11. Del compositor al intérprete y de éste al oyente
Hasta aquí, este libro se interesó en su mayor parte por la música en abstracto. Pero casi toda situación musical, prácticamente considerada, implica tres factores distintos: un compositor, un intérprete y un oyente. Ellos forman un triunvirato, ningún miembro del cual está completo sin los otros dos. La música comienza por un compositor, pasa por un intérprete como medio y termina por ti, el oyente. En último análisis, se puede decir que en la música todo va dirigido a ti, el oyente. Por tanto, para escuchar inteligentemente tienes que entender bien no sólo tu papel sino también los del compositor y el intérprete y con qué contribuye cada uno a la suma total de una experiencia musical.
Comencemos por el compositor, va que la música de nuestra civilización comienza por él. ¿Para qué, después de todo, escuchamos cuando escuchamos a un compositor? No tiene que narrarnos una historia, como el novelista; no tiene que «copiar» la naturaleza, como el escultor; su obra no tiene que desempeñar una función práctica inmediata, como el dibujo del arquitecto. ¿Qué es, pues, lo que nos da? Una sola respuesta me parece posible: se nos da a sí mismo. La obra de todo artista es, por supuesto, una expresión de sí mismo, pero ninguna tan directa como la del músico creador. Él nos da, sin relación con «acontecimientos» exteriores, la quintaesencia de sí mismo, esa porción que entraña la expresión más plena y profunda de sí mismo en cuanto hombre y de su experiencia en cuanto semejante nuestro.
Recuerde siempre el oyente que cuando escucha la creación de un compositor está escuchando a un hombre, a un determinado individuo con su particular personalidad. Porque el compositor, si ha de ser de alguna valía, deberá tener personalidad propia. La música podrá ser de mayor o menor importancia, pero en caso de ser significativa siempre reflejará esa personalidad. Ningún compositor puede poner en su música valores que no posea como hombre. Su carácter podrá estar entreverado de humanas flaquezas —como el de Lully o el de Wagner, por ejemplo—, pero todo lo que haya de fino en su música provendrá de todo lo que haya de fino en él en cuanto hombre.
Si examinamos más atentamente esta cuestión del carácter individual del compositor, descubriremos que está formado en realidad por dos elementos distintos: la personalidad con que nació el compositor y el influjo de la época en que vive. Porque, evidentemente, cada compositor vive en una cierta época y cada época tiene también su carácter. Cualquiera que sea la personalidad del compositor, ella se expresa dentro del marco de su época. Es la reacción recíproca entre personalidad y época lo que da por resultado la formación del estilo del compositor. Dos compositores de personalidades enteramente análogas que viviesen en épocas diferentes producirán inevitablemente música de estilos diferentes. Así pues, cuando hablamos del estilo de un compositor nos estamos refiriendo al resultado combinado de un carácter individual y una época determinada.
Quizá se aclare más esta importante cuestión del estilo musical si la aplicamos a un caso concreto. Tomemos a Beethoven, por ejemplo. Una de las características más evidentes de su estilo es la rudeza. Beethoven, como hombre, tenía fama de ser un individuo brusco y rudo. En todo caso, por el solo testimonio de su música sabemos que es un compositor de carácter osado y tosco, una verdadera antítesis de lo suave y lo melifluo. Pero además, ese carácter rudo de Beethoven adoptó diferente expresión en los diferentes periodos de la vida del compositor. La rudeza de la Primera Sinfonía es diferente de la de la Novena. Es una diferencia de épocas. El primer Beethoven era rudo dentro de los límites de una manera clásica dieciochesca, mientras que el Beethoven maduro experimentó la influencia de las tendencias liberadoras del siglo XIX. Por eso es por lo que, al examinar el estilo de un compositor, debemos tener en cuenta su personalidad tal como la refleja la época en que vivió. Hay tantos estilos como compositores, y cada compositor importante tiene varios estilos diferentes que corresponden a las influencias de su tiempo y a la maduración de su propia personalidad.
Si es esencial para el oyente comprender la cuestión del estilo musical aplicada a la obra de un compositor, aún lo es más para el intérprete. Porque el intérprete es, musicalmente, una especie de agente de negocios. Lo que oye el auditor no es tanto el compositor como el concepto que del compositor tiene el intérprete. El contacto del escritor con su lector es directo; el cuadro del pintor no necesita más, para que se vea, que colgarlo bien. Pero la música, al igual que el teatro, es un arte que, para que viva, necesita ser reinterpretado. El pobre compositor, una vez que ha terminado su composición, tiene que entregarla a las benignas mercedes de un artista intérprete, el cual, no hay que olvidarlo nunca, es un ser dotado de una naturaleza musical y una personalidad propias. Por tanto, el oyente lego sólo podrá juzgar cabalmente una interpretación si es capaz de distinguir entre el pensamiento del compositor, idealmente hablando, y el grado de fidelidad con que el intérprete reproduce ese pensamiento.
El papel del intérprete no deja lugar a discusiones. Todos estamos de acuerdo en que el intérprete existe para servir al compositor, para asimilar y volver a crear el «mensaje» del compositor. La teoría es bastante clara; lo que necesita elucidación es su aplicación en la práctica.
La mayoría de los intérpretes de primer orden están hoy equipados en cuanto a técnica en un grado más que suficiente para todo lo que se les pueda exigir. De suerte que, en la mayoría de los casos, la habilidad técnica se da por descontada. El primer problema interpretativo real lo plantean las notas mismas. La notación musical, en el estado en que hoy se halla, no es una transcripción exacta del pensamiento del compositor. No puede serlo, porque es demasiado vaga y permite desviaciones demasiado amplias en las cuestiones individuales de gusto y preferencia. A causa de eso, el intérprete está siempre ante el problema de qué grado de fidelidad se espera de él para con la música escrita. Los compositores son humanos y se sabe que han incurrido en inexactitudes de notación y en omisiones importantes. También se sabe que han cambiado de opinión en cuanto a sus propias indicaciones de tempo y dinámica. Por tanto, los intérpretes tienen que hacer uso de su inteligencia musical ante la música escrita. Por supuesto que es posible la exageración en los dos sentidos: apegarse demasiado estrictamente a las notas o desviarse demasiado de ellas. Probablemente se resolvería hasta cierto punto el problema si se dispusiera de una manera más exacta de escribir una composición. Pero aun así, todavía quedaría sujeta la música a una multitud de interpretaciones diferentes.
Porque, después de todo, una composición es un organismo. Es una cosa que vive, no una cosa estática. Por eso es por lo que puede ser vista bajo diferentes luces y desde diferentes puntos por los diversos intérpretes y aun por un mismo intérprete en diferentes momentos. La interpretación es en sumo grado una cuestión de énfasis. Cada pieza tiene una cualidad esencial que no debe ser traicionada por la interpretación. Toma esa cualidad de la naturaleza misma de la música, la cual se deriva de la personalidad del propio compositor y de la época en que fue escrita. En otras palabras, cada composición tiene su propio estilo, al cual debe ser fiel el intérprete. Pero cada intérprete tiene también su personalidad propia, de modo que el estilo de una pieza lo oímos tal como lo refracta la personalidad del intérprete.
La relación entre el ejecutante y la composición que él vuelve a crear es, por tanto, delicada. Cuando el intérprete inyecta a un grado inexcusable su personalidad en una ejecución, surgen los equívocos. En estos últimos años, la mera palabra «interpretación» ha caído en descrédito. Desalentados y fastidiados por las exageraciones y falsificaciones de los intérpretes a lo «prima donna», un cierto número de compositores, con Stravinsky como cabecilla, han dicho, en efecto: «No queremos ninguna de esas llamadas interpretaciones de nuestra música; no haga más que tocar las notas; no añadan ni supriman nada.» Aunque es bien clara la razón de esa admonición, me parece que representa una actitud nada realista por parte de los compositores. Porque no es posible que ningún cumplido intérprete toque una pieza de música, ni aun siquiera una frase, sin añadirle algo de su propia personalidad. Para decirlo de otro modo, los intérpretes tendrían que ser autómatas. Es inevitable que cuando ejecutan música la ejecutan a su manera. Y al hacerlo así no tienen por qué falsificar las intenciones del compositor; no hacen más que «leer» la música con las inflexiones de su propia voz.
Pero hay más razones, y más profundas, para las diferencias de interpretación. Es indudable que una sinfonía de Brahms, interpretada por dos directores de primer orden, puede variar efectivamente sin ser infiel a las intenciones de Brahms. Es interesante que rumiemos por qué eso ha de ser cierto.
Tomemos, por ejemplo, dos de los intérpretes notables de nuestros días: Arturo Toscanini y Serge Koussevitzky[48]. Son dos personalidades totalmente diferentes, hombres que piensan diferentemente, que se emocionan de diferente manera con las cosas, cuya filosofía de la vida es diferente. Es de esperar, pues, que cuando manejen las mismas notas sus interpretaciones discrepen considerablemente.
El director italiano es un clásico por naturaleza. Un cierto despego es parte esencial del carácter del clásico. La primera impresión que nos produce es curiosa: Toscanini parece no hacerle absolutamente nada a la música. Sólo después de un rato de haber estado escuchando es cuando empieza a apoderarse de nosotros la sensación de que allí hay un arte que oculta al arte. Toscanini trata la música como si ésta fuese un objeto. La música parece encontrarse al fondo del escenario, donde la podemos contemplar para deleite nuestro. En torno de ella hay una maravillosa sensación de despego. Y, sin embargo, es música todo el tiempo, la más apasionada de las artes. Con Toscanini, el énfasis está siempre en la línea, en la estructura como un todo, nunca en el detalle o en el compás aislado. La música se mueve y vive por sí y para sí, y nos consideramos afortunados con poder contemplarla vivir de ese modo.
Por el otro lado, el director ruso es un romántico por naturaleza. Se mete en cuerpo y alma en la música que interpreta. Hay poco de calculador en él. Tiene el fuego, la pasión, la imaginación dramática y la sensualidad del verdadero romántico. Para Koussevitzky toda obra maestra es un campo de batalla en el que él capitanea el gran combate y del cual podemos estar seguros que el espíritu humano surgirá triunfante. Cuando Koussevitzky «está de vena», el efecto que produce es irresistible.
Si esas dos opuestas personalidades aplican sus dotes a la misma sinfonía de Brahms, los resultados tendrán que ser diferentes. Este caso de un compositor profundamente alemán interpretado por un ruso y un italiano es típico. Ninguno de los dos intérpretes es probable que saque a su orquesta la sonoridad que un alemán reconocería como echt deutsch[49]. En manos del ruso, la orquesta de Brahms resplandecerá con un lustre insospechado, y al llegar al final se habrá extraído hasta la última gota el drama romántico contenido en la sinfonía. En cambio, con el italiano se acentuará el lado clásico-estructural de Brahms y las líneas melódicas serán buriladas con el estilo lírico más puro. Como verá el lector, en ambos casos se trata simplemente de una cuestión de énfasis. Puede ocurrir que ninguno de esos hombres encarne nuestro concepto del intérprete perfecto de una sinfonía de Brahms. Pero no es ésa la cuestión. La cuestión es que para escuchar inteligentemente una interpretación hay que poder reconocer qué es, exactamente, lo que el intérprete está haciendo con la composición en el momento en que la vuelve a la vida.
En otras palabras, hay que percatarse mejor de la parte que tiene el intérprete en la ejecución que se está oyendo. Para eso son necesarias dos cosas: tener como punto de referencia un concepto más o menos ideal del estilo propio del compositor en cuestión y poder percibir hasta qué punto el intérprete reproduce ese estilo, dentro de la estera de su propia personalidad. Por lejos que estemos de alcanzar ese ideal de la audición, será bien que lo tengamos presente como objetivo.
Al llegar aquí, la importancia del papel que tiene el oyente en todo este proceso debe resultar evidente por sí misma. Los empeños combinados del compositor y el intérprete sólo tienen sentido si se dirigen a un conjunto inteligente de auditores. Eso revela una responsabilidad por parte del auditor. Pero antes de que se pueda entender la música hay que amarla de verdad. Los compositores y los intérpretes quieren sobre todo auditores que se entreguen plenamente a la música que están oyendo. Virgil Thomson describió una vez el oyente ideal como «la persona que aplaude vigorosamente». Con ese bon mot quiso dar a entender, sin duda, que el auditor que en realidad se mete en la música es el único que tiene importancia para la música o los que hacen música.
Entregarnos por completo significa inevitablemente una ampliación de nuestro gusto. No basta con amar la música solamente en sus aspectos más convencionales. El gusto, al igual que la sensibilidad, es hasta cierto punto una cualidad congénita, pero ambos se pueden desarrollar de modo considerable con una práctica inteligente. Eso quiere decir escuchar música de todas las escuelas y de todas las épocas, vieja y nueva, conservadora y moderna. Quiere decir escuchar sin prejuicios, en el mejor sentido del término.
Toma, lector, tu responsabilidad de oyente. Todos nosotros, profesionales y profanos por igual, estamos esforzándonos siempre por hacer más profunda nuestra comprensión de este arte. No tienes por qué ser una excepción, por modestas que sean tus pretensiones como oyente. Y puesto que nuestras reacciones juntas de auditores son lo que más profundamente influye tanto en el arte de la composición como en el de la interpretación, se puede afirmar en verdad que el futuro de la música está en nuestras manos.
La música sólo puede estar viva realmente si hay auditores que estén realmente vivos. Escuchar atentamente, escuchar conscientemente, escuchar con toda nuestra inteligencia es lo menos que podemos hacer en apoyo de un arte que es una de las glorias de la humanidad.
Este libro ha sido publicado
originalmente para:
www.epublibre.org
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