CAPÍTULO III
Peter Moreman aprovechó la mañana un tanto soleada, bastante menos fría que las anteriores, para ir a pescar.
Conocía un buen lugar. Allí las truchas picaban el anzuelo que daba gusto.
Era un lugar apartado, solitario, entre rocas. Donde pintorescamente sólo había un árbol.
Pero apenas estuvo allí aquella mañana, Peter Moreman se sintió nervioso, inquieto, excitado. De pronto, había tenido la sensación de que un peligro terrible se cernía sobre él.
Se giró. Miró a su alrededor. No vio a nadie. A pesar de eso no pudo calmarse, no acertó a serenarse.
Al poco, oyó una voz tras él. Una voz que le habló con gran naturalidad. Le dijo en forma de saludo y a la vez a guisa de despedida:
—Tú vas a ser el primero.
Peter Moreman se volvió rápidamente, lanzando un grito al ver a la persona que estaba a unos cinco o seis metros de él.
Pero lo que le hizo proferir el grito, que tuvo bastante de alarido, no fue en sí la persona que vio, sino su expresión, sus gestos, y el ver que sostenía en la mano derecha una larga y afiladísima lanza, pintarrajeada a rayas negras y rojas. Idénticas a las de la tribu nakki.
Una lanza que aún no había acabado su grito, cuando ya cruzaba aterradoramente los aires.
Había sido dirigida con escalofriante puntería, y con una fuerza increíble, digna de un ser demoníaco.
Peter Moreman sólo acertó en su espanto, en su horror, a retroceder un paso.
Lo que únicamente le sirvió para tropezar con el tronco del árbol, donde se incrustó furiosamente la lanza luego de haberle atravesado de parte a parte el cuello.
—No, piedad… Piedad —gimió, pegado al árbol, sacando sangre a borbotones por la herida y por la boca.
Ya iba en camino la segunda lanza. Dirigida con idéntica y estremecedora puntería.
Una puntería precisa y matemática como si la mano que la lanzara fuera una máquina libre de todo fallo e imperfección.
Peter Moreman volvió a sentir el dolor horrible de una nueva herida. Y fueron ya dos las lanzas que le dejaron pavorosamente sujeto al tronco del árbol.
Aún tenía a salvo la yugular, de eso que siguiera viviendo. ¿Acaso era lo que su asesino pretendía, que se dilatara su agonía en medio de aquel afluir aparatoso de sangre? Posiblemente, sí. Bien estaba demostrando que la lanza daba infaliblemente donde quería.
Y otra lanza, pintarrajeada a rayas rojas y negras, iba ya camino de él.
Y Peter Moreman, pegado al árbol, no podía hacer nada, nada en absoluto, por evitarlo. Sólo podía rogar que acabase con él de una vez.
Su ruego no fue satisfecho. La lanza le atravesó nuevamente el cuello, pero por lo visto por ningún lugar enteramente vital.
Nuevo afluir de sangre por la boca, a chorros, a borbotones, hasta sentir que se asfixiaba, que se ahogaba.
Otra lanza.
Ésta sí acabó con su vida, al provocarle un súbito colapso.
Pero aún la mano asesina lanzó otra lanza, y otra, todas dirigidas al cuello, hasta que la cabeza quedó tétricamente decapitada, separada del cuerpo.
El cuerpo se desplomó contra el suelo.
La cabeza quedó sujeta al árbol.
* * *
Mientras sacaba humo de su cigarro puro, el comisario Ralston intentaba sacar alguna deducción, atar cabos, pero evidentemente nadie le estaba ayudando.
Mi siquiera Patrick O’Sullivan, que guardó silencio y no aludió a las cartas recibidas.
Por su gusto hubiera hablado claro, pero sus amigos Robert Mageen, Anthony Noore y Tony Menis, acababan de rogarle encarecidamente que de momento no dijera nada, y quiso ponerse de parte de ellos. Tal vez porque se temía que, poniéndose de parte de la policía, tampoco iba a adelantar mucho.
—La forma de ejecutar esta muerte —comentó finalmente el comisario Ralston y despidió un par de bocanadas de humo— delata, indudablemente, a un hombre que ha estado en tierras africanas… O a una mujer… Alguien que, a no dudarlo, haya practicado con tribus negras… Como sea que la víctima estuviera no hace mucho por tales latitudes, resulta lógico pensar…
No terminó la frase, dejando interrumpidas al parecer sus deducciones.
Pero luego habló en voz baja con uno de sus agentes, dando varias órdenes. Por lo visto, se llevaba en la mollera alguna idea que no consideraba desdeñable del todo.
Cuando Patrick y sus amigos salieron de la comisaría, se dirigieron al casino.
No era la hora común de reunirse, pero comprendieron que allí podrían hablar con un poco de tranquilidad. Si es que la palabra tranquilidad podía adaptarse al caso.
—Bien, ¿qué pensáis? —preguntó Patrick O’Sullivan así que estuvieron en el acostumbrado salón, en esta ocasión con las puertas cerradas para evitar posibles indiscreciones.
—No sabría decirte —contestó Robert Mageen, con los nervios a flor de piel.
—¿Y tú, Anthony? —preguntó, dirigiéndose al otro amigo.
—No sé…, no sé… —tartamudeó éste.
—¿Y tú, Tony?
—No sé… —repitió.
—Pues partiendo de la base que sabéis tan poco —resumió Patrick—, habéis estado desacertados no ayudando al comisario Ralston. Al rogarme que callara lo referente a las cartas, he supuesto que deducíais algo.
—No, nada —dijo Robert Mageen—. ¿Qué quieres que deduzcamos? Todo esto es demasiado horroroso.
—Sí, lo es —convino Anthony Noore.
—Pues yo sí he llegado a una conclusión —dijo Patrick O’Sullivan.
—Habla —le apremió Robert.
—Dinos… —Se impacientó Anthony.
—Explícate —este último fue Tony Menis.
Surgió una pregunta:
—¿Vosotros habéis hablado con la familia, o con algún amigo en particular de las últimas amenazas que, gritando, desgañitándose, nos dirigió Simon Ward mientras la piragua descendía por el río? —Y antes de recibir respuesta, prosiguió—: Imagino que no, ni con la familia, ni con los amigos, ni con nadie. En realidad, desde el principio estabais todos pensando en no pagar las veinte mil libras. Así pues, ¿a qué referirse o a qué rememorar algo enojoso y desagradable, que bien mirado comprometía vuestro honor? Valía más echarlo al olvido, ¿no es eso?
—Tienes razón —dijo Robert Mageen—. A nadie he hablado a este respecto.
—Yo tampoco —repuso Anthony Noore, tartamudeando de nuevo con voz atiplada.
—Yo tampoco —repitió Tony Menis.
—Pues si ninguno de vosotros ha hablado en ese sentido —dijo Patrick—, yo tampoco lo he hecho. Nadie, por tanto, ha podido enterarse de que aquellas palabras fueron pronunciadas… Nadie ha podido saber que Simon Ward nos amenazó con morir, de no cumplir lo acordado, bajo las lanzas de la tribu nakki. Y si sólo lo sabemos nosotros, ¿cómo es que Peter ha muerto precisamente de esa forma? Con las lanzas pintarrajeadas a rayas rojas y negras, como aquellas… —Y exclamó, sin más—: Porque el asesino de Peter es uno de los que estábamos allí.
Se indignaron con él. ¿Cómo se le podía ocurrir semejante cosa?
—Dadme una idea más aceptable.
—El espíritu de Simon Ward —dijo Robert Mageen— que nos llega desde aquellas tierras para destruirnos.
—Inaceptable tu idea —opinó Patrick O’Sullivan—. No creo en espíritus que atraviesan los océanos.
—Algo puede que haya de lo que dice Robert —tartamudeó de nuevo Anthony—. No lo tomes tan escépticamente. Una vez leí en una revista científica, que los espíritus de los seres humanos…
—¿Y quién escribió aquellas cartas? —Le interrumpió Patrick—. ¿También el espíritu que cogió pluma y tinta y se expresó tan claro y con letra de imprenta para qué no pudiera ser identificada? Un espíritu muy astuto. Demasiado para ser sólo eso. Mira, yo aquí busco a un ser vivo por los cuatro costados.
—¡Pero es ridículo que desconfíes de nosotros! —Se defendió Tony Menis—. Si somos precisamente nosotros los que no queremos desprendernos de las veinte mil libras. ¿A qué, pues, íbamos a lanzarnos a este insensato desvarío, para exigirnos y obligarnos a nosotros mismos a pagar? ¿Quién de nosotros iba a hacer esa solemne tontería y para qué? ¡Por Dios, que no tiene lógica! ¿No lo comprendes?
—Desde luego, bien mirado no tiene la menor lógica —dijo finalmente Patrick O’Sullivan.
Se vio forzado a reconocerlo, a admitirlo así.
De momento, al menos, se imponía la evidencia.