II
YO, pues, me decía: «Lo esencial es que en alguna parte permanezca aquello de lo cual se ha vivido. Y las costumbres. Y la fiesta de la familia. Y la casa de los recuerdos. Lo esencial es vivir para el regreso…». Y me sentía amenazado en mi subsistencia misma por la fragilidad de los polos lejanos de los que dependía. Corría el riesgo de conocer un verdadero desierto, y comenzaba a comprender un misterio que me había intrigado por mucho tiempo.
Viví tres años en el Sahara. Soñé, también yo, después de tantos otros, con su magia. Cualquiera que haya conocido la vida en el Sahara, donde aparentemente todo es mera soledad y desamparo, llora aquellos años, a pesar de todo, como los más hermosos que ha vivido. Las palabras «nostalgia de la arena, nostalgia de la soledad, nostalgia del espacio» sólo son formulas literarias y no explican nada. Pero ahora, a bordo de un paquebote hormigueante de pasajeros hacinados unos contra otros, me pareció que por primera vez comprendía el desierto.
Ciertamente, el Sahara sólo ofrece, hasta donde se pierde la vista, una arena uniforme, o más exactamente —puesto que allí las dunas son raras— una grava guijarrosa. Allí uno se sumerge en las condiciones mismas del tedio. Y sin embargo invisibles divinidades nos construyen una red de direcciones, de pendientes y de signos, una musculatura secreta y palpitante de vida. Ya no es uniformidad. Todo se orienta. Ni siquiera un silencio se parece a otro silencio.
Hay un silencio de paz cuando las tribus están reconciliadas, cuando la noche recoge su frescor; es como si hiciéramos alto, con las velas recogidas, en un puerto tranquilo. Hay un silencio de mediodía cuando el sol suspende los pensamientos y los movimientos. Hay un silencio falso cuando el viento del norte ha cedido y la aparición de insectos arrancados como polen a los oasis del interior anuncia la tempestad del Este, que trae arena. Hay un silencio de confabulación cuando se sabe, de una tribu lejana, que está fermentando. Hay un silencio de misterio cuando se anudan los indescifrables conciliábulos entre árabes. Hay un silencio tenso cuando el mensajero tarda en volver. Un silencio agudo cuando se retiene la respiración, por la noche, para escuchar. Un silencio melancólico si se recuerda a quien se ama.
Todo se polariza. Cada estrella fija una dirección verdadera. Son todas estrellas de reyes magos, todas sirven a su propio dios. Ésta indica la dirección de un pozo lejano difícil de ganar, y la extensión que nos separa de ese pozo pesa como una muralla. Ésa indica la dirección de un pozo agotado, y la estrella misma parece agotada, y la extensión que nos separa del pozo seco no tiene pendiente. Aquella otra estrella sirve de guía hacia un oasis desconocido que los nómadas han alabado, pero que la disidencia nos veda, y la arena que nos separa del oasis es césped de cuento de hadas. Tal otra indica la dirección de una ciudad blanca del Sur, sabrosa, al parecer, como un fruto que invita a hincarle los dientes. Aquélla, la del mar.
Por último, polos casi irreales imantan de muy lejos el desierto: una casa de infancia que permanece viva en el recuerdo; un amigo del cual no se sabe nada excepto que es.
De tal modo nos sentimos tensos y vivificados por el campo de fuerzas que nos atraen o nos rechazan, nos solicitan o nos resisten. Nos encontramos bien fundados, bien determinados, bien instalados en el centro de las direcciones cardinales.
Y como el desierto no ofrece ninguna riqueza tangible, como no hay nada que ver ni que oír en el desierto, se está constreñido a reconocer —puesto que ahí la vida interior, lejos de dormirse, se fortalece— que el hombre está animado al comienzo por fuerzas invisibles. El hombre está gobernado por el espíritu. En el desierto, valgo lo que valen mis divinidades.
De esa manera, si a bordo de mi triste paquebote me sentía rico en direcciones todavía fértiles, si habitaba un planeta todavía vivo, todo ello se lo debía a algunos amigos perdidos a mis espaldas en la noche de Francia, y que empezaban a serme esenciales.
Decididamente, Francia no era para mí ni una deidad abstracta ni un concepto de historiador, sino una carne de la que yo dependía, una red de lazos que me gobernaban, un conjunto de polos que fundaban las pendientes de mi corazón. Experimentaba la necesidad de sentir más sólidos y duraderos que yo mismo a aquéllos a quienes necesitaba para orientarme. Para conocer o regresar. Para existir.
En ellos se alojaba mi país entero, por ellos vivía en mí. Así también, para quien navega en el mar un continente se resume en el simple destello de algunos faros. Un faro no mide la lejanía; simplemente, su luz está presente en los ojos. Y todas las maravillas del continente se alojan en la estrella.
Y hoy, que Francia, luego de la ocupación total, ha entrado en bloque con su cargamento en el silencio, como un navío con todas las luces apagadas del que se ignora si sobrevive o no a los peligros del mar, la suerte de cada uno de aquéllos a quienes amo me atormenta con más gravedad que una enfermedad instalada en mí mismo. Descubro que la fragilidad de ellos me amenaza en mi esencia.
Quien esta noche me obsesiona la memoria tiene cincuenta años. Está enfermo. Y es judío. ¿Cómo sobrevivirá al terror alemán? Para imaginarme que todavía respira tengo que creer que, refugiado en secreto por la hermosa muralla de silencio de los campesinos de su aldea, el invasor lo ha ignorado. Solamente entonces creo que todavía vive. Solamente entonces deambular a lo lejos en el imperio de su amistad —que no tiene fronteras— me permite no sentirme emigrante, sino viajero. Pues el desierto no está allí donde uno cree. El Sahara tiene más vida que una capital, y la más hormigueante de las ciudades se vacía si los polos esenciales de la vida se desimantan.