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Encima de su mesa, la habitual e indefectible montaña de papeles para firmar. Y entre el correo personal, una carta en la que se invitaba al dottor Salvo Montalbano a la inauguración de una galería de arte llamada El Pequeño Puerto, con una exposición de pintores del siglo XX, justo los que le gustaban a él. La carta había llegado con retraso, porque la inauguración había sido el día anterior.
Era la primera galería de arte que abrían en Vigàta. El comisario se guardó la invitación en el bolsillo. Tenía intención de ir.
Al cabo de un rato, llegó Fazio.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna, pero podría haberla habido, y de las gordas.
—Explícate mejor.
—Dottore, si esta mañana el ministro no llega a cambiar de idea y viene a Vigàta, la cosa podría haber acabado mal.
—¿Por qué?
—Porque los inmigrantes han organizado una protesta violenta.
—¿Y tú cuándo te has enterado?
—Un poco antes de que llegara el subjefe Signorino.
—¿Le informaste?
—No, señor.
—¿Por qué razón?
—¿Y qué podía hacer, dottore? Nada más llegar, Signorino nos puso en fila y nos recomendó actuar con nervios de acero, nada de alarmismos inútiles. Nos advirtió que habían venido las televisiones y un montón de periodistas, y que por lo tanto había que esforzarse en dar la impresión de que todo iba como la seda. Entonces pensé que, si le notificaba lo que me habían dicho, igual me acusaba de ser inútilmente alarmista. Así que les dije a los nuestros que estuvieran alerta, preparados para intervenir, y punto.
—Hiciste bien.
Mimì Augello entró, nervioso.
—Salvo, acaban de llamarme de Montelusa.
—¿Y…?
—A Bonetti-Alderighi lo han llevado al hospital hace un par de horas.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Se encontraba mal. Parece que es algo del corazón.
—Pero ¿es grave?
—No lo saben todavía.
—Bueno, infórmate mejor y dime algo.
Augello salió del despacho. Fazio no apartaba los ojos de Montalbano.
—Dottore, ¿qué pasa?
—¿Qué quieres decir?
—Cuando el subcomisario le ha dado la noticia, se ha quedado pálido. No imaginaba que pudiera afectarle tanto.
¿Podía decirle que, por un momento, había visto a Bonetti-Alderighi dentro de un ataúd con una sábana tapándole la cara, como había sucedido en el sueño?
Le contestó mal adrede.
—¡Pues claro que me afecta! Somos personas, ¿no? ¿O acaso somos animales?
—Perdone —dijo Fazio.
Se quedaron callados, y al cabo de un momento entró de nuevo Augello.
—Buenas noticias. No es nada del corazón, nada serio. Una indigestión. Esta misma tarde le dan el alta.
En su fuero interno, Montalbano se sintió realmente aliviado. El sueño no había sido premonitorio.
En la galería de arte, que estaba situada hacia la mitad de la avenida, no había ni un solo visitante. Montalbano, egoístamente, se alegró: así podría ver los cuadros con toda comodidad. Había quince obras expuestas, cada una de un pintor de principios de siglo. De Mafai a Guttuso, de Donghi a Pirandello, de Morandi a Birolli. Una gozada.
Por una puertecita, al otro lado de la cual debía de haber un despacho, salió una elegante mujer de unos cuarenta años. Llevaba un vestido ceñido. Era guapa, alta, tenía unas piernas largas y estilizadas, los ojos grandes, los pómulos marcados y una larga cabellera negra como el azabache. A primera vista, parecía brasileña.
Le sonrió, se acercó a él y le tendió la mano.
—Es usted el comisario Montalbano, ¿verdad? Lo he visto en televisión. Soy Mariangela De Rosa, Marian para los amigos, la galerista.
A Montalbano le resultó simpática de inmediato. No era nada habitual que alguien le cayera bien a simple vista, pero en este caso así fue.
—La felicito. Unas obras espléndidas.
Marian sonrió.
—Demasiado espléndidas y caras para los vigateses.
—En efecto, una galería como la suya aquí… no veo cómo…
—Comisario, no nací ayer, sé cómo desenvolverme. Esta muestra debe servir de reclamo. En la próxima expondré grabados de categoría, naturalmente, pero bastante más accesibles.
—No puedo hacer más que darle mi enhorabuena.
—Gracias. ¿Puedo preguntarle si hay un cuadro que le haya gustado de manera especial?
—Claro, pero, si quiere convencerme de que lo compre, pierde el tiempo. No estoy en condiciones de afrontar…
Marian sonrió de nuevo.
—Mi pregunta era interesada, es verdad, pero mi única intención era conocerlo mejor. Creo estar en condiciones de comprender a fondo a un hombre sabiendo qué pintores le gustan y a qué escritores lee.
—Conocí a un mafioso, autor de cuarenta homicidios, que lloraba de emoción ante un Van Gogh.
—No sea malo conmigo, comisario. ¿Quiere responder a mi pregunta?
—Está bien. El cuadro de Donghi y el de Pirandello. Por igual. No sabría cuál elegir.
Marian lo miró entornando los dos faros que tenía por ojos.
—Parece que es usted un entendido.
No era una pregunta, sino una afirmación.
—Entendido, no. Pero me las apaño.
—Pues se las apaña bien. Dígame, ¿tiene algo en casa?
—Sí, aunque nada importante.
—¿Está casado?
—No, vivo solo.
—Entonces, ¿me invita un día de estos a ver sus tesoros?
—Encantado. ¿Y usted?
—¿Yo qué?
—¿Está casada?
Marian frunció sus bonitos labios rojos.
—Lo estuve hasta hace cinco años.
—¿Y cómo ha venido a parar a Vigàta?
—¡Es que soy de aquí! Mis padres se trasladaron a Milán cuando yo tenía dos años y mi hermano Enrico cuatro. Él volvió a Vigàta unos años después de haberse licenciado. Es el propietario de la mina de sal que está cerca de Sicudiana.
—¿Y usted por qué ha vuelto?
—Porque mi hermano y su mujer insistieron mucho… He pasado una mala época desde que mi marido…
—¿No tiene hijos?
—No.
—Y ha decidido abrir una galería de arte en Vigàta…
—Sí, para ocuparme en algo. Pero tengo bastante experiencia, ¿sabe? Cuando estaba casada tenía dos pequeñas galerías, una en Milán y la otra en Brescia.
Una pareja de cincuentones entró con cautela, mirando a su alrededor como si temieran caer en una trampa.
—¿Cuánto hay que pagar? —preguntó el hombre desde la puerta.
—La entrada es libre —respondió Marian.
El hombre susurró algo al oído a su mujer, y esta hizo lo mismo con el hombre. Entonces él saludó cortésmente:
—Buenas tardes.
La pareja dio media vuelta y se marchó. A Montalbano y a Marian les dio un ataque de risa.
Cuando, media hora después, el comisario salió de la galería, había quedado con Marian en que al día siguiente pasaría a buscarla a las ocho para ir a cenar juntos.
La noche era agradable, así que puso la mesa en el porche y se comió la pasta ’ncasciata que había sobrado del mediodía. Luego encendió un cigarrillo y contempló el mar.
Después de la trifulca que habían tenido aquella mañana, seguro que Livia no llamaría; dejaría pasar por lo menos veinticuatro horas para demostrarle su resentimiento.
No tenía ganas ni de leer ni de ver la televisión. Quería estar así, sin pensar en nada…
Empresa desesperada, porque el cerebro se niega a no procesar pensamientos y acaba presentándote cien mil, uno detrás de otro a toda velocidad, como los destellos de un flash.
El sueño del ataúd. Las iniciales de Bonetti-Alderighi bordadas en la sábana. El lienzo de Donghi. Catarella hablando en latín. El hecho de que Livia no reconociera su voz. El lienzo de Pirandello. Marian…
Eso, Marian.
¿Por qué había dicho enseguida que sí cuando ella le había propuesto ir a cenar juntos? Veinte años antes, su respuesta habría sido distinta, se habría negado e incluso mostrado un tanto arisco.
¿Quizá porque a una mujer tan guapa y elegante era difícil decirle que no? Aun así, ¿acaso no les había dicho montones de veces que no a mujeres incluso más guapas que Marian?
Eso solo podía significar una cosa: que su carácter había sufrido un cambio a causa de la edad. No podía negarlo: ahora acusaba mucho más a menudo y más profundamente la soledad, el cansancio de la soledad, la amargura de la soledad.
Era del todo consciente de que, si algunas noches se quedaba horas y horas en el porche fumando y bebiendo whisky, no era por falta de sueño, sino porque le pesaba mucho tener que dormir solo.
Querría que Livia estuviera a su lado, y si no podía ser Livia, cualquier otra mujer atractiva le valdría. Y lo curioso de este deseo era que no tenía nada de sexual, simplemente le gustaría sentir el calor de otro cuerpo junto al suyo. Se acordó del título de una película de Eugenio Cappuccio que expresaba su deseo con exactitud: Volevo solo dormirle addosso.
Ni siquiera tenía amigos que pudieran llamarse verdaderamente «amigos», de esos en los que confías, a los que les cuentas incluso los pensamientos más íntimos… Fazio y Augello eran amigos, desde luego, pero no pertenecían a esa categoría.
Se quedó en el porche, desconsolado, terminándose la botella de whisky. De vez en cuando se adormilaba y al cabo de un cuarto de hora se despertaba. Cada vez más melancólico, cada vez con una sensación más intensa de haberlo hecho todo mal en la vida.
Si se hubiera casado a su debido tiempo con Livia…
No, por favor, no empecemos a hacer balance. Digamos las cosas claras: si se hubiera casado con Livia, sin duda se habrían separado después de unos años de matrimonio. Estaba tan seguro de eso como de la inevitabilidad de la muerte.
Él se conocía, sabía de sobra que no tenía capacidad para adaptarse a otra persona, ni siquiera queriéndola como quería a Livia. Ni capacidad ni voluntad.
Nada, ni el amor ni la pasión, habría sido tan fuerte como para obligarlos a vivir juntos durante mucho tiempo bajo el mismo techo.
A no ser que…
A no ser que hubieran adoptado a François, como deseaba Livia.
¡François!
François había sido un completo fracaso. El chavalín había puesto no poco de su parte para que la situación fuera difícil, pero Livia y él habían rematado la faena.
En 1996, habían tenido que acoger en casa durante una temporada a François, un huérfano tunecino de diez años, y se habían encariñado tanto con él que Livia le había propuesto adoptarlo. Pero Montalbano no se había sentido capaz, y el chiquillo había acabado en la explotación agrícola de la hermana de Mimì Augello, que lo trataba como a un hijo.
Y eso, pensándolo con la perspectiva que da el paso del tiempo, quizá había sido un gran error.
Acordaron que él le pasaría a la hermana de Augello una asignación mensual para contribuir a los gastos. Había dado la orden en el banco, y la cosa había seguido adelante durante años.
Pero, a medida que crecía, François demostraba tener un carácter cada vez más difícil. Era desobediente, pendenciero, un holgazán que estaba siempre de mal humor y que no quería saber nada de estudiar pese a ser muy inteligente. Al principio, Livia y él iban a verlo a menudo; luego, como suele pasar, las visitas se habían espaciado cada vez más hasta cesar del todo. Por otra parte, el chiquillo se negaba a ir a Vigàta para ver a Livia cuando ella venía desde Boccadasse.
Era evidente que François sufría por su condición de huérfano, y tal vez había interpretado la adopción frustrada como un rechazo. Unos días después de que el chico cumpliera veintiún años, Mimì Augello le había comunicado que François se había escapado de la granja.
Habían removido cielo y tierra para buscarlo, pero no había habido manera de dar con él. De modo que, finalmente, habían tenido que resignarse. Ahora que ya tendría veinticinco años, cualquiera sabía por dónde pararía.
Pero ¿qué sentido tenía darle vueltas al pasado? Era imposible reparar lo que se había roto.
Al pensar en François, se le formó un nudo en la garganta. Lo deshizo bebiéndose de un solo trago el último vaso de whisky.
Al despuntar el día, vio en el horizonte un tres palos majestuoso que se dirigía hacia el puerto.
Solo entonces decidió irse a la cama.
Cuando se despertó, Montalbano se dio cuenta de que estaba de un humor de perros. Fue a abrir la ventana. Como si quisiera confirmárselo, el cielo estaba encapotado, cargado de nubes de un gris oscuro y sombrío.
Catarella lo paró en la entrada.
—Perdone, dottori, pero hay un siñor esperándolo.
—¿Qué quiere?
—Denunciar un atraco a mano armada.
—¿No ha llegado Augello?
—Ha tilifoneado para decir que vendrá tarde.
—¿Y Fazio?
—Fazio ha ido al barrio de Casuzza.
—¿Han encontrado otro ataúd?
Catarella lo miró, atónito.
—No, siñor dottori, es que al parecer ha habido una riña reñidísima entre dos cazadores, y uno de los dos, no sé cuál, si el primero o el segundo, le ha disparado al otro, que por consiguiente tampoco sé si es el primero o el segundo, y le ha dado en una pierna.
—Está bien. ¿Cómo has dicho que se llama ese señor?
—No me acuerdo muy bien, dottori. O Di Maria o Di Maddalena, algo así.
—Me llamo Di Marta, Salvatore di Marta —aclaró el hombre, un cincuentón bien vestido, totalmente calvo, perfumado y perfectamente afeitado.
Marta, María y Magdalena, las piadosas mujeres del Calvario. Catarella se había equivocado, como de costumbre, pero no se había desviado mucho.
—Siéntese y dígame, señor Di Marta.
—Quisiera denunciar un atraco a mano armada.
—Cuénteme cuándo y cómo ha sucedido.
—Anoche, mi mujer, Loredana, volvía a casa apenas pasadas las doce…
—Perdone que lo interrumpa. ¿Quién fue objeto del atraco, usted o su mujer?
—Mi mujer.
—¿Y por qué no ha venido ella a presentar la denuncia?
—Verá, dottore, Loredana es muy joven, aún no ha cumplido veintiún años… Se asustó mucho, creo que tiene incluso un poco de fiebre…
—Comprendo. Continúe.
—Se le hizo un poco tarde porque había ido a ver a su mejor amiga, que no se encontraba bien, y le daba no sé qué dejarla sola…
—Claro, es comprensible.
—Resumiendo, nada más entrar en la calle Crispi, que de hecho es un callejón muy mal iluminado, Loredana vio a un hombre tendido en el suelo, inmóvil. Paró y bajó del coche para prestarle auxilio, pero entonces el hombre se levantó de golpe; llevaba en la mano algo que a Loredana le pareció una pistola, la obligó a subir de nuevo al coche y se sentó a su lado. Luego…
—Un momento. ¿Cómo la obligó? ¿Apuntándola con la pistola?
—Sí, y cogiéndola de un brazo, tan fuerte que le ha salido un cardenal. Debió de ser todo muy violento, porque le han salido cardenales también en los hombros, probablemente de cuando la empujó para que subiera al coche.
—¿Dijo algo?
—¿El agresor? Nada.
—¿Iba con la cara descubierta?
—Sí, aunque al parecer llevaba una especie de venda que le cubría la nariz y la boca. Loredana había dejado el bolso en el coche. Él lo abrió, cogió el dinero que había dentro, quitó las llaves del contacto y las tiró lejos, a la calle. Luego…
Se sentía manifiestamente incómodo.
—¿Sí?
—Luego… la besó. Bueno, más que besarla, le mordió los labios. Todavía tiene la marca.
—¿Dónde vive, señor Di Marta?
—En el nuevo barrio residencial de Los Tres Pinos.
Montalbano conocía la zona. Y había algo que no le cuadraba.
—Perdone, ha dicho que el atraco tuvo lugar en la calle Crispi.
—Sí… Sé lo que está pensando. Verá, de regreso a casa, después de cerrar el supermercado, yo no había podido ingresar el importe de la caja en el cajero automático de mi banco. Así que le di el dinero a Loredana para que hiciera ella el ingreso antes de ir a ver a su amiga. Pero se le olvidó, por eso a la vuelta tuvo que desviarse. Fue entonces cuando…
—Es decir, que había mucho dinero en el bolso de su esposa.
—Mucho, sí. Dieciséis mil euros.
—¿Se conformó solo con el dinero?
—¡También la besó! ¡Y aún gracias que se limitó a un beso, aunque fuera tan violento!
—Me refería a otra cosa: ¿su mujer suele llevar joyas?
—Ah, sí… Claro. Collar, pendientes, dos anillos… un reloj de Cartier… Todo de valor. Y la alianza, evidentemente.
—¿Y el agresor no se los quitó?
—No.
—¿Tiene una foto de su mujer?
—Por supuesto.
La sacó de la cartera y se la tendió. Montalbano la miró y se la devolvió.
En ese instante entró Fazio.
—Llegas en el momento oportuno. Lleva al señor Di Marta a tu despacho para que presente una denuncia formal por atraco a mano armada. Mucho gusto, señor Di Marta. No tardaremos en decirle algo al respecto.
Pero ¿cómo se le ocurre a un hombre de más de cincuenta años casarse con una chica de menos de veintiuno? Y encima no con una del montón, sino con una chica como la tal Loredana, que, a juzgar por la foto, era de una belleza que quitaba el hipo.
¿Cómo era posible que no se le ocurriera pensar en que, cuando él cumpliera los setenta, su mujer no tendría ni cuarenta? O sea, que aún sería una mujer más que apetecible, y ella misma tendría un buen y saludable apetito.
Vale, de acuerdo, se había pasado toda la noche lamentando tener que vivir solo, pero un matrimonio así era un remedio peor que la enfermedad.
Fazio volvió pasado un cuarto de hora.
—¿De qué supermercado es dueño? —le preguntó Montalbano.
—Del más grande de Vigàta. Se casó el año pasado con una empleada. Al parecer, la gente decía que la chica le había hecho perder la cabeza.
—¿Te parece un asunto claro?
—No, señor. ¿Y a usted?
—Tampoco.
—¿Se imagina a un ladrón que coge solo el dinero y no se lleva también las joyas?
—No me lo imagino, pero igual estamos pensando mal sin motivo.
—¿Cree usted, comisario, en la existencia del ladrón caballeroso?
—No. Pero sí en un desesperado que roba de manera improvisada y que no sabría a quién venderle las joyas.
—¿Cómo quiere que proceda?
—Descubra hasta el último detalle de la tal Loredana di Marta. Cómo se llama y dónde vive su amiga del alma, cuáles son sus costumbres y sus amigos… En fin, todo.
—Muy bien. ¿Quiere que le cuente la historia de la riña entre cazadores del barrio de Casuzza?
—No. Del barrio de Casuzza no quiero ni oír hablar.
Fazio lo miró con cara de pasmo.