en la habitación como una tromba a decir que el conde de Sotomayor estaba en la puerta del castillo llamando a la señora a grandes voces.

 

 

Y TANTO, QUE  más parecía que el anciano conde de Sotomayor había de desgañitarse y era difícil de entender lo que quería, pues se trabucaba, estaba rojo de tez, muy cerca de que le diera un sofoco y se fuera al otro mundo, a más que venía con gente que también era muy vocera.

Doña Isabel extendió la mano para que el otro se la besara, y el otro levantó la fusta contra ella, con gran espanto de los soldados de Borbén que se apresuraron a rodear a su ama, las manos prestas a las espadas, los rostros sañudos. La dama gritó:

-¡Teneos todos! –y pidió vino. Ella misma le acercó una copa al conde, que bebió, descabalgó y se inclinó ante la señora, que le dijo-: ¡Platiquemos en buena amistad, conde! …

Y tal hicieron en el gran salón.

El hombre pasó de la ira a la pesadumbre, pues le asomaron las  lágrimas cuando mentó a su hija, y suspirando dijo:

-Sabed, señora, que vuestro hijo, el conde Arias, ha sido visto en imagen de lobo en la habitación de doña Ximina, mi hija… Se dice que entra en el mayor sigilo, sin que lo vean los guardianes que he puesto en la puerta, y que se tiende a los pies de su cama cuando está dormida…

-¡Se dice, se dice! ¿Cómo creéis lo que dice el vulgo, señor? También se dice que vuestra señora hija le abre  la ventana de su habitación para que pase sin llamar, pues que le tiene mucho amor, y que a su corazón tanto le da que don Arias sea hombre o lobo… ¿Qué me decís de todo esto que se dice? …

-¡Es patraña! ¡Yo rompí el compromiso matrimonial con el consentimiento  de mi hija!

-¡Pues, embuste es también lo que se murmura sobre que mi hijo es lobo, si no ved que tengo aquí a la mejor meiga de Galicia y no sabe nada de licantropía…! ¡Vamos, que no hay hombres-lobo…! Ahora mismo está catando en cosa luciente… viendo sombras en una profunda cueva… es decir, haciendo lo que hacen todas las brujas, ¡lo demás, sandeces, amigo mío, sandeces!…  Y de eso que se cuenta que estáis llenando Galicia de cepos loberos y que una mujer y un niño han caído en ellos, ¿qué? Ved que vuestras tierras están linderas con las mías y que si entráis en mis propiedades se lo haré llegar al señor rey, a don Pedro, que me tiene en estima, pues que le serví y le voy a mandar gente y dineros para la guerra que ha pregonado contra el rey Pedro de Aragón… ¿Qué?

-Mi señora, doña Isabel, entended que soy padre, que sólo tengo una hija, mi querida Ximina, que yo no he creado esta extraña situación, que no menté para nada lo de la licantropía del señor Arias, pero es cierto que vuestro hijo ha desaparecido…

-Y vuestra hija también… Se han ido juntos para casarse  y a hacer un largo viaje… Lo sé porque me lo han revelado los sueños… Don Arias no me dijo nada porque  los hijos muchas veces se olvidan de sus madres, ya se sabe que los mozos andan a lo suyo, y tampoco me extraña que a vos no os haya avisado doña Ximina, porque se han puesto de acuerdo y han hecho rapto.

-¡Mi hija está  en mi  casa muy apesadumbrada, y encerrada en su dormitorio…!

-¿Es ella o es una criada?

El conde se quedó estupefacto ante semejantes palabras y, como era viejo, se alzó a duras penas de la cátedra y fuese sin despedirse de la condesa que voceaba:

-¡Vos habéis hecho poco favor a este negocio dando crédito al infundio y dejando correr tanto bulo y despropósito!… ¡Ved qué engañoso es todo! ¡Ea, acabemos esta porfía! ¡Reconoced los hechos, admitid que nuestros hijos se han ido juntos para casarse, pues que vos, luego de aceptar los esponsales, os volvisteis atrás…!¡Ea, ea, estáis ciego, señor mío, nuestros hijos a lo menos están ya en Tierra Santa, buscando el perdón de sus pecados...!

 

 

 

LOS QUE ESTABAN en el salón, que eran multitud, se quedaron pasmados, pues que la condesa habló por primera vez de que  su hijo había raptado a la condesita y de que los dos se habían ido a Tierra Santa en busca de la indulgencia y era la primera vez que lo oían. Pelegrina también se asombró y le preguntó a Mingo, que se había situado a su lado:

-Oye, mozo, ¿tu habías oído hablar de esto del viaje?

-¡No!

-¿Qué es esto, es que la señora está alunada?

-El negocio que se lleva con los sueños la ha trastornado…

-¡Ah!

Y en esto doña Isabel disolvió la reunión, pero antes alzó la voz y dijo:

-¡Vaya la Pelegrina a matar con sus ensalmos a todos los lobos de mis dominios...!

La meiga mascullando, porque recibía órdenes contradictorias, se encaminó a su habitación, metió sus cosas en el talego, se colgó la espada del conde al cinto y fuese. En la puerta una camarera le entregó un hatillo con comida y lo cogió naturalmente.

E iba confundida, pues que estaba en una situación asaz extraña.

Atravesó la población intentando hablar con las gentes por si le aportaban alguna luz en aquel asunto, pero chicos y grandes la rehuyeron. Tomó un camino, el primero que encontró, pues que habría de recorrer todos los que  hubiere, y anduvo un buen trecho pisando la ramulla del  bosque con el oído atento, entrándose  cada vez más en la frondosidad y volviéndose alterada a cada ruido que escuchaba, pues que se estaba nublando y más parecía noche oscura. Además que, el olor que llevaba el aire le decía que por aquel paraje había trasgo y, cada vez más inquieta, se volvía a mirar. Y en esto observó delante un harapo de tela bermeja colgado de una rama y ya no le cupo duda: por allí había trasgo… Miró en derredor y no vio nada singular ni extraordinario, no obstante retrocedió hasta un árbol hueco que le había llamado la atención y se metió dentro para resguardarse, y se frotó las manos contenta. Muy contenta porque había empezado a orvallar y en aquel vacío cabían dos personas holgadas, y, a más   tenía hambre, por eso buscó unas ramas, prendió una hoguerilla, cogió un leño, tentó con él toda la oquedad y levantó las piedras para que se fueran los espíritus. Y, luego, extendió la manta, clavó la espada a su diestra, se sentó y abrió el hatillo de la condesa, que, vaya, se había portado bien y le había puesto: pan de moño,  huevos cocidos, cecina y buen trozo de lacón, manzanas y un odrecillo con vino, en abundancia además.

Pelegrina comió poco y guardó, porque se dijo que tal vez tendría que estar varios días en aquel bosque, pues que a saber cuándo aparecería un lobo carnicero, pero estaba recogiendo los restos del yantar cuando ya oyó aullar a uno nítidamente. Aunque estaba lejos, como un lobo es un lobo, se sobresaltó, pues que se lo imaginó a la carrera, hambriento, y a saber si era un lobo común o un hombre-lobo, suponiendo que fuera verdadero lo del lobisome pues, en puridad, no se había encontrado nunca con meiga que le hablara de ellos. Cierto que la gente creía en aquel portento y ella también, porque no en vano era mujer de lunas y en sus soledades de Ponte Sampayo había visto criaturas monstruosas, espíritus solitarios, a las ánimas de la Santa Compaña, y había tenido en sus manos a un hombrecillo, que consiguió reducir en una redoma  después de grande trabajo. Y, aunque en ese momento le rondó por la cabeza destapar la vasija y ver en qué situación se encontraba el humúnculo, lo dejó para más adelante, pues lo que pensó que el enano, o lo que fuere, le había traído suficientes complicaciones y que no necesitaba más, pues estaba sirviendo a doña Isabel y debía concentrarse en su tarea, matar al lobo que venía hacía ella, aullando,  arrancarle el corazón y llevárselo a la condesa.

Y a eso se puso a conjurar al lobo, y aprisa, porque la fiera se aproximaba a la carrera. Con la punta de la espada marcó un cerco en torno al árbol, dibujó malamente en la ceniza de la hoguera la figura del felino, sacó unas espinas largas de su morral, de bacalao quizá, y las clavó en varios puntos del dibujo: en la cabeza y a lo  largo de la espina dorsal, y, ay, que oyó pasos y jadeos, y entonces clavó la espada en el corazón de la figura, y escuchó el último aullido de la fiera  y cómo caía en la tierra para no levantarse más, o al menos tal supuso.

Se encomendó a Santa María Virgen y sacó la cabeza por el hueco del árbol y, naturalmente, no vio nada, porque lo había imaginado todo, ¿o no? No obstante, siguió escuchando, ahora, otra vez aullidos o estertores quizá y, de repente, un escalofrío la recorrió toda, porque le pareció oír otros pasos, pesados además, no ligeros como hubieran sido los del carnicero, y temió por su vida. Pues que pensó que sería el conde Arias que venía a matarla por haber irrumpido en su señorío, por querer trocarlo en persona cuando él se encontraba bien siendo lobo… Pero no era el joven ni el lobo tampoco, no, era alguien que también defendía sus dominios: era la meiga del lugar.

 

 

ERA XACOBA, LA meiga de por allí, que venía corajuda, rugiendo como una fiera contra lo que hubiere dentro de un árbol hueco en su territorio. Echando pestes por la boca, maldiciendo, jurando, gritando que saliera el intruso que había osado pasar la noche en su tierra sin pedirle permiso:

-¡Salga de ahí el intruso!

-¡Tente, buena mujer, que vengo a matar al lobo por orden de doña Isabel, la señora de estos lugares!

-¡Aquí no hay otra señora que Santa María Virgen y, después, yo!

-¡Tente, que no soy dañina!

-¡Ea, sal con las manos en alto!

-¡No me amenaces que te puedo convertir en rata!

-Oye, acaso ¿eres meiga?

-¡Sí,  soy Pelegrina de Ponte Sampayo!

-¡Ah, yo soy Xacoba de Amoedo, la meiga de estos bosques!

-¡Ya decía yo que por aquí había trasgo! Oye, Xacoba, ¿eras tú la que aullaba como un lobo?

-¡Claro, lo hago siempre para espantar a los entrometidos...! 

Las dos mujeres se saludaron con efusión. Vaya, una colega por estos predios.

 

PELEGRINA EXPLICÓ QUE por mandato de la condesa Isabel de Borbén andaba en busca de  lobos para matarlos. Sobretodo de uno  que, al parecer, era su hijo, un mozo que se había convertido misteriosamente en lobisome, pues que estaba en la taberna el día de jueves lardero próximo pasado, a cuatro patas con otros más, aullando y, sin mediar hechizo,  se había trocado en fiera, aunque había otra versión: que don Arias se había puesto de acuerdo con su prometida, la joven doña Ximina, y ambos habían procedido al rapto. Él a raptar a la doncella, ella a dejarse llevar, para maridarse y emprender viaje a Tierra Santa, según había visto en un sueño la condesa viuda, cuando el padre de la moza aseguraba que estaba en su castillo, llorando, encerrada en su habitación sin querer salir y sin comer, al parecer; y los criados sosteniendo otro tanto, a más de que suspiraba por su amado sin importarle que fuera hombre o fiera, al parecer; y que doña Isabel mentía  o estaba alunada y a ella la llevaba en palabras y tan pronto le mandaba matar al lobo como encontrar a una pareja de recién casados. Y del conjuro de Milia de Cangas nada le dijo.

La Xacoba hubiera podido enojarse contra doña Isabel, porque la dama la tenía de lobera y era la única persona que mataba a los lobos que irrumpían en las posesiones de la dama, hubiera podido tacharla de veleidosa y hasta echarle mal de ojo.  pero en vez estalló a carcajadas cuando escuchó lo del hombre lobo, por la sencilla razón de que ella vigilaba estrechamente los bosques aledaños y allí no había ni había habido hombres lobo desde que se tenía memoria, y porque había señalado su tierra con retazos de tela bermeja para que las fieras no se atrevieran  a entrar, salvo que una meiga tan poderosa como ella las llamara, y que hasta las aves la evitaban -lo que no extrañó a la de Ponte Sampayo pues pensó que, siendo su colega tan vieja,  los pájaros la creerían muerta y ya no le llevaban los recados-.  Y ya se explayó en que había hecho contra hechizo al conjuro de Pelegrina cuando convocó al felino, con éxito por razón de que no quería alimañas en su tierra.

-¿Quieres el corazón de un lobo para llevárselo a la condesa?

Pelegrina respondió que sí.

-Oye, Pelegrina, si me das algo, te ayudaré a llamar al lobo…

-Bueno,  te daré, que llevo vianda en el talego.

-Vamos, pues, que todavía es de noche y tenemos tiempo de llamarlo…

-Vamos.

Pelegrina repitió el cerco y lo de la figura del lobo. La otra la veía hacer y movía la cabeza en señal de desaprobación, y hablaba de que con ese método no había de conseguir nada, que lo mejor era el hacer el silbo. La de Ponte Sampayo rezongaba: a ver, que se había metido en terreno ajeno, en efecto, pero por mandado de  doña Isabel, el ama verdadera  de todo aquello, y había topado con la dueña espiritual de todo aquello, que defendía lo que era suyo  mismamente como lo hubiera hecho la condesa y  como  hubiera hecho ella con lo suyo; que fue necia pues que debió dejarle a la meiga algo: un trozo de pan con cecina y algo más, y la hubiera dejado pasar por sus tierras, debió dejarle algún regalo en el lugar donde encontró la tela,  pero no cayó en la cuenta, que iba demasiado atolondrada, a más que no había cazado nunca lobos verdaderos ni hombres-lobo, y que debía de hacerlo mal, pues que el conjuro del cerco y la figura no le había dado resultado y su colega lo había reducido por inoperante. Por eso miró a los ojos a Xacoba y, pues que quería terminar pronto, le rogó:

-Haz lo del silbo y así terminaremos presto…

-¡Ah, bien!

La dueña del lugar se puso a hacer. No necesitó utensilios, se volvió hacia levante,  silbó tres veces seguidas y, dejando un intervalo de tiempo, repitió nueve veces el ejercicio. A la tercera vez se oyó el aullido de un lobo y, poco después, de la novena se presentó la bestia: un carnicero  de casi una vara de alto, que se detuvo en seco ante ellas. Pese a que no les enseñó los dientes ni hizo ademán de atacarles,  Pelegrina se puso a temblar.

La Xacoba se dirigió al bicho y le dijo con voz melosa: “Ven, yo te ofrezco este brazo derecho, ven te acariciaré”, y para la meiga de Ponte Sampayo que nombró a un demonio, a un tal Gog o Magog, pero no lo pudo entender bien. El caso es la Xacoba se sacó un mendrugo de pan de la faltriquera, se lo arrojó al animal que se lo comió y, boqueando,  reculó y emprendió la huida camino de su cubil, a paso lento porque la ponzoña comenzó a surtir efecto enseguida.

E iba a reprenderla Pelegrina porque se hubiera precipitado y tomado la iniciativa de envenenar al lobo en vez de permitirle hablar con él, cuando oyeron grandes voces. “Es la condesa”, dijo el ama de aquellos parajes.

Y lo era… Venía voceando, rodeada de sus camareras, con un piquete de soldados,  gritando que detuvieran la matanza, que aquel lobo podía ser su hijo. Y claro las dos meigas reaccionaron, la del lugar movió enérgicamente los brazos y lo conjuró para detener la muerte, y la foránea se entró en el árbol y desclavó la espada de la figura que había dibujado en la hoguera, y claro la fiera, ante  hechizos tan contradictorios,  cayó muerta instantáneamente, pues la encontraron los soldados a unos pasos, muerta.

La condesa montó en cólera. Se enfrentó a las viejas gritándoles que no se atrevieran a matar a ningún lobo, pues que le había comunicado un ave que don Arias de día era hombre y de noche lobo.

Pelegrina alzó los brazos en un gesto de impotencia. Vaya, que también hablaba la dueña con los pájaros, ¡qué afortunada!, y se apresuró a responder que ella y Xacoba eran sus loberas, y que estaban haciendo lo que les había encomendado ella mismamente.

 Doña Isabel negó con la cabeza, se volvió hacia sus camareras y les demandó:

-¿Es cierto lo que dicen estas mujeres?

-¡Sí! –le contestaron a coro y aquella vez no le llevaron la corriente.

La dama se turbó un poco, pero enseguida, viendo el lobo que  traían los hombres, les pidió a las brujas que lo sanaran, y ellas le dijeron que contra la muerte no podían hacer nada. Entonces les pidió que le arrancaran el corazón. Y a eso se puso Pelegrina, que servía con mayor presteza a su señora que la otra, cogió una daga que le acercó un soldado y abrió el  bicho en canal, y ya tenía el órgano en la mano y se lo llevaba la dama, cuando observó que una camarera salía del árbol hueco con una tela en la mano… Precisamente, ay, con un lienzo blanco que contenía una redoma, que a su vez guardaba a un hombrecillo,  y hubiera querido gritarle que aquel paquete era suyo, que lo devolviera a su lugar, que nadie osara tocarlo, pues que tendría vida amarga, pero le fue imposible. Quizá de tanto absurdo que veía y oía de un tiempo acá, se quedó muda y no supo reaccionar.

El caso es que la camarera desliaba el bulto, pues que quería la tela para envolver el corazón del carnicero al parecer, y sostenía en una mano el lienzo y en otra el frasco, y que en esto reparó en el contenido y exclamó:

-¡Tate, mi señora doña Isabel, vea su merced, que en esta vasija trae algo!

-¿Qué?

-¡Un muerto!

-¿Un muerto?

La gente huyó a esconderse entre las ramas, aterrorizada, menos la condesa que, como era necia,  exclamó muy interesada:

-¿Un muerto? Lo habrás visto mal, que un muerto no cabe en un matraz. ¡Trae acá!

-¡Tenga la señora!

Doña Isabel tomó la redoma en sus manos, la observó al trasluz cuidadosamente pues que  ya se había hecho de día y,  al cabo  de unos minutos prorrumpió en sollozos y  exclamaciones de alegría, todo parejo y acorde con su alunamiento, y comenzó a besar la vasija y no fue necesario que aclarara nada: todos entendieron que lo que contenía el frasco era su hijo, porque ella gritó alborozada:

-¡Es mi hijo, y está vivo!

Ante semejantes palabras todos retrocedieron, aunque enseguida, como no sucedía nada,  se animaron y fueron a ver qué  pardiez contenía la redoma. Se acercaron con tiento, pues que demasiado sabían que, aunque a doña Isabel no le causaban daño los espíritus  pues de otro  modo estaría mil veces muerta, dado las muchas maldiciones que le habían echado sovoz desde que se dedicara a la interpretación de  sueños propios y ajenos, a ellos les podían hacer mucho perjuicio. Pero la curiosidad pudo más y se aproximaron para no ver, porque su ama no les dejaba y tapaba la vasija con sus brazos y los despachaba con gestos.

Claro que corrió lo que había,   Xacoba, la meiga de Amoedo,  dijo que el matraz contenía una bola color rojizo, realidad o supuesto que no les aclaró nada. Cierto que la bola debía ser muy extraordinaria pues que, la condesa tintineaba en el cristal y llamaba: “¡Arias, Arias, ea, mi niño, despierta!”. Y lo que se dijeron que no podía ser el conde ni dormido ni muerto, y no se espantaron, que hubiera sido lo natural, pues que no es razón que un hombre recio se torne en una bola del grueso de un puño y, como no lo pudieron ver, se dijeron que serían cosas de su ama y, mismamente que en otras ocasiones decidieron seguirle la corriente y la felicitaron por su hallazgo, pensando que, al menos durante unos días, se entretendría con su ilusión y los dejaría estar. Claro que no les gustó lo que dispuso la señora:

-¡Pelegrina!, ¿cómo tienes a mi hijo en tu talego?

-¡No es tu hijo, señora –respondió la meiga-, es un trasgo que se presentó en mi casa a incomodarme por  eso lo encerré en una redoma!

-¡Algo querría mi señor hijo de ti!

-¡No! ¡No me ha hablado todavía!

-¡Ea, volvamos todos al castillo y que se adelante un mensajero para que preparen recepción al señor conde...!

 

 

LOS HOMBRES Y       las camareras de la condesa anduvieron divertidos, contemplando a su señora que con la redoma en brazos, mismamente como si llevara un niño de teta, le decía palabras cariñosas: “¡Ea, ea, bonito, chiquito…! ¡Madre te pondrá en una cunita y te cuidará…!”, y más de uno se retrasó para preguntar a Pelegrina  qué guardaba la vasija.

Ella no les respondía salvo a la dueña que le revolvió el talego sin su consentimiento y encontró  al hombrecillo. A ésa  la llamó alcahueta por andar en vidas ajenas, pues que los costales de otras personas a veces no llevan paja sino grandes pecados, y  la llamó necia también, y la otra se fue de su lado muy corrida. Y habló con Mingo, el paje con el que había platicado varias veces, que quitaba importancia al asunto: “Llévale la corriente a doña Isabel porque se enoja por cualquier cosa y no olvides que ella es el ama y que las amas son caprichosas”.

Caprichosas y alunadas, rezongaba Pelegrina, porque la dama tenía imaginación acalorada, vive Dios. Si ella era mujer de lunas, la señora mucho más, le daba cien vueltas pues era capaz de encontrar a su hijo en todas partes, tal que si el mozo tuviera el don de la ubicuidad y fuera un poco como el Señor Dios. Pero lo cierto es que los criados no la dejaban pensar, pues que iban a preguntarle y la Xacoba, la otra meiga, tampoco la dejaba estar y quería saber si se trataba de un hombre o de una bola, u otra cosa,  y cómo había constreñido en la vasija a lo que fuere y le explicaba el conjuro que ella conocía para tal menester aquello de “ir a un monte solitario en el que no se oyera ningún sonido de campanas, sin llevar reliquias ni cruces, pero sí una redoma conteniendo agua llovediza e invocar al Príncipe de los Demonios, decirle para qué se le quiere, soplar en el vaso y ver cómo entra el espíritu en él…” Y, cuando Pelegrina le respondió que había reducido al trasgo a escobazos, la otra no se lo quiso creer e insistió e insistió para que le recitara el conjuro

 

 

LLEGADA LA COMPAÑA al castillo fue recibida por los soldados y los servidores de la casa, todos en uniforme de gala. La condesa se apresuró a subir a sus habitaciones y comenzó a distribuir tarea a sus criadas. A unas mandó traer un capacho, el que serviría de cuna a su hijo; a otras coser un colchoncito con mullido de lana, una manta y un cobertor; a otras un trajecito, unas mudas, unas bragas y unos baberos. El caso es que todas acabaron en la costura, menos las meigas que discutieron largo en un rincón. Pues Pelegrina seguía sin quererle decir a la otra en qué lugar encantado  había encontrado al hombrecillo, y eso que la Xacoba a cambio le regalaba el secreto para ir a Roma, postrarse ante el Santo Padre, y volver en unas pocas horas a Ponte Sampayo. Pero en esto la señora las llamó y ellas se acercaron. Cierto que nada más avistada la redoma la dos advirtieron al unísono:

-¡Mi señora el hombrecillo está muerto...!

Y efecto, las dos vieron que aquella cosa ya no era una bola de color rojizo, era un ser humano, o lo que fuere, minúsculo, que movía sus bracitos como si diera el último estertor. Y tal hacía exhalar el espíritu o lo que tuviere. Cierto que la dama estuvo avisada y destapó el frasco y ya su hijo, o lo que fuere,  pudo respirar.

Entonces  pidió a las meigas con cara de albricias que le ayudaran a liberar a don Arias y, naturalmente, Pelegrina le informó de los trabajos que había sufrido para reducirlo en la redoma y se mostró contraria al propósito de la dama, que, como era de esperar, no hizo el menor caso y vertió el contenido del frasco en su mano. Y llamó a las criadas, que dejaron de coser, y se  acercaron, y todas contemplaron a la criatura tal como era:  un hombrecillo de medio palmo de alto por dos dedos de grueso, de cabeza algo menos que  una nuez, de rostro bien parecido, con ojos del tamaño de  un grano de arroz, boca como un piñón, además de piernas,  pies, brazos y manitas, eso sí, muy bien conformado todo él, y, como conocían a su señora, dijeron lo que ella quería oír y una tras otra exclamaron:

-¡Albricias, doña Isabel!

-¡Se parece mucho a la señora!

-¡Es mismamente don Arias!

-¡Don Arias cuando estaba en la cuna!

Y la dama se congratulaba y recibía los parabienes de sus  camareras, y se iba a un arca que tenía encima de una mesa y les daba monedas de oro. Viendo lo que había, la meiga de Amoedo también se sumó a  la felicitación, Pelegrina no.

La condesa comentaba alborozada que el pájaro que le habló le había avisado que iba a ocurrir algo extraordinario, pero que nunca creyó que fuera un suceso tan maravilloso, pues que, a más de devolverle a su hijo, quién fuere se lo tornaba niño para que lo volviera a criar y  a educar. Esta vez sin errores, sin incurrir en las equivocaciones que cometió la primera vez, pues que le había dado demasiado vicio y le  consintió en exceso y, aunque había resultado hombre de gran corazón, a menudo había montado en cólera y había tratado a las gentes, hasta a los que eran sus iguales, con desprecio como no hace un buen cristiano; y que lo educaría en el temor de Dios.

El caso es que la criatura se movía mucho y que la dama hubo de sujetarlo con las dos manos, no fuera a escapársele; y que comenzó a llover.  Y fue que la Xacoba le preguntó a la Pelegrina si sería el enano el que movía los cielos, y que la de Ponte Sampayo se encogió de hombros y  le dijo que mientras lo tuvo en su casa no había mostrado ningún poder, que había corrido por el suelo y por las paredes como alma que lleva el diablo, y que muy poderoso no debía ser pues que ella lo había reducido sin emplear la ciencia de las meigas, del mismo modo que lo hubiera hecho una ama de casa, con la escoba.

La condesa dejó a su hijo en el capacho una vez que sus camareras le cosieron el plumazo,  mandó a las meigas que lo vigilaran y ella se puso a buscar en un arca y, a poco, sacó la carta natal de su hijo. La que le mandó hacer a un astrólogo de Santiago.

 

 

DOÑA ISABEL DE  Borbén estuvo leyendo en un pergamino mucho rato.

-Don Arias, como tiene Géminis por ascendente tendrá el mirar honesto, la cabeza no muy gruesa, el rostro lleno, hermosa la nariz, pelo negro y barba poblada…

“Será de ingenio agudo, vendrá a grande honra… será un poco arrogante… tendrá tres grandes enfermedades. La primera, a los veinte años; la segunda, a los cuarenta y ocho; la tercera, a los cincuenta y cinco, me parece que morirá de muerte súbita… El señor de la segunda casa  en la nona promete que tendrá más ventura en tierra ajena que en la suya propia… ¡No sé, mis damas, estoy confusa!…

 Confusas estaban todas y más lo estuvieron porque, cuando doña Isabel tomó a la criatura del capacho y la desnudó para cambiarle las ropillas que llevaba y ponerle las nuevas, descubrieron que el hombrecillo no era hombre, sino mujer, que lo habían hecho varón sin mirarle en las bragas y, vaya, que tenía partes femeninas, y claro las criadas cuchichearon. Además, que toda la historia de que el enano era don Arias se venía abajo con estrépito.

Por ello la dama se mostró contrariada y no respondió a las muchas preguntas que le hicieron sus camareras sobre si la mujercita tendría las entrañas al completo o si podría tener hijos; una necedad, porque o encontraba un hombrecillo de su tamaño o sería imposible pues uno de dimensiones normales la destrozaría toda. “Lo primero que es menester hacer es coserle un sayuelo, pues que es niña”, decía y ordenaba: “Pónganse las mis damas otra vez con la aguja y el dedal”. 

Las meigas no participaron en aquel jaleo, retiradas en un ángulo del aposento hablaban entre ellas. Xacoba preguntaba a Pelegrina de dónde había sacado el engendro –tal nombre le daba-, y tanto insistió que la interpelada, hastiada del interrogatorio y para que callara de una vez por todas, pues que ya tenía media jaqueca,   le informó que se lo había regalado Milia de Cangas, su buena amiga con la que pasaba los veranos, tristemente antes de morir,  Dios la tenga con Él. Pero no, no, la interpelante siguió con su pesquisa,  dijo conocer a la dicha  Milia, añadió que la admiraba en razón de la fama de la meiga estaba en la boca de todas las brujas de Galicia toda, y ya pasó a asegurar  que el engendro sería algún familiar de la susodicha, alguna hermana que se murió de recién nacida y fue mal enterrada, y aún le demandó si la Milia lo tenía de antiguo. La de Ponte Sampayo lo negó en virtud de que había estado mil veces en casa de Milia como si fuera propia, entrando y saliendo, abriendo arcones y alacenas, y no, no lo había visto ni sentido y, de consecuente, no lo tenía.

-¿Entonces lo  consiguió poco ha?

-¡No sé, pardiez, no sé!

-¿Y si fuera el conde Arias?

-¡Ah, no, mediante un encanto un hombre puede tornarse en animal, pero un hombre en mujer, eso nunca, sería perder la esencia!

-¿Es que es mujer?

-Eso parece...

-¿Tú crees?

-¡No sé, porque, en realidad, la condesa no nos ha dejado ver a la criatura!

-Los demonios familiares no tienen sexo concreto…

-¿Has visto alguno?

-¡No!

Y se acercaron a contemplar a la minúscula criatura que dormía plácidamente en la capacha. La de Ponte Sampayo  le detallaba a Xacoba las muchas contradicciones en que incurría la condesa: cómo le dijo que su descendiente andaba de lobo por los montes;  a continuación que se había marchado para casarse y dirigirse a Tierra Santa, y para terminar que era el de la redoma. y, además, le contó que Milia, en el momento de su muerte,  le había manifestado su preocupación porque creía que había trocado al joven conde en lobo en razón de que la había maltratado malamente y sacado un ojo, y abundó en que ella, Pelegrina, había visto dos sombras, una grande y otra más pequeña en el fondo de una profunda cueva, cuando hacía agüero, y para ella que la más chica era doña Ximina y la más grande el conde. Pero ya podía decirle esto o estotro a la Xacoba,  que le interrumpía:

-Mira, Pelegrina, tu ve al aire de la condesa, que estamos bien aquí. Que dice que su hijo es mujer, pues bien, que dice que es lobo, pues también, que nos pone a coser pañales o a matar más lobos, pues adelante…

-Xacoba, que yo te digo que hay más, algo escondido

 

 

A SOBRETARDE, SE conoció en el castillo de Borbén que el conde de Sotomayor llegó a su casa, y haciéndose  subir en andas a la habitación de doña Ximina, el mismo rompió a hachazos la puerta para no encontrar a su hija, ni a criada que la sustituyera, Y que se murió en el acto, al pie de la cama, de sofoco y del esfuerzo de manejar el hacha.

Doña Isabel se holgó con la noticia. Reconoció que no era cristiano alegrarse de la muerte de un semejante ni de un vecino ni menos de la de un consuegro, pero se  contentó pues que se dijo que la joven Ximina, única señora del condado de Sotomayor, no tendría problemas al regresar a su castillo casada con el señor de Borbén, sino al revés y que las gentes le esperarían ansiosas para celebrar gran fiesta. Y, dicho lo dicho, pidió perdón a Dios por no ser buena cristiana y, para santiguarse,  se cambió la demoñeja  a la mano izquierda, y esta dio un salto y se le escapó y,  la dama, como no lo esperaba, quedóse atónita.

Y todas las mujeres con ella pues tampoco previeron semejante reacción, que habían creído que la bicheja era un ser inerte o que estaba sumida en el sueño para siempre jamás y, vaya, que se sorprendieron sobremanera cuando saltó de la mano de su ama y empezaron a gritar, pues todas eran mujeres espantadizas, como si el extraño ser fuera una rata que les quisiera andar bajo las sayas y hacer mal en sus partes femeninas. Lo más que hicieron alborotar, distrayéndose con sus propios temores  de tal manera que no vieron dónde se escondía, pues que desapareció como por arte de magia, tanto es así que la condesa preguntó a las meigas:

-¿Han hechos las meigas alguna magia para que haya saltado mi hijita de mi mano?

Y las brujas respondieron que no, que no. Lo que era cierto, y no fue necesario ponerse a buscar, pues que la demoñeja salió del escondite donde estuviere e hizo lo mismo que había hecho en casa de Pelegrina: correr por la habitación, como una estantigua, a velocidad inusitada con ventaja sobre el ave más volandera y sobre el caballo más veloz, como alma que lleva el diablo, atemorizando a todas las presentes, pues prácticamente no se la veía de tanta  carrera que llevaba, como si tuviera prisa de ir a alguna parte. A más, que no se topaba con el mobiliario, que, al llegar a la pata de la cama o al arca o a la cátedra o al morillo de la chimenea, se detenía en seco y se daba la vuelta para tornar a su arrebato, siempre como una exhalación.

Las mujeres se subieron a las cátedras, a los arcones y a la cama de doña Isabel para salvarse y más de una se encomendó al Creador ante aquel portento.

 Sola en un rincón, Pelegrina pedía una escoba, pero tanto era el jaleo que nadie la oía y era como si clamara al viento. Observó que Xacoba pretendió hacer un conjuro contra la bicha, que más parecía una sierpe enloquecida, pero, como corría en su derredor, la poderosa meiga del bosque de Amoedo,  no atinaba con las palabras del ensalmo. Para Pelegrina que debió trocarlas, pues que en un momento de la disparatada carrera, cuando la monstrua comenzó a trepar por la pared de la chimenea, salió de ella, pese a estar apagada, una enorme bocanada de fuego, y prendió una alfombra y, en un instante, las llamas se extendieron al cobertor de la cama, a las sábanas, al plumazo y ya fue el horror, pues las mujeres, que eran timoratas, no reaccionaron  y el fuego y el humo se adueñaron del dormitorio en un decir Jesús.

Y allí hubieran muerto todas, demoñeja incluida, a no ser porque Pelegrina abrió la puerta y gritó:

-¡Salgan presto sus mercedes!

Y abandonaron el aposento una tras otra, pidiendo socorro, arrebatadas, pues al abrir la puerta la corriente de aire acreció el fuego. La monstrua también salió. Es más, trepó por la saya de Pelegrina, su dueña legítima, y se le metió por el escote en el justillo, cerca del corazón. La meiga la acarició a través de la tela y la bicheja se serenó.

Y subían los hombres por las escaleras con baldes de agua dispuestos a sofocar el incendio, haciendo una cadena desde la alberca hasta el lugar de las llamas, pero hubieron de retroceder conforme avanzaba el fuego, que acabó con todo el castillo en un santiamén, o al menos tal les pareció a los habitadores y a los villanos de Borbén que, alejados de la fortaleza, contemplaban, asustados, la voracidad de las llamas: la quema, la negrura que adquirían las murallas, mucho más acentuada por la cerrada oscuridad de la noche. La vecindad vociferando, zarandeando al preste de la población, pidiéndole la excomunión para doña Isabel y las dos meigas, amenazándole con bastones y lanzas, en fin, atronando el cielo… El caso es que el preste, dándose por muerto, levantó la cruz que llevaba colgada del cuello y dijo con poca voz, la que tenía en aquel momento:

-¡Sea anatema!

Pero no fue necesario que lo expresara con más fuerza, los hombres y las mujeres de la población se encargaron de gritarlo a los cuatro vientos pero, para entonces, las dos meigas, presintiendo el peligro, ya se habían dado la vuelta y alejado de aquel jaleo.