Las consolaciones de la filosofía
Alain de Botton
Índice
PORTADILLA
Índice
I. Consolación para la impopularidad
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
II. Consolación para la falta de dinero
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
III. Consolación para la frustración
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Notas de traducción al capítulo III
IV. Consolación para la ineptitud
Capítulo 1
2. Sobre la ineptitud sexual
3. Sobre la ineptitud cultural
4. Sobre la ineptitud intelectual
Notas de traducción al capítulo IV
V. Consolación para el corazón partido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
VI. Consolación para las dificultades
Notas de traducción al capítulo VI
Notas
Agradecimientos
Agradecimientos de la editorial
Índice analítico
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
I
CONSOLACIÓN PARA LA IMPOPULARIDAD
1
Hace unos años, durante un glacial invierno neoyorquino, con una tarde por delante antes de coger un vuelo a Londres, acabé en una desierta galería de la planta superior del Museo Metropolitano de Arte. La iluminación era intensa y, aparte del suave zumbido de un sistema de calefacción de suelo radiante, el silencio era absoluto. Tras empacharme de cuadros en las galerías impresionistas, buscaba un indicador de la cafetería (donde pediría un vaso de cierta variedad norteamericana de batido de chocolate que por aquel entonces me volvía loco) cuando llamó mi atención un lienzo cuya leyenda explicaba que había sido pintado en París por Jacques-Louis David, a sus treinta y ocho años, en el otoño de 1786.
Metropolitan Museum of Art (Colección Catherine Lorillard Wolfe, Fondo Wolfe 1931)
Sócrates, condenado a muerte por los atenienses, se dispone a beber una copa de cicuta, en medio del desconsuelo de sus amigos.
En la primavera del año 399 a.C., tres ciudadanos atenienses emprendieron un proceso legal contra el filósofo. Le acusaron de no adorar a los dioses de la ciudad, de introducir novedades religiosas y de corromper a la juventud de Atenas. Dada la gravedad de los cargos que se le imputaban, solicitaron la pena de muerte.
Miriam Berkley
Sócrates respondió con una legendaria ecuanimidad. Aunque le concedieron la oportunidad de renegar de su filosofía ante los tribunales, se situó del lado de lo que creía verdadero y no de lo que, a buen seguro, gozaría de popular aceptación. Según refiere Platón, desafió al jurado:
Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando (...) Atenienses (...) dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer otra cosa, aunque hubiera de morir muchas veces.
Y así le condujeron a encontrar su final en una prisión ateniense, escribiendo su muerte un capítulo decisivo en la historia de la filosofía.
Un exponente de su relevancia lo hallamos en la frecuencia con la que se ha pintado. En 1650, el francés Charles-Alphonse Dufresnoy pintó una Muerte de Sócrates que hoy se exhibe en la Galleria Palatina de Florencia, en la que no hay cafetería.
Scala, Florencia
El siglo XVIII fue testigo del apogeo del interés por la muerte de Sócrates, particularmente desde que Diderot llamase la atención sobre su potencial pictórico en un pasaje de su Discurso sobre la poesía dramática.
Étienne de Lavallée-Poussin, c. 1760 Bildarchiv Preussicher Kulturbesitz, Berlín (Staatliche Museen zu Berlin — Preussicher Kulturbesitz. Kupferstichkabinet)
Jacques Philippe Joseph de Saint-Quentin, 1762 Giraudon, París
Pierre Peyron, 1790 Bibliotèque Nationale, París
Jacques-Louis David recibió, en la primavera de 1786, el encargo de Charles-Michel Trudaine de la Sablière, un adinerado miembro del Parlamento y un talentudo estudioso del mundo griego. Los términos eran generosos, 6.000 libras por adelantado y otras 3.000 a la entrega (Luis XVI había pagado sólo 6.000 libras por uno mayor, El juramento de los Horacios). Cuando se exhibió el cuadro en el Salón de 1787, hubo unanimidad en considerarlo la más hermosa de las muertes de Sócrates. Sir Joshua Reynolds lo juzgó como “el esfuerzo artístico más exquisito y admirable desde la Capilla Sixtina y las Estancias de Rafael. El cuadro habría sido un orgullo para la Atenas de la era de Pericles”.
Compré cinco postales del cuadro de David en la tienda de regalos del museo y, más tarde, cuando sobrevolábamos los campos helados de Terranova (que, bajo la luna llena y el cielo despejado, reflejaban un verde luminoso), examiné una de ellas mientras picoteaba de una pálida cena que había depositado en la mesita delante de mí una azafata creyendo que dormitaba.
Platón está sentado a los pies de la cama, con pergamino y pluma a su lado, testigo silencioso de la injusticia del Estado. Tenía veintinueve años cuando murió Sócrates, pero David lo transformó en un viejo de pelo cano y semblante grave. Por el corredor, la esposa de Sócrates, Jantipa, abandona la celda escoltada por guardianes. Siete amigos se hallan en diversos estados de lamentación. El compañero más cercano a Sócrates, Critón, sentado a su lado, contempla a su maestro con devoción y preocupación. Pero el filósofo, erguido, con torso y bíceps de atleta, no se muestra temeroso ni compungido. El hecho de que un buen número de atenienses haya denunciado su insensatez no ha bastado para que se tambaleen sus convicciones. David había proyectado pintar a Sócrates en plena ingestión del veneno, pero el poeta André Chenier sugirió que la tensión dramática aumentaría si se le mostrara poniendo punto final a un razonamiento filosófico, al tiempo que se hacía serenamente con la cicuta que acabaría con su vida, simbolizando así tanto la obediencia a las leyes de Atenas cuanto la lealtad a su vocación. Asistimos de este modo a los últimos y edificantes instantes de un ser extraordinario.
Acaso la poderosa impresión que me causó la postal obedeciera al agudo contraste entre el comportamiento que retrataba y el mío propio. En las conversaciones, mi prioridad era gustar, más que decir la verdad. El deseo de agradar me llevaba a reír los chistes malos, cual padre en la noche de estreno de una función escolar. Con los desconocidos, adoptaba el gesto servil del recepcionista que da la bienvenida al hotel a los clientes adinerados: entusiasmo salival nacido de un mórbido e indiscriminado deseo de afecto. No se me ocurría poner en duda públicamente ideas que gozasen de común aceptación. Perseguía la aprobación de figuras de autoridad y, tras mis encuentros con ellas, me preocupaba mucho saber si les habría causado una impresión satisfactoria. Al cruzar aduanas o pasar junto a coches de policía albergaba un confuso deseo de que los oficiales uniformados pensasen bien de mí.
Pero el filósofo no se había doblegado ante la impopularidad y la condena del Estado. No se había retractado de sus ideas porque otros se hubiesen quejado. Además, su confianza brotaba de un manantial más profundo que la bravura o la exaltación impetuosa. Se cimentaba en la filosofía. La filosofía había provisto a Sócrates de las convicciones en virtud de las cuales fue capaz de tener confianza racional, opuesta a la histérica, a la hora de afrontar la desaprobación.
Aquella noche, sobre las tierras heladas, semejante independencia de espíritu supuso para mí una revelación y un estímulo. Prometía contrapesar una tendencia supina a seguir las prácticas e ideas socialmente sancionadas. En la vida y la muerte de Sócrates descubrimos una invitación al escepticismo inteligente.
En términos más generales, el tema cuyo símbolo supremo era el filósofo griego parecía exhortarnos a asumir una tarea a la par profunda e irrisoria: hacernos sabios por medio de la filosofía. A pesar de las enormes diferencias entre los numerosos pensadores calificados de filósofos a lo largo del tiempo (personas tan distintas en realidad que, de haber sido congregadas en una gigantesca fiesta, no sólo no tendrían nada de que hablar, sino que con toda probabilidad habrían llegado a las manos después de unas copas), parecía viable identificar a un grupito de individuos, separados por siglos, que profesaran una vaga lealtad común hacia una visión de la filosofía sugerida por la etimología griega de la palabra (philo, amor; sophia, sabiduría), un grupo que compartiese el interés en decir unas cuantas cosas prácticas y consoladoras acerca de las causas de nuestros mayores pesares. A tales hombres habría yo de dedicarme.
2
En toda sociedad se manejan nociones referentes a qué creer y cómo comportarnos con el fin de evitar la desconfianza y la impopularidad. Algunas de estas convenciones sociales se formulan de modo explícito en un código legal, otras se mantienen de manera más intuitiva en un vasto acervo de juicios éticos y prácticos descrito como “sentido común”, que dicta la forma de vestir, los valores económicos que deberíamos adoptar, las personas a las que deberíamos apreciar, las normas de etiqueta y el modelo de vida doméstica. Empezar a cuestionar estas convenciones se antojaría extraño, incluso violento. Si el sentido común está blindado frente a las preguntas es porque sus juicios se estiman demasiado sensatos como para convertirse en objetos de escrutinio.
Apenas resultaría aceptable, por ejemplo, preguntar en el curso de una conversación ordinaria cuál es, para nuestra sociedad, el propósito del trabajo.
The Telegraph Colour Library
O pedir a unos recién casados que expliquen todas las razones que subyacen a su decisión.
O interrogar con detalle a quien se va de vacaciones sobre las motivaciones ocultas de su viaje.
The Telegraph Colour Library
The Image Bank/David W. Hamilton
Los antiguos griegos disponían de otras tantas convenciones de sentido común y las sustentarían con análoga tenacidad. Un fin de semana, fisgando en una librería de viejo de Bloomsbury, me topé con una colección de libros de historia originalmente dirigidos a los niños, con un montón de fotografías y bellas ilustraciones. Formaban parte de la colección See Inside an Egyptian Town [Visita a una ciudad egipcia], See Inside a Castle [Visita a un castillo] y un volumen que adquirí junto con una enciclopedia de plantas venenosas, See Inside an Ancient Greek Town [Visita a una antigua ciudad griega].
Se incluía en él información sobre el modo habitual de vestir en las ciudades-Estado de Grecia en el siglo V a.C.
Kingfisher. Ilustraciones de See Inside an Ancient Greek Town, publicado por Kingfisher. Reproducidas con permiso. Copyright © Grisewood & Dempsey Ltd, 1979, 1986. Todos los derechos reservados
El libro explicaba que los griegos creían en muchos dioses, dioses del amor, de la caza y la guerra, dioses con poder sobre la cosecha, el fuego y el mar. Antes de embarcarse en cualquier aventura, se encomendaban a ellos en un templo o bien en un pequeño altar doméstico y sacrificaban animales en su honor. Resultaba caro: Atenea costaba una vaca; Artemisa y Afrodita, una cabra; Asclepio, una gallina o un gallo.
Kingfisher. Ilustraciones de See Inside an Ancient Greek Town, publicado por Kingfisher. Reproducidas con permiso. Copyright © Grisewood & Dempsey Ltd, 1979, 1986. Todos los derechos reservados
Los griegos veían con buenos ojos la posesión de esclavos. En el siglo V a.C. tan sólo en Atenas llegó a haber entre ochenta y cien mil esclavos, uno por cada tres individuos libres.
Kingfisher. Ilustraciones de See Inside an Ancient Greek Town, publicado por Kingfisher. Reproducidas con permiso. Copyright © Grisewood & Dempsey Ltd, 1979, 1986. Todos los derechos reservados
Los griegos eran también un pueblo muy guerrero y adoraban el valor en el campo de batalla. Para dar la talla como varón, uno tenía que ser capaz de segar la cabeza de los adversarios. El soldado ateniense acabando con un persa (pintado en un plato en tiempos de la Segunda Guerra Médica) mostraba el comportamiento apropiado.
© The Trustees of the National Museum of Scotland 2000
Las mujeres estaban enteramente sometidas a sus esposos y padres. No participaban en la política ni en la vida pública, ni les estaba permitido heredar propiedades o poseer dinero. Normalmente, se casaban a los trece años, con maridos elegidos para ellas por sus padres, con independencia de su compatibilidad emocional.
Michael Holford
Nada de ello habría llamado la atención de los contemporáneos de Sócrates. Se habrían sentido desconcertados y furiosos si se les hubiera preguntado por los precisos motivos que les llevaban a sacrificar gallos a Asclepio o por la razón de que los hombres necesitasen matar para ser virtuosos. Habría resultado tan obtuso como preguntarse por qué la primavera sucede al invierno o por qué el hielo es frío.
Mas no sólo la hostilidad ajena puede disuadirnos de todo cuestionamiento del statu quo. Nuestra voluntad de dudar puede verse minada con análoga fuerza por un sentimiento interior de que las convenciones sociales han de poseer un sólido fundamento, aun cuando no acertemos a conocer con precisión de cuál se trata, puesto que han contado con la adhesión de muchísima gente durante largo tiempo. Se nos antoja poco plausible que nuestra sociedad pueda hallarse gravemente equivocada en sus creencias y que, al mismo tiempo, seamos los únicos en advertir esta circunstancia. Sofocamos nuestras dudas y seguimos la corriente porque no somos capaces de concebirnos como pioneros de verdades difíciles e ignotas hasta la fecha.
En busca de ayuda para superar nuestra docilidad, dirijamos la mirada al filósofo.
3
Nació en Atenas en el año 469 a.C. Se cree que su padre, Sofronisco, era escultor y su madre, Fenarete, comadrona. En su juventud, Sócrates fue discípulo del filósofo Arquelao y, a partir de entonces, practicó la filosofía sin escribirla jamás. No cobraba por sus lecciones, por lo que se fue sumiendo en la pobreza, si bien apenas le preocupaban las posesiones materiales. Vestía el mismo manto a lo largo del año y solía andar descalzo; se decía que había nacido para fastidio de los zapateros. En el momento de su muerte, estaba casado y era padre de tres hijos varones. Su mujer, Jantipa, era célebre por su horrible temperamento. Cuando le preguntaban por qué se había casado con ella respondía que los domadores de caballos necesitaban practicar con los animales más fogosos. Pasaba mucho tiempo fuera de casa, conversando con los amigos en los lugares públicos de Atenas. Éstos apreciaban su sabiduría y su sentido del humor. Pocos podían apreciar su aspecto. Era bajo, calvo y con barba, de curiosos andares tambaleantes y un rostro que sus conocidos comparaban con la cabeza de un cangrejo, con un sátiro o con un personaje grotesco. Nariz chata, grandes labios y prominentes ojos hinchados, asentados bajo un par de cejas ingobernables.
© The British Museum
Pero su rasgo más llamativo era su costumbre de acercarse a atenienses de cualquier condición, edad y ocupación, y, sin preocuparse de si le tomarían por un exasperante excéntrico, pedirles sin rodeos que le explicasen con precisión por qué mantenían determinadas creencias de sentido común y cuál era, a su juicio, el sentido de la vida, tal como relata un desconcertado general:
Si uno se halla muy cerca de Sócrates en una discusión o se le aproxima dialogando con él, le es forzoso, aun si se empezó a dialogar sobre cualquier otra cosa, no despegarse, arrastrado por él en el diálogo, hasta conseguir que dé explicación de sí mismo, sobre su modo actual de vida y el que ha llevado en su pasado. Y una vez que han caído en eso, Sócrates no lo dejará hasta que lo sopese bien y suficientemente todo.
Aliados de esta costumbre eran el clima y la configuración urbana. Atenas era cálida durante la mitad del año, lo cual aumentaba las oportunidades de entablar conversación, sin introducción formal, con gente de la calle. Las actividades que en los países septentrionales se desarrollaban tras las paredes de barro de cabañas sombrías y llenas de humo no precisaban refugio alguno de los benevolentes cielos del Ática. Era habitual deambular por el ágora, bajo las columnatas del Pórtico Pintado o del Pórtico de Zeus Eleuterio, y charlar con los desconocidos al caer la tarde, las horas privilegiadas entre los negocios diurnos y las ansiedades nocturnas.
Las dimensiones de la ciudad propiciaban la sociabilidad. Entre Atenas y su puerto rondaban los 240.000 habitantes. No se necesitaba más de una hora para caminar de un extremo al otro de la ciudad, desde el Pireo hasta la puerta del Egeo. Los habitantes podían sentirse conectados como los alumnos de un colegio o los invitados de una boda. Entablar conversaciones públicas con desconocidos no era solamente cosa de fanáticos y borrachuelos.
Mary Evans Picture Library
Dejando a un lado la climatología y el tamaño de nuestras ciudades, si nos abstenemos de cuestionar el statu quo es ante todo porque asociamos lo corriente con lo correcto. El filósofo sin sandalias formuló toda una retahíla de preguntas con el fin de determinar hasta qué punto lo generalizado era sensato y tenía sentido.
Muchos consideraban exasperantes tales preguntas. Algunos le tomaban el pelo. No faltaba quien de buena gana le hubiera matado. En Las nubes, representada por vez primera en el teatro de Dioniso en la primavera del año 423 a.C., Aristófanes ofrecía a los atenienses una caricatura de ese conciudadano filósofo que rehusaba aceptar el sentido común sin la previa investigación de su lógica hasta extremos insolentes. El actor que hacía de Sócrates aparecía en escena en una cesta suspendida de una grúa, pues declaraba que su mente funcionaba mejor a gran altura. Se hallaba inmerso en tan profundos pensamientos que no tenía tiempo para lavarse o para realizar las tareas domésticas, por lo que su manto apestaba y su casa estaba plagada de bichos, pero al menos podía ocuparse de los interrogantes más cruciales de la existencia. Entre ellos figuraban los siguientes: ¿cuántas veces puede saltar una pulga la longitud de su cuerpo? ¿Los mosquitos zumban por la boca o por el ano? Aunque Aristófanes no entraba a detallar los resultados de las preguntas socráticas, el público debía de hacerse una idea adecuada de su relevancia.
Aristófanes estaba fraguando una familiar crítica dirigida contra los intelectuales: que con sus preguntas se apartaban más de la sensatez que quienes nunca se han enzarzado en el análisis sistemático de algún asunto. Entre el autor teatral y el filósofo se ponía de manifiesto una antitética valoración del grado de adecuación de las explicaciones ordinarias. Mientras que, a ojos de Aristófanes, los que están en sus cabales se conforman con saber que las pulgas saltan mucho dado su tamaño y que los mosquitos emiten ruido por algún sitio, se acusaba a Sócrates de una maniaca desconfianza en el sentido común, así como de albergar un perverso apetito de alternativas fútiles y rebuscadas.
A esto habría replicado Sócrates que, en ciertos casos, aunque quizá no en los referidos a las pulgas, el propio sentido común puede justificar una indagación más profunda. Tras breves conversaciones con muchos atenienses, las concepciones populares sobre el modo de llevar una vida buena, concepciones consideradas normales y, por tanto, incuestionadas para la mayoría, revelaban sorprendentes insuficiencias de las que el talante confiado de sus defensores no había dado indicio alguno. En contra de lo que presumía Aristófanes, diríase que los interlocutores de Sócrates apenas sabían de lo que hablaban.
Roger-Viollet, París
Según refiere Platón en el Laques, una tarde, en Atenas, el filósofo se encontró con dos estimados generales, Nicias y Laques. Los generales habían combatido contra los ejércitos espartanos en las batallas de la Guerra del Peloponeso y se habían granjeado el respeto de los ancianos de la ciudad y la admiración de los jóvenes. Ambos morirían como soldados: Laques en la batalla de Mantinea en el año 418 a.C. y Nicias en la fatal expedición a Sicilia en el 413 a.C. No perdura ningún retrato de ellos, aunque uno se imagina que en la batalla deberían parecerse a dos jinetes de una sección del friso del Partenón.
Werner Forman, Archivo
Los generales se aferraban a una idea de sentido común. Creían que, para ser valiente, una persona había de pertenecer a un ejército, avanzar en la batalla y matar a sus adversarios. Pero, al encontrarse con ellos por la calle, Sócrates se animó a hacerles algunas preguntas más:
SÓCRATES: Con que intenta responder a lo que digo: ¿qué es el valor?
LAQUES: ¡Por Zeus!, Sócrates, no es difícil responder. Si uno está dispuesto a rechazar, firme en su formación, a los enemigos y a no huir, sabes bien que ese tal es valiente.
Pero Sócrates recordó que, en la batalla de Platea del año 479 a.C., fuerzas griegas, bajo el mando del rey espartano Pausanias, inicialmente se habían batido en retirada para vencer luego con audacia al ejército persa dirigido por Mardonio:
SÓCRATES: Pues dicen que los lacedemonios, cuando en Platea se enfrentaron a los guerróforos persas, no quisieron pelear con ellos aguardando a pie firme, sino que huyeron y, una vez que se quebraron las líneas de formación de los persas, dándose la vuelta como jinetes, pelearon y así vencieron en aquella batalla.
Forzado a seguir pensando, Laques avanzó una segunda idea de sentido común: que el valor era un tipo de resistencia. Mas la resistencia, señaló Sócrates, podía dirigirse hacia fines temerarios. Para distinguir el auténtico valor del delirio se precisaba otro elemento. El compañero de Laques, Nicias, guiado por Sócrates, sugirió que el valor tendría que implicar conocimiento, conciencia del bien y del mal, y que no siempre podría limitarse a cuestiones bélicas.
Una breve conversación callejera había bastado para descubrir grandes insuficiencias en la definición convencional de una virtud muy admirada en Atenas. Se había evidenciado la falta de consideración de la posibilidad del valor fuera del campo de batalla o la importante combinación de conocimiento y resistencia. El asunto podía antojarse insignificante, pero sus implicaciones eran inmensas. Si un general había aprendido previamente que ordenar la retirada de su ejército era señal de cobardía aun cuando pareciese la única maniobra sensata, la redefinición ampliaba sus opciones y le alentaba contra las críticas.
En el Menón platónico, Sócrates volvía a conversar con alguien sumamente confiado en la verdad de una concepción de sentido común. Menón era un autoritario aristócrata que se hallaba de visita en el Ática, procedente de su Tesalia nativa, y tenía su idea sobre la relación entre el dinero y la virtud. Para ser virtuoso, explicó a Sócrates, hay que ser muy rico, y la pobreza es invariablemente un fracaso personal y no un accidente.
Tampoco disponemos de un retrato de Menón. No obstante, al hojear una revista griega para hombres en el vestíbulo de un hotel ateniense imaginé que bien podría guardar cierto parecido con un hombre que bebía champán dentro de una piscina iluminada.
Status, Atenas/CORBIS
El hombre virtuoso, informó Menón a Sócrates mostrando seguridad, es alguien que posee una gran fortuna y puede permitirse cosas buenas. Sócrates siguió preguntando:
SÓCRATES: ¿Y no llamas cosas buenas, por ejemplo, a la salud y a la riqueza?
MENÓN: Y también digo el poseer oro y plata, así como honores y cargos públicos.
SÓCRATES: ¿No llamas buenas a otras cosas, sino sólo a ésas?
MENÓN: No, sino sólo a todas aquellas de este tipo.
SÓCRATES: ¿No agregas a esa adquisición, Menón, las palabras “justa y santamente”, o no hay para ti diferencia alguna, pues si alguien se procura esas cosas injustamente, tú llamas a eso también virtud?
MENÓN: De ninguna manera, Sócrates.
SÓCRATES: ¿Vicio, entonces?
MENÓN: Claro que sí.
SÓCRATES: Es necesario, pues, según parece, que a esa adquisición [de oro y plata] se añada justicia, sensatez, santidad o alguna otra parte de virtud. (...) El no buscar oro y plata, cuando no sea justo, ni para sí ni para los demás, ¿no es acaso ésta una virtud, la no adquisición?
MENÓN: Parece.
SÓCRATES: Por tanto, la adquisición de cosas buenas no sería más virtud que su no adquisición (...).
MENÓN: Me parece que es necesariamente como dices.
En un momento, Menón había aprendido que el dinero y la influencia no eran atributos necesarios ni suficientes de la virtud. Los ricos podían ser admirables, pero ello dependía de cómo hubieran adquirido su riqueza. Análogamente, la pobreza no podía, por sí sola, revelar nada acerca de la talla moral de un individuo. Ninguna razón justifica que un rico considere que sus bienes son garantía de su virtud. Ninguna razón exige al pobre imaginar que su indigencia es señal de su depravación.
Los temas pueden haber quedado obsoletos, pero no así la moraleja subyacente: puede que los otros estén equivocados, incluso si ocupan importantes posiciones o si participan de las creencias defendidas durante siglos por amplias mayorías. Y la razón es simple: no han sometido sus creencias a escrutinio lógico.
Menón y los generales defendían ideas erróneas porque habían absorbido las normas imperantes sin comprobar su consistencia lógica. Para señalar la peculiaridad de su pasividad, Sócrates comparaba la vida, de la que está ausente el pensamiento sistemático, con el ejercicio de una actividad como la alfarería o la fabricación de zapatos sin seguir, e incluso sin conocer, los procedimientos técnicos. Jamás imaginaríamos que una buena vasija o un buen zapato pudiese ser fruto exclusivo de la intuición. ¿Por qué asumir entonces que la tarea, harto más compleja, de dirigir la propia vida pudiese llevarse a cabo sin una constante reflexión acerca de las premisas y de las metas?
Tal vez porque, en realidad, no creemos que el hecho de dirigir nuestras vidas resulte complicado. Ciertas actividades difíciles parecen muy complicadas desde fuera, en tanto que otras igualmente complejas parecen muy sencillas. Alcanzar ideas atinadas sobre cómo vivir entra dentro de la segunda categoría; hacer una vasija o un zapato, en la primera.
© The British Museum
Se trataba, desde luego, de una labor formidable. Había que empezar por traer la arcilla hasta Atenas, normalmente de una gran cantera del cabo Kolias, a unos 11 kilómetros al sur de la ciudad, y colocarla en un torno, haciéndolo rotar entre 50 y 150 veces por minuto, a una velocidad inversamente proporcional al diámetro de la parte que se está moldeando: cuanto más estrecha la vasija, más rápido el torno. Luego venía el lavado con esponja, el raspado, el cepillado y la colocación del asa.
Universidad de Southampton, Brian Sparkes y Linda Hall
A continuación había que revestir la vasija con un barniz negro, hecho a base de arcilla muy compacta mezclada con potasa. Una vez seco el barniz, se introducía la vasija en un horno a 800 °C con el respiradero abierto. Se volvía de un rojo intenso, resultado del endurecimiento de la arcilla hasta convertirse en óxido férrico (Fe2O3). Acto seguido, se cocía a 950 °C con el respiradero cerrado y metiendo en el horno hojas mojadas para mantener la humedad, con lo que el cuerpo de la vasija se volvía de un negro grisáceo y el barniz de un negro sinterizado (magnetita, Fe3O4). Transcurridas unas horas, volvía a abrirse el respiradero, se quitaban las cenizas de las hojas y se dejaba descender la temperatura hasta los 900 °C. Mientras el barniz retenía el negro de la segunda cocción, el cuerpo de la vasija recuperaba el rojo intenso de la primera.
No es de extrañar que pocos atenienses se sintieran llamados a hacer girar sus propias vasijas al buen tuntún. La alfarería parece tan difícil como en verdad resulta ser. Por desgracia, no sucede lo mismo con la conquista de buenos principios éticos, que pertenece a un problemático género de actividades simples en apariencia, pero intrínsecamente complejas.
Sócrates nos exhorta a no dejarnos intimidar por la confianza de quienes no respetan esta complejidad y formulan sus concepciones sin un rigor equiparable al menos al del alfarero. Lo que se presume obvio y “natural” rara vez resulta serlo. El reconocimiento de esta circunstancia debería enseñarnos a considerar que el mundo es más flexible de lo que parece, pues las ideas establecidas han emergido con frecuencia no mediante un proceso de impecables razonamientos, sino a resultas de siglos y siglos de embrollo intelectual. Puede que no exista ninguna razón de peso para que las cosas sean como son.
Nuestro filósofo no sólo nos ayuda a entender que los demás pueden estar equivocados; nos ofrece además un sencillo método mediante el cual determinar por nosotros mismos lo que es correcto. Pocos filósofos han situado tan bajo el listón de lo que se precisa para iniciar una vida reflexiva. No se necesitan años de educación formal ni una vida ociosa. Cualquiera que, estando dotado de una mente curiosa y bien organizada, pretenda evaluar una creencia de sentido común, puede entablar una conversación callejera con un amigo y, mediante un método socrático, logrará desembocar en un par de ideas audaces en menos de media hora.
El método socrático de examen del sentido común puede apreciarse en todos los diálogos primeros e intermedios de Platón y, dado que sigue una serie consistente de pasos, cabe presentarlo sin agravio alguno en el lenguaje de un manual o libro de cocina, y aplicarlo a cualquier creencia que nos sentimos instados a aceptar o bien inclinados a rechazar. El método sugiere que no podemos determinar la corrección de un enunciado basándonos en que goce de la aceptación mayoritaria o del tradicional asentimiento de personas de renombre. Un enunciado correcto es aquel que no puede contradecirse racionalmente. Un enunciado es verdadero si no puede ser refutado. Si la refutación es posible, entonces, por elevados que sean el número y la categoría de quienes lo suscriben, el enunciado será falso y acertaremos al ponerlo en duda.
EL MÉTODO SOCRÁTICO DE PENSAMIENTO
1. Elíjase un enunciado que goce del respaldo confiado del sentido común.
Obrar con valentía implica no retirarse en la batalla.
Para ser virtuoso es preciso el dinero.
2. Imagínese por un momento que, pese a la confianza de quien lo propone, el enunciado es falso. Búsquense situaciones o contextos en los que el enunciado no resulte verdadero.
¿Cabe ser valiente y, no obstante, retirarse en la batalla?
¿Cabe mantenerse firme en la batalla y, pese a todo, no ser valiente?
¿Puede alguien poseer dinero y carecer de virtud?
¿Puede alguien carecer de dinero y ser virtuoso?
3. Si se encuentra alguna excepción, la definición será falsa o, al menos, imprecisa.
Es posible ser valiente y retirarse.
Es posible mantenerse firme en la batalla y aun así no ser valiente.
Es posible tener dinero y ser un ladrón.
Es posible ser pobre y virtuoso.
4. El enunciado inicial ha de matizarse para dar cuenta de la excepción.
Obrar con valentía puede implicar tanto la retirada como el avance en la batalla.
Las personas con dinero pueden calificarse de virtuosas solamente si lo han adquirido por cauces virtuosos, y hay quienes, careciendo de dinero, pueden ser virtuosos cuando han vivido situaciones en las que resultaba imposible ser virtuoso y hacer dinero.
5. Si se descubren nuevas excepciones a los enunciados mejorados, el proceso debe repetirse. La verdad, si es que un ser humano es capaz de alcanzar algo semejante, radica en un enunciado que parece imposible refutar. Averiguando lo que algo no es, es como nos aproximamos a la comprensión de lo que es.
6. Con independencia de lo que insinuase Aristófanes, el producto del pensamiento es superior al producto de la intuición.
Ni que decir tiene que es posible llegar a verdades sin filosofar. Sin seguir un método socrático, podemos advertir que la gente sin dinero puede calificarse de virtuosa si ha vivido situaciones en las que resultaba imposible ser virtuoso y hacer dinero, o que obrar con valentía puede implicar la retirada en la batalla. Pero corremos el riesgo de no saber responder a quienes discrepan de nosotros, a menos que hayamos considerado lógicamente con anterioridad las posibles objeciones a nuestra posición. Podemos ser acallados por imponentes personajes, que declaren con contundencia que el dinero es esencial para la virtud y que sólo los afeminados se retiran en la batalla. A falta de contraargumentos que fortalezcan nuestra posición (la batalla de Platea o el enriquecimiento en una sociedad corrupta), habremos de limitarnos a proponer, con blandenguería o petulancia, que tenemos la sensación de estar en lo cierto pero no somos capaces de explicar por qué.
Sócrates denominaba opinión verdadera a aquella creencia correcta mantenida sin conciencia de cómo responder racionalmente a las posibles objeciones y le confería un rango inferior al del conocimiento, que no sólo implica comprender que algo es verdadero, sino también por qué sus alternativas son falsas. Comparaba ambas versiones de la verdad con las bellas obras del gran escultor Dédalo. Una verdad producida por la intuición es como una estatua al aire libre, sin más apoyo que el de la peana sobre la que se asienta.
Mary Evans Picture Library
Un viento fuerte podría derribarla en cualquier momento. Mas una verdad sustentada por razones y contraargumentos es como una estatua anclada en el suelo mediante cables.
Mary Evans Picture Library
El método socrático de pensamiento nos promete un modo de exponer opiniones que, aun contra viento y marea, son merecedoras de auténtica confianza.
4
A sus setenta años, Sócrates se precipitó en el ojo del huracán. Tres atenienses (el poeta Meleto, el político Ánito y el orador Licón) decidieron que era un hombre extraño y malvado. Proclamaban que no veneraba a los dioses de la ciudad, que había corrompido el tejido social de Atenas y que había vuelto a los jóvenes en contra de sus padres. Creían justo obligarle a guardar silencio y tal vez incluso matarle.
La ciudad de Atenas había establecido procedimientos para discernir lo correcto y lo incorrecto. En el lado sur del ágora se alzaba el Tribunal de los Heliastas, un gran edificio con estrados de madera para el jurado en un extremo y en el otro una tribuna para la acusación y para el acusado. Los juicios comenzaban con un discurso a cargo de la acusación, seguido de un alegato de la defensa. Luego, un jurado, que oscilaba entre los doscientos y los dos mil quinientos miembros, indicaba en qué lado recaía la verdad, mediante una votación con papeletas o a mano alzada. Este método, consistente en distinguir lo correcto y lo incorrecto contando el número de personas a favor de una propuesta, estaba al orden del día en la vida política y jurídica ateniense. Dos o tres veces al mes se invitaba a todos los ciudadanos varones, unos treinta mil, a congregarse en la colina del Pnyx, al suroeste del ágora, con el fin de decidir a mano alzada acerca de asuntos relevantes para el Estado. Para la ciudad, la opinión de la mayoría se equiparaba a la verdad.
El día del juicio de Sócrates formaban parte del jurado quinientos ciudadanos. La acusación comenzó por pedirles que considerasen que el filósofo que tenían delante era un hombre deshonesto. Se dedicaba a hurgar en asuntos propios de las regiones subterráneas y celestiales, era un hereje, solía recurrir a astutas estratagemas retóricas con el fin de derrotar con argumentos débiles a los más sólidos y ejercía una perversa influencia en la juventud, a la que corrompía intencionadamente con sus conversaciones.
Sócrates trató de responder a las acusaciones. Explicó que jamás había sostenido teorías sobre los cielos ni investigado en las regiones subterráneas, que no era un hereje y que creía fervientemente en la intervención divina; nunca había corrompido a la juventud ateniense; lo único que ocurría era que ciertos jóvenes de padres ricos y con tiempo libre a raudales habían emulado su método interrogativo y se dedicaban a fastidiar a importantes personajes presentándolos en su absoluta ignorancia. Si a alguien había corrompido sólo pudo ser sin intención alguna, pues carecía de sentido dedicarse a ejercer voluntariamente una mala influencia sobre los compañeros, pues de ese modo se arriesgaba uno a que éstos, a su vez, pudiesen dañarle. Y, si hubiera corrompido a alguien sin intención alguna, entonces el procedimiento correcto debería pasar por un discurso sosegado, capaz de devolverle al buen camino, y no por un proceso judicial.
Admitía que la vida que llevaba podía parecer peculiar:
He abandonado las cosas de las que la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea, cualquier magistratura, las alianzas y luchas de partidos que se producen en la ciudad.
No obstante, su dedicación a la filosofía venía motivada por un simple deseo de mejorar las vidas de los atenienses:
Iba allí, intentando convencer a cada uno de vosotros de que no se preocupara de ninguna de sus cosas antes de preocuparse de ser él mismo lo mejor y lo más sensato posible.
Tal era su compromiso con la filosofía, alegaba, que se sentía incapaz de cejar en su empeño, incluso si el jurado hacía depender de ello su absolución:
(...) diciéndole [a cualquiera de vosotros] lo que acostumbro: “Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y prestigiosa en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?”. Y si alguno de vosotros discute y dice que se preocupa, no pienso dejarlo al momento y marcharme, sino que le voy a interrogar, a examinar y a refutar. (...) Haré esto con el que me encuentre, joven o viejo, forastero o ciudadano.
Correspondía ahora a los quinientos miembros del jurado llegar a una decisión. Tras una breve deliberación, doscientos veinte decidieron que Sócrates no era culpable y doscientos ochenta que sí lo era. El filósofo reaccionó con ironía: “En efecto, no creía que iba a ser por tan poco, sino por mucho”. Pero no perdió el aplomo; no dio muestras de alarma ni de vacilación; mantuvo su fe en un proyecto filosófico que, de modo concluyente, una mayoría del cincuenta y seis por ciento de los oyentes había declarado inaceptable.
Si no somos capaces de igualar semejante serenidad, si para deshacernos en lágrimas nos basta con un par de palabras duras sobre nuestro carácter o nuestros comportamientos, tal vez sea porque la aprobación ajena constituye un ingrediente esencial de nuestra capacidad de creer que estamos en lo cierto. Creemos justificada la seriedad con que nos tomamos la impopularidad, no sólo por motivos pragmáticos, por razones de promoción o supervivencia, sino, lo que es más importante, porque ser objeto de burla puede resultar un signo inequívoco de que nos hemos descarriado.
Naturalmente, Sócrates habría concedido que hay veces en que nos hallamos en un error y deberíamos sentirnos instados a poner en duda nuestras ideas, pero habría añadido un detalle de vital importancia con el fin de alterar nuestra concepción de las relaciones entre verdad e impopularidad: los errores en nuestra forma de pensar y de vivir no se demuestran en modo alguno por el mero hecho de que nos situemos en la oposición.
Lo que tendría que preocuparnos no es la cantidad de gente que se opone a nosotros, sino hasta qué punto cuenta con buenas razones para ello. Por consiguiente, deberíamos desviar nuestra atención de la constatación de la impopularidad para dirigirla hacia los factores que la provocan. Debe ser espantoso oír que una alta proporción de una comunidad nos considera equivocados, pero, antes de abandonar nuestra posición, deberíamos atender al método por el que han llegado a sus conclusiones. La pertinencia de su método de pensamiento nos permitirá estimar el peso de su desaprobación.
Parecemos aquejados de la tendencia opuesta: escuchar a todo el mundo, preocuparnos por cualquier comentario desagradable u observación sarcástica. No acertamos a plantearnos la pregunta crucial y más consoladora: ¿en qué se basa tan enigmática censura? Tratamos con la misma seriedad las objeciones del crítico que piensa con todo rigor y honestidad que las del crítico que obra movido por la misantropía y la envidia.
Deberíamos tomarnos la molestia de ver lo que se esconde tras la crítica. Como aprendiera Sócrates, pese a su esmerado disfraz, el pensamiento puede hallarse torcido desde su raíz. Influidos por los caprichos del momento, nuestros críticos pueden haber caminado a tientas hacia sus conclusiones. Tal vez su obrar responda a impulsos y prejuicios, y exploten su condición para conferir dignidad y gravedad a sus corazonadas. Pueden haber construido sus pensamientos como ebrios alfareros aficionados.
Chloë Chancellor
Por desgracia, a diferencia de lo que sucede en la alfarería, de entrada resulta extremadamente complicado distinguir entre un buen producto de pensamiento y uno deficiente. No es difícil identificar la vasija realizada por el artesano ebrio y la de su colega sobrio.
Alain de Botton
Más complicado es identificar de inmediato la definición más adecuada.
Un pensamiento defectuoso formulado con autoridad, aunque sin evidencias de su articulación, puede imponerse durante mucho tiempo con la contundencia de uno sensato. Pero profesamos un respeto mal entendido a los demás cuando nos centramos exclusivamente en sus conclusiones, motivo por el cual Sócrates nos instaba a reparar en la lógica empleada para alcanzarlas. Aun cuando no logremos evitar las consecuencias de la oposición, nos ahorraremos al menos la debilitante impresión de hallarnos en un error.
La idea había surgido algún tiempo antes del juicio, durante una conversación entre Sócrates y Polo, un célebre maestro de retórica que se hallaba de visita en Atenas, procedente de Sicilia. Polo tenía unas ideas políticas espeluznantes, de cuya verdad deseaba ardientemente convencer a Sócrates. El maestro sostenía que, en el fondo, no existía vida más feliz para un ser humano que la del dictador, ya que la dictadura le capacita a uno a actuar como le plazca, encarcelando a sus enemigos, confiscando sus propiedades y ejecutándolos.
Sócrates le escuchó respetuoso y pasó luego a responder con una serie de argumentaciones lógicas orientadas a mostrar que la felicidad estriba en hacer el bien. Pero Polo se mantenía en sus trece y se reafirmaba en su posición señalando que los dictadores eran con frecuencia objeto de veneración para ingentes cantidades de personas. Mencionó a Arquelao, rey de Macedonia, que había asesinado a su tío, a su primo y a su legítimo heredero de siete años de edad y, pese a todo, seguía gozando de un fuerte respaldo público en Atenas. La cantidad de gente que quería a Arquelao era señal, concluyó Polo, de que su teoría sobre la dictadura era correcta.
Sócrates admitió con cortesía que podía resultar muy sencillo encontrar a gente que quisiera a Arquelao y más difícil hallar a alguien que suscribiese la opinión de que hacer el bien le reporta a uno la felicidad: “Sobre lo que dices vendrán ahora a apoyar tus palabras casi todos los atenienses y extranjeros”, reconoció Sócrates, “si deseas presentar contra mí testigos de que no digo la verdad”.
Tendrás de tu parte, si es que quieres, a Nicias, el hijo de Nicérato, y con él a sus hermanos, cuyos trípodes están colocados en fila en el templo de Dioniso; asimismo, si quieres, tendrás también a Aristócrates, hijo de Escelio (...) y si quieres, a todo el linaje de Pericles o a cualquier otra familia de Atenas que elijas.
Mas lo que Sócrates negaba celosamente era que este amplio respaldo de la argumentación de Polo representase por sí solo, en modo alguno, una prueba de su validez:
Oh feliz Polo, intentas convencerme con procedimientos retóricos como los que creen que refutan ante los tribunales. En efecto, allí estiman que los unos refutan a los otros cuando presentan, en apoyo de sus afirmaciones, numerosos testigos dignos de crédito, mientras el que mantiene lo contrario no presenta más que uno solo o ninguno. Pero esta clase de comprobación no tiene valor alguno para averiguar la verdad, pues, en ocasiones, puede alguien ser condenado por los testimonios falsos de muchos y, al parecer, prestigiosos testigos.
La verdadera respetabilidad no nace de la voluntad de la mayoría sino del recto razonar. Cuando fabriquemos vasijas, tendremos que atender a los consejos de aquellos que entienden de convertir el barniz en Fe3O4 a 800 °C; cuando construyamos un barco, habremos de prestar atención al veredicto de los constructores de trirremes; y cuando tratemos asuntos morales (cómo ser feliz, valiente, justo y bondadoso), no nos dejaremos intimidar por el pensar defectuoso, por mucho que mane de los labios de maestros de retórica, poderosos generales o aristócratas bien trajeados de Tesalia.
Sonaba elitista y en efecto lo era. No todo el mundo merece ser escuchado. No hallamos, sin embargo, en el elitismo socrático, rasgo alguno de esnobismo o de prejuicios. Bien puede ser que discriminase entre las ideas a la hora de prestarles atención, pero tal discriminación no operaba sobre la base de la clase social o del poder económico, ni tampoco del historial militar o de la nacionalidad, sino que tenía por fundamento la razón, la cual era —subrayaba— una facultad accesible para todos.
Siguiendo con el ejemplo de Sócrates, al enfrentarnos a la crítica deberíamos comportarnos como los atletas que se entrenan para los Juegos Olímpicos. En Visita a una antigua ciudad griega encontramos también información sobre deportes.
Kingfisher. Ilustraciones de See Inside an Ancient Greek Town, publicado por Kingfisher. Reproducidas con permiso. Copyright © Grisewood & Dempsey Ltd, 1979, 1986. Todos los derechos reservados
Imaginemos que somos atletas. Nuestro entrenador nos ha propuesto un ejercicio para fortalecer nuestras pantorrillas para el lanzamiento de jabalina. Consiste en mantenernos en pie sobre una sola pierna y levantar pesas. A los observadores ajenos al entrenamiento se les antoja extraño, se burlan y se quejan de que estemos tirando por la borda nuestras posibilidades de triunfar. En los baños sorprendemos a un hombre que explica a otro que estamos
(más interesados en exhibir los músculos de la pantorrilla que en contribuir a la victoria de la ciudad en los juegos). Ciertamente cruel, pero no hay motivos para alarmarse si escuchamos conversar a Sócrates con su amigo Critón:
SÓCRATES: Un hombre que se dedica a la gimnasia, al ejercitarla, ¿tiene en cuenta la alabanza, la censura y la opinión de cualquier persona, o la de una sola persona, la del médico o el entrenador?
CRITÓN: La de una sola persona.
SÓCRATES: Luego debe temer las censuras y recibir con agrado los elogios de aquella sola persona, no los de la mayoría.
CRITÓN: Es evidente.
SÓCRATES: Así pues, ha de obrar, ejercitarse, comer y beber según la opinión de ése sólo, del que está a su cargo y entiende, y no según la de todos los otros juntos.
El valor de la crítica dependerá de los procesos de pensamiento de los críticos, no de su número o de su rango:
¿No te parece que está bien decir que no se deben estimar todas las opiniones de los hombres, sino unas sí y otras no, y las de unos hombres sí y las de otros no? (...) ¿Se deben estimar las valiosas y no estimar las malas? (...) ¿Son valiosas las opiniones de los hombres juiciosos, y malas las de los hombres de poco juicio? (...)
Luego, querido amigo, no debemos preocuparnos mucho de lo que nos vaya a decir la mayoría, sino de lo que diga el que entiende sobre las cosas justas e injustas, aunque sea uno solo, y de lo que la verdad misma diga.
Los jurados de las tribunas del Tribunal de los Heliastas no eran expertos. Incluían una insólita representación de ancianos y lisiados de guerra que veían en el trabajo de jurado una cómoda fuente de ingresos adicionales. El salario era de tres óbolos diarios, inferior al de un trabajador manual, pero no dejaba de ser un aliciente si, a eso de los sesenta y tres años, uno andaba aburrido en casa. Los únicos requisitos eran la ciudadanía, estar en su sano juicio y no tener deudas, si bien la cordura no se calibraba según los parámetros socráticos, sino que se traducía en la capacidad de andar en línea recta y pronunciar tu nombre si te lo preguntaban. Los miembros del jurado, entre los que no faltaban los que se dormían durante los juicios, rara vez tenían experiencia de casos similares o conocimiento de leyes relevantes y no recibían orientación alguna sobre el modo de alcanzar un veredicto.
Los propios integrantes del jurado de Sócrates habían llegado con encendidos prejuicios, influidos por la caricatura socrática que hiciera Aristófanes, y convencidos de que el filósofo era corresponsable de los desastres acaecidos a finales del siglo a la antaño poderosa ciudad. La Guerra del Peloponeso había desembocado en catástrofe, Atenas se había visto obligada a arrodillarse ante una alianza de persas y espartanos, la ciudad había sufrido un bloqueo, su flota había sido destruida y su imperio desmembrado. Las plagas habían asolado los distritos más pobres y la democracia había sido relevada por una dictadura, responsable de la ejecución de un millar de ciudadanos. Para los enemigos de Sócrates no podía ser una mera coincidencia el hecho de que muchos de los dictadores hubieran compartido su tiempo con el filósofo en alguna ocasión. Critias y Cármides habían debatido cuestiones éticas con Sócrates, y diríase que todo lo que habían sacado en limpio se reducía a sus aficiones criminales.
¿A qué se debía que Atenas hubiese caído en desgracia de manera tan espectacular? ¿Cómo explicar que la más grande ciudad de la Hélade, que setenta y cinco años antes había derrotado a los persas en tierra en Platea y en el mar en Micala, se hubiese visto forzada a soportar humillaciones en cadena? El hombre del sucio manto, que deambulaba por las calles preguntando obviedades, parecía constituir una explicación sumamente defectuosa, por muy a mano que estuviese.
Sócrates comprendió que no tenía ninguna posibilidad. Carecía incluso de tiempo para presentar debidamente sus argumentos. Los acusados sólo disponían de unos minutos para dirigirse al jurado, hasta que el agua pasase de una jarra a otra en el reloj del tribunal:
Escuela Americana de Estudios Clásicos de Atenas: Excavaciones de Agora
Yo estoy persuadido de que no hago daño a ningún hombre voluntariamente, pero no consigo convenceros a vosotros de ello, porque hemos dialogado durante poco tiempo. Puesto que, si tuvierais una ley, como la tienen otros hombres, que ordenara no decidir sobre una pena de muerte en un solo día, sino en muchos, os convenceríais. Pero, ahora, en poco tiempo no es fácil liberarse de grandes calumnias.
La sala de un tribunal ateniense no era un foro para el descubrimiento de la verdad. Se trataba de un rápido encuentro con una serie de viejos y tullidos que no habían sometido sus creencias al tribunal de la razón y aguardaban a que el agua fluyese de una jarra a la otra.
Debió ser difícil tener presentes estos condicionantes. Hubo de precisarse la clase de fortaleza acumulada durante años de conversaciones con los atenienses de a pie: el vigor que, en determinadas circunstancias, permite no dejarse avasallar por las opiniones ajenas. Sócrates no era terco. Si rechazaba estas ideas no era por misantropía, lo que habría contravenido su fe en el potencial de racionalidad inherente a cada ser humano. Pero durante la mayor parte de su vida se había pasado el día charlando con los atenienses; conocía el funcionamiento de sus mentes y le constaba que, lamentablemente, éste no solía ser muy adecuado, si bien confiaba en que llegase a serlo algún día. Había observado su tendencia a posicionarse caprichosamente y a seguir las opiniones aceptadas sin cuestionárselas. Tener todo esto presente a la hora de la oposición suprema no era arrogancia. Poseía la convicción del hombre racional, sabedor de que sus enemigos no son propensos a pensar de manera apropiada, aun cuando ni de lejos se le ocurriese afirmar que sus propios pensamientos fueran siempre correctos. La desaprobación ajena podría matarle, mas con ello no demostraría que estuviese equivocado.
Por supuesto, podía haber renegado de su filosofía y salvado así la vida. Aun después de declarada su culpabilidad, podía haber eludido la pena de muerte, pero su intransigencia le hizo tirar la oportunidad por la borda. En Sócrates no encontraremos un buen consejero para librarnos de una sentencia de muerte. Lo que en él hallamos es un ejemplo extremo de cómo conservar la confianza en una posición inteligente que se ha topado con una oposición ilógica.
El discurso del filósofo derivó hacia un emotivo final:
En efecto, si me condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente, aunque sea un tanto ridículo decirlo, a otro semejante colocado en la ciudad por el dios del mismo modo que, junto a un caballo grande y noble pero un poco lento por su tamaño, y que necesita ser aguijoneado por una especie de tábano (...). Si me hacéis caso, me dejaréis vivir. Pero, quizá, irritados, como los que son despertados cuando cabecean somnolientos, dando un manotazo me condenaréis a muerte a la ligera, haciendo caso a Ánito. Después, pasaríais el resto de la vida durmiendo.
No se equivocaba. Cuando el magistrado solicitó un segundo y definitivo veredicto, trescientos sesenta miembros del jurado votaron a favor de la condena a muerte del filósofo. Los jurados regresaron a sus casas; el condenado fue escoltado hasta la prisión.
5
El lugar debía de ser oscuro y cerrado y, entre los sonidos procedentes de la calle, se escucharían las mofas de los atenienses, que anticipaban el final del pensador de la cara de sátiro. La ejecución habría sido inmediata de no haber coincidido la sentencia con la misión ateniense anual a Delos, durante la cual decretaba la tradición que la ciudad no podía consumar la muerte de nadie. El buen carácter de Sócrates le granjeó la simpatía del guardián de la prisión, quien alivió sus últimos días permitiéndole recibir visitas. Numerosos fueron los visitantes: Fedón, Critón, el hijo de éste, Critobulo; Apolodoro, Hermógenes, Epígenes, Esquines, Antístenes, Ctesipo, Menéxeno, Simmias, Cebes, Fedondas, Euclides y Terpsión. No supieron disimular su aflicción al ver cómo aguardaba la muerte del criminal un hombre que siempre se había mostrado afable y curioso con los demás.
Metropolitan Museum of Art (Colección Catherine Lorillard Wolfe, Fondo Wolfe 1931), detalle
Aunque el lienzo de David presenta a un Sócrates rodeado de amigos desconsolados, hemos de recordar que su devoción descollaba en medio de un océano de odio e incomprensión.
A modo de contrapunto de los ánimos en la celda de la prisión y en aras de la variedad, bien podría haber incitado Diderot a algunos de los muchos pintores eventuales de cicuta a capturar el ánimo de otros atenienses ante la idea de la muerte de Sócrates. El resultado podría haberse plasmado en cuadros con títulos tales como Cinco jurados juegan a las cartas tras un día en el tribunal o Los acusadores acabando de cenar y a punto de acostarse. Un pintor con propensión al patetismo habría preferido titular estas escenas sencillamente La muerte de Sócrates.
Cuando llegó el día señalado, Sócrates fue el único que mantuvo la calma. Condujeron hasta él a su mujer y a sus tres hijos, pero los gritos de Jantipa eran tan histéricos que Sócrates pidió que se la llevasen afuera. Sus amigos estaban más tranquilos, aunque no menos llorosos. Incluso el carcelero, que había visto a muchos encaminarse hacia su muerte, sufrió con la difícil despedida:
“Pero, en cuanto a ti, yo he reconocido ya en otros momentos en este tiempo que eres el hombre más noble, más amable y el mejor de los que en cualquier caso llegaron aquí (...) ya sabes lo que vine a anunciarte, que vaya bien y trata de soportar lo mejor posible lo inevitable”. Y echándose a llorar, se dio la vuelta y salió.
Llegó luego el verdugo, que traía una copa de cicuta triturada:
Al ver Sócrates al individuo, le dijo: “Venga, amigo mío, ya que tú eres entendido en esto, ¿qué hay que hacer?”. “Nada más que beberlo y pasear”, dijo, “hasta que notes un peso en las piernas, y acostarte luego.
Y así eso actuará”. Al tiempo tendió la copa a Sócrates. Y él la cogió, y con cuánta serenidad (...) sin ningún estremecimiento y sin inmutarse en su color ni en su cara (...) alzó la copa y muy diestra y serenamente la apuró de un trago. Y hasta entonces, la mayoría de nosotros [narrado por Fedón], por guardar las conveniencias, había sido capaz de contenerse para no llorar, pero cuando le vimos beber y haber bebido, ya no; sino que, a mí al menos, con violencia y en tromba se me salían las lágrimas. (...) Ya Critón antes que yo, una vez que no era capaz de contener su llanto, se había salido. Y Apolodoro no había dejado de llorar en todo el tiempo anterior, pero entonces rompiendo a gritar y a lamentarse conmovió a todos los presentes a excepción del mismo Sócrates.
El filósofo imploró a sus compañeros que se calmaran: “¿Qué hacéis, sorprendentes amigos?”, se mofó. Acto seguido se levantó y caminó por la celda para que el veneno hiciese efecto. Cuando comenzaron a pesarle las piernas, se tumbó boca arriba y la sensación abandonó sus pies y sus piernas. Conforme ascendía el veneno y alcanzaba el pecho, fue perdiendo la conciencia de forma gradual. Su respiración se hizo lenta. Cuando vio que los ojos de su mejor amigo quedaban inmóviles, Critón alargó el brazo y los cerró:
Éste [dijo Fedón] fue el fin (...) que tuvo nuestro amigo, el mejor hombre, podemos decir nosotros, de los que entonces conocimos, y en modo muy destacado, el más inteligente y más justo.
A uno mismo le cuesta reprimir el llanto. Quizá porque se decía que Sócrates tenía una cabeza bulbosa y unos peculiares ojos muy separados, la escena de su muerte me hizo recordar aquella tarde en que me eché a llorar viendo un vídeo de El hombre elefante.
The Ronald Grant Archive
Diríase que ambos hombres habían sufrido uno de los más tristes sinos: ser bueno y que, sin embargo, te juzguen malvado.
Puede que nunca se hayan burlado de nosotros por una deformidad física ni nos hayan condenado a muerte por aquello a lo que hemos dedicado nuestra vida pero hay algo universal en el escenario de la incomprensión, de lo cual estas historias son ejemplos trágicos y paradigmáticos. La vida en sociedad está plagada de disparidades entre nuestra propia realidad y la percepción que los otros tienen de nosotros. Se nos acusa de estupidez cuando obramos con cautela. Nuestra timidez se interpreta como arrogancia y nuestro deseo de agradar se percibe como servilismo. Nos esforzamos por deshacer un malentendido, pero se nos seca la garganta y no acertamos a decir lo que queremos. Nuestros encarnizados enemigos pasan a ocupar posiciones de poder y cargan contra nosotros. En el odio injustamente dirigido contra un filósofo inocente reconocemos un eco del daño que nos dispensan quienes no pueden o no quieren hacernos justicia.
Pero también hay en la historia lugar para la redención. Poco después de la muerte del filósofo, los ánimos empezaron a cambiar. Isócrates refiere que el público que asistía a la representación del Palamedes de Eurípides estallaba en lágrimas cuando se mencionaba el nombre de Sócrates. Diodoro cuenta que hubo eventuales linchamientos de sus acusadores por parte del pueblo de Atenas. Plutarco nos dice que los atenienses desarrollaron semejante odio hacia los acusadores que se negaban a entrar con ellos a los baños y que les condenaron al ostracismo hasta que, presas de la desesperación, acabaron por colgarse. Según el recuento de Diógenes Laercio, sólo en el breve periodo que siguió a la muerte de Sócrates la ciudad condenó a muerte a Meleto, desterró a Ánito y a Licón y erigió una costosa estatua de bronce de Sócrates, obra del gran Lisipo.
El filósofo había predicho que Atenas acabaría viendo las cosas a su manera y así fue. Puede resultar arduo creer en semejante redención. Olvidamos que puede hacer falta tiempo para que caigan los prejuicios y desaparezca la envidia. La historia nos anima a interpretar nuestra propia impopularidad en clave distinta a la de la mirada burlona de los jueces locales. A Sócrates le juzgaron quinientos hombres de inteligencia limitada, que albergaban sospechas irracionales porque Atenas había perdido la Guerra del Peloponeso y el acusado parecía un tipo extraño. No obstante, él mantuvo la fe en el juicio de tribunales de más largo alcance. Aunque habitamos un tiempo y un lugar, su ejemplo nos permite proyectarnos con la imaginación hasta otros parajes y otras épocas que son promesa de un juicio más objetivo. Puede que no logremos convencer a los jueces locales a tiempo de ayudarnos a nosotros mismos, pero tal vez nos sirva de consuelo la esperanza del veredicto de la posteridad.
Corremos el riesgo, sin embargo, de que la muerte de Sócrates nos seduzca por las razones equivocadas. Puede alimentar una creencia sentimental en la conexión certera entre ser odiado por la mayoría y estar en lo cierto. Acaso se nos antoje que el destino de los genios y los santos consiste en sufrir temprana incomprensión, para ser luego premiados con estatuas de bronce firmadas por Lisipo. Tal vez no seamos genios ni santos. Tal vez nos limitemos a anteponer el gesto de desafío a las buenas razones para ello, puerilmente confiados en que nunca nos asiste tanto la razón como cuando los demás nos dicen que estamos equivocados.
No era ésta la intención de Sócrates. Tan ingenuo sería sostener que impopularidad es sinónimo de verdad como creer que es sinónimo de error. La validez de una idea o acción no está en función de su amplia aceptación ni de su vasta detracción, sino de su grado de obediencia a las leyes de la lógica. El rechazo mayoritario de un argumento no lo invalida, mas tampoco es prueba de su validez, mal que les pese a los propensos al desafío heroico.
El filósofo nos brinda una vía de escape ante dos potentes espejismos: que tengamos que seguir siempre los dictados de la opinión pública o que jamás debamos respetarlos.
Siguiendo su ejemplo, recibiremos nuestra mejor recompensa si nos esforzamos por hacer siempre caso de los dictados de la razón.
Universidad de Southampton, Brian Sparkes y Linda Hall
II
CONSOLACIÓN PARA LA FALTA DE DINERO
1
1. Una casa georgiana de estilo neoclásico en pleno centro de Londres. Chelsea (Paradise Walk, Markham Square), Kensington (la parte sur de Campden Hill Road, Hornton Street), Holland Park (Aubrey Road). De apariencia similar al alzado delantero de la Royal Society of Arts diseñada por los hermanos Adam (1772-1774). Con el fin de aprovechar la pálida luz de las tardes londinenses, grandes ventanales venecianos con realces de columnas jónicas y un tímpano arqueado con antemios.
Ian Bavington Jones (fotografía)
En el salón de la primera planta, techo y chimenea de diseño semejante al de la biblioteca de la Casa Kenwood de Robert Adam.
2. Un reactor estacionado en Farnborough o Biggin Hill (un Halcón Dassault 900c o Gulfstream IV) con aviónica para el aviador intrépido, aproximación radioguiada desde tierra mediante señales ILS, radar detector de turbulencias y autopiloto CAT II. En el plano de deriva, en sustitución de las rayas convencionales, un detalle de una naturaleza muerta, un pez de Velázquez o tres limones de las Frutas y verduras de Sánchez Cotán que se exhibe en el Prado.
Dassault Falcon Jet Corp, NJ, EE UU
Bridgeman Art Library (detalle, INDEX, España)
3. La Villa Orsetti de Marlia, cerca de Lucca. Desde el dormitorio, vistas sobre el agua y el sonido de las fuentes. En la trasera de la casa, un magnolio delavayi creciendo a lo largo del muro, una terraza para el invierno, un enorme árbol para el verano y un césped para juegos. Jardines resguardados, aptos para el higo y la nectarina. Plazoletas de cipreses, hileras de lavanda, naranjos y un olivar.
Lucca State Archives
4. Una biblioteca con amplio escritorio, chimenea y vistas a un jardín. Primeras ediciones con el reconfortante olor a libro viejo, páginas amarillentas y ásperas al tacto. Por encima de las estanterías, bustos de grandes pensadores y globos celestes. Como el diseño de la biblioteca para una casa de Guillermo III de Holanda.
British Architectural Library, RIBA, Londres
5. Un comedor como el de la Casa Belton en Lincolnshire. Larga mesa de roble para doce comensales. Cenas frecuentes con los mismos amigos. Conversación a la par inteligente y amena, siempre afectuosa. Un solícito chef y un esmerado servicio dispuesto a hacer frente a cualquier eventualidad. El chef experto en pastel de calabacín, tallarines con trufas blancas, sopa de pescado, arroz guisado, codornices, pez de San Pedro y pollo asado. Un saloncito donde recogerse y tomar el té con chocolates.
6. Una cama empotrada en un nicho de la pared, como una parisina de Jean-François Blondel. Sábanas almidonadas cambiadas a diario. La cama es enorme; los dedos de los pies no chocan con el extremo; casi se puede nadar en ella. Vitrinas empotradas para el agua y las galletas, y otra para el televisor.
Metropolitan Museum of Art (Fondo Harris Brisbane Dick 1930)
7. Un inmenso cuarto de baño con una bañera en el medio, sobre una plataforma elevada, en mármol y con dibujos en azul cobalto. Grifos que pueden manejarse con la planta del pie y permiten la salida de generosos chorros de agua. Luz cenital. Suelos caldeados de piedra caliza. En las paredes, reproducciones de los frescos del recinto del Templo de Isis de Pompeya.
Scala, Florencia
8. Suficiente dinero como para permitirte vivir de los intereses de los intereses.
9. Para los fines de semana, un ático en la punta de l’Île de la Cité, decorado con piezas del periodo más noble del mobiliario francés (y el más débil en lo que concierne al gobierno), el reinado de Luis XVI. Una cómoda de media luna de Grevenich, una consola de Saunier, un secreter de Vandercruse-La Croix. Perezosas mañanas en cama leyendo el Pariscope, comiendo pain au chocolat en porcelana de Sèvres y charlando sobre la vida, y a veces bromeando, con una reencarnación de la Madonna de Giovanni Bellini (de la Galleria dell’Accademia de Venecia) cuya melancólica expresión contrasta con su agudo sentido del humor y con su espontaneidad, y que se vestirá en Agnès B y Max Mara para ir de paseo por el Marais.
Flammarion, París, de Les Arts Décoratifs — Les Meubles II du style Régence au style Louis XVI por Guillaume Janneau, 1929 Scala, Florencia
2
Auténtica anomalía en un gremio austero y con frecuencia enemigo de los placeres, hubo un filósofo que parecía comprensivo y dispuesto a ayudar. “Pues al menos yo no sé qué pensar del bien”, escribía, “si excluyo el gozo proporcionado por el gusto, si excluyo el proporcionado por las relaciones sexuales, si excluyo el proporcionado por el oído y si excluyo las dulces emociones que a través de las formas llegan a la vista”.
Epicuro nació en el año 341 a.C., en la verde isla de Samos, distante unas cuantas millas de la costa occidental de Asia Menor. Su afición a la filosofía fue temprana y desde los catorce años viajó para escuchar las lecciones del platónico Pánfilo y del filósofo atomista Nausífanes. Pero descubrió que no podía estar de acuerdo con buena parte de lo que éstos enseñaban y, avanzada la veintena, decidió organizar sus pensamientos en su propia filosofía de vida. Se dice que escribió trescientos libros sobre casi todo, entre los que figuraban Sobre el amor, Sobre la música, Sobre las obras justas, Sobre las formas de vida (en cuatro libros) y Sobre la naturaleza (en treinta y siete libros), aunque, debido a una catastrófica sucesión de contratiempos, casi todos ellos se perdieron a lo largo de los siglos, con lo que su filosofía hubo de reconstruirse a partir de unos cuantos fragmentos supervivientes, junto con el testimonio de los epicúreos posteriores.
Lo que distinguía de inmediato su filosofía era el énfasis en la importancia del placer sensual. “El gozo es el principio y el fin de una vida dichosa”, afirmaba Epicuro, confirmando lo que muchos habían pensado desde antaño pero que rara vez había aceptado la filosofía. El filósofo confesaba su amor por los manjares exquisitos: “Principio y fin de todo bien es el placer del vientre. Pues todo lo cabal y todo lo desmedido tienen su referencia en éste”. Practicada de manera adecuada, la filosofía estaba llamada a ser nada menos que una guía de los placeres:
Y quien asegura o que todavía no le ha llegado o que ya se le ha pasado el momento de interesarse por la verdad es igual que quien asegura que todavía no le ha llegado o que ya se le ha pasado el momento de la felicidad.
Pocos filósofos han reconocido jamás con tanta franqueza su interés por un estilo de vida placentero. A muchos les sorprendió, especialmente cuando oyeron que Epicuro se había granjeado el respaldo de ciertas personas adineradas, primero en Lámpsaco, en Dardanelos, y luego en Atenas, y había invertido el dinero de éstas en la fundación de una institución filosófica cuyo objetivo era promover la felicidad. La escuela admitía tanto a hombres como a mujeres y les animaba a vivir y estudiar el placer en comunidad. La idea de lo que acontecía en el interior de la escuela resultaba a la par excitante y moralmente censurable.
The J. Paul Getty Museum, Los Ángeles, California
Eran frecuentes las filtraciones de epicúreos renegados que detallaban las actividades entre lección y lección. Timócrates, hermano de Metrodoro, socio de Epicuro, propagó el rumor de que éste tenía que vomitar dos veces al día de lo mucho que tragaba. Y Diótimo Estoico tomó la cruel iniciativa de publicar cincuenta cartas obscenas que, según decía, había escrito Epicuro cuando estaba borracho y en pleno frenesí sexual.
A pesar de estos ataques, las enseñanzas de Epicuro seguían ganando adhesiones. Se propagaron a lo largo y ancho del mundo mediterráneo. Se fundaron escuelas del placer en Siria, Judea, Egipto, Italia y Galia. Su filosofía siguió ejerciendo influencia durante los quinientos años siguientes y sólo habría de extinguirse de forma gradual a causa de la hostilidad de los terribles bárbaros y de los cristianos durante la decadencia del Imperio Romano en Occidente. Incluso entonces, el nombre de Epicuro se incorporó a muchas lenguas en forma adjetival, a modo de homenaje a sus intereses (Diccionario de la Lengua Española, R.A.E.: “epicúreo: sensual, voluptuoso, entregado a los placeres”).
Husmeando en un quiosco de prensa londinense, 2.340 años después del nacimiento del filósofo, me topé con ejemplares de Epicurean Life [Vida epicúrea], una revista trimestral con artículos sobre hoteles, yates y restaurantes, impresa en un papel brillante cual manzana bien lustrosa.
Alain de Botton (Epicurean Life)
El tenor de los intereses de Epicuro se sugería también en The Epicurean, un restaurante de una pequeña ciudad del condado de Worcester, que ofrecía a su clientela, acomodada en los asientos de respaldo alto de un tranquilo comedor, una degustación de vieiras soasadas y arroz guisado con trufas.
Patrick McDonald/Restaurante The Epicurean/Epicurean Life
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La consistencia de las asociaciones provocadas por la filosofía de Epicuro a lo largo de los siglos, desde Diótimo Estoico hasta los editores de Epicurean Life, atestigua el modo en que, una vez mencionada la palabra “placer”, parece obvio lo que se implica. “¿Qué necesito para vivir feliz?”, dista de antojarse una pregunta desafiante cuando el dinero no es problema.
Sin embargo, “¿qué necesito para vivir con salud?”puede ser más difícil de responder cuando, por ejemplo, sufrimos extraños dolores de cabeza recurrentes o una punzada en la zona del estómago después de cenar. Sabemos que existe un problema, pero puede resultar arduo averiguar su solución.
Para el dolor, la mente es propensa a imaginar extraños remedios: sanguijuelas, sangrías, ortigas guisadas, trepanaciones. Un dolor terrible late en las sienes y en la base de la cabeza, cual si el cráneo entero se hubiese colocado en una abrazadera apretándolo después. La cabeza parece a punto de estallar. Lo que intuitivamente se estima más urgente es permitir que entre el aire en el cráneo. El enfermo solicita a un amigo que apoye su cabeza sobre una mesa y haga una pequeña perforación en un lateral. Muere horas después de hemorragia cerebral.
De Encyclopédie, ou Dictionnaire, raisonné des sciences, des arts et des métiers, eds. Denis Diderot & Jean Le Rond d’Alembert, 1751
Si consultar a un buen doctor suele considerarse aconsejable, pese a la lúgubre atmósfera de muchas salas de espera de cirugía, ello se debe a que es probable que alguien que ha reflexionado profundamente sobre el funcionamiento del cuerpo llegue a conclusiones más convincentes sobre la forma de estar sanos que alguien que se ha dejado guiar por una corazonada. La medicina presupone una jerarquía entre la confusión del profano acerca de lo que le ocurre y el conocimiento más apropiado al alcance de los médicos que razonan de forma lógica. Los pacientes precisan de los médicos para compensar la falta, a veces fatal, de conocimiento de su propio cuerpo.
En el corazón mismo del epicureísmo acampa la idea de que somos tan torpes a la hora de responder intuitivamente a la pregunta “¿qué me hará feliz?” como a “¿qué me permitirá estar sano?”. La respuesta que primero se nos viene a la cabeza tiene altas probabilidades de ser errónea. Nuestra alma no es más clara que nuestro cuerpo a la hora de explicar sus problemas y rara vez resultan más atinados en el terreno anímico nuestros diagnósticos intuitivos. La trepanación puede servir como símbolo de las dificultades para comprender nuestra dimensión psicológica tanto como la fisiológica.
Un hombre se siente insatisfecho. Le cuesta levantarse por la mañana y está distraído y malhumorado con su familia. Intuitivamente, echa la culpa a la ocupación que ha elegido y comienza a buscar una alternativa, pese al elevado coste que ello acarrea. Es la última vez que recurro a la Visita a una antigua ciudad griega.
Un herrero; un zapatero; un pescadero
Kingfisher. Ilustraciones de See Inside an Ancient Greek Town, publicado por Kingfisher. Reproducidas con permiso. Copyright © Grisewood & Dempsey Ltd, 1979, 1986. Todos los derechos reservados
Nuestro hombre decide rápidamente que sería feliz en el negocio del pescado, así que compra una red y un caro puesto en el mercado. Pese a todo, no cede su melancolía.
Como dice el poeta epicúreo Lucrecio, a menudo somos como un hombre que, “enfermo, no sabe la dolencia que padece”.
Si nos ponemos en manos de los médicos es porque entienden más que nosotros de enfermedades. Por la misma razón, cuando nuestro espíritu está enfermo deberíamos recurrir a los filósofos y juzgarles según un criterio análogo:
Pues justamente como no asiste a la medicina ninguna utilidad si no busca eliminar las enfermedades de los cuerpos, igualmente tampoco a la filosofía si no busca expulsar la afección del alma.
Para Epicuro, la tarea de la filosofía consiste en ayudarnos a interpretar nuestras confusas sensaciones de congoja y deseo, y librarnos así de planteamientos erróneos en aras de la felicidad. Deberíamos cesar de responder al primer impulso e investigar en cambio el grado de racionalidad de nuestros deseos, de acuerdo con un método interrogativo cercano al empleado por Sócrates para evaluar las definiciones éticas más de cien años atrás. Y así, Epicuro promete que, al ofrecernos diagnósticos de nuestro malestar, que a veces pueden antojársenos antiintuitivos, la filosofía nos pondrá en el camino de los remedios superiores y de la auténtica felicidad.
Epicuro (341 a.C. — 270 a.C.)
Scala, Florencia
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Quienes oyeran los rumores debieron de quedarse perplejos al descubrir los auténticos gustos de los filósofos del placer. Nada de una grandiosa mansión. La comida era sencilla, Epicuro prefería el agua al vino y se contentaba con una comida a base de pan, verduras y olivas. “Mándame del queso envasado para que, cuando guste, pueda darme un lujo”, pidió a un amigo. Tales eran los gustos de un hombre que había señalado el placer como objetivo vital.
No pretendía engañar. Su devoción por el placer era harto mayor de lo que hubiesen acertado a imaginar quienes le acusaban de celebrar orgías. Lo único que sucedía era que, tras el examen racional, había llegado a conclusiones sorprendentes sobre las auténticas fuentes de la vida placentera. Y, por fortuna para quienes careciesen de cuantiosos ingresos, todo apuntaba a que los ingredientes esenciales del placer, por muy escurridizos que fueran, no eran en absoluto caros.
1. Amistad
A su regreso a Atenas en 306 a.C., cuando contaba treinta y cinco años, se decidió por una curiosa solución doméstica. Localizó una casa grande a unos cuantos kilómetros del centro de Atenas, en el distrito de Melite, entre el mercado y el puerto del Pireo, y se instaló allí con un grupo de amigos. Se le unieron Metrodoro y su hermana, el matemático Poliano, Hermarco, Leonteo y su esposa Temista, y un comerciante llamado Idomeneo, que no tardó en casarse con la hermana de Metrodoro. Había sitio suficiente en la casa para que cada uno de los amigos tuviera sus propios aposentos y estancias comunes para las comidas y las conversaciones.
Epicuro observaba que:
De todos los medios de los que se arma la sabiduría para alcanzar la dicha en la vida, el más importante con mucho es el tesoro de la amistad.
Hasta tal punto era Epicuro partidario de la buena compañía, que recomendaba hacer lo posible por no comer nunca en soledad:
Debes examinar con quiénes comes y bebes antes de conocer qué vas a comer y beber, porque llenarse de carne sin un amigo es vivir la vida del león o del lobo.
La casa de Epicuro semejaba una gran familia en la que, al parecer, no había lugar para la tristeza ni para la sensación de confinamiento, sino tan sólo para la simpatía y la amabilidad.
No existimos a menos que alguien sepa de nuestra existencia; cuanto decimos carece de significado hasta que alguien lo comprende, y estar rodeados de amigos equivale a la constante confirmación de nuestra identidad; su conocimiento y su preocupación por nosotros poseen la facultad de arrancarnos de nuestra parálisis. Con sutiles comentarios, muchas veces jocosos, demuestran estar al tanto de nuestras manías y aceptarlas, con lo que se nos reconoce un lugar en el mundo. Podemos preguntarles “¿no es espantoso?” o “¿sientes alguna vez que...?” y sentirnos comprendidos, en lugar de toparnos por toda respuesta con un perplejo “no, no especialmente”, que, aunque estemos acompañados, puede hacer que nos sintamos tan solos como exploradores polares.
Los amigos de verdad no nos evalúan atendiendo a criterios mundanos; lo que les interesa es lo más íntimo de nosotros. Como padres ideales, a su amor por nosotros no le afecta nuestro aspecto ni nuestra posición en la jerarquía social, por lo que no tenemos ningún escrúpulo a la hora de vestir con ropas viejas o de confesar que este año hemos ganado poco dinero. Quizá el deseo de riquezas no debería entenderse siempre como meras ansias de vida fastuosa; tal vez pese más el deseo de sentirse apreciado y bien tratado. La razón de que persigamos la fortuna puede no ser otra que granjearnos el respeto y la atención de personas que, en otras circunstancias, nos mirarían sin vernos. Detectando nuestras necesidades fundamentales, Epicuro advertía que un puñado de auténticos amigos es capaz de dispensarnos el amor y el respeto que ni siquiera una fortuna puede reportarnos.
2. Libertad
Epicuro y sus amigos llevaron a cabo una segunda innovación radical. Con el fin de no verse obligados a trabajar para gente que no era de su agrado ni a satisfacer eventualmente caprichos humillantes se apartaron de las ocupaciones en los negocios del mundo ateniense (“hay que liberarse de la cárcel de la rutina y de la política”) e instauraron lo que bien podría describirse como una comuna, aceptando un estilo de vida más simple a cambio de la independencia. Tendrían menos dinero pero jamás se verían obligados a cumplir las órdenes de odiosos superiores.
Así pues, compraron un jardín próximo a su casa, un poco más allá de la vieja puerta de Dypilon, y cultivaron diversos vegetales para la cocina, probablemente bliton (col), krommyon (cebolla) y kinara (de la familia de la moderna alcachofa, cuyo fondo era comestible, pero no así sus escamas). Su dieta no era lujosa ni abundante, pero sí sabrosa y nutritiva. Como explicaba Epicuro a su amigo Meneceo, “[el sabio] de la comida no prefiere en absoluto la más abundante sino la más agradable”.
La simplicidad no afectaba a la percepción que los amigos tenían de su categoría. Al distanciarse de los parámetros atenienses, habían dejado de juzgarse a sí mismos por un rasero material. No había por qué avergonzarse de la desnudez de las paredes y ningún beneficio reportaría hacer alarde del oro. Dentro de un grupo de amigos que vivían ajenos al meollo político y económico de la ciudad, nada había que demostrar en lo referido a las finanzas.
3. Reflexión
Existen pocos remedios para la ansiedad mejores que la reflexión. Al plasmar un problema por escrito o al airearlo en una conversación, dejamos que afloren sus aspectos esenciales. Y así, al conocer su naturaleza, eliminamos, si no el problema mismo, al menos las características secundarias que lo agravan: confusión, desubicación, sorpresa.
En el Jardín, conforme se iba haciendo conocida la comunidad de Epicuro, se estimulaba intensamente la reflexión. Muchos de sus amigos fueron escritores. Según Diógenes Laercio, Metrodoro escribió al menos doce libros, entre los que figurarían los desaparecidos Aparato para la sabiduría y De la enfermedad de Epicuro. En las estancias comunes de la casa de Melite y en el huerto debieron de contar con continuas oportunidades de someter asuntos a examen con personas tan inteligentes como comprensivas.
A Epicuro le preocupaba en especial que tanto sus amigos como él aprendieran a analizar sus ansiedades concernientes al dinero, la muerte y lo sobrenatural. Epicuro defendía que, si pensáramos racionalmente en la mortalidad, nos daríamos cuenta de que nada hay sino olvido tras la muerte, que “lo que con su presencia no molesta sin razón alguna hace sufrir cuando se espera”. Resulta absurdo alarmarse por anticipado a causa de un estado que nunca experimentaremos:
Pues no hay nada temible en el hecho de vivir para quien ha comprendido auténticamente que no acontece nada temible en el hecho de no vivir.
El análisis sereno apaciguaba el espíritu. Ahorraba a los amigos de Epicuro las furtivas vislumbres de dificultades que les habrían atormentado en el entorno irreflexivo allende el Jardín.
* * *
Desde luego, es poco probable que la riqueza pueda hacernos desdichados. Ahora bien, la clave de arco de la argumentación de Epicuro es que, si tenemos dinero sin amistad ni libertad ni vida reflexiva, nunca seremos felices de verdad. Y si gozamos de estas últimas, entonces, aun careciendo de fortuna, nunca seremos infelices.
Con el fin de subrayar lo que resulta esencial para la felicidad y aquello a lo que cabe renunciar, sin grandes pesares, en caso de que se nos niegue la prosperidad a causa de la injusticia social o el desorden económico, Epicuro dividió nuestras necesidades en tres categorías:
De los deseos, unos son naturales y necesarios y otros naturales y no necesarios, y otros ni naturales ni necesarios sino que resultan de una opinión sin sentido.
Crucial para los incapaces de hacer dinero o los temerosos de perderlo, la división tripartita de Epicuro sugiere que la felicidad depende de ciertos complejos atributos psicológicos, mas es relativamente independiente de los bienes materiales, más allá de los medios requeridos para hacerse con algo de ropa de abrigo, un habitáculo y algo de comida, un repertorio de prioridades diseñado para dar que pensar a quienes equiparan la felicidad a la fructificación de grandes planes financieros y la desdicha a los ingresos modestos.
Por expresar en un gráfico la relación entre dinero y felicidad, la capacidad que el dinero posee de proporcionar felicidad ya está presente en los salarios bajos y no se incrementa en los más altos. Con mayores desembolsos no dejaremos de ser felices, pero Epicuro insiste en que no sobrepasaremos por esta vía las cotas de felicidad ya accesibles a quienes poseen ingresos limitados.
RELACIÓN ENTRE FELICIDAD Y DINERO PARA QUIEN GOZA DE AMISTAD, LIBERTAD, ETCÉTERA
Este análisis es deudor de una particular concepción de la felicidad. Para Epicuro, somos felices si no padecemos dolor activamente. Dado que sufrimos dolor de forma activa si carecemos de alimento y de ropa, hemos de disponer del dinero suficiente para comprarlos. Pero sufrimiento es un término demasiado fuerte para describir lo que sucedería si estuviésemos obligados a llevar una chaqueta corriente y moliente en lugar de una de cachemir, o a comer un bocadillo en lugar de vieiras. De ahí el argumento que reza:
Los gustos sencillos producen igual satisfacción que un tren de vida suntuoso, siempre y cuando sea eliminado absolutamente todo lo que hace sufrir por falta de aquello.
El factor decisivo de nuestro estado anímico no puede estribar en que nuestro tipo de comida habitual sea el de la izquierda o el de la derecha.
The Anthony Blake Photo Library (Charlie Stebbings)
The Anthony Blake Photo Library (© PFT Associates)
De este modo, la consumición de carne no elimina molestia alguna de la naturaleza ni tampoco lo que, por inacabado, nos lleva al dolor. (...) Porque no apunta al mantenimiento de la vida, sino a la variedad de placeres, de un modo parecido a los placeres venéreos y a la bebida de vinos extranjeros, sin los que nuestra naturaleza puede pasar.
Puede resultar tentador atribuir semejante menosprecio del lujo al primitivo repertorio de productos a disposición de los ricos en la subdesarrollada economía de la Grecia helenística. No obstante, el argumento conserva su vigencia al reparar en el desequilibrio en la relación precio-felicidad de los productos de los últimos tiempos.
Quadrant Picture Library
No seríamos felices con el vehículo de la izquierda pero sin amigos; con una casa de campo pero sin libertad; con sábanas de lino pero con excesiva ansiedad como para dormir. En la medida en que se desatiendan las necesidades esenciales no materiales, la curva de la felicidad se mantendrá obstinadamente baja en la gráfica.
RELACIÓN ENTRE FELICIDAD Y DINERO PARA QUIEN CARECE DE AMIGOS, DE LIBERTAD, ETCÉTERA
A quien un poco no basta, a ése nada le basta.
Para evitar adquirir lo que no precisamos o lamentarnos por lo que no está a nuestro alcance deberíamos preguntarnos con todo el rigor, en el momento en que deseamos un artículo costoso, si hacemos bien en desearlo. Tendríamos que llevar a cabo una serie de experimentos mentales en los que nos imaginásemos transportados en el tiempo hasta el momento en que nuestros deseos se hubieran hecho realidad, con el fin de calibrar nuestro probable grado de felicidad:
Ante cualquier deseo debemos formularnos la siguiente cuestión: ¿qué me sucederá si se cumple el objeto de mi deseo y qué si no se cumple?
Un método que, aunque no pervivan ejemplos al respecto, debería de haber seguido al menos cinco pasos que, sin hacerles injusticia, pueden esquematizarse en el lenguaje de un manual de instrucciones o de un libro de cocina.
1. Identifíquese un proyecto para alcanzar la felicidad.
Para ser feliz en vacaciones tengo que vivir en una casa de campo.
2. Imagínese la posibilidad de que el proyecto resulte falso. Búsquense excepciones al presunto vínculo entre el objeto deseado y la felicidad. ¿Puede que, aun poseyendo el objeto deseado, no seamos felices? ¿Cabe ser feliz sin el objeto deseado?
¿Es posible que, después de gastarme el dinero en una casa de campo, no logre la felicidad?
¿Puedo ser feliz en vacaciones sin gastar tanto dinero como el que invertiría en una casa de campo?
3. Si se halla alguna excepción, entonces el objeto deseado no puede ser condición necesaria y suficiente de la felicidad.
Es posible pasar un tiempo desdichado en una casa de campo si, por ejemplo, me siento solo y sin amigos.
Puedo ser feliz en una tienda de campaña si, por ejemplo, estoy con alguien a quien quiero y siento que me aprecia.
4. Para que resulte apropiado para producir felicidad es preciso matizar el proyecto inicial dando cuenta de las excepciones.
En la medida en que pueda ser feliz en una costosa casa de campo, ello dependerá de que esté con alguien a quien quiera y sienta que me aprecia.
Puedo ser feliz sin gastar dinero en una casa de campo siempre que esté con alguien a quien quiera y sienta que me aprecia.
5. Las auténticas necesidades pueden antojarse ahora muy distintas del confuso deseo inicial.
La felicidad depende en mayor medida de la buena compañía que de la posesión de una casa de campo bien decorada.
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No disipa la inquietud del alma ni origina alegría que merezca tal calificativo ni la más grande riqueza que exista.
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Entonces, si las cosas caras no pueden reportarnos un gozo significativo, ¿por qué nos atraen tan poderosamente? Por un error similar al de aquel que, aquejado de migraña, se perfora un lateral del cráneo: porque los artículos caros pueden antojársenos soluciones plausibles a necesidades que no acertamos a comprender. Los objetos mimetizan en el plano material aquello que precisamos en el psicológico. Nos atraen unas estanterías nuevas cuando lo que necesitamos reorganizar es nuestra mente. En sustitución del consejo de un buen amigo, nos compramos una chaqueta de cachemir.
No somos los únicos responsables de nuestras confusiones. Nuestra débil comprensión de nuestras necesidades se agrava por lo que Epicuro designaba como la “opinión sin sentido” de quienes nos rodean, la cual no refleja la jerarquía natural de nuestras necesidades, enfatizando el lujo y las riquezas, y rara vez la amistad, la libertad y la reflexión. La prevalencia de la opinión sin sentido no es mera coincidencia. A las empresas comerciales les interesa desvirtuar nuestra jerarquía de necesidades, con el fin de promover una visión materialista de los bienes, minimizando la importancia de lo invendible.
Y la manera de seducirnos pasa por la astuta asociación de los artículos superfluos con esas otras necesidades olvidadas.
Agency-WCRS, Fotógrafo: Glen Garner. Cortesía de Land Rover Gran Bretaña
Puede que acabemos haciéndonos con un todoterreno cuando, para Epicuro, lo que andábamos persiguiendo era la libertad.
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Quizá lo que compremos sea un aperitivo pero, para Epicuro, era amistad lo que buscábamos.
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Tal vez adquiramos un sofisticado equipamiento para el baño aunque, para Epicuro, es en la reflexión donde encontraríamos la calma.
Para contrarrestar el poder de las imágenes lujosas, los epicúreos reconocían la importancia de la publicidad.
En torno al año 120 de nuestra era, en el mercado central de Oinoanda, una ciudad de diez mil habitantes en el extremo suroccidental de Asia Menor, se levantó una enorme pared de piedra de ochenta metros de longitud y casi cuatro metros de altura y se llenó de inscripciones con eslóganes epicúreos para la atención de los compradores:
Las comidas y bebidas lujosas (...) en modo alguno liberan del perjuicio ni producen un saludable estado para la carne. Hemos de ver la riqueza más allá de lo que es natural como de no mayor utilidad que el agua para un depósito que está lleno hasta rebosar. El verdadero valor no lo generan ni el teatro ni los baños ni los perfumes ni los ungüentos (...) sino la ciencia natural.
El muro lo había financiado Diógenes, uno de los más adinerados ciudadanos de Oinoanda, en un intento de compartir con sus conciudadanos los secretos de la felicidad que había descubierto en la filosofía de Epicuro cuatrocientos años después de que éste y sus amigos abriesen el Jardín en Atenas. Tal como explicaba en una esquina del muro:
Habiendo ya alcanzado el ocaso de mi vida (hallándome casi a punto de partir de este mundo, como corresponde a mi vejez), era mi deseo, antes de que me sorprendiera la muerte, componer un hermoso himno con el que celebrar la plenitud del placer y ayudar así a quienes poseen una noble constitución. Pues bien, si sólo una persona, o dos o tres o cuatro o cinco o seis (...) se hallasen en apuros, me dirigiría a ellos individualmente (...) mas como la mayoría de la gente padece una enfermedad común, cual si de una plaga se tratase, con sus falsas nociones sobre las cosas, y dado que su número va en aumento —pues, en recíproca emulación, cogen la enfermedad los unos de los otros, como los corderos— (...) quisiera usar esta stoa para anunciar públicamente las medicinas que traen la salvación.
El macizo muro de piedra caliza contenía unas veinticinco mil palabras que anunciaban todos los aspectos del pensamiento de Epicuro, mencionando la importancia de la amistad y del examen de las ansiedades. A los habitantes que hacían sus compras en las tiendas de Oinoanda se les advertía, con todo lujo de detalles, que poca felicidad habría de reportarles esa actividad.
Alain de Botton
El predominio de la publicidad no alcanzaría cotas tan elevadas si no fuésemos unas criaturas tan sugestionables. Deseamos las cosas cuando se exhiben bellamente en los muros, y nuestro interés se desvanece cuando pasan desapercibidas o no se habla bien de ellas. Lucrecio lamentaba el modo en que uno “apetece las cosas más de oídas / que consultando a sus sentidos mismos”.
Por desgracia, no hay escasez de imágenes deseables de artículos de lujo y de ambientes costosos; menos abundan las de escenarios e individuos corrientes y molientes. No se nos anima demasiado a prestar atención a las pequeñas satisfacciones, tales como jugar con un hijo, charlar con un amigo, pasar la tarde al sol, tener limpia la casa, comer un bocadillo de queso con pan fresco (“mándame del queso envasado para que, cuando guste, pueda darme un lujo”). No son éstos los ingredientes celebrados en las páginas de Epicurean Life.
El arte puede contribuir a corregir esta tendencia. Lucrecio dio solidez a la epicúrea defensa intelectual de la simplicidad, ayudándonos, en superlativos versos latinos, a sentir el placer de las cosas poco costosas:
Resulta complicado evaluar el impacto del poema de Lucrecio sobre la actividad comercial del mundo grecorromano. Es difícil saber si los compradores de Oinoanda descubrieron lo que necesitaban y dejaron de comprar lo que no precisaban a causa de aquel gigantesco anuncio plantado ante ellos. Sin embargo, cabe concebir que una campaña publicitaria epicúrea bien montada tuviese el poder de precipitar el colapso económico global. Si tenemos en cuenta que, para Epicuro, la mayor parte de los negocios estimulan deseos innecesarios en la gente, la cual no acierta así a comprender sus auténticas necesidades, los niveles de consumo se dinamitarían si nos conociésemos mejor a nosotros mismos y apreciásemos la simplicidad en lo que vale. Ello no causaría a Epicuro ninguna turbación:
La pobreza, medida según el rasero del fin asignado a nuestro ser, es una riqueza enorme, y una riqueza no limitada es una pobreza enorme.
Nos vemos así abocados a una elección: por un lado, las sociedades que estimulan deseos innecesarios logrando, en consecuencia, una extraordinaria fortaleza económica; y por otro lado, las sociedades epicúreas que garantizarían las necesidades materiales esenciales pero no elevarían jamás los estándares de vida por encima del nivel de subsistencia. En un mundo epicúreo, no habría monumentos colosales ni avances tecnológicos y serían pocos los incentivos para comerciar con continentes lejanos. Una sociedad en la que las necesidades de la gente fuesen limitadas sería también una sociedad de escasos recursos. Y, sin embargo, si damos crédito al filósofo, tal sociedad no sería infeliz. Lucrecio articulaba la disyuntiva. En un mundo sin valores epicúreos:
Así en vano se afana el hombre siempre / y de continuo se atormenta en vano, / y en cuidados superfluos gasta el tiempo, / porque no pone límite al deseo, / y porque no conoce hasta qué punto / el placer verdadero va creciendo.
Si bien, al mismo tiempo:
Esto es lo que ha lanzado poco a poco / entre borrascas a la vida humana.
Podemos imaginar cuál sería la respuesta de Epicuro. Por impresionantes que sean nuestras borrascosas empresas, el único modo de evaluar sus méritos es de acuerdo con el placer que reportan:
Pues hemos comprendido que ése [el gozo] es el bien primero y congénito a nosotros, y condicionados por él emprendemos toda elección y repulsa y en él terminamos, al tiempo que calculamos todo bien por medio del sentimiento como si fuera una regla.
Y, dado que el incremento en la riqueza de las sociedades no parece garantizar el aumento de felicidad, Epicuro habría sugerido que las necesidades cubiertas por los bienes costosos no pueden ser aquellas de las que depende nuestra felicidad.
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