SEGUNDO
LA AMISTAD SICILIANA
Por fin el hijo cambiado ha conseguido poner distancia, incluso quilométrica, entre él y la familia donde ha ido a nacer por error. Frecuenta el tercer año de instituto y se va a vivir a una habitación de alquiler con su amigo Carmelo Faraci. Faraci, un muchacho inteligente y agudo observador, intuye la excepcionalidad de su compañero de habitación y para ahorrarle molestias y pérdidas de tiempo se ocupa de los asuntos prácticos de la convivencia, desde la compra diaria hasta la cocina. Llega incluso a hacerle la cama cada mañana. Carmelo es devoto de Luigi, pero Luigi lo es igualmente de Carmelo. Comprende que lo que hace el amigo no lo hace por servilismo o por otras razones, sino que carga con aquellas obligaciones desagradables por puro sentido de la amistad, para que Luigi pueda dedicarse sólo al estudio y a escribir poesías y cuentos. «Arraspa a lu to’ amicu unni ci mancia», rasca a tu amigo allí donde le pique, este es el deber de la amistad y Carmelo lo asume plenamente. Tras un poco de vida en común, en presencia de terceros, Luigi y Carmelo ya no tienen necesidad de utilizar palabras, se entienden con una rápida mirada.
Mucho más tarde, Pirandello se hará con bastantes amigos en el ambiente intelectual romano. Pero amigo de verdad, aquel al que se le pueden confesar también los más ocultos pensamientos, será Nino Martoglio. El volumen que recoge su epistolario es un manual de la amistad siciliana.
De lo que en otras partes se suele llamar genéricamente amistad y a menudo no es amistad, Pirandello ha proporcionado un exhaustivo cuadro en negativo en el divertido cuento titulado Amigos del alma. Una vez me tocó trabajar con un viejo actor siciliano, muy bueno, que se llamaba Turi Pandolfini y que había trabajado largo tiempo en las compañías dirigidas por Martoglio cuando este ponía en escena las comedias escritas o adaptadas en dialecto de su amigo Pirandello.
«¿Pero cuando Martoglio y Pirandello estaban juntos en los ensayos, se hablaban?» le pregunté un día.
«¿Cómo no? ¡Se hablaban continuamente!».
«¿Y qué se decían?».
«Ah, eso no lo sé. Se miraban».
Se miraban, se hablaban con los ojos. Y por lo tanto la conversación entre ellos era continua, ininterrumpida y no comprensible para los demás. Existe, a propósito de esto, un tradicional «mimo» que cuenta cómo dos sicilianos, arrestados en tierra extranjera, son encarcelados en celdas separadas para que no puedan comunicarse entre ellos y pactar así un plan común de defensa. Llevados ambos ante el rey para ser juzgados, los dos encuentran la manera de intercambiarse una rápida mirada, que fue interceptada por el primer ministro, también él siciliano, el cual gritó:
«Todo inútil, majestad, han hablado».
Es cuando la lejanía del amigo no permite pausas rebosantes de palabras y miradas llenas de frases complejas cuando el siciliano, obligado a echar mano de papel y pluma, parece querer anular la distancia recurriendo al exceso, a la redundancia, a la casi impúdica exposición de los sentimientos.
Una constante de la amistad siciliana es el deber que el uno tiene de intuir cómo se comportará el otro en una determinada circunstancia, sin que haya habido previo acuerdo: la cabeza y el corazón del uno deben actuar en perfecta sintonía con la cabeza y el corazón del otro, la sincronización debe ser absoluta, cualquier mínima desviación, anticipación o retraso, puede generar una desavenencia destinada con el tiempo a convertirse en un abismo, en una fisura.
Además, la recíproca entrega no puede conocer reservas o zonas de sombra o compartimentos secretos, cuando existen, limitan su amplitud y denuncian contemporáneamente el equívoco que subyace en la base de esa relación erróneamente calificada como amistad.
En definitiva, la amistad siciliana es un arte difícil y tal vez fuera necesario llamarla con un nombre diferente, fratría, hermandad, consanguinidad electiva. Entre dos amigos sicilianos se crea algo así como un círculo mágico del que están excluidos los demás, los acontecimientos del mundo y hasta los de la propia Historia.
Para constatarlo hay una carta de Pirandello a Martoglio fechada el 21 de marzo de 1919. Son los días en los que Martoglio lucha por la creación de un «teatro mediterráneo», tendente a la revaloración de la cultura meridional en los años en que el dominio giolittiano[1], el sufragio universal y las conquistas sociales paradójicamente (más bien nada paradójicamente) no hacen más que acentuar la desigualdad económica entre Norte y Sur. El proyecto de Martoglio, sólo en parte realizado, no tarda en hacerse pedazos contra la realidad de los pagarés y los compromisos económicos. Martoglio no se ha sentido apoyado del todo por el amigo. Y este le escribe para despejar cualquier bruma entre nosotros que —de seguir adensándose en secreto— podría llegar a empañar nuestra hermosa y fraternal amistad. Pero lo irreparable ya ha sucedido. El código de comportamiento no se ha respetado, la memoria se ha incautado de la anomalía: las explicaciones, las justificaciones recíprocas no hacen más que subrayar, aumentar la fractura sufrida. La violación del código es el inicio de una degeneración que el organismo de la amistad siciliana no está en grado de contrarrestar produciendo los necesarios anticuerpos. Hay, en la carta citada, una frase ejemplar: Se me ha quedado grabada de forma imborrable una palabra que has dicho… Esta palabra, querido Nino, no deberías habérmela dicho. De forma imborrable. Una palabra. Pero esta única palabra es suficiente para producir el debilitamiento, la caída de tensión, la desilusión, pero ante todo el subterráneo rencor de quien se siente traicionado. El otro no ha «comprendido». Y, sin embargo, debería haberlo hecho, de otro modo ¿qué sentido tendría haberse entregado del todo, qué valor tendría la complicidad de los silencios y de las palabras?
Aquel último año de instituto, pese a las atenciones del devoto compañero de estudios Carmelo Faraci, Luigi no da muestras de ser un estudiante aplicado. No asistía a las clases, parecía no tener en cuenta en absoluto la enseñanza escolástica, hasta el punto de que el consejo de profesores discutió largamente si admitirle o no en los exámenes.
El hecho es que en Luigi había brotado de nuevo, de forma violenta, el amor por su prima Lina. Sobre esta tormentosa historia de amor, Pirandello escribirá un cuento titulado Entre dos sombras.
Una vez finalizado el instituto, Carmelo Faraci se ve obligado a volver a su Sant’Agata Militello natal debido a un luto familiar. Luigi se traslada entonces a la calle Bontà, huésped de pago de una tía que anda en mala situación económica y que le prepara también la comida. Ahora Luigi tiene mucho tiempo libre y puede por consiguiente frecuentar con más asiduidad que antes la casa de la prima Lina.
LINA
De la guapa prima, que tenía cuatro años más que él, Luigi ya se había quedado prendado desde la primera vez que la vio, cuando apenas tenía trece años. Tan prendado que por aquella muchacha había escrito una poesía que acababa así:
Ridi, Linuccia, e accetta la ghirlanda
che il sorriso d’un ’anima ti manda.
(Ríe, Linuccia, y acepta la guirnalda / que la sonrisa de un alma te manda.)
Luigi tiene ahora dieciocho años, Lina veintidós, es una mujer hecha y derecha. Y él pierde el seso por ella.
La muchacha no es sólo guapa, no sólo tiene un montón de hombres que le hacen la corte, sino que es también de una coquetería sin par. Pese a ser su prima, Luigi, para poder frecuentar libremente la casa y verla todos los días, se hace amigo de un hermano suyo.
Y su amor silencioso, su muda dedicación a Lina que ni siquiera le tiene en cuenta se convierten en motivo de pasatiempo, de diversión para los familiares y los amigos de la muchacha. Que eran tan numerosos porque eran a su vez amigos de los hermanos mayores de Lina y consideraban casi un crío a aquel tímido jovencito de dieciocho años, ellos que ya desde hacía tiempo se ganaban el pan como hombres de mar o con trabajos serios, y no malgastando el tiempo leyendo libros. Luigi, frente a ellos, no tiene ninguna esperanza.
Hasta que de repente, quien sabe por qué, tal vez por algún despecho o por algún desengaño inesperado o para tomarse con alguno una súbita revancha, ella se le había aproximado amorosa, se le había prometido…
Lo bueno de todo el asunto es que la promesa de Lina no es una broma; desde aquel momento se considera la novia secreta de Luigi y no se deja cortejar por ningún otro.
Sólo ahora Luigi comprende la importancia del pacto hecho con la prima y su miedo se acrecienta todavía más, sabe que no tiene oficio ni beneficio, ¿qué puede ofrecer a la familia de Lina para que se lleve a cabo el compromiso oficial? Entretanto, la pasión de Luigi crece, espoleada también por la actitud de la muchacha, al menos si nos atenemos a lo que dice en el cuento, donde Lina se convierte en Lillì, que tiene también veintidós años.
Lillì… guapa como cuando, a escondidas, desde lejos, para tentarle, manteniendo entornada la puerta de su habitación, se descubría el seno entre el candor de los encajes y no acababa de hacer con la mano el gesto de ofrecérselo cuando, rápidamente, con la misma mano, se lo escondía.
Entretanto las cosas se complican. Porque Lina, sin dar ninguna explicación, ha rechazado un partido importante, a un joven rico, con buenas intenciones y sobre el cual no se podía decir una mala palabra, ni hacer un mal comentario. Peor se quedaron los suyos cuando Lina rechazó a otro que intentó matarse ante la respuesta negativa y la muchacha no soltó prenda.
Luego vino la historia del viudo: era riquísimo, con aquel matrimonio la familia entera, que no vivía ciertamente en la abundancia, habría resuelto sus problemas de una vez para siempre. Y a Lina, inamovible con su no, no había modo de persuadirla. Al llegar a este punto los padres de la muchacha, habiendo comprendido cuáles eran las razones de aquel rechazo, prohibieron a Luigino seguir frecuentando su casa. Fue entonces cuando tuvo que dar la cara, explicarle al padre de Lina como estaban las cosas, hablarle del pacto secreto. Igualmente difícil fue convencer al otro padre, al suyo, don Stefano.
Durante más de un mes había tenido que luchar para arrancarle el consenso al padre, que sabiamente le había hecho observar que era demasiado intempestivo para él un compromiso de aquella índole, que la prima tenía cuatro años más que él, y que él, todavía estudiante, habría tenido que esperar por lo menos otros seis años para hacerla suya. Obstinado, después de muchas promesas y juramentos, había conseguido salirse con la suya.
¿Pero cómo se las arregla para salirse con la suya? Los padres de Lina consienten en hacer oficial el noviazgo, pero con una condición y es que Luigino abandone los estudios y se asocie con don Stefano en el comercio del azufre. Es una condición tan gravosa que los familiares de Lina esperan sin duda una resuelta negativa, conocen el amor de Luigi por la literatura, conocen las difíciles relaciones con el padre. Y precisamente por eso la habrán formulado. Sin embargo Luigi acepta, renunciaría a cualquier cosa con tal de estar con su Lina. Y de este modo se convierte en el prometido oficial: un papel que consiste prácticamente en ser el vigilado especial, obligado como está, cuando sale con la novia, a moverse siempre llevando de escolta algún familiar.
Pero, inmediatamente después, al ver cómo era presentado a todo el mundo, así, casi un chiquillo aún, sin una posición, como prometido de Lillì, se había sentido ridículo a los ojos de todos y especialmente a los de aquellos otros muchachotes que, correspondidos, habían flirteado durante algún tiempo con su prometida.
EL AZUFRE
Para mantener el compromiso con la familia de la novia, Luigi, en el verano de 1886, parte hacia Puerto Empédocles para ponerse a trabajar con su padre. Es el año en el que desde el pequeño puerto fueron embarcadas casi trescientas toneladas de azufre provenientes del interior. El trabajo del azufre, su extracción, su elaboración, su misma comercialización era auténticamente bestial. Después de tres meses de durísima labor, Luigi llega a pensar que aquel ambiente sulfúreo, diabólico, no puede generar más que pensamientos malsanos. Y de aquella experiencia escribirá largo y tendido en cuentos y novelas. No echo mano de ninguna cita, prefiero reproducir un fragmento extraído de un escrito sobre Puerto Empédocles de Alfonso Marullo, alcalde del lugar durante largo tiempo y casi coetáneo de Pirandello: sólo para dar una lejana idea del infierno al que Luigi quiere descender por amor, renunciando a la duramente conquistada identidad de hijo cambiado.
«Sobre un angosto espacio se congrega un hormiguero de hombres, de carros, de barcazas. A cada carro le corresponde una partida de hombres, a cada hombre su barca, a cada barca su nave, a la que el azufre es destinado. Es una maraña impenetrable, cuya posibilidad de ser explicada resulta inaprensible: son barcas adosadas unas a otras, entre las cuales los hombres pululan en una ondulación sin descanso; carros que llegan y que parten, un vocerío desordenado con el que alguno parece intentar alzarse sobre el rumor del viento y del mar: es la excitación, el vértigo. ¿Quién disciplina el trabajo en este lugar? ¿Quién tutela en este centro de ardiente actividad, que sólo Dios es capaz de penetrar, intereses tan diversos como allí se contrastan? Allí la tutela es un simulacro… Pero si el tráfico que se practica en Puerto Empédocles, en la carga y en la descarga, merece ser rehecho para volverlo más acorde con la dignidad del trabajo, aquel que cumplen los hombres de mar no sé describirlo más que como una afrenta al sentimiento de la solidaridad humana. Son viejos, jóvenes, incluso chiquillos, doblados bajo el peso que llevan a las espaldas. El primero en abrir la cantinela es de ordinario el más benevolente; se acerca a los alzadores de los que recibe la carga: arriba la primera cesta, arriba la segunda, arriba la tercera… un encogimiento de hombros para asumir las condiciones estáticas de la soma, y echan a andar a toda prisa, con un paso cadencioso e igual, como si siguieran el ritmo de una música ya fijada en el oído por una larga costumbre. Al primero le sigue el segundo, al segundo un tercero, y así hasta diez, veinte, centenares de ellos distribuidos por toda la línea de carga, y durante todo el día, como lanzaderas, desde la báscula o desde el carro a la barca y viceversa, sin un lamento, animándose, empujándose, incluso bromeando».
Luigi está en la báscula ocupado en pesar el azufre que luego se mete en las cestas y en llevar el recuento. No puede distraerse ni un minuto, siempre de pie al lado de la báscula bajo un sol de justicia, entre un estrépito de voces, maldiciones, juramentos, imprecaciones. Cuando por la noche vuelve a casa no tiene ganas de cambiarse de ropa o de lavarse, amarillo de azufre como está tiene primero que repanchingarse un poco sobre un sillón, recuperar el aliento, descargarse de un mínimo de tensión y de cansancio.
Don Stefano, en el puerto, cuando puede, observa cómo se comporta Luigi y se va convenciendo cada vez más de que aquello no marcha, su hijo no está hecho para aquel tipo de trabajo, para aquella vida de réprobos. Y Luigi, por su parte, no sabe si reír o llorar ante aquella derrota que, si por un lado es la evidente confirmación de ser un hijo cambiado, por la otra puede significar el definitivo alejamiento de Lina.
Son tres meses decisivos para el futuro de Luigi. Ha escrito Sciascia: «Sin la aventura de la azufrera, no se hubiera producido la aventura del escribir, del contar».
Y Gaspare Giudice: «Aquí, en Puerto Empédocles, a los diecinueve años, Pirandello mide en profundidad el propio extrañamiento ante las iniciativas prácticas del mundo, ante la cualidad concreta de las cosas».
La situación en la que se ha metido Luigi no deja ver una fácil salida. Será precisamente don Stefano quien la encuentre, que sin duda debe de haber llegado a algún acuerdo con el padre de Lina. Luigi se matriculará en la universidad y una vez obtenida la licenciatura podrá casarse, don Stefano, que en el ínterin ha vuelto a la riqueza, garantiza con su dinero el buen resultado de todo el asunto. Los familiares de Lina aceptan y así Luigi ya no tendrá materialmente nada que ver con el azufre y podrá volver a sentir el amado olor del papel de sus libros abandonados en Palermo.
El padre le ha dicho que se matricule en Derecho, y Luigi obedece puntualmente pero matriculándose también en Letras.
Pero, casi inmediatamente después del regreso, empieza la crisis con Lina.
EL ALEJAMIENTO
La pasión, tan ardiente cuando era escondida, contrariada y escarnecida, había perdido de repente todo su fervor…
Pero no se trata sólo de la merma de la pasión. Si esta merma existe, es sobre todo por parte de Luigi, porque Lina, ardiente y sensual como es, siente un apego cada vez más fuerte hacia él. El hecho es que Luigi empieza a darse cuenta de que aquel vínculo basado todo él en el ardor de los sentidos es una rémora demasiado fuerte para los propósitos que empieza a tener claros: convertirse en un escritor, porque esta, la escritura, es la verdadera finalidad del hijo cambiado. Lina, a los ojos de Luigi, cambia lentamente de aspecto, se transforma en casi una enemiga, en una hechicera que hace conjuros para mantenerle atado.
Alcina, fata crudele e diversa,
Da lungi non sorridermi così…
(Alcina, hada cruel y diferente, / no me sonrías desde lejos así…)
Es necesario alejarse de Alcina, escapar a toda costa, evadirse del círculo mágico en el que ella le tiene prisionero. Empieza a esgrimir una excusa tras otra, que la cercanía de la novia le quita la serenidad necesaria para estudiar, que lejos de Palermo podría licenciarse antes y acelerar el matrimonio…
A la mínima alusión a la posibilidad de un matrimonio anticipado, el padre y la madre de Lina (a la que Luigi define sin medios términos como una vieja maléfica y pendenciera) se declaran de acuerdo en que el futuro yerno se licencie también en Roma, con tal de que sea lo más pronto posible. La menos entusiasta de todos será sin duda Lina, que siente en ese alejamiento, al que todos llaman momentáneo, el abandono definitivo por parte de Luigi. Nada se sabe de sus reacciones, de su comportamiento durante aquellos días, pero de los comportamientos y de las reacciones de las mujeres abandonadas por Luigi se sabrá siempre bastante poco. Se sabrán, en cambio, porque escribirá sobre ello con amplitud a la amada hermana, las dudas, las incertidumbres de Luigi, indeciso entre el mal comportamiento para con Lina y el sentirse llamado a una obligación más alta y diferente.
Pero la decisión está tomada. En noviembre de 1887 Luigi embarca en el paquebote que desde Palermo le llevará a Nápoles y desde allí proseguirá hacia Roma, ciudad en la que podrá posar sobre su cabeza una mano protectora el hermano de doña Caterina, Rocco Ricci Gramito. Tiene por entonces veinte años.
El llamado noviazgo con Lina se prolonga cansinamente todavía algunos años. El 15 de agosto de 1891 Luigi le escribe una larguísima carta al padre en la que le hace una especie de resumen de su período de noviazgo y le explica las razones de su final. La crisis ha empezado a finales del verano de 1887:
¡Oh, aquellos primeros días del otoño de mil ocho cientos ochenta y siete! ¡Aquel largo y lento pasar de nubes por aquel cielo de septiembre sobre el amplio mar, frente a nuestra casa!
Y prosigue, en un tono cada vez más falsamente lírico:
He cantado los días y las nubes; pero ni con estas ni con aquellos se han alejado mis miserias. ¡Ni haciéndolo adrede! Justo por aquellos días el Arte me sonreía más y más, con la pasión en la sonrisa, y el alma, como aterrada por la rubia crudeza de aquel azufre del que Tú por la mañana me enseñabas el nombre y sus cualidades, se refugiaba en él y en su sonrisa vivía.
En la sonrisa del Arte con «A» mayúscula, no en la de Lina, por la cual en aquellos días tenía el alma aterrorizada por la ambarina crudeza del azufre.
¿Y Lina?
La desgracia de Lina puede muy bien residir en haber ido a dar con un hombre que pertenece a una restringida categoría de desgraciados, para los que el curso de los años es fatal y a los que la vida moderna va excluyendo cada día de su seno.
Inscribiéndose en la categoría de los artistas extravagantes, anárquicos, repudiados, en la de los poetas malditos, Luigi declarará en la misma carta:
Yo no debo, no puedo casarme.
Y por consiguiente aquel que se había embarcado en la nave para la travesía que le llevaría al continente sabía ya que nunca más regresaría a los brazos de la muchacha que desde el muelle agitaba el pañuelo en señal de despedida.
ROMA
Roma se le aparece inmediatamente como una suerte de rompimiento de ataduras con novias, familia, reglas de comportamiento y así sucesivamente. Compone versos sobre Roma que parecen himnos de alegría, gritos de libertad, deambula por las calles con paso ligero y embelesado. Pero hay un pero y no es cosa de pasarlo por alto. Ha ido a vivir en casa del tío Rocco, calle del Corso número 456, y su tío convive con una ex cantante, con parientes y amigos de ella y con un zoo doméstico de perros, gatos, papagayos y monos. Por encima de la algarabía de aquella increíble babilonia, sobresale la voz aguda y constante de Nanna, la ex cantante. En el fondo, una situación que no debería haber supuesto tanta dificultad para alguien que quería considerarse una especie de poeta maldito o algo parecido. En realidad lo que le extrañaba a Luigi era la condición psicológica del tío.
En Agrigento, a su regreso de la prisión después de Astromonte, el futuro tío Rocco había sido recibido como un héroe y de sus hazañas, como la condena a muerte por rebeldía, la persecución por parte de la policía borbónica, la gesta como ayudante de Garibaldi, se seguía hablando todavía en la ciudad. ¿Qué había sucedido? Rocco Ricci Gramito era ahora un más que cincuentón consejero de gobernación que ya no tenía ganas de hacer nada y al que sólo le apetecía estar entre sus papagayos y sus monos, hasta el punto de haber rechazado el ascenso a gobernador ante el temor de ser trasladado de Roma y acabar lejos del nido. Su indolencia, su pasivo abandonarse al correr del tiempo, su fracaso, en definitiva, no sólo provocaban melancolía en Luigi, sino que también le hacían reflexionar sobre los riesgos y los efectos de la pérdida de las ilusiones, y no solamente políticas. Al tío, bajo el nombre de Roberto Auriti, le convertirá en uno de los protagonistas de la novela Los viejos y los jóvenes, un héroe asqueado por la corrupción, por la obscena barahúnda de los muchos que allí se agitaban reclamando remuneraciones, sonsacando honores y favores…
En otras palabras y más claramente: el tío era una cotidiana admonición para Luigi, que se proponía metas bastante altas: cuanto más difíciles de alcanzar son estas, parecía repetirle cada día el tío a Luigi con su sola presencia, más humillante será la derrota, pero no sólo eso, será también definitiva, sin posibilidad de resarcimiento. Pero ¿y Luigi estaba tan seguro de alcanzar aquello que quería? ¿Tendría fuerzas suficientes para ello? En definitiva, mirar cada día la cara del tío Rocco era como asomarse al borde de un precipicio por el que resultaba fácil despeñarse. Daba angustia.
Se muda entonces a una pensión de la calle Colonnette, justo detrás del edificio donde vive el tío Rocco y tan cercana que desde la terraza de este se le puede hablar a Luigi mientras está en su habitación. Y a menudo llaman a Luigi desde aquella terraza, incluso dos veces al día, para ir a comer en aquella babilonia que es la casa de los Ricci Gramito.
Desde la ventana de su habitación Luigi disfruta de una bonita vista de Roma, la describirá luego minuciosamente en la novela El difunto Matías Pascal.
Aquí continúa componiendo sus poesías, pero ahora se ejercita bastante con la forma teatral.
Ya desde el primer drama que escribe, el espacio escénico tradicional le resulta estrecho, aparte de que los protagonistas son grullas, gallos y gallinas (por lo demás semejantes personajes no hubieran asustado a Aristófanes ni asustarían a Peter Brook), él quiere que la platea se transforme en escenario y los espectadores en actores. A este primer drama le seguirán otros, todos ellos perdidos. Pirandello empieza a padecer ese particular vía crucis que le está reservado a los autores dramáticos italianos: rechazos, promesas, consensos por parte del actor cabeza de cartel y de los primeros actores, pero en cuanto a representaciones, nada de nada. No tarda en hartarse, tanto es así que en Palermo, en 1889, se publica su primer volumen de versos, Mal jocoso.
LA UNIVERSIDAD
En la Sapienza, la universidad romana, Luigi abandona la facultad de Derecho y se matricula solamente en Letras. Si en Palermo había recurrido a la doble matriculación, sin duda había sido en parte porque don Stefano se había empeñado en ello, manteniendo siempre la esperanza de que el hijo, en los años siguientes a la licenciatura, pudiera volver junto a él, aunque fuese como consejero legal en los negocios del azufre.
¿Pero qué clase de hijo cambiado es si hasta desde la distancia obedece las órdenes de aquel padre que no es su padre? Por lo tanto, fuera Derecho. Pero eso no quiere decir que en Letras se pegue la gran vida, el único profesor con el que Luigi consigue tener buenas relaciones es el de Filología Románica, Ernesto Monaci. Además esa materia le gusta mucho. El profesor de latín era el venerado Honorato Occioni, barbudo, rector de la universidad. Gabriele D’Annunzio, su alumno, escribió que Occioni ejercitaba un «magisterio canoro», lo que traducido viene a significar que tenía que ser de una retórica insoportable. Hay algo más: en una carta a sus familiares, Luigi califica aquellas lecciones de buenas a lo sumo para los estudiantes de instituto.
Y luego llega la escenita fatal. Un día, mientras el profesor Occioni traducía una comedia de Plauto, cometió un error chabacano. Cosas que le pueden suceder a cualquiera, pero, como se sabe, los alumnos manifiestan una crueldad extrema hacia los profesores, no les dejan pasar una. Hay que decir que Occioni, casi inmediatamente, se percató del error y trató de ponerle remedio. Pero era demasiado tarde. Un joven sacerdote, que estaba sentado en primera fila junto a Luigi, le dio un codazo al compañero para subrayar el error de Occioni y lanzó una risita que tal vez ni siquiera tuvo intención de sofocar. Al ver el escarnio, la burla, el profesor pareció volverse loco.
Tras descender de la cátedra, acometió al joven sacerdote como un perro rabioso, pero cuidándose bien de no revelar la razón de su arrebato. Si alguno de los estudiantes no se había percatado del error que había cometido, no había razón para que él mismo se lo dijera.
Hasta este momento del choque entre el profesor y el joven sacerdote, Luigi no se ha visto metido en el ajo, podría perfectamente mantenerse al margen, no ha participado en aquella media risita, aparte de que sólo ha recibido e intercambiado un codazo, pero no se ha echado a reír ante el error de Occioni. Salvo que aquel arrebato impulsivo, que sin duda pertenece a don Stefano y tal vez no al hijo cambiado, le hace ponerse en pie de un salto como a una de esas marionetas con muelles que salen disparadas al abrir la tapa de una caja. Delante de los compañeros que le escuchan asombrados y a pesar de que Occioni intenta no dejarle hablar haciendo descollar por encima de la suya su potente voz, Luigi cuenta punto por punto todo lo que ha pasado, acusa al profesor de hipocresía porque no ha querido revelar que todo se ha originado a partir de un error suyo de traducción. Y luego, una vez ha terminado de hablar, sale del aula. La rabia de Occioni cambia de blanco, toda ella se concentra ahora contra Luigi. La conclusión fue que tras reunirse el consejo de la facultad y el consejo disciplinario, el joven Pirandello fue expulsado de la universidad.
Luigi decide pedirle consejo al profesor Monaci quien, considerada la inclinación de su alumno hacia el estudio de la Filología Románica, le dice que lo único que puede hacer es irse a estudiar a Bonn donde los profesores que enseñaban en aquel campo específico eran de lo mejorcito.
Poder irse a Alemania representaba para Luigi el inevitable sometimiento a una doble humillación, la de tener que contarle al padre que había sido expulsado de la universidad y la de tener que pedirle un conspicuo aumento de honorarios.
Debe pues regresar a Sicilia con los suyos y tener un cara a cara con don Stefano.
El encuentro tiene que haber sido en cualquier caso difícil. Sciascia ha escrito, a propósito del temor abrigado por Giuseppe Antonio Borgese de que el padre «le amordazase», que «era algo completamente normal en una familia siciliana, y hasta los años de nuestra infancia y juventud, una rigurosa ausencia de confianza con el padre». Ante esto ya se puede uno figurar cuál debió de ser el tono de las conversaciones entre Luigi y don Stefano después de que había sucedido entre ellos lo que había sucedido.
LAS DOS ENFERMEDADES
El profesor Monaci esperará largo y tendido noticias de su ex alumno Pirandello desde Sicilia, se pasara haciéndolo durante todo el verano hasta llegar a mediados de septiembre de 1889. El hecho es que Luigi, nada más poner pie en la casa familiar, cae enfermo; se ha tratado, le escribirá más tarde a Monaci, de una enfermedad que le ha llevado hasta los umbrales de la muerte: una seria variante de endocarditis.
Probablemente la enfermedad es una consecuencia de aquel cúmulo de tensiones que hoy llamamos estrés.
En enero del mismo año la prima Lina, todavía oficialmente novia de Luigi, empieza también a sufrir una enfermedad que le provoca frecuentes crisis histéricas.
La muchacha ya se ha persuadido de que su Luigi no se casará nunca con ella. Para hacerle cambiar de aires, los Pirandello se la traen a casa, a Puerto Empédocles, pero la invitación obtiene el resultado opuesto, viviendo día tras día en la casa de su prometido, descubriendo en cada libro, en cada una de las más pequeñas cosas las huellas de Luigi, Lina se va hundiendo cada vez en su depresión. Doña Caterina le ruega al hijo que venga una semana a Sicilia para verse con Lina. Luigi lo hace muy a su pesar, luego, cumplido su deber, se vuelve a marchar a Roma. Le escribirá a su hermana:
La última ilusión que me quedaba se ha desmoronado: el amor. No, no… yo ya no amo, no puedo, no lo consigo, por mucho que me adapte a dejarme persuadir, ya no consigo amar a esa pobre enferma. Como a una hermana, como al prójimo, sí, pero como a una novia no, no, nunca más… No puedes imaginarte de qué escenas he sido testigo, las horribles palabras que he tenido que oír de ella (al pensar en ellas ardo de vergüenza y aflicción), qué gestos, qué artimañas he tenido que presenciar. Mi pobre corazón destrozado… La red finísima de las ilusiones que componen el amor, y que sólo un aliento más fuerte que el habitual consigue a veces desenmarañar, la bella y dulcísima red se ha hecho pedazos… ¿Qué más me queda? ¡Oh, cuánto mejor hubiese sido si ella se me hubiese muerto!
Esta carta rebosa hipocresía por los cuatro costados. ¿Qué cosas tan horribles puede haberle dicho la pobre enferma para que el púdico Luigi arda de vergüenza? Lo que sí habrá hecho sin duda es echarle en cara la lejanía, la indiferencia, el incumplimiento de la palabra dada, el embaucamiento, este sobre todo, al que Luigi ha recurrido para irse a Roma, alegando como excusa licenciarse lo antes posible para luego casarse de inmediato. Pero mediante una jesuítica habilidad, en esta carta las razones de Lina se han convertido en los agravios de Lina.
¡Qué diantre, un poco de buen gusto!, parece exclamar Luigi desde el fondo de su corazón destrozado.
Cuando vuelve a Puerto Empédocles en el verano del mismo año, Luigi ya ha decidido poner entre él y Lina un número de kilómetros mucho más amplio de los que hay entre Palermo y Roma. Nada más curarse partirá hacia Bonn.
Y la enfermedad le servirá como coartada, durante la estancia empedoclesiana, para no afrontar con sus familiares el asunto del noviazgo con Lina. La prima está ya comprometida con Luigi a los ojos de todos, incluso si ha dejado de amarla, la costumbre le obliga a repararla casándose con ella. Pero la táctica de Luigi, que acabará resultando vencedora, es la de dejar gangrenarse la situación hasta que sobrevenga la necesaria amputación.
La enfermedad, benévolamente, ahorra a Luigi otro penoso deber: el de acompañar a don Stefano a su almacén de azufre en el puerto. La visión de aquella infernal actividad le haría recordar de nuevo de modo harto hiriente que él, precisamente por amor hacia la Lina que hoy repudia, ha querido hundirse en aquel infierno traicionando su duramente conquistada naturaleza de hijo cambiado.
COMO
Unos días antes de dejar Puerto Empédocles, Luigi escribe al profesor Monaci que su etapa romana durará como máximo tres días urgiéndome encontrarme en Bonn a su debido tiempo. Pero en Roma sufre una recaída y se ve obligado a permanecer allí durante dos semanas. Una vez recuperado, decide no dirigirse de inmediato hacia la ciudad alemana y quedarse en Como, donde vivía un cuñado suyo. La finalidad de aquella parada era reforzar su alemán y esperar el buen tiempo dada su maltrecha salud.
En Como, ya lo hemos visto, Luigi había estado con la fantasía para estudiar en el instituto, ahora está allí de verdad también por razones de estudio. Pero Como parece estar hecha aposta para encenderle la imaginación. Porque nos da la impresión de que el personaje de una muchacha morena que le amó durante el tiempo de su estancia allí posee unas características demasiado literarias para ser auténtico. Escribe en una poesía de 1902 en la que habla de sí mismo durante su estancia en Como y Bonn:
Per le città, nostre o d’oltralpe, in ogni
luogo, ov’ho fatto alcun tempo dimora,
io vedo un altre me, com’ero allora,
ilqual lieto s’aggira entre a quei sogni,
che suoi soltanto e non pur miei son ora.
Né verun d’essi sa, che più ne sia
di me. Qua vive o là, chiuso ciascuno
nel proprio tempo. Oltre non vede. E uno
si ferma, or ecco, a sera, in una via
di Como, e guarda in su, se un viso bruno…
¡Ah, quella bruna —egli no ’l sa— maestra
ora é de vizii e di sé locandiera…
Ma come può saperlo, se ogni sera
davvero ancor s’affaccia alla finiestra ella,
e d’amor gli parla ed è sincera?
(Por las ciudades, nuestras o transalpinas, en cada / lugar donde por algún tiempo me he demorado, / yo veo otro yo, como aquel que era por entonces, / el cual dichoso vaga dentro de aquellos sueños / que ahora sólo suyos son y ya no míos. / Ninguno de ellos sabe lo que de mí ha sido / cada cual encerrado en su tiempo. Más allá no ve. Y uno / se detiene pues de noche en una calle / de Como y mira hacia lo alto, por si un rostro moreno… / ¡Ay, esa morena —él no lo sabe— maestra / es sin duda de vicios y de sí misma posadera… / ¿Pero cómo va a saberlo, si cada noche ella / se sigue asomando de verdad a la ventana / y desde allí de amor le habla y es sincera?)
Haya existido en la vida real o haya existido en la fantasía de Luigi, la morena posadera debe cumplir una concreta función, que es la de señalar el cruce de un paso fronterizo. «Traicionando» a Lina, de la cual es aunque le pese todavía novio, Luigi cumple simbólicamente un gesto de ruptura con sus propias convicciones, con su propia educación. Pero el valor necesario para cumplir aquel gesto apenas le alcanza para consumarlo con una prostituta.
BONN
L’altro, eccolo in Germania, a Bonn sul Reno
sotto un cappello di castoro, enorme:
magro egro smunto: non mangia, non dorme;
studia sul serio (o così crede almeno)
del linguaggio le origini e le forme.
(El otro, hele aquí en Alemania, en Bonn sobre el Rin / bajo un sombrero de castor enorme: / delgado enfermo consumido: no duerme, no come; / estudia en serio [o al menos lo cree así] / del lenguaje los orígenes y las formas.)
Se trata de la misma poesía que acabamos de citar y el otro sería Luigi como era. Pero este otro es verdaderamente otro, el hijo cambiado al que sólo le hace falta un poquito más para realizarse por completo, pero este poquito más tiene la forma de la dependencia económica del padre, no se trata de cortar un cordón umbilical, sino de una pesada cadena de hierro que le tiene atado como a un perro a la perrera.
Las primeras impresiones para el muchacho catapultado desde el sol de Puerto Empédocles deben de haber sido realmente traumatizantes:
Sale dal gonfio Reno la nebbia nell’umida notte,
qual di fantasme stuolo cercanti cieche il vuoto.
Le lunghe vie deserte, urgendosi a onde, pervade,
al tedio, quindi, pigra cedendo posa.
Del sonno increscioso, che immobile al suolo la stende,
ora le buje case tacite in fila opprime,
fiochi veglianti fanali, i bigi alberi nudi,
cui par che un chiuso spasimo nuovo torca.
Ahi, come a un vita già spenta superstite voce,
nuncia del tempo ignara, lugubre l’ora scocca.
In fuga la luna tra l’onde dell’aer sconvolte
la morta terra, quasi sogmenta, spia.
A lei, dall’ombra grave, le cuspidi snelle in desio
tendono come braccia le solitarie chiese.
Vano desio! Perenne la nebbia, perenne qui regna.
Pena lunga, sperare, meglio acchetarsi a lei,
a lei l’anima aprire, distender la grigia sua notte
sui vani affetti, e il sonno ch’ella dorme, dormire.
(Sube desde el rebosante Rin la niebla en la húmeda noche, / cual enjambre de fantasmas que buscaran ciegos el vacío. / Las largas calles desiertas en presurosas oleadas invade; / para cediendo luego al tedio, perezosa posarse. / Desde el molesto sueño que inmóvil hacia el suelo la extiende, / ahora las oscuras casas silenciosas en hilera oprime, / velantes luces de faroles, los cenicientos árboles desnudos / a los que parece agitar con un nuevo y retraído espasmo. / ¡Ay!, como a una vida ya apagada supérstite voz, / anuncia del tiempo ignara, de la hora el lúgubre sonar. / En fuga la luna entre las turbadas olas del aire / la muerta tierra, casi consternada, acecha. / Hacia ella, desde la sombra grave, las cúspides esbeltas con deseo / tienden como brazos las solitarias iglesias. / ¡Vano deseo! Perenne la niebla, perenne reina aquí. / Larga pena, esperar; mejor conformarse a ella, / a ella abrirle el alma, dilatar su gris noche / sobre los vanos afectos, y dormir el sueño que ella duerme.)
Pero se trata siempre de una niebla poética, porque en Bonn Luigi disfrutará de las jornadas más serenas de su vida. Los primeros días tiene muchas dificultades para comunicarse: su alemán literario no le sirve para la vida cotidiana, los habitantes de Bonn hablan casi en su totalidad el dialecto renano, pero se trata de gente muy atenta y un modo de entenderse lo encuentra cualquiera. Luigi, que ha sido dotado por el padre del dinero suficiente para llevar una vida cómoda (la «cadena» estaba constituida por una mensualidad de trescientos marcos), en lugar de vivir a salto de mata como cualquier estudiante, se va a vivir al Hotel zum Münster. Estará delgado, enfermo y consumido como afirma en la poesía, pero el hecho es que se alimentaba abundantemente pagando entre alojamiento y comida casi tanto como en Roma: nada más despertarse, café con leche con pan y mantequilla; a las nueve y media, un bocadillo; a mediodía, sopa, carne, abundante guarnición, un plato de entremeses, fruta, postre y café; a las cuatro, a elegir, una cerveza, un bocadillo o un café; a las seis, carne o pescado para la cena, ensalada, queso, fruta.
De vez en cuando le asalta la nostalgia de hablar en italiano. Entonces se va a la Catedral donde un mosaiquista véneto, Giovanni Sambo, está haciendo restauraciones sobre un andamiaje altísimo:
Bizarro invero questo dei nostri convegni ridotto,
Giovanni Sambo: la cupola d’un duomo.
(Curioso en verdad este reducto de nuestros encuentros, / Giovanni Sambo: la cúpula de una catedral…)
No siempre va a ver a Sambo para charlar en italiano, a menudo se lleva con él los libros de estudio.
Me paso casi todo el día, exceptuando las horas de las comidas y de las lecciones (que me gusta escuchar en la Universidad) en la cúpula de la Catedral que está justo enfrente de mi hotel… trepo hasta allí diariamente con uno o dos libros encaramándome por el andamiaje y estudio admirado a los ángeles y a los santos…
Un poco como volver a ser pequeño, cuando se encaramaba a un árbol en el jardín de su casa de Palermo y se ponía a leer esperando que Giovanna apareciese por el balcón.
En el hotel estrecha amistad con un joven irlandés políglota, William Henri Madden, y con él se traslada a la casa de un cierto Mohr, propietario de un negocio que se dedica también a alquilar habitaciones a estudiantes en el número 1 de la calle Neuthor. Pero no se trata de un alquiler cualquiera, la casa está estupendamente amueblada, es caliente, acogedora. Por cuarenta y un marcos mensuales Luigi tiene derecho a dos habitaciones, desayuno, servicio y combustible a voluntad para la luz. Luigi se queda fascinado con aquellas habitaciones. Desde el mirador del estudio escribe a la hermana, se disfruta de un panorama absolutamente encantador: el Rin, los montes, el campo, la ciudad.
En casa Mohr, Luigi hace otro amigo. Es un doctor en letras, Karl Arxt, repudiado por el padre porque no ha querido seguir los estudios de Teología, expulsado él también de la universidad donde tendría que haber enseñado por ser considerado un peligroso revolucionario: manifiesta de hecho ideas socialdemócratas mientras Bonn es una ciudad de burguesía conservadora. En definitiva, otro hijo cambiado.
Entre los dos nace un perfecto entendimiento, aparte de que Arxt le enseña a Luigi bastante bien el alemán, tanto como para permitirle seguir los cursos universitarios: es correspondido con lecciones de italiano.
El encuentro con el profesor Foerster, al que se presenta con una carta de Monaci, no puede ser más cordial, tanto que será invitado a comer y a cenar muy a menudo. Elegante y decoroso como es, consigue hacerse muchos amigos y amigas de la alta burguesía, le escribe a la hermana que dos muchachas, Mary y Anna Rismann, van a menudo a verle en casa Mohr y le ponen la habitación patas arriba, dado que son dos fogosas diablillas, de las que Lina no debe pensar mal ante estas libertades que se toman: La de aquí es otra educación, y mucho más humana. Y añade, para despejar el terreno de cualquier equívoco: ¿Acaso te hablaría yo así, hermana mía, de mujeres que no fueran honestas?
Pero frecuenta a otras muchachas tal vez más disponibles, como una tal Else de Colonia. Así la recuerda en la poesía titulada Melbthal incluida en la recopilación Fuori di chiave:
Quella giubbetta a maglia
come le stava bene!
e, ornato di vermene,
quel gran cappel di paglia.
D’un subito s’accorse
che mi piaceva assai:
rise negli occhi gaj
ed il labbro si morse.
«Vengo su al bosco a un patto,»
poi disse, «e bada, tu!
che d’amore, lassú,
noi non si parli affatto».
«Else!» esclamai. Ma lesta
sui labbri ella una mano
mi posse; io, piano piano,
gliela baciai. La testa
scosse: «Cominci male!…
Se fai così… Su, andiamo,
ricordati: io non t’amo
più passato il viale».
(Aquella chaqueta de punto / ¡qué bien le estaba! / Y, adornado con ramitas, / el gran sombrero de paja. / Se dio cuenta de repente / de lo mucho que me gustaba: / reían sus ojos alegres / y el labio se mordisqueaba… / «Subo al bosque si hacemos un pacto,» / y luego dijo: «que te cuides muy mucho, / allí arriba, de que entre nosotros dos / no se hable en absoluto de amor.» / «¡Elsa!» exclamé. Pero veloz / sobre los labios ella una mano / me puso; yo, muy despacio, / se la besé. Zarandeó / la cabeza: «¡Mal empiezas!…» / Si haces eso… Venga, vamos, / y recuerda: yo ya no te amo / una vez pasado el bulevar…)
Se adentran en el bosque, desde allí arriba divisan el Melb, tenue arroyuelo, hay parejitas que vienen aquí a espabilarse… Luego Elsa, con voz temblorosa, le dice que se siente cansada, necesita reposar.
Sedemmo all’ombra. Ah, il patto
fu mantenuto appieno.
D’amor, sen contro seno,
noi non parlammo affatto.
(Nos sentamos a la sombra. Ah, / el pacto se mantuvo por completo. / De amor, pecho contra pecho, / en absoluto se habló.)
Parece un Gozzano ante litteram, sin un dejo de melancolía, casi una evidencia de la serenidad, de la contención de Luigi durante aquel año que pasó en Bonn lejos de Sicilia y de los problemas, de las obligaciones que esta comportaba. Aunque tiene de nuevo problemas de salud y un médico le aconseja aligerar las horas dedicadas al estudio con largas caminatas y excursiones.
Luigi está muy impresionado con la vida universitaria en Bonn, completamente distinta de la romana. Pese al rigor en los estudios, alumnos y docentes hacen excursiones al campo, juegan a las bochas y por la noche, confortados por gruesas jarras de cerveza, disertan seriamente sobre los temas de estudio. Los docentes tienen relaciones de familiaridad con los estudiantes. Cuando Luigi oye que está otra vez a punto de caer enfermo del corazón y se lo comunica a Foerster, el profesor le escribe inmediatamente una carta de presentación para un colega de la facultad de Medicina, Schultze, una eminencia.
Frecuenta los teatros, escucha el Tannhäusser y se convierte en un ferviente wagneriano, fervor que sin embargo no mantendrá por mucho tiempo.
Trabaja incansablemente en la tesis de licenciatura, centrada sobre el habla de Agrigento, bajo la tutela del mismo Foerster. A este propósito le escribe a Monaci que tiene en su poder una amplia recopilación de fábulas, cantos populares e improvisaciones, hecha por él mismo en Sicilia, que está meditando editar como apéndice de la licenciatura. Pero de esta recopilación se perderá todo rastro.
JENNY
Las fiestas de carnaval se inauguran en Bonn con un gran baile de máscaras en la plaza del mercado, dedicada a Beethoven. Luigi participa y así de irónicamente se describe en una carta a la hermana:
Me he puesto yo también un dominó y —horrorízate— también he bailado, o mejor dicho, saltado, o mejor aún, pisado los pies al prójimo enmascarado.
Pero no hay de qué horrorizarse: alto, delgado, elegante como era, con su bonita barba de carbonario, los ojos vivos y profundos, el dominó no habrá hecho otra cosa que acrecentar su natural encanto. Y además tiene que haberse dado una particular actitud por parte de Luigi hacia todo aquello que le resultaba nuevo, distinto, insólito, una atención aguda que no decae nunca en la curiosidad más o menos superficial, una capacidad de acoger hombres, mujeres, acontecimientos o cosas que no tiene límite. Actitud que no cambiará con los años.
Un paréntesis necesario para mejor aclarar esta sed de Luigi hacia el otro, hacia el diferente. Al partir hacia Alemania a finales del verano de 1928, Pirandello se quedó en Berlín hasta finales del 1930, en una especie de voluntario exilio. Anton Giulio Bragaglia, por aquel tiempo también en Berlín, lo cuenta de este modo:
«Por la noche nos veíamos a la hora de la cena en el restaurante Venecia, para irnos juntos al teatro y luego visitar alguno de aquellos curiosos cabarés del Berlín de posguerra, donde se presentaban curiosos fenómenos humanos. Él se interesaba mucho por ellos. Hablando alemán corrientemente, conseguía sonsacar raras confidencias de ciertos jovencitos vestidos de mujer con largos cabellos auténticos y con las femeninas caderas al desnudo.
»Quería escribir sobre ellos, por eso iba explorando su curiosa psicología que luego guardaría dentro de sus propios espejos mágicos».
Y Corrado Alvaro como refuerzo:
«De Pirandello en Berlín conservo una imagen inédita; me encontré con él una noche del pasado invierno, con la nieve alta hasta aquí, en una de las trescientas mesas del Zoo, una de las muchas salas de baile para el pequeño burgués berlinés. Las fiestas de fin de año eran inminentes y las mujeres enardecidas se precipitaban de una sala a otra para bailar; brillaban con su uniforme de moda algunos centenares de muchachas, empleadas y dependientas. Los formidables puros alemanes no conseguían bombear el aire de optimismo que se difundía por todas partes… Pirandello llevaba siempre uno de aquellos chalecos suyos abotonados hasta el mentón, que acaban con sobrecuello y corbata, de color gris. Su figura recogida y geométrica, color de plata, destacaba sobre la tapicería roja del lugar, y parecía, en la mesa baja, como un objeto precioso sobre un pedestal. Los brazos recogidos continuaban y ampliaban la línea de la cabeza acabada con la barba en punta. En cierto momento traté de figurarme qué le podía estar pasando por la mente en un ambiente como aquel, y me pareció como un titiritero entre sus actores; bajo nuestros ojos se daba una escena de no sé qué drama o una de esos retazos de drama que a él le gusta inventar sobre la vida corriente. Porque precisamente uno de los secretos de su arte consiste en eso: en cómo él, de raíz regional, consigue participar de los espectáculos de la vida moderna, reduciéndolos a un mínimo común denominador, y cómo desde la realidad a veces folclorista nace la mariposa de su metafísica».
Está fuera de duda que todo cuanto escriben Bragaglia y Alvaro es en parte verdad, es decir, que todo aquel interés estaba encaminado, destinado, al desarrollo de la escritura, pero también es verdad que el interés nacía de una íntima y humana necesidad suya de conocimiento, de su inagotable necesidad de empaparse de realidades siempre nuevas y diferentes. Diferentes como él.
«De noche no se cansaba nunca, nunca tenía sueño. Se llevaba consigo cinco o seis cajetillas de cigarrillos Xanthia y fumaba sin parar».
Una mascarita azul, con un sombrero de paja desproporcionado se le cuelga del brazo, ya no le suelta, le sujeta para no perderle en la barahúnda carnavalesca. La mascarita, además de sentirse fascinada por la elegante figura de aquel joven en dominó, se siente como atraída, absorbida, fagocitada por los ojos de él, que observan, escrutan, engullen a casi todos los participantes en aquella fiesta en cada una de sus actitudes, en cada uno de sus gestos, en sus movimientos, en su risa, en su proceder, en su vivir.
A medianoche, a la hora en que es costumbre quitarse las máscaras, me quedé absolutamente maravillado al reconocer en mi diabólica desconocida a una de las bellezas más luminosas que yo haya visto nunca.
Al día siguiente, como es usanza, va a hacerle una visita. Charlando sale a relucir que es aficionada a la pintura. Jenny, que se apellida Schulz-Lander, quiere hacerle un retrato. Luigi se ofrece y corre a comprar pinceles y colores. Ya en aquel primer encuentro Jenny le habrá dado a entender sin duda cómo se ha enamorado de él a primera vista. Luigi se siente halagado, pero en cuanto a consecuencias no parece comprometerse excesivamente. De hecho, algunos días después, sale disparado hacia Colonia, donde las fiestas de Carnaval son legendarias.
Años después, precisamente en Colonia, durante los últimos días de Carnaval, ambientará un cuento, La salida del sol, en el que el protagonista, Gosto Bombichi, después de haberse casado incautamente con una mascarita que le ha incitado, acabará pensando en el suicidio.
De todos modos, la despreocupada estancia en Colonia se ve alterada con la llegada de un telegrama del casero, el señor Mohr, en el cual se le anuncia que una camarera ladrona se ha llevado el dinero que Luigi había dejado en Bonn. Toda la mensualidad paterna dentro de un bolsito bordado por la novia, Lina. Luigi, ignorante del suceso, se ha gastado en Colonia las doscientas liras recibidas por una traducción que Ernesto Monaci le ha conseguido publicar en Italia. Cuando Luigi regresa a Bonn a toda prisa, descubre que le faltan también algunos trajes y un bonito reloj de oro. Y así le cae sobre los hombros, al menos durante aquel mes, una lánguida cuaresma precisamente durante la alegría del Carnaval.
La amistad con Jenny se hace más sólida, aunque no tiene todavía los tonos de la intimidad. Luigi sin embargo se ve obligado a dejarla, se encuentra mal otra vez y la compañía de Jenny no le basta, siente la necesidad de regresar a Sicilia. Pero primero se detiene en Bolonia, se hace auscultar por el famoso Murri, que le ordena la interrupción de los estudios durante algún tiempo. Luigi obedece y pasa cuatro meses en la casa de campo de Caos.
Sintiéndose mejor, regresa a Bonn cuando ya el semestre estaba a punto de acabar y apenas llegué a tiempo para que me firmaran el expediente.
Pero no resulta fácil reemprender los estudios, se fatiga muy fácilmente. Jenny le persuade entonces para que se traslade a su casa, dado que la madre, de vez en cuando, hospeda a estudiantes de pago. También en Breite Strasse 37, la residencia de Jenny, tendrá dos habitaciones, un dormitorio y un estudio. Además, estará mejor atendido.
A casa de Jenny, Luigi, aparte de sus cosas, se lleva consigo un perro vagabundo que ha recogido en la calle, Mob, el cual, sabiendo cómo marchan las cosas de la vida, está dispuesto a reconocer como amo al primero que le da un trozo de pan. La vida de Luigi sigue un curso más distendido, familiar.
Del forestier che ancora il sole della patria ha negli occhi
e oppresso qui dalla natura ingrata
vive solingo al fuoco, udendo attraverso la gola
fumida del camino gemer continuo il vento,
tenera e premurosa, tu cura ti prendi fraterna:
l’ore con lui dividi, tacite sieno o gaje.
Cuci, mentr’egli scrive. Dai candidi lini e dal foglio
levansi e si sorridon gli occhi di tratto in tratto.
Giù per la scala di legno, furtiva a lui scendi la notte.
Tremi e nel pronto amplesso soffochi la paura.
Ei nell’attesa il bujo paventa, ché attorno, anelando,
ispido di rimorso, gelido e reo lo sente.
Teco la vita viene, a cui non sa chiuder le braccia,
egli, per quanto questo pungolo interno senta.
Come potrebbe dirti: «Ritorna al tuo gelido letto»,
se tu la gioja delle fiorenti membra
vieni a portargli e scendi a lui che t’aspetta, volente?
Se quest’amor per te più ogni cosa vale?
Non ei promessa alguna t’ha fatta. E pur pensa: «Domani,
se quest’amore spezzo, che avverrà mai di lei?».
Già ti vede perduta, e interroga i cogniti luoghi,
quale, per te diserta, funebre aspetto avranno.
(Del forastero que aún el sol de la patria tiene en los ojos / y aquí oprimido por la naturaleza ingrata / vive solitario al fuego, oyendo a través de la garganta / humosa de la chimenea gemir continuamente al viento, / tierna y solícita, cuida en fraterno acogimiento: / las horas con él comparte, tanto las calladas como las alegres. / Cose mientras él escribe. Desde los cándidos linos y el folio / se alzan y se sonríen los ojos de vez en cuando. / Por la escalera de madera abajo, furtiva hasta él desciende la noche. / Tiemblas y en el solícito abrazo sofocas el miedo. / Él en la espera lo oscuro teme, que en torno, jadeante, / hirsuto de remordimiento, gélido y miserable lo siente. / Contigo la vida viene, a quien los brazos estrechar no sabe, / él, por más que este aguijón en su interior sienta. / ¿Cómo podría decirte: «Vuelve a tu gélido lecho», / si la alegría de los florecientes miembros / vienes a traerle y desciendes hasta él que te espera, deseoso? / ¿Si este amor por ti más que ninguna otra cosa vale? / Él no te ha hecho promesa alguna. Y aún así piensa: «¿Mañana, / si este amor hago pedazos, qué será luego de ella?». / Te ve ya perdida, e interroga los conocidos lugares, / que, de ti desiertos, fúnebre aspecto tendrán.)
En aquella casa, donde ha encontrado hospitalidad, cuidados, consuelo y amor Luigi consigue por fin terminar su tesis de licenciatura.
UN ALTAR EN EL CORAZÓN
Mientras se encuentra en Bonn, Luigi recibe un telegrama de casa en el que los padres le comunican, por sorpresa, que están dispuestos a pagar los gastos de edición para la publicación de su recopilación de versos titulada Pascua de Gea. La inesperada noticia conmueve a Luigi. Escribe a Lina:
Nuestro adorado papá ha querido hacerme el regalo de correr con los gastos de la publicación de mi Pascua de Gea. Cuando recibí la noticia por telegrama me encontraba en un tristísimo momento, así que me conmovió hasta las lágrimas. ¡Cuánta generosidad, y qué exquisitez de pensamiento! ¡Oh, nuestros padres, mis padres son en verdad los mejores padres del mundo! Merecen ser adorados de rodillas.
Lo que papá ha hecho por mí es tanto y de tal magnitud, que haga lo que haga nunca podré pagar ni una milésima parte de lo que se merece. Le he erigido pues un altar en mi corazón y nunca me canso de venerarlo en silencio.
Hay en estas palabras algo fuera de tono que hace que suenen a falso. Y es un fuera de tono que vuelve frecuentemente a dejarse oír cuando Luigi habla del padre indirectamente: pasa, con la misma vehemencia, de un extremo a otro. Intuye, con mayor o menor claridad, que detrás de aquel gesto está el desasosegado amor de doña Caterina (seguramente ha sido ella la que ha convencido a don Stefano) pero hay también una especie de boceto paterno para subrayar la «dependencia» de Luigi, no sólo económica. Es don Stefano, en otros términos, el que permite la consagración oficial del hijo como poeta. Y Luigi se siente cada vez más trabado en esta situación. En una carta fechada el 1 de marzo de 1891, es decir a veinte días de la licenciatura, les pide un préstamo a su hermana Lina y a su marido:
… a papá, aún a costa de quedarme sin manos, no le quiero escribir, no le escribiré. Él me ha enviado tantas y tantas veces dinero (incluso me ha pagado la publicación de Pascua de Gea), tanto dinero, digo, que no tengo valor para pedirle ni un céntimo más. Como bien podéis entender a él no puedo escribirle «mándame 300 liras que a finales de marzo te las devuelvo»…
Lina y su marido le envían el dinero por giro postal y de este modo Luigi puede prepararse serenamente para la defensa de su tesis de licenciatura.
Pero este asunto de la publicación de Pascua de Gea bien podría dar pie a algún mal pensamiento. Editados, publicados, aquellos versos dan testimonio de la relación entre Luigi y Jenny (a la que además el volumen está dedicado) y viene a ser como poner en la picota la enorme crisis que atraviesa el noviazgo con la prima Lina. ¿Un gesto incauto por parte de don Stefano o fríamente meditado?
LA LICENCIATURA
La defensa de la tesis tiene lugar el 21 de marzo de 1891, en una escenografía imponente y escalofriante. Había un estrado gigantesco que se articulaba en tres peldaños con las cátedras, sobre el más alto se sentaban los profesores con toga y birrete, el candidato al Doctorwürde en la Philosophischen Fakultät estaba en el más bajo. Antes de la tesis propiamente dicha había un Magister-Examen de filosofía, historia y ciencias naturales amplísimo, extenuante. Luigi sabía que el punto débil consistía en el examen de ciencias: le hicieron preguntas incluso de zoología. El derrumbamiento, o casi, llegó con las preguntas de matemáticas; se confundió tanto que el profesor empezó a incordiarle demostrándole, con un truco que se les hace a los niños, que los dedos de las manos son once y no diez. Durante tres horas soportó las preguntas de Buecheler, famoso latinista, sobre gramática e historia de los textos. Igualmente complejo el examen de Filología Románica. De todos modos fue aprobado con un suficiente. La tesis se la discutieron, además de los profesores, un antiguo estudiante y un licenciado en la misma materia, los llamados Opponenten. Al final la tesis, Laute und Lautentwickelung der Mundart von Agrigento (Sonido y desarrollo de los sonidos en el habla de Agrigento), fue aprobada con amplitud y Luigi pudo bajar de aquella especie de patíbulo donde había sido expuesto como un San Sebastián a todo tipo de flechazos.
Le ponen la toga, el gran sombrero y, engalanado de esta guisa, le hacen jurar sobre los bastones de plata que los ujieres sostienen cruzados ante él. Luego acaba el ritual.
Cuando la tesis se publica con una dedicatoria al profesor Foerster, el gran Meyer-Lübke la reseña positivamente sobre el acreditado «Literaturblatt für germanische und romanische Philologie».
Aquí nos encontramos con un pequeño misterio.
Obtuve el doctorado en filología románica en marzo de 1891 con gran satisfacción de mi inolvidable maestro romano Ernesto Monaci y durante el siguiente año escolástico permanecí todavía en Bonn en calidad de lector de lengua italiana en la universidad.
Cuenta Gaspare Giudice que el hermano de Luigi, Innocenzo, confirmó el lectorado alemán precisando que el curso versaba sobre el Infierno dantesco; la hija Lietta añade que el padre recibía por el lectorado casi cuatro mil liras anuales, lo recaudado con las inscripciones al curso y una dieta para alojamiento. Pero en los archivos de Bonn, escrupulosamente llevados, el nombre de Luigi Pirandello no aparece nunca como docente en ninguna titulación.
Puede que se llegara a hablar del cargo pero sin ninguna consecuencia. Si Luigi escribe que se ha quedado en Bonn un año entero después de doctorarse, se trata evidentemente de una fantasía suya, como cuando le dijo a un periodista que se había fugado de casa para ir a estudiar a Como.
Lo único cierto es que, tras una brevísima estancia en Wiesbaden, sale disparado, literalmente, hacia Sicilia.
¿Y Jenny? ¿Pero qué es lo quiere Jenny de él? ¿Acaso no se lo ha cantado ya en poesía?
Ni él promesa alguna te ha hecho. ¿Entonces? Que se quede en Bonn con los recuerdos y el perro Mob, que le ha regalado generosamente. ¿Quiere que se lo vuelva a decir con otros versos? Pues ahí van.
Ci duol del tuo tardare,
suprema ora di gioja;
ma é bene che si muoja
quando tu giungi al fine:
colta la fresca rosa,
non restan che le spine
e sempre son gli sdegni
seguaci ai godimenti.
(Nos duele tu tardanza, / suprema hora feliz; / pero bien está que mueras / cuando llega tu fin: / cortada la fresca rosa, / no quedan más que espinas / y siempre a los deleites / les siguen los desdenes.)
Desde Sicilia continuará escribiéndole de vez en cuando, luego la correspondencia se interrumpirá definitivamente.
Muchos años después, en Nueva York, no querrá volver a verla, aduciendo la excusa de que Jenny tenía que seguir intacta en su memoria, joven y bella. La verdadera razón probablemente es un embarazo insostenible frente al recuerdo de su absoluto egoísmo juvenil. Y tal vez exista además otra razón oculta. En aquellos años Jenny se ha convertido en una escritora de algún renombre, dentro de ella había por consiguiente algo que Luigi no ha podido entrever en lo más mínimo, para él la muchacha era sólo una criatura de cierta inteligencia que sabía tocar el piano, que cosía, cantaba y le calentaba por la noche las frías sábanas. ¿Se trata quizá de algún tipo de temor ante aquella mujer madura capaz hoy de utilizar palabras muy diferentes a las de la juventud?
EL REGRESO Y DE NUEVO LA PARTIDA
Luigi vuelve a Sicilia decidido a liquidar el noviazgo con Lina, noviazgo que a estas alturas es una especie de cadáver putrefacto. A su llegada, encuentra a Lina enfurecida, la muchacha no entiende el alemán, pero le ha bastado leer el nombre de Jenny en la dedicatoria de Pascua de Gea para intuir la relación que el novio ha tenido en Alemania. Luigi se retira en soledad a Caos y se pone manos a la obra, como venganza o para extraer nuevas fuerzas para el próximo encuentro con la novia, con un poema varias veces interrumpido, Belfagor, feroz y venenosamente contrario a las mujeres, del que sólo quedarán algunas páginas, las demás serán destruidas por el propio autor. Pero Luigi no se siente capaz de enfrentarse con Lina cara a cara. Después de haber hablado con don Stefano, le envía, con fecha 15 de agosto de 1891, una minuciosa carta (que ya hemos mencionado) que el padre podrá leer, si quiere, a quien corresponda, en la que explica su imposibilidad de casarse con la prima. Más aún: cómo su naturaleza de artista le condena al celibato.
Don Stefano no se esperaba otra cosa, contrario desde siempre al matrimonio del hijo con la prima (y de relaciones con primas él ya tenía amargas experiencias), da los primeros pasos para la ruptura oficial del noviazgo. Pero aquí estamos en Sicilia, no en Alemania y la cosa presenta bastantes dificultades. Luigi parte hacia Roma dejando tras de sí una ristra de resentimientos, morros largos, ofensas. En cualquier caso, al cabo de unos cuantos meses ha vuelto a verse libre de las dos mujeres que de algún modo habían intentado echarle el lazo.
En el tren que le lleva a la capital, Luigi, pelo rubio, perilla rubia, gafas de oro, sombrero de artista de ala ancha, elegante, esbelto, la raya de los pantalones perfecta, el corbatín anudado con esmero, los impecables botines de charol (el retrato es de Lucio D’Ambra), es tomado por algún compañero de viaje por un pintor alemán de regreso a su país después de un tour por la isla. ¿Por qué precisamente alemán y no, pongamos por caso, inglés? Porque Luigi, para hacer aún más evidente su diversidad, habrá colado de tapadillo algún acento de pronunciación precisamente alemana.
Y sobre su «apariencia» alemana, he aquí un testimonio más, el de Luigi Capuana que le aprecia mucho y le convence para que deje a un lado la poesía y se dedique a la prosa, a la narrativa.
«Rubio, con perilla de Nazareno, el pelo un poco largo y recogido por detrás bajo un sombrero de castor de ala ancha (“una especie de sombrero” dirá el amigo agrigentino De Gubernatis), tenía en su esbelta y señoril persona y en la dulce expresión del rostro casi pálido algo que no hacía adivinar en él a un siciliano. Muchos le tomaban por un estudiante alemán que tras acabar la licenciatura hacía el indispensable viaje a Italia…».
El único problema que ha de afrontar y resolver, Luigi lo sabe perfectamente, es la disolución de la invisible cadena que le tiene atado: la dependencia económica del padre. Hasta que esta dependencia no cese, todas sus tentativas de ser un verdadero hijo cambiado no serán más que patéticas veleidades.
YO NO HE NACIDO PEQUEÑO
A Roma, como ha escrito Gaspare Giudice, Luigi llega con la firme voluntad de convertirse en un «literato de carrera». Sabe que la empresa no es fácil, pero no consigue imaginarse ni de lejos hasta qué punto es ya difícil la petición de admisión en el rango. A propósito: tampoco se cierne sobre él el espectro del servicio militar, el hermano Innocenzo lo hace por él según una ley por entonces en vigor. Se pasa por lo tanto días y noches enteras rellenando folio tras folio de poesía, cuentos, comedias, dramas. Ha escrito incluso una novela que nadie le publica. Todo lo que consigue ganar son algunas decenas de liras mediante atribuladas colaboraciones periodísticas.
Podía sacar provecho de su licenciatura dedicándose a la enseñanza, pero siente que esa ocupación, de momento, sería como una especie de menoscabo.
Para continuar en Roma no le queda más remedio que pedirle dinero al padre, con la mensualidad no tiene suficiente.
Yo no he nacido pequeño, ni con poco puedo contentarme.
Justifica así sus apremiantes peticiones de dinero. Entre otras cosas, está convencido de no tener esa buena potra que empuja a otros autores a ser publicados o representados y a ganarse la vida. Estando de vacaciones le falta dinero para pagar el hotel, no puede comprarse ropa interior nueva. Les escribe a los familiares cartas entre lo sincero y lo rufianesco:
Veo a lo lejos un hombre que se afana mañana y noche por otro trabajo, más duro y menos amable que el mío. Entonces, mientras por un lado mi esfuerzo palidece frente al suyo, por el otro mi abatimiento aumenta en comparación.
Don Stefano algunas veces está dispuesto a enviarle más dinero, otras veces se resiste algo más. Luigi se siente por lo tanto abatido, tanto frente a una respuesta negativa como frente una respuesta positiva. Probablemente se sentía menos humillado frente a una respuesta negativa que le obligaba a insistir: aquel «no» de don Stefano, en cierto sentido, validaba el juego de las partes: si él es un hijo cambiado, ¿por qué razón debería tener don Stefano obligaciones para con él?
Y a propósito de la ropa interior que no puede agenciarse, comenta: Debería habérmela hecho tomando esposa, no he tomado esposa y me he quedado casi desnudo.
Por supuesto, una mujer rica podría resolverle muchos problemas, no sólo los de la ropa interior.
A propósito de matrimonio. En la carta de despedida a la novia había jurado: Te lo he dicho: ya no pensaré en ninguna mujer en el mundo, permaneceré ligado a ti durante toda la vida…
Pero nadie ha dicho que un matrimonio tenga que ser obligatoriamente por amor. Y además, en un matrimonio por amor las posibilidades de multiplicación de la ambigüedad, los malentendidos y los celos retrospectivos se presentan a cada salida de sol. Precisamente en junio de 1892 publica en un opúsculo semanal, La O di Giotto, anexo al periódico La Tribuna, un acto único, o mejor, un diálogo titulado ¿Por qué? (que ha permanecido largamente olvidado y fue representado por primera vez en el romano Teatro de las Artes el 25 de junio de 1986 bajo mi dirección). Y trata precisamente del peligro de los celos retrospectivos en el matrimonio. Los personajes son Giulia y Enrico, una pareja de recién casados y la acción se desarrolla en el salón de su casa. He aquí un fragmento:
ENRICO: ¿Quién me ha reducido a esto? Tú no sabes, tú no sabes lo que yo sufro…
GIULIA: Porque quieres sufrir…
ENRICO: ¿Ah, sí? Encima es culpa mía.
GIULIA: No. La culpa no es de ninguno de los dos. Si acaso del destino. ¿Qué culpa tengo yo de no habernos conocido antes?
ENRICO: Eso lo sé.
GIULIA: ¿Entonces?
ENRICO: Entonces nada. Yo no te acuso, no sé si lo entiendes, yo no te acuso…
GIULIA: ¿Por qué tenemos que vivir así, entonces? ¡Infelices por nada!
ENRICO: Por nada…
GIULIA: ¿Por qué te has casado conmigo, si crees en serio tener una razón para vivir así? ¿Por qué?
ENRICO: Es inútil que te lo diga. Me ves así y no me crees. Crees que no te amo y que no te tengo en ninguna estima… ¡Falso! Es todo lo contrario. Sufro porque te quiero y te estimo. Una locura, sí, sí. ¿Quién dice lo contrario? Pero si incluso llego a preguntarme, para que veas: ¿por qué fuiste reservada para mí, el último en llegar? Pienso que podrías haber amado…
GIULIA: Amado…
ENRICO: ¡Amado, sí!, no me vengas ahora con esas.
GIULIA: ¡Pero a ninguno como a ti!
ENRICO: ¡Lo sé! Pero al menos a uno de ellos sí le amaste, a aquellos otros mentecatos tal vez no, te creo. ¡Pero cómo no se te quemaban los labios al decirles te amo a ciertos imbéciles!…
Pensamientos estos, los de Enrico, que se le habrán pasado también por la cabeza a Luigi cuando, a los diecisiete años, yendo de paseo por Palermo con su bella novia Lina, cuatro años mayor que él y por lo tanto una mujer hecha y derecha, se sentía mirado por algún ex pretendiente de ella y le parecía descubrir en aquella mirada una especie de escarnio, a veces incluso de compasión…
No, no, cien veces mejor un matrimonio concertado, de interés.
«Cu nesci, arrinesci» (Quien sale, lo consigue), se dice en Sicilia. Quien consigue romper el cerco de atraso, de convenciones, de costumbres, de leyes tanto más rigurosas cuanto no escritas que aprisionan al siciliano, este, por el solo hecho de haber interrumpido la cadena de restricciones, está destinado, fuera de la isla, a conseguirlo. El dicho, para Pirandello, parece fallar. Ha estrechado amistad con literatos importantes, frecuenta el café Aragno, pero, en definitiva, no está en condiciones de arreglárselas sin la ayuda de casa. Por eso envía a los familiares una carta cifrada:
Ya no me queda voluntad, es más, me gusta abandonarme completamente a la de los demás. Os lo digo sinceramente… Haced de mí lo que queráis.
En clave, porque descifrada significa que los suyos no deben tener en cuenta las precedentes, las decididas declaraciones de fidelidad al celibato y que por consiguiente él está disponible para cualquier propuesta sensata, es decir, que no ponga en tela de juicio su permanencia en Roma y que le permita continuar su carrera de escritor.
EL NEGOCIO
Más o menos en el mismo período, don Stefano ha recibido también un mensaje en clave. Un comerciante de azufre, Calogero Portolano (así aparece el apellido en todos los documentos comerciales, y no Portulano), con el que don Stefano mantenía relaciones de amistad y de negocios (no como socio, como se ha dicho a menudo, Calogero Portolano tenía la empresa con Salvatore Patti), teniéndose que ausentar de Agrigento por una temporada, le confía dos sobres, uno de los cuales contenía setenta mil liras, con esta indicación: «Dote de mi hija Antonietta». Mensaje que en realidad no necesitaba el trabajo de ser descifrado, porque explícitamente venía a significar la propuesta de matrimonio entre sus hijos.
Don Stefano no sólo no manifiesta reserva alguna, sino que acepta con un cierto entusiasmo, ya que esta es quizás la solución para los problemas económicos de Luigi. A Antonietta, a la que don Stefano no ha visto ni conocido hasta ahora, no tiene necesidad de interpelarla, al fin y a la postre tendrá que someterse a la voluntad paterna, como mucho se la podrá informar de su próximo noviazgo con uno al que ella no ha oído nunca nombrar.
Con Luigi, en cambio, don Stefano va directamente al grano. Le escribe diciéndole que tiene que proponerle un asunto: se trata del noviazgo con una muchacha temerosa de Dios y rica, dado que la dote está en torno a las cien mil liras. Lo que equivale a decir que posee ya dos de las tres «erres» que se requieren para una esposa: requetefea, rica y religiosa. A Luigi, don Stefano no le menciona el aspecto físico de la futura esposa, entre otras cosas porque él tampoco sabe cómo es. Luigi responde que el asunto es posible, en cuanto a la belleza o a la fealdad de la mujer, lo deja en manos de la suerte. Luego, en las cartas sucesivas, don Stefano no habla más del asunto, un poco por táctica, es decir, para tener en ascuas al hijo, y otro poco porque Calogero Portolano empieza a tirar de la dote, poniendo por medio argucias y porcentajes. Luigi se inquieta.
En torno al asunto en cuestión… se me dejó entrever lo siguiente: una muchacha llena de méritos, con cien mil liras de dote, que habrían sido ya depositadas en tu banco, de las que yo llegaría a disponer un tercio de los rendimientos netos, y además todo el tiempo posible para la consecución de mis ideales. Acepté.
Finalmente las negociaciones van por el buen camino y Luigi se precipita a Agrigento. Pero para un primer encuentro con la novia debe todavía pasar un tiempo, siempre por cuestiones que pone por medio Portolano, quien a veces da la impresión de haberse arrepentido de la propuesta que, en la ciudad, permanece envuelta en el más profundo secreto. Un día Antonio De Gubernatis, paseando con Luigi, le dice que se murmuraba que andaba colado por una muchacha que vivía justo enfrente de su casa y que por eso permanecía largamente asomado con la esperanza de poderla ver. Riendo, Luigi le responde que si las cosas estaban así no se dejaría ver nunca más en el balcón. Y entonces le anunció al amigo, que casi no se lo podía creer, que muy pronto se anunciaría su compromiso con Antonietta Portolano. Luego le preguntó a De Gubernatis si conocía a la muchacha. Ante la respuesta negativa del amigo, precisó que tampoco él la había visto nunca.
Otro necesario paréntesis. Estos matrimonios concertados, que en este caso específico eran llamados «matrimonios de azufre», eran muy frecuentes en la época, también como sistema de defensa de los comerciantes emparentados contra las grandes compañías extranjeras que entretanto se iban creando y que de allí a unos cuantos años les hubieran mandado a la ruina. Pese a estar por medio el azufre con su olor luciferino, estos matrimonios resultaban a menudo bastante bien, y en algunos casos, mejor que los matrimonios por amor. Entre las cartas de casa, he encontrado numerosos folios de consigna de azufre, una especie de certificado de depósito del azufre extendido por los almacenistas a los propietarios de las minas. Sobre cada folio de consigna, los comerciantes que tenían necesidad declaraban la cantidad (en quintales) de azufre comprado y pagado al contado. Pues bien, en uno de estos documentos figuran, estamos en mayo de 1891, la firma de Stefano Pirandello, Calogero Portolano, Carmelo Camilleri y Giuseppe Fragapane. El hijo de Stefano Pirandello se casará con la hija de Calogero Portolano, el nieto de Carmelo Camilleri se casa con la nieta de Giuseppe Fragapane. Puedo garantizar que el matrimonio entre mi padre y mi madre tuvo un éxito espléndido, se amaron de verdad.
Calogero Portolano, viudo, comerciante con fama de usurero, tiene tres hijos, dos varones y una hembra: Giovanni y Carmelo viven con él, Antonietta en cambio se educa en el convento de monjas de San Vincenzo. Los hombres de casa Portolano padecen unos celos monstruosos que a menudo lindan con lo surrealista. Me equivoco, tendría que utilizar el verbo padecer en relación con las mujeres Portolano. A su esposa, Calogero le había ordenado la medida exacta de la apertura de las persianas, unos pocos centímetros, lo suficiente para que entrara un hilo de luz y de aire, abrirlas un poco más hubiera sido indecente. La pobre señora Portolano se resignó a estas órdenes vejatorias hasta tal punto que, cuando tuvo un parto bastante dificultoso y la intervención de la comadrona no fue suficiente, prefirió dejarse morir antes que dejarse ver por el médico. Antonietta, cuando salía en fila con las otras compañeras a dar el paseo dominical, tenía que mantener siempre los ojos mirando al suelo.
Y para controlar si esto era así ahí estaban siempre el padre o uno de los dos hermanos. Si por un casual la muchacha levantaba la cabeza y lanzaba una rápida mirada a su alrededor, ahí estaba la intervención vociferante del familiar al acecho. Esta era la razón por la que, en Agrigento, nadie había visto la cara de Antonietta Portolano.
Allanadas fatigosamente las modalidades relativas a la imposición de las cuotas de la dote, llega por fin el día en que los novios se conocen. Pero también en esta ocasión se le ocurre a Calogero Portolano un nuevo antojo. Tiene miedo de que, en caso de que el encuentro, por cualquier razón, no conduzca al noviazgo oficial, la hija Antonietta pueda acabar siendo la comidilla de todo el mundo, quedar comprometida irremediablemente.
Entonces idea un plan. A una determinada hora, calculada con extrema precisión, los Portolano al completo irán en carroza hacia Puerto Empédocles, mientras que desde aquí, a la hora señalada, una carroza con los Pirandello se dirigirá hacia Agrigento. Si el tiempo de la partida y del recorrido se respetan, las dos carrozas se encontrarán a la altura de la vereda que lleva, desde la carretera provincial, a la casa de campo de Caos.
Así se hizo. Y da comienzo la representación a beneficio de algún perro vagabundo o de algún campesino adormilado. Tras descender de las respectivas carrozas, Calogero Portolano y don Stefano Pirandello se intercambian saludos y cortesías, hasta que don Stefano pronuncia la fatídica frase:
«¿Por qué no venís a mi casa? Total está a dos pasos de aquí…».
Las carrozas se dirigen hacia allí, la de los Pirandello en cabeza abriendo camino, la de los Portolano siguiéndola. Y así el honor de Antonietta Portolano está a salvo, nadie que haya sido testigo podrá sostener que el encuentro ha sido concertado, se ha tratado de un hecho absolutamente casual.
En el salón, las dos partes contrayentes están sentadas cara a cara, hablan del tiempo, de negocios, las mujeres hablan de vestidos. Rigurosamente prohibido cualquier mención a un posible noviazgo. Luigi y Antonietta se miran de vez en cuando a hurtadillas. La inmediata constatación de Luigi es que a su futura mujer le falta la primera «erre»: Antonietta es bastante agraciada, dulce, gentil y tímida; la timidez tal vez esté agravada por la circunstancia, es decir, la de ser considerada una especie de mercancía expuesta a la complacencia del comprador. Pero en realidad las cosas están justo al contrario: es ella la que con su dote se está proporcionando un marido.
Luigi le gusta a Antonietta desde el primer momento, tal vez le habla al padre con demasiado entusiasmo y este alarga las orejas molesto. También Luigi está de acuerdo, no tiene nada que objetar sobre la muchacha.
Al amigo De Gubernatis, que al día siguiente le pregunta cómo ha ido el encuentro, Luigi le responde que la ha encontrado bona pì mugliera, buena para hacer de esposa, apropiada para el deber que tendrá que asumir. Pero, añade, haré de ella una mujer de verdad.
Y a la hermana Lina le escribe así:
Ella de momento me satisface físicamente, me parece muy simpática, aunque no guapa del todo.
En cuanto a lo moral, he podido advertir que es muy buena y de nuestra misma impronta: poca experiencia, pero tiene mesura y prudente compostura.
Se sucede algún encuentro más entre Luigi y Antonietta, con menores precauciones hacia el exterior y mayores precauciones en el interior. Esto equivale a decir que a ambos prometidos no se les dejará nunca solos, no podrán intercambiar ninguna palabra de confidencia, cada encuentro debe hacerse bajo la supervisión de un representante de los Portolano y uno de los Pirandello.
Órdenes taxativas de Calogero Portolano: Antonietta no debía nunca levantar los ojos del suelo y mirar al futuro marido.
En un mes y medio me ha dejado ver a la prometida sólo dos veces y al vuelo.
Dos meses después, Luigi regresa a Roma, encuentra una casa en la calle Florencia y la amuebla: es aquí donde vendrá a vivir con la mujer. Así que la cosa parece hecha. Calogero Portolano sin embargo ha notado un cierto cambio en la hija. En un determinado momento, se da cuenta horrorizado de que Antonietta está «colada» por el novio. Y esto él no puede tolerarlo en absoluto. Una mujer debe ser sumisa, devota, dispuesta a las obligaciones conyugales, pero enamorada del marido, ¡eso jamás! Tanto más cuanto que no ha congeniado con Luigi, es más, le ha caído antipático a primera vista, y no puede ser de otra manera, dado que es el hombre que se va a llevar a la hija a la cama.
Empieza a manifestar numerosas dudas sobre el matrimonio cada vez que habla de ello con don Stefano: Antonietta es demasiado joven para casarse y además el hecho de que se vaya a vivir a Roma no le convence. ¿No sería mejor que Luigi se trasladara a Agrigento?
Sabe perfectamente que Luigi no aceptará nunca, y por lo tanto insiste sobre este punto hasta convertirlo en indispensable para el matrimonio. Y sucede lo que Portolano se había esperado: dado que Luigi rechaza poner casa en Agrigento, él da por roto el compromiso y, en consecuencia, nula el acta dotal. Y para que no haya retractación posible, manifiesta a Antonietta su voluntad de casarla con un abogado agrigentino.
Luigi está furioso, ve esfumarse la posibilidad de cortar la cadena que aún no le permite ser del todo un hijo cambiado. Había alquilado un piso de siete habitaciones, lo estaba amueblando, todo ello con el dinero que le había dado don Stefano, ahora se ve obligado a dejar la casa devolviendo las arras y las mensualidades anticipadas.
También tiene que vender los muebles. No menos furioso que él está don Stefano.
«Sólo pensar que yo haya tenido algo en común con este loco ridículo me provoca náuseas».
Portolano ha calculado mal la reacción de la hija, la ha infravalorado. Por primera vez en su vida, Antonietta se niega a obedecer las órdenes paternas. No señor, ella o se casa con Luigi o se mete a monja. Y no hay modo de apearla de su propósito. Calogero Portolano tiene que ceder: a través de Enzo, el hermano menor de Luigi, suplica a este que regrese a Sicilia.
¡Siempre me toca a mí apencar con todo!, le comenta Luigi a Lina en una carta.
También don Stefano se mete por medio, el dinero de Portolano es para él muy importante en aquel momento. Luigi es obligado a someterse a un suplemento de noviazgo. Naturalmente las reglas durante los encuentros siguen siendo férreas, no pueden hablarse. Pero Luigi supera el obstáculo escribiendo a Antonietta. Continúa escribiéndole también cuando se ve obligado a volver a Roma a buscar otro piso, dado que el primero resulta demasiado pequeño para albergar los muebles que ha ido pellizcando en Sicilia. Es una correspondencia en sentido único, y ya en estas cartas se comprende lo que Luigi quería decir cuando le comenta a De Gubernatis que haría de su esposa una mujer de verdad.
Antonietta ha sido educada por las monjas de San Vincenzo, no sabe nada de la vida, es ingenua, como máximo su cultura estará formada por la lectura de algún librito hagiográfico. Sin ningún miramiento, Luigi empieza a escribirle cartas apasionadas, esto sí, pero alternándolas con otras que Giudice ha calificado de «terroristas».
Nosotros nunca sabremos nada, nunca tendremos de la vida una noción precisa, tan sólo un sentimiento, tal vez mudable y variado, triste o dichoso, dependiendo de la fortuna. Nada de absoluto pues. ¿Qué es lo justo? ¿Qué es lo injusto? Yo no encontraba en este laberinto una vía de escape… ¡Oh, en qué horrenda noche, Antonietta mía, estaba sumido mi espíritu! Mis sueños de gloria eran destellos de repente oscurecidos; y en vano pedía la luz, en vano el sol… Ahora el sol ha nacido para mí. Ahora mi sol eres tú, y tú eres mi paz y mi finalidad: ahora salgo del laberinto y veo la vida de otra manera.
Y continúa:
El alba de mi nueva vida ha apartado para siempre la niebla que me ensombrecía la mente. Ahora se abre claro ante mí el porvenir. He podido por fin enlazar estos dos supremos ideales: el Amor y el Arte.
Pero también le escribe:
En mí hay casi dos personas. Tú ya conoces una; la otra, ni siquiera yo mismo la conozco bien. Suelo decir que yo estoy constituido por un gran yo y por un pequeño yo: estos dos señores están casi siempre en guerra entre ellos, muy a menudo el uno le es sumamente antipático al otro. El primero es taciturno y se encuentra continuamente absorto en sus pensamientos, el segundo habla fácilmente, bromea y no es ajeno a reír y a hacer reír. Cuando este dice alguna tontería, el otro se dirige al espejo y lo besa. Yo estoy perpetuamente dividido entre estas dos personas. Ora impera la una, ora la otra. Yo prefiero, naturalmente, muchísimo más a la primera, quiero decir a mi gran yo; me adapto y soporto a la segunda, que es en el fondo un ser como todos los demás, con sus cualidades comunes y con sus comunes defectos. ¿A cual de los dos amarás más, Antonietta mía?
Ante la duda, Antonietta se abstiene de responder. Y tampoco responde a las otras cartas del novio cuando le escribe que en su alcoba habrá un rincón que albergará un secreto no revelable y otros enigmas del género. Antonietta calla, turbada sin duda, si es que no aterrorizada. Entre la espada y la pared, le declara a Luigi que ya no sabe ni siquiera escribir. Y tal vez sea verdad, se empieza ya a dar en Antonietta una especie de regresión. Pero Luigi insiste, implacable.
¿De verdad te cuesta tanto escribirme? ¡No es posible! No es verdad que tú no sepas escribir. ¿Cómo es que no encuentras nada que decirme?
Ya durante el curso del noviazgo Luigi se ha persuadido de que Antonietta nunca podrá seguirle por este camino nobilísimo en el que la fortuna ha querido ponerme: el camino del Arte.
Nada que hacer, toda su obstinada pedagogía estará condenada a estrellarse contra el muro de rechazo desesperadamente opuesto por Antonietta.
Desesperadamente. Escribe Sciascia:
«Pero no se trataba de un camino, se trataba de un laberinto. Y lo era ya antes incluso de que Antonietta empezara a retraerse, de que, en un cierto sentido, se pusiera a salvo. Ya Balzac había dicho: “Dios libre a las mujeres de casarse con un hombre que escribe libros”. ¿Y de un hombre que escribe libros como los que Pirandello ha escrito?».
Sin dejar de tener trifulcas con Portolano («Luigi tuvo dos altercados con Portolano debido a los celos», le escribe Annetta a Lina al hacer el resumen de una jornada), Luigi se casa el 27 de enero de 1894, primero en el Ayuntamiento y luego en la Iglesia, y es un matrimonio, cosa que tanto Antonietta como Luigi han tenido oportunidad de saber, que nace bajo el signo de la no comunicación recíproca. Intuyen sin embargo que para unirles habrá una pasión auténtica, una atracción física verdaderamente fuerte que durará largo tiempo, tanto que el hijo Stefano llegará a decir que más que otra cosa eran amantes.
Los Portolano cuentan que en aquella primera noche de bodas Luigi, por discreción, no tocó a la mujer, la cual, atemorizada por lo que había de sucederle, según los relatos de las monjas, debió asustarse todavía más por aquello que interpretó no como un gesto de delicadeza, sino como un rechazo. Otro trauma.
Tras dos días de permanencia en Caos, los esposos se trasladaron a Roma.
BREVE ES LA VIDA FELIZ
La casa de Luigi y Antonietta en Roma, entre la calle del Tritone y la calle Sistina, es amplia, cómoda, acogedora. Alfombras por todas partes, cortinas, un buen salón para recibir a los amigos que son muchos y todos intelectuales, escritores, artistas. Pero Luigi continúa frecuentando todos los domingos la casa de Ugo Fleres y dejándose caer por el café Aragno. Su nueva casa, en otras palabras, no se transforma en un lugar de encuentros, como quizás él en un principio se había esperado. El problema consistía en la actitud de Antonietta, en un principio no hostil al círculo de amigos del marido, pero sin duda visto por ella como algo absolutamente extraño. Su educación, tendente en su totalidad a hacer de ella una buena esposa en el sentido tradicional y siciliano, le hace sentirse incómoda entre aquella comitiva de varones que se llevan también a sus esposas, pero se trata de unas mujeres bastante distintas a ella, por el modo de pensar y de hablar. Además, frente a los amigos de Luigi se encuentra siempre haciendo escenas mudas, le resulta bastante difícil comprender de qué están hablando todos aquellos. Ella puede, y sabe, ser una excelente «mujer de su casa»: para esa finalidad ha crecido y ha sido educada. El haber sido catapultada desde el convento a Roma, el tener que asumir la responsabilidad de ama de casa en una ciudad que la confunde han sido seguramente otros tantos traumas que ella ha sabido superar escondiendo las señales más evidentes. Más aún cuando su Luigi, persuadido ya no sólo de que ella no podrá nunca ser una compañera válida en el camino que ha emprendido, sino de que es incapaz incluso de sentir elevadamente, la relega, como quien dice, para que se ocupe de las vituallas. Si de esto Antonietta se siente por un lado contenta, por el otro sin duda sufre, la sensación de soledad durante aquellos días debe haber sido grande. Luigi sigue siendo afectuoso, sigue siendo un enardecido amante, pero está claro que en su matrimonio se ha producido una leve fractura.
Luigi, por fin, una vez alcanzada la condición de no dependencia económica del padre, una vez conquistada por completo su identidad de hijo cambiado, escribe incansablemente con una felicidad hasta entonces desconocida. Recibe cada mes un envío de don Stefano, la cuota de los beneficios de la sociedad cuyo capital está en parte constituido por la dote de Antonietta: puede permitirse el lujo de hacer publicar por su cuenta algunos de sus cuentos sin compensación alguna. Pocos meses después, Antonietta empieza a sufrir hemicráneas. Luigi tiene una sospecha (si no sería ya aquello que con todo el alma querría que no fuera… al menos de momento) que resultará fundada: en junio de 1895 nace el primer hijo, al cual, como manda la tradición, se le pondrá el nombre de Stefano.
¡Ah, qué embriaguez me produce la profunda conciencia de mi bondad, de mi ternura por este niño que hace vibrar las fibras más íntimas de mi alma con una felicidad que no tiene nombre, con sólo pensar que existe para mí y para su madre, con sólo ver aparecer ante mis ojos su carita cuando pienso en él! ¡Veo por todas partes, por todas, la carita de mi niño, que de esta ternura mía me parece casi la espontánea expresión y que se propaga sobre todas las cosas vivas, desde la más humilde a la más excelsa!
Por voluntad de la madre y de toda la parentela, el pequeño será bautizado. Luigi se desahoga con Lina:
¡Son mentiras convencionales que hoy todo el mundo practica, y al rebelarse ante ellas se corre el riesgo de parecer loco, o algo peor!
Para este nacimiento es capaz de encontrar acentos todavía más exaltados y, sobre todo, absolutamente insólitos. Tiene una especie de visión en la Pellizza da Volpedo: él, Luigi, con el niño en cabeza «avanzando distinguidamente» y a continuación, detrás de ellos, haciendo fila, los sufrientes, los deformes, los parias de la tierra.
Propósitos de regeneración místico-social que le durarán poco y que no se verán reflejados en lo que mientras tanto va escribiendo. Pero de una cosa está absolutamente seguro: aquel hijo, Stefano, no será nunca en ningún momento un hijo cambiado, será un todo en sí mismo no sólo con su persona, sino con sus pensamientos, con sus ideas. Este hijo se convertirá ciertamente en el compañero de viaje en la difícil senda del Arte que su mujer Antonietta no ha sabido ser. Luigi sabe muy bien que sin los intereses que don Stefano le envía mensualmente no estaría en condiciones de sostener por sí solo el peso de la familia: pensaba pagar a la comadrona con las ganancias de la publicación de dos cuentos y sin embargo se edita sólo uno. Y algunas veces, a pesar de lo que renta la dote de Antonietta, el dinero no alcanza.
Este maldito dinero será siempre la obsesión de mi vida… ¡Qué humillación! ¡Y tengo la mesa atestada de manuscritos, que me podrían sacar del apuro! Pero no hay un maldito editor que quiera dar una perra… ¡Vendería mi alma por cuatrocientas liras al más papanatas de los diablos! ¡Lástima que haya pasado ya el tiempo en que los diablos eran tan papanatas como para canjear un alma sin valor alguno por todos los placeres y los tesoros del mundo y de la vida! Con gusto habría hecho yo un contrato semejante, y lo habría firmado, como es de rigor, con la sangre de mis venas. Total ¿qué vale mi alma? Ni una perra, dicen los editores de Italia.
Hacia finales de 1895, Calogero Portolano se descuelga con una inesperada ocurrencia: quiere recuperar el dinero de la dote sosteniendo que don Stefano está haciendo especulaciones equivocadas que harán convertirse en humo el capital de la hija. Aunque pasados unos cuantos años las sospechas de Portolano se revelarán más que fundadas, él no tiene título alguno para recuperar la dote.
¡Este asqueroso espécimen de asesino vulgar envenena la leche de mi Antonietta!
Pero el padre de Antonietta no insiste con la reclamación y Luigi deja que don Stefano continúe administrando la dote.
En junio de 1897 nace la niña, Lietta, en la nueva casa de la calle Vittoria Colonia donde, en el ínterin, los Pirandello se han mudado. Lietta será muy querida por el padre y Luigi tendrá con ella una tormentosa relación.
Las cosas con Calogero Portolano parecen reajustarse, hasta el punto de que Luigi, Antonietta y los dos pequeños van a pasar algún verano en Agrigento, en el paraje de Bonamorone, donde está la casa de campo de los Portolano. Naturalmente la relación de Luigi con el suegro es fríamente formal, aunque de vez cuando deje caer alguna chanza, tan sutil que Calogero ni se entera.
EL VERANO DEL 99
En junio del 99 nace el último hijo de la pareja, Fausto. Todos los hijos de Luigi y Antonietta han nacido en el mismo mes. Y tal como viene sucediendo desde que se han casado, Antonietta quiere volver a Sicilia a pasar el verano en la casa de campo del padre, en Buonamorone. No en la casa de campo de los Pirandello, en Caos. Con el padre y con los hermanos no es que se encontrara del todo cómoda, pero aun así la señora quiere estar con los suyos. Es una especie de revancha más o menos inconsciente respecto al marido que, en Roma, prefiere la compañía de amigos con los que ella no puede tener ninguna relación. Que el marido, por lo tanto, en Bonamorone, en contacto cotidiano con el suegro y los cuñados, padezca una mínima parte de lo que ella padece en Roma. Luigi, que tal vez intuye las razones de la mujer, se somete a un viaje largo y fatigoso, en tren desde Roma a Nápoles, en paquebote desde Nápoles a Palermo, en carroza desde Palermo a Agrigento, convertido en más insoportable aún debido al calor y a la presencia de los hijos pequeños, y se arma de santa paciencia para acabar las vacaciones en Bonamorone sin grandes desavenencias con el asqueroso de su suegro.
Como era costumbre en la época, antes de volver a Roma, los Pirandello alternaban entre Agrigento y Puerto Empédocles para las ceremonias de despedida. Cada visita era precedida un día antes por la llegada de una sirvienta que pronunciaba la frase ritual:
«Les hacemos saber que mañana después de comer hacia las cinco, la señora Antonietta Pirandello desea venir a visitar a la dueña de la casa acompañada de su marido».
Una vez obtenido el consentimiento, al día siguiente después de comer, a las cinco en punto, la visita tenía lugar. Así sucedió con la familia Fragapane en aquellos primeros días de septiembre del 99. El señor Fragapane no estaba, tuvo que irse corriendo a Caltanissetta, donde poseía una mina.
Luigi acompañó a su esposa a casa Fragapane y luego fue a buscar a su amigo Giuseppe (Pepè) Malato, desde hacía seis años alcalde de Puerto Empédocles. He aquí lo que escribió un historiador del lugar:
«De un temperamento fuera de lo común, dio muestras de tener un encanto particular que ejerció, además de sobre las guapas mujeres, frente a las autoridades de las Fuerzas Públicas, Carabineros y Prefectos de Agrigento, los cuales, pese a sus borrascosas vicisitudes conyugales y extra conyugales, sus duelos, sus desventuras financieras, no hicieron más que proponerle para toda una serie de condecoraciones caballerescas enumerando los indudables méritos que poseía al representar a nuestro país en Roma y también en el extranjero. El pueblo le quiso siempre bien».
Pepè, cada vez que iba a Roma (y hay que decir que echaba mano del mínimo pretexto para ir allí) se acercaba a ver a Luigi, que disfrutaba de lo lindo oyendo el relato de sus desinhibidas hazañas. De una de estas hazañas extrajo un acto único que tituló con el nombre del protagonista, Cecè y no Pepè, como hubiera debido ser, por discreción hacia el amigo.
Entretanto la señora Fragapane nota que Antonietta se muestra extrañamente silenciosa y casi grosera. Se ha llevado con ella a Fausto al que, tras haberse quedado dormido, han colocado en una camita en otra habitación. En el salón, Antonietta se fija en que hay un bonito piano nuevo; sin pedir ningún permiso se levanta del diván, levanta la tapa del instrumento, deja al descubierto las teclas apartando a un lado el tapete de lana bordada que las cubre, se sienta y empieza a tocar. La señora Fragapane trata de entablar una conversación cualquiera, pero la otra nada, parece que ni siquiera la oye, continúa tocando. De vez en cuando sin embargo la melodía se interrumpe, Antonietta se pone a golpear las teclas casi con rabia, continúa así durante un rato y luego vuelve a tocar un tema reconocible. La señora Fragapane empieza a preocuparse, le pregunta si desea un café, una palomita de anís, un granizado… Nada, sólo aquel sonido continuo, ora normal, ora hecho de notas desgarradas y desgarradoras. No sabe qué hacer. Afortunadamente en aquel momento regresa de Caltanissetta el marido y la señora le informa al punto de lo que está pasando. El señor Fragapane se precipita entonces en busca de Luigi, pero no le resulta fácil encontrarle, le han visto pasear por el puerto con el alcalde. Da por fin con él, le pone al tanto y le lleva a casa. Aquí Luigi coge una silla y se sienta al lado de su esposa, empieza a hablarle en voz baja, los señores Fragapane tienen la impresión de que Luigi actúa como si no fuera la primera vez que se encuentra en aquella situación y supiera lo que tiene que decir y hacer. Pero quien resuelve la situación es el llanto de Fausto desde la otra habitación, el pequeñín se ha despertado y quiere comer. Antonietta, seguida de Luigi, va a la habitación para darle de mamar y cierra la puerta tras ella. Los Fragapane se miran desconcertados, no saben qué hacer. Luego la puerta se vuelve a abrir, Luigi se despide azorado y se va con Antonietta, que estrecha contra su pecho al pequeñín y no abre la boca ni siquiera para decir adiós.
Esta momentánea espantada de Antonietta (habrá otras) se atribuye al debilitamiento de la mujer después de los partos, tres en cuatro años, y al amamantamiento. Todos ignoran que se trata, por el contrario, de algo mucho más grave. Pero la gravedad de la enfermedad de su esposa Luigi hace tiempo que la ha comprendido, sólo que no le ha dicho a nadie ni una palabra, exceptuando a su padre y ya en febrero del año anterior.
Lo que yo he sufrido en silencio durante estos años de matrimonio, en compañía de una mujer incapaz de comprenderme y de sentir elevadamente, ninguna lengua humana sería capaz de expresar. Aun así, conteniendo y domeñando cualquier ímpetu natural, he hecho siempre todo lo que estaba en mi mano por realzarla.
Luigi no quiere todavía usar las palabras apropiadas, pero es como si le tendiera las manos, una descarga de responsabilidad frente a aquello que es bastante probable que suceda: la transformación de la fragilidad psíquica de Antonietta en forma de explícita paranoia.
Y no se trata ciertamente de realzar a aquella pobre mujer hasta ponerla a su altura, sino de alejarla lo más posible del borde de aquel abismo sobre el que ella se mantiene en equilibrio y en el cual a cada día que pasa corre más riesgo de precipitarse.
EL PROFESOR
Del mismo febrero del 98, año en que escribe al padre hablándole de su difícil relación con Antonietta, es una carta dirigida a su amigo Ugo Ojetti.
Mis manuscritos (¡y son ya tantos!) permanecen dentro del cajón de mi escritorio. Los miro y vuelvo a mirar por un canto y por el otro, de vez en cuando me consuela ver que, aún estando encerrados así, no envejecen. ¿Y sabes por qué? Cada uno de ellos trata de hacer suyo un determinado tiempo, imponiéndole el bonete ribeteado de su propia excelencia. Pero la servidumbre del tiempo dura poco: muerto el amo, este arroja el sombrero. La imposición es temporal. En el arte, el tiempo pertenece a la eternidad. No es tuyo ni mío, ni de este o de aquel sistema. Que confíe aquel que quiera en hacer suyo el tiempo que es también mío, de todos y de ninguno. Yo lo dejo correr. Sé que el arte verdadero no admite monopolios ni patentes.
Luigi siente en definitiva que la acogida del mundo literario a los escritos que pese a todo va publicando debería ser diferente, pero él tiene tranquila y serena conciencia del valor de su obra destinada a perdurar.
Por otra parte la obsesión por la falta de dinero se ha hecho menos acuciante. En 1897 obtiene una plaza de profesor en el Instituto Superior de Magisterio femenino, del que era director el poeta Giuseppe Aurelio Costanzo, siracusano. Luigi enseñará «Lingüística y estilística preceptiva y estudios de los clásicos griegos y latinos en las mejores versiones».
Sin duda es un paso atrás respecto a su determinación inicial de hacer carrera como literato y vivir de ello, pero los ingresos de la enseñanza van a robustecer los intereses mensuales de la dote de Antonietta de un modo que le permiten dedicarse a la escritura sin el ruido de fondo, la molestia, la preocupación de la necesidad.
Sobre el Pirandello profesor no creo que se haya escrito demasiado. Existe el testimonio de una discípula suya de los años 1916-17, Maria Alajmo, que fue alumna predilecta de Pirandello.
Maria Alajmo desarrolló el tema de ingreso, «Un lugar amado por usted debido a la belleza o a los recuerdos que le despierta», centrándolo sobre Agrigento, donde había nacido y había estudiado antes de que su padre, Libertino, oculista de fama y amigo de Pirandello, se trasladara a Roma. A Luigi el tema le gustó bastante. Y desde entonces mantuvo relaciones casi familiares con María Alajmo, tanto como para presentársela, muchos años después, a la actriz Marta Abba con estas palabras: He aquí a una de las alumnas más inteligentes que he tenido en Magisterio.
«Amaba a Leopardi, especialmente el Zibaldone. Cuando hablaba de Leopardi, asumía tanto en el porte como en el tono, en la tonalidad de las palabras, algo parecido a lo que hoy podríamos definir como un porte de resonancias románticas. Recuerdo cómo sabía poner de relieve algunas observaciones leopardianas, de poesía, del mismo Leopardi, que se encontraban en el Zibaldone.
»Cuando luego, en determinadas ocasiones nos mandaba hacer prácticas de improvisación, era aquí cuando toda su genialidad se manifestaba. Pero que hiciese alguna alusión a su obra, nunca, la verdad…
»Sin embargo, alguna rara vez, al criticar algún trabajo de alguna de nosotras, mencionaba aunque fuese de pasada alguna de sus novelas, si bien fuera tan sólo para confrontar ciertos períodos artísticos desarrollados por él con los que alguna de nosotras, malogrados sin duda, habíamos hecho. Le gustaban aquellas páginas en las que la alumna se abandonaba o a los recuerdos o a las expresiones de su mundo.
»Odiaba todo lo que fuese mecánico, todo lo que fuese mesura, todo lo que al mismo tiempo rozase lo moralizante, sin que tuviera realmente repercusión en la vida.
»En algunas ocasiones, sin embargo, se mostraba cerrado, rígido, incluso aquella comprensión humana que era tan viva en sus cuentos parecía a veces como si le menoscabara como hombre, como profesor, como examinador, de hombre a hombre, de persona a persona. Era como si estuviera sobre aquella cátedra más por necesidades de la vida que por propio entusiasmo.
»Tampoco ante los otros profesores colegas suyos parecía dar muchas muestras de viva amistad. Permanecía siempre un poco apartado de ellos. No es que él asumiera alguna pose, no, pero todo en su actitud era singular.
»También en el modo de vestir, en el modo de hablar… Se entretenía en los pasillos con los bedeles. Y hablaba humildemente con ellos.
»Ya por entonces cualquier referencia a las personas humildes, cualquier referencia a los espíritus pobres le enardecía.
»Vestía, al menos en aquel tiempo, casi siempre de gris. Muy distinguido, aparte de que su esbelta figura le confería empaque. El sombrero de alas amplias, el puro casi siempre en la boca, los ojos siempre un poco entornados y lejanos.
»Prefería ayudarse haciendo gestos con las manos. Utilizaba mucho el pulgar, casi como un escultor…».
Maria Alajmo ha notado que sobre aquella cátedra Luigi parecía estar ciertas veces, como si hubiese bajado la guardia de momento, «más por necesidades de la vida que por propio entusiasmo». Así era, en efecto. Y sin embargo luchó largo y tendido por tener el reconocimiento que le correspondía como profesor. En 1908 escribía a Massimo Bontempelli que después de once años de enseñanza era todavía profesor agregado sin un céntimo siquiera de aumento sobre los haberes. Y se había ido a encontrar en una situación de absurdo gogoliano con la burocracia ministerial: si por casualidad su petición de ascenso a catedrático no fuese escuchada, tendría que concurrir de nuevo, como profesor agregado, a un puesto de profesor agregado.
Era muy amado por sus alumnas: «entre las escolares, hacía estragos», llegó a declarar la escritora Paola Boni-Fellini, que fue alumna suya. Las escolares se ponían guapas para él, se acicalaban, como habría dicho Luigi en su dialecto.
«Se necesitaba toda la reserva, toda la seriedad del hombre y un total sentido de la responsabilidad, para que aquella clase no se transformase en una corte de amor».
Sigue siendo Paola Boni-Fellini la que nos cuenta algunos episodios de este enamoramiento colectivo ante el cual Luigi reaccionaba, según el testimonio de su hijo Stefano, con patente malestar, como en aquella ocasión en que una alumna le escribió una carta en la que sostenía que acabaría matándose si el profesor continuaba mostrándole indiferencia y Luigi se precipitó a la dirección aterrorizado por la responsabilidad, o como en aquella otra ocasión en que una alumna empezó a meterle billetitos de amor en los bolsillos del abrigo hasta que Luigi denunció el hecho desde la cátedra mientras hacía pedazos los billetes y los tiraba a la basura. Y naturalmente, escribe Giudice, toda la clase, una vez que hubo salido el profesor, se apresuró a recomponer los billetes.
Este testimonio de Paola Boni-Fellini se refiere a los primeros años de docencia. Vale la pena recordarlo con las palabras de otra alumna, Lucia Pagano:
«… casi siempre se limitaba a demoler, con unas cuantas frases irónicas, los esfuerzos creativos que nosotras, pobres criaturas, nos habíamos levantado temblorosas a leer de aquellas pocas páginas en tamaño folio, rellenadas con sumo cuidado en la vana esperanza de oír una palabra animosa de aquellos labios suyos semiocultos entre los bigotes y la perilla gris, con aquella postura habitual, el codo apoyado sobre la cátedra y la frente sobre la mano, como si estuviese siempre cansado, mortalmente cansado…».
Y tenía que estar cansado de verdad si ya no conseguía esconder su cansancio, si ahora comentaba los temas de las alumnas, o mejor dicho, se dedicaba a demolerlos con mordaz ironía, si aquella mano sobre la frente le servía no sólo para apoyar la cabeza sino para excluir parcialmente de su vista todos aquellos rostros de mujeres jóvenes que le miraban extasiadas.
EL MALDITO 1903
Las más negras previsiones de Calogero Portolano, de las que había dado parte a Luigi, sobre la temeridad de ciertas especulaciones de don Stefano, acaban verificándose una por una.
Don Stefano había conseguido la gestión de una gran mina de azufre en las cercanías de Aragona, a pocos kilómetros de Agrigento. La mina, en la que había renovado maquinarias y equipamientos poniendo todo lo que tenía e incluyendo la dote de la nuera, había rendido en los primeros tiempos bastante bien. Luego se había inundado de repente (o se incendiaban o se inundaban, ya fuese por agua o por fuego se autodestruían provocando muertos, ruina, desolación) y los daños estimados habían superado las cuatrocientas mil liras. Era el final y don Stefano escribió a su hijo. Sólo que la carta, al encontrarse Luigi en la escuela, le fue entregada a Antonietta, que, como hacía habitualmente, al reconocer la letra del suegro, la abrió y la leyó.
Algunas horas más tarde Luigi, al volver a casa, se encontró a Antonietta semiparalizada en un sillón, los ojos extraviados, destrozada. Es el inicio de aquella enfermedad mental que tendrá, durante los primeros años, altos y bajos, pero que empeorará con el paso del tiempo.
Cuando se leen las breves notas biográficas de Pirandello, al llegar a cierto punto se dice indefectiblemente que Antonietta enloqueció debido a la pérdida de la dote originada por las especulaciones equivocadas del suegro. Sin duda, la cosa es en esencia así, pero reduciendo el todo a lo esencial se acaba imprimiendo en la cabeza del lector no demasiado atento la imagen de una mujer tan apegada al dinero como para perder la cabeza cuando se queda sin él.
Si la vida matrimonial no había sido feliz para Luigi, menos aún lo había sido para Antonietta. Luigi no hablaba con ella de su trabajo de escritor porque no la consideraba a su altura y es de presumir que tampoco le contara los problemas con los que se topaba en la enseñanza. Cuando volvía a casa se ponía a escribir, a corregir temas y algunas veces conseguía ir a reunirse con los amigos. Si, como madre, Antonietta tenía que criar a tres pequeñas criaturas, como mujer vivía en una soledad extrema, en una especie de confinamiento que sin duda agravaba su fragilidad nerviosa y de la cual la crisis durante la lactancia de Fausto había sido un síntoma quizá infravalorado por todos, empezando por el propio marido.
El aglutinante que regía su identidad de mujer casada era precisamente la renta de la dote: a través de ésta Antonietta afirmaba diariamente su presencia, su estar allí, era ella la que garantizaba el pan cotidiano para todos y, a fin de cuentas, permitía al marido escritor la posibilidad de seguir escribiendo.
Al faltar aquella renta, su función en el interior de la familia se ve reducida al exiguo margen del cuidado de los niños, de ocho, seis y cuatro años respectivamente (que ahora, sin dinero, se convierte sobre todo en un enorme problema). Desaparecido su «valor» (en su sentido propiamente comercial, sobre estas premisas se erigía su matrimonio), ella no es más que un peso muerto a los ojos del marido. Y la parálisis no es otra cosa que la concreción de esa metáfora.
¿Y Luigi? Se convence con amargura de que sólo aparentemente ha conseguido liberarse de la cadena al cuello, de que esta sigue estando allí, y de qué manera. Ha bastado un repentino tirón de la cadena de la cual creía haberse emancipado para ahogarle. Una vez más el padre vuelve a hacerle daño, y esta vez no hay salida. El hijo cambiado debe recomenzar todo desde el principio. En los días inmediatamente posteriores al batacazo pensará incluso en matarse. Le gustaría llevar a cabo un suicidio razonado, cuidadoso. Desaparecido él, Antonietta y los hijos podrán volver a Agrigento donde Calogero Portolano tendrá necesariamente que ocuparse de ellos. Pero casi a continuación, cuando los amigos llegan a saber sus dificultades, recibe de ellos concreta solidaridad. A Angiolo Orvieto le notifica el dramático cambio de su situación económica en estos términos:
Yo, desgraciadamente, querido Angiolo, no sólo no quiero tomármelo con calma, sino que no puedo, no puedo más. Debes saber que desde hace un año las condiciones financieras de mi familia, debido a un imprevisto desastre, ya no son lo que eran. Una gran azufrera, y su inundación, han producido daños por más de cuatrocientas mil liras. El desastre no es del todo irremediable. Mi padre ha gastado ya en un año cerca de doscientas mil liras para la construcción de un acueducto y de un plano inclinado. Ahora la azufrera empieza a resurgir, pero hará falta por lo menos otro año para que se reemprenda la extracción del mineral. Entre tanto yo me he quedado… con tres hijos y una esposa… ya puedes figurarte en qué estado. El mísero sueldo de profesor agregado en el Instituto Superior no me llega apenas para pagar el alquiler. Es necesario que me ayude con las manos y con los pies para ganar algo escribiendo. ¡Es una terrible prueba, amigo mío, inesperada!
Sabes que desde hace años presto gratuitamente mi colaboración en «Il Marzocco». Te puedes figurar con qué deseos querría seguirles enviando de vez en cuando algún cuento. ¡Pero… ya te lo he dicho, tenía uno, pero se lo he enviado a otro periódico por veinticinco liras!
Yo no quiero obligar en absoluto a Adolfo: tú me entiendes. Si él quisiera, yo podría comprometerme, por el mismo precio, a enviarle también un pequeño cuento al mes, empezando este enero… ¡Ah, si supieras cuánto sufro escribiéndote así…!
La respuesta de Adolfo Orvieto, hermano de Angiolo y director de la revista, es inmediata, no sólo paga con tres mil liras los cuentos que Luigi había publicado sin cobrar, sino que aumenta hasta treinta liras la retribución de cada nuevo cuento. La revista Nueva Antología le abre sus puertas. Él mismo toma la decisión de dar lecciones privadas de italiano a estudiantes extranjeros y de alemán a estudiantes italianos. Solicita y le es concedido ser enviado fuera de Roma como comisario de exámenes para sacar algún rendimiento con las dietas.
Ricco jeri, oggi povero.
E non so com’ita se ne sia tanta ricchezza.
Non del tesor perduto é la amarezza;
ma il non saper come perduto io l’ho.
Nessun piacere, nessuna gioja, ahimè,
la cui memoria avrebbe almen potuto
consolar la miseria e il viver muto,
o dello stato mio dirmi il perché.
Come dunque ridotto mi son qui?
Con la richezza mia potea far tanto,
e nulla ho fatto, e son povero intanto…
L’ho sperduta in ispiccioli, così…
Non l’opera che dia lustro a un’età,
né la gioia ch’empir possa una vita.
Dunque tanta ricchezza m’è servita
per comperarmi questa povertà.
(Rico ayer, hoy pobre. Y yo no sé / cómo ha podido irse tanta riqueza. / No por el caudal perdido es la amargura, / sino por no saber cómo lo he perdido. / Ningún placer, ninguna alegría, ay de mí, / cuya memoria hubiera podido al menos / consolar la miseria y el vivir mudo, / o del estado mío decirme el porqué. / ¿Cómo pues he llegado a esto? / Con mi riqueza podría haber hecho tanto, / y nada he hecho, y soy pobre entretanto… / La he desperdiciado en calderilla, así… / No en la obra que otorgue lustre a una edad, / ni en la alegría que llenar pueda una vida. / De modo que tanta riqueza me ha servido / únicamente para comprarme esta pobreza)
Pero si es verdad que la sacudida ha estado a punto de ahogarle por lo violenta y sobre todo por lo imprevisible, también es verdad que con esa sacudida la cadena se ha roto irreparablemente. Aquella última atadura que le mantenía ligado a la familia ha dejado de existir, ahora es verdaderamente el hijo cambiado que debe abrirse camino con la única riqueza que posee: la escritura.
Y justo por aquellos días Giovanni Cena, director de Nueva Antología, le pide una novela para ser publicada por entregas en la revista. Para estimularle, le envía mil liras de anticipo. No hubiera hecho falta. En los momentos libres entre las clases públicas y privadas, Luigi, tumbado boca abajo en la cama con la mujer al lado sin poder moverse, se lanza desesperadamente a escribir una historia que tiene que inventarse página tras página.
La acaba en noviembre del mismo año, y mientras se lo comunica al amigo Orvieto, le ofrece cuentos y poemas para Il Marzocco. No puede permitirse un momento de respiro.
La novela aparece en Nueva Antología entre abril y junio de 1904, luego se publica en volumen el mismo año. Es un éxito inmediato, el reconocimiento tan largamente esperado y deseado.
Y de esta inesperada acogida le da cuenta inmediatamente al amigo Orvieto.
Todavía en prensa, ya ha sido solicitado para la traducción al francés por Henry Bigot, que lo publicará probablemente en la «Revue de Paris» y luego en volumen; y también desde Alemania me lo ha pedido la señora Nina Knoblich, que ya ha traducido algunos de mis cuentos.
Salvo que Matilde Serao, que quería que se publicara un solo libro en la Revue de Paris, trató por todos los medios posibles de convencer a Ganderax, director de la revista, para que optara por su novela en lugar de por la de Pirandello. Ganderax, que ya le había dicho que sí a Bigot, acabó encontrándose en una situación de la que no se veía capaz de salir.
El conde Primoli se encargó de hacer de mediador y consiguió que la novela de Luigi se publicase primero en L’Écho de Paris para ser luego reeditada en volumen por el editor Calmann-Lévy. Pirandello aceptó a regañadientes. Le fue mucho mejor en Alemania: editado en la revista más difundida de Viena, le enviaron a Pirandello un anticipo de seiscientos marcos, una cifra bastante consistente.
La novela era El difunto Matías Pascal.
ME LLAMABA MATÍAS PASCAL
En el período que media entre la publicación de la novela en la Nueva Antología y la edición en volumen, en un importante periódico milanés aparece en la sección de sucesos la noticia de la «desaparición» del marqués de Chignolo, Luigi Cusani. Dado que dicho noble es persona de una cierta notoriedad, al día siguiente el periódico publica una sarta de necrológicas. Salvo que, apenas transcurridos diez días, se descubre que el marqués está vivito y coleando y que la fingida muerte ha sido organizada por él mismo en persona muy probablemente para huir de los acreedores.
Reseñando en la Ilustración Italiana, en noviembre de 1904, la novela de Pirandello, el Conde Octavio, pseudónimo de Ugo Ojetti, recuerda la fallida desaparición del marqués Cusani:
«Hace apenas un mes ha visto la luz una novela de Luigi Pirandello, rica en aventuras, de fina filosofía y humorismo, titulada El difunto Matías Pascal. Es la historia de un marido desgraciado, huido por desesperación de las uñas de la suegra y de la mujer y que tras enriquecerse de forma impensada en la ruleta de Montecarlo, en el camino de regreso lee en un periódico la noticia de su propio suicidio, es decir del suicidio de alguien a quien todos toman por él y que la afectuosa suegra jura reconocer. Matías Pascal se siente dichoso, se hace las exequias in pectore, se bautiza Adriano Meis y empieza alegremente una nueva vida, sin suegra y sin mujer. ¿No podría el señor Cusani haber leído esta historia y tratado de hacer la competencia a Matías Pascal con un método más simple y, digamos, más moderno, el anuncio en la página de decesos? Proceda de donde proceda la idea es un gracioso signo de los tiempos. Los hombres ya no se aburren de vivir sino de verse vivir, y tratan por todos los medios, desde el cambio de nombre hasta el fingido suicidio, de mirarse morir y resucitar. Hace cincuenta años, en pleno romanticismo, el hombre “pálido y fatal” se mataba por diversión o tal vez por curiosidad; el hombre moderno, una vez llegado a la total saciedad, anuncia estar muerto. El progreso está a favor de la vida: admirémoslo».
Si al marqués de Cusani la idea de la puesta en escena de su fingida muerte le nació de la lectura de las páginas de Pirandello, cometió un error de fondo: creyendo que se inspiraba en un relato fantástico, considera que el descubrimiento de la verdad, es decir, que su muerte era fingida, sólo hubiera sido posible a través de una investigación capaz de imitar las huellas de la fantasía. Cosa casi imposible para las comisarías del Reino.
Ignoraba que El difunto Matías Pascal no era una obra de fantasía, sino más bien, por un parte, una especie de solución posible a la terrible contingencia en la que la suerte había obligado al autor y, por otra, una especie de diario de un hecho ya acaecido.
En otros términos, la transformación de Matías Pascal en Adriano Meis no es más que el procedimiento, aquí oportunamente novelado, de la muerte del difunto Luigi Pirandello hijo de Stefano y de su resurrección, por fin, como Luigi Pirandello, hijo cambiado y por lo tanto sin una paternidad verdadera.
Quizá escribir como he escrito, «una especie de diario», sea excesivo. Mejor utilizar algunos fragmentos del análisis textual de Giudita Rosowsky:
«Un título formado por un nombre propio precedido del signo de la muerte y de la ausencia, una novela escrita en primera persona, señal de la presencia: en el juego de transmisiones que crea para el lector esta primera relación, se modulan los interrogantes sobre la trama del relato y sobre el significado de la escritura. Escritura como gesto de una vida que se cumple en el libro, escritura como labor de reconstrucción y de reflexión, si la partícula “fu” (difunto) está para indicar una modificación en el personaje, escritura como repetición; sea cual sea su función, el problema de la autobiografía está aquí, en la relación que se establece entre dos situaciones narrativas y dos niveles distintos cuya interferencia dibuja la configuración del texto».
La novela es acusada por algún crítico de ser tan inverosímil que cae en el absurdo. Pirandello se resiente y, en las ediciones que se hacen del libro desde 1921 en adelante, añade una Advertencia sobre los escrúpulos de la fantasía en la que coloca como defensa inicial dos sucesos citando escrupulosamente las fuentes. El primero es la historia del señor Albert Heintz de Búfalo, que tenía una amante veinteañera y una esposa y no sabía decidirse entre la una y la otra. Entonces tiene la feliz ocurrencia de convocar a las dos mujeres y discutir con ellas la situación. El encuentro no tarda en asumir tonos de tragedia, hasta el punto de que los tres llegan a la conclusión de suicidarse. La señora Heintz, mujer de palabra, vuelve a casa y se pega un tiro. El marido está a punto de hacer lo mismo cuando se da cuenta de repente de que, desaparecida la mujer, ya no hay obstáculo alguno para su amor por la veinteañera. Así que se casan los dos y hubieran vivido felices y contentos de no ser por la intervención de la policía que conduce la historia a una conclusión de lo más vulgar.
El otro suceso se podía leer en el Corriere della Sera del 27 de marzo de 1920 y se titulaba, bastante pirandellianamente, El homenaje de un vivo a su propia tumba. Lo transcribo de Pirandello:
«Un singular caso de bigamia, debido a la atestiguada pero no real muerte de un marido, se ha descubierto estos últimos días. Mencionemos brevemente los antecedentes. En el distrito de Calvairate, el 26 de diciembre de 1916, unos cuantos campesinos extraían de las aguas del canal de las Cinco Compuertas el cadáver de un hombre vestido con una camiseta y pantalones color castaño. Se notificó el hallazgo a los carabineros que iniciaron al punto las investigaciones. Poco después, una tal Maria Tedeschi, mujer de unos cuarenta años, todavía de buen ver, y ciertos Luigi Longoni y Luigi Majoli, identificaban el cadáver como el del electricista Ambrogio Casati di Luigi, nacido en 1869, marido de Maria Tedeschi. En realidad el ahogado se parecía mucho a Casati.
Aquella identificación, según se ha visto ahora, fue algo interesada, especialmente por parte de Majoli y Maria Tedeschi. El verdadero Casati estaba vivo. Pero estaba en la cárcel desde el 21 de febrero del año anterior, por un delito contra la propiedad, y desde hacía algún tiempo vivía separado, aunque no legalmente, de su mujer. Después de siete meses de luto, Maria Tedeschi volvía a casarse con Majoli, sin tropezar con ningún escollo burocrático. Casati acabó de cumplir su condena el 8 de marzo de 1917 y sólo entonces supo que estaba muerto y que su mujer se había vuelto a casar y había desaparecido. Se enteró de todo cuando fue al Registro civil de la plaza de Missori, porque necesitaba un documento. El empleado de la ventanilla les hizo notar de forma inexorable:
“¡Pero si usted está muerto! Su domicilio legal se encuentra en el cementerio de Musocco, campo común cuarenta y cuatro, fosa número quinientos cincuenta”.
Todas las protestas de aquel que quería ser declarado vivo resultaron inútiles. Casati se propone hacer valer sus derechos a la… resurrección y, en cuanto sea rectificado su estado civil, la presunta viuda, casada de nuevo, tendrá que ver cómo se anula su segundo matrimonio.
Mientras tanto la extraordinaria aventura no ha afligido en absoluto a Casati. Al contrario, se diría que le ha puesto de buen humor y, deseoso de nuevas emociones, ha querido hacer una escapada hasta… su propia tumba, y, como homenaje a su memoria, ha colocado sobre el túmulo un fragante ramo de flores y ha encendido una lamparita votiva».
Así comenta la noticia Pirandello, siempre en referencia a las acusaciones de absurdidad y de inverosimilitud que había recibido la novela:
El presunto suicidio en un canal, el cadáver extraído y reconocido por la mujer y por quien luego será su marido legal, el regreso del falso muerto y por último el homenaje a su propia tumba. De hecho, todos los datos, naturalmente desprovistos de todo aquello otro que debía dar al suceso un valor y un sentido universalmente humano.
No puedo suponer que el señor Ambrogio Casati, electricista, haya leído mi novela y haya llevado flores a su tumba para imitar al difunto Matías Pascal.
Mientras tanto, la vida, con su felicísimo desprecio por toda verosimilitud, pudo encontrar un cura y un alcalde que unieron en matrimonio al señor Majoli y a la señora Tedeschi sin preocuparse de conocer una evidencia de la que tal vez hubiera sido incluso fácil tener noticia, es decir, que el marido estaba en la cárcel y no bajo tierra.
La fantasía, sin duda, hubiera tenido escrúpulos en pasar por encima de un dato semejante, y ahora goza pensando en la acusación que entonces se le hizo de inverosimilitud, al dar a conocer de qué inverosimilitudes reales es capaz la vida, incluso en las novelas, que, sin saberlo, copia del arte.
En conclusión:
Las absurdidades de la vida no tienen necesidad de parecer verosímiles, porque son verdaderas. Al contrario de las del arte que, para parecer verdaderas, necesitan ser verosímiles… acusar en nombre de la vida de absurdidad y de inverosimilitud a una obra de arte es pura necedad.
Perfectamente compartible. Sólo que Pirandello, al elegir cuidadosamente esas dos banales noticias de la crónica de sucesos, sufre una especie de despiste por omisión. De hecho las coincidencias entre las noticias de la crónica de sucesos y la novela son hasta tal punto superficiales que acaban resultando aceptables e irrelevantes en igual medida. El verdadero punto de interés Pirandello lo omite cuidadosamente. En el primer caso, la señora Heintz se mata y los otros dos descubren la inutilidad de su suicidio. Si en lugar de la señora Heintz se hubiese suicidado la joven amante, los cónyuges se habrían reconciliado. Es el señor Albert Heintz quien sale ganando al encontrar siempre, tanto en un caso como el otro, una personal solución al problema. ¿Por qué interviene la policía? Porque sospecha que la mujer ha sido víctima de un colosal engaño por parte del marido y de la joven amante instigándola al suicidio. Esto es lo que cuenta, esta es la verdadera evidencia.
Otra grave omisión en la segunda noticia de sucesos: ¿cuál era el grado de autenticidad, de sinceridad en Maria Tedeschi y Majoli al identificar el cadáver aparecido en el canal como el de Ambrogio Casati? ¿Se aprovecharon de un singular parecido? ¿Y por qué no apretar el pedal hasta el fondo suponiendo que Maria Tedeschi y Majoli, amantes, crearon todas las condiciones (homicidio de un desconocido incluido) para que se verificara el falso reconocimiento?
Pero Pirandello no quiere insistir sobre estos elementos, cogiendo al vuelo la frase «sin tropezar con ningún escollo burocrático» en la noticia del Corriere, esta pone en un brete a curas y alcaldes, Iglesia y Municipio, reos de haber hecho posible, avalado, un error. Es precisamente a través de los ejemplos que pone como Pirandello parece querer reducir a «tragedia del estado civil» (como despreciativamente es definido un drama) el sentido de su novela, poniendo así límites, cortapisas, a una más libre lectura.
Jean-Michel Gardait, en Pirandello y su doble, de 1972, considera El difunto Matías Pascal, «sin lugar a dudas la summa, tanto temática como estructural, de las figuras del doble que la obra narrativa de Pirandello pone en juego».
Y, remontándose en el tiempo a la vida del autor, afirma que:
«La existencia de Pirandello está, por tanto, toda ella volcada hacia el doble, pero a partir de dos órdenes de experiencias radicalmente distintas. Las primeras, puramente reflexivas y pasionales, por no decir pasivas, en el interior de una conciencia una y otra vez lacerada por la propia multiplicidad, amurallada en su aislamiento o alienada en las confrontaciones con los demás; las segundas, voluntarias y positivas, cuya mira es tanto negar como invertir las anteriores.
»Pirandello tuvo, desde la adolescencia, la experiencia del desdoblamiento interior».
Ahí está, este es substancialmente el punto.
Estamos convencidos de que el joven Luigi no ha tenido nunca la experiencia de un desdoblamiento interior. El gran yo y el pequeño yo, citados como evidencia por Gardair, no son más que un difuso juego infantil adoptado de forma confusa por Luigi en relación a Antonietta; personalmente ha tenido que ver con una nenita que a menudo veía un «o» pequeño que le hablaba y a veces, en la discusión, intervenía también un «O» grande. Al menos hasta ese momento (porque luego el problema del doble saldrá a la luz), el drama de Luigi ha sido precisamente el del hijo cambiado. Un drama de nombre registrado, pero no de nombre substancial. Un drama de la no pertenencia.
En esta dirección, y mucho más agudamente, Nino Borsellino en Retrato de Pirandello, después de haber recordado los posibles antecedentes de la novela en Bufera, de Edoardo Calandra y, con mayor base en Redivivo, de Emilio De Marchi, escribe lo siguiente:
«En realidad la justificación más profunda de la narración autobiográfica viene anticipada en el primer capítulo donde se ha puesto en evidencia de forma inmediata el tema de la identidad: Una de las pocas cosas, mejor dicho la única que yo sabía con seguridad era esta: que me llamaba Matías Pascal. Y me aprovechaba de ello. El nombre era en un tiempo para el protagonista la única certeza, y se lo repetía a sí mismo y a los demás para reconocer al menos… su presencia. Pero ya entonces, antes de que se iniciase su aventura, podía constatar su ausencia de la realidad, su imposibilidad de reconocerse como persona…».
En efecto, decir «Me llamo Luigi Pirandello» no es lo mismo que declarar «Yo soy Luigi Pirandello».
A propósito de identidad. Leonardo Sciascia en su Alfabeto Pirandelliano, dedica una de las «voces» a Ivan Ilic Mosjoukine, el actor ruso naturalizado francés, que en la adaptación cinematográfica de El difunto Matías Pascal, dirigida por Marcel L’Herbier en 1925, supo interpretar al personaje protagonista de forma inolvidable, hasta el punto de que «todos los lectores de la novela que habían visto la película, tal vez incluso el mismo Pirandello, no fueron ya capaces de recordar al personaje más que con la figura, los movimientos y las expresiones de Mosjoukine». Y añade: «Después de esta película, la vida de Mosjoukine, ya suficientemente pirandelliana, se vuelve pirandelliana del todo». Pero ¿en qué sentido? Sciascia habla de problemas de identidad y, casi como evidencia, enumera las interpretaciones del actor; desde Cadáver viviente de Tolstoi hasta Casanova. Pero, en esta misma línea, habría que añadir el Kean de Dumas y la Danza Macabra de Volkoff, historia de un director de orquesta que de tanto ensimismarse con la Danza Macabra de Saint-Saëns se vuelve loco. Pero creemos que la vida de Mosjoukine puede ser definida como pirandelliana precisamente por haber sido él también un hijo cambiado: nacido en una noble y rica familia de terratenientes, después de haber estudiado en el colegio y en el instituto, fue obligado por el padre a matricularse en Derecho. Estudió durante dos años, luego se escapó y se dedicó a la carrera de actor. Tuvo un hijo natural, el escritor francés Romain Gary, que heredó del padre, agravándolos, los problemas de identidad hasta morir suicida.
Pero ahora, en los días en que se edita la novela que le da fama internacional, si tuviese que escribir a su modo, con arreglo al Arte, aquel lejano relato que la criada Maria Stella le hizo de pequeño, sin lugar a dudas no lo hubiera titulado «fábula».