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Esa respuesta, aunque le heló la sangre, le confirmó que el barco fantasma iba a atracar en la punta de Neist.

—No quiero que vuelvas a pasear sola –dijo James sin importarle que Tilda se ofendiera-. Será mejor que te quedes en casa o, mejor aún, ¿por qué no vas a pasar estos días con tus primas?

-Discúlpame, James, ¿pero se puede saber qué estás diciendo? El señor y la señora Nesson regresan dentro de dos días, y mis padres la semana próxima.

Agradezco que te preocupes por mí, pero es del todo innecesario.

James se mordió la lengua, no podía decirle nada que delatara la misión, y a juzgar por lo que sabía de Tilda, tampoco lo creería.

-Me preocupo por todos mis feligreses –dijo él, aunque ni él mismo se creyó sus palabras.

Pasaron el resto del camino en silencio, él pensando en cómo proteger a Tilda y atrapar a los contrabandistas al mismo tiempo, y ella tratando de no caer en la tentación de acariciar la frente de James y decirle que dejara de preocuparse.

Ninguno de los dos pareció darse cuenta de que habían llegado a la rectoría, pero James fue el primero en reaccionar.

-¿Por qué no pasas y entras un poco en calor? Seguro que la señora Thorngoode tiene una tetera lista, y creo que esta semana no ha recibido carta de su hija –añadió guiñándole el ojo.

Y fue ese gesto lo que convenció a Tilda para quedarse.

Él la ayudó a descender de la carreta y, aunque esta vez los dos llevaban guantes, el contacto fue igual de intenso. Entraron en el pequeño edificio y el ama de llaves apareció en seguida, muerta de preocupación. Tilda se encargó de contarle el incidente de la noche anterior, omitiendo el detalle de que en su casa no había nadie más y cambiando la bala del brazo de James, perdón, del padre James, por un corte producido por una de las afiladas rocas de los acantilados. La mujer, fiel a su carácter maternal, les preparó el té y un trozo de pastel. James apareció minutos más tarde, vestido de nuevo con su sotana, y Tilda lamentó el cambio de vestuario, aunque agradeció el recordatorio de que tenía que mantenerse alejada de él.

-¿Señorita Glennan? –James la llamó por su apellido pues no quería que la vieja chismosa de su ama de llaves empezara a hacer cábalas-. ¿Me permite que la acompañe a la librería?

-Por supuesto, padre –respondió ella, recuperando también las distancias.

Los dos salieron de la casa y fueron paseando hasta la pequeña tienda del señor Lowell. Lobo caminaba entre los dos, pero si se aburría con los pasos adormecidos de su ama corría unos metros y luego volvía a retroceder.

-Es un buen perro –dijo James rompiendo el cómodo silencio que se había establecido entre ambos.

-Lo es –afirmó Tilda con una sonrisa-. Me lo regalaron cuando tenía catorce años.

-El mío murió cuando tenía ocho.

-¿Cómo se llamaba?

- Trueno.

-Bonito nombre –dijo Tilda, a quien le costaba imaginarse a James de pequeño. Era tan alto y tan grande que a veces parecía que hubiera venido al mundo con esa estatura-. ¿Cómo eras de pequeño?

-Muy alto. Demasiado –respondió él con una sonrisa-. Los niños se burlaban de mí. Excepto William y Alex, y mis hermanas, claro.

-¿Tienes hermanas?

James tardó unos segundos en darse cuenta de que había empezado a contarle la verdad. Esa mujer era muy peligrosa para su salud mental, estando con ella se olvidaba de que era un espía y se convertía simplemente en un hombre que ansiaba que alguien se preocupara por él de verdad.

-Dos –respondió, diciéndose a sí mismo que mientras no le dijera nada más todo iba a salir bien-. Ya hemos llegado-. Le abrió la puerta de la librería y respiró aliviado.

Tilda corrió hacia el mostrador y saludó al señor Lowell efusivamente. Era obvio que la muchacha sentía cariño por el viejo librero, y cuando éste le entregó el paquete con el libro que ella estaba esperando, el rostro de Tilda se iluminó y James se quedó sin aliento.

-¿Qué puedo hacer por usted, padre? –ofreció el señor Lowell.

-Nada, gracias. Sólo he acompañado a la señorita Glennan –respondió James.

Los dos desviaron la mirada hacia la dama en cuestión, que estaba tan contenta que el brillo que desprendían sus ojos iluminaba la pequeña tienda.

-Si quieres podemos ir a pasear un rato y así me cuentas algo más sobre estas leyendas que tanto te fascinan. –le dijo James a Tilda. En realidad, James quería seguir hablando sobre el marqués de Vessey y su emisario, y quería asegurarse de que Tilda no corría peligro alguno.

-De acuerdo.

Tilda se despidió del señor Lowell y con el libro bajo el brazo salió de la librería. James hizo lo mismo y la siguió hacia fuera, donde Lobo estaba esperándolos. Fueron paseando hacía el castillo de Armadale y después de discutir sobre el mito de las sirenas, Tilda se arriesgó a dirigir la conversación sobre temas más personales.

-Creo que me iré una temporada a Edimburgo –dijo ella.

-¿Cuándo? ¿Por qué?

-Cuando mis padres regresen. Creo que ha llegado el momento de hacer algo con mi vida.

-¿Algo como qué? –preguntó él.

-Quiero ver mundo. –Levantó los brazos y los extendió como si quisiera abarcar con ellos el horizonte-. Y quiero enamorarme. –Tan pronto como terminó esa frase se sonrojó.

-Lo de ver mundo lo entiendo, y estoy convencido de que disfrutarás conociendo otros lugares, pero lo de enamorarte creo que es tan absurdo como lo de tus sirenas y duendes del bosque.

-¿No se supone que un sacerdote debería creer en el amor?

James se encogió de hombros, dejando claro que le daba igual lo que se suponía que debía pensar o no.

-El amor no existe, es como tratar de atrapar un arco iris, a veces puedes pensar que lo has conseguido, pero luego te das cuenta de que sólo es un espejismo y que se ha desvanecido.

-Vaya, eres todo un cínico –dijo Tilda mirándolo a los ojos-. Pero no te creo.

El amor existe, estoy segura de ello, pero tal vez tengas razón en lo del arco iris; si fuera fácil de encontrar no valdría la pena luchar por él. ¿Sabes qué pienso? –Vio que él levantaba una ceja, y continuó-: Pienso que hay mucha gente que confunde el amor con la comodidad, la conveniencia, o incluso el afecto, y sí, en esos casos es un sentimiento que puede desvanecerse… pero el amor, el amor de verdad, no desaparece ante nada.

-¿Y tú cómo lo sabes? Según tus propias palabras, jamás te has enamorado –replicó él, poniéndose a la defensiva, pues las palabras de Tilda le recordaron lo que su madre solía decirle antes de morir.

-Lo sé –afirmó ella sin más-. Lo sé del mismo modo que sé que mis padres me quieren, igual que sé que Lobo mueve la cola cuando es feliz, igual que sé que los señores Nesson se preocupan por mí cada noche. Hay cosas que sencillamente se saben, como la fe, ¿no?

-No sé, supongo que es normal que lo creas así. Eres tan joven. –James empezó a utilizar excusas, con cada frase Tilda derretía un poco más el hielo que envolvía su corazón.

-¿Cuántos años tienes? –preguntó ella.

-Treinta y dos. Aunque no es asunto tuyo. —Tenía treinta y dos, pero junto a ella se sentía un anciano, ¿cuándo había perdido él la ilusión y las ganas de vivir?

¿Cuándo murió su madre? ¿Cuando vio que su padre se convertía en un ermitaño?

¿O cuando entendió que el mundo estaba lleno de gente capaz de traicionar a cualquiera a cambio de dinero? James sacudió la cabeza, hacía mucho tiempo que no se planteaba esas cosas, de hecho, el día que se convirtió en Halcón dejó de hacerlo. Él estaba convencido de que la vida no merecía la pena, que querer a alguien para luego perderlo no compensaba, que las lealtades no servían de nada en una sociedad vacía de principios, pero si con su fuerza física y sus habilidades podía ayudar en algo a la Hermandad, estaba dispuesto a hacerlo. Al menos así cuando muriera su paso por este mundo habría servido para algo.

-¿Padre?, ¿James? –Tilda lo sacó de su ensimismamiento-. ¿Estás bien?

-Sí, perdona. Estaba pensando. ¿Qué decías? –Sabía que ella había dicho algo pero no lo había escuchado.

-He dicho que no eres tan mayor. Comparado con los pretendientes que intentaron endosarme la última vez que fui a casa de mis primos eres todo un chaval. –Ella se rió y eso bastó para que él recuperara el buen humor.

-¿Qué pretendientes? –preguntó de repente. ¿Por qué la idea de que Tilda despertara el interés de ciertos hombres lo enfurecía? Pues porque es la primera mujer que te gusta de verdad, dijo una voz dentro de su cabeza.

-Nadie importante. Las vistas desde aquí son preciosas –suspiró Tilda al cruzar por el valle que rodeaba el castillo.

-Lo son –afirmó él mirándola a ella-. ¿De verdad crees que encontrarás el amor en Edimburgo?

-No lo sé –respondió Tilda-. Pero si me quedo aquí seguro que no.

-¿Por qué? –Por el modo en que ella habló, supo que esas palabras ocultaban algo que hizo un escalofrío le recorriera la espalda.

-Porque… -Levantó la vista y lo miró a los ojos.

A James empezaron a temblarle las manos pero inclinó la cabeza para perderse en los ojos de Tilda. Tenía el labio entreabierto e, igual que él, estaba temblando. Se dijo a sí mismo que era un error, que no debía hacerlo, que ella se merecía al mejor de los hombres y que él distaba mucho de serlo, pero a pesar de todo la besó. Al principio sólo le rozó los labios, despacio, con una ternura de la que no sabía que era capaz. Y cuando ella respondió al beso y se puso de puntillas para rodearle el cuello con los brazos, James se olvidó de todo, de su misión, de su pasado, de su miedo a vivir, y se perdió en el beso y en la boca de Tilda. Era obvio que a ella nunca antes la habían besado, pues mantenía los labios a medio abrir, pero poco a poco, entre besos y susurros, la conquistó para que le besara de verdad. James deslizó la lengua entre los dientes de Tilda y ella, aunque se sorprendió, no se apartó, sino que con timidez imitó la caricia. James supo que él tampoco había besado nunca a nadie antes de besar a Tilda, pues ese beso era el primero que le llegaba el alma, el primero que daba sentido a todo lo que había escuchado jamás sobre el amor. Sin poder evitarlo, le rodeó la cintura con las manos y la levantó en brazos para seguir besándola sin que ella tuviera que estar de puntillas, y al sentir su pequeño cuerpo junto al suyo, sus pechos contra su torso, James, el témpano de hielo, el Halcón que afirmaba no tener corazón, ni saber lo que era la pasión, se estremeció y supo que había dado con su arco iris.

Tilda enredó los dedos en la nuca de James, fascinada por la sensación de estar entre sus brazos. Había soñado muchas veces con ese beso, pero ninguno de esos sueños conseguía hacer justicia a la realidad. Besar a James era mejor que ver salir el sol, mejor que acariciar a Lobo en la barriga, mejor que el pastel de chocolate de la señora Nesson, mejor que leer junto a la chimenea. Besar a James era todo eso junto y mucho más. Respondió a cada caricia de la lengua de James con una propia, a cada gemido con un susurro, a cada suspiro con otro, pero pronto la necesidad de estar más cerca de él, de saber más, de descubrir qué se escondía tras esos labios y esos ojos grises fue insoportable, y de un modo inconsciente deslizó las manos hacia delante, pero al tocar el alzacuellos recordó qué era James y lo que eso conllevaba.

-James –dijo en voz baja apartándose un poco.

Él levantó un poco la cabeza pero en seguida volvió a besarla con pasión.

Era como si tuviera miedo de que si dejaba de besarla no pudiera volver a hacerlo, la abrazó con fuerza durante unos segundos, besándola con desesperación, tratando de confesarle con sus labios las palabras que sabía que por ahora no podía pronunciar. Pero cuando escuchó a Lobo ladrar supo que había llegado el momento de soltarla. Despacio, muy despacio, James volvió a depositarla en el suelo y cuando creyó poder controlar el temblor de sus manos le soltó la cintura. Miró a su alrededor, en busca del intruso que había alertado a Lobo, pero no vio a nadie.

-James. –Tilda fue la primera en decir algo-. ¿Qué ha pasado? –preguntó llevándose dos dedos a los labios.

-No lo sé –respondió él cogiéndole la mano y apartándosela de la boca. No quería que ella se eliminara el rastro que él hubiera podido dejar allí, sentía la necesidad imperiosa de que lo recordara, igual que él iba a recordarla a ella-. Pero no puede repetirse.

-¿Por qué? –Levantó la mano que él no tenía sujeta y le acarició la mejilla-.

¿Por qué? –repitió.

-Porque no. –Sabía que no era explicación suficiente y que Tilda no iba a conformarse con eso.

-¿Estás enfadado conmigo? –preguntó ella. Tilda no sabía demasiado sobre besos, y tampoco sabía mucho sobre hombres, pero sí sabía que no era normal que después de un beso el hombre en cuestión pareciera a punto de querer matar a alguien.

-No, contigo no. Estoy enfadado conmigo –respondió él-. Esto jamás debería haber sucedido.

-Está bien –dijo ella ofendida. No iba a permitir que ese bruto, sacerdote o no, se arrepintiera del que había sido uno de los mejores momentos de su vida-.

Pero si no querías besarme no deberías haberlo hecho. –Vio que él iba a decir algo pero le interrumpió-. No hace falta que te disculpes, en realidad, no podría soportar que lo hicieras. Mira, será mejor que lo olvidemos. Lobo –llamó al mastín-, vámonos.

Tilda se dio media vuelta y, con el perro pegado a sus talones, regresó al pueblo en busca del carruaje que había dejado allí. Al llegar, subió sin pensarlo y cuando Lobo hizo lo mismo cogió las riendas y se dirigió hacia su casa. No fue hasta que llegó allí cuando se dio cuenta de que en algún momento había perdido el libro.

 

James abrió los ojos por enésima vez y trató de olvidar la sensación de tener a Tilda entre sus brazos. Se levantó de la cama y se acercó a la mesilla de noche en la que había guardado el libro de leyendas que a ella se le había caído durante el beso. Resignado a no poder dormir, se vistió y decidió ir a la casa abandonada de Vessey para ver si se le había pasado algo por alto. Había inspeccionado el lugar largo y tendido, pero tampoco le iría mal volver sobre sus pasos. Tenía la sensación de que esas operaciones de contrabando eran algo más que una fuente de financiación del emperador galo, había demasiados cabos sueltos, y su sexto sentido le decía que allí había algo mucho más truculento. Ojalá pudiera comunicarse con Hawkslife, o con algún otro agente. Al estar allí solo, James tenía que confiar en su instinto y ahora estaba demasiado preocupado por Tilda para pensar en otras cosas, y eso era muy peligroso, tanto para él como para la Hermandad. Tenía que recuperar su frialdad y su capacidad de análisis antes de que alguien resultara herido. Cruzó el pueblo y el bosque y la sensación de que alguien lo seguía volvió a aparecer. Colocó la mano sobre la daga que siempre llevaba consigo en sus salidas nocturnas y siguió caminando; la casa de Vessey estaba a oscuras, y se coló por la puerta del jardín igual que había hecho en las anteriores ocasiones. Subió al piso superior y cuando estaba repasando los estantes de la librería escuchó crujir las maderas de la escalera. Sigiloso, se colocó detrás de la puerta con la intención de sorprender a su asaltante, pero cuando ésta se abrió y entraron tres marinos de lo más corpulentos, James supo que iba a tener problemas. Aprovechando el elemento sorpresa, derribó a uno de los marinos de un solo golpe, pero los otros dos no se lo pusieron tan fácil. Era un enfrentamiento desigual, y ambos bandos lo sabían, pero lo que de verdad heló la sangre de James fue lo que uno de los hombres dijo entre dientes: -Vaya, padre, además de ser todo un seductor también sabe pelear.

Esos hombres no sólo sabían quién era sino que también lo habían visto con Tilda, y pensar que ella pudiera correr algún tipo de peligro le hizo pelear con más acierto. Derribó a otro, pero el tercero se empeñó en seguir de pie y con un puñal consiguió herirlo en el muslo. Genial, pensó James, sólo me falta cojear. El gigante le dio otro puñetazo y aprovechó que James quedó medio inconsciente para sujetarlo por el cuello de la camisa.

-Esto ha sido sólo una advertencia. Manténgase alejado de nosotros, padre – le dijo apretando la herida de la pierna-, o nos encargaremos de que lo próximo que se celebre en su parroquia sea el funeral de la señorita Glennan.

James tuvo ganas de desenfundar su puñal y degollar a ese hombre allí mismo, pero sabía que antes tenía que descubrir más cosas sobre ellos y, aunque era evidente que sabían lo de Tilda, por lo que le dijo también estaba claro que no sabían nada de la Hermandad ni de lo que James era en realidad. El matón lo echó escaleras abajo y James salió corriendo de la casa. Cuando se hubo alejado unos metros descansó en un callejón, pero sólo el tiempo suficiente para arrancarse una manga de la camisa y vendarse un poco la herida de la pierna. Tenía que llegar a casa de Tilda cuanto antes.