LA ESTRATAGEMA

LOS compañeros de viaje descendieron a la ardiente arena del andén. Era un empalme, un empalme de esos que distan bastantes millas de la ciudad más cercana, y en los que los medios del ferrocarril y sus alrededores compiten desfavorablemente con las estaciones ordinarias.

El primero que bajó fue un hombre inequívocamente inglés. Se quejaba de la empresa incluso mientras sacaba su maleta del vagón con la ayuda de su compañero. «Es una desgracia absoluta para la civilización», decía, «que no haya transbordo alguno en una estación como ésta, una estación importante, señor, permítame que le diga, eje —si puede utilizarse la metáfora— de la ramificación que cubre prácticamente todo el tramo sur de Muckshire. Y, seguramente, tendremos que esperar una hora, y Dios sabe si es más probable que sean dos, o quizá tres. Y, por supuesto, no hay nada parecido a un bar más cercano que Fatloam; y si vamos allí no encontraremos whisky alguno que pueda beberse. Como le digo, señor, este asunto es una desgracia absoluta y real para el ferrocarril que lo permite, para el país que lo tolera y para la civilización que no impide que tales cosas sucedan. El año pasado me ocurrió lo mismo aquí, señor, aunque afortunadamente en aquella ocasión sólo tuve que esperar media hora. Pero aun así escribí al Times una dura carta de media columna sobre el tema, y los maldije si se negaban a publicarla. Cómo no, nuestra prensa independiente, etc.; lo podía haber supuesto. Le diré, señor, que este país está dirigido por una camarilla, una sucia camarilla, una pandilla de judíos, escoceses, irlandeses, galeses; ¿dónde está el clásico, alegre y buen caballero azul inglés? En el tílburi, señor, en el tílburi.»

El tren dio un tirón violento hacia atrás, y avanzó de forma sorda imitando al solitario mozo que, apostado enfrente del furgón de equipajes, había sido testigo, sin emoción alguna, del avance de los dos cuerpos principales como rocas de volcán, y tras este momento de contemplación, se fue, con la boca apretada, a por su comida, que encontraría en una casita alejada de allí unas tres yardas.

En pronunciado contraste con el inglés, cuyo bigote cubría su rostro blanquecino, señalado con manchas de un rojo oscuro en el cuello y en la frente, con su inminente barriga y un traje completo de armadura, estaba el pequeño y nervioso hombre de la barba puntiaguda a quien el destino le había situado, primero, en el mismo compartimiento, y luego en la misma hora de exilio que todos sus compañeros.

Sus ojos eran asombrosamente negros y fieros; su barba era grisácea y su rostro fuerte, perfilado y claramente bronceado por el sol tropical; pero este rostro también expresaba inteligencia, fuerza, y con tantos recursos que podía hacer de él un camarada ideal en un destacamento, o en la defensa arriesgada de una ciudad. Atravesaba el dorso de su mano izquierda una cicatriz grande y profunda. A pesar de todo esto, vestía con singular pulcritud y corrección; circunstancia por la que, aunque su inglés era más puro que el de su compañero de desgracia, hacía que éste se inclinara secretamente a sospechar que era francés. A pesar de la sobriedad de su vestimenta y su autocontrolada conducta, el oscuro brillo de aquellos ojos negros, cabezas de alfiler bajo gruesas cejas, inspiraba en el hombretón un cierto desasosiego. No es en absoluto un tipo con quien uno pueda pelearse, pensó. Sin embargo, siendo él mismo un gran viajero —Bolonia, Dieppe, París, Suiza, e incluso Venecia— no poseía rasgo alguno de aquella insularidad de la que los extranjeros acusan a algunos ingleses, y se había esforzado en mantener la conversación durante el viaje. El hombrecillo se había mostrado como una pobre compañía, taciturno en exceso, parco en palabras, donde un movimiento de cabeza satisfacía las obligaciones de la cortesía, y aparentemente más atento a su pipa que a su compañero de viaje. Un hombre con un secreto, pensó el inglés.

El tren traqueteó al salir de la estación y el mozo se había difuminado en el paisaje. «Un paraje desierto», observó el inglés, cuyo nombre era Bevan, «especialmente con tan terrible calor. En realidad, el verano de 1911 fue casi tan horrible. Sabe, recuerdo una ocasión en Bolonia…». Se detuvo de golpe, porque el hombre moreno clavaba la contera de su bastón repetidamente en la arena, y frunciendo sus cejas, llegó de repente a tomar una decisión. «¿Qué sabe usted del calor?», gritó, fijando sus ojos en Bevan con la intensidad de un demonio. «¿Qué sabe usted de la desolación?» Asombrado como estaba, Bevan no supo qué contestar. «Espere», gritó el otro. «¿Qué tal si le cuento mi historia? No hay nadie más que nosotros.» Miró amenazadoramente a Bevan, y parecía que intentaba leer en su alma. «¿Es usted un hombre en quien se pueda confiar?», vociferó, y se detuvo bruscamente.

En otro momento, Bevan podría haberse negado, con seguridad, a ser el confidente de un extraño; pero aquí la soledad, el calor, el interés que le había producido la forma en que su compañero se había comportado previamente, e incluso un cierto recelo por cómo podría tomarse la negativa, se unieron para producir una respuesta favorable.

Soberbio como un roble, Bevan respondió: «He nacido caballero inglés, y confío en no haber hecho nunca nada que me niegue tal estado». «Soy juez de paz», añadió tras una pausa momentánea.

«Lo sé», gritó el otro acaloradamente. «Una mente educada en la legalidad es lo que poseen aquellos que pueden apreciar mi historia. Jure, pues», prosiguió con repentina gravedad, «jure que nunca dirá a alma viviente alguna la más mínima palabra de lo que estoy a punto de decirle. Júrelo por el alma de su difunta madre».

«Mi madre vive», contestó Bevan.

«Lo sé», exclamó su compañero, y una enorme y extraña mirada de misericordia divina iluminó su bronceado rostro. Era una mirada de aquellas que pueden verse en muchas estatuas de Buda, una mirada de divina e impersonal compasión.

«Entonces júrelo por el Canciller.»

Bevan estaba más que persuadido de que el extraño era francés. No obstante, hizo la promesa requerida con prontitud.

«Mi nombre», dijo el otro, «es Duguesclin. ¿Le sugiere eso mi historia?», preguntó imprevisiblemente. «¿Le dice algo?»

«Nada en absoluto.»

«Lo sé», dijo el hombre del trópico. «Entonces tengo que contárselo todo. En mis venas bulle la sangre valerosa del más grande de los guerreros franceses, y mi madre era descendiente directa de la Doncella de Zaragoza.»

Bevan estaba sobrecogido, y lo demostraba.

«Tras el sitio, señor, se casó honrosamente con un noble llamado Duguesclin. ¿Cree usted que un hombre de mi linaje permitiría a un extraño levantar siquiera una mínima sombra contra la memoria de mi bisabuela?»

El inglés declaró que nada parecido había pasado por su pensamiento.

«Así lo espero», prosiguió el otro con mayor sosiego, «y además, quizá yo sea un asesino convicto».

Bevan estaba ahora claramente alarmado.

«Estoy orgulloso de ello», continuó Duguesclin. «Cuando tenía veinticinco años, mi sangre era más valerosa de lo que lo es hoy día. Me casé. Cuatro años más tarde, descubrí a mi mujer entre los brazos de un vecino. Lo maté. La maté. Maté a nuestros tres hijos, porque las víboras sólo engendran víboras. Maté a los criados; eran cómplices del adulterio, o si no, no serían de modo alguno testigos de la afrenta a su señor. Maté a los gendarmes que vinieron a detenerme —mercenarios serviles de una república corrupta—. Incendié mi castillo, resuelto a perecer entre las ruinas. Desafortunadamente, una parte de la mampostería, que cayó, me golpeó en el brazo. Perdí mi rifle. Vieron el fuego y fui rescatado por los bomberos. Estaba resuelto a vivir; era mi deber para con mis antepasados continuar la familia cuyo único descendiente era yo. Estoy viajando por Inglaterra en busca de una esposa.»

Se detuvo, y contempló orgullosamente el paisaje, con el aire de un Selkirk. Bevan omitió el obvio comentario en torno al sorprendente final de la narración del francés. Únicamente observó: «Así pues, ¿no fue guillotinado?».

«No lo fui, señor», replicó el otro apasionadamente. «En aquel tiempo la pena capital nunca se infligía en Francia, aunque no estaba oficialmente abrogada.» «He de decir», añadió, con la altivez del legislador, «que mi acción confirió una fuerza considerable a la agitación que condujo a su reintroducción».

«No, señor, no fui guillotinado. Fui condenado a cadena perpetua en la isla del Diablo.» Se estremeció. «¿Puede imaginarse esa maldita isla? ¿Puede su fantasía imaginar una décima parte de su horror? ¿Puede una pesadilla representar aquel infierno, aquel limbo de los condenados? Mi lenguaje es fuerte, señor, pero ningún lenguaje puede describir aquel infierno. Le evitaré la descripción. Arena, gusanos, cocodrilos, serpientes venenosas, miasmas, mosquitos, fiebre, inmundicia, fatiga, ictericia, malaria, inanición, maleza fétida, ciénagas algosas que apestan a muerte, horribles árboles llenos de veneno, envenenados ellos mismos por la tierra, calor insoportable, insufrible, intolerable, inaguantable (como dijo el Daily Telegraph cuando el caso Dreyfus), calor continuo y sofocante, ninguna brisa salvo el pestilente hedor de la laguna, calor que convertía la piel en un mar de furiosa irritación al que los muchos picotazos de los mosquitos y los ciempiés eran un alivio, la labor interminable de cada día bajo el sol abrasador, el látigo para la más ligera infracción a las rígidas reglas de la prisión, o incluso a las leyes de cortesía hacia nuestros carceleros, hombres tan sólo un grado menos condenados que nosotros mismos —todo esto no era nada—. La única diversión de los dirigentes de tal lugar es la crueldad; y su propio malestar los hace más ingeniosos que todos los inquisidores de España, que los árabes en su delirio religioso, que los birmanos, kachens y shans con su odio budista hacia todos los vivientes, incluso que los chinos con su frío anhelo de crueldad. El director era un gran psicólogo; no había rincón en la mente en el que no penetrara, de modo que ideaba innumerables formas de torturarla.»

«Recuerdo que uno de los encarcelados era feliz manteniendo su pala brillante —era obligatorio mantener las palas brillantes, una tortura en aquel lugar, en el que el moho crece sobre todas las cosas tan rápido como la nieve cae en los climas más felices—. Pues bien, señor, el director descubrió que aquel hombre era feliz viendo el reflejo del sol sobre el acero, y entonces le prohibió que limpiara su pala. Una bagatela, verdaderamente. ¿Qué sabe usted de lo que piensan sobre las bagatelas de los prisioneros? El hombre se convirtió en un loco peligroso, y no por otra razón que aquélla. Le pareció que tal detallado refinamiento de crueldad era la prueba final del innato e inherente satanismo del universo. La locura es la consecuencia lógica de tal credo. No señor, le evitaré la descripción.»

Bevan pensó que ya había habido demasiada descripción, y con su complaciente modo inglés supuso que Duguesclin estaba exagerando, puesto que sabía que los franceses lo hacían. Únicamente observó que debía de haber sido horrible. Habría dado cualquier cosa, ahora, con tal de evitar la conversación. No era en absoluto agradable estar en un andén solitario con un asesino múltiple y confeso, que presumiblemente había escapado mediante otra amplia serie de crímenes.

«Pero usted se preguntará», continuó Duguesclin, «se preguntará, ¿cómo escapé? Ésta, señor, es la historia que me propongo contarle. Mis observaciones anteriores sólo han sido preliminares; no son pertinentes ni poseen interés, lo sé, pero eran necesarias, puesto que usted mostró tan amablemente interés por mi persona, mi historia familiar —heroica la primera (puedo afirmar) y trágica (nadie puede negarlo) esta última».

Bevan pensó de nuevo que su interlocutor debía de ser tan mal psicólogo como bueno lo era el director de la isla del Diablo; puesto que ni había manifestado ni había sentido el más mínimo interés por cualquiera de aquellos asuntos.

«Bien, señor, ¡pasemos a mi historia! Entre los convictos había un único deleite común, un deleite que tan sólo podía cesar con la propia vida o con el imperio de la razón, un deleite que el director podía (y pudo) realmente restringir, pero no eliminar. Me refiero a la esperanza, la esperanza de escapar. Sí señor, esa centella (única entre todos los antiguos fuegos) abrasaba este pecho y el de mis compañeros de prisión. Y en esto no me diferenciaba demasiado de los demás. Yo no estoy dotado de un gran intelecto», prosiguió modestamente, «mi abuela era inglesa pura, una Higginbotham, una de los Higginbothams de Warwickshire» («¿Qué tendrá que ver esto con su estupidez?», pensó Bevan) «y la mayoría de mis compañeros no sólo eran hombres carentes de inteligencia sino también de educación. La única excepción sobresaliente era el gran Dodu. ¡Ah!, comienza a interesarle». Bevan no había ofrecido la más mínima muestra de ello, y continuaba exhibiendo la más estólida indiferencia ante la historia.

«Sí, no se equivoca, era, en verdad, el mundialmente famoso filósofo, el descubridor del Dodium, el más raro de los elementos conocidos, que se supone que sólo existe en el universo en la cantidad de una trigésimo quinta milésima de miligramo, y ello en la estrella llamada y Pegaso. Fue Dodu quien hizo pedazos el proceso lógico de reversión, y quien redujo el cuadrángulo de oposiciones al cuadro británico de Abu-Klea. Todo esto lo sabe usted; pero quizá no sepa que, aunque civil, fue el mayor estratega de Francia. Fue él quien desde su gabinete creó la disposición de los ejércitos de las Ardenas; y el esquema, en 1890, de las fortificaciones de Luneville se debe únicamente a su genio. Por esta razón el Gobierno se oponía a condenarle, aun cuando la opinión pública sentía una severa repulsión ante su crimen. Recordará que, habiéndose aprobado que las mujeres, pasada la edad de cincuenta años, representaban una carga inútil para el Estado, él puso de manifiesto tal opinión decapitando y devorando a su madre viuda. Consecuentemente, la intención del Gobierno era la de estar en connivencia con su huida durante el traslado, y continuar utilizándolo bajo un nuevo nombre en un piso de un barrio enteramente distinto de París. Sin embargo, el Gobierno cayó de repente; el rival lo sustituyó, y su sentencia fue cumplida con mucha mayor severidad, como si él fuera un vulgar criminal.

»Fue a tal hombre (naturalmente) a quien tuve en cuenta para trazar un plan de huida. A pesar de devanarme los sesos tanto como era capaz —mi abuela era una Higginbotham de Warwickshire—, no pude encontrar un modo de entrar en contacto con él. No obstante, debió de adivinar mis deseos; ya que, al día siguiente, tras casi un mes en la isla (yo llevaba allí siete meses), dio un traspié y cayó como si hubiese sufrido una insolación en el momento en que estaba cerca de él. Y mientras yacía en el suelo, consiguió pellizcarme el tobillo tres veces. Capté su mirada —me insinuó, más que ofrecerme, la señal de reconocimiento de fraternidad de los francmasones—. ¿Es usted masón?»

«Soy un antiguo diputado y portador de la gran espada de esta provincia», contestó Bevan. «Yo fundé la logia 14.883 “Boetica” y la logia 17.212 “Colenso” y soy antiguo grande Haggai en mi Gran Capítulo Provincial.»

«¡Lo sé!», exclamó Duguesclin con entusiasmo.

A Bevan le comenzó a disgustar esta conversación excesiva. ¿Sabía este hombre —este criminal— quién era él? Sabía que era un J. P., que su madre vivía, y ahora sus cargos masones. Desconfiaba cada vez más del francés. ¿Era esta historia un pretexto para pedirle un préstamo? El extraño parecía próspero y viajaba en primera clase. Más bien un chantajista; quizá sabía otras cosas —como aquel asunto de Oxford, o el incidente de la calle Edgware, o el de Esmé Holland—. Se propuso permanecer más en guardia que nunca.

«Comprenderá usted con qué alegría», continuó Duguesclin, inocente y sin percibir los siniestros pensamientos en que se hallaba ocupado su compañero, «recibí esta inequívoca muestra de amistad y la correspondí. Aquel día no hubo ninguna otra oportunidad de intercambio, pero lo observé muy de cerca al día siguiente, y pude ver que arrastraba sus pies de forma irregular. ¡Ah!, pensé, arrastrar para raya, y un paso normal para punto. Le imité afanosamente, y reproduje en Morse la letra A. Su mente atenta comprendió enseguida el significado; alteró su código (que era de orden diferente) y contestó en Morse con la B en mi propio sistema. Repliqué con la C y él volvió con la D. A partir de aquel momento podíamos hablar fluida y libremente como si estuviésemos en la terraza del Café de la Paix, en nuestro amado París. No obstante, la conversación, en tales circunstancias es un asunto prolongado. Durante toda la marcha hacia nuestro trabajo, sólo pudo decirme: “Fuga pronto, quiera Dios”. Antes de su crimen había sido ateo. Era realmente agradable advertir que aquel castigo le había conducido al arrepentimiento».

Bevan mismo se sentía aliviado. Se había resistido escrupulosamente a admitir la existencia de un francmasón francés, que a alguien que se hubiera arrepentido le hubiese satisfecho con esa sensación de un triunfo casi personal. Comenzaba a agradarle Duguesclin, y empezaba a creer en él. Su error había resultado odioso; y si su venganza parecía excesiva e incluso indiscriminada, ¿no era acaso francés? ¡Los franceses hacen estas cosas! Y, además, todos los franceses son hombres. Bevan sintió una gran benevolencia; recordó que no sólo era hombre, sino también cristiano. Se propuso tranquilizar al extranjero.

«Su historia me interesa en gran medida», dijo. «Simpatizo con usted profundamente en sus errores y sus sufrimientos. Estoy sinceramente contento de que haya escapado, y le suplico que prosiga la narración de sus aventuras.»

Duguesclin no precisaba de tal estímulo. Su actitud, desde aquella lasitud indiferente con la que bajó del tren, se había tornado animada, brillante, fiera; llevado por la excitación de sus apasionados recuerdos.

«El segundo día Dodu fue capaz de explicarse. “Si escapamos, ha de ser mediante una estratagema”, indicó. Era una observación obvia; pero Dodu no tenía motivos para pensar en las excelencias de mi inteligencia. “Mediante una estratagema”, repitió con énfasis.

»“Tengo un plan”, continuó. “Me llevará veintitrés días comunicártelo si no nos interrumpen; entre tres y cuatro meses prepararlo; y dos horas y ocho minutos llevarlo a cabo. Es teóricamente imposible escapar por el aire, agua o tierra. Y como estamos vigilados día y noche, sería inútil intentar excavar un túnel hasta tierra firme, no tenemos aeroplanos o globos ni forma alguna de construirlos. Pero si pudiéramos alcanzar una sola vez la orilla del mar, cosa que podemos hacer tomemos la dirección que tomemos siempre que vayamos en línea recta, si encontrásemos un bote que no estuviera vigilado y pudiésemos evitar la alarma, entonces simplemente tendríamos que cruzar el mar y encontrar un lugar en el que fuésemos desconocidos, o disfrazarnos, camuflar nuestro bote y regresar a la isla del Diablo como marinos náufragos. La última idea sería una locura. Usted dirá que el Gobernador pensaría que Dodu no iba a estar tan loco; es más, sabrá también que Dodu no estaría tan loco como para intentar valerse de tal circunstancia; y acertará, ¡lo maldeciría!”

»Implica un sentimiento de la más intensa profundidad el maldecir en código Morse con los pies… ¡Ah!, cómo lo odiábamos.

»Dodu me explicó que me decía estas cosas obvias por varias razones: 1) Para evaluar mi inteligencia mediante la recepción de ellas. 2) Para asegurarse de que si fallábamos sería a causa de mi estupidez y no de su negligencia, ya que me había informado de todos los detalles. 3) Porque había adquirido este hábito profesional así como otros pueden padecer de gota.

»Resumidamente, no obstante, éste era su plan: eludir a los guardias, dirigirse a la costa, conseguir un bote y hacerse a la mar. ¿Lo comprende? ¿Entiende la idea?»

Bevan contestó que le parecía el único plan posible.

«Un hombre como Dodu», continuó Duguesclin, «no da nada por supuesto. No deja ninguna precaución sin tomar; en sus planes, si la suerte es un elemento, es un elemento cuyo valor se calcula con veintiocho decimales.

»Mas cuando apenas había expuesto estos audaces perfiles de su esquema, sobrevino la interrupción. El cuarto día de nuestra comunicación, él sólo indicó: “Espera. ¡Mírame!”, una y otra vez.

»Por la noche logró situarse al final de la fila de los convictos y sólo entonces me dijo: “Hay un traidor, un espía. De aquí en adelante debo encontrar un nuevo medio de comunicarte los detalles de mi plan. Lo he pensado todo. Hablaré en una suerte de jeroglífico que ni siquiera tú serás capaz de entender a no ser que tengas todas las piezas y la clave. Procura grabar en tu memoria cada una de las palabras que te diga”.

»Al día siguiente: “¿Recuerdas la toma del viejo molino por los prusianos, en 1870? Mi problema es que tengo que facilitarte el esqueleto del rompecabezas y no puedo hacerlo con palabras. Pero observa el trazo que deja mi pala y las huellas de mis talones y haz una copia”.

»Hice esto con la mayor minuciosidad y exactitud posibles y obtuve esta figura. En mi autopsia», dijo Duguesclin dramáticamente, «se encontrará grabada en mi corazón».

Sacó un cuaderno de su bolsillo, y rápidamente esbozó la figura adjunta para Bevan, ahora ya interesado.

«Advertirá que la figura tiene ocho lados, y que están dispuestas veintisiete cruces en grupos de tres, y en una esquina hay una cruz mucho más grande y gruesa y dos cruces más pequeñas no tan simétricas. Este grupo representa el elemento suerte: y se acercará a la verdad si considera que ocho es el cubo de dos y veintisiete de tres.»

Bevan miró inteligentemente.

«A la vuelta», continuó Duguesclin, «Dodu me dijo: “El espía está alerta. Pero cuenta las letras del nombre del discípulo favorito de Aristóteles”. Adiviné (porque así me lo hizo ver) que no se refería a Aristóteles. Él quería sugerirme Platón, y por tanto Sócrates; de ahí que conté A-L-C-I-B-Í-A-D-E-S = 10, y por tanto desconcerté totalmente por aquel día al espía. Al día siguiente profirió “Rahu” con mucho énfasis, para decirme que el próximo eclipse lunar sería el momento apropiado para nuestra evasión, y derrochó el día en conversaciones menores, con la intención de mitigar las sospechas del espía. Durante tres días no tuvo oportunidad alguna de comunicarse, puesto que estuvo en el hospital con fiebre. El cuarto día: “He descubierto que el espía es un maldito cerdo, un teniente de Toulon fumador de opio. Lo tenemos, no conoce París. Así pues, ahora, traza una línea desde la estación del Este hasta l’Étoile, y levanta un triángulo equilátero sobre esa línea. Piensa en el nombre del hombre mundialmente famoso que vive en el vértice”. (Esto era el toque de un genio superior, puesto que me obligaba a utilizar el alfabeto inglés para la base de la clave, y el espía no hablaba más lengua que la propia y un poco de suizo.) “A partir de ahora me comunicaré en una cifra del orden numérico directamente aditivo, y la clave será su nombre.”

»Tan sólo mi constitución, incomparablemente fuerte, me permitió unir la labor de descifrar su conversación a la ya impuesta por el Gobierno. Para memorizar sin error una comunicación cifrada en media hora es de gran ayuda la mnemotecnia, especialmente cuando el mensaje descifrado se expresa con en el más oscuro simbolismo. El espía debía de haber pensado que su razón estaba en peligro si conseguía leer el jeroglífico que constituían las piezas simples del pensamiento director. Por ejemplo, recibía este mensaje: owhmomdvvtxskzvgcqxzllhtrejrgscpxjrmsgausrgwhbdxzldabe, que, descifrado (y el espía debía rechinar sus dientes cada vez que Dodu indicaba una W), sólo significaba: “Los melocotones de 1761 son luminosos en los jardines de Versalles”.

»O también: “Cacería; el Papa recluso; la Pompadour; el Ciervo y la Cruz”. “Los hombres del cuatro de septiembre; su jefe dividido a causa de las cartas de la Víctima del ocho de Termidor.” “Crillon tuvo poca fortuna aquel día, aunque fue más valiente que nunca.”

»¡Tales eran las indicaciones a partir de las cuales pretendía unir las piezas de nuestro plan de huida!

»Quizá más por intuición que por razonamiento, reuní mediante unas doscientas claves que los guardias Bertrand, Rolland y Monet habían sido sobornados, que incluso se les había prometido adelantarles algo y (sobre todo) salir de aquella odiosa isla, que estarían en connivencia con nuestra huida. Parecía que el Gobierno hiciera uso de su primera estratagema. El eclipse tendría lugar diez semanas después, y no precisaba de soborno o promesa alguna. La dificultad residía en asegurar la presencia de Bertrand como centinela en nuestro pasillo, Rolland en la valla y Monet en la avanzada. Las posibilidades de que tal combinación coincidiera con el eclipse eran infinitesimales: 99.487.306.294.236.873.489 a 1.

»Sería una locura confiar en la suerte en un asunto de tal importancia. Dodu comenzó a trabajar para sobornar al propio gobernador. Esto fue, desgraciadamente, imposible; ya que a) nadie podía acercarse al gobernador, ni siquiera mediante los guardias sobornados como intermediarios; b) el agravio por el que había sido promovido a la dirección era de una naturaleza imperdonable para cualquier Gobierno. Era, en realidad, más prisionero que nosotros mismos; c) era un hombre de una gran fortuna, carrera segura e integridad probada.

»No quiero entrar ahora en su historia, que sin duda alguna conoce. Sólo le diré que era de tal índole que estos hechos (de apariencia tan curiosamente contradictoria a primera vista) le son totalmente propios. No obstante, el tono confidencial que vibraba en los mensajes de Dodu: “Recoge uvas en Borgoña; prensa toneles en Cognac, ¡ah!”. “El suflé con nueces está listo para nosotros cerca del Sena”, y similares, me demostraron que su gran cerebro no sólo había tratado de resolver el problema, sino que también lo había solucionado satisfactoriamente. El plan era perfecto; la noche del eclipse aquellos tres guardias estarían en sus puestos correspondientes; Dodu rasgaría sus ropas en tiras, ataría y amordazaría a Bertrand y entonces me liberaría. Juntos caeríamos sobre Rolland y le despojaríamos de su uniforme y su rifle, dejándolo atado y amordazado. Nos aproximaríamos entonces a la costa, y haríamos lo mismo con Monet, y luego, vestidos con sus uniformes, tomaríamos el bote de un pescador de pulpos, bogaríamos hasta el puerto y solicitaríamos en nombre del gobernador utilizar su barco a vapor para perseguir a un fugitivo. Navegaríamos entonces siguiendo el rastro de los barcos y prenderíamos fuego al vapor, y así seríamos “rescatados” y conducidos a Inglaterra, desde donde podríamos concertar con el Gobierno francés la rehabilitación.

»Tal era el sencillo aunque sutil plan de Dodu. Incluso el detalle más pequeño era perfecto, hasta un día fatal.

»El espía, que padecía fiebre amarilla, cayó muerto de repente en los campos antes de que el “toque” de final de trabajo, a mediodía, hubiera sonado. Instantáneamente, sin un momento para la duda, Dodu se acercó a grandes zancadas y me dijo, aun a riesgo del látigo: “Todo el plan que te he transmitido cifrado estos últimos cuatro meses es como un velo. Aquel espía lo conocía en su totalidad. Sus labios están sellados con la muerte. Tengo otro plan, el auténtico, más sencillo y seguro. Te lo contaré mañana”.»

La respiración de un motor que se aproximaba interrumpió este trágico episodio de las aventuras de Duguesclin.

«“Sí”, dijo Dodu» (continuó el narrador), «“tengo un plan mejor. Tengo una estratagema. Te la contaré mañana”».

El tren que tenía que llevar al narrador y a su oyente hasta Mudchester asomó por la esquina.

«Aquella mañana», miró ceñudo Duguesclin, «aquella mañana no llegó nunca. El mismo sol que quitó la vida al espía detuvo de golpe el brillante cerebro de Dodu; aquella misma tarde, un maníaco farfullante fue introducido en la habitación acolchada y nunca más salió».

El tren se detuvo en el andén del pequeño empalme. Casi silbó en la cara de Bevan.

«No era Dodu», gritó, «era un criminal común, un epiléptico; nunca debiera haber sido enviado a la isla del Diablo. Enloqueció durante meses. Sus mensajes no tenían sentido en absoluto; ¡fue una broma cruel y práctica!».

«Pero cómo», dijo Bevan al subir a su vagón mirando hacia atrás, «¿cómo escapó usted al final?».

«Mediante una estratagema», contestó el irlandés, y se subió a otro compartimiento.