Sangre y tinta

Abril Camino

© Abril Camino

1ª edición, septiembre 2016

ISBN: B01KU97MHO

Diseño de cubierta: Abril Camino

A Carlota,

por acompañarme en esta aventura desde el otro lado del teléfono,

y por querer a Camden (casi) tanto como yo.

«Wear your heart on your skin in this life»

Sylvia Plath

SINOPSIS

El regreso de Camden Reed al lugar que lo vio crecer no está siendo un camino de rosas. Solo tiene tres cosas: un hermano que lo odia, una hermana a la que no le dejan ver y una exnovia que espera de él algo que no está dispuesto a darle. Lo último que necesita es que por la puerta de su estudio de tatuajes aparezca una chica con ganas de marcarse el cuerpo y desnudarle el alma.

Aunque, quizá, eso sea exactamente lo que necesita.

ÍNDICE

SINOPSIS

ÍNDICE

Prólogo

Capítulo 1 | Amanda

Capítulo 2 | Camden

Capítulo 3 | Amanda

Capítulo 4 | Camden

Capítulo 5 | Amanda

Capítulo 6 | Camden

Capítulo 7 | Amanda

Capítulo 8 | Camden

Capítulo 9 | Amanda

Capítulo 10 | Camden

Capítulo 11 | Amanda

Capítulo 12 | Camden

Capítulo 13 | Amanda

Capítulo 14 | Camden

Capítulo 15 | Amanda

Capítulo 16 | Camden

UN AÑO DESPUÉS | Amanda

Epílogo | CINCO AÑOS DESPUÉS | Camden

Prólogo

—Cam… ¿Estás despierto?

—Yo sí. Pero tú deberías estar durmiendo, enano. —Eran más de las dos de la madrugada, y, para variar, no conseguía conciliar el sueño.

—¿Puedo subir?

—No. —Sonreí, al negarme, aun sabiendo que iba a hacerlo de todos modos. Incluso

me habría decepcionado si se hubiera quedado en su cama. Noté cómo el lateral de mi colchón se hundía un poco bajo el peso de sus manos, y comprobé que, como siempre, había decidido trepar hasta mi cama, ignorando la escalerilla de la litera.

—Pues parece que sí podía —me dijo, con su sonrisa pícara y los ojos brillantes.

—¿Qué quieres, Matt?

—Te he oído hablar con mamá…

—¿Y?

—Mañana es el último día para matricularte en la universidad, ¿no?

—Sí.

—Y no vas a ir.

—No pasa nada, Matt. Ya está decidido. El padre de Will puede conseguirme trabajo

en su taller. No te preocupes por eso.

—¡Pero tú no quieres ser mecánico, Cam! Tú quieres pintar. Quieres ir a la universidad. Puede que a mamá hayas conseguido engañarla, pero a mí, no.

—Matt… —Lo odiaba. Era tan, tan, tan inteligente que siempre conseguía

desarmarme. Tenía diez años, por Dios, no debería hablar como lo hacía. Ni debería haberme leído el pensamiento mejor que mi madre, mis amigos y hasta yo mismo—. No

puedo irme. La beca es para Berkeley. ¿Sabes dónde está eso?

—Claro que lo sé. En San Francisco.

—Pues eso. A más de tres mil kilómetros de aquí. Demasiado lejos.

—Aquí estamos bien, Cam. Lo estaremos. Michael es un buen tipo, papá no va a volver y ahora mamá hasta cocina.

—Mamá mete lasañas en el microondas y pizzas en el horno, Matt. Y tú…

—Yo ya estoy bien. He vuelto al colegio y tengo una vida normal. Tienes que dejar de preocuparte por mí.

—Pero, ¿quién te va a llevar a clase?

—Cogeré el autobús. Ya no soy un bebé. —Me respondió, enfadado, pero delineando con un dedo el tatuaje con su nombre de mi muñeca izquierda—. Tienes que irte, Cam.

—Lo único que quieres es quedarte con la habitación para ti solo, ¿verdad?

—Entre otras cosas. —Me sonrió, mostrando sus incisivos algo separados, y me dio una palmada sonora en la espalda. A continuación, se acurrucó contra mí y dejó que lo achuchara un poco. El niño que aún era y el hombre que no tardaría en ser, en solo dos gestos—. Vete a la universidad. Aquí estaremos bien sin ti.

No conseguí conciliar el sueño en el resto de la noche, así que, a la mañana siguiente, fui el primero de la cola para entregar la solicitud para la universidad. El verano empezaba a hacer de las suyas en Hot Springs, haciendo honor al nombre de nuestra ciudad. Al salir al aparcamiento del instituto, el calor me golpeó la cara como un bofetón, pero nada podría distraerme del hecho de que estaba a pocas semanas de cumplir mi sueño. La última semana de agosto dejaría Arkansas. Dejaría a mi madre, a mi hermano y los recuerdos de un pasado aterrador. Podría, al fin, vivir mi vida. La vida que yo había elegido. No volvería a ser Camden, el hijo responsable, el hermano mayor, el enfermero, el protector. Sería Camden. Solo Camden. Y no volvería a mirar atrás.

SEIS AÑOS DESPUÉS

Capítulo 1

Amanda

No llevamos ni dos horas en el instituto, y ya me ha tocado someterme al escrutinio de Matthew Reed. Le da todo igual: que yo sea dos años mayor que él, vivir de forma permanente en el despacho del director y puede que incluso ser consciente de que el único motivo por el que no está expulsado sea la empatía que despierta su situación familiar. En un mundo ideal, yo no habría tenido que cruzarme nunca con él, pero, en mi mundo, llevo tres largos cursos colaborando como ayudante del director y, si hay alguien asiduo a ese despacho, es Matt.

Ha aparecido poco después de las diez de la mañana, con ese aire de adolescente atormentado que tanto se ha trabajado a lo largo de los años. Sí, es cierto que tiene motivos para estarlo, pero… chico, la vida es así. No todos nacemos en una casa con jardín, perro y valla blanca. E incluso quienes lo hacemos podemos perderlo todo en un abrir y cerrar de ojos. O en el tiempo que tarda un neumático en reventar y un coche en salirse de la carretera.

Sus ojos azules, casi transparentes, me han radiografiado de arriba abajo y, pese a las múltiples capas de ropa con las que trato de protegerme del frío enero de Arkansas, hace que me sienta desnuda. Camina hacia la puerta del despacho del señor Edwards con la cabeza escondida bajo la capucha, de la que sobresalen las puntas de su pelo negro, y con ese andar asimétrico que se ha convertido en su seña de identidad. Me pregunto qué habrá hecho esta vez: violar el código de vestimenta escolar, saltarse alguna clase, fumar en los lavabos, pelearse a puñetazos con algún compañero o molestar con sus comentarios a alguna chica. Por todas esas faltas ha sido castigado al menos cien veces desde que yo trabajo en el despacho de Dirección.

Al entrar en la sala previa a la oficina del director en la que yo archivo documentos del primer trimestre, se echa hacia atrás la capucha, dejando a la vista los mil pendientes de sus orejas, y me repasa sin rubor, acompañando la mirada de un gorjeo sexual al que soy completamente inmune. A veces creo que soy la única. Matt Reed es un icono en Hot Springs South. Todos los alumnos temen acabar siendo el objetivo de sus puños, y todas las alumnas ansían serlo de sus manos. Cuenta la leyenda que perdió la virginidad a los trece años bajo las gradas del campo de fútbol, con una alumna de último curso. Y, si hago caso a más rumores, parece que a la mitad de mis compañeras de clase no les ha importado repetir hazaña, sin importar tampoco la diferencia de edad.

Lo hago pasar, mientras me preparo para ir a mi clase de Biología. La colaboración en

el despacho solo me ocupa un par de horas al día, lo justo para librarme de optativas que no me apetecía cursar. Cuando estoy saliendo, ya un poco precipitada, me encuentro con él. ÉL. El hombre. El mito. El célebre hermano mayor de Matt, cuya leyenda negra es, si cabe, más alargada que la del pequeño de la familia. Entra como una exhalación en el despacho del director, sin molestarse siquiera en llamar a la puerta, rezongando por lo bajo palabras que harían estremecer a cualquiera, y, por supuesto, sin reparar en mi presencia.

Viste unos pantalones negros tan ajustados que dudo que le permitan respirar, una camiseta gris de manga corta que deja a la vista sus brazos casi negros, inundados de tinta, y unas botas militares que resuenan en el suelo de linóleo. Creo que esta es la ocasión en que, desde que volvió a la ciudad, lo he tenido más cerca, así que mis rodillas adquieren de inmediato consistencia gelatinosa. Repaso en mi cabeza los ingredientes de la tarta de chocolate que me voy a preparar para celebrar mañana mi dieciocho cumpleaños, a ver si el apego a esa rutina consigue calmarme. No, no lo consigue. Porque él es Camden Reed, y yo tengo mañana una cita (profesional) con él.

Capítulo 2

Camden

Me levanto a abrir la puerta del estudio y me tambaleo un poco. Estoy en esa fase tan curiosa en la que aún estoy algo borracho, pero la resaca ya se ve venir al fondo. He dejado cerrada la puerta durante todo el día para evitar a los curiosos, a las niñatas que quieren tatuarse a Mickey Mouse y a cualquier interesado en hacerse un piercing. Pam no está hoy por aquí, no porque no le correspondiera por turno, sino porque no tengo ánimo suficiente para verle la cara; y, en el estado en que estoy, cualquier persona con dos dedos de frente agradecerá que yo no me acerque con una aguja a su carne. En previsión de que este día iba a ser una mierda, no concerté ninguna cita. Me gusta poner los cinco sentidos en lo que hago, y siempre me ha parecido que entre un tatuador y su cliente se establece una especie de conexión especial. Es cierto que el argumento se me tambalea un poco cuando tatúo en serie flechas, letras chinas, notas musicales y, en general, cualquier diseño que siga la moda del momento, pero, ni en esos casos, consigo olvidar que alguien me ha elegido a mí para marcar su piel de por vida. Ya sabía que hoy no iba a tener el cuerpo para tatuar nada, pero, después del espectáculo de Matt ayer en el instituto, mejor mantenerme alejado de las máquinas de tatuar o alguien podría acabar con una polla grabada en la frente.

Todo a mi alrededor es una mierda. Si me rindiera ya del todo a la autocompasión, pensaría que soy yo mismo el que lo convierte todo en basura pútrida y contagiosa. Esta mañana tomé la peor decisión de mi vida, empujado por las circunstancias, sí, pero por unas circunstancias que yo mismo he creado. Y solo quiero beber. Beber y olvidar, aunque sé desde hace años que esa receta no funciona así. De hecho, beber suele ser sinónimo de recordar. De recordar los momentos más espantosos de mi vida, los que me convirtieron

en el desecho que soy hoy. O, peor aún, recordar aquellos cinco años en que conseguí vivir mi sueño alejado de Hot Springs y de la podredumbre que desprende.

Quien coño sea que está llamando al timbre del estudio no ha debido de captar la señal de que no voy a abrir la puerta. Ni debe de tener ni idea del efecto que un timbre estridente provoca en un cerebro con resaca. Le doy un trago largo a la botella de whisky de mi mochila y me preparo para partirle la cara al imbécil que haya decidido venir a tocarme los cojones. No será lo mejor para el negocio, estoy casi seguro, pero hace tanto tiempo que no me peleo que necesito recuperar esa sensación de los nudillos desollándose y la sangre corriendo por el interior de la boca. Esa sensación que borra las demás, que hace que el corazón se concentre en el dolor físico y barra la angustia y el fracaso.

Cuando llego a la puerta de cristal, tras un par de tambaleos, me doy cuenta de que utilizar la violencia contra la persona que aguarda tras ella no solo es delito, sino que probablemente sea también pecado. Una cabeza llena de rizos rubios, una cara tan plagada de pecas que lo extraño es encontrar en sus mejillas un resto de piel lisa, unos ojos verdes que me traspasan con timidez y el cuerpo de una preadolescente. Solo la curiosidad por saber qué habrá conducido a esta chica a la puerta del único estudio de tatuajes de Hot Springs impide que dé media vuelta y regrese a la sordidez de mi oficina.

—¿Qué quieres? —pregunto, en cuanto abro la puerta y la invito a pasar con un gesto

—. ¿Te has perdido?

—Hola… —duda—. Yo… quería hacerme un tatuaje.

—¿Ah, sí? —le pregunto, mordiéndome un poco la lengua para evitar descojonarme en

su cara—. ¿Y qué querías tatuarte?

—Esto. —Se saca un papel del bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros y lo desenvuelve delante de mí. «Jake». Perfecto. Una cría de trece años que cree haber encontrado al hombre de su vida porque le han dado su primer beso con lengua, y que es tan imbécil como para querer dejárselo para siempre marcado en la piel.

—¿ Jake? Mira, bonita… ¿Cuántos años tienes?

—Tengo dieciocho años. —Me planta delante de la cara su carnet de conducir y mi polla, que debe de ser la hostia de respetuosa con la edad legal para acostarse con alguien, es consciente por primera vez de que, debajo de ese aspecto tímido, se esconde un cuerpo nada desdeñable.

—Me da igual —protesto—. No tengo humor para hacerle a nadie un tatuaje hoy.

Quizá la puerta cerrada debería haberte dado una pista sobre ello. Sabes que esto no es una calcomanía, ¿verdad? Que cuando el Jake ese te mande a tomar por el culo para irse con otra, tú seguirás llevando su nombre en el tobillo, la muñeca o dónde cojones sea que has decidido tatuártelo.

—Yo no…

—Así que vuelve por donde has venido —la interrumpo—. Si en algún momento

quieres tatuarte la letra de una canción de Justin Bieber o un sol o cualquier mierda que le hayas visto a un famoso por la tele, ya sabes dónde encontrarme.

Sé que he sido bastante más cruel de lo que debería, pero, qué cojones, también la vida se ha puesto cruel conmigo y yo no he podido hacer nada por evitarlo. Se da la vuelta sobre sus talones, y prefiero no fijarme demasiado, porque juraría que he visto cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Esta mañana hice llorar a Pam, durante horas, además, así que no tenía intención de hacer llorar hoy a otra chica.

Regreso a casa caminando, porque hasta yo me he dado cuenta de que no estoy en condiciones de coger la moto. Cuando entro, la estancia que hace las veces de cocina, salón y comedor está casi completamente a oscuras. Solo la desvencijada lámpara de pie de una esquina permanece encendida. Debajo de ella está Matt, sentado en su sillón favorito en una postura imposible, leyendo un libro de bolsillo gastadísimo cuyo título no acierto a distinguir. Lleva puestas esas gafas con las que nunca se deja ver ante nadie que no sea yo, y su cara está relajada, sin el ceño fruncido que la preside de forma permanente desde que volví a la ciudad. De sus orejas cuelgan los cables de sus auriculares, por lo que todavía no ha reparado en mi presencia, así que me permito perderme por un momento en

los recuerdos de aquel niño inocente para quien un día fui todo su mundo. Como si supiera que me estoy tomando una licencia que él no consentiría, alza la cabeza y me ve.

—Hey —me dice, en ese sonido a medio camino entre saludo y gruñido que conozco

tan bien.

—¿Qué tal?

—Mejor que tú, por lo que veo —me responde, repasándome de arriba abajo y despejando cualquier duda sobre si mi aspecto físico reflejará lo mal que me siento hoy.

—¿Hay algo de cenar?

—He hecho pasta con carne.

—Pongo la mesa y cenamos, ¿vale?

—No te molestes. Yo ya he cenado —responde con desdén, levantándose del sillón.

—¿Por qué no te quedas conmigo mientras ceno yo? —le pregunto, aun sabiendo cuál

va a ser su respuesta. No sé si sigo intentándolo con la esperanza de que un día ceda o solo me gusta castigarme con su rechazo.

—Paso. —Cierra con un portazo suave la puerta de su habitación.

Me acerco a la cocina y ni me molesto en servirme un plato. Cojo un tenedor limpio

del escurridor del fregadero y como directamente de la olla los macarrones suficientes para que mi estómago no proteste. Me quedo con la mirada perdida en el salón y lo echo de menos todo. Echo de menos los correteos torpes de Lucy, con sus rizos negros saltando alrededor de su cara. Echo de menos al hermano dulce e inteligente que me miraba como

si yo albergara toda la sabiduría de este planeta, sin saber que era él de quien yo aprendía a diario. Echo de menos la libertad que un día tuve. Y, cuando empiezo a echar de menos

incluso a mi madre, me doy cuenta de que es el momento de irme a la cama, por más que

sepa que, hoy, para variar, dormir no va a ser una opción.

Capítulo 3

Amanda

Nunca, nunca, jamás, en toda mi vida, me había sentido tan humillada como ayer.

Humillada y triste. Muy triste. Desde hace tres y años y medio, desde la maldita noche en que mi vida saltó por los aires, supe que el día que cumpliera dieciocho años me tatuaría el nombre de Jake en el hombro, en el lugar donde él siempre me daba un beso antes de que me fuera a dormir. El día había sido una completa mierda. Me encantaría decir lo contrario porque, al fin y al cabo, lo había pasado casi entero con mi madre, pero no hay nada de encantador en preparar una tarta para una misma y comérsela entera. Hace ya tiempo que la idea de que mi madre mastique queda bastante fuera de la realidad. Tampoco es que me hiciera especial ilusión ser mayor de edad. Desde antes de los quince, me he encargado de todo lo que hace un adulto en su vida, así que el cambio de dígito no supuso una gran diferencia. Lo único ilusionante que hubo en todo mi día fue la emoción por hacerme el tatuaje.

Siempre me han gustado los tatuajes, por muy consciente que sea de que no se corresponden demasiado con la imagen de niña buena que sé que doy. Me parece que hay

algo romántico en el hecho de convertir algo en perdurable, en este mundo en que todo parece ser cada vez más temporal. Pero, al parecer, el tatuaje va a tener que esperar, dado que Hot Springs no se caracteriza por tener una oferta de establecimientos muy amplia, y yo no pienso volver por Blood & Ink[1] ni por cualquier lugar frecuentado por el infame Camden Reed.

—Entonces, cariño, ¿no te dio ninguna explicación más? —me pregunta mi madre con

su voz débil. A veces pienso que nadie más que yo puede escucharla, como si mi oído se hubiera regulado a la frecuencia exacta en que puedo percibir sus palabras, casi como el de las madres que comprenden cada palabra que dicen sus hijos cuando los demás solo percibimos balbuceos. Supongo que es una buena metáfora de la situación: yo, convertida en madre de mi madre.

—Primero pensó que no tenía la edad legal y, luego, se portó como un gilipollas…

—Mandy… —me reprende.

—Perdón. Se portó como un idiota. Yo creo que estaba borracho o algo así.

—Esa familia… Siempre han sido complicados. El hermano pequeño va a tu instituto,

¿no?

—Sí. Es una especie de delincuente juvenil en potencia.

—¿Y qué vas a hacer?

—Pues esperaré a ver si alguien abre otro estudio de tatuajes por aquí cerca.

—Hija, no seré yo quien te anime a hacerte un tatuaje. —Me parece ver una sonrisa en

su cara, y no puedo evitar contagiarme—. Pero creo que deberías volver a intentarlo.

Quizá pueda recomendarte a otra persona si él no quiere hacerlo. O, al menos, que escuche

lo que tienes que decir.

—Pues puede que lo haga. —No pienso arrastrarme a dejar que ese energúmeno me tatúe, pero lo que ha dicho mi madre sobre hacer que me escuche cala hondo en mí y tomo una decisión—. Voy a acercarme hasta el estudio. Ese gilipollas me va a oír.

—Mandy…

—Ay, perdona otra vez, mamá. —Me acerco a darle un beso y compruebo que todo está en orden antes de marcharme—. Rachel tiene turno hasta las doce de la noche. Hazte la dormida si no quieres que te cuente todas las anécdotas de sus cuatrocientos hijos.

—No seas mala, hija. Es mi enfermera favorita.

—Ya lo sé. Intentaré volver pronto, mamá.

—Mandy…

—Dime.

—¿Por qué no te quedas a tomar algo con tus amigas? Ya te lo he dicho mil veces, no

hace falta que pases todo tu tiempo al borde de mi cama.

—Me lo pensaré. Tú descansa y no te preocupes.

Le doy el relevo a la enfermera de tarde de mi madre, y voy a mi cuarto a cambiarme

de ropa. No porque vaya a quedar con mis amigas, claro. Hace ya tiempo que descubrí que las amistades de la adolescencia son incompatibles con la vida que yo llevo. Pero sí decido arreglarme para que el imbécil de Camden Reed vea que no soy una niña. Bueno, y también para infundirme un poco de seguridad en mí misma, que no todos los días tomo la decisión de enfrentarme al badboy por excelencia de Hot Springs.

Me pongo mi pantalón vaquero favorito, una blusa azul oscuro un poco transparente y

me dejo los rizos sueltos, al aire. Me delineo los ojos en negro y me aplico un poco de gloss transparente en los labios. Cambio mis Vans blancas por unas manoletinas negras con un poco de tacón y cojo las llaves del coche.

Cuando llego a Blood & Ink ya es de noche, y temo por un momento encontrar el estudio cerrado. Pero, justo cuando ese pensamiento está dándome alas para recular en mi propósito de ponerle los puntos sobre las íes a Camden, veo salir a un chico escrutando con curiosidad el dibujo que se vislumbra bajo un vendaje plástico en su bíceps derecho.

Aprovecho la ocasión para colarme dentro y me encuentro con una de las mujeres más despampanantes que he visto en toda mi vida. Con los tacones de aguja de sus botas negras, supera con creces el metro ochenta en un cuerpo de infarto que no esconde demasiado de la vista ajena. Lleva unos pantalones vaqueros tan ajustados que parecen una segunda piel, un top blanco que me permite incluso atisbarle los pezones y una melena negra, brillante, que le alcanza la parte final de la espalda. Su cara es un laberinto de piercings, coronados, como si fuera la guinda de un pastel, por unos labios carnosos pintados de rojo. Si en algún momento del trayecto en coche había conseguido reunir autoestima femenina, en estos momentos ni siquiera siento que ella y yo pertenezcamos a la misma especie.

—¿Buscabas a alguien? —me pregunta, en un tono que destila cierta burla. Parece que el casting para trabajar aquí no exigía simpatía hacia el cliente.

—¿Está Camden?

—¿Quién pregunta por él? —me responde, y veo cómo su tono pasa de sarcástico a receloso en una milésima de segundo.

—Amanda Nelson, pero no creo que ese nombre le diga nada a él. ¿Puedes decirme,

por favor, si está disponible o no?

—Un momento. —La veo alejarse hacia la escalera de caracol del fondo del

establecimiento y chillar sobre su hombro—. ¡Cam! Una chica te está buscando.

Cuando oigo sus firmes pisadas contra los peldaños metálicos de la escalera, el corazón empieza a bombearme con fuerza, no sé si por lo que he venido a hacer aquí o por su imponente presencia física. Le saca un buen palmo a la chica de los piercings, así que debe de ser como treinta centímetros más alto que yo. Lleva puesta una camiseta de tirantes azul marino, lo cual debería horrorizarme, porque nunca he soportado las camisetas sin mangas en los chicos, pero el caso es que a él le da un toque inusualmente masculino, con toda esa tinta fluyendo por sus brazos y dejando entrever algún diseño que se cuela en su pecho.

—¿Me buscabas? —me pregunta, antes de que en su cara se haga evidente que me ha

reconocido.

—¿Puedo hablar contigo un momento en privado? —suplico, porque el examen al que

me está sometiendo su compañera es demasiado intimidante para mí.

—Pam, puedes marcharte ya. No va a venir nadie a hacerse un piercing a estas horas.

—No, prefiero esperar y me marcho contigo.

—Pam… —Él la mira casi sin pestañear, esperando que ella capte la indirecta que sea

que trata de transmitirle.

—¿Qué? —le pregunta ella, con una sonrisa coqueta. Coqueta y un poco ridícula, la verdad.

—Largo. Mañana nos vemos.

—Está bien. —Coge su bolso resignada y se marcha.

—Tú dirás. —Camden vuelve a dirigirme su atención y toda la determinación que reuní desde la conversación con mi madre se diluye un poco bajo su mirada. Sus ojos son oscuros y casi hacen juego con la pequeña dilatación de color negro de su oreja izquierda.

Me fijo bien en su cara y veo que tiene también un piercing diminuto, casi imperceptible, en un lateral de la nariz. El pelo castaño un poco más largo de lo normal y una barba de varios días completan la visión, y dejan mi capacidad intelectual al nivel de un bebé de meses. Si alguna vez en la historia ha existido un hombre guapo, debieron de reutilizar el molde para crear a Camden Reed—. Vamos, si es que decides decir algo…

—Ayer me trataste muy mal, y no creo haber hecho nada para merecerlo. —Empiezo,

cuando logro reunir el valor suficiente—. No voy a entrar en que esa no me parece la mejor manera de dirigir un negocio porque eso es problema tuyo, no mío. Pero me gustaría saber si podrías recomendarme a otra persona para que me hiciera el tatuaje porque, de verdad, significa mucho para mí poder hacérmelo.

—Yo…

—No. Déjame continuar. Jake no es ningún novio de la adolescencia, ni ningún hombre al que considere el amor de mi vida. Jake era el nombre de mi padrastro, de mi padre en realidad, del hombre que me crio desde que tenía dos años. —Tomo aire para deshacer el nudo de mi garganta, aunque no termina de diluirse del todo—. Hace tres años y medio, murió en un accidente de tráfico. Él murió, y mi madre se quedó tetrapléjica.

Desde que tenía catorce años, tuve claro que, el día en que cumpliera los dieciocho, ese sería el único regalo que querría. Y tú te encargaste de joderlo todo.

—Lo… lo siento mucho —me dice. Y, no sé por qué, detecto un arrepentimiento sincero en su tono—. ¿Te llamas…

—Amanda.

—Yo soy…

—Camden Reed. Sé quién eres. Y, ahora, si no te importa, me gustaría saber si conoces

a alguien más en Hot Springs, o cerca, que pueda hacerme el tatuaje.

—Yo te lo haré.

—No, no. Muchas gracias. Preferiría que lo hiciera alguien que no se vaya a reír de mí en cuanto tenga ocasión.

—No me voy a reír. Lo siento de veras, Amanda. Ayer tenía un día muy malo.

Horrible. Y pagaste los platos rotos sin tener ninguna culpa.

—Aun así…

—Vamos. Me gustaría hacerlo, de verdad. Me gustaría mucho. Además, los pocos tatuadores que conozco de los que me fío están al otro lado del país.

—¿De veras?

—¿Aún tienes el diseño que me enseñaste ayer?

—No, pero no importa. Solo es «Jake» escrito con mi letra. Si tienes una hoja de papel, puedo volver a escribirlo.

No sé cómo me he dejado meter yo sola en el lío, pero, cuando me quiero dar cuenta,

Camden ya ha hecho todos los preparativos necesarios para empezar con el tatuaje. De repente, me asaltan los nervios en anticipación del dolor.

—Tranquila. No duele tanto como dicen —me dice Camden, como si me hubiera leído

el pensamiento.

—No sé si creerte —le respondo, medio en broma, medio en serio.

—Mírame. —Alarga los brazos ante mí, y me quedo maravillada con los diseños de

sus tatuajes. En todos prima el color negro, y son los escasos fragmentos blancos de su piel los que forman en realidad el dibujo—. El blackout sí duele. Y, aun así, yo lo he aguantado. Así que no te asustes por este tatuaje chiquitito.

—¿Qué es el blackout?

—Esto. —Se pasa los dedos por las partes de sus brazos que son completamente negras, como la zona cercana a las muñecas. De un vistazo rápido, parece como si llevara puesta una camiseta negra de manga larga—. ¿Te gusta?

—Me parece increíble, la verdad. Son… son auténticas obras de arte. —Sin darme cuenta, estoy pasando los dedos por la cara interior de su antebrazo derecho donde, en medio de todo el color negro, emerge un conjunto de árboles intrincados y preciosos.

Cuando soy consciente de que lo estoy tocando, aparto la mano como si quemara—. Lo siento.

—No te disculpes. Me alegro de que te gusten.

—¿Te los hiciste tú?

—¡No! —Se ríe a carcajadas, pero ahora no tengo la sensación de que se esté burlando

—. Cuando empezaba, sí que me hice alguna barbaridad a mí mismo, que ahora está muy

bien tapada por el color negro. Estos me los hicieron mis compañeros de San Francisco.

Trabajé unos años allí, en uno de los mejores estudios del mundo. Y tú… ¿no tienes miedo a arrepentirte de tu tatuaje?

—No. Nunca me tatuaría el nombre de alguien que aún puede decepcionarme: un novio o algo así. A Jake… a él lo voy a querer toda mi vida.

—Ya. Te entiendo. Pero quizá, algún día, deje de parecerte bonito tener su nombre escrito y te arrepientas de no haberlo homenajeado de otra manera.

—¿Por qué iba a pasar eso? Desde hoy, ese tatuaje pasará a ser una parte más de mí. Es como si me preguntaras si, dentro veinte años, dejará de parecerme bonita… no sé… mi

oreja izquierda —le respondo. Y veo una chispa en su cara que no alcanzo a comprender.

Algo así como si me hubiera estado sometiendo a un interrogatorio encubierto y hubiera obtenido las respuestas correctas.

—Tenemos un problema.

—¿Qué ocurre?

—El cuello de tu blusa no llega al hombro. Me temo que vas a tener que quitártela para que pueda hacerlo.

—Oh.

—No te preocupes. Estoy acostumbrado a tatuar partes del cuerpo bastante más… En

fin, ya me entiendes —me dice, con una sonrisa pícara.

—Está bien. —Muerta de vergüenza y, para qué negarlo, repasando si he elegido el sujetador adecuado, me retiro la blusa por encima de la cabeza y la dejo doblada sobre el respaldo de la silla.

Camden toma asiento en un taburete junto a mí y ajusta la altura de ambos asientos hasta encontrar la posición más cómoda para ambos. Cuando enciende la máquina, el sonido metálico me asusta un poco, y él apoya una de sus manos sobre mi otro hombro para infundirme tranquilidad. Lo que no sabe es que lo único que consigue es ponerme más tensa.

—Te dolerá un poco en las partes donde el hueso está más cerca de la piel, pero no te

preocupes. Es un diseño muy pequeño. En cinco minutos, habré acabado.

—Está bien. Empieza antes de que me arrepienta.

Camden cumple su palabra y, apenas unos momentos después, cubre mi piel con una

crema antiséptica y un trozo de papel film transparente. No hemos hablado durante todo el proceso, y ahora yo solo me preocupo de intentar atisbar cómo ha quedado mi hombro recién tatuado.

—¿Fue para tanto?

—Para nada. Molesta un poco, pero es perfectamente soportable.

—¿Pensando ya en el siguiente?

—¿Cómo lo sabes? —Me río.

—Nadie se conforma con uno solo. Es como una droga… Una vez que empiezas, no

puedes parar.

—Bueno, intentaré tomármelo con calma por el momento. Pero tienes razón, estoy casi

segura de que este no va a ser el último. —Recupero mi camisa, me la pongo y alcanzo el bolso que dejé sobre un mueble auxiliar de su cabina—. Dime cuánto te debo.

—Emmmm… Nada.

—¿Perdona?

—Invita la casa.

—No, no, bajo ningún concepto. Dime cuánto es.

—Lo digo en serio. Tómatelo como mi disculpa por haberme comportado como un gilipollas ayer.

—Está bien. Muchísimas gracias. No sé cómo compensarte.

—Invítame a una copa —me dice, de repente, como respondiendo a un impulso.

—Esto… Yo… —¿De veras Camden Reed acaba de invitarme a una copa? Bueno, de

pedirme que lo invite yo… Es igual. ¿¿De veras?? —. Ni siquiera tengo edad legal para

beber.

—Nadie te ha pedido que bebas tú. Dejaré que te tomes un refresco mientras me invitas a un whisky.

—Vale, está bien. —Me autoconvenzo de que he aceptado porque no sé de qué otra manera agradecerle el regalo, pero no consigo engañarme durante demasiado tiempo. Voy

a salir con Camden Reed. Creo que, por primera vez en mucho tiempo, echo de menos tener alguna amiga a la que contarle esto—. ¿A dónde vamos?

Camden me lleva a un local cercano a su estudio en el cual yo no habría entrado ni aunque fuera el único refugio en medio de un huracán. El suelo está sucio, las mesas están pegajosas, y yo solo puedo pensar en pedir algo embotellado que no me lleve directa al hospital por una intoxicación.

—¿Qué quieres tomar? La camarera me conoce; si quieres una cerveza, no te va a pedir el carnet.

—Emmmm… Está bien. Una cerveza. —Ni siquiera he probado nunca la cerveza, pero

me parece lo más adecuado en estos momentos en que me da la sensación de que me voy a

hacer pis de los nervios. Además, la cerveza siempre viene embotellada, ¿no?

Cuando la camarera regresa con nuestro pedido, bebemos un rato en silencio. Bueno,

bebe Camden. Yo estoy demasiado ocupada preguntándome cómo puede ser que la cerveza sea la bebida más popular de América cuando a mí me parece un brebaje intragable. Doy pequeños sorbos a la botella, tratando de acostumbrarme al sabor, mientras Camden juega con un mechero plateado. Lo hace bailar entre sus dedos, me escruta con la mirada, lo enciende, desvía la mirada hacia la mesa, lo apaga, cerrando la tapa con fuerza. Vale. Es oficial: ambos estamos incómodos. No se me ocurre ni un puñetero tema de conversación, así que desvío la mirada al suelo y sigo con la operación cógele-gusto-a-la-cerveza.

—No tienes por qué beberte eso si no te gusta.

—No, no… Está… está perfecta.

—Mientes. ¿Quieres uno? —me pregunta, mientras enciende un cigarrillo y deja salir

el humo poco a poco entre sus labios. Siempre le he restado puntos en mi cabeza a cualquier chico fumador, porque es un vicio que me da un asco horrible y que, además, no entiendo. Pero no sé qué tiene el maldito Camden Reed que hasta el hecho de expulsar humo por su boca se convierte en una imagen increíblemente sensual.

—No. No, no. Gracias…

—Amanda… ¿Te doy miedo o algo así?

—¿Qué? —Su pregunta me sobresalta.

—Se te ve un poco nerviosa. ¿Es por mí?

—¡No! ¿Por qué iba a ser por ti?

—No lo sé, se supone que mi fama me precede.

—No me gusta juzgar a la gente por su fama. Si te fiaras de mi fama, nadie se creería

que hoy me he hecho un tatuaje —le respondo, porque lo pienso y porque no quiero que se plantee que su presencia sí me pone nerviosa, muy nerviosa, pero no precisamente por su fama.

—Me gusta eso. Sigues sin arrepentirte, ¿no? —me pregunta con una media sonrisa,

pidiéndole a la camarera un segundo whisky con Coca-Cola.

—Sí. De hecho, tengo en mente ya un par de cosas para el siguiente —le respondo, guiñándole un ojo y llevándome los dedos por instinto al trozo de piel aún ensangrentado y cubierto por el film plástico—. Aunque ninguno será tan especial como este…

—Debió de ser duro para ti. Lo del accidente, quiero decir…

—Sí, claro. Fue horrible.

—Tenías… ¿catorce años, has dicho antes?

—Sí, casi quince —le comento. No tengo ni idea de por qué, y me niego a pensar que

sea solo por una cuestión de atracción física, pero empiezo a sentirme cómoda hablando con él. Decido pedirle un poco de bebida para ver si eso me ayuda relajarme un poco más

—. ¿Puedo probar eso?

—Claro. Aunque no sé si te gustará.

—Soy una fanática de la Coca-Cola. Dudo que pueda no gustarme —le digo, dándole

un sorbo a su bebida. El punto dulzón es agradable, así que le comento en un susurro—.

Está bueno.

—Creo que podré conseguirte uno —me dice, en tono de confidencia. Le hace un gesto a la camarera, que está encantada de haberse conocido cada vez que Camden se dirige a ella. Juraría que…

—Te has acostado con ella, ¿no?

—¿Qué? ¡No! Bueno… sí. —Nos da la risa a los dos, y el ambiente se relaja.

—Así que Matthew tiene de quién heredar los genes de conquistador.

—¿Conoces a Matt?

—¿Hay alguien en esta ciudad que no lo conozca?

—Pues no me lo nombres, hazme ese favor. No quiero amargarme la noche todavía.

—¿No os lleváis bien?

—No. O sea, resumiéndolo todo mucho: él me odia.

—¿Por?

—Es una larga historia.

—Tengo tiempo.

—Dime hasta dónde te sabes. Esta ciudad ha tenido a la familia Reed en la boca desde

que tengo uso de razón, así que puedes ahorrarme un buen rato de explicaciones.

—Sé que tus padres murieron hace un año en un incendio. Y que Matt tuvo algún tipo

de lesión de niño, y por eso cojea. No te creas que sé mucho más.

—Pues es verdad. No sabes mucho ni te lo sabes muy bien —me dice, con una media

sonrisa y empezando a beber ya de su tercera copa—. A ver por dónde empiezo… Mi

padre se largó después de dejar embarazada a mi madre en el instituto. Ni siquiera sé quién es, ella nunca me lo contó y yo dejé de insistir pronto. El único padre que conocí fue mi padrastro, el padre de Matt.

—Sí, te entiendo. Mi padre también se desentendió de mi madre después de que se quedara embarazada, y Jake fue el único padre que tuve.

—Ya, bueno. Juraría que las historias son un poco diferentes. Dudo que yo me tatuara

el nombre de ese desecho humano que fue mi padre —dice, irónico, pero sin mala intención—. Pete, el padre de Matt, era una especie de psicópata. Además, tenía todos los vicios que puedas imaginar: alcohol, drogas, juego, prostitutas… Mi madre se mataba a trabajar, pero a él nunca le parecía que tuvieran dinero suficiente, así que lo pagaba conmigo.

—¿Te pegaba?

—Bastante. Esto me lo hizo él… Y esto —me cuenta, señalando una cicatriz apenas perceptible sobre su labio superior, y otra bastante más visible al lado de su ceja derecha

—. A los nueve años me rompió la muñeca. Las cosas no eran como ahora, en el hospital

me atendían, yo les decía que me había caído, y vuelta a casa. Nadie se preocupaba demasiado.

—Dios mío, tuvo que ser horrible.

—No te creas. Lo peor estaba por llegar. Por lo que fui entendiendo más tarde, él me

odiaba con toda su alma. Por no ser su hijo, porque decía que mi madre me quería más que a él, porque no conseguía dejarla embarazada y mi existencia demostraba que el problema era suyo… Y, entonces, nació Matt. Yo tenía la esperanza de que se calmara al tener un hijo propio y se limitara a ignorarme. Pero no fue así. Matt me adoraba, desde siempre, desde que nació… ¡Joder! No tengo ni idea de por qué te estoy contando todo esto.

—Quizá porque necesitabas hacerlo.

—Sí, no lo sé. ¿Te estoy aburriendo?

—¡No! Me gusta hablar contigo. Continúa. Si quieres… quiero decir.

—Sí… Bueno, el caso es que Matt vivía colgado de mí. Un día, cuando yo tenía trece

y Matt cinco, más o menos, me dio una paliza que casi me mata. Y, si no me mató, fue porque se las devolví todas. Yo crecí rápido, jugaba al fútbol y estaba fuerte. Y él era un puto borracho que no se movía del sofá más que para pegarnos a mi madre y a mí. Le rompí la nariz de un cabezazo, y te juro por Dios, Amanda, que nunca en mi puta vida me he sentido mejor que en aquel momento. Claro que, cuando lo hice, no sabía que la venganza iba a ser horrible.

—¡Dios mío! ¿Qué hizo?

—Me dijo que no me preocupara, que no me iba a volver a poner la mano encima. Y

cumplió. No lo hizo. Decidió hacerme daño de la peor forma posible. Empezó a pegarle a Matt. Cada vez más fuerte y más a menudo. Yo hice lo que pude por protegerlo; me lo llevaba conmigo a todas partes: a los entrenamientos, a las pocas fiestas a las que iba con

mis amigos, hasta cuando quedaba con mi novia. Pam estaba hasta los huevos del enano

—me dice, sonriendo.

—¿Pam es la chica del estudio?

—Sí. Fue mi novia en el instituto. La típica novia de toda la vida, vamos. Nos hicimos juntos los primeros tatuajes, aprendimos a hacer piercings practicando el uno con el otro…

—¿Y aún… la quieres? —le pregunto, prudente, y un poco asustada por cuánto me importa su respuesta.

—La quiero mucho, aunque a veces me lo pone muy difícil para hacerlo. Es mi amiga,

pero ya no hay nada de lo que hubo. Yo me marché sin pensar en ella ni por un momento.

Y tampoco pensaba en ella cuando volví. Pam fue mi primera novia, pero nada más.

—¿Por qué te marchaste?

—Aún no hemos llegado a esa parte de la historia. —Vuelve a hacer un gesto a la camarera ex-lo-que-sea, y nos sirve otro par de whiskies con Coca-Cola. Camden va ya por el cuarto, y yo por el segundo, así que me prometo interiormente beber despacio porque ya empiezo a sentir un pequeño hormigueo en la lengua—. Las pocas veces que me despistaba o que no podía controlar a mi padrastro, él le daba una paliza a Matt.

Siempre más controladas que a mí, a él nunca llegó a romperle nada ni a dejarle demasiadas marcas. Pero daba igual. A mí me dolían como si me las diera a mí cien veces.

Era su propio hijo, joder. ¿No es una locura?

—Claro, por supuesto que lo es. Pero no creo que importe nada que sea o no su hijo.

Alguien capaz de romperle un hueso a un niño de una paliza dudo que tenga la capacidad de discernir si es su hijo o no. A mí, al menos, me parece igual de infame.

—Sí, puede que tengas razón. Nunca lo había visto de esa manera. —Rebusca en su cazadora de cuero y enciende otro cigarrillo. Se queda un rato callado, como si tratara de reunir valor para continuar—. Cuando tenía dieciséis años, un entrenamiento se prolongó más de la cuenta. Íbamos a jugar la final del estado, y el entrenador insistió en que nos quedáramos más tiempo. Yo estaba nerviosísimo. Mi vida era un estrés en aquel momento.

Tenía un cuadro con mis horarios, los de Matt, los de mi madre y los del malnacido para que nunca coincidiera a solas con él. Y sabía que quedarme más tiempo en el entrenamiento iba a hacer que estuvieran los dos solos un buen rato. Así que, al salir del campo, corrí a casa como… no sé, como si tuviera un mal presagio. En cuanto doblé la esquina de nuestra calle, vi las ambulancias y pensé que lo habría matado.

—Camden…

—Creo que, llegados a este punto, puedes llamarme Cam. —Me sonríe, aunque el gesto no le alcanza la mirada.

—Vale, Cam. —Sacando la idea no sé ni de dónde, alargo la mano y la dejo encima de

la suya—. ¿Qué ocurrió?

—Lo tiró por la ventana. —Sin poder evitarlo, me llevo una mano a la boca, y están a

punto de caérseme las lágrimas—. Joder, lo he contado varias veces a lo largo de estos

años, y aún me resulta difícil darle forma a la frase. Lo-tiró-por-la-ventana —repite, haciendo énfasis en cada palabra—. Con ocho años y siendo, además, el niño más bueno

del mundo.

—¿Matt era bueno? —Se me escapa la pregunta, y cruzo los dedos mentalmente para

que no se ofenda.

—Sí, sí que lo era. Aún lo es, aunque él no quiera verlo. Tiene una fama horrible en el instituto, ¿no?

—Bueno… Tiene todo tipo de famas. Pero es que yo trabajo como ayudante en el despacho del director, así que tengo el registro de todas las veces que pasa por allí.

—¿Trabajas con Paul?

—¿Le llamas Paul al director Edwards? —le pregunto, casi boquiabierta.

—¡Claro! —me responde, carcajeándose un poco—. Él fue lo único que me salvó cuando todo se fue a la mierda en mi casa. Antes de ser director, era el profesor de Arte. Y

yo era bueno, muy bueno. La única cosa que siempre me ha gustado en la vida ha sido pintar.

—¿En serio? No sé por qué, no te imagino en un taller, con una bata blanca y una caja

de acuarelas.

—Vaya prejuiciosa estás hecha. No he pintado una acuarela por gusto en mi vida. Solo

lo que me obligaron en la facultad. Pintaba este tipo de cosas. —Juguetea un poco con su móvil y me enseña unos lienzos enormes, con pinturas abstractas en algunos, y grafitis en otros—. Ya tenía algún tatuaje antes de irme a estudiar a San Francisco, pero allí me acabé de aficionar. Aprendí mucho y vi que era una salida para los que sabíamos dibujar. Le cogí el gusto y ahora hace años que ya solo dibujo sobre la piel.

—¿Estudiaste Bellas Artes?

—Sí. Y algunas asignaturas también de Enfermería. Para conseguir la licencia oficial

de tatuador. Viví cinco años en San Francisco, los tres últimos trabajando en el que puede que sea el mejor estudio de tatuajes del mundo. Pero soy muy consciente de que sin Paul no habría conseguido nada de eso. Él gestionó mi beca, se empeñó en que me fuera incluso cuando yo me negaba…

—¿Te negabas?

—No me sentía capaz de dejar a Matt. Después de que ese hijo de puta lo tirara por la

ventana… Dios, fue horrible. Lo estaban subiendo a la ambulancia cuando yo llegué, y tenía las piernas… destrozadas. Nunca he visto nada igual. La policía se estaba llevando a ese monstruo, y yo no me pude contener. Le pegué con toda mi alma hasta que me separaron. No me detuvieron ni nada, y hasta una policía que estaba allí me guiñó un ojo con complicidad.

—¿Y tu madre?

—Ella solo lloraba. Es lo que siempre hizo. Llorar y llorar, pero no movió nunca un

dedo para ayudarnos. Ni se planteó divorciarse de él, llevarnos lejos. No se lo perdonaré nunca. Ni aunque ahora esté muerta. Me da igual. Muy pronto dejé de considerarla mi madre, y eso no ha cambiado.

—¿Y Matt? Por lo que cuentas, se recuperó bastante bien.

—Estuvo casi un año en el hospital. Yo dormí con él todas las noches, como si estuviéramos en casa. Las enfermeras no entendían que mi madre no se quedara, que fuera un crío de dieciséis años el que cuidaba de su hermano. Nadie daba un duro porque volviera a caminar, ya era un milagro que estuviera vivo. Lo operaron mil veces y, al final, lo consiguió. A los dos años ya hacía una vida casi normal, solo le quedó esa cojera que tiene ahora. Ojalá algún día llegue a saber lo orgulloso que estoy de él.

—¿Qué pasó para que las cosas se estropearan entre vosotros?

—Que me marché. Yo no quería ir a la universidad, pero todos quisieron convencerme.

Al padre de Matt lo condenaron a treinta años, mi madre se casó muy pronto con Michael, un tipo con toda la pinta de ser decente… Parecía que las cosas eran normales, por fin, y Matt me insistió para que cumpliera mis sueños.

—¿Y los cumpliste?

—Todos y cada uno de ellos. —Me sonríe con amargura—. Fui a la universidad, conocí gente, empecé a ganar dinero pronto tatuando… Tuve la suerte de encontrar lo que mejor se me daba hacer cuando aún no había cumplido los veinte. Disfrutaba con mi trabajo, con mis amigos, hubo mil chicas… —Se le escapa una carcajada—. Vivía en San

Francisco, en Fillmore Street, casi al lado de la bahía. Llamaba a casa, y mi madre me contaba maravillas de lo bien que iba todo. Hasta que, una noche, me llamó Paul. Se había declarado un incendio en casa, y mi madre y Michael habían muerto.

—Escuché lo del incendio en el instituto.

—¿También lo de la droga?

—No… ¿Sabes? No tengo muchas amigas, y mi madre no se entera de nada de lo que

pasa en la ciudad, así que no tengo demasiada información.

—Resulta que mi madre y el tal Michael tenían montado un laboratorio de anfetaminas

en el sótano. Ahí se declaró el incendio. Me temo que se tomaron demasiado en serio Breaking Bad —me responde, sin ninguna inflexión de lástima en la voz.

—Dios mío…

—Sí. Y, en el fondo, aún tengo que agradecer que Matt sea el desastre que es. Esa noche estaba fumando en la ventana de su habitación cuando todo empezó a arder. Si hubiera estado durmiendo, habrían muerto todos. Pudo sacar a Lucy al jardín, y salvarse él, pero no pudo hacer nada por mi madre ni por Michael.

—¿Quién es Lucy?

—Lucy es mi hermana. Tenía dieciocho meses cuando ocurrió todo.

—¡No sabía que tenías una hermana pequeña! —le digo, intentando animarlo.

—Es que ella… no vive conmigo. Estoy… trabajando en ello.

—¿A qué te refieres?

—Cuando Paul me llamó, creí que me iba a volver loco. Yo ni siquiera sabía que tenía

una hermana. En el viaje en avión, empecé a plantearme que mi madre me había estado mintiendo. Además de lo de la droga, que era evidente que yo no sabía, no me había dicho que tenía una hermana. Y empecé a preocuparme por Matt.

—¿No hablabas con él?

—Los dos primeros años volvía de vez en cuando a casa, y todo era normal. Cuando

empecé a trabajar en serio tatuando, tenía dinero por primera vez en mi vida. Mi madre me decía que a ellos no les faltaba de nada, así que me permití algunos caprichos. Cosas que para cualquier tío de veinte años son lo más normal del mundo, pero que yo nunca había tenido… No sé, salir a cenar con mis amigos, viajar un poco… Las últimas veces que vine a Hot Springs llegué a sentir que sobraba en casa. No sé explicártelo. Todos habían seguido su vida sin que yo estuviera aquí, y a mí me alegraba verlos felices. Así que fui espaciando mis visitas hasta que, al final, me pasé los últimos tres años sin venir. Llamaba a casa con cierta frecuencia, y mi madre siempre me decía que Matt estaba en el instituto o por ahí con sus amigos. Cuando regresé, supe que a él le decía que yo no llamaba, que había hecho mi vida sin volver a acordarme de ellos. Por eso me odia, porque cree que lo abandoné.

—Pobrecito —le digo, con sinceridad, porque ni en mis peores pesadillas me habría podido imaginar la magnitud de lo que ocultaba el carácter de Matthew Reed.

—Yo no lo abandoné, Amanda. Es importante para mí que lo entiendas. —Asiento, a

pesar de que no alcanzo a comprender cuál puede ser para él la importancia de que yo empatice con su situación—. Me equivoqué, tendría que haberme asegurado de que todo

iba bien en casa, pero yo también era un crío. Un crío viviendo un sueño. Si mi madre me decía que en casa todo iba bien… no sé… yo la creía. Cuando regresé, no sé qué esperaba encontrarme, pero, desde luego, no lo que vi. Una de mis últimas imágenes de Matt era del día que nos despedimos, cuando me fui a la universidad. Tenía diez años y se pasó toda la noche llorando en silencio, creyendo que yo no lo oía. Y, en el aeropuerto, se abrazó a mí tan fuerte que estuve a punto de romper la matrícula y quedarme con él para siempre.

Cuando me lo encontré a la vuelta, con todos esos pendientes en las orejas, la cara de enfado, fumando y sin dirigirme la palabra, casi me da una embolia.

—¿Y tu hermana?

—Es preciosa. Mira. —Vuelve a coger su móvil, aprovecha la coyuntura para pedir otras dos copas, y me enseña un par de fotos de una niña de unos dos años, con el pelo rizado muy negro y unos ojos azules enormes—. Es igualita a Matt cuando era pequeño.

Bueno, salvo por los tirabuzones. Es la única persona que consigue que se comporte como el buen chico que sé que es.

—Entonces, ¿no vive con vosotros?

—Al principio, vivíamos los tres juntos. Yo alquilé una casita con jardín, pequeña y

nada lujosa, pero suficiente para nosotros. Matt se portaba fatal en el instituto, pero en casa, con Lucy de por medio, convivíamos bastante bien. Y ella me adora. Pero, cuando

llevábamos unos meses acostumbrándonos a esa nueva vida, aparecieron nuestros tíos.

Una hermana de mi madre que vive en Seattle y a la que ni siquiera conocíamos, y su marido. Al parecer, mamá y ella dejaron de hablarse hace años. No podrían ser más opuestas. Mis tíos tienen dinero, dos hijos perfectos y educadísimos… Decidieron que les apetecía tener un bebé con el que jugar a las casitas ahora que sus hijos ya son mayores.

Reclamaron la custodia de Lucy y se la concedieron temporalmente. Solo podemos verla

un fin de semana al mes y tenemos que recorrer medio país para ello.

—¿Y ahora estás luchando para recuperarla?

—Sí. Tengo un abogado que me da esperanzas. Justo lo que juega en contra de ellos es

el motivo por el que más los odio.

—¿Y cuál es?

—Que no quieren a Matt. Te juro que, si reclamaran la custodia de los dos, podría llegar a un acuerdo con ellos. No soy imbécil, y sé que podrían darles cosas, al menos en lo material, que yo no puedo ni soñar. Cuando me llamaron por primera vez, hablaron de adoptar a los dos, de hacerlo todo de buen rollo… Llegué a planteármelo. Pero, cuando viajaron aquí y vieron a Matt, decidieron que no. Que solo Lucy. Como si fuera un buffet de sobrinos huérfanos donde elegir. Así que voy a plantarles cara hasta el final. Si Matt perdiera a Lucy… joder, ya me perdió a mí en su día. Perder a Lucy lo mataría.

—Creo que ahora entiendo mejor a Matt.

—Ojo, yo no lo justifico. Estoy harto de su actitud. Entiendo por lo que ha pasado, pero está en su mano decidir por qué camino quiere ir.

—Sí, claro. Tienes toda la razón, pero no es fácil.

—Mírate tú. —Me señala—. No has tenido una vida nada fácil y, sin embargo, eres una buena chica.

—¿Y tú qué sabes si soy una buena chica? —Me río.

—Intuición. Oye, que a lo mejor tienes un lado oscuro, pero no creo. —Se une a mis

risas—. A ver, ¿habías probado la cerveza antes de esta noche?

—No.

—¿Y el whisky?

—Tampoco.

—Joder, pues le has cogido el gusto rápido. Llevas tres. A ver, qué más… ¿Habías estado alguna vez en un bar a las… —mira su reloj— …joder, las tres de la madrugada?

—No. Creo que ni siquiera había estado fuera de mi cama a las tres de la madrugada.

—Me encantas. —Ignoro la punzada de ilusión que me hace su comentario y dejo que

siga con su interrogatorio. Se enciende un cigarrillo y lo señala—. ¿Fumas?

—¡No! Y tú tampoco deberías. Es un asco.

—Captado. —Me sorprende aplastando el cigarrillo recién encendido contra el

cenicero y pidiendo a la camarera que se lo lleve—. ¿Cuántos novios has tenido?

—Cero. —Me llevo las manos a la cara y le respondo en un susurro.

—¿Y rollos de una noche?

—En el baile de primavera del año pasado, creo que me enrollé con un chico de mi clase.

—¿Crees? —Se parte de risa en mi cara y, contra todo pronóstico, no me molesta.

—Hizo una cosa rara como de chuparme los labios, así… con mucha baba y tal.

—Joder, qué asco. —Nos partimos de risa. Creo que los dos estamos algo borrachos, y

me molesta reconocer lo desinhibida que eso me hace sentir—. ¿Ves cómo eres una buena

chica?

—Querrás decir que soy una aburrida.

—Pues serás una aburrida, pero yo hacía siglos que no me lo pasaba tan bien. ¿No se

te ha hecho demasiado tarde para volver a casa?

—No te preocupes. En mi casa… no hay quién me espere.

—¿Y tu madre?

—Mi madre pasa muchas horas dormida, casi todo el día. Intentamos que no sea así,

pero… creo que, en su situación, yo también querría dormir a todas horas.

—¿No se mueve nada?

—Está paralizada de cuello para abajo. Tiene un respirador artificial y enfermeras veinticuatro horas. No puede hacer nada, absolutamente nada. Se agota solo con una simple conversación. Es… horrible. —Se me quiebra la voz, y tengo que parpadear un par de veces para evitar las lágrimas. Da igual cuántas veces hable de lo que le ocurre a mi madre; nunca, jamás, dejará de destrozarme de tristeza.

—Yo no sé si querría vivir así… —Me mira y, de repente, da una palmada sobre la mesa—. Joder, perdona. Soy un gilipollas. No quería decir eso.

—Sí, sí querías decirlo, pero no te disculpes. Lo he pensado un millón de veces, y mi

conclusión siempre es la misma: yo no querría vivir así. Y, por su bien, a veces creo que lo mejor habría sido que ella también hubiera muerto. ¿Crees que soy horrible por pensar así?

—¿Horrible? Joder, Amanda… Me parece muy valiente, de entrada, que te atrevas a decirlo. Y, para continuar, es lo menos egoísta que he oído en mi vida. Preferirías haberte quedado sola que llevar años viéndola sufrir. Eso me da una idea de la clase de persona que eres.

—Es horrible ver que no puedo hacer nada por ella, ¿sabes? Por más cuidados que le

demos, siempre está entrando y saliendo del hospital. De hecho, las únicas veces que ve la

calle es cuando la tienen que ingresar. Siempre hay algo: infecciones, neumonías, trombos… Pasamos por todo eso varias veces al año.

—Dios, Amanda… Qué horror. ¿Y ella? ¿Cómo se lo toma?

—No lo sé. Es imposible saberlo. ¿Existe otra posibilidad que estar profundamente deprimida? No solo perdió el control de su cuerpo, sino también a su marido. Lo perdió todo, menos a mí, en lo que tarda una rueda en reventar. Pero conmigo siempre sonríe, me anima a hacer cosas, a no quedarme a su lado todo el tiempo, pero yo… me cuesta.

—¿Y por qué hoy sí lo has hecho?

—No lo sé. Supongo que hacía demasiado tiempo que no tenía un amigo. —Me

permito sonreírle, aunque me da un poco de vergüenza lo que acabo de confesar.

—¿Y tus amigas?

—¿Qué amigas? —Bufo, con una carcajada que es cualquier cosa menos graciosa—.

¿Cuánto crees que duran las amigas de catorce años cuando dejas de hacer cosas divertidas y pasas todo el día cuidando a tu madre tetrapléjica?

—Pues supongo que lo mismo que los amigos de dieciséis cuando dejas el fútbol para

cuidar de tu hermano pequeño. —Me sonríe, y coge mi mano—. ¿Dónde vives?

—¿Qué? Emmmm… Pasando el río, en la urbanización que está detrás del Kmart.

¿Por qué?

—Porque me parece que ninguno de los dos estamos en condiciones de conducir. ¿Te

apetece que te acompañe dando un paseo?

—¿Dónde vives tú? ¿Te queda de camino?

—La verdad es que no. Pero volveré luego andando. No te preocupes, me gusta caminar.

Tras pelearnos durante un buen rato por pagar la cuenta, salimos tambaleándonos del

local. No hay ni un alma por las calles de Hot Springs, y me descubro admirando la soledad y el silencio que nos rodean.

—¿En qué piensas? —me pregunta Cam, tras cogerme de la mano, en un gesto que nos

ha salido tan natural que parece que nos conociéramos de toda la vida. O, al menos, desde hace algo más que las nueve horas que han pasado desde que hablamos por primera vez

como personas civilizadas.

—Nunca había visto la ciudad, así, de noche. Me encanta.

—Te conformas con poco, ¿no?

—¿No te gusta Hot Springs?

—No. Lo odio, de hecho. Si algún día consigo la custodia de mis hermanos, volveré a

San Francisco y no regresaré aquí jamás. ¿A ti te gusta?

—No me queda más remedio. Viviré aquí toda mi vida o… bueno, mientras mi madre

viva, al menos.

—¿No vas a ir a la universidad?

—No. Me encantaría, pero no puedo. Por muy cerca que me vaya, no podría ver a mi

madre más de uno o dos días a la semana. Y ella insiste en que vaya, pero yo sé que, si yo me voy, a ella no le quedaría nada.

—¿Qué estudiarías?

—Medicina. Siempre lo tuve más o menos claro, pero después de todo el tiempo que

pasé en el hospital con mi madre… la decisión fue más evidente que nunca. Pero, bueno, esos sueños duraron poco. Pronto me di cuenta de que estaba atada a Hot Springs de por vida.

—Lo siento.

—Gracias.

—No hay de qué.

—No. Gracias por no decirme que todo tiene solución, o que las cosas no tienen por

qué ser así. A veces, la vida es una mierda y no queda otra que aceptarla como viene.

—Sí. Sé algo acerca de eso. Si no gano el juicio de la custodia, y créeme que soy consciente de que lo tengo difícil… no sé qué va a ser de mi vida.

—Ya.

Paseamos en silencio durante más de media hora. Yo no tengo ninguna prisa por llegar

a casa. Quizá tomar unas copas con un chico y hablar con él de cualquier cosa sea algo cotidiano para mucha gente de mi edad. Pero, para mí, es tan extraordinario que puedo decir sin temor a exagerar que está siendo la mejor noche de mi vida. Y quiero prolongarla todo lo posible.

—Me gustas, Camden Reed —le suelto de repente, casi sin poder guardármelo dentro.

—¿Ah, sí? —Se ríe en mi cara y no puedo evitar contagiarme. Nos tambaleamos un poco al cruzar el río y nos envolvemos en unas sonrisas etílicas—. ¿No será el whisky el que está hablando por ti?

—¡No! Aprende a aceptar un halago, Cam.

—Lo digo porque, si yo dejara que el whisky hablara por mí, te diría que eres la chica más insultantemente guapa que he conocido en toda mi vida.

—¿Insultantemente guapa? ¿Estamos seguros de que eso es un piropo?

—Estamos seguros. Es insultante para el resto de mujeres del mundo —me dice, mientras atravesamos el parque que rodea al río cercano a mi casa—. Aprende a aceptar

un halago, Amanda.

—¿Sabes, Cam? —Me quedo en silencio, planteándome si tendré el valor suficiente para decir la frase que se está fraguando en mi mente. Tomo impulso para subirme a una de las cercas de madera del parque, ya a pocos metros de mi casa. Cam no se para a pensarlo y se sube junto a mí—. Si de verdad dejara que el whisky hablara por mí… Si de

verdad, de verdad, de verdad, dejara que lo hiciera… Te pediría que me besaras.

—Amanda… —me responde en tono renuente, pero se acerca despacio a mí. Nuestras

caras están a pocos centímetros, quizá milímetros—. No sé si será… No creo… no creo que sea una buena idea.

—Por favor… —suplico, agarrándolo por su sudadera y pegándolo más a mí.

—Joder…

Camden hunde su mano derecha en mis rizos, y con el brazo izquierdo me sostiene por

la cintura mientras se sitúa de pie delante de mí. Siento el roce suave de la yema de sus dedos sobre mi boca y cierro los ojos por instinto. Siempre había pensado que lo de cerrar los ojos al recibir un beso era un recurso de las películas, pero parece que mi cuerpo es bastante más inteligente que yo. Cuando siento su lengua tantear la comisura de mis labios, no tardo ni una milésima de segundo en ceder a sus intenciones.

Aventuro mi mano derecha bajo la sudadera de Camden y acaricio sus abdominales firmes. Su boca sigue bailando con la mía, barriendo con la lengua cada recoveco de mi cordura. Solo se escucha el lejano correr del agua del río y nuestros gemidos acompasados. Camden me pega aún más contra su cuerpo, y noto su erección frotándose

contra la entrepierna de mis pantalones. Abro los ojos un instante y veo los de Camden clavados en mí, como pidiéndome en silencio permiso para ir más allá. No siento ni un atisbo de duda, y así deben de transmitírselo mis ojos, porque lo siguiente que noto es su mano, algo fría, internándose bajo mi camiseta. Pero no es ese frío lo que me hace estremecer. Mis pezones duros pugnan contra la tela del sujetador, que Camden aparta sin demasiada delicadeza. Siento cómo los acaricia, cómo los pellizca. Deshace el beso que nos mantenía atados, pero, antes de que me dé tiempo a echarla de menos, su lengua humedece mis pezones, y sus dientes me llevan al límite. Su mano se cuela entre nuestras caderas y me acaricia por encima de los pantalones vaqueros. Noto la humedad abriéndose paso en mi ropa interior, en un mundo de sensaciones que son nuevas para mí. Aún con las capas de tela que nos separan, Camden sabe qué botón tocar para hacerme perder la cabeza. Sigue acariciándome rítmicamente hasta que una oleada de calor empieza ascender por mis muslos, dejándome a merced de mi propio cuerpo. Mi respiración se agita, y él parece notarlo, porque abandona mis pechos para regresar a mi boca, que devora con fruición. Cuando el orgasmo, el primer orgasmo de mi vida, se abre paso bajo la maestría de su mano, él bebe los gemidos de mi boca y me repasa a besos la comisura de los labios, las mejillas, el perfil de la mandíbula y la clavícula, antes de dejar caer su cabeza sobre mi hombro y devolverme a la realidad.

—Vete a casa, Amanda.

—Cam…

—Vete a casa porque estoy a punto de perder el control y follarte en plena calle.

—Hazlo —le pido, con mis instintos tomando el control de la razón.

—No puedo… Tú eres una buena chica, ¿recuerdas? —Se recompone la ropa, aún con

su erección latente apretando contra los pantalones, y me da un beso en la punta de la

nariz—. Me lo he pasado muy bien esta noche. No… no te imaginas cuánto.

—Yo también. —Soy consciente de mi propia voz irregular—. Buenas noches,

Camden.

—Buenas noches.

Lo veo marcharse andando, deshaciendo el camino que nos trajo hasta aquí, y corro hasta la puerta de mi casa. Ni siquiera hemos intercambiado teléfonos ni hemos quedado en volver a vernos o… en no hacerlo. Cuando, pocos minutos después, caigo sobre mi cama, miro las estrellas brillando más fuerte que nunca y soy consciente de que Camden Reed acaba de colarse en mi vida por la puerta grande.

Capítulo 4

Camden

Hace unas treinta horas que me separé de Amanda en el jardín de enfrente de su casa, y todavía no he logrado desprenderme del deseo de haber prolongado nuestra cita durante horas. O días. Yo qué sé. No consigo entender qué cable se cruzó dentro de mi cerebro durante el proceso de hacerle el tatuaje, y las horas posteriores en el bar, para acabar contándole toda mi vida a una casi desconocida. Mis compañeros del estudio de San Francisco y mis amigos de la universidad tardaron como dos años en vislumbrar algún detalle sobre mi pasado familiar. Le he contado a muy poca gente lo que mi padrastro hizo con Matt cuando era un niño. Todas mis emociones han estado mucho tiempo a buen recaudo dentro de mí. Siempre he sido capaz de plantarme una sonrisa en la cara y fingir unas ganas locas de pasar una noche de fiesta, sin importar cuántos demonios me estuvieran devorando por dentro. Y, ayer, sin que ella me lo pidiera, le conté con pelos y señales todo mi apestoso historial familiar a una chica de dieciocho años recién cumplidos que lo único que sabía de mí hasta entonces era que trato fatal a mis clientes cuando estoy borracho.

Quizá fue su forma de hablar del tatuaje que marqué en su piel. No era la ilusión de quien siente que está haciendo algo transgresor o las ganas de seguir una moda pasajera.

Habló de ello como algo espiritual, como algo que formaría parte de ella misma el resto de su vida. Yo también elegí el nombre de la persona a la que más quería para mi primer tatuaje. Entiendo lo que se siente cuando sabes que, además de dentro de ti, esa persona va a estar para siempre a la vista de todo el que te mire.

O quizá fue su forma de escucharme, de entender partes de mi vida que ni yo mismo

alcanzo a comprender, de no juzgar mis decisiones, de mostrar la empatía justa sin caer en la compasión gratuita. Quizá fue conocer su historia, saber que detrás de ese aspecto frágil se esconde una mujer que ha cuidado de su madre desde que era apenas una adolescente.

Lo único que tengo claro, por mucho que me joda reconocerlo, es que me tengo que

mantener alejado de ella. Como sea. Es una buena chica, y yo escondo demasiados secretos que podrían destrozarla. El beso del sábado lo olvidaremos, por muy poco factible que eso me parezca en estos momentos. Y, si por una vez en la vida, las cosas me sonrieran, podríamos, al menos, intentar ser amigos. No me vendría mal una amiga aquí.

Lo más parecido que tengo, desde que regresé, es a Pam, y los dos sabemos que hay demasiadas cosas adicionales en esa amistad como para considerarla sincera. Amanda es

diferente, es la clase de persona a la que me gustaría conocer mejor, y la única forma de que eso salga bien es mantener la polla en los pantalones y la cabeza fría.

Por muchas vueltas que le dé, voy a seguir sin saber lo que se me pasó el sábado por la cabeza, así que decido dejar el tema a un lado e irme a trabajar. El lunes en el estudio transcurre sin novedades. Tatúo un par de diseños bastante buenos a dos moteros de las afueras de la ciudad y aparto una parte del dinero para pagar los billetes de avión de la próxima visita a Lucy. Todavía no tenemos fecha de juicio y, si las cosas se prolongan

mucho más, va a ser complicado seguir cargando con los gastos. Los ahorros que traje de San Francisco han sido más que suficientes hasta ahora, pero no soy tan estúpido como para no darme cuenta de que cada mes disminuyen.

—¿Y vais a ir a verla este mes también? —me pregunta Pam, que hoy ha amanecido

especialmente tocacojones.

—Vamos a ir a verla todas las veces que tengamos la posibilidad. Por desgracia, solo

nos dejan verla un día al mes, así que no vamos a perder ninguna oportunidad.

—Cam… ¿no sería mejor que lo dejarais correr?

—Pero, ¿qué dices?

—A ver, no te enfades. —Se acerca a mí y pasa una de sus larguísimas uñas pintada de

rojo por el borde de la manga de mi camiseta. Debería recordar que la conozco desde que teníamos trece años y que todas esas tácticas de seducción no le van a funcionar conmigo.

A veces, ni siquiera me la ponen dura ya—. Pero tú mismo has dicho que puede vivir bien con tus tíos. Y, así, podrías empezar de cero, hacer tu propia vida.

—¿Y Matt? ¿Lo dejo en la puerta de una iglesia a ver si alguien lo recoge? —le pregunto, a ver si el sarcasmo le da una pista de cuánto me molesta que me anime a dejar de luchar por Lucy.

—No creo que Matt tenga demasiados problemas para desenvolverse por sí mismo. Es

un chico listo.

—Sí, eso ya lo sé. Y es mi hermano. Y Lucy, mi hermana. No pienso parar hasta que

estemos los tres juntos, le pese a quien le pese.

—¿Y yo? ¿Qué lugar ocupo yo en todo eso?

—Pam, ya lo hemos hablado. Muchas veces, además. Yo te quiero, has sido mi amiga

desde que éramos unos críos…

—¡Yo no he sido tu amiga, Cam! He sido tu novia.

—Lo fuiste, hace algo así como un millón de años. Eres una buena chica, Pam, y te mereces a alguien que te quiera como tú a él. Y esa persona no soy yo.

—Bueno… ¿Te pasarás esta noche por mi apartamento? Al menos, podemos pasar un

buen rato —me propone, aupándose al mostrador del estudio y dejando a la vista esas piernas, largas como culebras, que tan loco me volvían en otros tiempos.

—No creo, Pam. Deberíamos cortar eso, ¿sabes? Seamos amigos, solo amigos.

—Amigos ya somos, Cam. Yo estoy soltera, tú estás soltero… ¿Qué nos impide pasar

un buen rato?

—Que no quiero que pienses que hay nada más, Pam. Ni que te aferres a eso como si

tuviéramos una relación.

—Vamos, Cam… Soy mayorcita. En fin… yo no te voy a suplicar, —me dice,

recolocándose las tetas dentro del minúsculo top negro que se las comprime—, si te

apetece, ya sabes dónde vivo.

—De acuerdo.

Dejo a un lado la incómoda conversación con Pam y empiezo a trabajar en algunos diseños que tenía atrasados desde la semana pasada. No tengo ninguna cita hasta última hora de la tarde y, normalmente, nadie aparece a hacerse un tatuaje sin cita previa. Pam se encarga de los piercings cuando le toca turno y sabrá darle información a cualquiera que venga a consultar, así que decido pasarme por el instituto a recoger a Matt. O, al menos, esa es la excusa mental que me pongo, porque lo cierto es que sigo sin sacarme de la cabeza a Amanda.

Cuando aparco la moto en el aparcamiento del instituto, noto muchos ojos puestos en

mí. Sé que la vieja Harley es bastante ruidosa –de hecho, es lo que más me gusta de ella–, pero también sé que las miradas no van por ahí. Todo el mundo por aquí sabe quiénes somos los hermanos Reed, y cada uno tiene su propia visión sobre nosotros. Es por eso que odio tanto Hot Springs, porque tanto Matt como yo estamos marcados casi desde que

nacimos. Da igual que siempre hayamos sido simples víctimas de nuestro entorno familiar; da igual que yo pasara cinco años fuera de la ciudad ganándome la vida sin dar un solo escándalo; da igual que no hayamos cometido un delito en toda nuestra vida y que lo único con lo que soñemos sea con tener una vida familiar normal. Para los habitantes de esta maldita ciudad, yo siempre seré el chico malo. Por unas cuantas fiestas en la adolescencia, los pocos días en que me permitía separarme de mi hermano, una puta moto y un montón de tatuajes por los que, ya pueden tenerlo claro, no pienso pedir perdón. Y

Matt, claro, es mi sucesor natural en eso de ser un delincuente juvenil.

He llegado un buen rato antes de la hora de salida de Matt, así que decido pasarme por el despacho de Paul a saludar y, de paso, a ver si me encuentro con Amanda y puedo, al menos, pedirle su teléfono para tomar algo de vez en cuando. Como amigos.

No hay nadie en la recepción del despacho de Dirección, así que entro directamente, tras golpear un segundo la puerta. Paul alza la vista de los papeles que revisa y me mira por encima de sus gafas de lectura.

—Hoy no te he llamado, ¿no, Camden? ¿O ya se me está yendo la cabeza?

—No, no. He venido a recoger a Matt y me he pasado a saludar. Es un alivio estar aquí

sin tener ganas de matar a mi hermano, para variar.

—Llevo dos días sin verlo, creo que es su récord personal. ¿Cómo van las cosas con

él?

—Mal. Fatal, de hecho. No me habla, no me escucha, no pasa por casa más que para

dormir y comer… Ya no sé qué hacer con él.

—Es un buen chico, en el fondo. Pero no te voy a mentir, estoy teniendo que hacer milagros para que la junta escolar no me obligue a expulsarlo. Se salva porque sigue sacando unas notas espectaculares, pero eso no le va a servir si sigue peleándose cada dos por tres o saltándose clases.

—Ya lo sé. Eso es lo peor de todo, que es un tío inteligente. Podría conseguir lo que

quisiera si dejara de comportarse como un imbécil.

—Ha pasado por demasiadas cosas, Camden. Démosle tiempo. Yo aún tengo muchas

esperanzas puestas en él.

—Lo peor es que yo también. Pero cada día me cuesta más mantener la fe.

—¿Alguna novedad sobre Lucy?

—Nada. Seguimos a la espera de que salga el juicio. En un par de semanas, iremos a

Seattle a verla.

—Si necesitas cualquier cosa, Camden… Ya sabes.

—Lo sé, Paul. Gracias. Por vez número cuatrocientas mil.

—Una cosa, Cam… ¿Tienes algo que ver con cierto tatuaje que he visto en el hombro

de mi ayudante?

—Emmmm —titubeo—. Puede ser.

—Me lo imaginaba. ¿Sigues pensando que la mejor forma de demostrar tu talento es

dedicarte a pintarrajearle el cuerpo a la gente?

—Paul… Sabes que sí. A lo que tú llamas pintarrajear, mucha gente lo llama arte.

—Paparruchas. Podrías ser uno de los pintores más importantes de tu generación.

—Seré uno de los tatuadores más importantes de mi generación. Eso es lo que pretendo. ¿Está Amanda por aquí?

—Debería estar ahí fuera. La he mandado a hacer unas fotocopias, pero ya debería haber vuelto.

—Voy a pasarme a saludarla.

—¿Hay algo entre ella y tú que se me esté escapando?

—No. Nos hemos hecho amigos. Es una buena chica.

—Sí que lo es. Y tú también, Camden. Pásate a verme cuando quieras.

Asiento y me acerco a darle un par de palmadas en la espalda a Paul. Es mi forma un

poco torpe de reconocimiento al único adulto que se ha preocupado por mi hermano y por mí en toda nuestra vida. Cuando salgo del despacho, me encuentro a una Amanda claramente sorprendida por mi presencia. Y, Dios…, está todavía más guapa que el sábado, con unos pantalones vaqueros de color claro y un jersey rojo de cuello de pico que se le ciñe al cuerpo como un guante.

—Hola.

—¡Cam! ¿Qué estás haciendo aquí? —De repente, se pone seria, y me muestra

preocupación—. ¿Ha hecho algo Matt?

—No, pero he pensado en venir a recogerlo. Y, de paso, a hacerte una visita.

—¡Oh! Pues me temo que vas a tener que esperar por él un buen rato. Han castigado a

toda su clase a quedarse una hora extra en la biblioteca.

—Bueno… ¿Me dejarás, entonces, que te invite a un café mientras tanto?

—Sí, sí… —Se pone nerviosa y los colores se le suben a esa escasa porción de su cara

que no está cubierta de pecas—. Aún tengo que terminar algunas cosas por aquí, pero en veinte minutos o así habré acabado.

—¡Puedes marcharte ya, Amanda! —Oímos gritar a Paul desde su despacho.

—¿Estabas escuchando a escondidas, viejo zorro? —le pregunto, haciendo que a Amanda se le pongan los ojos como platos. A veces olvido que Paul es el temido director Edwards.

—Sí, y pienso seguir haciéndolo. Pasadlo bien, chicos.

—Gracias, señor Edwards —le responde Amanda.

Salimos al aparcamiento, y le señalo mi moto. Veo que pone cara de indecisión y recuerdo que no estoy tratando con una chica corriente. Amanda, por la situación familiar que me contó el sábado, no ha hecho ni la cuarta parte de las cosas que se supone que han hecho todas las chicas de su edad.

—¿Vamos a ir… en eso?

—Eso, querida, —le digo, tocándole la punta de la nariz con el dedo—, es una Harley

Davidson clásica de más de treinta años. ¿No te gusta montar en moto?

—La verdad es que no lo sé. Nunca me he subido a una.

—Pues siempre hay una primera vez. Toma, ponte esto —le digo, pasándole el casco y

recordando que, probablemente, ya el sábado tuvo conmigo alguna primera vez.

—Vale, pero no corras mucho, ¿de acuerdo?

—Tranquila. Vamos aquí al lado, así que no me dará tiempo ni a acelerar.

Siento sus brazos aferrándose con fuerza a mi cintura y tengo que controlar el rumbo

que empiezan a tomar mis pensamientos. Me repito una y otra vez que mi situación es incompatible con tener una relación en estos momentos y que, si la tuviera, Amanda sería la persona menos indicada del mundo para ocupar ese puesto. Ella es dulce, inocente, y se merece a alguien que la pueda querer con los cinco sentidos. Alguien muy diferente a la persona en la que me han convertido a mí las circunstancias y mis propias malas decisiones.

Llegamos en apenas cinco minutos a un dinner un poco casposo de la carretera posterior al instituto. Amanda confiesa que se muere de hambre, porque ha utilizado la hora de comer para acabar un trabajo que tenía pendiente. A mí también me rugen las tripas, así que pedimos unas tortillas, salchichas y un par de refrescos grandes.

—Hoy me dejarás que te invite yo, ¿no? —me reta.

—No creo.

—¡Vamos! Aún te debo el tatuaje. El sábado, al final, no me dejaste pagar.

—Está bien. Invítame a esta comida, y estamos en paz.

—Vale.

—Y dame tu teléfono, ya de paso. No pienso pasar por el despacho del director cada

vez que me apetezca tomar algo contigo.

—Déjame tu móvil, y te lo apunto. —Lo hago, le doy un toque y ella asiente para indicarme que ya lo ha grabado. El silencio se apodera un poco de la situación, y decido soltar de una vez lo que he venido a decirle, antes de que me arrepienta del todo—.

Amanda, yo… quería hablar contigo.

—Dime. ¿Qué ocurre?

—Solo quiero que sepas que yo no suelo contarle mi vida a la primera persona con la

que me tomo dos copas. El sábado, no sé por qué, acabé contándote algunas cosas que no saben ni las personas más cercanas a mí.

—¿Y… te arrepientes? —me pregunta con un temblor casi indetectable en la voz.

—Bueno… no me siento demasiado cómodo con ello.

—Camden, yo no voy a contarle a nadie las cosas de las que me hablaste. Es más, —se

le escapa una risita a medio camino entre lo gracioso y lo amargo—, aunque quisiera, no tengo amigos a los que contárselo.

—No seas tonta —la tranquilizo—. No es eso lo que me preocupa. Solo quería que supieras que hice algo que nunca había hecho y que no sé muy bien cómo sentirme con

respecto a ello.

—Bueno, yo creo que lo importante es vivir el momento, ¿no crees?

—¿A qué te refieres?

—El sábado estabas cómodo contándomelo. Pasamos una buena noche. ¿Qué importa

lo que pensaras después? Lo importante es que, en el momento, por algún motivo, te surgió hablar de ello. Y ya está. ¿Por qué le das tanta importancia?

—Porque no me gusta abrirme como lo hice el sábado. —Resoplo nervioso—. Pero supongo que tienes razón. Y… bueno… hay otra cosa que querría comentar contigo.

—Tú dirás. Estás un poco intenso hoy, ¿no? —me dice, en tono de burla, y no puedo

evitar contagiarme de risa.

—No me hagas reír, que esto que te voy a decir va en serio.

—A ver, que me tienes en ascuas.

—Lo que pasó… lo que pasó cuando te dejé en tu casa… Emmmm… No puede volver

a pasar.

—Va… vale

—No, escúchame. Eres una chica fantástica, y te juro que me caes fenomenal y me gustaría conocerte mejor. Como amiga. Solo como amiga.

—Yo pensé… pensé que te había gustado —titubea, y me encantaría que mi vida fuera tan sencilla como levantarme, besarla y decirle que pocas cosas que me han gustado más en mi vida que ella. Pero, para variar, los hilos de mi situación no los muevo yo. O no del todo, al menos.

—Mi situación es muy complicada, Amanda. Hay muchas cosas que aún no sabes de

mí. No estoy preparado en absoluto para una relación y, si la tuviera, no sería con alguien como tú.

—Está bien. —Veo que se le llenan los ojos de lágrimas, y me dan ganas de estamparme yo solo la cabeza contra la mesa.

—No me malinterpretes, por favor. No hay nada malo en ti. Al contrario, en ti… en ti

es todo bueno. —Alargo la mano y tomo la suya con cuidado—. Soy yo quien está jodido.

Pero me gustas, como amiga, y me encantaría que me dieras la oportunidad de ser yo tu

amigo.

—Creo que ese derecho te lo ganaste ya el sábado.

—Entonces, ¿amigos?

—Amigos.

—Vamos. Te llevo a casa antes de pasar a por Matt.

—No, no. Déjame en el instituto, que tengo mi coche allí.

—Está bien.

Le dejo pagar la cuenta, muy a mi pesar, y me acomodo en la moto, antes de inclinarla

un poco para permitir que se suba. No tardo ni dos segundos en arrepentirme de haber renunciado a ella sin luchar. Pero no tengo fuerzas. Las han ido consumiendo todos los acontecimientos que me han rodeado desde hace un año. Mis malas decisiones y el desastre en que decidí convertir mi vida con la esperanza de que todo acabe mejorando me han apartado de la única chica que he conocido en toda mi vida que me ha llegado al alma en solo dos citas que ni siquiera fueron tal cosa. Ya no puedo culpar al whisky o al estado anímico que tenía el sábado. A plena luz de un lunes, con la boca llena de tortilla de queso, sigue pareciéndome la chica más guapa que he visto jamás, además de divertida, inteligente y sincera.

Cuando llegamos al instituto, veo a Matt saliendo por la puerta con un cigarrillo ya encendido en la boca y una cara de muy pocos amigos en cuanto me localiza. Despido a

Amanda con un beso rápido en la mejilla y me dirijo a la primera batalla fraternal del día.

—¿Qué coño haces aquí? —Mi hermano debe de haberse perdido alguna lección de protocolo, la de los saludos educados, más en concreto.

—He venido a recogerte. Pensé que preferirías ir en moto que andando.

—Gracias, pero puedo caminar hasta casa sin ningún problema. Podías haberte

ahorrado la molestia.

—No es ninguna molestia. Sube, anda.

—No, gracias.

—¡Joder, Matt! ¿Es que no ves que es absurdo que vuelvas caminando cuando yo voy

al mismo sitio que tú en la moto?

—Yo lo que veo absurdo es que sigas queriendo jugar al hermano mayor conmigo. Soy

mayorcito, me basto y me sobro para volver a casa solo. Qué habría sido de mí estos años si no fuera así, ¿no?

—Está bien, Matt. Haz lo que te dé la gana.

—Eso es lo que pienso hacer.

El final de su frase queda ahogado bajo el sonido del motor, al que reconozco que he

dado algo más de gas del necesario. Salgo del aparcamiento del instituto con toda la paz que me produjo haber pasado un rato con Amanda y haber dejado las cosas claras con ella, diluida en el desprecio constante de Matt. Doy un rodeo con la Harley, porque tengo unas ganas nulas de llegar a casa para el segundo asalto y, cuando estoy enfilando nuestra calle, veo a Matt a lo lejos, casi llegando a casa.

Me fijo en que cojea un poco más de lo habitual y me rompe el alma ver que prefiere

pasar por todas esas molestias que tragarse el orgullo conmigo. Si no estuviera tan obsesionado con ahorrar hasta el último centavo para el juicio y las visitas a Lucy, me plantearía comprar un coche, aunque fuera de cuarta mano, y hacerle ver que puede cogerlo cuando quiera. Pero ni así me aseguraría de que dejara de ir caminando a clase.

Creo que, con tal de hacerme daño, sería capaz de arrancarse la pierna y pegarme con ella en la frente. Cuando paro la moto en el jardín delantero, tiro el casco sobre el césped y ni me molesto en recogerlo.

La tarde en el estudio transcurre con una lentitud que me exaspera. No entra ni un solo cliente por la puerta, y Pam y yo pasamos tanto tiempo mirando a las paredes que, al final, ella insiste en que le haga un piercing en el ombligo para pasar el rato. Cuando el nivel de aburrimiento lleva a perforarse el cuerpo para pasar el rato es que la cosa es grave. Hace años que Pam tuvo un piercing en la parte superior del ombligo –de hecho, se lo hice yo cuando estábamos en el instituto y aún no teníamos mucha idea del tema–, pero decidió quitárselo hace unos meses y cubrir la marca que le dejó con un tatuaje de una calavera mexicana, muy colorido, que rodea toda la zona. El tatuaje también se lo hice yo, claro.

Ahora ha decidido perforarse la parte inferior del ombligo, pasando la barra metálica por lo que es, en su piel, la mandíbula de la calavera. El efecto será algo así como si la calavera tuviera un piercing en la lengua.

Preparamos todo el material y, pese a que insiste en que se lo haga de pie, sobre la marcha, porque tiene una tolerancia al dolor bastante alta, yo prefiero que se tumbe en la camilla, como haría con cualquier otra clienta. Por mucho que ella tenga experiencia en el tema, no está libre de hacer algún movimiento involuntario que nos pueda dar un disgusto.

La verdad es que hace ya años que le perdí el gusto al tema de los piercings. Cuando éramos unos críos, Pam y yo nos dedicábamos a perforarnos el uno al otro (creo que en

más de un sentido) sin ton ni son. Cuando me fui a la universidad, tenía tantos accesorios metálicos en el cuerpo que casi hago explotar el detector de metales del aeropuerto. Me

los fui quitando luego poco a poco, porque me aburrí de ellos, hasta dejarme solo la dilatación de la oreja izquierda, el brillante de la nariz y un par de ellos que quedan algo más escondidos a las miradas públicas. Pam, en cambio, los ha conservado casi todos y, entre eso, su ropa provocativa, el maquillaje siempre un poco más exagerado de lo normal y las enormes tetas (que, desde luego, no son las mismas que tenía cuando yo me marché), desprende un halo sexual que, de inmediato, me hace pensar en Amanda. No porque me

recuerde a ella, sino porque no podría haber dos mujeres más diferentes en este mundo.

Pam siempre tuvo la capacidad de ponerme cachondo como un mono. Quizá en eso, y solo

en eso, se basó nuestro noviazgo adolescente. Pero ahora la veo tan artificial, siempre con una actitud impostada hacia mí, que he perdido mucho interés. En cambio, Amanda, con

su pelo rizado siempre al natural, las pecas alrededor de la nariz y ni una gota de maquillaje, consigue que la imaginación se me dispare a cotas insospechadas.

Pam se tumba en la camilla y se desprende de su top negro. Apenas le llegaba por debajo del pecho, así que no había ninguna necesidad de que se lo quitara para dejar el ombligo al aire. Estoy a punto de comentárselo cuando los ojos se me van al sujetador de encaje transparente que no deja nada a la imaginación. Y, cuando digo nada, es que está casi desnuda, tumbada delante de mí. Tratando de ignorarla, cojo la aguja, el antiséptico y las pinzas. Me pongo los guantes, y la mente me vuela a aquella ocasión, cuando acabábamos de cumplir los quince, en que le hice su primer piercing en el ombligo, un par de días después de perder juntos la virginidad en el asiento trasero del coche de su hermano. Recuerdo que, como buen adolescente hiperhormonado, en cuanto me enseñó su

ombligo con descaro y me pidió que le pusiera un pendiente en él, la polla me dio un latigazo que por poco no me tira al suelo. Cumplí lo mejor que pude la tarea de colocarle el pendiente y no tardé ni diez minutos en desnudarla y tenerla a horcajadas encima de mí.

Han pasado casi diez años de aquello, y me centro en hacer mi trabajo con Pam como

si se tratase de una clienta más del estudio. Ni siquiera hace una mueca de dolor cuando la aguja atraviesa la prieta carne de su tripa, y le enseño el pendiente plateado que suelo utilizar con todas las clientas. Ella asiente, y se lo coloco en apenas unos segundos. Recojo los materiales, tiro los guantes a la papelera, y me vuelvo un momento hacia Pam para preguntarle si se ha mareado o algo, dado que no se ha movido de la posición en la que está tumbada. Cuando lo hago, ella agarra el bajo de mi camiseta, y me roza con la punta de las uñas el vello que sobresale un poco por encima de la cintura baja de mis pantalones.

—Tú también te has acordado, ¿no?

—¿De qué? —le pregunto, haciéndome el tonto y preparando ya mi mochila para largarme a esa casa en la que nadie me espera.

—De la primera vez que hicimos esto —ronronea, incorporándose en la camilla.

Queda sentada frente a mí, y sus manos juguetean con mi cinturón.

—Pam… No creo que sea buena idea… —le digo, cuando un flash de Amanda se cruza en mi mente. Sacudo la cabeza para mandar lejos ese pensamiento, porque no puedo permitirme ni por un segundo creer que tenemos alguna posibilidad.

—Lo que no me parece buena idea es que te vayas para casa así —me responde,

agarrando mi polla con la palma de su mano. Para qué engañarnos, ya estaba dura antes de que lo hiciera, pero el gesto hace que la situación empeore. O mejore, no sé—. No te estoy pidiendo nada, Cam. Pasémoslo bien un rato. Eso siempre se nos ha dado bien, ¿no?

Dejo que se incorpore lo suficiente como para besarme, y sus labios me saben a tabaco

y a pintalabios barato. Echo la cabeza hacia atrás, sintiéndome un cerdo por apartarme de unos labios que ya no pueden aportarme nada. Al menos en esa parte del cuerpo. Pam parece captar al momento mi pensamiento y se agacha un poco hasta meterse mi polla en

la boca hasta el fondo, de una sola vez. Me clava sus uñas afiladas en las nalgas y casi estoy a punto de correrme en ese momento en que se entremezclan placer y dolor. Mi conciencia decide tener un momento de lucidez, y me empieza a parecer un poco sórdido

dejar que me la chupe sin aportar nada a la situación, así que la tumbo contra la camilla y me pongo encima de ella. Cojo un condón del bolsillo exterior de mi mochila y dejo que ella me lo ponga con los dientes, que es una especialidad que, al parecer, tiene muy trabajada. La penetro rápido, sin pensarlo demasiado, y desconecto el cerebro para disfrutar, al menos, de lo que estoy haciendo. Me afano en devorar sus pezones perforados mientras me la follo a un ritmo frenético. Cuando siento que me voy a correr, me llevo un par de dedos a la boca y acaricio con ellos su clítoris hinchado. La escucho gritar mi nombre mientras me descargo dentro de ella con unas embestidas casi violentas.

Antes incluso de tirar el condón a la papelera de la cabina, ya me estoy arrepintiendo de lo que he hecho.

Capítulo 5

Amanda

Ha pasado poco más de una semana desde la noche en que Camden me besó. Siete días en

que me ha dado tiempo a pasar por todos los estados posibles. El lunes, tras la comida rápida que compartimos al salir del instituto, me sentí desolada por su rechazo. No es que esperara que me declarara su amor incondicional, pero pensé que, en algún momento, podríamos continuar donde lo habíamos dejado el sábado. Su negativa rotunda a planteárselo siquiera me dejó sin posibilidad de réplica. El martes me sorprendí a mí misma contándole toda la historia a mi madre –bueno, omitiendo algunos detalles, claro–.

Ella se ilusionó, y a mí se me partió un poco el corazón al darme cuenta de que, en los últimos años, nuestras vidas han estado tan carentes de estímulos que el simple relato de una noche de sábado se podía convertir en el acontecimiento del año. Sé que mi madre quiere ver en Camden algo que no va a ser –ya se ha encargado él de dejarlo muy claro–, pero creo que es más por ese miedo horrible que tiene a dejarme sola en el mundo si a ella le pasa algo que por cualquier otra razón. Al menos, pude verla feliz durante un buen rato ante la idea de que tuviera un nuevo amigo. Su principal preocupación sobre mí ha sido siempre el aislamiento en el que me he pasado estos años, así que, en realidad, le importó poco mi fugaz enamoramiento de Camden. Lo verdaderamente satisfactorio para ella ha sido ver que ya no llego a casa apenas diez minutos después de acabar el instituto, que ya no me encierro en mi cuarto a hacer los deberes hasta la hora de cenar, y que mis conversaciones ya no se limitan a hacer una crónica de lo ocurrido en cada una de mis clases. Porque eso es lo que ha cambiado en esta semana.

Camden ha aparecido por el instituto cada tarde, a la hora de la salida, y hemos establecido una especie de rutina tácita. Él aparece con su moto pocos minutos antes de las tres, yo salgo a su encuentro en el aparcamiento del instituto y esperamos a que salga Matt unos minutos más tarde. Si Matt acepta irse con Cam para su casa, yo me despido de ellos.

Si no, Cam me trae a mí en moto –ya le he cogido el gusto a eso de ir sobre dos ruedas– y charlamos un rato en el jardín delantero de mi casa. Bueno, en teoría, ese es el plan. La realidad es que Matt se marcha caminando todos los días y es el plan B el único que hemos conocido hasta el momento, hasta tal punto que mi coche lleva abandonado en el

aparcamiento del instituto desde la mañana del martes.

Todos los acontecimientos de esta semana, que no han tenido nada de extraordinario excepto el hecho mismo de haber ocurrido, no han ayudado nada a que me desenamore de Camden. Ya no es solo que se me echen a volar las mariposas en el estómago cuando lo

veo bajarse de la moto con su cazadora de cuero y ese aspecto chulesco innato que tan poco se corresponde con la realidad. Ahora también me fijo en los pequeños detalles, como el rictus de decepción que se esfuerza por ocultar cada vez que Matt le recuerda que no quiere ir con él a ninguna parte; o el cuidado que pone siempre al conducir, algo que juraría que hace por mí; o cómo en las pequeñas conversaciones que hemos tenido se ve a la legua el amor que siente por su hermana, pese a haber convivido poco con ella; o la naturalidad con que cada día me pregunta cómo está mi madre y se asegura de que yo esté

bien. He pasado, en apenas siete días, de creer que Camden Reed era el chico malo retornado a Hot Springs a esperar su llegada al instituto como si fuera la cita de mi vida.

El viernes, al despedirnos en la puerta de mi casa, hubo un pequeño momento de incomodidad. Pese a que, cuando estamos juntos, conectamos a veces con una sola mirada y nunca nos quedamos sin tema de conversación, jamás hemos contactado fuera de esas horas compartidas. No nos hemos llamado nunca por teléfono ni nos enviamos mensajes

ni… nada. Así que, llegados al final de nuestra primera semana como amigos, ninguno de los dos tenía muy claro cómo actuar.

—¿Y… tienes planes para este fin de semana? —me preguntó, al fin, cuando ya no podíamos prolongar más la conversación en la puerta de mi casa.

—Mañana estudiaré todo el día y, el domingo… bueno, tengo algo que hacer.

—¡Huy! Qué misteriosa. ¿Te apetece… tomar algo en algún momento del fin de semana?

—¿Me estás pidiendo una cita, Cam? —le pregunté, porque, aunque sé que no van por

ahí sus intenciones, no puedo evitar seguir conservando alguna esperanza de que llegue el día en que me vea como algo más que una amiga.

—Ya sabes que no —me responde, burlándose un poco—. Pero los amigos también pueden quedar, ¿no?

—¡Claro! ¿Mañana, por ejemplo?

—Imposible. Los sábados son el día fuerte en el estudio y ya me estoy perdiendo uno

al mes por las visitas a Lucy, así que mañana estaré trabajando todo el día. ¿Ese compromiso del domingo te va a ocupar todo el día?

—Pues… prácticamente. Pero, ¿por qué no te vienes conmigo?

—Y presiento que no me vas a decir cuál es ese lugar misterioso al que quieres llevarme, ¿verdad?

—Es que creo que, si te lo digo, me vas a decir que ya si eso nos vemos el lunes.

—Me parece que no lo estás haciendo demasiado bien para convencerme.

—Bueno, ¿qué? ¿Aceptas o no?

—Claro. Por pasar el día contigo… como si quieres llevarme a la iglesia. —El corazón

me empezó a burbujear con ese comentario, pero pronto me hizo reír y se me olvidó—.

Un momento, no pretenderás que vayamos a misa, ¿no?

—Tendrás que esperar al domingo para averiguarlo —le respondí, con un guiño, dándole a continuación la espalda para entrar en mi casa.

Así que aquí estoy hoy, un domingo a las diez de la mañana, esperando a que Camden

me recoja con la moto para pasar un día… diferente. Al menos para él. Me aseguro de que todo esté en orden en el dormitorio de mi madre, quien, por suerte, tiene un día normal.

Mi esperanza de poder hacer planes se aferra siempre a los días normales de mi madre. Es

decir, los días en que duerme casi a todas horas y no se encuentra demasiado mal. Cuando tiene un día malo, el pánico a acabar en el hospital me consume y soy consciente de todos los segundos que paso a su lado presa del terror paralizante de que puedan ser los últimos.

Y, cuando tiene un día bueno, lo único que quiero es aprovechar el tiempo que podemos

pasar juntas, charlando o viendo una película o haciendo cualquier cosa que ella proponga, aunque siempre con la sombra presente de no saber cuándo volveremos a tener uno de esos días. Estoy dándole un beso en la frente cuando escucho el motor de la Harley de Cam, ese sonido que hace una semana me habría parecido desagradable, estoy segura, y que ahora me hace sonreír por la anticipación de verlo.

—Antes de que digas nada, vamos a ir a desayunar. Matt tiene un día especialmente insufrible hoy y ha decidido terminarse el café antes de que pudiera rescatar una taza. Y

no soy persona sin un par de buenas dosis de cafeína.

—Me parece bien. Yo solo he tomado un zumo, así que te exijo que me invites a tortitas —le respondo, ya con el casco puesto y enfilando la carretera hacia el IHOP de las afueras de la ciudad.

Me dejo llevar por el ronroneo de la moto mientras aferro mis brazos a la cintura de

Camden. Es el único contacto físico que tenemos cuando nos vemos. Rara vez nos damos

un beso al encontrarnos ni al despedirnos, y cualquier otro roce quedaría fuera de la friendzone que nos hemos construido. Así que me permito disfrutar de los duros abdominales que se adivinan bajo su camiseta durante el breve trayecto.

—Bueno, ¿qué? ¿Me vas a contar ya a dónde me llevas a pasar el domingo? —me pregunta, cuando la camarera nos rellena las tazas de café y nos planta delante una montaña de tortitas rebosantes de caramelo líquido.

—Al hospital del condado.

—¿Disculpa? —me pregunta, con los ojos como platos.

—Los domingos colaboro como voluntaria en el hospital y siempre vienen bien un par

de manos extra. ¿Decepcionado?

—Emmmm… no. Pero, si te soy sincero, preferiría no ir —me dice, con un rictus serio

en la cara que hace que casi me arrepienta de habérselo propuesto.

—¿Por qué?

—No me gustan los hospitales.

—¡Ja! ¡Esa sí que es buena! —le contesto, algo airada, porque esa es una de las frases que más odio en este mundo—. ¡A nadie le gustan los hospitales, Cam! No conozco a demasiada gente que los elija para pasar su luna de miel.

—Ya, ya… perdona. No he querido decir eso. Pero pasé muchos meses en ese hospital

con Matt y, desde entonces, trato de evitarlos.

—Cuando estabais allí los dos… ¿nadie os ayudó?

—¡Sí! La verdad es que muchísima gente nos ayudaba. Matt era algo así como la

estrella de la planta de pediatría.

—Usando su encanto ya desde pequeño, ¿no?

—Sí. Y te aseguro que a los ocho años era bastante más adorable que ahora. Creo que

no comió ni una sola vez la comida del hospital, siempre había alguien dispuesto a traerle hamburguesas y pastel de chocolate. La madre de otro niño que estuvo algún tiempo ingresado le regaló su videoconsola el día que se marcharon. La verdad es que, pese a que mi madre pasaba bastante de nosotros, siempre estuvimos muy acompañados.

—Pues eso es lo que hago yo. Acompañar a la gente que lo necesita más. No te creas

que son grandes cosas. A veces, solo bajo a comprarles un café o algo de comer a las personas que no quieren separarse de sus familiares. O charlo un rato con los enfermos que no tienen a nadie con ellos.

—Joder, Amanda. Me dejas sin palabras. No sé cómo te pueden quedar ganas de volver al hospital después de lo que pasaste con tu madre.

—Pues justo por eso. No siempre es agradable, pero para mí ahora el hospital ya no es

solo el lugar donde pasé los peores meses de mi vida, sino una rutina con la que creo que contribuyo a que otras personas estén un poquito mejor. ¿De verdad no quieres acompañarme?

—¿Qué clase de persona de mierda sería si te dijera que no?

—No digas tonterías. Puedes hacer lo que quieras, yo no te lo tendré en cuenta. —Se

lo digo muy seria, pero creo que, en el fondo, me decepcionaría si no viniera—. Siento habértelo propuesto de sopetón.

—Bueno, ¿qué? ¿Acabas eso ya, y nos vamos? —me pregunta, con una sonrisa que amenaza con cegarme.

Recorremos durante más de media hora la carretera principal del condado hasta llegar

a las afueras de la ciudad de Malvern, donde se ubica el hospital. Camden deja la moto en un aparcamiento habilitado cerca de la entrada principal, y lo noto nervioso mientras asegura los cascos al candado y se atusa un poco el pelo. Le cojo la mano para infundirle un poco de ánimo, pero la aparto enseguida cuando siento que da un respingo.

—Lo siento. No quería… —me disculpo.

—No, no. Perdona tú. —Me vuelve a agarrar la mano con un apretón fuerte y seguro

—. Estoy un poco nervioso. Demasiados malos recuerdos.

—Pues vamos a intentar crear otros nuevos más agradables.

Pasamos las siguientes cinco horas recorriendo diferentes plantas del hospital. Hay algunos pacientes que llevan bastante tiempo aquí, por lo que voy directa a verlos. Como le dije a Camden, no hay grandes cosas que podamos hacer por ellos, pero nos aprovisionamos de revistas, periódicos y algunos libros en el quiosco del hospital y los repartimos entre ellos. Algunas personas nos dan monedas para que les subamos café, agua o refrescos. Cam se va soltando poco a poco. En las primeras habitaciones, apenas se atrevía a entrar sin que yo tirara de su mano, pero, cuando llevamos un par de horas de acá

para allá, empieza a tomar decisiones por sí mismo, sin necesidad de que yo sea su sombra.

Cuando ya estamos a punto de irnos, Camden me pregunta si me importaría pasar un

rato por la sección de pediatría. Me derrite el corazón su semblante tímido al preguntármelo, y no dudo en responderle que sí. El ascensor llega rápido a la segunda planta, y Cam titubea un poco en el vestíbulo, como si temiera reencontrarse con los peores momentos de su vida.

—Vamos, Cam —le digo, cogiendo de nuevo su mano.

—Sí… sí —Echa a andar, dando pasos lentos por el pasillo.

—¿Camden? —dice una voz a nuestra espalda, cuando no debemos de llevar ni un minuto recorriendo la zona—. ¿Eres el hermano de Matt Reed?

—Ho… hola —responde él a una enfermera mayor, algo entrada en carnes, que lo ha

reconocido.

—¡Hijo! ¡Cuantísimo tiempo sin verte! Estás igual que cuando tenías dieciséis años.

—Bueno, no estoy yo muy seguro de eso —le responde él un poco ruborizado, revolviéndose el pelo con una mano.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Estáis todos bien? —le pregunta ella, cambiando su semblante a la preocupación en un segundo.

—Sí, sí. Estoy aquí con mi amiga Amanda. —Me señala, y la enfermera me saluda con

una sonrisa—. Hemos venido a ver si algún niño necesita algo por aquí. Amanda es voluntaria en el hospital.

—Dadme dos minutos, y os llevo a ver a algunos con los que nos podéis echar una mano. —Consulta su planilla y apoya su mano sobre el brazo de Camden—. ¿Matt está bien?

—Sí, está bien.

—Y… ¿camina?

—Sí. —Camden suelta una carcajada—. Camina, corre y no vuela porque todavía no

ha debido de encontrar la manera.

—Ese es mi chico. —La enfermera sonríe satisfecha—. ¿Seguís tan unidos como entonces?

—Sí. —Veo la nuez de Cam subir arriba y abajo por su garganta, y el alma se me rompe un poco—. Todo sigue como siempre.

Le doy un apretón suave en la mano para transmitirle que entiendo lo que acaba de hacer. Que entiendo que ha respondido lo que querría que fuera, aunque no se corresponda con la realidad. Alyssa, la enfermera, nos da un par de indicaciones sobre chicos que están más aburridos que otra cosa. Supongo que no quiere que, como voluntarios novatos en esta planta, nos enfrentemos a los casos más duros. Camden se mueve por la zona como

pez en el agua, y me duele pensar cuántas horas debió de pasar vagando por sus pasillos, como un adolescente con demasiado peso sobre sus hombros. Cuando regreso del lavabo,

tras perderme un par de veces por la planta, me preocupa no encontrar a Cam en la habitación en la que lo dejé hace un rato. Echo un vistazo rápido por otras habitaciones, y acabo encontrándomelo sentado junto a la cama de un niño de unos ocho o nueve años. El niño tiene una escayola en su pierna izquierda, y Camden está sentado en una silla sin respaldo, dibujando trazos precisos sobre ella. Como está de espaldas a la puerta, no percibe mi presencia, así que me permito observarlo a hurtadillas, mientras dibuja y mantiene una conversación con el chico, que resulta llamarse John.

—Entonces, ¿eso es como un tatuaje?

—Algo así. Con este rotulador, no se borrará de la escayola y se quedará ahí para siempre.

—¡Qué guay! Mi hermano se va a morir de envidia. Mamá no le deja hacerse un tatuaje.

—Pues tú pídeles quedarte con la escayola cuando te la quiten y así tendrás tu tatuaje para siempre.

—¡Sí! Así podré fastidiar a mi hermano cuando quiera.

—Esto ya está. ¿Te gusta así, colega?

—Es genial. ¡Muchas gracias, Camden!

—Y ya sabes. Si dentro de unos años quieres que te lo haga de verdad, ven a buscarme

y te lo regalaré.

—No sé yo si a la madre de este jovencito le va a hacer mucha gracia eso —

intervengo, poniendo una mano sobre el hombro de Cam—. Ni sé si a ti te irá demasiado

bien el negocio si sigues regalando tatuajes.

—Es que solo se los regalo a gente especial —me responde, mirándome tan fijamente

a los ojos que estoy a punto de arrancarme el corazón y regalárselo en una bandeja.

—¿Nos… nos vamos? —logro preguntarle, tras carraspear un poco—. Son casi las seis. Llevamos aquí un montón de horas.

—Sí, vamos.

Salimos del hospital en silencio, parando solo un momento a despedirnos de Alyssa, a

la que le prometemos volver pronto. Tampoco hablamos en el proceso de ponernos el casco ni durante el trayecto hasta mi casa. Camden no aparca en el camino del garaje, como suele hacer, sino que deja la moto pegada a la cerca en la que hace solo unos días compartimos nuestro primer beso. Se desmonta después de mí, y se sube al travesaño de

madera.

—Ese niño… John… —empieza a hablar sin necesidad de que yo le pregunte nada—.

Me recordó muchísimo a Matt.

—Lo siento, Cam —le susurro, porque lo último que habría querido cuando propuse

que me acompañara al hospital es que eso lo hiciera sufrir—. Siento mucho haberte obligado a revivir aquello.

—No, no. Por Dios, Amanda, no te disculpes. Soy yo quien debería disculparse por no

haber sabido ver desde el principio que era una buena idea. Muchas gracias por llevarme, de veras.

—¿Te ha gustado ir?

—Sí. Te acompañaré de vez en cuando, si te parece bien. Tenías razón. No sé cómo coño lo haces, pero siempre pareces tener razón.

—No te creas. Pero me alegro mucho de que hayas sabido ver el lado positivo.

Camden me mira a los ojos de una manera que no acabo de comprender, una muy parecida a la de hace algunos minutos en el hospital. Su mirada se dirige a mis labios, y todos los vasos sanguíneos de mi cuerpo parecen estar bombeando sangre de forma simultánea. Siento incluso algo parecido a un zumbido en mis oídos, porque tengo el firme convencimiento de que me va a besar. Y creo que, si no caigo desmayada, es porque uno

de sus fuertes brazos rodea de repente mi cintura.

—¿Sabes? —me susurra, a escasos milímetros de mi cara—. Me gustan tus pecas.

—Cam… —Sé que mi voz es casi un jadeo.

—Te contaría cada una de ellas y, después, volvería a empezar. Y así hasta que me aburriera, que me temo que no sería nunca.

—Dame un beso, Cam —le suplico, con mis labios ya rozando los suyos, pero sin atreverme a dar el paso.

—No. No, no. No puedo. —Se aparta de mí, y quedo casi tambaleándome ante él—.

Lo… lo siento, Amanda. Me he… me he dejado llevar. Lo siento.

—No pasa nada, yo… —balbuceo, porque realmente no sé qué decirle. Lo único que

mi cerebro es capaz de producir en este momento es una súplica para que vuelva a besarme, y esa carta ya la he usado y he perdido.

—No digas nada. Olvídalo. Te recojo mañana a las siete y media para llevarte al instituto, ¿vale?

—Vale —le respondo, mientras él enciende ya la moto y se dispone a irse.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana, Cam —me despido, susurrando mis palabras ya al aire que ha

levantado al arrancar.

La de cal y la de arena. No quiere besarme, no quiere ni acercarse a mí en ese terreno.

Pero, mañana, como siempre, pasaré tiempo con él. Como su amiga. Y ya no sé si eso es

el placebo perfecto para que no me duela el alma por su rechazo o la prolongación de algo que me conducirá de cabeza a un corazón roto.

Capítulo 6

Camden

Adoro mi profesión por un montón de motivos. Poder vivir de lo que creo con mis manos, saber que mi trabajo deja algo perdurable en los demás, esa extraña conexión espiritual que siempre he sentido por el mundo del tatuaje. Puede que esas sean las tres razones más importantes. Pero la cuarta, sin ninguna duda, es que ningún estudio de tatuajes empieza a tener movimiento antes de las once de la mañana. Creo, de hecho, que mis otras tres motivaciones empezaron a ganar peso con el paso de los años, pero, a los diecinueve, cuando conseguí mi primer trabajo serio como tatuador, podría haber confesado que era la causa número uno. Siempre me ha encantado dormir hasta tarde, no despertarme a golpe

de alarma y remolonear un poco entre las sábanas cada mañana. Desayunar con calma y

tomarme mi tiempo en la ducha. Salir hacia el trabajo dando una vuelta en la moto. Y todo eso es lo que seguiría haciendo si Amanda no se hubiera colado en mi cabeza de la manera en que lo ha hecho. Ahora, contraviniendo todos mis principios, programo el despertador cada noche para las siete en punto de la mañana, solo por sentirla detrás de mí en el trayecto de apenas diez minutos entre su casa y el instituto. Algunas mañanas, ni siquiera hablamos más de dos o tres frases, lo justo para saludarnos y despedirnos. Y ella siempre insiste en que puede ir caminando o volver a utilizar su coche. Pero yo siempre le digo que no. Podría dejar esta rutina que hemos establecido y quedar con ella alguna tarde –o todas, ya puestos–, pero eso se parecería demasiado a una cita. De esta manera, la puedo convencer de que solo es un método para tratar de acercarme a Matt, que deriva, casualmente, en traerla y llevarla del instituto. Y, lo más importante de todo, puedo autoconvencerme yo.

Han pasado ya ocho días desde el momento exacto en que me di cuenta de que, si no

ponía los cinco sentidos en mantenerla lejos de mis pantalones, iba a acabar teniendo un disgusto. Fue el día en que me arrastró al hospital. Saber que Amanda dedica parte de su tiempo a cuidar enfermos, cuando, en su casa, lo único que hace es cuidar de su madre, me pareció una prueba más de que es alguien especial. Muy especial. Salí de allí demasiado afectado por recuerdos que creía que habían quedado enterrados para siempre, y bajé la guardia con respecto a Amanda. Cuando me quise dar cuenta, ella me estaba pidiendo que la besara y solo me quedaban dos opciones: rechazarla y hacer que se sintiera mal, o besarla y arrastrarla a todo mi desastre. Y las dos eran una mierda. Opté por lo que creí más inteligente, aunque me habría pegado de hostias yo solo al llegar a casa por rechazar la oportunidad.

Por suerte, la semana transcurrió sin novedad, y el fin de semana solo nos vimos un par de horas en el hospital para visitar a los pacientes de la semana anterior. La madre de Amanda no tenía un día bueno, y ella no quiso alejarse demasiado tiempo de su casa.

Cuando la dejé de vuelta en el camino de su garaje, estuve a punto de pedirle que me dejara entrar, que compartiera conmigo ese dolor que le produce ver a su madre apagarse por momentos, pero, justo en el momento en que iba a hacerlo, recibí un mensaje de confirmación del vuelo del fin de semana que viene a Seattle, que me hizo recordar que la

prioridad número uno de mi vida en estos momentos es Lucy, y que no puedo permitirme más distracciones de las que ya se me han puesto delante sin que yo haya hecho nada por evitarlas.

Son casi las siete cuando termino con mis citas del día. Pam despide en la puerta a un chico al que acaba de hacer un doble piercing en la ceja, y ambos nos disponemos a limpiar los materiales, recoger un poco el local y cerrar la caja. No hemos vuelto a acostarnos después del día en que le hice el piercing en el ombligo, y tampoco ha vuelto a salir el tema. Mejor así. No es solo que ya no disfrute con ella como antes, ni siquiera es que pensar en Amanda me impida acostarme con otras personas. Al fin y al cabo, no tengo intención de dar ese paso con ella y tampoco la tengo de quedarme célibe. Pero, cada vez que me acuesto con Pam, sé que le estoy dando una esperanza de algo que, sin ninguna duda, no volverá a haber entre nosotros. Podría acostarme con ella desde hoy hasta el día en que sea demasiado viejo para que se me levante y sé que no me volvería a enamorar de ella. Ni siquiera sé si tengo la capacidad de enamorarme o las ganas de hacerlo.

Estamos casi a punto de cerrar, cuando unos rizos rubios que me resultan familiares asoman por la puerta del estudio. Por un momento, me entra el pánico a que le haya ocurrido algo a su madre, pero una sonrisa pícara en su cara me revela que no es algo malo lo que la ha traído hasta aquí.

—Hola —saluda con timidez, echando una mirada de reojo a Pam, que no se corta en

fusilarla con un gesto desafiante que hace que me den ganas de ponerla en la acera de una patada en el culo.

—¡Hola, Amanda! ¿Qué haces aquí?

—Mmmmm… Me preguntaba si me podrías hacer un tatuaje chiquitito. Si no puedes

ahora, puedo volver mañana o cuando me digas.

—Lo siento, bonita, estamos cerrados —responde Pam, cruzando los brazos bajo su pecho en un gesto desafiante que le pone las tetas a la altura de la garganta.

—Pam, de momento, este estudio es mío —le digo, en un tono calmado que tengo que

rebuscar en lo más profundo de mi paciencia—. Ya puedes marcharte. Mañana te veo.

—Pero, Cam, son más de las siete y…

—Pam. Ya puedes marcharte. Mañana te veo —repito, con la voz algo más grave.

—Tú sabrás dónde te estás metiendo, luego no me vengas…

—Que te vayas de una puta vez, Pam, joder —le grito, no tanto porque me esté poniendo enfermo como porque veo a Amanda cada vez más incómoda y no me da la gana de que Pam la haga sentir así. Al fin, Pam sale dando un portazo y miro a Amanda, que tiene la vista clavada en sus propios zapatos.

—Lo siento. No tendría que haber venido sin avisar —masculla, en un tono de voz casi

imperceptible, aún con la cabeza baja.

—Tonterías. Perdona el espectáculo. Pam es muy drama queen cuando se lo propone

—le digo, cogiéndola por la barbilla y haciendo que levante la cara hacia mí.

—Vale —acepta, con una sonrisa. Al fin.

—¿Otro? —le pregunto, sorprendido.

—Sí. Maldito gusanillo de los tatuajes. Llevo todo el día dibujando cosas en los márgenes de los libros en lugar de estudiar, que es lo que debería estar haciendo.

—¿Y qué has decidido?

—Una sola palabra. « Hope[2]». En la nuca. ¿Te parece bien?

—Sí. Pero cuéntame por qué. Me gusta saber la historia de lo que tatúo, y no siempre

tengo la confianza suficiente para preguntarlo —le digo, mientras la hago pasar a la cabina en la que llevo todo el día trabajando.

—Porque tengo esperanza. La tengo escondida, no sé debajo de cuántas capas, pero la

tengo. Por eso lo quiero ahí, en la nuca, debajo de muchas capas de pelo. Pero sabiendo que, cuando quiera verla, solo tengo que apartar lo que me impide encontrarla.

—Eso que acabas de decir es precioso. Y muy inteligente. —Le acaricio la mejilla y

noto cómo el color se le sube a las mejillas—. ¿Quieres que te enseñe diferentes tipografías? Dime un poco la idea que tienes para la letra y hacemos algunas pruebas.

—No. Quiero que lo hagas a mano alzada. Con tu letra.

—¿De veras? —le pregunto, bastante sorprendido y admito que incluso un poco emocionado—. ¿Por qué?

—Primero, porque he visto tu letra un par de veces y es preciosa. Pero, sobre todo, porque… —Traga saliva un par de veces seguidas—. Porque tú me has dado esperanza, Cam.

—¿Yo?

—Sí. La esperanza de luchar por la gente a la que quieres, de superar un pasado horrible, de soñar con una vida mejor. Y, por encima de ninguna otra cosa, me has dado la esperanza de tener un amigo, alguien en quien confiar.

—Amanda… —No puedo evitar agarrar uno de sus brazos y estrecharla contra mi pecho. Aprieta con fuerza los brazos alrededor de mi cintura, y yo dejo un beso suave sobre su pelo—. Puede que eso sea lo más bonito que me ha dicho nadie nunca.

—Pues no es más que la verdad —me confirma, mientras empiezo a preparar ya la máquina—. ¿Me va a doler mucho?

—No. Dicen que en la nuca no duele nada.

—¿Tú no la tienes tatuada? —me pregunta, retirándome un poco el pelo que la cubre.

El contacto de la punta de sus dedos en mi cuello no ayuda en nada a que me tranquilice.

—No. No tengo ningún tatuaje ni en la espalda ni en zonas donde no pueda verlos.

Mucha gente dice que es mejor tenerlos en zonas no muy visibles para no acabar cansándote de ellos, pero a mí me gusta mirarlos a diario.

—¿Cuál es tu favorito? Si tienes alguno, quiero decir.

—Son dos. El primero y el último —le respondo, algo críptico.

—¿Por qué?

—¿Sabes, Amanda? Tienes la capacidad absoluta de sacarme información sin

pretenderlo.

—¡Oh! Perdona. —Se ruboriza—. No pensé que te estuviera preguntando algo que no

quisieras responder.

—No, no. No te disculpes. Es solo que… siempre que alguien me ha pregunta cuál es

mi tatuaje favorito, les respondo que este. —Me levanto la manga derecha de la camiseta y dejo delante de su cara mi bíceps cubierto con un tatuaje espectacular, en el que predominan grandes zonas tintadas por completo en negro, combinadas con franjas de intrincados dibujos geométricos—. Es una obra de arte. Me lo hizo el dueño del estudio en el que trabajé en San Francisco. Puede que sea el mejor tatuador del mundo, quizá con un par de artistas que conozco que trabajan en Londres. Llevar esto sobre la piel es el equivalente en tatuajes a tener un Picasso en la pared.

—Pero no es tu favorito.

—No. Me encanta, pero mis favoritos son otros. Y sí, listilla, —le digo, pellizcándole la nariz entre dos de mis dedos—, te lo voy a contar. Porque tienes el puto don de poner esa cara de inocencia y que a mí me apetezca contarte cosas de las que no suelo hablar con nadie.

—¡Yo no hago eso!

—Mira, este es el primer tatuaje que me hice —la ignoro y giro el brazo hasta que queda visible el nombre de Matt en el medio de mi muñeca izquierda—. Tenía dieciséis años y me moría de ganas de hacerme un tatuaje, pero no sabía muy bien el qué. Cuando

Matt llevaba ocho o nueve días en el hospital, lo operaron durante horas. Era la operación decisiva, la única esperanza de que volviera a caminar. Los médicos nos dijeron que estaría siete u ocho horas en el quirófano. Se me comían los nervios, y sabía que iba a volverme loco si me quedaba en su habitación esperando todo ese tiempo, sobre todo con mi madre allí. Así que cogí un autobús a Little Rock, busqué un salón de tatuajes que tenía cierta fama, y me tatué su nombre. Me pareció una conexión muy fuerte el hecho de estar sintiendo dolor al mismo tiempo que él pasaba por aquello. Incluso me jodió que no me

doliera más. Regresé al hospital cuando Matt acababa de salir de quirófano, pero aún no estaba despierto. Y creo que le hizo más ilusión el tatuaje que saber que todo había ido bien con su pierna.

—Qué historia tan bonita, Cam —me dice, con las lágrimas velándole los ojos. Borro

la sonrisa nostálgica que me ha dejado la historia cuando me doy cuenta de que Amanda

nunca me había parecido tan preciosa como en este momento—. ¿Y el otro?

—Este —le respondo, levantándome un poco el bajo de la camiseta. Toda mi cintura

está cubierta por las siluetas de siete pájaros, coloreados por completo en negro, que parecen volar en diferentes direcciones—. Me lo hice en San Francisco hace poco menos

de un año, cuando ya había vuelto a Hot Springs.

—¿Qué significa?

—Cuando volví a casa y me encontré con que tenía una hermana, las cosas fueron bastante complicadas. Lucy estaba un poco recelosa de mí. Tenía año y medio, y todo su mundo era Matt. Sus padres habían muerto, y, de repente, aparecía un extraño para hacerse cargo de ella. Matt siempre le estaba dibujando pajaritos porque a ella le encantan, creo que por un libro que tenía en casa de mi madre. Así que, cuando volví a San Francisco a recoger mis cosas, me pasé por el estudio a despedirme y les pedí que me hicieran ese último trabajo.

—¿Y qué dijo Lucy cuando lo vio?

—Pasó a adorarme de inmediato. —Sonrío tanto que creo que Amanda podrá

distinguir mis muelas desde donde está sentada. Y soy dolorosamente consciente de que hace demasiado tiempo que no sonrío, salvo si ella está implicada en la ecuación—. Creo que Matt hasta se puso un poco celoso. De hecho, está obsesionado con tatuárselos él también.

—Me encantan las dos historias, Cam. Es una forma increíble de expresar lo que sientes por los demás. Llevarlos bajo la piel.

—¿Preparada? —le pregunto, cuando ya tengo todos los materiales listos para empezar

a tatuarla.

—Sí. Dale, antes de que me arrepienta.

La tatúo en silencio, y ella apenas se mueve. Cuando termino, le aplico la crema y el

vendaje plástico y, movido no sé muy bien por qué, no puedo evitar darle un beso encima del papel film. Ella se vuelve, sorprendida, pero borra cualquier inquietud de mi cara con una sonrisa amistosa.

—¿Tienes mucho que estudiar? —le pregunto, unos minutos después, mientras cierro

el doble candado de la puerta del estudio.

—No. He sido una buena chica, como a ti te gusta, y no he venido por aquí hasta que

he terminado mis deberes —me responde, con un guiño. Y no tiene ni idea de cuánta razón tiene en lo de que me gusta. Incluso me siento un poco sórdido al pensar que me encanta que esa piel de buena chica esté marcada por mis manos.

—¿Te apetece hacer algo? No sé… No tengo demasiadas ganas de volver a la casa del

drama fraternal.

—¿Matt sigue igual?

—Sí. Solo me da dos opciones. O lo ignoro, y me siento hasta incómodo en mi propia

casa. O intento arreglar las cosas, y es como darme cabezazos contra un muro. Me ha puesto de buen humor tu visita, y no me apetece que se me estropee tan pronto.

—¿Cogemos algo de comer y cenamos por ahí en plan picnic?

—¡Vale! Me parece una idea genial. Hace una temperatura increíble para ser febrero.

Nos acercamos en moto al Kmart de al lado de su casa y compramos una buena

cantidad de cerveza y comida insana. Aprovechando que estamos por la zona, Amanda se pasa un momento por su casa para decirle a su madre que volverá tarde y a darle un beso de buenas noches, por si, cuando regrese, ella ya está dormida. Subimos de nuevo a la moto, y conduzco hacia las afueras de la ciudad, a una zona de merenderos cerca del río que suele estar llena de gente en verano, pero en la que no hay un alma a estas alturas de año. Nos sentamos en una de las mesas y desplegamos el arsenal de comida delante de nosotros.

—¿Qué tal estaba tu madre? —le pregunto.

—Estaba casi dormida. No sé si se habrá enterado muy bien de que he estado con ella

—me responde, con una mueca triste pero resignada.

—Vaya… ¿Estás bien?

—Estoy acostumbrada. Lo cual no significa que no duela un poco cada vez. Al menos,

hoy está bien de salud. Lo del fin de semana parece haber sido una falsa alarma.

—Me alegro.

—Sí, bueno… Es una prórroga más.

—¿A qué te refieres?

—Pues a que, antes o después, una de esas infecciones la acabará matando.

—¿De verdad? —le pregunto, un poco conmocionado por el tono en el que lo ha dicho.

—Sí. Su cuerpo no responde de forma normal. No es solo que no pueda moverse. No

puede regular la temperatura, ni la tensión… Tiene sondas para la orina y las heces. Hay que moverla todo el tiempo para evitar las llagas y los trombos. Por mucho cuidado que pongan las enfermeras, y por mucho que yo supervise todo a diario, siempre puede haber algo que falle. Ese es el miedo más grande que tengo en el mundo. Que se nos despiste un día alguna cosa y la matemos.

—No digas eso, por favor.

—Ya, perdona. Supongo que estoy demasiado acostumbrada a hablar estas cosas

conmigo misma y no controlo el tono. Pero, bueno, mi vida consiste en asumir que, algún día, ella se irá. Y entonces yo estaré completamente sola en el mundo.

—¿No tienes más familia?

—No. Mi madre es hija única, y mis abuelos murieron cuando yo era pequeña. Y la familia de Jake nunca aceptó el matrimonio con mi madre, y no hemos tenido relación con ellos. Somos ella y yo. Punto. Y, el día que ella falte, seré solo yo.

—Amanda… Ya sé que hace solo unas semanas que nos conocemos, pero… No dejaré

que estés sola, ¿vale? No sé cómo decir esto. No sé ni siquiera si estoy metiendo la pata al decirlo, pero, de alguna manera que no alcanzo a entender, siento que nunca podría dejarte sola.

—Oh, Cam… —Me pasa un brazo por los hombros y me da un beso en la mejilla—.

¿Comemos? Podemos continuar con el drama después de un par de cervezas, si quieres.

—¿Ahora ya te gusta la cerveza? —le pregunto, siguiendo el mismo tono burlón que

ha usado ella.

—Creo que me estoy acostumbrando. —Me sonríe, al tiempo que coge dos Bud Light

y me entrega una.

Comemos una extraña selección de snacks, patatas fritas y bollería industrial de chocolate. No hace nada de frío, así que nuestros abrigos continúan encima de la mesa, donde los dejamos al bajar de la moto. Amanda me sorprende cogiendo el suyo, extendiéndolo sobre el césped y tumbándose sobre él.

—¿Vienes?

—Claro.

—Es alucinante cómo se ven las estrellas desde aquí.

—¿Conoces las constelaciones y esas cosas?

—No. —Se ríe, y yo voy detrás—. Pero me gusta mirar las estrellas desde la ventana

de mi cuarto. Cuando pasas tanto tiempo en casa, acabas cansándote de ver la tele, de escuchar música y hasta de leer. Así que creo que conozco todas las actividades que se pueden llevar a cabo entre cuatro paredes.

—¿Y qué te habría gustado hacer si hubieras podido salir de esas cuatro paredes?

—Viajar —me responde, tajante.

—¿Viajar? ¿Has salido mucho de Hot Springs?

—Sí, pero a algunos lugares fui cuando era demasiado pequeña como para recordarlo.

—¿Y de los que te acuerdas?

—Nueva York, Londres, Roma…

—¡Caray! ¿Has estado en Europa?

—Sí, el verano antes del accidente. Mis padres y yo viajábamos siempre en

vacaciones. Estuvimos en varios sitios de Estados Unidos y en México, pero nunca habíamos viajado tan lejos, así que Jake decidió que ya era hora de conocer Europa.

Estuvimos un mes recorriendo varios países y fue… increíble.

—Y, desde el accidente, ¿no has salido de Arkansas?

—¡No he salido de Hot Springs! Lo más lejos que he llegado es al hospital del condado.

—Pues un día, un día en que tu madre se encuentre bien y no te necesite tanto, vamos a coger la moto e irnos a alguna parte. Aquí cerca, que no tengas que estar muchas horas fuera, pero que al menos puedas decir que has viajado.

—¿Sabes? Ni siquiera es ese el problema. Sé que a mi madre la haría muy feliz si me

fuera una semana de vacaciones con mis amigas. Ella está muy bien cuidada por todo el personal que hay en casa, pero… es que no he tenido a nadie con quien irme a ninguna parte. Y me falta espíritu aventurero para meter cuatro cosas en una mochila e irme sola.

—Pues ese ya no es un problema. Ahora ya tienes a alguien.

—No sabes lo tentadora que es la oferta. Me encantaría que, cuando tengas un día libre, nos escapemos por ahí. A donde quieras.

—¿A donde quiera? —le pregunto, con una idea anidando en mi cabeza que debería hacer un esfuerzo algo más grande por ahuyentar.

—Sí —me responde, girando sobre su costado hacia mí. Apoya la cabeza sobre la palma de su mano, y no puedo evitar darle un beso… en la frente.

—¿Qué haces el fin de semana que viene?

—Pues lo tengo libre, pero te recuerdo que tú, el fin de semana que viene, te vas…

—…a Seattle a ver a Lucy. —Termino la frase por ella, poniendo cara burlona y levantando las cejas en su dirección.

—Pero, ¿tú te has vuelto loco?

—¿Por qué? Piénsalo, Amanda. Llevas cuatro años sin salir de esta ciudad de mierda.

¿Conoces Seattle?

—No… —me responde, titubeando.

—¡Punto para mí! Salimos el sábado por la mañana, muy temprano. Pasamos la tarde

con Lucy y, esta vez, nos la dejan a dormir. En teoría, solo podemos verla un día al mes, pero, como el viaje nos consume la mitad del día, a veces podemos pasar con ella la tarde del sábado y la mañana del domingo. Y el próximo fin de semana es uno de esos. A mediodía del domingo, se la devolvemos a mis tíos y volvemos a casa. Solo estarás una

noche fuera. —La observo mientras reflexiona sobre mi plan. Sé que está buscándole algún fallo al que aferrarse para no dar el paso, pero, ahora que me he atrevido a proponérselo, no voy a ponérselo fácil para echarse atrás—. ¡Vamos! ¡Di que sí!

—¿Dónde dormiría?

—Hemos reservado en el mismo hotel de siempre. Es un apartamento, con dos cuartos

dobles, dos camas en cada uno. Dormirías con Lucy en una de las habitaciones, aunque ya te puedo asegurar desde ahora que ella se va a pasar a la cama de Matt en algún momento de la noche. Lo ha hecho todas las veces que hemos ido.

—Pues…

—¿Sí? —le pregunto, con una cara de esperanza que se debe de ver desde la luna.

—Déjame que lo hable con mi madre, pero… puede que sí.

—¡Bien! —exclamo, abrazándola fuerte. En cuanto la euforia del abrazo termina, soy

muy consciente de que Amanda y yo estamos tumbados, abrazados, en medio de un lugar

aislado en el que sería facilísimo cometer un error sin pensar en las consecuencias. Y,

aunque puedo asegurar con los ojos cerrados que sería el mejor error de mi vida, mi cerebro toma el mando de la situación y decido romper el encanto, por mucho que esté deseando cogerlo, a mi cerebro, y decirle cuatro cosas—. Deberíamos volver.

—Sí… —me responde, ruborizada.

La dejo en su casa poco después, y charlamos unos minutos sobre los planes de viaje

del fin de semana. Estos cuatro días se van a hacer muy largos, por no hablar de que, en algún momento, tendré que afrontar decirle a Matt que no nos vamos solos. Y presiento que esa va a ser otra batalla dura de luchar.

ǁ

Contra todo pronóstico, los días pasan rápido y, el viernes por la noche, con mi mochila ya preparada, decido sacar el tema. Matt, también en contra de lo que se podría esperar de él, no reacciona demasiado mal. Se limita a decirme que él solo quiere pasar todo el tiempo posible con Lucy y que quien venga conmigo, a él, «le suda la polla».

Palabras textuales. Sé que ha dado por supuesto que hay algo entre Amanda y yo, pero no me ha dado ni la menor oportunidad de explicarle que solo es una amiga. Se ha encerrado en su habitación con peor cara que de costumbre, que ya es decir. Sé que las visitas a Seattle lo ponen nervioso, así que lo dejo correr. Al fin y al cabo, decir en voz alta que Amanda es solo una amiga es algo que se corresponde solo a medias con la realidad.

El sábado a las cuatro y media de la mañana, Matt y yo estamos levantados, esperando

a que Amanda pase a recogernos. Cuando llega, Matt se tira en el asiento trasero y no abre la boca en todo el trayecto. Apenas ha saludado a Amanda, de hecho. Ella me mira, incómoda, y yo le hago un gesto que intenta pedirle que no le dé importancia. Una vez en la cola de embarque de nuestro vuelo, Matt coge el billete de Amanda sin pedir permiso y comprueba su asiento.

—Me quedo yo con esta tarjeta de embarque, si no te importa.

—Ah, claro… Como quieras, Matt —le responde ella, nerviosa.

—Así podéis ir juntos, y yo puedo ir solo. Todos contentos. —Finge una mueca de sonrisa falsa, y yo pongo los ojos en blanco para evitar darle un bofetón.

Ya sentados en nuestros asientos, saco un cuaderno de mi mochila y me dedico a dibujar durante casi todo el vuelo. Tengo algunos diseños apalabrados para la semana que viene y no quiero tener nada pendiente rondándome la cabeza durante el tiempo que pasemos con Lucy. Amanda se ha dormido casi en el momento del despegue y no abre los

ojos hasta que el avión comienza las maniobras previas al aterrizaje, casi cinco horas después.

—¿De verdad he dormido todo este rato?

—Sí —le respondo, riéndome.

—No me lo puedo creer. ¿Falta mucho para que aterricemos?

—Media hora o así.

Antes incluso de que se cumplan esos treinta minutos, estamos ya en el finger que nos conduce a la terminal del aeropuerto de Seattle-Tacoma. Y es ahora cuando empiezan los nervios de verdad. Matt camina a tal velocidad que nadie diría que tiene una lesión crónica en su pierna derecha. Amanda y yo tratamos de seguirle el ritmo, pero él se niega a ir más despacio, pese a que sabe que vamos con tiempo de sobra hasta la hora a la que hemos quedado con nuestros tíos y que nos tocará esperar. Es otro de los asquerosos trucos que hemos tenido que aprender en la batalla legal de estos últimos meses: nunca quedar con el tiempo justo, puesto que, si llegamos a la cita con retraso, los abogados de nuestros tíos podrían utilizarlo en nuestra contra en el juicio. Qué asco.

Hemos quedado, como siempre, en el vestíbulo del hotel, a escasas dos manzanas del

Space Needle. Es un hotel económico y familiar, sin ningún lujo aparente, pero limpio y cómodo para las visitas a Lucy.

—Necesito un pitillo —resopla Matt, agarrándose su pelo largo, mientras esperamos sentados en los sillones del lobby.

—Pues sal al patio de atrás, ya sabes —le respondo, porque tengo unas ganas nulas de

pelear con él.

—¿Por qué al patio de atrás? —me pregunta Amanda en voz baja en cuanto lo vemos

desaparecer.

—La entrega de Lucy la hacen delante de un asistente social. Que vean fumando al otro menor que viviría con ella no sería una buena noticia en absoluto.

—Joder, qué presión —me responde Amanda, sorprendiéndome con su vehemencia.

—Sí, por eso no le he dicho nada. Entiendo que está histérico. Yo también lo estoy.

—¿Cómo suelen venir hasta aquí? ¿Caminando?

—Sí. ¿Por qué?

—Ve con Matt, anda. Yo saldré afuera y vigilaré que no lleguen antes de la hora. Si veo venir a una niña hacia aquí, te daré un toque al móvil. ¿Te parece bien?

—Me parece maravilloso. Eres genial, Amanda. Me encanta que estés aquí. Abrígate

bien, que fuera hace muchísimo frío —le recuerdo, mientras rescato de mi mochila un pequeño frasco de colonia y unos chicles de menta para ocultar el olor a tabaco cuando regresemos. Todo este follón de los asistentes sociales me hace sentir como un adolescente que oculta las cosas a sus padres.

Salgo al helador mediodía de Seattle y veo a Matt fumando, apoyado contra la barandilla del patio trasero del hotel. Se sorprende un poco cuando me ve llegar.

—¿Y tú aquí?

—Amanda me dará un toque al móvil cuando vea venir a Lucy —lo informo, al tiempo

que dejo mi teléfono sobre el muro de piedra para tenerlo a la vista todo el tiempo.

—¿La rubia se llama Amanda?

—Sí. Ya lo sabías. De hecho, con las veces que pasas por delante de ella para ir al despacho de Paul, deberías conocer hasta su número de la seguridad social.

—¿Te la follas?

—A ver si controlamos un poco esa boquita, que en breve está aquí Lucy —le digo, con tono autoritario, aunque sé que me ha molestado más que hable de Amanda en esos

términos que la posibilidad de que se le escape nada delante de nuestra hermana—. No, no lo hago. Solo somos amigos.

—¿Te traes a una solo-amiga a Seattle a ver a Lucy? Qué original.

—Amanda no tiene una vida fácil. Su padrastro murió, y su madre está encamada.

Hacía años que no salía de Hot Springs, y me apeteció que viniera con nosotros. Punto.

—¿Ella sabe…

—No —le corto—. Lo último que me apetece es que conozca más mierda sobre

nuestras vidas de la que ya sabe.

—Bueno, tú sabrás lo que haces. —Casi me da la risa al ver que Matt parece reprenderme con su tono. Aunque el humor me desaparece en cuanto soy consciente de cuánta razón tiene. Apaga su cigarrillo en el cenicero de un rincón, y yo lo imito, pese a que solo le he dado un par de caladas—. ¿Tienes chicles?

—Chicles y colonia. Vamos a disfrazarnos de buenos chicos.

—Odio esto —me confiesa, casi en un susurro.

—Yo también. Pero pasará, Matt… Pasará —le digo, poniendo la mano sobre su hombro. Él me permite el gesto durante unos instantes, justo hasta que se da cuenta de lo que estoy haciendo y mueve el hombro en un gesto de desdén.

Cuando estamos ya en el vestíbulo, recibo la llamada perdida de Amanda y veo que Lucy entra en esos momentos por la puerta con mis tíos y la misma asistenta social de las dos últimas visitas. Echa a correr en cuanto nos ve y se abalanza sobre Matt sin dudarlo.

Solo la cara de felicidad de mi hermano en este momento me compensa todos los dólares

y kilómetros que nos está costando esta locura. Y esa misma cara, la de los dos, en realidad, debería ser el único testimonio que necesitaran en el juicio por la custodia.

—Buenas tardes —nos saluda la asistenta social.

—Hola. ¿Tiene preparados los documentos para firmar? —le pregunto, tratando de agilizar al máximo los trámites.

—Sí. La hora de entrega de la menor, una declaración firmada de que no van a consumir drogas ni a practicar sexo delante de…

—Sí, sí. No hace falta que lo repita —la interrumpo, porque me pone enfermo pensar

que tengamos que pasar por esto cada vez. Mis tíos se mantienen en un segundo plano, sin

dirigirnos apenas la palabra, más allá de los saludos iniciales.

—La hora límite de devolución de la niña es mañana, domingo, a las catorce treinta horas, en este mismo lugar. ¿Alguna duda?

—No. Solo queremos quedarnos a solas con ella.

—Un momento, ¿quién es ella? —pregunta mi tía, dirigiendo su dedo índice hacia Amanda.

—Una amiga del instituto —ataja Matt, antes de que a mí me dé tiempo a responder—.

Tiene familia en la ciudad y ha volado con nosotros para visitarlos. Es mayor de edad, además de ayudante del director del instituto. Si necesitan referencias de ella, él podrá proporcionárselas.

—Necesitaremos su nombre si va a pasar tiempo con la niña.

Amanda se acerca a la asistente social y le entrega su carnet de conducir. Me quedo un poco apartado con Matt y espero que entienda el gesto de agradecimiento que le dirijo. Ni siquiera me había planteado que la presencia de Amanda pudiera ser un problema para la visita y me torturo un poco pensando en cuántas cosas se me pueden escapar que acaben

perjudicando a nuestro objetivo.

—Dale un beso a Camden, Lucy —le dice Matt, apartándola un poco de su hombro, donde ella se ha dejado caer desde el primer momento.

—¡Hola, Cam! —Me echa los brazos para que la coja, y Matt me la pasa en un movimiento ágil. Me derrito por dentro cuando planta su boca en mi mejilla y me abraza fuerte con sus bracitos por detrás de mi cabeza—. ¿Puedo ver los pajaritos?

—Enseguida, cariño. En cuanto subamos a la habitación.

—¿Quién es? —me pregunta, al ver que Amanda se une a nosotros de camino a los ascensores.

—Lucy, esta es mi amiga Amanda. Amanda, esta niña tan guapísima es mi hermana Lucy.

—Hola, niña tan guapísima llamada Lucy —le dice Amanda, haciéndola reír.

—¿Eres la novia de Camden?

—No, pequeña. Solo soy una amiga.

—¿Eres la novia de Matt?

—No —responde Amanda, entre risas—. Tampoco. Soy amiga de los dos y, si me dejas, también lo seré tuya.

—Vale —acepta ella.

—¿Qué tenéis pensado hacer el resto del día? —nos pregunta Amanda, mientras abrimos la puerta del apartamento.

—La verdad es que yo no había pensado nada en concreto. Matt, ¿tú tienes alguna

idea? —Me encanta hablar con mi hermano cuando estamos con Lucy. Sé que nunca me responderá con desprecio delante de ella, así que aprovecho la ocasión para engañarme un poco y fingir que tenemos una relación normal.

—La verdad… Con este frío, y teniendo en cuenta que ya conocemos todo Seattle, había pensado en quedarnos en el hotel. He traído películas para Lucy, algunos juegos, he cargado en mi móvil esa app de dibujos que le gusta tanto… —Matt sigue sacando cosas de su mochila y dejándolas sobre la mesa del pequeño saloncito de la habitación—. Lucy,

¿hay algo en concreto que te apetezca hacer?

—Comer pizza.

—Bueno… —Intercambio una mirada incómoda con Matt—. Veremos lo que se puede

hacer.

—¿Qué ocurre? —me pregunta Amanda, mientras Matt sigue distrayendo a Lucy con

sus juegos y libros de cuentos.

—En la última visita la llevamos a un McDonald’s, y mi tía presentó una queja a la asistenta social por el tipo de alimentación que le damos.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes. Matt y yo odiamos esto, tenemos que portarnos como si estuviéramos

siempre bajo vigilancia. Los pocos errores que hemos cometido, como lo de llevarla a comer hamburguesas…, ni siquiera sabíamos que eran errores.

—¿Y no podéis decirle a Lucy que no cuente lo que hacéis?

—No, no, no. Eso sería lo peor que podríamos hacer. Si se enteran de que le hemos pedido a Lucy que no cuente algo… sería dar ya el juicio por perdido.

—Qué horror todo.

—Sí. Estoy deseando que acabe.

—¿Os parece si cenamos temprano, a las seis o así, y después vosotros podéis salir a

que Amanda conozca un poco la ciudad? —propone Matt y, una vez más, me maravillo de

hasta qué punto Lucy ejerce una influencia positiva sobre él.

—Perfecto. Saldré a comprar unas ensaladas dentro de un rato, pero antes… Lucy, ¿no

hay algo que se te está olvidando?

—¡Los pajaritos!

—Ven, enana.

La pego contra mí y me levanto la camiseta. No puedo evitar echar un vistazo a Amanda y la veo con la mirada fija en mi estómago, donde Lucy hace ahora pedorretas contra los pájaros que me tatué para ella. Se me hincha un poco el ego al ver que la cara de Amanda aprecia lo que ve, no nos engañemos, pero, al mismo tiempo, me siento culpable

por no poder darle lo que creo que es obvio que los dos deseamos.

—Vamos a repartir las habitaciones —nos interrumpe Matt, y me da un poco la risa

porque sé que está celoso de que Lucy me preste atención. Y también sé que, si dejara de pedirlo de malos modos, acabaría cediendo a tatuarle los mismos pájaros que tengo yo, por más que me jugara la licencia tatuando a un menor.

—Sí. Lucy, ¿le enseñas a Amanda la habitación de las chicas?

—¡Claro! Mira, ven —le dice, muy resuelta, agarrándola de la mano, y se la lleva a la

habitación más grande del apartamento.

Entro con Matt en la que será nuestra habitación para esta noche, y no podemos evitar

sonreírnos cuando escuchamos la conversación casi incomprensible de Lucy con Amanda.

Y, cuando digo que no podemos evitar esa sonrisa compartida, es literal. Estoy seguro de que Matt estaría encantado de poder evitar la interacción.

—Oye, Matt, gracias por quedarte con Lucy esta noche para que yo pueda dar una vuelta con Amanda.

—No lo he hecho por vosotros —me responde con su peor cara de asco,

devolviéndome a la realidad de que ahora Lucy no está presente—. Quiero pasar tiempo a solas con mi hermana.

—Vale, captado. Gracias, de todos modos.

Pasamos un par de horas jugando con Lucy, hasta que Matt propone ir él a por la cena.

Regresa menos de media hora después, cargado de recipientes de ensalada y con una caja enorme de pizza. Apesta tanto a colonia que casi me da la risa al darme cuenta de por qué se ofreció voluntario a salir a por la comida.

—Las ensaladas son para las chicas y las pizzas para los chicos, ¿vale, Lucy?

—¡No!

—Tu cena es la ensalada. Pero, si quieres, te podemos dar un trocito de pizza muy, muy pequeñito. ¿Te parece bien? —le pregunta Matt, tratando de convencerla de que va a cenar sano, pero sabiendo que acabará comiendo toda la pizza que quiera. Por un lado, me muero de ternura al ver cómo busca cualquier subterfugio para darle lo que ella quiere sin perjudicarnos más adelante, pero también me hierve la ira dentro al ver que tiene que hacer algo así para conseguir una cosa tan natural como compartir una pizza con una hermana a la que solo puede ver veinticuatro horas al mes.

—Vale.

Antes de las siete, ya hemos terminado de cenar, hemos recogido todo y le hemos puesto el pijama a Lucy. Amanda pasa al cuarto de baño a ducharse, y yo me acerco a mi habitación para evitar que se me vaya la imaginación al hecho de que está desnuda a apenas dos metros de donde me encuentro. Lucy salta sobre la cama de Matt, y Matt sobre la mía. Se queda un poco parado al verme, y enseguida le hago un gesto para indicarle que puede continuar. Por mí, como si quiere destruir la cama a hachazos con tal de seguir viéndolo feliz y relajado.

Amanda sale del baño ya vestida, y enfilamos el camino hacia la salida. No puedo evitar despedirme diciéndoles a Matt y a Lucy que se porten bien y que, por supuesto,

tendré el teléfono disponible para cualquier cosa que necesiten. Matt me pone los ojos en blanco, y hasta juraría que Lucy le imita el gesto.

Salgo con Amanda a las frías calles de Seattle, y paseamos un rato en silencio. De tantas visitas a Lucy, he acabado conociendo bastante bien la ciudad y me oriento sin problema para llevarla a los lugares que quiero enseñarle.

—Perdona que no pueda dedicarte algo más de tiempo. A estas horas, ya no hay casi

ninguna atracción turística abierta.

—No te preocupes, Cam —me tranquiliza, estrechándose un poco contra mi costado

—. No he venido aquí a hacer turismo. He venido a salir de la rutina y a… bueno, a estar con vosotros.

—¿Qué te ha parecido Lucy?

—¡Es para comérsela! No tengo mucha experiencia con niños, pero parece muy buena.

—Sí, es una santa. Se pone algo traviesa cuando está Matt de por medio, pero, en general, se porta de maravilla.

—Me gusta veros con ella…

Se interrumpe cuando se da cuenta de que estamos casi a los pies del Space Needle y

eleva la mirada hasta alcanzar la totalidad de la estructura. A duras penas consigo convencerla de venir más tarde, porque ahora me apetece más que paseemos por la ciudad y tomar una cerveza tranquilos. Recorremos el entorno de Pike Place Market hasta llegar a The Crocodile, el mítico pub donde actuaron Nirvana y Pearl Jam. El barrio de Belltown bulle de actividad en la noche de los sábados, y yo apenas había podido echarle un vistazo en mis anteriores visitas, así que decido relajarme con Amanda, mientras tomamos un par de cervezas y escuchamos la música grunge que inunda el local.

—Me gusta esto —me susurra Amanda, cuando acabamos la segunda cerveza y un grupo local toca covers de Alice in Chains.

—Pues más que te va a gustar el sitio al que te llevo ahora.

—¿Space Needle?

—Efectivamente. Vamos.

No hemos estado dentro del pub demasiado tiempo, pero parece que a Seattle le ha dado tiempo a bajar su temperatura unos cien grados. Amanda casi tirita mientras caminamos por la Segunda Avenida, así que la abrazo contra mi cuerpo, y ella me lo agradece con una sonrisa. Caminamos así durante algo menos de un cuarto de hora, pero

es tiempo suficiente para que me pregunte por qué no puede la vida ser tan sencilla como para que seamos lo que parecemos: una pareja joven, enamorada, que pasea por la ciudad sin pensar en juicios de custodia, madres enfermas ni responsabilidades sobrevenidas demasiado pronto. Y, no sé por qué, pero presiento que algo parecido debe de estar rondándole la cabeza a Amanda, que suspira sonoramente cuando nos separamos al acercarnos a las taquillas de la aguja. Aguanto sus protestas por invitarla a la entrada, y le recuerdo que ella ha pagado las cervezas anteriores. Acepta, dándome un beso rápido en la

mejilla que la hace ruborizarse y, aunque creo que hacía años que no me pasaba tal cosa, a mí también.

Subimos en el ascensor en silencio y, al salir a la plataforma de observación, solo se escucha un pequeño chillido ahogado de Amanda, ante las vistas que se extienden frente a nosotros. Me muerdo el labio para reprimir una carcajada, porque esa misma sorpresa fue la que nos llevamos Matt y yo el día que subimos aquí por primera vez –y única, hasta ahora–. Después de unos momentos observando en silencio la ciudad iluminada y las increíbles formas del estrecho de Puget, Amanda saca su móvil y nos hacemos unos cuantos selfies. Envía uno de ellos a su madre y, en el último, no puedo evitar sorprenderla robándole un beso en la mejilla justo en el momento en que ella pulsa el disparador. Nos reímos un poco, y nos dirigimos a la salida.

—Muchas gracias por todo esto, Cam. De verdad. Creo que no sabía hasta ahora cuánto necesitaba un fin de semana así.

—No tienes nada que agradecerme. ¿Qué tal tu madre?

—Bien. La enfermera de noche le ha enseñado nuestra foto, y ha dicho que quiere conocerte. Y que te envíe un beso por haberme sacado de Hot Springs.

—Mándale un beso a ella también. ¿Volvemos ya al hotel? Me da un poco de miedo la

que puedan estar liando esos dos.

—¿Has sabido algo de ellos?

—No, Matt no me enviaría un mensaje salvo causa de fuerza mayor —le respondo, resignado, sacando un cigarrillo del bolsillo trasero de mis pantalones—. ¿Te importa?

—No —me responde, pero acompaña su palabra con el sonido de un gruñido—. Pero

eso es una mierda, y lo sabes.

—El último, te lo prometo —le digo, dándole un beso rápido en la mejilla (sí, otro más), antes de encenderlo.

Cuando entramos en el apartamento, todo está en silencio. Solo se ve una luz proveniente de la habitación que comparto con Matt. Nos dirigimos hacia allí, y no puedo evitar que se me escape una sonrisa. Me apoyo en el marco de la puerta y llamo a Amanda para que se acerque a mirar.

—¿En serio ese es Matthew Reed, del instituto de Hot Springs South? —me pregunta

ella, burlona, entre susurros.

—No tienes que hablar en voz baja —le respondo en tono normal—. Estos dos han heredado el gen del sueño profundo. Podría caérseles el hotel encima, y no despertarían.

Amanda deja que la abrace mientras seguimos observándolos. Duermen en paralelo al

cabecero de las dos camas unidas. Matt está tumbado sobre uno de sus costados, con un

libro infantil en una mano, las gafas torcidas en la cara y la cintura de Lucy bien aferrada con el otro brazo. Ni siquiera han abierto las sábanas, así que deduzco que se han quedado dormidos mientras Matt le leía. Lucy duerme profundamente, con su respiración un poco

sonora, pero yo no puedo apartar la mirada de Matt. Casi se me llenan los ojos de lágrimas

–bueno, sin casi–, al ver el aspecto inocente que tiene así dormido. Como si nunca lo hubiera decepcionado, como si mañana al despertar no fuera a volver a despreciarme.

Siento el apretón de Amanda en mi mano y salgo un poco del trance.

—Da pena despertarlos, ¿verdad? —me pregunta.

—No tendríamos que hacerlo si…

—¿Qué?

—¿Te importa si duermo contigo?

—Pero, ¿vas a dejarlos así? —me pregunta, ignorando la cuestión principal detrás del

asunto.

—Espera… —Me acerco a las camas y le quito a Matt el libro y las gafas, lo dejo todo

sobre la mesilla de noche, muevo un poco el edredón y los cubro como puedo con él, y apago la luz—. Ya está.

—Es alucinante que no se despierten.

—Amanda…

—¿Tú crees que es buena idea, Cam? Nosotros…

—Nosotros somos amigos, Amanda. Los amigos pueden dormir juntos, ¿no?

—Sí —suspira—. Supongo que sí.

—Si no quieres, no pasa nada —reculo un poco—. Puedo dormir en el sofá, no tiene

pinta de incómodo.

—Déjate de tonterías. Vámonos a dormir.

Amanda se mete en el cuarto de baño a ponerse el pijama, y yo doy gracias a Dios por

las absurdas normas de los asistentes sociales, que nos obligan a dormir con pijamas bien recatados cuando pernoctamos con Lucy, porque prefiero no imaginarme cerca de Amanda con mi habitual uniforme nocturno de bóxer y, como mucho, camiseta. Amanda

sale del baño con una camiseta que le llega por las rodillas y lo que parece ser un pantalón corto que se le marca debajo. Vale, bien. La noche va a ser complicada.

Pasamos un momento un poco incómodo cuando separamos las sábanas y nos

metemos en las camas. Pese a que, al ser dos camas individuales unidas, nuestros cuerpos están separados por dos juegos de sábanas, soy más consciente de lo que me gustaría de la cercanía del cuerpo de Amanda.

—Buenas noches, Cam.

—Buenas noches —le respondo.

Espero unos minutos, hasta que su respiración se vuelve regular y asumo que se ha dormido, antes de pasar un brazo por encima de su cuerpo y estrecharla contra mí tanto como nos permiten las camas. Debe de ser verdad que, cuando falla algún sentido se agudizan los demás, porque, en el silencio y la oscuridad de la habitación, percibo cosas de las que nunca antes me había percatado –ni pensé que fuera a hacerlo–: el olor a miel

de su gel de ducha, el tacto suave de su piel y hasta juraría que el latido fuerte de su corazón. O no. Puede que sea el del mío.

Capítulo 7

Amanda

Han pasado ya cuatro días desde que regresamos de Seattle, y todavía no soy capaz de saber si ese viaje ha sido lo mejor o lo peor que le podría haber pasado a mi relación con Camden. Me encantó salir de mi rutina, por supuesto, me encantó conocer Seattle y, para qué engañarnos, también me encantó compartir un trozo de la vida familiar de Cam. Un

trozo muy grande. Regresé a casa reconciliada interiormente con Matthew Reed, feliz de haber conocido a Lucy y… enamorada de Camden. Si es que no lo estaba antes. Pero es

que, incluso si ya lo estaba, el viaje multiplicó por mil lo que sentía. Recorrer con él la ciudad como si fuéramos una pareja, ver la noche desde el Space Needle, sentir los besos de amigo robados, escuchar a mi corazón bombear ruidoso cuando él me abrazó, creyéndome dormida, y notarlo partirse en mil pedazos al ver su desolación en la despedida de su hermana. Trato de volver a poner los pies en el suelo, recordando que hace solo un mes que nos conocemos, que no puede haber expropiado una parcela tan importante de mi vida. Y, sobre todo, que, si alguna vez ha quedado claro que Cam no siente nada por mí, ha sido ese fin de semana. No. Eso ha sido injusto. Por supuesto que siente muchas cosas por mí. Y son cosas por las que me siento muy agradecida: siente amistad, confianza, amor fraternal. No me cabe duda de ninguno de los tres sentimientos.

Y ojalá fuera capaz de extirparme de dentro todo el resto de sensaciones que él sí despierta en mí, porque solo pueden abocarnos al desastre.

Esta mañana, creo que por primera vez desde que tenía catorce años, me he pasado más de media hora delante del armario. En el fondo de mi alma, entiendo que no existen prendas mágicas que vayan a hacer que Camden se enamore de repente de mí. Pero, en la

superficie, me siento muy poca cosa para él. Y yo jamás he tenido un problema de autoestima. Pero no puedo evitar pensar que no soy su tipo, que su mujer ideal –al menos en lo físico– se parece bastante más a Pam que a mí. Y contra ese metro ochenta de mujer voluptuosa… poco puedo hacer. No creo que vaya a pegar un estirón repentino a los dieciocho años. Al final, me decido por un jersey oversize negro y una minifalda vaquera que me compré en un impulso hace un par de años y que nunca he llegado a estrenar.

Como no es la prenda más adecuada para un par de paseos en moto, decido ponerme unos

leggings por debajo para evitar que toda la ciudad tenga una visión de primera fila de mi culo.

Cuando salgo por la puerta de mi casa, a las siete y media de la mañana, tras oír el sonido de la moto de Cam, me parece ver un brillo diferente en sus ojos al percatarse de mi pequeño cambio de imagen, que también ha incluido un poco más de maquillaje del habitual. Siempre está ahí. Siempre me parece ver un poso de deseo en sus ojos, aunque, tras este mes de distancia, estoy cada vez más convencida de que es solo un reflejo del que siento yo.

La mañana transcurre tranquila hasta la última hora. Los jueves me corresponden las dos últimas horas en el despacho del director Edwards, y paso la primera organizando papeleo. En la segunda, me toca archivarlo en la sala de espera, y es entonces cuando las

cosas se me complican un poco. Tres alumnos de último año, a los que conozco de sobra pese a que este año no compartimos ninguna asignatura, aparecen por allí, enviados por el profesor de Ciencias, para esperar a que el director les imponga una sanción. El problema es que el señor Edwards está metido en una reunión al otro lado del edificio, y tardará todavía un rato en volver. Sé que son amigos de Matt, a pesar de que le llevan un par de años, y espero que los rumores sobre mi relación con los hermanos Reed –que nadie parece tener muy clara– sirvan para mantenerlos alejados.

Pero no tengo tanta suerte. Empiezan con comentarios bastante vulgares sobre mi falda, continúan subiendo el tono de sordidez de las conversaciones y me estoy planteando salir para buscar ayuda, o al menos localizar al director, cuando Taylor Zackary, el más imbécil de todos ellos y al que conozco desde la guardería, se levanta y se sitúa detrás de mí; demasiado pegado a mí, de hecho.

—Te estás poniendo muy buena, ¿no, Amanda?

—¿Te apartas, Taylor, por favor?

—Me parece a mí que, al ponerte esa falda, no estabas pensando en que nos mantuviéramos alejados, ¿verdad?

Empiezo a ponerme bastante más nerviosa de lo que me gustaría y miro el reloj como

suplicándole que el director vuelva cuanto antes. Justo cuando se me escapa un grito, al sentir la mano de Taylor sujetarme con fuerza el culo por debajo de la falda, escucho en la puerta una voz que conozco muy bien, pese a lo poco que se deja oír:

—Taylor, o sacas la mano de ahí o te parto en dos.

Cuatro pares de ojos, casi todos atónitos, se posan sobre la cara de Matt, que se apoya con chulería contra el marco de la puerta de la sala de espera. Cruza los brazos sobre su pecho, en lo que parece una maniobra bastante burda para mostrar músculo, pero que yo le agradezco de inmediato.

—Joder, Matt. ¡Vaya susto me has dado! —exclama Taylor, mientras retira su mano de

dentro de mi falda.

—Fuera, Taylor.

—¿Qué?

—Los tres… a la puta calle.

—¿Qué coño te pasa, Reed? —pregunta otro de los colegas de Taylor.

—No, ¿qué coño os pasa a vosotros? ¿Estáis sordos o qué? Que os larguéis de aquí.

—Pero… tenemos que esperar al director.

—¿Tengo pinta de que eso me importe una mierda? —pregunta Matt, intimidando a Mike Murphy, el más callado de los tres.

Los tres salen, aún algo sorprendidos, de la sala de espera, y Matt se deja caer en una de las sillas que acaban de quedar libres.

—Gracias, Matt.

—Olvídalo, rubia.

—Me llamo Amanda —le digo, con una sonrisa, porque le estoy más agradecida de lo

que imagina.

—Sí, lo que sea.

—¿Estás metido en algún lío? El director Edwards aún tardará en volver.

—Emmmm, no. Me preguntaba… ¿Tendrás un ibuprofeno o algo así por ahí?

—Pues creo que debo de tener uno en mi bolso. ¿Qué te pasa?

—Me he pegado una hostia tremenda en la pierna en clase de Educación Física, y no

hay nadie en la enfermería.

—Lo sé. Están todos en esa maldita reunión. —Alcanzo mi bolso y le doy una pastilla

—. Toma.

—Gracias.

—Matt… ¿Por qué no te vas hoy con Camden para casa?

—Paso, gracias. A lo tuyo, rubia.

—Eres un imbécil. Si te duele la pierna, no deberías caminar hasta casa.

—Amanda, en serio. No sé qué coño te traes con mi hermano, pero a mí déjame al margen. Me basto y me sobro para volver solo.

—Muy bien, haz lo que te dé la gana.

Justo en el momento en que termina mi incómoda conversación con Matt, el director

regresa a su despacho. Pregunta por los tres imbéciles que deberían estar esperándolo, y Matt le responde que se han largado del instituto. No puedo evitar que se me escape una risita al pensar en el castigo que eso va a añadir al que ya traían de serie.

—¿Y tú qué has hecho hoy? —le pregunta a Matt, con un gesto a medio camino entre

la furia y la resignación.

—Aunque no te lo creas, no he hecho nada. Me he dado un golpe y he venido en busca

de un analgésico.

—¿Estás bien? ¿Es la pierna?

—Sí. —Resopla—. Pero ya estoy bien.

—Pues vuelve a clase antes de que me arrepienta de dejarte marchar sin un castigo.

—A sus órdenes —responde Matt, haciéndole el saludo militar con una sonrisa en la

boca, que se le borra de inmediato en cuanto se levanta. Cojea ostensiblemente en dirección a la puerta y su rictus no deja dudas sobre el dolor. El director y yo nos miramos, y él asiente en respuesta a mi pregunta silenciosa. Salgo al pasillo detrás de Matt.

—¡Matt!

—¿Qué pasa ahora?

—Por favor, deja que Camden te lleve a casa.

—¿En serio, Amanda? ¿Ahora te utiliza a ti para intentar redimirse?

—No te lo estoy pidiendo por él. Te lo pido por ti. Sabes igual que yo que te vas a morir de dolor si caminas hasta tú casa. Suponiendo que seas capaz de llegar.

—Yo no…

—Vamos a hacer una cosa. No hace falta que te tragues el orgullo —le concedo, con

una mirada significativa—. Sal ahí y dile de mi parte que hoy tengo que quedarme media hora más, que te lleve a casa y me recoja después. Cuando te lo ofrezca, asientes, te subes a la puta moto y, después, ya puedes volver a tratarlo como la mierda que crees que es.

—Joder, ¿no te callas nunca?

—¿Y tú nunca dejas de ser imbécil?

—Está bien —se rinde—. Pero aclárame una cosa, ¿por qué haces todo esto? Venir a

Seattle, preocuparte por Camden y por mí… No lo entiendo.

—Tu hermano es una buena persona, Matt. Sé que tú ahora no lo ves, pero yo sé que lo

es.

—Lo que tú digas.

Se marcha sin despedirse, y yo siento que, al menos, he podido devolverle a Cam un

mínimo de lo que él me da a mí cada día.

Cuando Camden vuelve a por mí, no me hace falta preguntarle para saber que haber podido llevar a Matt a casa le ha alegrado el día. Me contagio de su entusiasmo y le propongo que me lleve al estudio. Lleva toda la semana hablándome de un tatuaje espectacular que está haciendo a un soldado retirado y que cubre toda su espalda. Hoy va a hacerle la última sesión, y me apetece echarle un vistazo. Además, después del apuro que he pasado esta mañana en el instituto, necesito un poco de distracción.

Me sale el tiro por la culata en el momento en que me doy cuenta de que Pam está allí.

Y ese tiro acierta de pleno en la diana de mi autoestima. Lleva puesto un vestido rojo ridículamente ajustado, que se ciñe a su cuerpo de tal manera que estoy convencida de que, si se comiera ahora mismo una aceituna, podría ver el recorrido que sigue hasta su estómago. Lleva el pelo negro suelto más allá de su cintura y varios mechones se enredan en los coloridos tatuajes de sus brazos. No sé cómo se sostiene en pie sobre los tacones de aguja de sus botas mosqueteras, pero está plantada delante de mí con más firmeza de la que yo tendré jamás sobre mis zapatillas deportivas. Me traspasa con sus ojos de color caramelo, pero no se dirige a mí sino a Camden.

—¿Qué hace ella aquí?

—Pam… —le advierte él en un tono que, no puedo evitarlo, me molesta. Si cualquier

persona de mi escaso entorno social se dirigiera a Camden como ella lo hace a mí, haría algo más que decir su nombre acompañado de una mirada de advertencia.

—Cam, estamos en horas de trabajo, no puedes traer a tus amiguitas…

—Pam, déjalo ya, joder.

—Camden, yo me voy —intervengo. Me fastidia sobremanera que Pam gane el duelo,

pero no tengo el día para pasar por más incomodidades de las que ya me causaron los idiotas del instituto.

—Bajo ningún concepto. —Ahora la mirada de advertencia va dirigida a mí, y veo por

el rabillo del ojo cómo Pam se retira de la lucha—. Jensen, el del tatuaje, aún tardará un rato en llegar. Vamos al despacho. Tengo una cafetera allí y, no sé tú, pero a mí me vendría bien un café.

—Vale. Me parece perfecto. —Subimos por la pequeña escalera de caracol metálica, y

descubro sorprendida un despacho bastante grande y bien decorado—. ¡Guau! ¿Por qué nunca habíamos estado aquí?

—Habla por ti. Yo estoy aquí casi todos los días.

—Está muy chulo —le digo, tirándome en el enorme sofá que preside la estancia.

Camden pone a funcionar una cafetera de goteo y rebusca dos tazas desechables en una cajonera—. Cam… yo…

—¿Qué pasa, pequeña? —me pregunta y, como con tantos detalles suyos, se me calienta el cuerpo al escuchar el apelativo.

—¿Por qué Pam me odia?

—A ver… —Cam resopla sonoramente—. Pam es muy posesiva. Ella y yo… tuvimos

una historia bastante intensa. Fueron muchos años juntos, y creo que ella todavía espera que algún día retomemos todo aquello.

—¿Y qué pinto yo en todo eso?

—Supongo que te ve como una amenaza.

—¿A mí? —le digo, perpleja—. ¿Cómo puede alguien como ella verse amenazada por

alguien como yo?

—No tengo ni idea de a qué te refieres —me dice Camden, sentándose a mi lado en el

sofá.

—Pues… ¡mírala! Es perfecta.

—Créeme, Amanda. Pam está muy lejos de ser perfecta.

—¿Tú la has visto bien? Es la mujer más impresionante que he visto en toda mi vida.

Y yo… yo parezco una niña de Primaria a su lado.

—Tú no pareces una niña de Primaria, puedes estar segura. No me puedo creer que estés comparándote, de hecho.

—Pues lo estoy haciendo —le confieso, con una risita avergonzada.

—Te voy a decir una cosa y te la voy a decir una sola vez, y luego vas a comportarte

como la tía adulta y segura de sí misma que sé que eres: no hay un solo tío en el mundo, ni uno solo con dos dedos de frente, que prefiriera a Pam antes que a ti.

—¿Ni siquiera… —Me pienso durante un buen rato lo que voy a decir, pero, al final,

la necesidad de verbalizarlo es superior a mi prudencia—. ¿Ni siquiera tú?

—Yo… No hagas que te responda a eso, por favor.

—Sigues acostándote con ella, ¿no?

—No, no. Bueno… hace unas semanas que ya no.

—¿Por qué?

—¿Por qué me acostaba con ella o por qué dejé de acostarme con ella?

—No sé, lo que prefieras responderme.

—Cuando volví a Hot Springs, ella vino a buscarme. Ni ella ni yo teníamos pareja, y

en la cama siempre habíamos funcionado, así que nos pareció un paso natural hacerlo.

—¿Estás enamorado de ella? —le pregunto, aterrada por su respuesta.

—No. Ni lo volveré a estar.

—¿Es por eso que dejaste de acostarte con ella?

—No.

—¿Cuándo dejaste de hacerlo?

—Poco después de conocerte.

—¿Por qué?

—No me preguntes eso, te lo ruego… —me responde, con un hilo de voz.

De repente, parece como si la temperatura de la habitación hubiera subido diez grados

de golpe. O cien. Camden mira fijamente a mis labios, y yo levanto una mano para acariciarle la mejilla. Y, justo cuando el momento que llevo semanas esperando repetir parece a punto de estallar entre nosotros, veo la duda en sus ojos. Sé que va a volver a echarse atrás, y mi corazón ya no está preparado para sentir eso una y otra vez. Amigos.

A-mi-gos. Eso es lo que somos, lo máximo que llegaremos a ser. Así que, antes de hacerle pasar por el momento de incomodidad de apartarse, soy yo quien lo hago. Decido bromear para romper la tensión.

—Pues sí que es una putada que Pam me odie… —Cam me mira, con una mezcla de

sorpresa y alivio que no me paro a analizar demasiado—. Tenía ganas de hacerme un piercing, pero me temo que me apuñalaría con la aguja.

—No seas mala. —Camden se ríe, y el momento de tensión anterior pasa a la historia

—. Cuando quieras hacerte un piercing, yo te lo haré.

—Vale.

—¿Qué tienes en mente? —me pregunta, justo cuando Pam le grita desde la planta

baja que su cliente acaba de llegar. Nos levantamos y tiramos a la papelera las tazas de café.

—Ya te lo diré cuando lo tenga claro.

Cuando bajamos, el veterano al que Cam está tatuando se ha despojado ya de su camiseta y me permite observar su tatuaje casi terminado. Es un complicado diseño que parecen hojas de árbol alargadas, pero cuyos trazos, vistos desde cerca, son en realidad las siluetas de soldados en orden de marcha. Está muy lejos del tipo de tatuaje que yo me haría, pero no puedo evitar reconocer que es una auténtica obra de arte. Felicito a Cam y, a continuación, al propio militar, y me dispongo a marcharme a mi casa. Camden me sorprende acompañándome a la puerta.

—Amanda… Yo…

—¿Qué pasa, Cam?

—Gracias. Por lo de antes. Por entenderme.

—No, Camden, no te confundas. Yo no te entiendo. No entiendo nada, pero… lo acepto.

—Pues gracias por eso, entonces.

Capítulo 8

Camden

Son las cuatro de la madrugada y aquí sigo, en mi cama, mirando al techo como si él fuera a darme la respuesta que necesito. Pero no me la da. Nadie puede dármela. Nadie más que yo tiene en su mano tomar una decisión que será la más complicada de mi vida. Y yo ya

no sé si puedo seguir mintiéndome, seguir sacrificándome para que todo funcione a mi alrededor. Todo menos yo mismo. Todavía no he sido capaz de ponerle nombre a lo que

siento por Amanda. Me gusta. Me gusta más de lo que jamás me ha gustado otra mujer. La deseo de una forma que me resulta dolorosa, en lo emocional y en lo físico. No he sido capaz de volver a acostarme con alguien desde la última vez con Pam. Con ella no voy a repetir, eso lo tengo claro, pero no se me ha ido tanto la cabeza como para olvidar cómo se hace. Sería tan sencillo como dejarme caer por un bar y tontear un poco. Nunca he tenido demasiados problemas para encontrar a una chica dispuesta a dejar que enterrara entre sus piernas toda mi mierda. Pero no quiero. Sentiría que estoy traicionando a Amanda, y ni siquiera sé por qué. Bueno, sí lo sé. Y por eso me estoy volviendo loco.

La semana transcurre tranquila. Amanda y yo seguimos con nuestra rutina de idas y venidas al instituto y, cada vez más a menudo, nos vemos fuera de esas horas para tomar algo o, simplemente, para charlar. Hay días en que nos dan las tantas de la madrugada enviándonos whatsapps y, al día siguiente, nos reímos de nuestros bostezos mutuos.

Somos como la perfecta pareja de novios, con la sutil diferencia de que nosotros ni nos tocamos.

Me levanto de la cama cuando me doy cuenta al fin de que el techo no se va a comunicar conmigo. Me pongo un pantalón de deporte y una camiseta y salgo a correr.

Hace ya años que no hago tanto deporte como cuando estaba en el instituto, y soy demasiado vago para salir a correr con asiduidad, pero hay momentos en que eso es justo lo que necesito. Y este es uno de estos momentos. Luego, supongo que tocará paja en la ducha e ir a recoger a Amanda con esa cara de «no te deseo más que a nadie en todo el

puto mundo». Esa es mi rutina, y ya no sé si esperar que algo desencadene un desenlace definitivo o dar gracias por que todo continúe así.

El jueves parecía un día normal. Después de una sesión de tatuaje de casi cuatro horas por la mañana, me tomé un descanso para ir a comer con Amanda, que me preguntó, muy

misteriosa ella, si iba a estar en el estudio toda la tarde. Y sí, he estado. He hecho un par de diseños pequeños para chicas que se arrepentirán de ellos antes de dos semanas, pero ese ya no será mi problema. Despido a Pam a media tarde. Esta semana ya ha hecho más

horas de las que le corresponden por contrato, y si viene alguien a hacerse un piercing puedo encargarme yo, puesto que no tengo ninguna cita más por delante.

Cuando escucho la puerta del estudio, no necesito levantar la cabeza de mi portátil para saber que es ella. No sé si es su olor o su simple presencia, o no sé si me he vuelto gilipollas por pensar siquiera en esas cosas, pero el caso es que sonrío antes de hacer contacto visual.

—Hola, guapita. —Salgo de detrás del mostrador y me acerco a darle un beso en la mejilla—. ¿Qué haces por aquí?

—¿Está Pam? —me pregunta, echando un vistazo a su alrededor.

—No —le respondo, extrañado—. ¿Querías ver a Pam?

—¡No! —Se le escapa una carcajada—. Quería… ¿Sabes lo que te comenté de un piercing el otro día?

Sip. ¿Te has decidido ya?

—En realidad… lo tengo decidido hace tiempo. Pero me da un poco de miedo y un poco de vergüenza, todo junto.

—Me estás acojonando. No sé yo si echarme atrás en mi oferta de hacerte el piercing que quieras. A ver, dispara, ¿dónde?

—Emmmm… en… ¿en un pezón?

—¡No! No, no. Bajo ningún concepto. —Me comporto como un tarado mental porque

no existe ni una mínima opción de que mantenga la profesionalidad si accedo a lo que Amanda me está pidiendo.

—Vamos, Cam… No seas idiota. ¿Cuántos piercings habrás hecho ahí?

—Miles. Pero ninguno a ti. No insistas, Amanda, no te lo voy a hacer.

—Pues vale. —Se enfurruña y se sienta en el sofá, haciendo un gesto de enfado tan absolutamente adorable que no puedo evitar que me dé la risa—. Dime al menos un motivo razonable, ¿no?

—Duele mucho. Muchísimo. ¿Te parece suficiente motivo?

—¿Y tú qué sabes? A cada persona le dolerán más o menos según la zona, ¿no?

—Créeme, lo sé.

—¡No! ¡No me lo puedo creer! ¿Tú lo tienes?

—Quizá —le respondo, con una sonrisa pícara. Para qué engañarnos… estoy

coqueteando más de lo que debería permitirme.

—¡Quiero verlo!

—Joder, Amanda. Tú inventaste el concepto de ponerle las cosas difíciles a alguien.

—Déjate de charlitas, Camden Reed, y sácate esa camiseta.

Le hago caso, en parte porque su tono burlón me distrae, y, cuando me quiero dar cuenta, estoy vestido solo con mis pantalones vaqueros. Y ya nada es broma. Incluso mi polla se ha dado cuenta y se ha puesto de pie para seguir la conversación. Amanda se levanta y se pone a mi altura. Dirige su mano hacia mi pezón derecho y repasa con la yema de su dedo índice el contorno del aro que lleva ahí desde mi último año de instituto.

Después sujeta la bola entre dos dedos y le da un ligerísimo tirón, que hace que se me erice la piel de todo el cuerpo y me pone más cachondo de lo que he estado jamás.

—Amanda, para…

—Me encanta, Cam. —Podría parecer un comentario casual, pero su voz un poco ronca la delata. Carraspea y se recupera, al menos en apariencia—. ¿Te dolió mucho, entonces?

—Muchísimo. No te lo recomiendo, en serio. Duele, es complicado de curar…

—Pues sí que vas a ganar muchos clientes si anuncias así tus servicios.

—Solo te digo que es complicado. Si sigues empeñada… yo qué sé… —Mi voluntad

flaquea, y sé que estoy perdido.

—Sigo empeñada.

—No me pidas esto, Amanda —suplico, sin ninguna convicción. En el fondo, daría mi

mano derecha por verla sin sujetador.

—¿Por qué? —me pregunta, coqueta, mientras se despoja de su camiseta y queda ante

mí solo con un sujetador blanco de algodón—. Es solo una cita profesional.

—Amanda… —De perdidos, al río. Cojo una de las tiras de su sujetador y la deslizo

hacia abajo por su brazo—. No creo que puedas ponerte esto en unos días después de que te lo haga.

—Házmelo ya, Camden. —Y ni ella ni yo sabemos a qué se refiere. O, mejor dicho, lo

sabemos demasiado bien.

Me separo de Amanda para coger la aguja, el catéter y las gasas. Soy consciente del temblor de mis manos en el momento de enfundarme los guantes. Ella se sienta en la camilla con el torso desnudo, la cara sonrojada y los labios entreabiertos. Por mucho que deje volar mi imaginación, dudo que algún día pueda llegar a ver una imagen más sensual.

Me acerco a ella despacio, le pregunto con la mirada si está segura, y asiente. Sé que le va a doler muchísimo, no mentía cuando le dije que es uno de los piercings más dolorosos, pero también sé que es obstinada y, ahora que se le ha metido en la cabeza, nada la disuadirá. Y, si alguien va a hacérselo, ese tengo que ser yo. No dejaría que nadie más se acercara a ella con una aguja.

—¿Preparada?

—Llevo tiempo estándolo.

Tomo su pecho con mi mano izquierda y necesito un segundo para tranquilizarme.

Cojo la aguja con la mano derecha y doy gracias a todos los santos por haber hecho esto cientos de veces porque, si no fuera así, sería incapaz de hundir la aguja con la determinación necesaria. Cuando lo hago, a Amanda se le crispa el gesto y se le escapa un grito de dolor que no puedo evitar ahogar con mi boca. Los dos nos estábamos buscando, lo sabíamos. Ella cuando vino aquí con su petición, yo cuando la acepté.

Recorro cada rincón de su boca con mi lengua, acaricio con el pulgar su otro pezón y

nos dejamos interrumpir solo por nuestros gemidos. Por un momento, olvido que aún tiene el catéter del piercing colgando y que ni me he molestado en terminar el trabajo. Me

aparto un segundo, cojo el pendiente que colocaré en su lugar y se lo pongo en silencio, sin mirarla a la cara.

—¿Te gusta?

—Me encanta —me responde, mordiéndose el labio inferior, como distraída.

—Amanda…

—Ya, ya lo sé. —Veo el dolor en sus ojos y sé que no se debe a su nuevo pendiente—.

Esto no se repetirá, tranquilo. Si te apetece, podemos ir a tomar algo. Como amigos.

—Amanda…

—O me voy a casa. Lo que prefieras. Pero di algo más que mi nombre, joder —se enfada.

Vuelvo a lanzarme sobre su boca porque, ahora que lo he hecho de nuevo, no creo que

pueda parar. Ni siquiera comprendo cómo puedo haber estado tanto tiempo alejado de ella.

Pongo mis manos sobre su culo y la acerco contra mí. Amanda me sorprende enredando

las piernas alrededor de mis caderas.

—No iba a decir nada de eso. Me he cansado de decir esas cosas. Me he cansado de

luchar —le confieso, casi entre susurros.

—Cam…

—Dime, Amanda, ¿tú qué sientes por mí? —le pregunto, pese a que estoy casi seguro

de que sus sentimientos no están demasiado lejos de los míos. Pero no puedo arriesgar todo lo que me juego en esto sin estar seguro por completo.

—¿Por qué quieres saber eso?

—Amanda, quiero que entiendas algo… He luchado mucho contra esto, muchísimo.

Mi vida es un completo caos ahora mismo, y no te quiero mentir. Hasta que pase el juicio de la custodia, yo no puedo dar el cien por cien de mí mismo. No será fácil estar a mi lado, y aún hay algunas cosas de mí que no sabes y que pueden hacerte daño. Por eso…

necesito saber lo que sientes.

—Camden, a riesgo de que te asustes y salgas corriendo de aquí, —nos reímos un poco, con una timidez entre ambos a la que no estamos acostumbrados—, estoy bastante

segura de que estoy enamorada de ti. De hecho, creo que he estado enamorada de ti desde la primera vez que nos besamos.

—Amanda… —Sus palabras, lejos de agobiarme, me llenan por dentro de una manera

que no había sentido en más de un año, quizá en toda mi vida—. Vamos a ponernos más

cómodos. Ven al sofá.

—¿Qué pasa, Cam?

—Quiero que sepas algo. A mí… no sé cómo decirlo… De cara al juicio, me

perjudicaría tener una novia casi de la edad de Matt. Sé que no tengo derecho a pedirte esto, pero… ¿tú estarías dispuesta a mantenerlo en secreto hasta que pase el juicio? No

puede posponerse ya mucho más.

—¿Novia? —me pregunta, ruborizada.

—Oh, sí. Definitivamente sí. No te atrevas a pensar ni por un momento que esto va a

ser algo casual. Lo quiero todo de ti.

—Yo también —dice ella, con un hilo de voz—. No me importa que sea secreto.

Entiendo tu situación. De verdad. Yo también estoy en esto. Sé por lo que habéis pasado y no seré yo quien complique nada.